Las Confesiones
por San Agustín
Libro VIII
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Desechados todos los errores; encendido con los consejos de Simpliciano, con los ejemplos de Victorino, de Antonio, de los dos magnates y de otros siervos de Dios; después de una gran contienda y lucha con la concupiscencia, y una dificultosa deliberación; amonestado con una voz divina, y leídas las palabras de San Pablo en la Epístola a los romanos (cap. XIII, 13 y 14), se convirtió todo a Dios, imitándole Alipio y alegrándose mucho su madre





Capítulo I


Determina Agustín ir a verse con Simpliciano, movido del deseo de disponer y arreglar mejor su vida




1. Justo es, Dios mío, que yo recuerde y confiese las misericordias que habéis usado conmigo, y os muestre en acción de gracias mi reconocimiento. Penetrados y llenos de vuestro amor todos mis huesos, deben clamar, diciendo: Señor, ¿quién hay semejante a Vos? Pues rompisteis mis lazos y prisiones, corresponda yo ofreciéndoos sacrificio de alabanza. Voy a referir el modo con que me los rompisteis para que oyéndolo todos aquéllos que os adoran, digan: Bendito sea el Señor en el cielo y en la tierra: grande y maravilloso es su nombre.

Todas vuestras palabras se me habían quedado impresas en el corazón y me hallaba cercado y sitiado de Vos por todas partes. Yo estaba muy cierto de vuestra vida eterna, pues aunque la había visto confusamente y como por un espejo, no me había quedado duda alguna acerca de la existencia de una sustancia incorruptible por haber dimanado y procedido de ella todas las demás sustancias, y ya no deseaba estar más certificado de Vos, sino estar más firme y constante en Vos. Pero acerca del género de vida que había de seguir, se me ofrecían mil dudas y dificultades, y conocía que era necesario limpiar primero mi corazón de la antigua levadura que me lo tenía acedado y corrompido. Me agradaba el camino que debía seguir, que es el mismo Salvador; pero todavía estaba perezoso para entrar y pasar lo que tiene de estrecho ese camino.

Vos, Señor, me inspirasteis entonces el pensamiento (que a mí me pareció bueno y oportuno) de ir a verme con Simpliciano, que le tenía por el fiel siervo vuestro, y resplandecía en él vuestra divina gracia. También había oído decir que desde su juventud estaba dedicado y consagrado a Vos, y siendo entonces ya anciano, me parecía que en una edad tan larga, que había empleado en tan buenos ejercicios de vuestra ley, estaría muy práctico, experto y muy instruido en ella; y verdaderamente era así como yo lo pensaba.

Por eso quería yo que me dirigiese y después de comunicarle mis deseos, me manifestase qué modo de vida sería el más a propósito a quien se hallaba en la disposición que yo tenía para seguir vuestra ley, observando aquel método que él me señalase.

2. Porque yo veía la iglesia llena de fieles, y que unos iban por un camino y otros iban por otro; pero a mí me desagradaba el método y ocupación que yo seguía en el siglo, y era para mí una carga insoportable, después que cesaron de inflamarse, como solían, mis deseos, con la esperanza de adquirir honra y dinero, para tolerar aquella sujeción y servidumbre tan gravosa. Ya no me deleitaba cosa alguna de ésas en comparación de vuestra dulzura y suavidad, y de la hermosura de vuestra casa, que amaba más que todo esto; pero aún me sentía atado fuertemente con el amor a la mujer; ni el Apóstol me prohibía el casarme, aunque me exhortaba a lo mejor y más perfecto, queriendo principalmente y deseando que todos los hombres fuesen libres como él lo era. Pero yo, como más flaco, escogía lo más blando y suave; y lo que hacía que me portase en todo lo demás con languidez y me consumiese con molestos cuidados era solamente el considerar que la vida conyugal, a la que yo estaba tan inclinado y rendido, tenía anejas muchas cosas que no quería padecerlas ni sufrirlas. Bien sabía yo que la Verdad misma había dicho por su boca: que hay hombres que a sí mismos se han hecho eunucos para conseguir el reino de los cielos; pero añadió también que esto lo ejecute el que tuviere fuerzas para ejecutarlo.

Vanos son ciertamente todos aquellos hombres que no tienen conocimiento de Dios, y que de todas estas cosas y criaturas buenas que están viendo, no han podido llegar a conocer al que verdaderamente existe. Pero yo no estaba ya comprendido en el número de aquellos hombres vanos. Ya había pasado más adelante de aquella vanidad e ignorancia, y por la contestación de todas vuestras criaturas, había hallado que Vos erais nuestro Creador, juntamente con vuestro divino Verbo, por el cual creasteis todas las cosas, el cual eternamente dimanando de Vos es Dios que con Vos y el Espíritu Santo no hace más que un solo Dios verdadero.

Hay otra clase de gentes impías y pecadoras, que habiendo conocido a Dios no le glorifican como a Dios, ni le dan las gracias que le son debidas. También en esta impiedad había yo caído, pero vuestra diestra me recibió y levantó, y además de sacarme de aquel atolladero, me puso en lugar acomodado y propio para que convaleciese de tan peligrosa caída, porque me hicisteis saber aquella sentencia en que dijisteis al hombre: Mira que la piedad es verdadera sabiduría; y también aquella otra: No quieras parecer sabio, porque los que dicen que son sabios, ellos mismos se hacen necios. Por lo cual es cierto que ya había hallado aquella perla preciosa, que había de comprarse vendiendo cuanto tuviese, pero aún no me resolvía a ejecutarlo.





Capítulo II


De cómo Victorino, célebre orador romano, se convirtió a la fe de Jesucristo




3. Fui, pues, a buscar a Simpliciano, que había sido padre espiritual de Ambrosio (ya entonces obispo), por cuanto en el Bautismo le había conferido vuestra gracia, a quien amaba Ambrosio verdaderamente como a padre. Le hice relación de mis extravíos y de los rodeos y errados caminos por donde había andado. Luego le dije cómo había leído algunos libros de los platónicos, traducidos al latín por Victorino, que en los años anteriores fue profesor de retórica en la ciudad de Roma, y que según había oído murió cristiano; él se alegró mucho y me dio el parabién de que no hubiese ido a dar con las obras de otros filósofos, que están llenas de falsedades y engaños, propios de una ciencia enteramente mundana, pero en estos otros libros a cada paso y de todos modos se insinúa y da a conocer a Dios y su divino Verbo.

