Las Confesiones
por San Agustín
Libro II
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CAPITULO I
1. Quiero ahora recordar las fealdades de mi vida pasada, las corrupciones carnales de mi alma; no porque en ellas me complazca, sino porque te amo a ti, mi Dios. Lo hago por amor de tu Amor, recordando en la amargura de una revivida memoria mis perversos caminos y malas andanzas. Para que me seas dulce tú, dulzura no falaz, dulzura cierta y feliz; para que me recojas de la dispersión en la que anduve como despedazado mientras   lejos de ti vivía en la vanidad.

2. Durante algún tiempo de mi adolescencia ardía en el deseo de saciar los más bajos apetitos y me hice como una selva de sombríos amores. Se marchitó mi hermosura y aparecí ante tus ojos como un ser podrido y sólo atento a complacerse a sí mismo  y agradar a los demás.



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CAPITULO II

1. Nada me deleitaba entonces fuera de amar y ser amado. Pero no guardábamos compostura, y pasábamos más allá de los límites luminosos de la verdadera amistad que va de un alma a la otra. De mí se exhalaban nubes de fangosa concupiscencia carnal en el hervidero de mi pubertad, y de tal manera obnubilaban y ofuscaban mi corazón que no era yo capaz de distinguir entre la serenidad del amor y el fuego de la sensualidad. Ambos ardían en confusa efervescencia y arrastraban mi debilidad por los derrumbaderos de la concupiscencia en un torbellino de pecados. Tu cólera se abatía sobre mí, pero yo lo ignoraba; me había vuelto sordo a tu voz y como encadenado, por la estridencia de mi carne mortal. Esta era la pena con que castigabas la soberbia de mi alma. Cada vez me iba más lejos de ti, y tú lo permitías; era yo empujado de aquí para allá, me derramaba y desperdiciaba en la ebullición de las pasiones y tú guardabas silencio. ¡Oh, mis pasos tardíos! Tú callabas entonces,  y yo me alejaba de ti más y más, desparramado en dolores estériles, pero soberbio en mi envilecimiento y sin sosiego en mi cansancio.

2. ¡Ojalá hubiera yo tenido entonces quien pusiera medida a mi agitación, quien me hubiera enseñado a usar con provecho la belleza fugitiva de las cosas nuevas marcándoles una meta! Si tal hubiera sido, el hervoroso ímpetu de mi juventud se habría ido moderando rumbo al matrimonio y, a falta de poder conseguir la plena serenidad, me habría contentado con procrear hijos como lo mandas tú, que eres poderoso para sacar renuevos de nuestra carne mortal, y sabes tratarnos con mano suave para templar la dureza de las espinas excluídas de tu paraíso.

Porque tu providencia está siempre cerca, aun cuando nosotros andemos lejos. No tuve quien me ayudara a poner atención a tu Palabra que del cielo nos baja por la boca de tu apóstol, cuando dijo: "Estos tendrán la tribulación de la carne, pero yo os perdono". Y también: "Bueno es para el hombre no tocar a la mujer"; y luego: "El que no tiene mujer se preocupa de las cosas de Dios y de cómo agradarle; pero el que está unido en matrimonio se preocupa de las cosas del mundo y de cómo agradar a su mujer" (1Co 7, 28.32.33). Si hubiera yo escuchado con más atención estas voces habría yo castigado mi carne por amor del Reino de los Cielos y con más felicidad habría esperado tu abrazo.

3. Pero, mísero de mí, te abandoné por dejarme llevar de mis impetuosos ardores; me excedí en todo más allá de lo que tú me permitías y no me escapé de tus castigos. Pues, ¿quién lo podría entre todos los mortales? Tú me estabas siempre presente con cruel misericordia y amargabas mis ilegítimas alegrías para que así aprendiera a buscar goces que no te ofendan.

¿Y dónde podía yo conseguir esto sino en ti, Señor, que finges poner dolor en tus preceptos, nos hieres para sanarnos y nos matas para que no nos muramos lejos de ti?

¿Por dónde andaba yo, lejos de las delicias de tu casa, en ese año decimosexto de mi edad carnal, cuando le concedí el cetro a la lujuria y con todas mis fuerzas me entregué a ella en una licencia que era indecorosa ante los hombres y prohibida por tu ley? Los míos para nada pensaron en frenar mi caída con el remedio del matrimonio. Lo que les importaba era solamente que yo aprendiera lo mejor posible el arte de hablar y de convencer con la palabra.



