Las Confesiones
por San Agustín
Libro III
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CAPITULO I
1. Vine a Cartago y caí como en una caldera hirviente de amores pecaminosos. Aún no amaba yo, pero quería ser amado y, con una secreta indigencia me odiaba a mí mismo por menos indigente. Ardía en deseos de amar y buscaba un objeto para mi amor.  Quería ser amado, pero odiaba la seguridad de un camino sin trampas ni celadas. Tenía hambre intensa de un alimento interior que no era otro sino tú, mi Dios; pero con esa hambre no me sentía hambriento, pues me faltaba el deseo de los bienes incorruptibles. Y no porque los tuviera; simplemente, mientras más miserable era, más hastiado me sentía. Por eso mi alma, enferma y ulcerosa, se proyectaba miserablemente hacia afuera, ávida del halago de las cosas sensibles. Algún alma deben de tener las cosas, pues si no, no serían amadas. Dulce me era, pues, amar y ser amado; especialmente cuando podía disfrutar del cuerpo amado.

2. Así manchaba yo con sórdida concupiscencia la clara fuente de la amistad y nublaba su candor con las tinieblas de la carnalidad. Sabiéndome odioso y deshonesto, trataba en mi vanidad de aparecer educado y elegante. Me despeñé en un tipo de amor en que deseaba ser cautivo. ¡Dios mío, misericordia mía! ¡Con cuántas hieles me amargaste, en tu bondad, aquellas malas suavidades! Porque mi amor fue correspondido y llegué hasta el enlace secreto y voluptuoso y con alegría me dejaba atar por dolorosos vínculos: fui azotado con los hierros candentes de los celos y las sospechas, los temores, las iras y las riñas.



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CAPITULO II

1. Me apasionaban entonces los espectáculos teatrales, tan llenos de las miserias que yo tenía y de los fuegos que me quemaban.

¿Por qué será el hombre tan amigo de ir al teatro para sufrir allí de lutos y tragedias que por ningún motivo querría tener en su propia vida? Lo cierto es que le encantan los espectáculos que lo hacen sufrir y que se goza en este sufrimiento. Pero, ¿no es esto una insanía miserable? Porque la verdad es que tanto más se conmueven las gentes cuanto menor sanidad hay en sus sentimientos y, que tiene por miseria lo  que ellos mismos padecen, mientras llaman misericordia su compasión cuando eso mismo lo padecen otros. Pero, ¿qué misericordia real puede haber en fingidos dolores de escenario? Pues el que asiste no es invitado a prestar remedio a los males, sino solamente a dolerse con ellos y, mayor es el homenaje que rinde a los actores del drama cuanto mayormente sufre. Y si tales calamidades, o realmente sucedidas antaño o meramente fingidas ahora no lo hacen sufrir lo suficiente, sale del teatro fastidiado y criticando; al paso que si sufre mucho se mantiene atento y goza llorando.

2. ¿Cómo es posible amar así el dolor y las lágrimas? Porque el hombre naturalmente tiende a ser feliz. ¿Será acaso, que si a nadie le gusta ser él mismo miserable, a todos nos agrada ser compasivos con la miseria? Puede ser; sin el dolor y la miseria es imposible la misericordia y, entonces, por razón de ésta se llegan a amar la miseria y el dolor. ¿Qué otra causa podría haber?

Una simpatía semejante procede, a no dudarlo, del manantial de la amistad. Pero, ¿a dónde va esa corriente, a dónde fluye? ¿Por qué va a dar ese torrente de pez hirviendo con los terribles calores de todas las pasiones de la tierra? ¿Por qué de su propio albedrío se convierte en él la amistad, desviada y rebajada de su serenidad celeste?

Y sin embargo, cierto es que no podemos repudiar la misericordia: es necesario que amemos alguna vez el sufrimiento.