Después, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me propuso el ejemplo de Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente cuando estuvo en Roma; y me refirió de él lo que no pasaré en silencio, porque contiene grandes motivos para alabar vuestra divina gracia, como es justo y debido ejecutarlo.

Contome, pues, cómo aquel doctísimo anciano, y sapientísimo en todas las ciencias y artes liberales, que había leído tantas obras de filósofos y las había criticado e ilustrado, que había sido maestro de tantos nobles senadores, que por la excelencia de su sabiduría y doctrina mereció y obtuvo que se le erigiese una estatua en la plaza pública de Roma (que es lo más glorioso que hay para los ciudadanos de este mundo), que hasta aquella edad tan avanzada había adorado y venerado los ídolos, y concurrido a celebrar las fiestas y sacrificios sacrílegos, con que casi toda la romana nobleza inspiraba ya entonces y enseñaba a todo el pueblo los monstruos de todos los dioses egipcios,   y entre ellos también a Anubis con figura de perro, los cuales en alguna ocasión tomaron las armas contra Neptuno, Venus y Minerva, deidades de Roma; y ella suplicaba ahora a aquellos mismos dioses contra quienes había peleado y a quienes había vencido; que finalmente por espacio de tantos años había defendido todas estas idolatrías con su famosa elocuencia; siendo ya anciano, no se avergonzó de humillarse como un párvulo, para ser marcado por siervo de vuestro Hijo Jesucristo, y renacer como nuevo infante en la fuente del Bautismo, doblando su cuello al yugo de la humildad evangélica, y sujetándose a llevar en su frente la señal de la cruz, tenida antes por oprobio.

4. ¡Oh Señor, Señor, que inclinasteis los cielos y bajasteis a nosotros, que tocasteis los montes y exhalaron humo, con qué modos o de qué manera os insinuasteis en aquel pecho!

Leía él, según me contó Simpliciano, la Sagrada Escritura y buscaba con grandísimo cuidado todas las obras que trataban de la religión cristiana, instruyéndose en ellas; y decía a Simpliciano, aunque no públicamente, sino en secreto y en confianza de amigo: Sábete que yo ya soy cristiano; a lo que Simpliciano respondía: Yo no lo creeré ni te contaré entre los cristianos, hasta que te vea en la iglesia de Cristo. Pero él, como burlándose, decía: Pues qué, ¿son las paredes las que hacen cristianos a los hombres? Y esto lo repetía muchas veces, diciendo que él ya era cristiano, y otras tantas le respondía Simpliciano lo mismo que antes, pero él volvía a burlarse, con decir que eso no lo hacen las paredes.

Temía Victorino disgustar a sus amigos, soberbios idólatras que adoraban al demonio, que por ser muy poderosos y hallarse constituidos en la cumbre de las mayores dignidades que hay en la Babilonia de este mundo, y eran como elevados cedros del Líbano, que aún no había el Señor derribado y deshecho, juzgaba que habían de caer sobre él con más ímpetu y fuerza sus odios y enemistades.

Pero después que con su estudio y lección continua adquirió más fortaleza, temió que Cristo no le había de reconocer por suyo en presencia de los santos ángeles, si él temía confesarle ahora delante de los hombres; y conociendo que se hacía reo de un delito muy grave en avergonzarse de recibir los Sacramentos que nuestro Verbo humano había instituido, no habiéndose avergonzado de cooperar a los sacrílegos sacrificios y cultos inventados por la soberbia de los demonios, a quienes él, soberbio, también había imitado, recibiendo las sacrílegas órdenes con que se dedicaban los hombres y destinaban al culto y sacrificios de los ídolos, perdió la vergüenza, que le era nociva y le hacía perseverar en la vanidad mundana, trocándola en provechosa vergüenza de no seguir la verdad que conoció, repentinamente se resolvió, y sin más pensar en ello, dijo a Simpliciano, según este mismo contaba: Ea, vamos a la iglesia, que quiero hacerme cristiano.

Entonces, Simpliciano, no cabiendo en sí de alegría, marchó con él a la iglesia. Luego que se le catequizó y recibió toda la instrucción necesaria en los principales misterios de nuestra fe, de allí a poco dio su nombre para que se le escribiese en el catálogo de los que pedían ser reengendrados por el santo Bautismo, maravillándose Roma, y alegrándose la Iglesia. Veían esto los soberbios, y se enojaban y enfurecían, rechinaban sus dientes de cólera y se consumían de rabia, pero vuestro siervo tenía puesta su esperanza en Vos, y no atendía a la vanidad de las doctrinas pasadas, ni a las locuras tan falsas y engañosas.

5. Finalmente, cuando llegó la hora de hacer la profesión de la fe (que en Roma es costumbre hacerla en presencia de todos los fieles que concurren, con ciertas y determinadas palabras aprendidas de memoria y pronunciadas desde un lugar eminente por los mismos que han de recibir en el Bautismo vuestra gracia), le propusieron a Victorino los sacerdotes, según contaba Simpliciano, que hiciese aquella profesión de fe secretamente, como se solía conceder también a algunos de quienes se juzgaba que por vergüenza se retraían de hacerlo en público, pero que él prefirió hacer la profesión de la fe y de la doctrina de su salud públicamente y a presencia de aquella multitud de fieles, conociendo que su salvación no estaba en la retórica, que enseñaba, ni en los errores que hasta entonces había profesado públicamente en Roma. Y a la verdad, ¡cuánto menos tenía que temer al manso rebaño vuestro al decir y pronunciar vuestras palabras el que usando de las suyas propias no había temido ni respetado ni tropas enteras de locos!


Así, luego que subió al sitio determinado para hacer la profesión de la fe, todos los que allí estaban, según que cada uno le iba conociendo, mutuamente unos a otros le iban nombrando con ruidosa aclamación de enhorabuenas. Pero ¿quién había allí que no le conociese? Así entre todos formaban una voz y murmullo, con que alegres y festivos, decían ¡Victorino, Victorino! Tan presto como se levantó aquel murmullo con la alegría que causó a todos el verle, tan presto cesó repentinamente con el deseo de oírle. Pronunció él con noble y excelente confianza su protestación de la fe verdadera, y todos querían arrebatarle y meterle dentro de sus corazones, y efectivamente lo conseguían con el amor y el gozo que mostraban: estos afectos eran las manos que le arrebataban y metían dentro de las almas.





