CAPITULO PRIMERO

Parte de la obra donde se empiezan a demostrar los principios y fines de las dos Ciudades, esto es, de la celestial y de la terrena

Llamamos Ciudad de Dios aquella de quien nos testifica y acredita la Sagrada Escritura que no por movimientos fortuitos de los átomos sino realmente por disposición de la alta Providencia sobre los escritos de todas las gentes rindió a su obediencia, con la prerrogativa de la autoridad divina, la variedad de todos los ingenios y entendimientos humanos. Porque, de ella está escrito: «Cosas admirables y grandiosas están profetizadas de ti, oh Ciudad de Dios!»: y en otro lugar: «Grande es, dice el Señor, y sumamente digno de que se celebre y alabe en la Ciudad de nuestro Dios y en su monte sano, que dilata los contentos y alegría de toda la tierra»; y poco más abajo: «Así como lo oímos, así hemos visto cumplido todo en la Ciudad del Señor de los ejércitos, en la Ciudad de nuestro Dios; Dios la fundó eterna para siempre; y asimismo en otro salmo: «El, ímpetu y avenida de las gentes como unos ríos caudalosos han de alegrar y acrecentar la Ciudad de Dios, donde el soberano omnipotente Señor puso y santificó su Tabernáculo y asiento; y puesto que Dios está y habita en medio de ella, no se moverá ni faltará para siempre jamás». Por estos y otros testimonios semejantes, que sería demasiado prolijo referir, sabemos que hay una Ciudad de Dios, cuyos ciudadanos deseamos ser con aquella ansia y amor que nos inspiró su divino Autor. Al Autor y Fundador de esta Ciudad Santa quieren anteponer sus dioses los ciudadanos de la Ciudad terrena, sin advertir que es Dios de los dioses, no de los dioses falsos, esto es, de los impíos y soberbios que estando desterrados y privados de su inmutable luz, común y extensiva a toda clase, de personas, y halIándose por este motivo reducidos a una indigente potestad pretenden en cierto modo sus particulares señoríos y dominio, y quieren que sus engañados e ilusos súbditos los reverencien con el mismo culto que se debe a Dios, sino que es Dios de los dioses piadosos y santos, que gustan más de sujetarse a sí mismos a un solo Dios que sujetar a muchos a sí propios; adorar y venerar a Dios más que ser adorados y reverenciados por dioses. Pero ya hemos respondido a los enemigos de la Ciudad Santa cuanto nos ha sido posible auxiliados del poderoso favor de nuestro Señor y nuestro Rey en los diez libros pasados, y sabiendo al presente lo que se espera de mí, y acordándome de lo que prometí, principiaré a tratar, confiado en el auxilio eficaz del mismo Señor y Rey nuestro, lo mejor que alcanzaren mis fuerzas del nacimiento, progresos y debidos fines de las dos Ciudades, celestial y terrena, de las que dijimos que andaban confundidas en este siglo de algún modo, y mezcladas la una con la otra; y en cuanto a lo primero, diré cómo procedieron los principios de ambas Ciudades en el encuentro y diferencia que tuvieron entre sí los ángeles.

CAPITULO II

Del conocimiento de Dios, a cuya noticia no llegó hombre alguno sino por el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo

Es asunto grande y muy singular el intentar sobrepujar con las limitadas fuerzas del entendimiento a todas las criaturas corpóreas e incorpóreas, y averiguado que son mudables, llegar a la alta contemplación de la inmutable sustancia de Dios, aprender de él y saber de su incomprensible sabiduría, cómo todas las criaturas que no son lo que él no las crió otro que él. Porque no habla Dios con el hombre por medio de alguna criatura corporal, dejándose percibir de los oídos corporales, de forma que entre el que excita este sonido o eco y el que oye, se hiera el espacio intermedio del aire, ni tampoco por alguna criatura espiritual de las que se visten con representaciones de cuerpos, como en sueños, o de otro modo igual (pues también habla de esta manera como si hablara a los oídos corpóreos, porque habla como si tuviera cuerpo y como por interposición de espacio de lugares corporales), sino que habla Dios al hombre con la misma verdad cuando está dispuesto para oír con el espíritu, no con el cuerpo. Porque de esta forma habla a aquella parte del hombre, que en él es lo más sublime y apreciable, y a la que sólo el mismo Dios le hace ventaja. Para que con justa causa, se entienda, o, si esto no es posible, a lo menos se crea que el hombre fue criado a imagen y semejanza de Dios, y sin duda según aquella parte se acerca más, a Dios  omnipotente, con la que él excede a sus partes inferiores; las cuales tiene también comunes con las bestias. Mas por cuanto la misma mente o alma donde reside naturalmente la razón e inteligencia, por causa de ciertos vicios reprensibles y envejecidos, está exhausta de fuerzas, no sólo para unirse con su Señor gozando de Dios, sino también para participar de la luz inmutable hasta que, renovándose de día en día, y sanando de su mortal dolencia, se haga capaz de tanta felicidad, debió ante todas cosas ser instruida en la fe, y así quedar, purificada. En cuya infalible creencia, para que con mayor confianza caminase al conocimiento de la verdad; la misma verdad, Dios, Hijo único del Altísimo, haciéndose hombre sin desprenderse de la divinidad, estableció y fundó la misma fe, para que tuviese el hombre una senda abierta para llegar a Dios por medio del Hombre Dios. Porque éste es el medianero entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús. Pues por la parte que es medianero es hombre y verdadero camino de salud. Porque si entre el que camina y el objeto adonde se camina es medio el camino, esperanza habrá de llegar; pero si falta ó se ignora por dónde ha de caminarse, ¿qué aprovecha saber adónde se ha de caminar? Así que sólo puede ser un camino cierto contra todos los errores el que una misma persona sea Dios y hombre: adonde se camina, Dios; por donde se camina, hombre.

CAPITULO III

De la autoridad de la Escritura canónica, cuyo autor es el Espíritu Santo

Este Señor, habiéndonos hablado primero por los profetas, después por sí mismo y últimamente por los Apóstoles cuando le pareció conducente, ordenó también una santa Escritura que se llama canónica, de grande autoridad, a quien damos fe , y crédito sobre los importantes dogmas que importa que sepamos y que nosotros mismos no somos idóneos y suficientes para comprender. Porque si podemos conocer por nosotros mismos las cosas que no están distantes ni remotas de nuestros sentidos, así interiores como exteriores (por lo que obtuvieron su peculiar nombre las cosas presentes, porque decimos que están tan presentes, esto es, tan delante de los sentidos, como está delante de los ojos lo que cae bajo el sentido de la vista), sin duda que para saber las cosas que están distantes de nuestros sentidos, porque no podemos saberlas por testimonio nuestro, tenemos necesidad de buscar otros testigos; y a aquellos creemos de cuyos sentidos sabemos que no están, o no estuvieron remotas las tales cosas. Así que como en las cosas visibles que no hemos visto creemos a .las personas que las vieron, y así en los demás objetos, que pertenecen particularmente a cada uno de los sentidos corporales, de la misma manera en las cosas que se alcanzan y perciben con el entendimiento (porque él con mucha propiedad se dice sentido, de donde dimanó el nombre sentencia), quiero decir en las cosas, invisibles que están distante de nuestro sentido exterior, es necesario que creamos a los que las aprendieron como están dispuestas en aquella luz incorpórea, o a los que las ven como están en ella.

CAPITULO IV

De la creación del mundo, que ni fue sin tiempo, ni se trazó con nuevo acuerdo que sobre ello tuviese Dios, como si hubiese querido después lo que antes no había querido

Entre todos los objetos visibles, el mayor de todos es Dios. Pero que haya mundo lo vemos experimentalmente; y que haya Dios lo creemos firmemente. Que Dios haya hecho este mundo, a ninguno debemos creer con más seguridad en este punto que al mismo Dios; pero ¿dónde se lo hemos oído? Nosotros lo hemos oído y sabemos por el irrefragable testimonio de la Sagrada Escritura, donde dice su profeta: «Al principio crió Dios el cielo y la tierra.» Pero pregunto: ¿Se halló presente este profeta cuando hizo Dios el cielo y la tierra? No, por cierto; solamente se halló allí la sabiduría de Dios, por quien fueron criadas todas las cosas, la cual se comunica a las almas santas, las hace amigas y profetas de Dios, y a éstos en lo interior de su alma, sin estrépito ni ruido les manifiesta sus divinas obras e incomprensibles decretos. A éstos también hablan los ángeles de Dios: «Que ven siempre la cara del Padre Eterno, y anuncian su voluntad a los que conviene.» Entre éstos, fue uno el profeta que dijo y escribió: «Al principio crió Dios el cielo y la tierra»; quien es un testigo tan abonado para que con su testimonio debamos creer a Dios, que con el mismo espíritu divino con que conoció el singular arcano que se le reveló, con ese mismo anunció y vaticinó grandes misterios mucho tiempo antes de promulgarse esta nuestra santa fe.
Pero ¿por qué quiso Dios eterno e inmutable hacer entonces el cielo y la tierra, proyecto que hasta entonces no había realizado? Los que hacen esa pregunta, si son de los que entienden que el mundo es eterno sin ningún principio, y por lo mismo quieren y opinan que no le hizo Dios, se apartan infinito de la verdad, y, alucinados con la mortal flaqueza de la impiedad, desvarían como frenéticos, porque, además de las expresiones y testimonios de los profetas, el mismo mundo, con su concertada mutabilidad y movilidad y con la hermosa presencia de todas las cosas visibles, entregándose al silencio en cierto modo, proclama y da voces que fue hecho, y que no pudo serlo sino por la poderosa mano de Dios, que inefable e invisiblemente es grande, e inefable e invisiblemente hermoso; pero si son los que confiesan que le hizo Dios, y, con todo quieren que no haya tenido principio en tiempo, sino sólo de creación, de manera que con un modo apenas concebible haya sido siempre hecho, éstos dicen lo bastante como para defender a Dios de una fortuita temeridad, para que no se entienda que de improviso le vino a la imaginación lo que nunca antes le había venido de criar el mundo, y que tuvo un nuevo querer, no siendo de algún modo mudable; sin embargo, no advierto cómo en las demás cosas se pueda salvar este modo de decir, especialmente en el alma, de la cual si dijeran que es coeterna de Dios, en ninguna manera podrán explicar de dónde le sobrevino la nueva miseria que jamás tuvo antes eternamente. Porque si dijeren que hubo en todo tiempo alternativa entre su miseria y bienaventuranza, es necesario que digan también que siempre estará en esta alternativa, de que deducirán un absurdo; pues aun cuando digan que es bienaventurada en esto, a lo menos no lo será si antevé su futura miseria y torpeza, y si no la prevé ni piensa que ha de ser miserable, sino siempre bienaventurada, con falsa opinión es bienaventurada, que no puede decirse expresión más necia. Y si imaginan que infinitos siglos atrás existió siempre esta alternativa entre la bienaventuranza y la miseria del alma, pero que en adelante, habiéndose ya libertado, no volverá a la miseria; con todo, confesarán por necesidad que nunca, fue verdaderamente bienaventurada, sino que en adelante empieza a serlo con una nueva y no engañosa bienaventuranza, y, por consiguiente, han de decir que le sucede algo nuevo extraordinario que nunca eternamente en lo pasado le sucedió. Y si negaren que la causa de esta novedad estuvo en el eterno consejo de Dios, negarán también con esto que es el autor de su bienaventuranza, que es una impiedad abominable. Y si dijeren que él, con nuevo acuerdo, trazó que en adelante el alma para siempre fuese bienaventurada, ¿cómo demostrarán que en Dios no hay aquella mutabilidad, que es también contra la opinión de ellos? Y si confiesan que fue criada en el tiempo, pero que en lo sucesivo en ningún tiempo ha de perecer, como el número que tiene verdadero principio y no tiene fin, y que por eso, habiendo una vez experimentado la miseria, si se librase de ella nunca jamás vendrá a ser miserable; por lo menos, no pondrán duda en que esto se hace, quedando en su constancia la inmutabilidad del consejo de Dios. Así pues, crean también que pudo el mundo hacerse en el tiempo y que no por eso en hacerle mudó Dios su eterno consejo y voluntad.