3. Pero guárdate bien, alma mía, de la inmundicia, guárdate de ella, bajo la tutela de tu Dios, del Dios de nuestros padres, excelso y laudable por todos los siglos (Dn 3, 52). No es que me falte ahora la misericordia; pero en  aquellos días gozaba yo con ver en el teatro a los amantes que criminalmente se amaban , aun cuando todo aquello fuera imaginario y escénico. Cuando el uno al otro se perdían me ponía triste la compasión; pero me deleitaba tanto en lo uno como en lo otro. Muy mayor misericordia siento ahora por el que vive contento con el vicio, que no por el que sufre grandes penas por la pérdida de un pernicioso placer y una mentida felicidad. Este tipo de misericordia es de cierto mucho más verdadero, precisamente porque en ella no hay deleite en el dolor. Si es laudable oficio de caridad compadecer al que sufre, un hombre de veras misericordioso preferiría con mucho que no hubiera nada que compadecer. Absurdo sería hablar de una "benevolencia malévola", pero este absurdo sería necesario para que un hombre pudiera al mismo tiempo ser en verdad misericordioso y desear que haya miserables para poderlos compadecer.

4. Hay pues dolores que se pueden admitir, porque son útiles; pero el dolor en sí no es digno de amor.

Esto es lo que pasa contigo, mi Dios y Señor, que amas las almas de tus hijos con amor más alto y más puro que el nuestro; la tuya es una misericordia incorruptible y, cuando nos compadeces, nuestro dolor no te lastima. ¿Quién en esto como tú?

Pero yo amaba entonces el dolor de mala manera y me buscaba lo que pudiera hacerme padecer. Reperesentando un padecimiento ajeno, fingido y teatral, tanto más me gustaba el actor cuanto más lágrimas me hacía derramar. ¿Qué maravilla, entonces, si como oveja infeliz e impaciente de tu custodia, me veía cubierto de fealdad y de roña? De ahí me venía esa afición al sufrimiento. Pero no a sufrimientos profundos, que para nada los quería; sino sufrimientos fingidos y de oído que solo superficialmente me tocaban. Y como a los que se rascan con las uñas, me venía luego ardiente hinchazón, purulencia y horrible sangre podrida. ¡Santo Dios! ¿Esa vida era vivir?



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CAPITULO III

1. Pero tu misericordia fidelísima velaba por mí y me rodeaba. ¡En cuántas iniquidades me corrompí, llevado por una sacrílega curiosidad, hasta tocar el fondo de la infidelidad en engañoso obsequio a los demonios, a quienes ofrecía como sacrificio mis malas obras! Y en todo eso tú me flagelabas. Un día llegó mi atrevimiento hasta el punto de alimentar dentro de tu misma casa, durante la celebración de tus sagrados misterios, pensamientos impuros, maquinando como llevarlos a efecto y conseguir sus frutos de muerte. Pero tú me azotaste con pesados sufrimientos que, con ser muy pesados, no eran tan grandes como la gravedad de mi culpa, ¡oh Dios de inmensa misericordia! ¡Tú, mi Dios, que eres mi refugio y me defiendes de esos terribles enemigos míos entre los cuales anduve vagando con la cabeza insolentemente engallada, cada vez más lejos de ti, en mis caminos y no en los tuyos, tras del señuelo de una libertad mentida y fugitiva!

2. Aquellos estudios míos, estimados como muy honorables, me encaminaban a las actividades del foro y sus litigios, en los cuales resulta más excelente y alabado el que es más fraudulento. Tanta así es la ceguera humana, que de la ceguera misma se gloría. Yo era ya mayor en la escuela de Retórica. Era soberbio y petulante y tenía la cabeza llena de humo, pero era más moderado que otros, como tú bien lo sabes; porque me mantenía alejado de los abusos que cometían los "eversores" (1), cuyo nombre mismo, siniestro y diabólico era temido como signo de honor. Entre ellos andaba yo con la imprudente vergüenza de no ser como ellos. Entre ellos andaba  y me complacía en su amistad, aun cuando su comportamiento me era aborrecible, ya que persistentemente atormentaban la timidez de los recién llegados a la escuela con burlas gratuitas y pesadas en que ellos hallaban su propia alegría. Nada tan semejante a esto como las acciones de los demonios y, por eso, nada tan apropiado como llamarlos "eversores", derribadores. Burlados y pervertidos primero ellos mismos por el engaño y la falsa seducción de los espíritus invisibles, pasaban luego a burlarse y a engañar a los demás.


(1). Las "eversiones" eran en tiempo de San Agustín lo que ahora entre nosotros han sido las "novatadas" estudiantiles; molestias y humillaciones con que los estudiantes antiguos reciben a los recién llegados. La eversión (derribamiento) consistía, según autorizadas opiniones, en que un estudiante mayor inducía al novato a una animada conversación. Cuando el novato estaba ya confiado y descuidado, otro eversor se le ponía por detrás a cuatro manos y el novato era derribado de un brusco empujón.