Capítulo III


Cómo Dios y los santos ángeles se alegran mucho de la conversión de los pecadores




6. ¡Oh buen Dios!, ¿de dónde, Señor, proviene que un hombre se alegra mucho más de la salud de un alma que estaba sin esperanza de vida, o que se ha libertado de un peligro grande, que si siempre hubiera estado con esperanza de su salud eterna, o hubiera sido mayor el peligro en que se hallaba? También Vos, Señor, Padre misericordioso, mostráis mayor alegría por un solo pecador que hace verdadera penitencia, que por noventa y nueve justos que no la necesitan. Y nosotros con mucho regocijo oímos decir a San Lucas cuán grande es la alegría de los ángeles viendo que la oveja perdida vuelve a su rebaño llevándola el pastor sobre sus hombros; y cómo dan el parabién las vecinas a la mujer que halló aquella dracma que había perdido, y se vuelve a guardar en vuestro tesoro, y nos hace llorar de puro gozo la grande fiesta que hay en vuestra casa cuando en ella se refiere de vuestro hijo menor: Que había muerto y resucitó, que se había perdido y volvió a parecer. Lo cual demuestra que Vos, Dios mío, os alegráis en nosotros, y en vuestros ángeles en cuanto somos santificados por una caridad santa, porque Vos, considerado solamente en Vos, siempre sois el mismo sin mudanza ni variedad alguna, que siempre y de un mismo modo conocéis todas las cosas, aunque ellas no sean siempre ni de un mismo modo existan.

7. Pues ¿qué es, Dios mío, lo que pasa en el alma cuando se alegra mucho más con las cosas que ama si las cosas que ama si las halla o recobra, que si siempre las hubiera poseído sin perderlas? Y esto mismo lo contestan también las demás cosas, todas llenas de testimonios y ejemplos que lo comprueban, clamando y diciendo: Así sucede, así es.


Triunfa un emperador cuando ha vencido; y no venciera si no hubiera peleado; y cuanto mayor fue el peligro en la batalla, tanto es mayor en el triunfo la alegría.

Acomete una tempestad a los navegantes, y al verse amenazados del naufragio, todos se ponen pálidos del miedo de la muerte, que consideran cercana, pero serénase el cielo y tranquilízase el mar, y todos se regocijan sumamente, porque también sumamente temieron.

Cae enferma una persona amada, y el pulso indica una calentura maligna y peligrosa, con lo cual todos los que desean su salud enferman igualmente, en cuanto a la pena y sentimiento que tienen en su alma. Hállase mejor y fuera de peligro, pero todavía no se ha restablecido ni ha recobrado sus antiguas fuerzas, y ya se alegran mucho más de aquella mejoría que de la salud y robustez que antes gozaba. Aun los mismos deleites comunes y ordinarios de la vida humana los consiguen los hombres mediante algunos disgustos y molestias, no de las imprevistas y que les sobrevienen sin quererlas, sino procuradas y buscadas voluntariamente y de propósito. No hay deleite en el comer y beber, sin que preceda la molestia del hambre y de la sed, y por esto los bebedores de vino comen algunos bocadillos salados, con que se excita una sequedad y ardor molesto, que con beber se apaga, y al apagarse deleita. También es costumbre bien establecida que las mujeres tratadas de casar no las entreguen sus deudos y parientes a los que han de ser sus maridos inmediatamente que se hayan desposado, para que suspirando por ellas algún tiempo mientras son sus esposos, las amen y estimen más cuando maridos.

8. Esto mismo sucede en el deleite que es torpe y execrable; esto mismo en el que es lícito y permitido; esto mismo en la más pura, honesta y sincerísima amistad, y finalmente, esto mismo sucedió en la conversión de aquél que estaba muerto y resucitó, que se había perdido y pareció. Siempre a la mayor alegría precede mayor molestia. Mas ¿de qué proviene esto, Dios y Señor mío, cuando Vos no solamente sois para Vos mismo un sumo gozo inalterable y eterno, sino también algunas criaturas reciben de Vos y en Vos una alegría y felicidad perpetua? ¿En qué consiste que en las cosas de acá abajo hay esta alternativa de atrasos y adelantamientos, de enemistades y reconciliaciones? ¿Es acaso esta variedad propia de su ser y lo que solamente concedisteis a estas cosas cuando desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de la tierra, desde el principio del tiempo hasta el fin de los siglos, desde el ángel supremo hasta el más vil gusanillo, desde el primer movimiento que hubo hasta el último que ha de haber, ordenasteis todos los géneros de bienes y todas vuestras obras cabales y perfectas, dándoles a todas sus convenientes lugares y distribuyéndolas en sus propios tiempos? ¡Ay de mí, Dios mío!, ¡qué investigable grandeza tenéis en las cosas grandes, y qué impenetrable profundidad en las pequeñas! ¡Vos nunca os apartáis de vuestras criaturas, y con todo eso, apenas andamos lo bastante para llegar a Vos!


Capítulo IV


Por qué razón debemos alegrarnos más con la conversión de aquellos pecadores que son personas nobles y principales




9. ¡Ea, Señor, hacedlo Vos todo, excitadnos y volved a llamarnos, encendednos y arrebatadnos, arded en nosotros y comunicadnos vuestras dulzuras, para que os amemos y corramos tras de Vos!

¿No es cierto que vuelven a Vos muchos que estaban en un abismo de ceguedad más profundo que aquél en que se hallaba Victorino, y se acercan a Vos y son iluminados, recibiendo aquella luz que a los que la reciben les da juntamente potestad para hacerse hijos vuestros? Pero si éstos que se convierten a Vos son poco conocidos en los pueblos, aun aquellos pocos que los conocen reciben menor alegría, porque cuando la alegría es de muchos, viene a ser mayor en cada uno de ellos, porque se la aumentan y comunican mutuamente los unos a los otros. A esto se añade que la conversión de los muy conocidos y famosos es de grande peso y autoridad para que muchos procuren su salvación y vengan también muchos a seguir su ejemplo. Por esto aun aquéllos que los han precedido se alegran mucho con la conversión de semejantes sujetos, porque la alegría que reciben no es por ellos solos, sino por todos los demás que han de imitarlos. No quiero decir con esto que en vuestra casa, Señor, sean más bien recibidas las personas ricas y nobles que las pobres y plebeyas, pues antes bien Vos mismo elegisteis los endebles y flacos del mundo, para confundir a los fuertes y poderosos; y las cosas viles y despreciables de este mundo, y que son como si no fueran, las escogisteis para deshacer con ellas las que son principales en la estimación del mundo.