CAPITULO V

Que no deben imaginarse infinitos espacios de tiempo antes del mundo, como infinitos espacios de lugares

Asimismo es indispensable que sepamos responder a los que confiesan a Dios por autor y criador del mundo, y, sin embargo, preguntan y dudan acerca del tiempo del principio del mundo, y qué es lo que nos responden sobre el lugar del mundo. Porque de la misma manera se pregunta: ¿por qué razón se hizo entonces y no antes?, como puede preguntarse: ¿por qué fue hecho donde existe, y no en otra parte? Pues si imaginan infinitos espacios de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar ocioso sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar ocioso sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de lugares, en los cuales, si alguno dijere que no pudo estar ocioso Dios todopoderoso, pregunto: ¿no se infiere de tal antecedente que le será forzoso soñar con Epicuro innumerables mundos, disintiendo con él solamente en que dice éste que se forman con los fortuitos movimientos de los átomos, y los otros dirán que los hizo Dios si quieren que no esté ocioso, por la interminable inmensidad de Iugares que hay por todas partes fuera del mundo, y que estos tales mundos, como sienten de éste por ninguna causa podrán deshacerse? ¿Por qué disputamos ahora con los que sienten con nosotros que Dios es incorpóreo y criador de todas las naturalezas que no son lo que es este gran Señor? Pues dar entrada en esta controversia de religión a los que defienden que se debe el culto de los sacrificios a muchos dioses sería cosa muy exorbitante e indigna. Estos filósofos excedieron a los demás en fama y autoridad, porque, aunque con notable distancia, no obstante se aproximaron más que los otros a la verdad. O acaso han de decir que la substancia de Dios (la cual ni la incluyen, ni determinan, ni la extienden en lugar, sino que la confiesan, como es razón sentir de Dios, que está en todas partes con la presencia incorpórea), ¿han de decir, digo, que está ausente de tantos y tan inmensos espacios de lugares como hay fuera del mundo, y que está ocupada solamente en un lugar, y aquél, en comparación de aquella infinidad e inmensidad, tan pequeño como es el lugar donde está este mundo? No presumo que piensen tales disparates. Confesando, pues ellos que existe un mundo, el cual aunque de inmensa grandeza corpórea, con todo, dicen que es finito y determinado en su lugar, y hecho por mano de Dios; lo que responden a la cuestión sobre los infinitos lugares constituidos fuera del mundo, porque Dios en ellos cesa de obrar y está ocioso, eso mismo respóndanse a sí mismo en la controversia sobre los infinitos tiempos antes del mundo, porque, Dios cesó de obrar en ellos y estuvo ocioso. Y así como, no se infiere, ni es consecuencia legítima, que por casualidad; más bien qué por alta disposición y razón divina, haya Dios criado y colocado el mundo en este lugar en donde existe y no en otro (pues habiendo por todas partes infinitos lugares igualmente desembarazados y patentes, pudo escoger éste sin que hubiese en él ninguna prerrogativa o excelencia particular, aunque esta misma disposición y razón divina por qué así lo hizo no la pueda comprender ningún entendimiento humano). Así tampoco se infiere ni es consecuencia que entendamos haya sucedido a Dios algún suceso por acaso y fortuitamente que le nioviera a criar el mundo más en aquel tiempo que antes, habiendo pasado igualmente los tiempos anteriores por infinito espacio atrás sin haber diferencia alguna por la que en la elección  que se pudiese preferir un tiempo a otro. Y si dijeren que son vanas las imaginaciones de los hombres con que piensan infinitos Iugares, no habiendo otro lugar fuera del mundo, les respondemos que de esa manera opinan vanamente los hombres sobre los tiempos pasados en que estuvo Dios ocioso, no habiendo habido tiempo antes de la creación del mundo.

CAPITULO VI

Que el principio de la creación del mundo y el principio de los tiempos es uno, y que no es uno antes que otro

Porque si bien se distinguen la eternidad y el tiempo, en que no hay tiempo sin alguna instabilidad movible, ni hay eternidad que padezca mudanza alguna, ¿quién no advierte que no hubiera habido tiempos si no se formara la criatura que mudara algunos objetos con varias mutaciones, de cuyo movimiento y mudanza (como va a una y otra parte, que no pueden estar juntas, cediendo y sucediéndose en espacios e intervalos más cortos o más largos de pausas y detenciones) se siguiera y resultara el tiempo? Así que, siendo Dios, en cuya eternidad no, hay mudanza alguna, el que crió y dispuso los tiempos, no advierto cómo puede decirse que crió el mundo después de los espacios de los tiempos; si no es que digan que antes del mundo hubo ya alguna criatura con cuyos movimientos corriesen los tiempos. Y si las sagradas letras (que son sumamente verdaderas) dicen «que al principio hizo Dios el cielo y la tierra», de modo que no hizo otra cosa primero, porque dijeran antes lo que había hecho si hiciera algo antes de todas las cosas que hizo; sin duda que el mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo. Porque lo que se hace en el tiempo se hace después de algún tiempo y antes de algún tiempo; después de aquel que ha pasado y antes de aquel que ha de venir: pero no podía haber antes del mundo algún tiempo pasado, porque. no había ninguna criatura con cuyos mudables movimientos fuera sucediendo. Hízose el mundo con el tiempo, pues en su creación se hizo el movimiento mudable, como parece se representa en aquel orden de los primeros seis o siete días, en que se hace mención de la mañana y tarde, hasta que todo lo que hizo Dios en estos días se acabó y perfeccionó al día sexto, y al séptimo, con gran misterio, se nos declara que cesó Dios. Y el querer imaginar nosotros cuáles son estos días, o es asunto sumamente arduo y dificultoso, o imposible, cuanto más el querer decirlo.

CAPITULO VII

De la calidad de los primeros días, porque antes que se hiciese el sol se dice que tuvieron tarde y mañana

Por cuanto advertimos que los días ordinarios y conocidos no tienen tarde sino respecto del ocaso, ni mañana sino respecto del nacimiento del sol; sin embargo, los tres primeros de la creación pasaron sin sol; el cual se dice en la Escritura que fue hecho el cuarto; y aunque se refiere que primeramente se hizo la luz con la palabra de Dios, y que Dios la dividió y distinguió de las tinieblas, dando por nombre peculiar a la luz, día, y a las tinieblas, noche; cuál sea aquella luz, cuál sea su movimiento alternativo, y cuál la mañana y tarde que hizo, está bien lejos de nuestros sentidos; ni podemos comprender del modo que es, lo que sin embargo ciertamente debe creerse. Porque o hemos de decir que hay alguna, luz corpórea, ya sea en las partes superiores del mundo, muy distantes de nuestra vista, ya sea aquella con que después se encendió el sol; o hemos de decir que por el nombre de luz se entiende y significa la Ciudad Santa, que constituyen y componen los santos ángeles y espíritus bienaventurados, de la cual dice el Apóstol: «La Jerusalén que está arriba, nuestra madre, es eterna en los cielos»; y en otro lugar dijo: «Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día, no somos hijos de la noche, ni de las tinieblas.» Con todo, en este día se incluye también la tarde y la mañana en cierto modo, porque la ciencia de la criatura en comparación de la ciencia del Criador, en alguna manera se hace tarde, y asimismo esta misma se hace mañana cuando se refiere a la gloria y amor de su Criador; pero jamás se convierte en noche, cuando no se deja al Criador por el amor a la criatura. Finalmente, refiriendo la Escritura por su orden los días primeros de la creación, jamás interpuso el nombre de noche; pues en ningún lugar, dice, hizo la noche, sino hízose la tarde, e hízose la mañana, un día o el primer día; y así del segundó y de los demás. Porque el conocimiento de la criatura en sí misma está más oscuro y descolorido (por decirlo así) que cuando se conoce en la sabiduría de Dios, como en un modelo y arte de donde se hizo. Y así más propiamente puede llamarse tarde que noche; la cual tarde, sin embargo, como he insinuado, cuando se refiere para alabar y amar a su Criador, viene a parar en mañana. Todo lo cual, cuando se realiza en el conocimiento de sí mismo, se hace el primer día; cuando en el conocimiento del firmamento, que hay entre las aguas superiores e inferiores y se llama cielo, se hace el segundo día; cuando en el conocimiento de la tierra, mar y de todas las plantas que en la tierra producen semilla y fruto, el tercero día; cuando en el conocimiento de los luminares mayor y menor, y de todas las estrellas, el cuarto día; cuando en el conocimiento de todos los animales del agua y volátiles, el quinto día; cuando en el conocimiento de todos los animales terrestres y del mismo hombre, el día sexto.

CAPITULO VIII

Cómo ha de entenderse el descanso de Dios cuando después de las obras de los seis días descansó el séptimo

Pero cuando descansa Dios de todas sus obras al séptimo día, y le santifica, no debe entenderse materialmente como si Dios hubiese padecido alguna fatiga o cansancio ideando y ejecutando tan grandes maravillas en estos días, puesto que dijo y se hicieron todas las cosas con la virtud de sola su palabra inteligible y sempiterna, no sonora y temporal; sino que el descanso de Dios significa el de los que descansan en Dios, así como la alegría de la casa significa el júbilo de los que se alegran en ella, aunque no los cause contento la misma casa, sino algún otro objeto deleitable. Cuánto más si la misma casa, con su hermosura, alegra a los moradores de ella; de manera que no sólo se llama alegre por aquella figura con que significamos lo contenido por lo que contiene (así como decimos que los teatros aplauden y los prados braman, cuando en los unos aplauden los hombres, y en los otros braman los bueyes), sino también por aquella con que se significa el efecto por la causa eficiente, así como decimos a carta festiva, significando la alegría de los que se llenan de júbilo leyéndola. Así que convenientisimamente cuando la autoridad profética dice que descansó Dios, se significa el descanso de los que en él descansan, y los que el mismo Seflor hace descansar; prometiendo también esto a los hombres con quienes habla la profecía, y por quienes se escribió ciertamente que también ellos, después de las buenas obras que en ellos y por medio de ellos obra Dios, si acudieren y llegaren a él en esta vida en algún modo con la fe, tendrán en él perpetuo descanso. Porque esto se figuró también conforme al precepto de la ley, con la vacación y fiesta del sábado en el antiguo pueblo de Dios, y así me parece que debemos tratar de ello más particularmente en su propio lugar.

CAPITULO IX

Qué es lo que debemos sentir de la creación de los ángeles, según la Sagrada Escritura

Porque me he propuesto al presente la idea de tratar del principio y nacimiento de la Ciudad Santa, y me ha parecido conducente exponer en primer lugar todo lo que pertenece a los santos ángeles, que son parte no sólo grande de esta ciudad, sino tambien la más bienaventurada, en cuanto jamás ha sido peregrina; procuraré explicar, con el auxilio de Dios, lo que pareciere bastante sobre lo que nos dice acerca de esta materia la Sagrada Escritura. Y aunque es verdad que donde trata de la creación del mundo no nos dice clara y distintamente si crió Dios a los ángeles, o con qué orden los crió, sin embargo, puesto que no dejó de hacer mención de ellos, o los significó con el nombre de cielo cuando dijo: «al principio hizo Dios el cielo y la tierra»; o bajo el nombre de esta luz de que voy hablando. Y no omitió el hacer mención de ellos se infiere, porque dice que descansó Dios el séptimo día de todas las maravillosas obras que hizo, habiendo principiado de este modo el divino libro: «Al principio hizo Dios el cielo y la tierra», como si antes de la creación del cielo y la tierra al parecer no hubiese hecho otra cosa. Así, que, habiendo empezado por el cielo y la tierra, y la tierra que formó en primer lugar, como dice a continuación la Sagrada Escritura, siendo entonces invisible e informe, y como no hubiese criado aún la luz, opacas tinieblas se extendiesen sobre el abismo, esto es, sobre alguna indistinta confusión de tierra y agua (pues donde no hay luz es necesario que haya tinieblas) y después, habiendo dispuesto la creación especial de todas las cosas, que refiere haber acabado y perfeccionado en los seis días, ¿cómo había de dejar a los ángeles, como si no se incluyeran en las obras de Dios, de las que descansó al séptimo día? Y que Dios crió a los ángeles (aunque aquí no omitió el decirlo, sin embargo, no lo especificó particularmente con toda claridad), en otro lugar lo indica expresamente el sagrado texto; pues hasta en el himno que cantaron los tres mancebos en el horno de fuego, diciendo: «Alabad y bendecid todas las obras delSeñor al Señor»; enumerando esas obras divinas hace asimismo mención de los ángeles. Y en el salmo se canta: «Alabad al Señor vosotros que estáis en los cielos; alabadle toda la milicia de los espíritus celestiales; alabadle, Sol y Luna; alabadle todas las estrellas y astros luminosos; alabadle los más encumbrados e ilustres cielos; todas las aguas y raudales cristalinos que están sobre los cielos alaben el nombre del Señor; porque El es el autor y criador de todos; con sola su divina palabra se hicieron todas las cosas, y con mandarlo se criaron.» También nos manifiesta aquí con toda evidencia el Espíritu Santo que Dios crió los ángeles, pues habiéndolos referido y numerado entre las demás criaturas del cielo, concluye y dice: «porque El es el autor y criador de todas, con sola su divina palabra se hicieron, y con mandarlo se criaron». ¿Y quién será tan necio que se atreva a imaginar que crió Dios los ángeles después de criar todos los seres comunes que se refieren en los seis días? Pero cuándo haya alguno tan idiota y poco instruido, convencerá su vanidad aquella expresión de la Escritura que tiene igual autoridad infalible, donde dice Dios: «Cuando hice las estrellas me alabaron con grandes aclamaciones todos los ángeles.» Luego había ya ángeles cuando crió las estrellas, las que formó en el cuarto día. ¿Diremos acaso que los hizo al tercero día? Ni por pensamiento, porque es indudable cuanto obró en este día dividiendo la tierra de las aguas y repartiendo a cada uno de estos dos elementos sus especies de animales, produciendo al mismo tiempo que la tierra todo lo que está plantado en ella. ¿Acaso diremos que al segundo? Tampoco, porque en él hizo el firmamento entre las aguas superiores e inferiores, al cual llamó cielo, y en él crió las estrellas al cuarto día. Luego si los ángeles pertenecen a las obras que Dios hizo en estos días, son, sin duda, aquella luz refulgente que se llamó día; el cual, para recomendarnos y darnos a entender que fue uno, no le llamó día primero, sino uno. Mas ni por eso hemos de inferir que es otro distinto el día segundo o el tercero o los demás, sino que el mismo uno se repite por cumplimiento del número senario o septenario, para darnos individual noticia del senario y septenario conocimiento, es decir: el senario, de las maravillosas obras que Dios hizo; y el septenario, en el que Dios descansó. Porque cuando dijo Dios: «hágase la luz, y se hizo la luz», si se entiende bien en esta luz la creación de los ángeles, sin duda que los hizo partícipes de la luz eterna, que es la inmutable sabiduría de Dios, por quien fueron criadas todas las cosas, a quien llamamos el unigénito de Dios para que, alumbrados con la luz sobrenatural que fueron criados, se hicieran luz y se llamaran día, por la participación de aquella inmutable luz y día, que es el Verbo divino, por quien ellos y todas las cosas fueron criadas. Porque la luz verdadera que ilumina a todos los hombres que vienen a este mundo, ésta también alumbra a todos los ángeles puros y limpios para que sean luz, no en sí mismos, sino en Dios, de quien si se separa el ángel se hace inmundo, como todos los que se llaman espíritus inmundos, que no son ya luz en el Señor, sino tinieblas en sí mismos, privados de la participación de la luz eterna. Porque el mal no tiene naturaleza alguna, sino que la pérdida del bien recibió el nombre de mal.