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CAPITULO IV

1. Era pues en medio de tales compañías cómo estudiaba yo la elocuencia en los libros con la finalidad condenable de conseguir los goces de la vanidad humana. Y así sucedió que siguiendo el curso normal de los estudios conocí un libro de un cierto Cicerón cuya lengua admiran todos aunque no así su ánimo. En este libro titulado Hortensio encontré una exhortación a la filosofía. El libro cambió mis sentimientos y enderezó a ti mis pensamientos y mudó del todo mis deseos y mis anhelos. De repente todas mis vanas esperanzas se envilecieron ante mis ojos y empecé a encenderme en un increíble ardor del corazón por una sabiduría inmortal. Con esto comencé a levantarme para volver a ti. Con su lectura no buscaba ya lo que a mis diecinueve años y muerto ya mi padre hacía dos, compraba yo con el dinero de mi madre; es decir, no me interesaba ya pulir mi lenguaje y mejorar mi elocuencia; sino que encontraba el libro sumamente persuasivo en lo que decía.

2. ¡Qué incendios los míos, Señor, por volar hacia ti lejos de todo lo terrenal! No sabía yo lo que estabas haciendo conmigo tú, que eres la Sabiduría. "Filosofía" llaman los griegos al amor de la sabiduría y, en ese amor me hacían arder aquellas letras. Cierto es que no faltan quienes engañan con la filosofía, cubriendo y coloreando sus errores con ese nombre tan digno, tan suave y tan honesto. Pero todos estos seductores, los de ese tiempo y los que antes habían sido, eran en ese libro censurados y mostrados por lo que en verdad son y se manifiesta en él, además, aquella saludable admonición que tú nos haces por medio de tu siervo bueno y pío: "Cuidaos de que nadie os engañe con la filosofía y una vana seducción según las tradiciones y elementos de este mundo y no según Cristo, en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad"(Cil 2, 8-9).

3. Bien sabes tú, luz de mi corazón, que en esos tiempos no conocía yo aún esas palabras apostólicas, pero me atraía la exhortación del Hortensius a no seguir esta secta o la otra, sino la sabiduría misma, cualquiera que ella fuese.Esta sabiduría tenía yo que amar, buscar y conseguir y el libro me exhortaba a abrazarme a ella con todas mis fuerzas. Yo estaba enardecido. Lo único que me faltaba en medio de tanta fragancia era el nombre de Cristo, que en él no aparecía. Pues tu misericordia hizo que el nombre de tu Hijo, mi Salvador, lo bebiera yo con la leche materna y lo tuviera siempre en muy alto lugar; razón por la cual una literatura que lo ignora, por verídica y pulida que pudiera ser, no lograba apoderarse de mí.



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CAPITULO V
 

Por todo esto me decidí a leer las Sagradas Escrituras, para ver cómo eran. Y me encontré con algo desconocido para los soberbios y no comprensible a los niños: era una verdad que caminaba al principio con modestos pasos, pero que avanzaba levantándose siempre más, alcanzando alturas sublimes, toda ella velada de misterios.

Yo no estaba preparado para entrar en ella, ni dispuesto a doblar la cerviz para ajustarme a sus pasos. En ese mi primer contacto con la Escritura no era posible que sintiera y pensara como pienso y siento ahora; como era inevitable, me pareció indigna en su lenguaje, comparada con la dignidad de Marco Tulio. Mi vanidosa suficiencia no aceptaba aquella simplicidad en la expresión; con el resultado de que mi agudeza no podía penetrar en sus interioridades. Era aquella una verdad que debía crecer con el crecer de los niños, pero yo me negaba resueltamente a ser niño. Hinchado de vanidad me sentía muy grande.