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CAPITULO III

1. Aquel año se vieron interrumpidos mis estudios. Me llamaron de la vecina ciudad de Madaura a donde había ido yo para estudiar la literatura y la elocuencia, con el propósito de enviarme a la más distante ciudad de Cartago. Mi padre, ciudadano de escasos recursos en Tagaste, con más ánimo que dinero, preparaba los gastos de mi viaje.

Pero, ¿a quién le cuento yo todas estas cosas? No a ti, ciertamente, Señor; sino en presencia tuya a todos mis hermanos del mundo; a aquellos, por lo menos, en cuyas manos puedan caer estas letras mías. ¿Y con qué objeto? Pues, para que yo y quienes esto leyeren meditemos en la posibilidad y la necesidad de clamar ati desde los más hondos abismos. Porque nada puede haber que más vecino sea de tu oído que un corazón que te confiesa y una vida de fe. A mi padre no había quien no lo alabara por ir más allá de sus fuerzas para dar a su hijo cuanto había menester para ese viaje en busca de buenos estudios, cuando ciudadanos opulentos no hacían por sus hijos nada semejante. Pero este mismo padre que tanto por mí se preocupaba, no pensaba para nada en cómo podía yo crecer para ti, ni hasta dónde podía yo mantenerme casto; le bastaba con que aprendiera a disertar, aunque desertara de ti y de tus cuidados, Dios mío, tú que eres uno, verdadero y bueno y dueño de este campo tuyo que es mi corazón.

2. En ese año decimosexto de mi vida, forzado por las necesidades familiares a abandonar la escuela, viví con mis padres, y se formó en mi cabeza un matorral de concupiscencias que nadie podía arrancar. Sucedió pues que aquel hombre que fue mi padre me vió un día en los baños, ya púber y en inquieta adolescencia. Muy orondo fue a contárselo a mi madre, feliz como si ya tuviera nietos de mi; embriagado con un vino invisible, el de su propia voluntad perversa e inclinada a lo más bajo; la embriaguez presuntuosa de un mundo olvidado de su Creador y todo vuelto hacia las criaturas.

Pero tú ya habías empezado a echar en el pecho de mi madre los cimientos del templo santo en que ibas a habitar. Mi padre era todavía catecúmeno, y de poco tiempo;  entonces, al oírlo ella se estremeció de piadoso temor; aunque yo no me contaba aún entre los fieles, ella temió que me fuera por los desviados caminos por donde van los que no te dan la cara, sino que te vuelven la espalda.

3. ¡Ay! ¿Me atreveré a decir que tú permanecías callado mientras yo más y más me alejaba de ti? ¿Podré decir que no me hablabas? Pero, ¿de quién sino tuyas eran aquellas palabras que con voz de mi madre, fiel sierva tuya, me cantabas al oído? Ninguna de ellas, sin embargo, me llegó al corazón para ponerlas en práctica. Ella no quería que yo cometiera fornicación y recuerdo cómo me amonestó en secreto con gran vehemencia, insistiendo sobre todo en que no debía yo tocar la mujer ajena. Pero sus consejos me parecían debilidades de mujer que no podía yo tomar en cuenta sin avergonzarme.

Mas sus consejos no eran suyos, sino tuyos y yo no lo sabía. Pensaba yo que tú callabas, cuando por su voz me hablabas; y al despreciarla a ella, sierva tuya, te despreciaba a ti, siendo yo también tu siervo. Pero yo nada sabía. Iba desbocado, con una ceguera tal, que no podía soportar que me superaran en malas acciones aquellos compañeros que se jactaban de sus fechorías tanto más cuanto peores eran. Con ello pecaba yo no sólo con la lujuria de los actos, sino también con la lujuria de las alabanzas.

4. ¿Hay algo que sea realmente digno de vituperación fuera del vicio? Pero yo, para evitar el vituperio me fingía más vicioso y, cuando no tenía un pecado real con el cual pudiera competir con aquellos perdidos inventaba uno que no había hecho, no queriendo parecer menos abyecto que ellos ni ser tenido por tonto cuando era más casto.

Con tales compañeros corría yo las calles y plazas de Babilonia y me revolcaba en su cieno como en perfumes y unguentos preciosos; y un enemigo invisible me hacía presión para tenerme bien fijo en el barro; yo era seducible y él me seducía.