Pero no obstante esta doctrina, el mismo Apóstol, por cuya boca nos enseñasteis estas verdades, el cual se llama a sí mismo el menor de vuestros Apóstoles, teniendo antes el nombre de Saulo, quiso tomar el de Pablo78, para blasón y señal de aquella grande victoria que consiguió, cuando con las armas de su predicación venció y domó la soberbia del procónsul Pablo y le redujo a sujetarse al suave yugo de vuestro Hijo, Jesucristo, y a ser fiel vasallo y tributario humilde del Rey de todos los reyes. Porque más vencido queda el enemigo del género humano cuando se le quita uno a quien tenía más poseído y por quien poseía otros muchos; y cuanto más poseídos tiene a los grandes por su orgullo y soberbia, tanto más por el influjo de éstos posee a otros por medio de su ejemplo y autoridad.

Por eso, cuanto más gustosamente se consideraba el estado presente de Victorino, cuya alma había sido antes un castillo inexpugnable de que el demonio se había señoreado y de cuya lengua se había servido como de grande y aguda saeta para matar a muchos, tanto mayores demostraciones de gozo y alegría debían hacer vuestros hijos los fieles, viendo al fuerte aprisionado ya por nuestro Rey poderoso, que después de quitarle los despojos que había hecho y las armas de que se había servido, lo lavó y purificó todo, para que no solamente se pudiese emplear en honor vuestro, sino también ser útil y provechoso para cualquier obra buena.





Capítulo V


Qué cosas eran las que detenían a Agustín para no acabar de convertirse a Dios




10. Luego que vuestro siervo Simpliciano me hizo esta relación de Victorino, me encendí en deseos de seguir su ejemplo, y con este fin me había él referido aquella historia. Pero después que prosiguió diciendo cómo en tiempo del emperador Juliano se promulgó aquella ley rigurosa contra los cristianos, en la cual se les prohibía que enseñasen letras humanas y retórica, y que Victorino, conformándose con dicha ley, quiso más abandonar la cátedra en que enseñaba la elocuencia, que dejar vuestra divina palabra, con que hacéis discretas y elegantes aun las lenguas de los niños que no saben hablar, me pareció que no había sido en esto tan fuerte y valeroso Victorino, como feliz y dichoso por hallar una ocasión tan oportuna para dedicarse únicamente a Vos.

Esto era lo que yo anhelaba y por lo que suspiraba, pero estaba aprisionado no con grillos ni cadenas de hierros exteriores, sino con la dureza y obstinación de mi propia voluntad. El enemigo estaba hecho dueño de mi voluntad y había formado de ella una cadena, con la cual me tenía estrechamente atado. Porque de haberse la voluntad pervertido, pasó a ser apetito desordenado; y de ser éste servido y obedecido, vino a ser costumbre; y no siendo ésta contenida y refrenada, se hizo necesidad como naturaleza. De estos como eslabones unidos entre sí se formó la que llamé cadena, que me tenía estrechado a una dura servidumbre y penosa esclavitud.

Y aquella nueva voluntad que comenzaba yo a tener de serviros graciosamente y gozar de Vos, Dios mío, que sois el único y verdadero gozo, no era bastante fuerte todavía para vencer la otra voluntad primera, que con el tiempo se había hecho robusta y poderosa. Así, estas dos voluntades, una antigua y otra nueva, aquélla carnal, esta otra espiritual, batallaban entre sí, y con discordia disipaban y destruían a mi alma.

11. Este combate que yo experimentaba en mí mismo me hacía entender claramente aquella sentencia que había leído en el Apóstol, que refiere cómo la carne tiene deseos contrarios al espíritu y el espíritu los tiene contrarios a la carne. Yo, verdaderamente, era el que obraba en uno y otro deseo, pero más estaba yo en aquél que aprobaba en mí mismo, que en el otro, que en mí desaprobaba, por cuanto en éste mi voluntad no obraba con la misma eficacia, pues por la mayor parte más era padecerlo, con repugnancia y violencia, que ejecutarlo espontáneamente. Pero ello es cierto que yo había sido la causa de estas superiores fuerzas que la costumbre tenía contra mí, pues queriendo yo, había llegado a un estado en que no quisiera hallarme. Y siendo esto así, ¿cómo pudiera con razón quejarme del estado en que me veía, siendo una pena justa que corresponde al que peca?

Ya no me podía valer aquella excusa con que antes solía persuadirme a mí mismo que el no acabar de despreciar el mundo y dedicarme a serviros consistía en que aún no estaba cierto de haber hallado la verdad, porque entonces ya lo estaba. Mas atado todavía a las cosas de la tierra, rehusaba alistarme en vuestra sagrada milicia; y tanto temía el librarme de todos los impedimentos que me lo estorbaban cuanto debiera temer el no estar libre de ellos.

12. Así, con la pesada carga de las cosas del mundo me hallaba gustosamente oprimido, como sucede con un pesado sueño; así como los pensamientos con que meditaba en Vos eran semejantes a los esfuerzos que hacen para despertar los que están muy dormidos, que no pudiendo vencer aquella gana vehemente de dormir, vuelven a sumergirse en lo profundo del sueño. Y del mismo modo que no hay hombre alguno que quisiese estar siempre durmiendo, enseñándonos el buen juicio que es mejor velar que dormir, mas esto no obstante, dilata algunas veces el hombre el sacudir el sueño, cuando le tiene rendido, ocupados y entorpecidos sus miembros; y aunque le desagrada dormir tanto y sea llegada la hora de levantarse, vuelve a tomar el sueño con más gusto, así yo estaba muy cierto de que era mejor entregarme a vuestro amor que rendirme a mis deseos y apetitos. Aquello me agradaba, pero sin acabar de vencerme y estotro tanto me deleitaba, que me ataba.

No tenía verdaderamente qué responderos cuando os dignabais decirme por el Apóstol: Levántate de ese profundo sueño en que te hallas, acaba de salir de entre los muertos y recibirás la luz de Jesucristo. Y como por todas partes me hacíais conocer que todo cuanto me decíais era verdad; convencido de ella no tenía absolutamente qué responder, sino aquellas palabras lentas y soñolientas: Luego al punto, sí, luego al instante: déjame estar otro ratito. Pero este luego no tenía término y el déjame otro ratito iba muy largo.