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CAPITULO VI
 

1. Entonces fui a dar entre hombres de una soberbia delirante (1), muy carnales y excesivamente locuaces en cuya boca se mezclaban en diabólico mejunje las voces de tu nombre, del de tu Hijo Jesucristo y las del Espíritu Santo. Estos nombres no se les caían de la boca, pero no eran sino sonido puro, modulación de la lengua, pues su corazón estaba árido y vacío. "¡Verdad, verdad!", gritaban siempre y a mí me lo dijeron muchas veces, pero no había en ellos verdad ninguna. Decían cosas aberrantes no tan sólo de ti que eres la verdad (2), sino también de los elementos de este mundo que tú creaste. Debí dejar de lado a filósofos que no todo lo equivocaban y lo hice por amor a ti, Padre mío, Sumo Bien, hermosura ante quien palidece toda hermosura. ¡Oh verdad, verdad purísima! ¡Con cuánta violencia suspiraban por ti mis entrañas cuando ellos me hablaban de ti con sola la voz, en muchos y voluminosos libros! Eran bocados en los que se ofrecían a mi hambre y mi sed de ti el sol y la luna, obras tuyas ciertamente hermosas, pero que no son tú y, ni siquiera las primeras entre tus obras, ya que creaste primero los seres espirituales y sólo enseguida los corporales. Hermosos como éstos pueden ser, no son los que primero pusiste en el ser.

2. Pero tampoco de esas nobles criaturas primeras eran mi hambre y mi sed, sino sólo de ti, que eres la verdad; verdad en la que no hay mudanza ni asomo de vicisitud (St 1, 17). Pero se me seguían ofreciendo como alimento fantasmas espléndidos. Mejor era el sol, verdad de nuestros ojos, que no aquellos espejismos, verdaderos sólo para el alma que se deja engañar por los sentidos. Yo aceptaba todo eso porque pensaba QUE ERAS tú; pero no comía tales platillos con avidez, pues no me sabían a nada; el sabor no era el tuyo, no te sentía yo como realmente eres. Tú no estabas en aquellos vanos fragmentos que no me alimentaban sino que me agotaban. Como los alimentos que se comen en sueños, que se parecen mucho a los que el hombre come despierto, pero que no alimentan al que dormido sueña. Pero esos sueños en nada se parecían a lo que ahora sé que eres tú; eran fantasmas corpóreos, mucho menos ciertos que los cuerpos reales que vemos en los cielos y en la tierra. Así como los animales terrestres y las aves, que son más ciertos en sí que en nuestra imaginación. Pero aún estas imaginaciones infinitas, que a partir de ellas fantaseamos nosotros y que no tienen realidad alguna. Y éste era el tipo de fantasías de que yo entonces me apacentaba.

3. Pero tú, amor mío, en quien soy débil para ser fuerte, no eres ninguno de esos cuerpos que vemos en la tierra y en el cielo; ni tampoco los que no vemos allí porque tú las creaste; pero en situaciones eximias de tu creación. ¡Qué lejos estabas, pues, de aquellos fantasmas míos, fantasmas corpóreos, totalmente privados de existencia!

Más ciertas que ellos son las imágenes de cuerpos que en realidad existen y más reales que éstas son los cuerpos mismos, pero nada de eso eres tú. Tampoco eres el alma que da vida a los cuerpos y por eso es mejor y más cierta que los cuerpos, la vida. Tú, en cambio, eres la vida de las almas, vida de toda vida; vida tú mismo, indefectible vida.

¿Dónde estabas entonces, Señor, tan lejos de mí? Pues yo vagaba lejos de ti y de nada me servían las bellotas de los cerdos (Lc 15, 16) que con bellotas apacentaba yo. ¡Cuánto mejores eran las fábulas de los gramáticos y los poetas, que todos esos engaños! Porque los versos y los poemas, como aquella Medea que volaba en carro tirado por dragones (Ovidio, Metamorfosis VII, 219-236), son de cierto más útiles que aquellos cinco elementos de diversa manera coloreados para luchar con los cinco antros de las tinieblas, que ninguna existencia tienen y dan la muerte a quien en ellos cree (3).

Porque los versos y los poemas alguna relación tienen con lo real y, si yo cantaba a Medea volante, no afirmaba lo que cantaba y cuando otros lo cantaban yo no lo creía. En cambio, sí que creí en aquellas aberraciones.

¡Ay! ¡Por qué escalones fui bajando hasta lo profundo del infierno! Te lo confieso ahora a ti, que me tuviste misericordia cuando aún no te confesaba: acongojado y febril en mi indigencia de verdad, yo te buscaba; pero no con la inteligencia racional que nos hace superiores a las bestias, sino según los sentimientos de la carne. Y tú eras interior a mi más honda interioridad y superior a cuanto había en mí de superior. Entonces tropecé con aquella hembra audaz y falta de seso, enigma de Salomón, que sentada a su puerta decía: "Comed con gusto mis panes ocultos, bebed de mi agua furtiva y sabrosa". Tal hembra me pudo seducir porque me encontró fuera de mí mismo, habitando en el ámbito de mis ojos carnales, pues me la pasaba rumiando lo que con los ojos había devorado.