Ni siquiera mi madre, aquella mujer que había huído ya de Babilonia pero andaba aún con lentos pasos por sus arrabales tomó providencias para hacerme conseguir aquella pureza que ella misma me aconsejaba. Lo que de mí había oído decir a su marido lo sentía peligroso y pestilente; yo necesitaba del freno de la vida conyugal si no era posible cortarme en lo vivo la concupiscencia. Y, sin embargo, ella no cuidó de esto: temía que los lazos de una mujer dieran fin a mis esperanzas. No ciertamente la esperanza de la vida futura, que mi madre ya poseía; pero sí las buenas esperanzas de aprendizaje de las letras que tanto ella como mi padre deseaban vivamente; él, porque pensaba poco en ti y formaba a mi propósito castillos en el aire; y ella, porque no veía en las letras un estorbo, sino más bien una ayuda para llegar a ti. Todo esto lo conjeturo  recordando lo mejor que puedo cómo eran mis padres. Por este motivo y sin un necesario temperamento de severidad, me soltaban las riendas y yo me divertía, andaba distraído y me desintegraba en una variedad de afectos y en una ardiente ofuscación que me ocultaba, Señor, las serenidades de tu verdad. "Y de mi craso pecho salía la iniquidad" (Sal. 72, 7).



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CAPITULO IV

1. El hurto lo condena la ley, Señor; una ley que está escrita en los corazones humanos y que ni la maldad misma puede destruir. Pues, ¿qué ladrón hay que soporte a otro ladrón? Ni siquiera un ladrón rico soporta al que roba movido por la indigencia. Pues bien, yo quise robar y robé; no por necesidad o por penuria, sino por mero fastidio de lo bueno y por sobra de maldad. Porque robé cosas que tenía ya en abundancia y otras que no eran mejores que las que poseía. Y ni siquiera disfrutaba de las cosas robadas; lo que me interesaba era el hurto en sí, el pecado.

Había en la vecindad de nuestra viña un peral cargado de frutas que no eran apetecibles ni por su forma ni por su color. Fuimos, pues, rapaces perversos, a sacudir el peral a eso de la medianoche, pues hasta esa hora habíamos alargado, según nuestra mala costumbre, los juegos. Nos llevamos varias cargas grandes no para comer las peras nosotros, aunque algunas probamos, sino para echárselas a los puercos. Lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido.

2. Este es, pues, Dios mío, mi corazón; ese corazón al que tuviste misericordia cuando se hallaba en lo profundo del abismo. Que él te diga que era lo que andaba yo buscando cuando era gratuitamente malo; pues para mi malicia no había otro motivo que la malicia misma. Detestable era, pero la amé; amé la perdición, amé mi defecto. Lo que amé no era lo defectuoso, sino el defecto mismo. Alma llena de torpezas, que se soltaba de tu firme apoyo rumbo al exterminio, sin otra finalidad en la ignominia que la ignominia misma.



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CAPITULO V

1. Porque se da ciertamente un atractivo en todo lo que es hermoso: en el oro, en la plata, en todo. En el tacto de la carne mucho tiene que ver el halago, así como los demás sentidos encuentran en las cosas corporales una peculiaridad que les reponde. Belleza hay también en el honor temporal, en el poder de vencer y dominar, de donde proceden luego los deseos de la venganza. Y sin embargo, Señor, para conseguir estas cosas no es indispensable separarse de ti ni violar tus leyes. Y la vida que aquí vivimos tiene su encanto en cierto modo particular de armonía y de conveniencia con todas estas bellezas inferiores. Así como también es dulce para los hombres la amistad, que con sabroso nudo hace de muchas almas una sola.

2. Por conseguir estas cosas y otras semejantes se admite el pecado; por cuanto una inmoderada inclinación hace que se abandonen otros bienes de mayor valía, que son realmente supremos: tú mismo, Señor, tu verdad y tu ley. Es indudable que también estas cosas ínfimas tienen su deleite; pero no es tan grande como mi Dios, creador de todas las cosas, que es deleite del justo y delicia de los corazones rectos. Por lo cual, cuando se pregunta sobre las posibles causas del pecado, se suele pensar que no está sino en el vivo deseo de alcanzar o de no perder esos bienes que he llamado ínfimos. Son, a no dudarlo, hermosos y agradables en sí mismos, aun cuando resultan a ras de tierra y despreciables cuando se los compara con los bienes superiores, los únicos que dan verdadera felicidad.