CAPITULO X

De la simple e inmutable trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios, en quien no es otro la cualidad y otro la substancia

Así que el bien que es Dios es solamente simple, y por eso inmutable. Por este sumo bien fueron criados todos los bienes, pero no simples, y por lo mismo mudables. Fueron criados, digo, esto es, fueron hechos, no engendrados; pues lo que se engendró del bien simple, es del mismo modo simple, lo mismo que aquel de que se engendró, cuyas dos cualidades o esencias llamamos Padre e Hijo, y ambos con su Espíritu es un solo Dios, el cual Espíritu del Padre y del Hijo se llama en la Sagrada Escritura Espíritu Santo, con una noción propia de este nombre. Sin embargo, es otro distinto que el Padre y el Hijo, porque ni es el Padre ni es el Hijo; otro he dicho, pero no otra substancia, porque también éste es del mismo modo simple, bien inmutable y coeterno. Y esta Trinidad es un solo Dios, no dejando de ser simple porque es Trinidad. Y no llamamos simple a la naturaleza del bien, porque está en ella sólo el Padre, o sólo el Hijo, o sólo el Espíritu Santo, mediante a que no está sola esta Trinidad de nombres sin subsistencia de personas, como entendieron los herejes sabelianos, sino que se llama simple porque todo lo que tiene eso mismo es, a excepción de que cada una de las personas se refiere a otra, porque, sin duda, el Padre tiene Hijo, y con todo, él no es el Hijo, y el Hijo tiene Padre, y con todo, él no es Padre. En lo que se refiere a sí mismo y no a otro, eso es lo que tiene; como a sí mismo se refiere el viviente porque tiene vida, y él mismo es la vida.
Así que se dice naturaleza simple aquel a quien no sucede tener cosa alguna que pueda perder, o en quien sea una cosa el que lo tiene y otra lo tenido; asi como el vaso que tiene algún licor, o el cuerpo que tiene color, o el aire, la luz o calor, o cómo el alma, que tiene la sabiduría; porque ninguna de estas cualidades es aquello que en sí tiene pues el vaso no es el licor, ni el cuerpo es el color, ni el aire la luz o el calor, ni el alma la sabiduría. De donde resulta que pueden privarse también de los objetos que tienen, y convertirse y transformarse en otros hábitos y cualidades; de modo que el vaso se desocupe del licor de que estaba lleno, y el cuerpo pierda el color; el aire se oscurezca o refresque; y el alma deje de saber. Pero si el cuerpo es incorruptible, como lo es el, que se promete a los santos en la resurrección, aunque es cierto que tiene aquella inadmisible cualidad de la misma incorrupción, no obstante, quedando la sustancia corporal en su natural ser, no se identifica con la incorrupción, porque ésta está toda particularmente esparcida por todas las partes del cuerpo, y no es rnayor en una parte y menor en otra, porque ninguna parte es más incorrupta que la otra; mas el mismo cuerpo es mayor en el todo que en la parte, y siendo en él una parte mayor y otra menor, la que es mayor no es más incorrupta que la que es menor. Así que una cosa es el cuerpo que no se halla todo en cualquiera parte suya, otra cosa es la incorrupción, la cual en cualquiera parte suya está todo; porque cualquiera parte del cuerpo incorruptible, aun la desigual a todas las demás, es igualmente incorrupta. Porque supongamos, v. gr, no porque el dedo es menor que toda la mano, por esto es más incorruptible la mano que el dedo; así pues, siendo desiguales la mano y el dedo, sin embargo, es igual la incorruptibilidad de la mano y la del dedo; y, consiguientemente, aunque la incorrupción sea inseparable del cuerpo incorruptible, una cosa es la substancia que se llama cuerpo y otra su cualidad de incorruptible. Y por eso también no es así la prenda que tiene. Igualmente la misma alma, aunque sea también sabia, como lo será cuando se librare para siempre de la presente miseria, aunque entonces será sabia para siempre, con todo, será sabia por la participación de la sabiduría inmutable, la cual no es lo mismo que ella. Porque tampoco el aire, aunque nunca se despoje de la luz que le ilumina, la cual no lo digo como si el alma fuese aire, según imaginaron algunos que no pudieron penetrar y comprender la naturaleza incorpórea, sino porque estas cosas, respecto de aquéllas, con ser todavía tan diversas y desiguales, tienen Cierta semejanza; de modo que muy al caso se dice que así se ilumina el alma incorpórea con la luz incorpórea de la simple sabiduría de Dios, como se ilumina el cuerpo del aire con la luz corpórea, y así como se oscurece cuando le desampara esta luz (porque no son otra cosa las que llamamos tinieblas de los espacios corporales que el aire que carece de luz), de la misma manera se oscurece y cubre de tinieblas el alma privada de la luz de la sabiduna. Así que por esto se llaman aquellas cosas simples, las cuales principalmente y con verdad son divinas; porque no es en ellas una cosa la cualidad y otra la sustancia, ni son por participación de otras divinas, o sabias o bienaventuradas. Con todo, en la Sagrada Escritura se llama múltiple y vario el espíritu de la sabiduría, porque contiene en sí muchos objetos admirables; pero los que tiene, éstos también es él, y es uno todos ellos. Porque no son muchas, sino una la sabiduría, donde residen los inmensos e infinitos tesoros de las cosas inteligibles, en las cuales existen todas las causas y razones invisibles e inmutables de las cosas, aun de las visibles y mudables, las cuales fueron hechas y criadas por ésta. Porque Dios no ejecutó operación alguna ignorando lo que debía de hacer, lo cual no puede decirse propiamente de cualquier artífice. Y si sabiendo hizo todas las cosas, hizo sin duda las que sabía. De lo cual ocurre al entendimiento una idea maravillosa, aunque verdadera: que nosotros no podíamos tener noticia de este mundo, si no existiera; pero si Dios no tuviera noticia de él, era imposible que fuera.

CAPITULO XI

Si hemos de creer que los espíritus que no perseveraron en la verdad participaron de aquella bienaventuranza que siempre tuvieron los santos ángeles desde su principio

Lo cual, siendo innegable en ninguna manera aquellos espíritus que llamamos ángeles fueron primero tinieblas por algún espacio de tiempo, sino que luego que fueron criados los crió Dios luz; con todo, no fueron criados sólo para que fuesen como quiera y viviesen como quiera, sino que también fueron iluminados para que viviesen sabia y felizmente. Desviándose algunos de esta ilustración divina, no solamente no llegaron a conseguir la excelencia de la vida sabia y bienaventurada (la cual, sin duda, no es sino la eterna y muy cierta y segura de su eternidad), pero aun la vida racional, aunque no sabia, sino ignorante y destituida de razón, la tienen de manera que no la pueden perder, ni aun cuando quieran. Y cuánto tiempo fueron partícipes de aquella sabiduría eterna antes que pecasen, ¿quién lo podrá determinar? Sin embargo, ¿cómo podremos decir que en esta participación éstos fueron iguales a aquéllos, que son verdadera y cumplidamente bienaventurados porque en ninguna manera se engañan, sino que están ciertos de la eternidad de su bienaventuranza? Pues si en ella fueran iguales, también éstos perseveraran en su eternidad igualmente  bienaventurados,  porque  estaban igualmente ciertos. Pues así como la vida se puede decir vida, entretanto que durare, no así podrá decirse con verdad la vida eterna si ha de tener fin; por cuanto la vida sólo, se llama vida si se vive; y eterna, si no tiene fin. Por lo cual, aunque no todo lo que es eterno es bienaventurado (porque también el fuego del infierno se llama eterno), con todo, si verdadera y perfectamente la vida bienaventurada no es sino eterna, no era tal la vida de éstos, porque alguna vez se había de acabar; y, por lo tanto, no era eterna, ya supiesen esto, ya ignorándolo imaginasen otra cosa; porque el temor a los que lo sabían y el error a los que lo ignoraban no les permitían ser eternamente felices. Y si esto no lo sabían, de modo que no estribaban ni confiaban en cosas falsas o inciertas, ni se inclinaban con firme determinación a una parte ni a otra acerca de si su bien había de ser sempiterno, o alguna vez había de tener fin; la misma suspensión y duda sobre tan grande felicidad no tenía aquel colmo y plenitud de vida bienaventurada que creemos hay en los santos ángeles. Porque al nombre de vida bienaventurada no le queremos acortar y limitar tanto su significación, que sólo llamemos a Dios bienaventurado, quien sin embargo, de tal manera es verdaderamente bienaventurado, que no puede haber mayor bienaventuranza, en cuya comparación nada significa que los ángeles sean bienaventurados con una bienaventuranza suya, tanta cuanta en ellos puede haber.

CAPITULO XII

De la comparación de la bienaventuranza de los justos que no han alcanzado aun el premio de la divina promesa, con la bienaventuranza de los primeros hombres en el Paraíso antes del pecado

Ni éstos solos por lo que toca a la naturaleza racional e intelectual se deben  llamar  bienaventurados:  porque ¿quién se atreverá a negar que los primeros hombres en el Paraíso antes de caer en el pecado, fueron bienaventurados, aunque no estuviesen ciertos de su bienaventuranza, cuán larga había de ser, o si había de ser eterna; la cual, seguramente, hubiera sido eterna si no pecaran? Pues sin reparo alguno llamamos hoy bienaventurados a los que viven justa y santamente con esperanza de la futura inmortalidad, sin culpa que les estrague la conciencia, consiguiendo fácilmente la divina misericordia para los pecados de la presente flaqueza humana, los cuales, aunque están ciertos del premio de su perseverancia, con todo, se hallan inciertos de ella; porque ¿qué hombre habrá que sepa que ha de perseverar hasta el fin en el ejercicio y aprovechamiento de la justicia, si no es que con alguna revelación se lo certifique el que no a todos da parte de este sublime arcano por justos y secretos juicios, aunque a ninguno engañe? Así que por lo perteneciente al gusto y deleite del bien presente, más bienaventurado era el primer hombre en el Paraíso que cualquier justo existente en esta humana carne mortal; pero respecto a la esperanza del bien futuro, cualquiera que sabe con evidencia, no con opinión, sino con verdad cierta e inefable, que ha de gozar sin fin, libre de toda molestia, de la amable compañía de los ángeles en la participación del sumo Dios, es más bienaventurado con cualesquiera aflicciones y tormentos del cuerpo que lo era aquel hombre estando incierto de su caída en aquella grande felicidad del Paraíso.