(1). La secta de los maniqueos, fundada por el persa Urbicus, que luego se llamó Manes. Además, "Manes", en griego, significa "delirante, furioso".

(2). Los maniqueos decían que existe un principio eterno bueno y otro principio eterno malo; que de la lucha entre ambos nació una mezcla de bien y de mal, que es Dios y de la cual se formó el mundo; y decían que en todas las cosas está presente y mezclada la naturaleza de Dios.

(3). Los maniqueos decían que la creación consta de cinco elementos buenos, derivados del eterno principio bueno y otros cinco malos, derivados del malo. Los malos eran el humo, las tinieblas, el fuego, el agua y el viento; y en la lucha entre ellos resultó una mezcla de bien y de mal, que es la naturaleza misma de Dios. Decían que los animales bípedos, incluso el hombre, fueron engendrados en el humo; en el fuego los cuadrúpedos, en el agua los peces y en el aire los volátiles. Todo esto lo atribuían a la sustancia del mal y, a Dios, la bondad de los buenos elementos.



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CAPITULO VII

1. Desconocía yo entonces la existencia de una realidad absoluta y, estimulado por una especie de aguijón, me fui a situar entre aquellos impostores que me preguntaban en qué consiste el mal, si Dios tiene forma corporal, cabellos y uñas, si pueden tenerse por justos los hombres que tienen muchas mujeres y matan a otros hombres y sacrifican animales. Dada mi ignorancia, estas cuestiones me perturbaban; pues no sabía yo entonces que el mal no es sino una privación de bien y se degrada hasta lo que no tiene ser ninguno. ¿Y cómo podía yo entender esto si mis ojos no veían sino los cuerpos y mi mente estaba llena de fantasmas?

Totalmente ignoraba yo que Dios es un ser espiritual; que no tiene masa ni dimensiones ni miembros. La masa de un cuerpo es menor en cualquiera de sus partes que en su totalidad y aun cuando se pensara en una masa infinita, ninguna de sus partes situadas en el espacio igualaría su infinidad y, así, un ser cuanto que no es espiritual como Dios, no puede estar totalmente en todas partes.

Ignoraba también qué es lo que hay en nosotros por lo cual tenemos alguna semejanza con Dios, pues fuimos creados, como dice la Escritura, a su imagen y semejanza.

2. Tampoco sabía en que consiste la verdadera justicia interior, que no juzga según las ideas corrientes sino según la ley de Dios todopoderoso, a la cual deben acomodarse las costumbres de los pueblos y el andar de los días conforme a los pueblos y a los tiempos; justicia vigente en todo tiempo y lugar, no una aquí y otra allá, una en un tiempo y diferente en otro. Justicia según la cual fueron justos Abraham e Isaac, Moisés y David y tantos otros que fueron alabados por Dios mismo; aunque ahora no los tienen por justos esos imperitos que con cerrado criterio juzgan de las costumbres del género humano con la medida de sus propias costumbres y de su limitada y precaria experiencia. Los tales son como un hombre que no sabiendo nada de armaduras ni qué pieza es la que conviene para cada parte del cuerpo, pretendiera ponerse la greba en la cabeza y calzarse con el yelmo y luego se quejara de que la armadura no le queda.

O como si alguien se enojara de que en un día festivo se le prohíba vender por la tarde lo que podía vender por la mañana o le molestara que el que sirve las copas no pueda tocar con la mano lo que otro criado puede tocar; o mal le pareciera que se prohíba hacer en el comedor lo que puede hacer en el establo. Como si no vieran todos los días que en la misma casa y en el mismo tiempo no toda cosa es conveniente para cualquier miembro de la familia; que algo permitido a cierta hora no lo es ya en la hora siguiente y lo que se puede permitir o mandar en un lugar de la casa no se puede ni mandar ni permitir en otro.

Tales son los que se indignan de que en pasados tiempos hayan sido permitidas a los justos cosas que ahora son ilícitas y de que Dios haya mandado a éstos y a aquellos, diferentes cosas en razón de los tiempos, siendo así que unos y otros fueron servidores de la misma justicia.