3. Alguno, por ejemplo, comete un homicidio. ¿Por qué lo hizo? Lo hizo, o porque quería quedarse con la mujer o el campo de otro, o porque tal depredación lo ayudaría a vivir, o porque temía que el occiso lo desposeyera de algo, o porque había recibido de él algún agravio que encendió en su pecho el ardor de la venganza. De Catilina, hombre en exceso malo y cruel, se ha dicho que era malo gratuitamente, que hacía horrores sólo porque no se le entumecieran por la falta de ejercicio ni la mano ni el ánimo. No deja de ser una explicación. Pero esto no lo es todo. Lo cierto es que de haberse apoderado del gobierno de la ciudad mediante tal acumulación de crímenes tendría honores, poder y riquezas; se libraba, además, de temor de las leyes inducido por la conciencia de sus delitos y del mal pasar debido a la pobreza de su familia. Ni el mismo Catilina amaba sus crímenes por ellos mismos, sino por otra cosa que mediante ellos pretendía conseguir.



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CAPITULO VI

1. ¿Qué fue pues, miserable de mí, lo que en ti amé, hurto mío, delito mío nocturno, en aquel decimosexto año de mi vida? No eras hermoso, pues eras un hurto. Pero, ¿eres acaso algo real, para que yo ahora hable contigo?

Bonitas eran aquellas frutas que robamos, pues eran criaturas tuyas, ¡oh, tú, creador de todas ellas, sumo Bien y verdadero Bien! Hermosas eran, pero no fueron ellas lo que deseó mi alma miserable, ya que yo las tenía mejores. Si las corté fue sólo para robarlas y, prueba de ello es que apenas cortadas, las arrojé; mi banquete consistió meramente en mi fechoría, pues me gozaba en la maldad. Porque si algo de aquellas peras entró en mi boca, su condimento no fue otro que el sabor del delito.

Ahora me pregunto, Dios mío, por qué motivo pude deleitarme en aquel hurto. Las peras en sí no eran muy atractivas. No había en ellas el brillo de la equidad y de la prudencia; pero ni siquiera algo que pudiera ser pasto de la memoria, de los sentidos, de la vida vegetativa. No eran hermosas como lo son las estrellas en el esplendor de sus giros; ni como lo son la tierra y el mar, llenos como están de seres vivientes que vienen a reemplazar a los que van feneciendo y, ni siquiera tenían la hermosura aparente y oscura con que nos engañan los vicios.

2. La soberbia remeda a la excelencia, siendo así que sólo tú eres excelso y, la ambición busca los honores y la gloria, cuando sólo tú eres glorioso y merecedor de eternas alabanzas.

Los poderosos de la tierra gustan de hacerse temer por el rigor; pero, ¿quién sino tú, Dios único, merece ser temido? ¿Quién, qué, cuándo y dónde pudo jamás substraerse a tu potestad?

Los amantes se complacen en las delicias de la lascivia; pero, ¿qué hay más deleitable que tu amor?, ¿qué puede ser más amado que tu salvífica verdad, incomparable en su hermosura y esplendor?

La curiosidad gusta interesarse por la ciencia, cuando tú eres el único que todo lo sabe. La ignorancia misma y la estupidez se cubren con el manto de la simplicidad y de la inocencia porque nada hay más simple ni más inocente que tú, cuyas obras son siempre enemigas del mal.

La pereza pretende apetecer la quietud; pero, ¿qué quietud cierta se puede encontrar fuera de ti? La lujuria quiere pasar por abundancia y saciedad; pero eres tú la indeficiente abundancia de suavidades incorruptibles. La prodigalidad pretende hacerse pasar por desprendimiento; pero tú eres el generoso dador de todos los bienes.

La avaricia ambiciona poseer muchas cosas, pero tú todo lo tienes. La envidia pleitea por la superioridad; pero, ¿qué hay que sea superior a ti? La ira busca vengarse; pero, ¿qué venganza puede ser tan justa como las tuyas? El temor es enemigo de lo nuevo y lo repentino que sobreviene con peligro de perder las cosas que se aman y se quieren conservar; pero, ¿qué cosa hay más insólita y repentina que tú; o quién podrá nunca separar de ti lo que tú amas? ¿Y dónde hay fuera de ti seguridad verdadera? La tristeza se consume en el dolor por las cosas perdidas en que se gozaba la codicia y no quería que le fueran quitadas; pero a ti nada se te puede quitar.