CAPITULO XIII

Si de tal manera crió Diós a todos los ángeles con la misma felicidad, que ni los que cayeron pudieron saber que habían de caer, ni los que no cayeron, después de la ruina de los caídos, recibieron la presciencia de su perseverancia

Por lo cual, podrá cualquiera fácilmente echar de ver que de lo uno y de lo otro resulta juntamente la bienaventuranza que con recto propósito desea la naturaleza intelectual, esto es, de gozar del bien inmutáble y eterno que es Dios, sin ninguna molestia, y de saber que ha de perseverar en él para siempre, sin que duda alguna le tenga suspenso, ni error alguno le engañe. De ésta piadosamente creemos que gozan los ángeles de la luz, y que no la tuvieron antes que cayesen los ángeles pecadores que por su malicia fueron privados de aquella luz, lo colegimos por consecuencia; con todo, se debe creer o ciertamente que si vivieron antes del pecado, tuvieron alguna bienaventuranza, aunque no la presciencia de si habían de perseverar. Y, si parece cosa dura el creer, que cuando Dios crió a los ángeles, a unos los crió de modo que no tuvieron la presciencia de su perseverancia o de su caída, y a otros los crió de manera que con verdad cierta e inefable conocieron la eternidad de su bienaventuranza, sino que a todos desde su principio los crió con igual felicidad, y que así estuvieron hasta que éstos, que ahora son malos, por su voluntad cayeron de aquella luz de la suma bondad; sin duda, que es más duro de creer que los santos ángeles estén ahora inciertos de su eterna bienaventuranza, y que ellos de sí mismos ignoren lo que nosotros pudimos alcanzar y conocer de ellos por la divina Escritura. Porque ¿qué católico cristiano ignora que no ha de haber ya ningún nuevo demonio de los buenos ángeles, así como tampoco el demonio ha de volver ya más a la sociedad de los ángeles buenos? Porque, prometiendo en el Evangelio, a los santos fieles, que serán iguales a los ángeles de Dios, asimismo les ofrece que irán a gozar de la vida eterna; y si es cierto que nosotros estamos seguros de que jamás hemos de caer de aquella inmortal bienaventuranza, y ellos no lo están, seremos necesariamente de mejor condición que ellos, y no iguales; mas porque de ningún modo puede faltar la verdad de que seremos iguales a ellos, sin duda ellos están también ciertos de su eterna felicidad. De la cual, porque los otros no estuvieron ciertos (porque no iba a ser eterna la felicidad, de la cual pudieran estar asegurados, pues había de tener fin), resta confesar que, o fueron desiguales, o si fueron iguales, después de la caída y ruina de ellos, alcanzaron los otros la ciencia cierta de su felicidad sempiterna. A no ser que quiera decir alguno que lo que el Señor dice del demonio en el Evangelio: «que el demonio fue homicida desde el principio, y no perseveró en la verdad>, debe entenderse de tal modo, que no sólo fue homicida desde el principio, esto es, desde el principio del linaje humano, o sea, desde que fue criado el hombre, a quien con engaños pudiese matar, sino también que desde el principio de su creación no perseveró en la verdad; por lo cual, nunca fue bienaventurado con los santos ángeles, no queriendo sujetarse a su Criador, y complaciéndose, por su soberbia, en su alta potestad, como si fuera propia, con lo cual quedó engañado y engañoso, pues quedó para siempre subyugado a la elevada potestad y omnipotencia del que es Todopoderoso; y el que cón suave sujeción no quiso conservar lo que verdaderamente es, con altivez y soberbia procura fingir lo que no es, para que así se entienda con más claridad lo que insinúa el Apóstol y Evangelista San Juan cuando dice «que el diablo peca desde el principio», esto es, desde que fue criado rehusó la justicia, la cual no puede caber sino en la voluntad piadosa y rendida a Dios. Los que adoptan esta opinión, pregunto, ¿no sienten lo mismo con otros herejes, esto es, con los maniqueos, y si hay otras sectas pestilenciales que sostengan que tiene el demonio procedente como de un principio contrario a su propia naturaleza mala? Los cuales disparatan tan vanamente, que teniendo con nosotros y en nuestro abono la autoridad de estas palabras evangélicas, no advierten ni consideran que no dijo el Señor: «no tuvo verdad», sino «no perseveró en la verdad»; queriendo manifestar que cayó del conocimiento de la verdad, en la cual, seguramente, si perseverara participando de ella, perseveraría también, en la bienaventuranza con los santos ángeles.

CAPITULO XIV

Con qué frase o modo de hablar dice la Escritura del demonio que no perseveró en la verdad, porque no hay en él verdad

Y añadió la razón, como si preguntáramos por dónde consta que no perseveró en la verdad y dice: «Porque no hay verdad en él.» Y, sin duda, la hubiera en él si perseverára en ella. Esta causa está expuesta bajo un método de raciocinar no muy corriente y usado, pues parece que suena así; no perseveró en la verdad porque no hay verdad en él, como si la causa de que no haya perseverado en la verdad fuera porque no hay verdad en él, siendo más bien la causa de no haber verdad en él en no haber permanecido en la verdad. Pero este mismo lenguaje hallamos también en el Salmo, donde dice: «Yo clamé porque me oíste; mi Dios.» Debiendo, al parecer, decir: Me oíste mi Dios porque clamé a ti. Pero habiendo dicho yo clamé, como si le preguntaran por qué señal demostró el haber clamado, manifestando el deseado efecto de haberle oído Dios, muestra, sin duda, el afecto de su clamor como si dijera: por esto doy a entender expresamente que he clamado, porque me habéis oído.

CAPITULO XV

Cómo ha de entenderse la autoridad de la Escritura: desde el principio peca
el demonio

La expresión que profiere San Juan hablando del demonio: <Desde el principio, el demonio peca>, no entiende que si es natural, de ningún modo es pecado. Pero ¿qué responderán a los testimonios incontrastables de los Profetas, o a lo que dice Isaías, significando al demonio bajo la persona del príncipe de Babilonia:  <Cómo cayó Lucifer, que nacía resplandeciente de mañana»; o a lo que dice Ezequiel: «¿Estuviste en los deleites del Paraíso de Dios, adornado de todas las piedras preciosas?» De cuyos testimonios se deduce que estuvo alguna vez sin pecado, porque más expresamente le dice poco después: «Anduviste en tus días sin pecado.» Cuyas autoridades, puesto que no pueden entenderse de otra manera, vienen en confirmación de lo que se dice: que no perseveró en la verdad, para que lo entendamos de manera que estuvo en la verdad, pero que no perseveró en ella; y aquella expresión, que desde el principio el demonio peca, no desde el principio que fue criado se ha de entender que peca, sino desde el principio del pecado, porque de su soberbia resultó el haber pecado. Ni lo que se escribe en el libro de Job hablando del demonio: «Esta es la primera o principal criatura que hizo el Señor para que se burlasen de él sus ángeles», con lo que parece concuerda la expresión del real Profeta cuando dice: «Este dragón que formaste para que se burlen de él», se debe entender de tal modo, que creamos que le crió desde el principio, para que los ángeles se burlasen de él, aunque después de cometido su execrable crimen, le ordenó Dios este castigo. Su principio, pues, es ser hechura del Señor; pues no hay naturaleza alguna, aun entre las más viles y despreciables sabandijas del mundo, que no la haya criado y formado aquel Señor de quien procede toda formación, toda especie y hermosura, todo el orden de las cosas, sin el cual no puede hallarse o imaginarse cosa alguna criada, cuanto más la criatura angélica que en dignidad de naturaleza excede a todas las demás que Dios crió.

CAPITULO XVI

De los grados y diferencias de las críaturas, las cuales de una manera se estiman respecto del provecho y utilidad, y de otra respecto del orden de la razón

Entre las criaturas que son de cualquiera especie, y no son lo mismo que es Dios, por quien fueron criadas, se anteponen y aventajan las vivientes a las no vivientes, como también las que tienen facultad de engendrar o apetecer a las que carecen de esta tendencia; y entre las que viven se anteponen las que sienten a las que no sienten, como a los árboles, los animales; y entre las que sienten se anteponen las que entienden a las que no entienden así como los hombres a las bestias; y entre las que entienden se anteponen las inmortales a las mortales, como los ángeles a los hombres. Pero se anteponen así siguiendo el orden de la naturaleza; sin embargo, hay otros muchos modos de estimación, conforme a la utilidad de cada cosa; de que resulta que antepongamos algunas cosas insensibles a algunas que sienten, en tanto grado, que si pudiésemos, quisiéramos desterrarlas del mundo; ya sea ignorando el lugar que en él tienen, ya sea, aunque lo sepamos, posponiéndolas a nuestras comodidades e intereses. Porque ¿quién hay que no quiera más tener en su casa pan que ratones, dineros que pulgas? Pero ¿qué maravilla, citando aun en la estimación de los mismos hombres, cuya naturaleza es tan sublime, por la mayor parte se compra más caro un caballo que un esclavo, una piedra preciosa que una esclava? Así que donde hay semejante libertad en el juzgar, hay mucha diferencia entre la razón del que lo considera y la necesidad del que lo ha menester, o el gusto del que lo desea; puesto que la razón estima qué es lo que en sí vale cada cosa según la excelencia de la naturaleza; y la necesidad estima qué es aquel objeto por lo que le desea; buscando la razón lo que juzga por verdad la luz del entendimiento; y el deleite y gusto lo que es agradable a los sentidos del cuerpo. No obstante, tanto vale en las naturalezas racionales un como peso de la voluntad y amor, que aunque por la naturaleza se antepongan los ángeles a los hombres; con todo, por la ley de la justicia, los hombres buenos son preferidos y antepuestos a los ángeles malos.

CAPITULO XVII

Que el vicio de la malicia no es la naturaleza, sino que es contra la naturaleza; a quien no da ocasión o causa de pecar su Criador, sino su propia voluntad

Por razón de la naturaleza, no por la malicia del demonio, inferimos que está con justa causa dicho: «Esta es la primera o principal criatura que hizo el Señor.» Porque, sin duda, donde no había vicio de malicia, procedió la naturaleza no viciada, y el vicio es contra la naturaleza, de manera que no puede ser sino en daño de la naturaleza. Así que no fuera vicio el apartarse de Dios, si a la naturaleza, cuyo vicio es el apartarse de Dios, no le correspondiese mejor el estar con Dios; por lo cual, aun la voluntad mala es gran testigo de la naturaleza buena. Pero Dios, así como es Criador benignísimo de las naturalezas buenas, así también justísimarnente ordena y dispone de las voluntades malas, porque cuando ellas usan mal de las naturalezas buenas, el Señor usa bien aun de las voluntades malas. Por eso hizo que el demonio, que en cuanto es producción de su poderosa mano es bueno, y por su voluntad malo, habiéndole dispuesto y ordenado acá abajo, entre las cosas inferiores, fuese burlado por sus ángeles, esto es, que sacasen fruto y aprovechamiento de sus tentaciones los santos, a quienes desea y procura dañar con ellas. Y porque Dios, cuando le crió, sin duda, no ignoraba la malicia que había de tener, y preveía los bienes que el espíritu infernal había de sacar de su malicia, por este motivo dice el Salmo: «Este dragón que formaste para que le escarnezcan», aun de que por el mismo hecho de haberle formado, aunque por su bondad, bueno, se entienda que por su presciencia tenía ya prevenido y dispuesto cómo había de usar de él aunque fuese malo

CAPITULO XVIII

De la hermosura del Universo, la cual, por disposición divina, campea aún más
con la oposición de sus contrarios

Dios no criara no digo yo a ninguno de los ángeles, pero ni de los hombres, que supiese con su soberana presciencia había de ser malo, si no tuviera exacta ciencia de los provechos que de ella habían de sacar los buenos; disponiendo de esta manera el orden admirable del Universo, como un hermoso poema, con sus antítesis y contraposiciones. Porque las que llamamos antítesis son muy oportunas y a propósito para la elegancia y ornamento de la elocuencia; y en idioma latino se distinguen con el nombre de oposición, o lo que con más claridad se dice, contraposición. No está recibido entre nosotros este vocablo, aunque también la lengua latina usa de esos artificios y adornos de la elocuencia, como los idiomas de todas las naciones. Y el Apóstol San Pablo, con estas antítesis en su Epístola Segunda a los Corintios, suave y enérgicamente declara aquel lugar donde dice: «Mostrémonos armados de justicia y buenas obras, a diestro y siniestro, para que caminemos seguros por la gloria y por la ignominia; por la infamia y la buena fe: teniéndonos el mundo por embusteros, siendo hombres de verdad; por no conocidos, siendo, sin embargo, conocidos; por muertos perseverando vivos; por castigados, y no muertos; por tristes, estando siempre alegres; por pobres, enriqueciendo a muchos; como quien nada posee; poseyéndolo todo.» Así como contraponiendo los contrarios a sus contrarios se adorna la elegancia del lenguaje, así se compone y adorna la hermosura del Universo con una cierta elocuencia no de palabras, sino de obras, contraponiendo los contrarios. Con toda claridad nos enseña esta doctrina el Eclesiástico cuando dice: «Así como es contrario al mal el bien, y como es contraria la vida a la muerte, así es contrario al justo, el pecador y esta conformidad observarás en todas las admirables obras del Altísimo de dos en dos las cosas, una contraria a la otra.»