3. ¿Se dirá acaso que la justicia es algo que cambia? No. Pero sí lo son los tiempos sobre los que ella preside, que no por nada se llaman "tiempos". Los hombres, cuya vida sobre la tierra es tan breve, no pueden comprender bien las causas que entraban en juego en siglos pasados y en la vida de pueblos diferentes; no están en condiciones, entonces, de comparar lo que no conocieron con lo que sí conocen. En una misma casa y en un mismo tiempo, fácilmente pueden ver que no todo conviene a todos; que hay cosas congruentes o no, según los momentos, los lugares y las personas. Pero este discernimiento no lo tienen para las cosas del pasado. Se ofenden con ellas, mientras todo lo propio lo aprueban. Esto no lo sabía yo entonces, ni lo tomaba en consideración. Las cosas me daban en los ojos, pero no las podía ver. Y sin embargo entendía yo bien que al componer un canto no me era lícito poner cualquier pie en cualquier lugar, sino que conforme al metro que usara, así debía ser la colocación de los pies, éste aquí y éste allá. La prosodia que regía mis composiciones era siempre la misma; no una en una parte del  verso y otra en otra, sino un sistema que todo lo regulaba.

Y con esto, no pensaba yo en que tu justicia, a la cual han servido los hombres justos y santos, tenía que ser algo todavía más excelente y sublime, en que todo se encierra: las cosas que Dios mandó para que nunca variaran y otras que distribuía por los tiempos, no todo junto, sino según lo apropiado a cada uno. Y en mi ceguera reprendía a aquellos piadosos patriarcas que no solamente se acomodaron a lo que en su tiempo les mandaba o inspiraba Dios sino que bajo divina revelación preanunciaron lo que iba a venir.



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CAPITULO VIII

1. ¿Hay por ventura un tiempo o un lugar en que sea o haya sido injusto amar a Dios  con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma y al prójimo como a uno mismo?

De manera semejante, las torpezas que van contra naturam, como las de los sodomitas, han de ser siempre aborrecidas y castigadas. Y aun cuando todos los pueblos se comportaran como ellos, la universalidad del delito no los justificaría; serían todos ellos reos de la misma culpa ante el juicio de Dios, que no creó a los hombres para que de tal modo se comportaran. Se arruina y se destruye la sociedad, el trato que con Dios debemos tener cuando por la perversidad de la concupiscencia se mancilla esa naturaleza cuyo autor es él mismo.

Pero cuando se trata de costumbres humanas los delitos han de evitarse conforme a la diversidad de esas costumbres; de manera que ningún ciudadano o extranjero viole según el propio antojo lo que la ciudad ha pactado con otros pueblos o que está en vigor con la firmeza de la ley o de la  costumbre. Siempre es algo indecoroso la no adecuación de una parte con el todo a que pertenece.

Pero cuando Dios manda algo que no va con la costumbre o con los pactos establecidos hay que hacerlo, aunque nunca antes se haya hecho; hay que instituirlo aunque la institución sea del todo nueva. Pues si un rey puede en su ciudad mandar algo no antes mandado por los anteriores reyes ni por él mismo, la obediencia al nuevo mandamiento no va contra la estructura de la ciudad; es algo universalmente admitido que los ciudadanos han de obedecer a sus reyes. ¡Con cuánta mayor razón se debe a Dios, rey de todas las criaturas, una obediencia firme y sin vacilaciones! Pues así como en las sociedades humanas la potestad mayor se impone ante las potestades menores, así también toda humana potestad debe subordinarse al mandar de Dios.

2. Pero otros delitos hay que se cometen por la voluntad de dañar, sea con afrentas o injurias, o con ambas cosas a la vez; por deseo de vengarse de algún enemigo o con la intención de adquirir algo que no se tiene, como lo hace el ladrón con el viandante; o por evitar algún mal de parte de alguien que inspira temor; o por envidia como la que tiene el mísero para con el que está en mejor situación y en algo ha prosperado; o como la que tiene éste cuando teme que otro le iguale, o se duele porque ya le igualó; o también por el mero placer del mal ajeno, como lo tienen los que van a ver a los gladiadores; o por simple mal ánimo, como el de los que hacen burlas y sarcasmos al prójimo.