En vano me deleitaba en vuestra ley con mi alma, que es el hombre interior, porque otra ley que reside en los miembros corporales repugnaba y contradecía a la ley de mi espíritu, y me llevaba cautivo a la del pecado, la cual estaba en los miembros de mi cuerpo. Porque ley es del pecado la fuerte violencia de una costumbre, que arrastra y sujeta al alma a pesar suyo, en justa pena de haber ella caído voluntariamente en aquella costumbre.

Pues hallándome en tan miserable estado, ¿quién me había de librar del cuerpo de esta muerte, sino vuestra divina gracia por los méritos de Jesucristo Señor nuestro?





Capítulo VI


Cuéntale Ponticiano la vida de San Antonio abad




13. También quiero referir el modo con que me librasteis de aquel lazo estrechísimo con que el deseo de mujer me tenía fuertemente atado y de la servidumbre en que me tenían los cuidados y negocios seculares, para alabar por ello vuestro nombre, Dios y Señor mío, mi amparo y Redentor.


Vivía yo padeciendo siempre mayores congojas, y todos los días suspiraba en vuestra presencia; frecuentaba vuestra iglesia cuanto me lo permitían los negocios y ocupaciones que tenía sobre mí y bajo de cuyo peso gemía.

Estaba conmigo Alipio, desocupado entonces, y sin tener que trabajar en su empleo y facultad de jurista, después de haber sido tres veces asesor del magistrado, y aguardando otros a quienes vender sus pareceres y consejos, así como yo vendía la elocuencia, si alguna se puede comunicar con enseñarla.

Nebridio no pudo negar a nuestra amistad el encargarse de sustituir en la cátedra de gramática que tenía Verecundo, familiarísimo amigo nuestro y ciudadano de Milán, el cual deseaba mucho, y lo pedía encarecidamente por la ley de nuestra amistad, que alguno de nosotros le ayudase fielmente en aquel ministerio, porque lo necesitaba en extremo. Nebridio, pues, aunque se encargó de esto, no fue movido de interés, ni por el deseo de mayores conveniencias, porque si él quisiera aprovecharse para eso de su literatura, las hubiera logrado mucho más ventajosas, sino que por ser él un amigo dulcísimo y suavísimo, no quiso desatender nuestra súplica sino condescender a nuestro ruego por este acto de su benevolencia. Se portaba Nebridio en aquel cargo con gran prudencia y cautela, precaviéndose de ser conocido de los grandes y poderosos del mundo y evitando todo lo que por causa de ellos pudiera inquietar a su espíritu, al cual quería tener libre y desembarazado de otros asuntos, para emplearle cuantas más horas pudiese en inquirir, en leer o en oír alguna cosa perteneciente a la sabiduría.

14. Un día, pues, estando ausente Nebridio (no me acuerdo por qué causa), vino a nuestra casa, donde estábamos Alipio y yo, un paisano nuestro, porque era natural de África, llamado Ponticiano, sujeto principal y distinguido en palacio, y no sé por cierto qué era lo que nos quería. Sentámonos para hablar, y sobre una mesa de juego que había delante de nosotros había por casualidad un libro. Viole Ponticiano, lo tomó, lo abrió y halló que eran las cartas de San Pablo, lo que le sorprendió mucho, porque él juzgó que sería alguno de los libros de retórica, cuya profesión me agobiaba y consumía. Entonces él se sonrió hacia mí, mirándome como quien se complacía y me daba la enhorabuena, pero extrañando y admirándose de que cogiéndome desprevenido hubiese encontrado delante de mí aquel libro, y ese único y solo, pues él era fiel cristiano, y muy a   -162-   menudo acudía a vuestra iglesia, Dios mío, donde postrado ante vuestra divina Majestad, os hacía frecuentes y largas oraciones. Así fue que habiéndole yo dicho que aquellas Escrituras me ocupaban con preferencia a todo otro cuidado, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era famoso y celebrado entre vuestros siervos, aunque hasta entonces había sido ignorado de nosotros. Viendo él que esta especie nos era tan nueva, se detuvo y extendió más en la plática, para hacernos conocer a tan grande hombre, de quien estábamos enteramente ignorantes, admirándose él de esta ignorancia nuestra. Nosotros nos espantábamos oyendo la relación de tantas y tan estupendas maravillas, como acababais de obrar en el gremio de los que profesan la verdadera fe, y dentro de la católica Iglesia, las cuales, además de ser muy probadas y certísimas, estaban tan recientes, que habían sucedido casi en nuestros días. Por eso nos admirábamos a un tiempo nosotros y Ponticiano; nosotros, por ser aquellas cosas tan grandes y extraordinarias; y él, porque eran para nosotros tan nuevas e inauditas.