CAPITULO XIX

Qué debe sentirse de lo que dice la Sagrada Escritura que dividió Dios entre
la luz y las tinieblas

Así que aun cuando la oscuridad de la divina palabra sea también útil para adquirir exacto conocimiento de aquel Señor que produce verdades sensibles, y las saca a la luz del conocimiento, mientras uno la entiende de un modo y otro de otro (pero de tal manera que lo que se percibe en un lugar oscuro se confirme, o con el irrefragable testimonio de cosas claras y manifiestas, o con otros lugares que no admiten duda; ya sea porque revolviendo muchas cosas se viene a conseguir también la inteligencia de lo que sintió el autor de la Escritura; ya sea que aquel arcano, se nos oculte a nuestra escasa trascendencia y, sin embargo, con ocasión de tratar de la profunda oscuridad, se expresan algunas otras verdades); por consiguiente, no me parece absurda y ajena de las obras de Dios aquella opinión sobre si cuando crió Dios la primera luz se entiende que crió los ángeles; y que hizo distinción entre los ángeles santos y los espíritus inmundos, donde dice: «Dividió Dios la luz y las tinieblas, y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche.» Porque sólo pudo distinguir estas cosas el que pudo saber primero que cayesen, que habían de caer; y que privados de la luz de la verdad habían de quedar en su tenebrosa soberbia. Porque entre este tan conocido día y noche, esto es, entre esta luz y estas tinieblas, mandó que las dividiesen estos luminares del cielo tan patentes a nuestros sentidos: «Háganse, dice, los luminares en el firmamento del cielo, para que den su luz sobre la tierra y dividan el día y la noche»; y poco después: «Hizo Dios, dice, dos luminares grandes, el luminar mayor para que presidiese al día, y el menor a la noche, y con ellos las estrellas, y los colocó en el firmamento del cielo para que difundiesen su luz sobre la tierra y fuesen señores del día y de la noche y para que dividiesen la luz y las tinieblas.» Porque entre aquella luz, que es la santa congregación de los ángeles, y resplandece con la inteligible ilustración de la verdad y entre las contrarias tinieblas, esto es, entre aquellas abominables inteligencias de los ángeles malos que se desviaron de la luz de la justicia, aquel Señor pudo hacer división, a quien tampoco pudo estar oculta o incierta la futura malicia, no de la naturaleza, sino de la voluntad.

CAPITULO XX

De lo que dice después de hecha la distinción entre la luz y las tinieblas: «Y vio Dios que era buena la luz»

Finalmente, tampoco debe pasarse en silencio que cuando dijo Dios: «Hágase la luz, y se hizo la luz», añadió en seguida: «Y vio Dios la luz que era buena»; no dijo estas expresiones después que hizo distinción entre la luz y las tinieblas, llamando a la luz día, y a las tinieblas noche; porque ninguno se persuadiese que le agradaban también aquellas tinieblas, como la luz. Pues cuando éstas son ya inculpables (entre las cuales y la luz que percibimos con nuestros ojos hacen distinción y división los luminares del cielo), no antes, sino después, se infiere claramente que vio Dios que era bueno «Y púsolos, dice, en el firmamento del cielo, para que difundiesen su luz sobre la tierra, presidiesen al día y a la noche, y dividiesen entre sí la luz y las tinieblas y vio Dios que era bueno.» Entonces ambos resplandecientes luminares le agradaron, porque ambos eran inculpables. Pero cuando dijo Dios «hágase la luz, y se hizo la luz»; sigue inmediatamente: «Y vio Dios la luz que era buena»; e infiere luego: «Separó Dios la luz de las tinieblas, y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche»; pero no añadió aquí: y vio Dios que era bueno, por no llamar buenos a ambas cosas, siendo la una de ellas mala, no por su naturaleza, sino por su propia culpa. Y por eso sólo agradó la luz a su Criador; mas las tinieblas angélicas, aunque las había de disponer en su respectivo lugar, sin embargo, no las había de aprobar.

CAPITULO XXI

De la eterna e inmutable ciencia y voluntad de Dios, con que todo lo que hizo en el Universo le agradó antes de hacerlo, como lo hizo después

Porque ¿qué otra cosa debe entenderse en aquella expresión que frecuentemente repite: «Vio Dios que era bueno», sino la aprobación de la obra practicada conforme a la idea, que es la sabiduría de Dios? Porque es cierto que Dios no llegó a comprender entonces que la cosa era buena cuando la crió; pues si no lo supiera, no hiciera cosa alguna de las que crió. Así que, cuando advierte que es bueno (lo cual si no lo hubiera visto antes de hacerlo, sin duda no lo hiciera), nos enseña y demuestra que áquello es bueno, mas no lo aprende. Platón se atrevió a decir más aún: que se llenó Dios de gozo luego que acabó de ejecutar la admirable obra de la creación del mundo. De cuya doctrina no hemos de inferir que procedía con tanta ignorancia que entendiese que se le había acrecentado a Dios alguna bienaventuranza con la novedad de su obra, sino que quiso manifestar con este su sentir que agradó a su artífice lo mismo que había hecho, como le había complacido en idea cuando lo pensaba hacer; no porque en modo alguno haya variedad en la ciencia de Dios, de suerte que sean diferentes en ella las cosas que aún no son de las que ya son y las que serán; pues no de la misma manera que nosotros prevé Dios lo que ha de ser, o ve lo presente, o mira lo pasado, sino con otra muy diferente de la que acostumbran nuestros discursos y pensamientos. Pues el Señor no ve, discurriendo de uno en otro, mudando el pensamiento, sino totalmente de un modo inmutable; de forma que entre las cosas que se hacen temporalmente, las futuras aún no son, las presentes ya son, y las pasadas ya no son; pero Dios todas las comprende con una estable y eterna presciencia; no de una manera con los ojos y de otra con el entendimiento, porque no consta de alma y cuerpo; ni tampoco las comprende de un modo ahora y de otro después, pues su ciencia no se muda, como la nuestra, con la variedad del presente, pretérito y futuro: «En quien no hay mudanza ni sombra alguna de vicisitud.» Porque su conocimiento no pasa de pensamiento en pensamiento, sino que a su vista incorpórea están patentes y presentes juntamente todas las cosas que conoce; pues así comprende los tiempos sin ninguna temporal noción, como mueve las cosas temporales sin ninguna mudanza temporal suya. Así que entonces vio que era bueno lo que hizo, cuando vio que era bueno para hacerlo, y no porque lo vio hecho duplicó la ciencia o en alguna parte la acrecentó, como si tuviera menor ciencia primero que hiciese lo que veía, pues no obrara con tanta perfección si no fuera tan consumada su inteligencia, que sus obras no le puedan añadir cosa alguna. Por lo cual, si a nosotros solamente se nos hubiera de significar quién crió la luz, bastara decir: hizo Dios la luz; pero si nos dijeran no solo quién la hizo, sino por qué medio la hizo, sería suficiente decir así: «Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz», para que entendiéramos que no solamente hizo Dios la luz, sino que también la hizo por el Verbo; mas porque convenía que se nos intimasen tres cosas que debíamos saber sobre la creacion de la criatura racional, es a saber, quién la hizo, por quién la hizo, y por qué la hizo, por eso dice: «Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz, y vio Dios que la luz era buena.» Por este motivo, si quéremos saber quién la hizo, Dios; si por quién la hizo, dijo: hágase, e hizose; si por qué la hizo, porque era buena. No hay autor más excelente que Dios, ni arte más eficaz que la palabra de Dios; ni causa mejor que lo bueno para que lo criara Dios bueno. Esta causa dice Platón que es la justísima de la creación del mundo, para que por el buen Dios fueran hechas buenas obras, ya sea que esto lo hubiese leído, ya lo hubiese quizá entendido de los que lo habían leído, ya con su agudísimo y perspicaz ingenio hubiese llegado a tener conocimiento de las cosas invisibles de Dios, por medio de las criadas, ya las hubiese aprendido de los que las habían conocido.

CAPITULO XXII

De aquellos a quienes no satisfacen algunas cosas que hizo el buen Criador en la creación del Universo bien hechas, y juzgan que hay alguna naturaleza mala

Pero la causa que hubo para criar las cosas buenas, que es la bondad de Dios, esta causa, digo, tan justa y tan idónea, que considera diligentemente, y piadosamente meditada y ponderada, resuelve todas las controversias de los que disputan acerca del principio y origen del mundo; algunos herejes no la comprendieron, porque advierten que a esta necesitada y frágil mortalidad, que procede del justo castigo, la ofenden muchas cosas que no la convienen; como el fuego, el frío, la ferocidad de las bestias u otras cosas semejantes, y no observan y consideran cuánto campean estas mismas en sus propios lugares y naturaleza; cuánta es la hermosura y orden de su disposición; cuánto todas ellas contribuyen por su parte con su hermosura y ornato a formar como una común república; y a nosotros mismos cuántas comodidades nos prestan, usando de ellas con congruencia y discreción, tanto, que los mismos venenos que son perniciosos por la inconveniencia, si convenientemente se aplican, se convierten en saludables medicamentos; y al contrario, cuán dañosos sean aún los objetos del mayor gusto y diversión, como la comida y la bebida, y esta luz, usando de ellas sin moderación y oportunidad. Por lo que nos advierte la divina Providencia que no despreciemos neciamente las cosas, sino con diligencia procuremos saber la utilidad y provecho que tienen, y cuando nuestro ingenio limitado no lo comprendiese, creamos que está oculto, así como lo estaban algunas otras cosas que apenas pudimos descubrir; pues la utilidad que resulta del secreto, o sirva para ejercitar nuestra humildad o para quebrantar nuestra soberbia, puesto que no hay naturaleza que sea mala, y este nombre de malo no denota otra cosa que una privación de lo bueno. Sin embargo, desde las cosas terrenas hasta las celestiales, desde las visibles hasta las invisibles, algunas buenas son mejores que otras, a fin de que todas fuesen desiguales; pero Dios, artífice grande en las cosas grandes, no es menor en las pequeñas, cuya pequeñez no debe estimarse ni medirse por su grandeza (porque ninguna tienen), sino por la sabiduría del artífice; así como si al rostro de un hombre le rayasen una ceja, cuán cortísima porción seria lo que se le quitaría al cuerpo, y cuán grande a la hermosura, que consta, no de la grandeza, sino de la igualdad y dimensión de los miembros. Y verdaderamente no hay motivo para que nos admiremos que los que piensan que hay alguna naturaleza mala, nacida y propagada de un principio contrario suyo, no quieran admitir esta causa de la creación del mundo, es a saber: que Dios, siendo bueno, hizo cosas buenas; pues creen que forzado y compelido de la extrema necesidad, rebelándose contra él el mal, llegó a formar la fábrica del mundo; y que en la batalla, procurando reprimir y vencer el mal, vino a mezclar con él su naturaleza buena, la cual, habiendo quedado abominablemente profanada y cruelmente cautivada y oprimida con grandes molestias, apenas la puede purificar y librar, aunque no toda, sino que lo que de ella no se pudo purificar de aquella coinquinación, viene a servir de prisión al enemigo que tiene dentro vencido y encerrado. Pero los maniqueos no fueran tan necios o, por mejor decir, tan insensatos y frenéticos, si creyeran que la naturaleza divina es inmutable, como es totalmente incurruptible, a la cual no hay cosa que pueda ofender o dañar, y con cristiana cordura y juicio sano sintieran que el alma, que pudo mudarse y empeorarse con la voluntad y corromperse con el pecado, y así privarse de la felicidad de gozar de la luz de la inmutable verdad, no era parte de Dios ni de la naturaleza que es Dios, sino criada, por lo que es muy diferente y desigual a su Criador.