Estos son los principios capitales de la iniquidad. Se derivan de la desordenada concupiscencia de dominar, de ver y de sentir: o de una de éstas, o de dos, o de las tres. Y así, ¡oh Dios excelso y dulcísimo!, se vive mal, en contrariedad con los tres y los siete mandamientos de tu decálogo, el salterio de diez cuerdas (Sal 21,2).

3. Pero, ¿qué malicia puede haber en ti, incorruptible como eres? ¿o qué crimen te puede dañar, siendo como eres inaccesible al mal?

Con todo, tú castigas lo que los hombres se hacen entre ellos de malo; porque cuando pecan contra ti se perjudican ellos mismos. La iniquidad se miente a sí misma (Sal 26, 12), cuando corrompe y pervierte la naturaleza que tú creaste y ordenaste, o usando sin moderación de las cosas permitidas, o ardiendo en deseos de lo no permitido en un uso contra naturam (Rm 1,26), o se hacen los hombres reos de rebeldía contra ti en su ánimo y en sus palabras, dando patadas contra el aguijón (Hch 9,5); o, finalmente, cuando en su audacia rompen los lazos y traspasan los límites de la sociedad humana y se gozan en privados conciliábulos o en privados despojos, al azar de sus gustos y resentimientos.

4. Todo esto sucede cuando los hombres te abandonan a ti, que eres la fuente de la vida, el verdadero creador y gobernador del universo; cuando la soberbia personal ama una parte del todo haciendo de ella un falso todo.

Es así como por el camino de una piadosa humildad regresamos a ti y tú nos purificas de nuestros malos hábitos y te muestras propicio para los que te confiesan sus pecados, escuchas los gemidos de los que están presos con los pies en los grilletes y nos sueltas de las cadenas que nosotros mismos nos forjamos. Pero esto lo haces sólo cuando ya hemos renunciado a envalentonarnos ante ti con la afirmación de una falsa libertad, con la avaricia de tener más o el temor de perderlo todo, amando así más lo nuestro que a ti, supremo bien de todos.



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CAPITULO IX

Entre tantas torpezas y crímenes como hay y entre tanta abundancia de maldad se da también el caso de los pecados en que caen los que van ya avanzando en el camino espiritual. Tales pecados son de reprobar desde el punto de vista de la perfección, pero hay también en ellos algo estimable, como es estimable el trigo verde, en el cual hay esperanzas ciertas de futuros panes.

Pero hay acciones que parecen crimen o torpeza y no lo son, porque ni te ofenden a ti ni rompen el consorcio de la sociedad humana, pues de alguna manera se concilian con lo que es congruente en un tiempo dado. Como cuando se procuran determinados bienes que son útiles para las necesidades de la vida en un momento dado, pero queda incierto si hubo o no hubo en eso una reprensible codicia de poseer; o como cuando la autoridad competente castiga con severidad algo con la idea de corregir los abusos, pero queda incierto si no se mezcló en eso algún secreto deseo de dañar. Hay, pues, cosas que el sentir general de los hombres tiene por reprensible, pero que tú no reprendes; así como hay otras que los hombres alaban pero tú condenas. No siempre coinciden la apariencia exterior de los hechos con el ánimo y la intención no conocida de quien los hace.

Pero como yo ignoraba estas cosas hacía burla de aquellos servidores tuyos y profetas; con lo cual sólo conseguía que tú te burlaras de mí. Poco a poco fui derivando a tonterías tales como la de creer que un higo sufre cuando lo cortan y que la higuera llora lágrimas de leche. Y que si un santo (1) lo comía cortado por manos ajenas y no por las suyas, lo mezclaba con sus propias entrañas y exhalaba luego de ella ángeles y hasta partículas de la sustancia divina, pues según ellos en aquella fruta había habido partículas del verdadero y sumo Dios, que habrían permanecido ligadas de no der por los dientes del santo y elegido y por su estómago. En mi miseria llegué hasta creer que mayor misericordia hay que tener para con los frutos de la tierra que para con los hombres mismos para cuyo bien fueron creados los frutos. Si alguno tenía hambre pero no era maniqueo, era crimen digno de la pena capital el darle un bocado.
 

(1). Los maniqueos se dividían en dos clases: en elegidos o santos y en oyentes. Los primeros eran los que habían avanzado en la insania hasta poder enseñar a otros o se manifestaban firmes en el error. Los demás, los menos seguros, se llamaban simplemente oyentes. Sostenían que en los alimentos había una mezcla de bien y de mal y que los santos liberaban el bien comiendo y digiriendo los alimentos.