3. Entonces, fornica el alma cuando se aparta de ti y busca allá afuera lo que no puede encontrar con pureza y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Y burdamente remedan tu soberanía los que de ti se apartan y se rebelan contra ti; pero aún en eso proclaman que tú eres el creador e la naturaleza toda y que no hay realmente manera de cortar los lazos que nos ligan a ti.

¿Qué fue pues lo que yo amé en aquel hurto en que de manera viciosa y perversa quise imitar a mi Señor? ¿Soñé que con el uso de una falaz libertad me colocaba imaginariamente por encima de una ley que en la realidad me domina, haciendo impunemente, en un remedo ridículo de tu omnipotencia lo que no me era permitido?

Aquí tienes pues a ese siervo que huyó de su Señor en pos de una sombra. ¡Cuánta podredumbre, qué monstruosidad de vida y qué profundidades de muerte! ¿Cómo pudo complacerse su albedrío en lo que no le era lícito por el solo motivo de que no lo era?



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CAPITULO VII

1. ¿Con qué pagarle a mi Señor el que mi memoria recuerde todo esto sin que mi alma sienta temor? Te pagaré con paga de amor y de agradecimiento. Confesaré tu Nombre, pues tantas obras malas y abominables me has perdonado. Fue obra de tu gracia y de tu misericordia el que hayas derretido com hielo la masa de mis pecados y, a tu gracia también soy deudor de no haber cometido muchos otros; pues, ¿de qué obra mala no habría sido capaz uno que pecaba por gusto? Pero todo me lo has perdonado: lo malo que hice con voluntad y lo malo que pude hacer y, por tu providencia, no hice.

2. ¿Quién podría, conociendo su nativa debilidad atribuir su castidad y su inocencia a sus propias fuerzas? Ese te amaría menos, como si le fuera menos necesaria esa misericordia tuya con que condenas los pecados de quienes se convierten a ti. Ahora: si hay alguno que llamado por ti escuchó tu voz y pudo evitar los delitos que ahora recuerdo y confieso y que él puede leer aquí, no se burle de mí, que estando enfermo fui curado por el mismo médico a quien él le debe el no haberse enfermado; o por mejor decir, haberse enfermado menos que yo. Ese debe amarte tanto como yo, o más todavía; viendo que quien me libró a mí de tamañas dolencias de pecado es el mismo que lo ha librado a él de padecerlas.



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CAPITULO VIII

¿Qué clase de afecto era pues aquel? Ciertamente era pésimo y yo muy miserable porque lo tenía. ¿Pero qué era? Pues por algo dice la Escritura: "¿Quién entenderá los pecados?" (Sal. 18, 13). Risa nos daba; un como cosquilleo del corazón, de que así pudiéramos engañar a quienes no nos juzgaban capaces de cosas semejantes, ni querían ni querían que las hiciéramos. ¿Pero, por qué razón me gustaba hacer esas fechorías junto con otros? ¿Acaso porque no es fácil reír cuando no se tiene compañeros? Y sin embargo, en ciertas ocasiones la risa vence al hombre más solitario: cuando algo se le presenta, al sentido o a la imaginación como muy ridículo.



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CAPITULO IX

Lo cierto es que tales cosas no las había yo hecho de estar completamente solo. Este es, Señor, el vivo recuerdo de mi memoria en tu presencia: de haber andado solo no habría cometido tal hurto, ya que no me interesaba la cosa robada sino el hurto mismo y no habría de cierto hallado gusto en ello sin una compañia. ¡Oh enemiga amistad,  seducción incomprensible de la mente! ¡Avidez de dañar por burla y por juego, cuando no hay en ello ganancia alguna ni deseo de venganza de satisfacer! Es, simplemente, el momento en que se dice: "Vamos a hacerlo" y, si alguna verguenza se tiene, es la de no hacer algo vergonzoso.



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CAPITULO X

¿Quién podrá desatar este nudo tan tortuoso e intrincado? Feo es y no quiero verlo, ni siquiera poner en él los ojos.

Pero te quiero a ti, que eres justicia e inocencia, hermosa y decorosa luz, saciedad insaciable para los hombres honestos.

En ti hay descanso y vida imperturbable. El que entra en ti entra en el gozo de su Señor (Mt 25, 21), nada temerá y se hallará muy bien en el Sumo Bien. Me derramé y vagué lejos de ti, mi Dios, muy alejado de tu estabilidad, en mi adolescencia. Me convertí para mí mismo en un desierto inculto y lleno de miseria.