CAPITULO XXIII

Del error con que culpan la doctrina de Origenes

Pero es mucho más digno de admiración que algunos que con nosotros admiten un principio de todas las cosas y que ninguna naturaleza que no sea Dios puede tener ser sino del que es su autor, sin embargo, no quisieron creer bien y sencillamente esta causa tan justa y tan sencilla de la creación del mundo, que Dios, siendo, como es, bueno, crió cosas buenas que existieran después de Dios, las cuales, aunque buenas, no eran como Dios, y no las pudo hacer sino Dios bueno; antes dicen que las almas, aunque no son partes de Dios, sino hechas y criadas por Dios, pecaron apartándose de su Criador, y por diferentes progresos, según la diversidad de los pecados, en el espacio que hay desde el cielo y la tierra, merecieron diferentes cuerpos como cárceles y prisiones y que éste es el mundo, y que ésta fue la causa de hacer el mundo, no para que se criaran cosas buenas, sino para que se corrigieran y reprimieran las malas. De este error con razón culpan y reprenden a Orígenes, porque en los libros que él intitula Periarjon o de los Principios, esto mismo sintió y escribió. Examinando esta obra me lleno de admiración al observar que persona tan docta y ejercitada en la literatura eclesiástica, no advirtiese lo primero cuán contrario era esta opinión a la intención de la Sagrada Escritura, obra tan admirable y de tanta autoridad, que, concluyendo la relación de todas las obras de Dios, «y vio Dios que era bueno», e infiriendo después de haberlas concluido todas: «Y vio Diós todas las cosas que hizo y eran por extremo buenas», no quiso que se reconociese otra causa de la creación del mundo, sino la de que hizo cosas buenas, Dios bueno. Donde se lee que si ninguno pecara, el mundo estuviera adornado y lleno solamente de naturalezas buenas; y no porque acaeció pecar se llenó todo el Universo de pecados, supuesto que mucho mayor número de justos conservaron en los cielos el orden de su naturaleza. Y la mala voluntad, no porque rehusó guardar el orden de la naturaleza, por eso se eximió de las leyes del justo Dios, que ordena y dispone rectamente todas las cosas; porque así como una pintura, colocado en su respectivo lugar el color negro, es hermosa, así el mundo, si uno le pudiese ver, aun con los mismos pecadores es hermoso, aunque a éstos, considerados de por sí, los haga torpes y abominables su propia deformidad.
Lo segundo debiera advertir Orígenes, y todos los que esto sienten, que si fuera verdadera la opinión de que el mundo fue criado, porque las almas conforme a los méritos de sus pecados tomaran cuerpos como mazmorras, donde estuviesen encerradas pagando su pena; las que pecaron menos, en los cuerpos superiores y más ligeros, y las que más, en inferiores y más graves, sin duda se seguiría que los demonios, que, son lo peor que puede haber, habían de tener cuerpos terrenos, que es lo más inferior y más grave que hay, antes que no los hombres buenos. Mas para que entendiéramos que los méritos de las almas no deben estimarse por la calidad de los cuerpos, el demonio, que es el peor de todos, tiene cuerpo aéreo, y el hombre, aunque al presente es malo, sin, embargo, su malicia es mucho menor y menos grave, y por lo menos lo era antes de que pecara: no obstante, el hombre, digo, tomó cuerpo de lodo y barro. ¿Y qué mayor desatino puede decirse, que fabricando Dios el sol para que fuese único en el mundo, no atendió su artífice al decoro y ornato de la hermosura, o al bien y conservación de las cosas corporales, sino que se debió a que un alma pecó, de tal suerte, que mereció que la encerrasen en semejante cuerpo? Y, por consiguiente, si sucediera que no una, sino dos, y no dos, sino diez o ciento, pecaran igualmente de una manera, tuviera este mundo cien soles. Lo cual, para que no aconteciera, no lo previno la admirable providencia del artífice para la conservación y hermosura de las cosas corporales, sino que aconteció por haber progresado tanto un alma pecando que sola se hizo digna de tal cuerpo. Verdaderamente y con justa causa se debe reprimir, no el progreso y desmán de las almas, acerca de las cuales no saben lo que dicen, sino el progreso de los que sienten semejantes disparates, desviándose tanto de la verdad. Así que cuando en cualquiera criatura se preguntan y consideran las tres cosas que he insinuado: quién la hizo, por qué medio la hizo y por qué la hizo, de modo que se responda: «Dios, por el Verbo, y porque es bueno»; si en ello con la profundidad del sentido místico se nos intima la misma Trinidad, esto es, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, o si ocurre alguna dificultad porque algún lugar de la Escritura nos impida entenderlo así, es cuestión larga y difusa, y no es razón obligarnos a explicarlo todo en un libro.

CAPITULO XXIV

De la Santísima Trinidad, la cual por todas sus obras sembró y esparció algunos indicios para significársenos

Creemos, tenemos y fielmente confesamos que el Padre engendró al Verbo, esto es, a la sabiduría, por quien crió todas las cosas, al Unigénito Hijo, siendo el uno igual al otro, eterno con el coeterno, sumamente bueno con el sumamente bueno; y que el Espíritu Santo es justamente espíritu del Padre y del Hijo, y el mismo consustancial y coeterno con ambos; y que todo esto es una Trinidad por la propiedad de las personas, y un solo Dios por la inseparable divinidad, así como es un solo Dios, todopoderoso por la inseparable omnipotencia, pero de tal modo, que cuando de cada uno de por sí se pregunta sobre estas cualidades, se responda que cualquiera de ellos es Dios, y es todopoderoso; y cuando juntamente de todos digamos que no son tres dioses o tres todopoderosos, sino un solo Dios todopoderoso, tan grande es alli la inseparable unidad en los tres, la cual así se quiso predicar. Pero si me preguntaren si el Espíritu Santo del buen Padre y del buen Hijo, porque es común a ambos, se puede decir expresamente la bondad de ambos, no me atrevo arrojadamente a determinarlo; sin embargo, más fácilmente me atrevería a llamarle santidad de ambos, no como cualidad común a ambos, sino siendo la misma sustancia y tercera persona en la Trinidad. Y este sentir me parece más probable al observar que siendo el Padre espíritu, y el Hijo espíritu, y el Padre santo, y el Hijo santo, sin embargo, propiamente es la tercera persona la que se llama Espíritu Santo, como santidad sustancial y consustancial de ambos. Pero si no es otra cosa la bondad divina que la santidad, seguramente que aquella cuestión es igualmente conforme a razón, y no atrevida presunción; para que en las obras de Dios, por medio de cierto secreto e incomprensible lenguaje con que se ejercita nuestro entendimiento, entendamos que se nos insinúa y significa la misma Trinidad, donde dice quién hizo cada criatura, por quién la hizo y por qué la hizo. El Padre del Verbo dijo «hágase», y lo que, diciéndolo el mismo Señor, se hizo, sin duda, se hizo por el Verbo; y sobre lo que dice que vio Dios que era bueno, no se nos significa bien claro que Dios, sin necesidad alguna suya, sino solamente por su bondad, hizo lo que hizo esto es, porque es bueno; y lo dijo después de haberlo hecho, para indicarnos que el objeto que fue criado cuadra y conviene a la bondad de aquel por quien fue hecho; cuya bondad, si se entiende que es el Espíritu Santo, toda la Trinidad se nos manifiesta en sus obras. De aquí la Ciudad Santa habitada de los angélicos espíritus celestiales, toma su origen, su información y bienaventuranza. Porque si preguntan sobre el principio de dónde viene, Dios la fundó; si de dónde es sabia, Dios es el que la ilumina; si de dónde es bienaventurada, Dios es de quien goza; subsistiendo se modifica, con la contemplación se ilustra y con la unión goza de perpetua alegría; vive, ve y ama; vive en la eternidad de Dios, luce en la verdad de Dios y goza en la bondad de Dios.

CAPITULO XXV

Cómo toda la filosofía está dividida en tres partes

Fundados en estos principios, a lo que puede entenderse, opinaron y quisieron los filósofos que la disciplina o arte de la sabiduría, esto es, la filosofía, se dividiese en tres partes, o, por mejor decir, pudieron advertir que estaba dividida en tres (porque no procuraron el que así fuese, antes averiguaron que era así); a cuyas partes pudieron llamar: a una, física; a otra, lógica, y a otra, ética (las cuales acostumbran llamar ya muchos escritores en idioma latino: natural, racional y moral, y de ellas brevemente hicimos mención en el Libro VIII); no porque se infiera que en estas tres partes imaginasen o formasen alguna idea, según Dios, de la Trinidad; aunque dicen que Platón fue el primero que halló y enseñó esta división, el cual fue de parecer que no había otro autor que Dios de todas las naturalezas, ni dador de la inteligencia, ni inspirador del amor con que pueda vivirse bien y bienaventuradamente. Aunque los filósofos sientan diversamente acerca de la naturaleza del Universo, del método de rastrear e indagar la verdad, y del fin del bien a que debemos enderezar y referir todas nuestras acciones, con todo, en estas tres célebres y generales cuestiones ocupan y emplean toda su atención. De modo que habiendo en cada una de ellas mucha variedad de opiniones, sin embargo, ninguno duda que hay alguna causa efectriz de la naturaleza, alguna forma de ciencia y resumen de la vida. También se consideran tres circunstancias en cualquier artífice, para que pueda sacar una buena producción: la naturaleza, la doctrina y el uso. La naturaleza debe atenderse y estimarse según el ingenio, la doctrina según la ciencia y el uso según el fruto. Tampoco ignoro que propiamente el fruto es del que goza y el uso, del que usa, en lo cual, al parecer, se nota esta diferencia: que gozamos de aquella cosa que, no debiéndose referir a otra, ella por sí misma nos deleita; pero usamos de aquella que buscamos, no por sí, sino por otra (por lo que debemos usar más de las temporales que gozarlas; para que merezcamos gozar de las eternas, no como los ignorantes y los que proceden con error queriendo gozar del dinero y usando de Dios, porque no expenden el dinero por amor de Dios, sino que adoran a Dios por el dinero); con todo, adoptando el modo de hablar recibido más comúnmente, digo que usamos también del fruto y gozamos del uso, porque en un sentido propio se dicen frutos los del campo, de todos los cuales usamos en la vida presente. Así que según esta costumbre llamo yo uso en las tres circunstancias que advertí debían considerarse en el hombre, que son la naturaleza, la doctrina y el uso. Por éstas hallaron los filósofos, como insinué, las tres disciplinas o ciencias que creyeron necesarias para conseguir la vida bienaventurada: la natural por amor a la naturaleza, la racional por la doctrina y la moral por el uso. Luego si la naturaleza que tenemos la tuviéramos de nosotros mismos, sin duda que nosotros fuéramos también autores de nuestra sabiduría, y no procuráramos alcanzarla por medio de la doctrina, esto es, aprendiéndola de otra parte. Y nuestro amor, procediendo de nosotros y referido a nosotros, bastara para vivir felizmente, sin tener necesidad de otro algún bien para gozarle; pero supuesto que nuestra naturaleza, para que tuviese ser, necesitó tener a Dios por autor y su Criador, sin duda para que sigamos la verdad al mismo debemos tener por doctor, y al mismo igualmente para que seamos bienaventurados por dador de la suavidad y gozo interior.

CAPITULO XXVI

De la imagen de la Santísima Trinidad, que en cierto modo se halla en la naturaleza del hombre aún no beatificado

Y aun nosotros en nosotros mismos reconocemos la imagen de Dios, esto es, de aquella suma Trinidad, aunque no tan perfecta y cabal como es en sí misma, antes sí en gran manera diferentísima; ni coeterna con ella, ni (por decirlo en una palabra) de la misma sustancia que ella; sino que naturalmente no hay cosa en todas cuantas hizo el Señor que más se aproxime a Dios, la cual aún debemos ir perfeccionando con la reforma de las costumbres, para que venga a ser también muy cercana en la semejanza. Porque nosotros somos y conocemos que somos y amamos nuestro ser y conocimiento. Y en estas tres cosas que digo no hay falsedad alguna que pueda turbar nuestro entendimiento; porque estas cosas no las atinamos y tocamos con algún sentido corporal como hacemos con las exteriores, como el color con ver, el sonido con oír, el olor con oler, el sabor con gustar, las cosas duras y blandas con tocar; y también las imágenes de estas mismas cosas sensibles, que son muy semejantes a ellas, aunque no son corpóreas, las revolvemos en la imaginación, las conservamos en la memoria y por ellas nos movemos a desearlas, sino que sin ninguna imaginación engañosa de la fantasía, me consta ciertamente que soy, y que eso lo conozco y amo. Acerca de estas verdades no hay motivo para temer argumento alguno de los académicos, aunque digan: ¿qué, si te engañas? Porque si me engaño ya soy; pues el que realmente no es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño. Y si existo porque me engaño, ¿cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me engaño? Y pues existiría si me engañase aun cuando me engañe, sin duda en lo que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco que soy, así conozco igualmente esto mismo: que me conozco. Y cuando amo estas dos cosas, este mismo amor es como un tercero, y no de menor estimación. Porque no me engaño en que me amo, no engañándome en las cosas que amo, pues aun cuando ellas fuesen falsas, sería cierto que amaba la falsas. Porque ¿cómo me reprendieran rectamente y con justa razón me prohibieran el amor de las cosas falsas, si fuese falso que yo las amaba? Pero siendo ellas verdaderas y ciertas, ¿quién duda que cuando las amo, también su amor es verdadero y cierto? Y tan cierto es que no hay uno solo que no quiera ser, como que no hay ninguno que no quiera ser bienaventurado. ¿Pues cómo puede ser bienaventurado si es nada?