15. De aquí vino a parar su conversación en tratar de los muchos monjes congregados en los monasterios, de las costumbres y método de vida que observan los que siguen más de cerca vuestra divina ley; y finalmente de los muchos penitentes, virtuosos y santos varones que poblaron las soledades del yermo, de todo lo cual no sabíamos nosotros cosa alguna. Y no sólo esto, sino que en la misma Milán, fuera de los muros de la ciudad, había un monasterio lleno de buenos y virtuosos frailes80, de cuya dirección y sustento cuidaba el obispo Ambrosio; y tampoco lo habíamos sabido. Proseguía Ponticiano hablando aún del mismo asunto, y nosotros le oíamos con atención y silencio, contándonos entre otras cosas que hallándose una vez en la ciudad de Tréveris, mientras que el emperador asistía al espectáculo de los juegos circenses, que se tenían después del mediodía, se había salido con otros tres amigos y compañeros suyos a pasear por unas huertas que estaban contiguas a los muros de la ciudad, y que estando en ellas se pusieron a pasear de dos en dos, según los combinó entre sí la casualidad. Ponticiano con uno de ellos echó por una parte y los otros dos echaron por otra, y se fueron alejando los unos de los otros. Los primeros, siguiendo su paseo sin rumbo ni camino determinado, vinieron a parar en una pobre casilla en que habitaban algunos de vuestros siervos que profesan la pobreza de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos, y allí encontraron un libro en que estaba escrita la vida del santo abad Antonio. Comenzó a leerla el uno de ellos y comenzó también a admirarse y encenderse en devoción; al mismo tiempo que leía, iba pensando en abrazar aquel genero de vida, para emplear la suya en serviros a Vos únicamente, dejando todos los empleos y ocupaciones del siglo, donde eran   -163-   aquellos dos compañeros agentes de negocios. Y repentinamente lleno de un amor santo y religioso pudor, enojándose contra sí mismo, volvió los ojos para mirar al otro amigo suyo, hablándole de este modo: «Ruégote, hombre, que me digas, ¿adónde aspiramos y pretendemos llegar nosotros con todas nuestras fatigas y trabajos?, ¿qué es lo que buscamos?, ¿cuál es el fin con que seguimos a la corte? ¿Podrá nuestra esperanza prometerse mayor fortuna en palacio que llegar a ser amigos del emperador?, ¿y qué hay en ese punto que no sea frágil, de corta duración y lleno de peligros? ¿Y por cuántos peligros hay que pasar precisamente para llegar a ese peligro más grande? ¿Y cuánto tiempo fuera necesario para conseguir eso siendo así que si quiero ser amigo de Dios, en este mismo instante lo puedo ser?» Dichas estas palabras, y como atribulado con el proyecto que había concebido de mudar de vida, volvió los ojos al libro, y conforme iba leyendo, se iba mudando en su interior, adonde solamente vuestros ojos podían penetrar, y su alma se iba desnudando de los afectos del mundo, como se mostró después. Porque mientras leyó y se agitó su corazón con las olas de varios afectos y pensamientos, dio algunos grandes sollozos y suspiros, y conoció claramente lo que le estaba mejor, y determinó seguirlo; y hecho ya amigo vuestro, habló de esta suerte al otro amigo suyo: «Yo estoy ya enteramente separado de todo lo que hasta ahora fue el objeto de nuestras esperanzas; estoy resuelto a servir a Dios y quiero comenzar desde este punto, y en este mismo sitio. Si tú no te hallas en estado de seguir mi ejemplo no quieras oponerte a mi designio». El otro le respondió que quería serle compañero en tan digna servidumbre y en recibir el gran premio que le corresponde. Así quedándose entrambos a ser vuestros siervos, comenzaron a edificar la torre de perfección evangélica con el caudal que tenía proporcionado para la obra, y consistía en dejar todas las cosas del mundo y seguiros a Vos.

Mientras tanto Ponticiano y su compañero, que se paseaban por otras partes de la huerta, después de haberlos andado buscando algún tiempo, llegaron a aquella misma casilla; y habiéndolos hallado, les dijeron que ya era hora de volverse, porque se iba acabando la tarde. Pero ellos, después de referirles la determinación y propósito que tenían y el modo con que había comenzado aquella voluntad, y llegado a ser firme resolución, les suplicaron, que si no querían quedarse a acompañarlos, no les molestasen tirando a disuadirlos. Mas estotros, no moviéndose con nada de esto a mudar su método antiguo, se lloraron a sí mismos por verse tan poco fervorosos, como Ponticiano refería; y después de darles piadosas enhorabuenas por su determinación y encomendarse a sus oraciones, llevando el corazón inclinado a lo terreno, se volvieron a palacio, quedándose les otros dos en la casilla con sus corazones fijados en el cielo.


Y es de notar que estos dos estaban ya desposados; y luego que sus esposas supieron aquella determinación de los que habían de ser sus maridos, imitaron su ejemplo y consagraron a Vos, Dios mío, su virginidad.





Capítulo VII


Cómo interiormente se deshacía Agustín, al oír esta relación de Ponticiano




16. Todo esto nos contaba Ponticiano, y mientras él lo estaba refiriendo, Vos, Señor, me obligabais a que volviese en mí y me considerase, haciendo que todo el feo semblante de mi mala vida, que yo había echado a las espaldas por no verme, se me pusiese delante de mí, para que viese cuán feo era, cuán descompuesto y sucio, manchado y lleno de llagas. Yo me veía y me horrorizaba y no tenía adónde huir de mí mismo. Si procuraba apartar de mí la vista, prosiguiendo Ponticiano su relación, volvíais a ponerme enfrente de mí y hacíais que me viese y me mirase a mí mismo, para que claramente conociese mi maldad y la aborreciese. Bien la conocía yo, pero disimulaba: pasaba por ella y la olvidaba.

17. Sin embargo, en aquella ocasión, cuanto más me encendía en amor de aquéllos de quienes oía tan santos y saludables ejemplos, porque enteramente se habían entregado a Vos para que los sanarais, tanto más me abominaba y aborrecía a mí mismo, comparándome con ellos. Porque ya habían pasado muchos años (creo que eran doce) desde que a los diecinueve de mi edad, habiendo leído el Hortensio de Cicerón, me sentí excitado al amor y deseo de la verdadera sabiduría, pero desde entonces había ido dilatando el dedicarme a investigarla, mediante el desprecio de toda felicidad terrena; siendo así que aquella sabiduría es tan grande, que no solamente su adquisición, sino también su inquisición se debe anteponer a la posesión de los tesoros y reinos del mundo, y a toda especie de deleites que voluntaria y abundantemente pueda gozar el cuerpo. Mas yo, infeliz joven, y en sumo grado infeliz, desde el principio mismo de mi juventud os había pedido castidad, diciendo: Dadme, Señor, castidad y continencia, pero no ahora. Porque yo temía que despachaseis luego al punto mi petición, y luego al punto que sanaseis de la enfermedad de mi concupiscencia, la cual más quería ver la saciada que extinguida. Y además de eso, había yo seguido las torcidas sendas de una religión y doctrina supersticiosa y sacrílega, no de suerte que asintiese a ella con certidumbre, sino prefiriéndola a las demás doctrinas ciertas, las cuales en vez de investigarlas con piedad, las impugnaba con ojeriza y encono.

18. También antes me había parecido que el motivo que me hacía diferir de día en día el seguiros a Vos únicamente, despreciando la esperanza del siglo, era porque no se me descubría alguna cosa cierta hacia donde pudiese yo enderezar los pasos de mi vida. Pero al fin llegó el día en que mi corazón se me manifestase desnudo y sin rebozo, y mi conciencia me reprendiese diciendo: ¿Qué respondes ahora? Tú decías que por no tener certeza de la verdad rehusabas arrojar de ti la pesada carga de vanidad. Ya al presente conoces la verdad y todavía la vanidad te oprime; cuando otros que ni se han consumido como tú inquiriendo la verdad, ni han gastado diez años y más en reflexiones y disgustos para hallarla, en lugar de sentir peso en sus hombros, han cobrado alas con que volar en su seguimiento. De este modo me consumía interiormente y se cubría mi alma de una vehemente y horrible confusión y vergüenza, mientras que Ponticiano refería aquellas cosas.