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CAPITULO X

1. Pero tú, Señor, hiciste sentir tu mano desde lo alto y libraste mi alma de aquella negra humareda porque mi madre, tu sierva fiel, lloró por mí más de lo que suelen todas las madres llorar los funerales corpóreos de sus hijos. Ella lloraba por mi muerte espiritual con la fe que tú le habías dado y tú escuchaste su clamor. La oíste cuando ella con sus lágrimas regaba la tierra ante tus ojos; ella oraba por mí en todas partes y tú oíste su plegaria. Pues, ¿de dónde sino de ti le vino aquel sueño consolador en que me vio vivir con ella, comer con ella a la misma mesa, cosa que ella no había querido por el horror que le causaban mis blasfemos errores? Se vio de pie en una regla de madera y que a ella sumida en la tristeza, se llegaba un joven alegre y espléndido que le sonreía. No por saberlo sino para enseñarla, le preguntó el joven por la causa de su tristeza y ella respondió que lloraba por mi perdición. Le mandó entonces que se tranquilizara, que pusiera atención y que viera cómo en donde ella estaba, también estaba yo. Miró ella entonces y, junto a sí, me vio de pie en la misma regla. ¿De dónde esto, Señor, sino porque tu oído estaba en su corazón?

2. ¡Oh, Señor omnipotente y bueno, que cuidas de cada uno de tus hijos como si fuera el único y que de todos cuidas como si fueran uno sólo! ¿Cómo fue posible que al contarme ella su visión tratara yo de convencerla de que no debía desesperar de llegar a ser un día lo que yo era y que ella al instante y sin ninguna vacilación me contestara: "¡No! Pues lo que se me dijo no es que yo habría de estar donde estás tú, sino que tú estarías en donde estoy yo"?

Con frecuencia he hablado, Señor, de estos recuerdos. Ahora te confieso que más que el sueño mismo con que tú consolabas a una mujer piadosa hundida en el dolor me conmovió el hacho de que ella no se turbara por mi interpretación falsa y caprichosa. Vio de inmediato lo que tenía que ver y que yo no había visto antes de que ella lo dijera. Cuando ella se debatía en la tristeza tú le preanunciaste una grande alegría que no iba a tener sino mucho más tarde.

3. Pues durante nueve largos años seguí revolcándome en aquel hondo lodo de tenebrosa falsedad del que varias veces quise surgir sin conseguirlo. Mientras tanto, ella, viuda casta, sobria y piadosa como a ti te agrada, vivía ya en una alegre esperanza en medio del llanto y los gemidos con que a toda hora te rogaba por mí. Sus plegarias llegaban a tu presencia, pero tú me dejabas todavía volverme y revolverme en la oscuridad.



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CAPITULO XI
 

1. Otra respuesta le concediste luego, que yo recuerdo y quiero confesar dejando de lado cosas de menor importancia para llegar presto a lo que me urge confesarte. La diste por el ministerio de un sacerdote tuyo, de un obispo criado en tu Iglesia y ejercitado en tus libros. Le rogó pues mi madre que se dignara de recibirme y hablara conmigo para refutar mis errores, desprenderme de ellos y enseñarme la verdad, ya que él solía hacer esto con personas que le parecían bien dispuestas. Pero él no quiso. Dijo que yo era todavía demasiado indócil, hinchado como estaba por el entusiasmo de mi reciente adhesión a la secta. Ella misma le había contado cómo yo, con cuestiones y discusiones, había descarriado ya a no pocas gentes de escasa instrucción. Le aconsejó: "Déjalo en paz, solamente ruega a Dios por él. El mismo con sus lecturas acabará por descubrir su error y la mucha malicia que hay en él".

2. Entonces le contó cómo él mismo, siendo niño, había sido entregado por su engañada madre a los maniqueos, había leído todos sus libros y aun escrito alguno él mismo y, cómo, sin que nadie disputase con él ni lo convenciese, había por sí mismo encontrado el error de la secta y la había abandonado. Y como ella no quería aceptar sino que con insistencia y abundantes lágrimas le rogaba que me recibiera y hablara conmigo, el obispo, un tanto fastidiado, le dijo: "Déjame ya y que Dios te asista. No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Estas palabras me las recordó muchas veces, como venidas del cielo.