CAPITULO XXVII

De la esencia, de la ciencia y del amor de ambos

El mismo ser, en virtud de cierto impulso natural; es tan suave y gustoso, que no por otra causa, aun los que son miserables y extremadamente indigentes no apetecen morir, y advirtiendo que son miserables, no quiren que los Iibren de la miseria. Aun aquellos que conocen que son y en realidad de verdad son miserables, y no sólo los juzgan por miserables los sabios, por observar que son ignorantes, sino también los que se estiman por dichosos y bienaventurados, porque son pobres y mendigos; aun a ésos, si alguno les concediese la inmortalidad con la condición de que juntamente con ella jamás les faltase la miseria, proponiéndoles que si no quisiesen vivir siempre en la misma miseria no habían de tener de ningún modo ser, sino habían de perecer; seguramente que saltaran de contento y eligieran primero el vivir siempre así, que no el dejar de ser del todo. Testigo es de este aserto la experiencia y la conocida opinión de estos filósofos. Porque, ¿cuál es la causa por que temen morir, y gustan más vivir en aquella miseria que concluir y acabar con ella de una vez con la muerte, sino porque bastantemente se deja entender cuánto rehusa la naturaleza el no ser? Y por eso, como advierten que han de morir, desean se les conceda por gran beneficio la especial gracia de que les permitan vivir algún tiempo más en la misma miseria y morir más tarde. Luego sin duda manifiestan con cuánto aplauso recibirían la inmortalidad, aun la que no pudiese dejar de ser pobre y menesterosa. ¿Y qué diremos de los animales irracionales, a quienes no se les concedió facultad de considerar sobre este punto, contando desde los más corpulentos y desaforados dragones hasta los más pequeños e imperceptibles gusanillos e insectos? ¿Acaso no dan a entender que quieren y aman el vivir y el ser, y por eso huyen y rehusan el morir con todos los movimientos y demostraciones que pueden? Pues qué, ¿las plantas y todas las matas y arbustos que carecen de sentido para poder evitar con manifiestas mociones su daño, para poder lanzar al aire su renuevo, no fijan y encaminan otro de raíces por la tierra con que poder atraer el sustento y conservar así en cierto modo su ser? Finalmente, los mismos cuerpos, que no solamente carecen de todo sentido, sino también de vida seminal, de tal modo o suben arriba, o bajan abajo, o se nivelan en medio, que conservan su ser, donde pueden existir según su naturaleza.
Y cuánto estime y aprecie el conocer, y cuánto desee no ser engañada la naturaleza, puede deducirse de que más quiere uno quejarse y lamentarse disfrutando de juicio sano, que alegrarse estando demente. La cual virtud e impulso admirable, a excepción del hombre, no la llegan a comprender los demás animales, aunque algunos de ellos, para examinar esta brillante luz corporal, tengan más agudo y perspicaz el sentido de la vista; mas no pueden arribar al exacto conocimiento de aquella luz incorpórea, con la que de algún modo se ilumina nuestro entendimiento, para que podamos juzgar rectamente de estas cosas; pues conforme a las ilustraciones que recibimos de ella, podemos entender. Sin embargo, los sentidos de los animales irracionales, aunque no contengan en sí ciencia alguna, tienen a lo menos una semejanza de ciencia; pero las demás cosas corporales se llaman sensibles, no porque sienten, sino porque se dejan sentir. Entre ellas, las plantas tienen la semejanza o propiedad común con los sentidos de sustentarse y crecer; y aunque éstas y todos los objetos corpóreos tienen sus causas secretas en la naturaleza, no obstante, por sus formas y varias apariencias con que se hermosea la visible fábrica del Universo, abren camino a los sentidos para que las vean y sientan, de suerte que, en vez de ser incapaces de conocimiento, parece que quieren en cierto modo darse a conocer. Sin embargo, nosotros las conocemos con el sentido corporal, y no juzgamos de ellas con el sentido del cuerpo, porque disfrutamos de otro sentido correspondiente al hombre interior mucho más excelente y noble, con el cual sentimos y conocemos las cosas justas y las injustas: las justas por una especie inteligible, y las injustas por su privación. Al oficio peculiar de este sentido no llega ni la agudeza de los ojos, ni la viveza de los oídos, ni el espíritu del olfato, ni el gusto de la boca, ni el tacto del cuerpo. Allí es donde estoy cierto que soy, y estoy cierto que lo sé, y esto amo; y asimismo estoy firmemente seguro que lo amo.

CAPITULO XXVIII

Si debemos amar tambien al mismo amor con que amamos el ser y saber, para acercarnos más a la imagen de la Trinidad divina

Pero ya hemos dicho lo bastante, y cuanto parece que exige la naturaleza de esta obra, sobre la esencia y noticia en cuanto son amadas en nosotros; y cómo se halla también en los demás objetos inferiores a ellas, aunque diferente, una cierta semejanza suya; pero no hemos raciocinado sobre el amor con que se aman; es decir, si amamos ese mismo amor. Es innegable que se ama y lo probamos así: porque los hombres que más rectamente aman, lo aman más. Porque no se llama hombre bueno el que sabe lo que es bueno, sino el que ama lo bueno.
¿Por qué, pues, no advertimos en nosotros mismos que amamos también al mismo amor con que amamos todo lo bueno? Supuesto que también es amor aquel con que se ama lo que no debe amarse, y este amor aborrece en sí el que ama aquel amor con que se ama lo que debe amarse. Pues ambos pueden hallarse en un hombre; y esto es un bien para la humana criatura, para que, elevándose aquél con que vivimos bien, se humille éste con que vivimos mal hasta que perfectamente sane y se mude en bien todo lo que vivimos. Porque si fuéramos bestias, apreciaríamos la vida carnal y lo que es conforme a sus sentidos, y esto sin duda fuera suficiente bien nuestro, y conforme a esta máxima, yéndonos bien con ello no buscáramos otra cosa. Asimismo, si fuéramos árboles, aunque no pudiéramos amar objeto alguno con la potencia sensitiva, sin embargo, se daría a entender que apetecíamos en cierto modo el ser más fértiles y fructuosos. Si fuéramos piedra, agua, aire o fuego u otra cosa semejante, aunque destituidos de todo sentido y vida, con todo, no estuviérámos privados de cierto apetito en su orden, deseando hallarnos en nuestro propio lugar. Porque las inclinaciones de la balanza del peso son como un peculiar amor de los cuerpos, ya procuren con su gravedad el lugar humilde, ya siendo leves el alto y más elevado. Pues así como al cuerpo le lleva y conduce su propio peso, así al ánimo su amor dondequiera que vaya. Y puesto que somos hombres criados según la imagen y semejanza de nuestro Criador, a quien pertenece realmente la verdadera eternidad, la eterna verdad, el eterno y verdadero amor, y él mismo es la eterna, verdadera y amable Trinidad, no confusa, ni tampoco separada; discurriendo ahora por los objetos que nos son inferiores (porque tampoco tuvieran ser ni se contuvieran debajo de especie alguna, ni apetecieran o conservaran orden metódico, si no los formara aquel Señor que es sumo, súmamente sabio y sumamente bueno), discurriendo, pues, digo por todas las cosas que hizo Dios con admirable estabilidad; vamos recogiendo algunos como vestigios suyos, que nos ha dejado impresos, en partes más, y en partes menos; pero considerando y observando en nosotros mismos su imagen, como el hijo menor del Evangelio, y volviendo sobre nosotros, levantemos nuestra contemplación y volvamos a aquel Señor de quien nos habíamos apartado, ofendiéndole con nuestros enormes pecados. Allí nuestro ser no tendrá muerte; allí nuestro saber no padecerá error; allí nuestro amor no sufrirá ofensa. Y ahora, aunque estemos seguros de estas tres cosas y no las creemos por otros testigos, sino que nosotros mismos las sentimos presentes y las vemos con la infalible vista interior del alma; con todo, porque con nuestras limitadas luces no podemos saber cuánto tiempo han de permanecer, o si nunca han de faltar, y adónde han de llegar si obrasen bien, y adónde si mal; por este motivo, o buscamos o tenemos otros testigos, de cuya fe y crédito y de la razón por qué no deba dudarse de ellos, por no ser este lugar propio para tratarlo, lo expondremos después con más exactitud y diligencia. Asi que en este libro hemos hablado de la Ciudad de Dios, a saber, de la que no es peregrina en la presente vida mortal, sino que vive siempre inmortal en los cielos; esto es, de los santos ángeles que están unidos con Dios, y que jamás le desampararan ni desampararán eternamente. Ya hemos dicho cómo entre éstos y aquéllos, que desamparando la luz eterna se convirtieron en tinieblas, Dios al principio puso distinción; prosigamos, pues, con su divino auxilio lo comenzado, y declarémoslo según alcanzaren nuestras débiles fuerzas.

CAPITULO XXIX

De la ciencia de los santos ángeles con que conocen a la Trinidad en su misma divinidad, y ven las causas de las obras en el mismo que las obras, primero que en las mismas obras del artífice

Los santos ángeles no tienen noticia de Dios por medio de palabras, sino por la misma presencia de la inmutable verdad, esto es, por el Verbo unigénito del Padre. Y al mismo Verbo, al Padre y al Espíritu Santo; y que ésta es una Trinidad inseparable, de modo que cada persona de por sí en ella es una substancia, y, sin embargo, todas tres no son tres Dioses, sino un solo Dios, lo saben de tal suerte, que no conocen mejor que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Y aun a la misma criatura la conocen mejor allí, esto es, en la divina sabiduría, como en el arte o idea con que fue criada, mejor digo, que en sí misma, y, por consiguiente, a sí mismos mejor allí que en sí mismos, aunque también se conocen a sí en sí mismos, porque son criaturas y un ser distinto de aquel que los crió. Allí, pues, se conocen como un conocimiento diurno; pero en sí mismos, como un conocimiento vespertino, según dijimos ya. Porque hay mucha diferencia en que se conozca un objeto en la forma y razón, según la cual fue criado, o en sí mismo; así como de un modo distinto se sabe la rectitud de las líneas o la verdad de las figuras con las luces del entendimiento, y de otra manera cuando se escriben en el polvo; de un modo la justicia en la inmutable verdad, y de otro en el alma del justo Y así consecutivamente lo demás, como el firmamento que observamos haber entre las aguas superiores y las inferiores que se llamó cielo; como en la tierra la congregación de las aguas y la aparición y descubrimiento de la tierra, la creación y formación de las hierbas y de las plantas; como la creación del sol, luna y estrellas; como la de los animales que viven en el aire y en las aguas, es a saber, de los volátiles y peces, y las de las bestias grandes que nadan; como la de otras cualesquiera que andan a pie o arrastrando por la tierra, y la del mismo hombre que excede en excelencia y nobleza a todos los seres creados. Todas estas cosas, de una manera las conocen los ángeles en el Verbo divino, donde existen sus causas y razones inmutablemente permanentes, según las cuales fueron criadas; y de otra manera en sí mismas, allí participan de un conocimiento más claro, aqui de uno más confuso, como en el conocimiento del arte y de las obras; las cuales obras, cuando se refieren a alabanza y honra de su Criador, amanece y sale la luz como una apacible mañana en los entendimientos de los que las contemplan atentamente.

CAPITULO XXX

De la perfección del número senario, que es el primero que sale cabal, con la cantidad de sus partes

Y éstas por la perfección del número senario, repitiendo un mismo día seis  veces, se refiere que se concluyó su creación en seis días, no porque Dios tuviese necesidad de tanto espacio de tiempo, o porque no pudo criar juntamente todas las cosas, y que después ellas mismas con sus acomodados movimientos hicieron los tiempos, sino porque nos significó por el número senario la perfección y consumación de sus obras. Pues el número senario es el primero que se completa con sus artes; esto es, con su sexta parte, con la tercera y con la media, que son una, dos y tres; las cuales, sumadas, hacen seis. Y cuando se consideran así los números, deben entenderse las partes de las que podamos señalar la cuota, esto es, qué parte de cantidad sea; asi como la media, la tercera, la cuarta y las demás que se dominan de algún número. Porque, supongamos, v. gr., el número nueve, en el cual el cuarto es una parte suya, pero no por eso podemos decir qué parte de cantidad sea; uno bien pueden caberle, porque es su nona parte, y tres también, porque es su tercera; pero unidas estas dos partes suyas, es, a saber, la nona y la tercera, esto es, una y tres, distan mucho de toda la suma, que es nueve. Y asimismo en el denario; el
cuaternio es una parte suya, pero cuanta sea su cuota no puede asignarse; pero una bien puede caberle, porque es su décima parte. Tiene también la quinta, que son dos; tiene igualmente la mitad, que son cinco; pero sumadas éstas, sus tres partes, la décima, quinta y media, esto es, una, dos y cinco, no llenan el número de diez, porque son ocho; y sumadas las partes del número duodenario, trascienden y suben a más, porque contiene la duodécima, que es una; tiene la sexta, que son dos; tiene también la cuarta, que son tres; tiene la tercera, que son cuatro; tiene la mitad, que son seis; pero una, dos, tres, cuatro y seis hacen, no doce, sino mucho más, porque vienen a ser dieciséis. Me ha parecido conducente decir esto en compendio, para recomendar la perfección del número senario, que es el primero, como dije, que se viene a formar él mismo de sus partes unidas y sumadas, en el cual finalizó Dios las maravillosas obras de su creación. Por lo cual no debe despreciarse la razón del número; y cuánto debe estimarse, lo advertirán en muchos lugares de la Sagrada Escritura los que con exactitud y escrupulosidad lo consideraren; pues no sin grave fundamento se dice entre las divinas alabanzas: «Todo lo ordenaste, Señor, y dispusiste con medida, número y peso.»