Pero acabada la plática, y concluido el negocio a que venía, se volvió a marchar. Y yo vuelto a mí entonces, ¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con qué aspereza de sentenciosas palabras no castigué y estimulé a mi alma, para que ella ayudase los esfuerzos que yo hacía para irme tras de Vos? Ella lo rehusaba y resistía, pero no se excusaba. Todos los argumentos y pretextos que hasta entonces había alegado estaban ya confutados y deshechos, y le había quedado solamente un temor mudo que no explicaba, y consistía en que temía como el morir el apartarse de la corriente de su costumbre, que la consumía y llevaba a la perdición eterna.





Capítulo VIII


Cómo Agustín se retiró a un huerto de su casa, y lo que en él le sucedió




19. Entonces en medio de aquella gran contienda que en lo más íntimo de mi corazón había yo excitado y sostenido fuertemente con mi alma, lleno de turbación, así en el ánimo como en el rostro, me volví hacia Alipio atropelladamente, y exclamé diciendo: ¿Qué es esto que pasa por nosotros?, ¿qué es lo que nos sucede?, ¿qué es esto que has oído? Levántanse de la tierra los indoctos y se apoderan del cielo, ¿y nosotros, con todas nuestras doctrinas, sin juicio ni cordura, nos estamos revolcando en el cieno de la carne y sangre? ¿Por ventura nos da vergüenza el seguirlos, porque ellos van delante de nosotros? ¿Y no tendremos vergüenza siquiera de no seguirlos?

Dije no sé qué otras cosas de este modo, y arrebatado del ímpetu de mi interior congoja me aparté de Alipio, que sin hablarme palabra, atónito y espantado, me miraba, ya porque no hablaba yo las cosas que solía, ya porque echaba él de ver que con mi semblante, con las mejillas, con los ojos, con el color, con el tono de la voz, explicaba yo más bien el estado de mi alma que con las palabras y sentencias que decía.

Había un pequeño huerto en la posada donde estábamos, del cual como también de toda la casa usábamos libremente, porque nuestro huésped y dueño no habitaba en ella. A este huerto me condujo el desasosiego de mi corazón, para que nadie impidiese la encendida guerra que contra mí mismo había yo comenzado, hasta que se acabase del modo que sólo Vos sabíais, pues yo mismo lo ignoraba, y no hacía más que enloquecerme con una locura que me era saludable, y padecer las ansias de una muerte que me daba la vida, conociendo solamente lo que en mí había de malo e ignorando lo que de allí a poco había de tener de bueno.

Retireme, pues, al huerto, siguiéndome Alipio sin apartarse de mí un paso, porque aunque él estuviese conmigo, no me estorbaba para estar solo. ¿Y cómo había de dejarme, viéndome en aquel estado?   -166-   Sentámonos lo más lejos que pudimos de la casa y allí bramaba yo, enfurecido e irritado contra mí mismo, reprendiéndome con un enojo inquietísimo el que retardase el ir a abrazarme con Vos, Dios mío, cumpliendo vuestra voluntad y ley, como todos mis sentidos interiores y exteriores, todas mis facultades y potencias me persuadían y clamaban que debía ejecutarlo, elevando hasta el cielo con los mayores elogios esta noble empresa; siendo así que el ir a Vos no había de ser con naves ni carrozas, ni siquiera había que andar tan pocos pasos como los que habíamos dado desde la casa hasta el paraje en que estábamos. Porque no sólo para ir caminando hacia Vos, sino también para llegar a Vos, bastaba solamente el querer ir, siendo un querer perfecto y eficaz, y no una voluntad mudable y achacosa, que de una parte a otra anda variando agitada y sin firmeza, cuyas partes inferior y superior están desavenidas y luchando una con otra.

20. Finalmente, entre las ansias que padecí en aquel tiempo que tardé en resolverme, ejecuté con los miembros de mi cuerpo muchas y variadas acciones, que algunas veces quieren los hombres ejecutarlas y no pueden, o porque les faltan aquellos miembros, o porque los tienen aprisionados, o sin bastantes fuerzas por alguna enfermedad, o por tenerlos de cualquier modo impedidos. De modo, que si en aquel lance me arranqué82 los cabellos, si me herí la frente, si con las manos cruzadas me apreté las rodillas, fueron acciones que las hice por querer yo hacerlas; y pudo haber sucedido que quisiese ejecutarlas y no las ejecutase, porque los brazos y manos con que las había de ejecutar no me obedeciesen. Hice, pues, entonces muchísimas acciones, no obstante que no era lo mismo el querer, que el poder hacerlas; y no hacía lo que me agradaba mucho más que todo aquello sin comparación alguna, siendo así que luego que hubiera querido, hubiera podido también ejecutarlo, porque era imposible que no quisiese lo que efectivamente quería; y respecto de los actos de la voluntad, lo mismo es el querer que el poder, pues aun el mismo acto de querer ya es hacer y ejecutar; con todo eso no se hacía en aquella ocasión lo mismo que quería mi voluntad.

De modo que más fácilmente obedecía el cuerpo a la más leve insinuación del alma, moviéndose todo él luego al punto a su mandato, sin resistencia ni dilación alguna, que ella propia se obedecía a sí misma en cumplir aquella grande e importante voluntad, que solamente con su voluntad misma había de cumplirse y perfeccionarse.





Capítulo IX


En qué consiste que, mandando el alma en sí misma, no se hace algunas veces lo que manda




21. ¿De dónde nace este monstruoso desorden?, o ¿qué causa y razón puede haber para esto? Resplandezca sobre mí, Señor, vuestra misericordia, comunicándome algún rayo de luz con que se disminuyan las tinieblas oscurísimas de la ignorancia, que es una de las   -167-   penas y miserias de los hijos de Adán, a ver si pueden responderme a lo que he preguntado.

¿De dónde nace este monstruoso desorden?, ¿y cuál es la causa o principio de que suceda una cosa tan extraña? Manda el alma al cuerpo, y al instante es obedecida; mándase el alma a sí misma, y halla resistencia. Manda el alma que la mano se mueva, y con tanta facilidad es obedecida, que apenas se puede notar la diferencia que hay entre el mandamiento de la una y la ejecución de la otra, siendo así que el alma que manda es espíritu y la mano que obedece es cuerpo. Manda el alma a sí misma que quiera alguna cosa y, no obstante que no hay distinción entre quien lo manda y quien lo ha de ejecutar y obedecer, no se hace ni ejecuta lo que ella manda.