CAPITULO XXXI

Del día séptimo, en que se nos encomienda la plenitud y el descanso

En el séptimo día, esto es, en un mismo día siete veces repetido (cuyo número también por otro motivo es perfecto), se nos manifiesta y recomienda el descanso de Dios y la santificación de este día. Y así Dios no quiso consagrar como santo este día con ninguna otra obra suya, sino con su reposo, el cual carece de tarde, o de la hora vespertina, porque no hay en él criatura que, siendo conocida de una manera en el Verbo divino y de otra en sí misma, cause diferente noticia; una como diurna, y otra como nocturna o vespertina. Y aunque sobre la perfección del número septenario pueden decirse muchas cosas, sin embargo, este libro crece ya demasiado, y recelo asimismo crea alguno que, aprovechándome de la ocasión, quiero hacer ostentación con más altivez que utilidad de lo poco que sé, así, que conduce atender a la modestia y gravedad que exige el asunto, para que, hablando quizá con extensión del número, no se entienda que me he olvidado de la medida y del peso. Por lo que baste solamente advertir que el primer número impar total es el ternario, y el total par o igual el cuaternario, y que de estos dos consta el septenario. Por cuyo motivo en repetidas ocasiones se pone por el todo, como cuando se dice: «siete veces caerá el justo y se levantará», esto es siempre que cayere no perecerá, lo cual no se entiende de las culpas y pecados, sino de las tribulaciones que humillan nuestra soberbia; y «siete veces al dia te alabaré», que es lo que en otro lugar dice el mismo real profeta, aunque en otro sentido, «siempre estará su alabanza en mi boca». Hállanse en las sagradas letras muchas autoridades semejantes a éstas, donde el número septenario se pone, como insinué, por el todo del asunto que se trata, y por eso con este mismo número se nos significa muchas veces el Espiritu Santo, de quien dice Jesucristo «que nos instruirá en la verdad.» Allí esta el descanso de Dios, con el cual se reposa en Dios. Porque en el todo, esto es, en la plenitud de la perfección se halla el descanso, pero en la parte el trabajo y la fatiga. Por eso trabajamos, cuando sabemos en parte; pero «cuando llegare lo que es perfecto y consumado, desaparecerá lo que es imperfecto y en parte». Y de aquí es que con suma molestia escudriñamos y examinamos estas escrituras santas; pero los santos ángeles, a cuya amable compañía y congregación aspiramos y suspiramos en esta penosísima peregrinación, así como participan de una eternidad permanente, así disfrutan de una singular facilidad en conocer y de una inalterable felicidad en descansar, porque sin molestia suya nos ayudan, pues con los movimientos espirituales, que son puros y libres, no trabajan.

CAPITULO XXXII

Sobre la opinión de los que sostienen que la creación de los ángeles ha sido anterior a la del mundo

Pero para que ninguno porfíe con pesadas altercaciones, y digan que no fueron significados los espíritus angélicos en la expresión de la Escritura, «hágase la luz, y se hizo la luz», y enseñe que crió Dios en primer lugar alguna luz corpórea; y que crió los ángeles, no sólo antes de formar el firmamento (el cual, habiéndole criado entre aguas y aguas, se llamó cielo), sino aún antes de lo que se dice: «que en principio hizo Dios el cielo y la tierra«» y que cuando dice en el principio, no lo dice porque aquello fuese lo primero que hizo, habiendo criado antes los ángeles, sino porque todo lo hizo en la sabiduría, que es su Verbo eterno, al cual llama la Escritura principio (así como el mismo Verbo encarnado, según se dice en el Evangelio, preguntado por los judíos quién era, les respondió que era el principio), tampoco me pondré a altercar sobre este punto y argüir contra ellos, señaladamente porque esta opinión me cuadra y me lisonjeo de ver que hasta en el principio del santo libro del Génesis se nos recomienda la Trinidad. Pues cuando dice «en el principio hizo Dios al cielo y la tierra», lo dice para que se entienda que el Padre lo hizo en el hijo, como lo confirma el real profeta cuando dice: «¡Cuán grandes y magníficas son, Señor, tus obras; todas las hiciste en el espíritu de la sabiduría!» Y muy al caso, poco después, hace también mención del Espíritu Santo; pues habiendo explicado la calidad de la tierra que al principio hizo Dios, o a qué especie de materia, destinada para la futura construcción del mundo, había llamado con el nombre de cielo y tierra, prosiguiendo el mismo asunto, dijo: «que la tierra era invisible y descompuesta, y que había tinieblas sobre el abismo de las aguas»; luego para que se verificase la exacta mención que hacía de la Trinidad, dice: «y el espíritu de Dios se movía y extendía por las aguas». Por lo cual cada uno entenderá el texto como más le agradare, porque es tan profundo y misterioso que para inteligencia de los que lean puede producirnos muchos sentidos, que todos ellos no desdigan ni discrepen de las reglas de la fe cristiana; pero con la condición de que ninguno ponga duda en que los santos ángeles residen en las sublimes moradas del cielo, y aunque no son coeternos a Dios, están, sin embargo, seguros y ciertos de su eterna y verdadera bienaventuranza. Y cuando nos enseña el Señor que los pequeñuelos pertenecen a la compañía de los espíritus celestiales, no sólo dijo «vendrán a ser iguales a los ángeles de Dios», sino que nos manifiesta, también la contemplación y visión beatífica de que gozan los mismos ángeles, cuando dice: «Mirad, no desprecéis uno de estos pequeñuelos, porque os digo que sus ángeles en los cielos están siempre mirando el rostro de mi Padre, que está en los cielos.»

CAPITULO XXXIII

De las dos compañías diferentes y desiguales de los ángeles, que no fuera de propósito se entiende haberlas comprendido y nombrado bajo de los nombres de luz y tinieblas

Que hubiesen pecado algunos ángeles, y Dios los arrojase a los lugares más profundos de la tierra, que es como una cárcel suya, donde perseverasen hasta la última condenación que ha de verificarse el día terrible del juicio, lo demuestra con toda evidencia el príncipe de los apóstoles, San Pedro, por estas palabras: «que Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los arrojó al abismo, donde las tinieblas les sirven de maromas para ser atormentados y tenidos como en reserva para el día del juicio». ¿Quién duda que entre éstos y los otros que se conservaron en la gracia del Señor incóIumes de todo pecado, hizo Dios una notable distinción, o con su presciencia o efectivamente por la obra, y que con razón fueron llamados luz? Puesto que a nosotros, que vivimos todavía con la fe y estamos aún en la expectativa de igualarnos con ellos (sin tenerla aún), nos llamó ya el Apóstol luz: «fuisteis, dice, alguna vez tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor». Que estos ángeles apóstatas sean designados expresamente con el nombre de tinieblas lo advertirá el que crea realmente que son peores que los hombres infieles. Por lo cual, aun cuando haya de entenderse otra luz en este lugar, del Génesis, donde leemos: «dijo Dios hágase la luz, y se hizo la luz»; y signifique otras tinieblas, cuando dice: «hizo Dios división entre la luz y las tinieblas»; con todo, nosotros entendemos que se significan estas dos angélicas compañías: una, que está gozando de la visión intuitiva de Dios, y otra, que está desesperada por su soberbia; una, a quien dice el real profeta, «adoradle todos sus ángeles», y otra, cuyo príncipe y caudillo atrevidamente dice: «todo esto te daré, si te postrares y me adorares»; una que está abrasada en el santo amor de Dios; otra, que está humeando de altivez con el amor inmundo de su propia altura; y porque, como insinúa la Sagrada Escritura:
«Dios se opone a los soberbios y a los humildes da su gracia»; la una vive y mora en los cielos de los cielos, y la otra, echada y desterrada de ellos, anda tumultuando en este ínfimo cielo aéreo; la una vive tranquila y pacifica con la luz de la piedad; la otra
camina turbada y borrascosa con las tinieblas de sus apetitos; la una, teniéndolo por conveniente la divina Providencia, nos favorece con clemencia y nos castiga con justicia; la otra se deshace y abrasa de pura soberbia con el insaciable deseo de
sujetarnos y hacernos daño; la una es mensajera de la bondad divina, para que nos aconseje y notifique todo lo que procede de la voluntad divina; la otra anda reprimida y refrenada por la omnipotencia del Altísimo, para que no nos cause tantos
perjuicios como quisiera; la una se lisonjea y burla de la otra para que, contra su voluntad, no aprovechen sus persecuciones; la otra tiene envidia de aquella, porque va recogiendo piadosamente sus peregrinos y descaminados. Habiendo, pues, entendido nosotros en este lugar del Génesis, bajo nombre de luz y tinieblas, significadas estas dos compañías angélicas, entre sí diferentes y contrarias, la una que es de naturaleza buena y de voluntad recta, y la otra también de naturaleza buena, pero de perversa voluntad, y habiéndolas declarado y apoyado con otros testimonios más convincentes de la Sagrada Escritura aunque acaso sintió lo contrario sobre este lugar el que lo escribió, no hemos ventilado inútilmente la oscuridad de esta autoridad; porque cuando no hayamos podido aclarar rastreando la voluntad del autor de este libro, sin embargo, no nos hemos separado de la norma de la fe cristiana, la cual es bien notoria a los fieles por otros testimonios de la Sagrada Escritura que tienen igual autoridad. Pues aunque aquí se refieren las obras corporales que hizo Dios, tienen, sin duda, cierta analogía con las espirituales, según la cual, dice el Apóstol: «todos vosotros sois hijos de la luz e hijos de Dios, pues no lo somos de la noche ni de las tinieblas» Y si también sintió lo mismo que decimos el que lo escribió, nuestra intención y deseos habrán llegado al complemento y único fin del objeto que controvertíamos, de manera que el hombre de Dios, dotado de sabiduría insigne y divina, o, mejor dicho, por Él, el Espíritu Santo refiriendo las obras que hizo Dios, todas las cuales dice que las concluyó al sexto día, de ninguna manera se crea que omitió los ángeles, ya sea cuando dice: «en el principio», por que los crió el primero; ya sea lo que más a propósito se entiende en el principio, porque las hizo en el Verbo Unigénito del Padre, según su expresión: «en el principio hizo Dios el cielo y la tierra», en cuyas palabras nos significa todas las criaturas, las  espirituales y corporales, que es lo más creíble o las dos mayores partes del mundo que contienen en su seno todas las cosas criadas; de tal suerte, que primero las propuso todas en general, y después continuó sus partes respectivas según el número misterioso de los días.

CAPITULO XXXIV

Sobre lo que algunos opinan, que debajo del nombre de las aguas que fueron divididas cuando Dios crió el firmamento, se nos significaron los ángeles, y sobre lo que algunos entienden que las aguas no fueron criadas

Algunos han entendido que bajo el nombre de las aguas en cierto modo se nos significó la congregación de los ángeles, y que esto es lo que quiere decirse en estas expresiones: «Hágase el firmamento entre agua y agua»; de modo que se entienden colocados sobre el firmamento los ángeles; y debajo del firmamento o de las aguas visibles, la multitud de los ángeles malos, o toda la especie humana. Lo cual, si es cierto, no aparece en el sagrado texto cuándo fueron criados los ángeles, sino sólo que fueron separados los unos de los otros; aunque también hay algunos que niegan (lo cual es una perversa e impía vanidad) que Dios crió las aguas, por cuanto no hallan lugar alguno donde dijese Dios: háganse las  aguas. Lo cual podría decir asimismo de la tierra, puesto que no se lee en la Escritura que dijese Dios: «Hágase la tierra.» Pero responden que dice el sagrado texto: «En el principio crió Dios el cielo y la tierra.» Luego allí debe entenderse también el agua, porque a ambas comprende con un mismo nombre, puesto que «suyo es el mar y él le hizo, hechura de sus manos es la tierra». Pero los que por las aguas que están sobre los cielos quieren que se entiedan los ángeles, fúndanse en el peso de los elementos, y por eso no imaginan que pudo dar asiento a la naturaleza fluida y grave en la parte superior del mundo; los cuales, si a su modo, y según sus razones y discursos pudieran formar al hombre,  no le pusieran en la cabeza la pituita (o humor flemático) que en griego se llama phlegma, y que en los respectivos elementos de nuestro cuerpo ocupa el lugar de las aguas, porque allí es donde tiene la phlegma su asiento muy a propósito, sin duda, según que Dios así lo hizo; pero conforme a la conjetura de éstos, tan absurdamente que si lo ignoráramos y estuviera asimismo escrito en este libro que Dios puso el humor fluido y frío, y por consiguiente grave, en la parte
superior a todas las demás del cuerpo humano, estos especuladores y examinadores de los elementos de ningún modo lo creyeran. Y cuando fueran de los que se sujetaron a la autoridad de la misma Escritura, se persuadirían que bajo este nombre se debía entender alguna otra cosa. Mas porque si cada asunto de los que más se escriben el divino libro de la Creación del Mundo, le hubiéramos de desenvolver y tratar de propósito, fuera indispensable alargarnos y desviarnos demasiado del objeto de esta obra, ya que hemos disputado lo que ha parecido conducente y bastante acerca de las dos clases de ángeles, diferentes y contrarias entre sí, en las cuales se hallan igualmente ciertos principios de las dos ciudades que se conocen en las cosas humanas, de las cuales pienso hablar desde ahora en adelante, concluyamos ya aquí con este libro.
La Ciudad de Dios
por San Agustín

Libro Unidécimo
Principio de las dos ciudades entre los ángeles
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