Pues ¿de qué proviene este desorden monstruoso?, o ¿cómo sucede esto? Manda el alma, repito, que ella misma quiera esto o aquello, y no lo mandaría si no lo quisiera; con todo eso no se hace lo que manda. Pero el caso es que eso mismo que ella quiere, no acaba de quererlo entera y perfectamente, conque tampoco entera y perfectamente lo manda. Porque en tanto lo manda, en cuanto lo quiere; y en tanto deja de hacerse lo que manda, en cuanto ella no lo quiere. La voluntad es la que manda que haya voluntad de aquello que manda, y no que haya otra voluntad que sea distinta de ella, sino ella misma. Conque se conoce claramente que la voluntad que manda así, no es completa ni cabal; por eso no se hace lo que manda. Porque si fuera la voluntad entera y perfecta no tendría que mandar querer, porque esta voluntad actual o este querer ya estaría hecho, ya lo habría.

Conque no es monstruosidad querer en parte y en parte no querer, sino que ésta es flaqueza y debilidad del alma, que por estar sobrecargada de su costumbre antigua no acaba de levantarse hacia donde la guía y eleva la verdad; así, tiene como dos voluntades, porque ninguna de ellas es total y perfecta; de modo que el ser que tiene la una es precisamente el ser que falta a la otra.





Capítulo X


Contra los maniqueos, que por experimentar en un sujeto a un tiempo mismo dos voluntades opuestas, inferían que había en el hombre dos naturalezas contrarias




22. Perezcan, Dios mío, a vuestra presencia, como inventores de fábulas y engañadores de las almas, los que viendo en sí dos voluntades opuestas en sus determinaciones, afirman que hay dos naturalezas de almas, la una buena y la otra mala. Ellos sí que son los malos cuando afirman y establecen tan malas doctrinas, pero ellos mismos serían buenos si dieran asenso a la doctrina verdadera y la creyesen, para que entonces les dijera vuestro Apóstol: Por algún tiempo habéis sido tinieblas, pero ya al presente sois luz en el Señor. Mas estos hombres por la locura de querer ser luz en sí mismos y no en el Señor, e imaginar y juzgar que la sustancia y el ser del alma es el mismo que el de Dios, han venido a convertirse en tinieblas mucho más oscuras y espesas, porque su arrogancia y presunción los apartó mucho más de Vos, Dios mío, que sois la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

Atended, hombres, reflexionad bien lo que decís y avergonzaos de semejantes delirios; no dilatéis el acercaros al Señor, y os alumbrará su luz, y así os libraréis del rubor y confusión eterna que os amenaza.

Cuando yo trataba de resolverme a servir a mi Dios y Señor como mucho tiempo había pensado, yo era el que quería y yo era el que no quería; yo mismo, yo mismo era; pero ni del todo quería, ni del todo no quería; así peleaba contra mí mismo, y a mí mismo me deshacía y destruía. Bien cierto es que esta disposición y destrucción se hacía contra mi voluntad, pero esto no prueba que había en mí otra naturaleza de alma enemiga, sino que muestra claramente que aquella división era pena y castigo que mi alma padecía. Así, no era yo el que causaba aquella destrucción y pena mía, sino el pecado que habitaba en mí, para castigo de otro pecado cometido más libremente, del que yo participaba por ser hijo de Adán.

23. Porque si hubiera en nosotros tantas naturalezas contrarias, como hay voluntades opuestas, ya no serían precisamente dos naturalezas, sino muchas más. Supongamos que estuviese uno dudando si asistiría a una junta que tenían los maniqueos, o si iría al teatro, en cuyo lance clamarían ellos, diciendo: Ved ahí claramente dos naturalezas contrarias: la una buena, que lleva al hombre a lo bueno; y la otra mala, que le lleva a lo malo. Porque si no, ¿de dónde puede nacer esta detención del hombre para escoger entre estas dos voluntades contrarias? Pero yo respondo que son malas entrambas voluntades, ya sea la que guiara a sus juntas y conciliábulos, ya sea la que llevara al teatro, aunque ellos están persuadidos de que no puede dejar de ser buena la voluntad que nos lleva y guía hacia ellos.

Mas ¿qué dirán si ponemos el ejemplo en un católico que estuviese perplejo, porque sentía en sí dos voluntades que altercaban una con otra, haciéndole dudar si iría al teatro o si iría a nuestra iglesia? ¿No se hallarían también ellos perplejos, dudando lo que habían de responder? Porque o habían de verse precisados a confesar lo que ellos no quieren, esto es, que es buena la voluntad de ir a nuestra iglesia, como van los que profesan nuestra religión y han recibido sus Sacramentos, o que en un solo hombre hay dos naturalezas malas y dos malas voluntades que pelean entre sí; por tanto, no será verdad lo que continuamente están ellos diciendo, esto es, que no hay más que dos naturalezas, la una buena y la otra mala; o tendrán que rendirse a la fuerza del argumento, confesando que cuando el hombre se halla en ese estado de dudas, una sola alma es la que se ve combatida de dos voluntades contrarias.

24. Pues no tienen ya que decirnos, cuando experimentan en un mismo hombre dos voluntades opuestas una a otra, que hay en él dos almas contrarias entre sí, la una buena y la otra mala; y que como dimanadas aquéllas de dos sustancias y principios contrarios, están luchando una con otra. Porque Vos, Dios mío, que sois la suma verdad, los reprobáis, redargüís y convencéis con el ejemplo de dos voluntades opuestas, que una y otra sean malas, como cuando uno está dudando si dará la muerte a otro con un veneno o con un puñal; si entrará a destruir esta heredad ajena o la otra de más allá, suponiendo que no puede destruir entrambas; si gastará el dinero en lujuria o si le guardará con avaricia; si irá al circo o si irá al teatro cuando entrambas fiestas se dan en un mismo día al pueblo. Añado que se le proponga a su voluntad otro tercer objeto, que le haga dudar si irá a la casa ajena a cometer un hurto, teniendo ocasión oportuna para ello; añádase también otra cuarta voluntad que puede tener el hombre dudando si irá a cometer un adulterio, suponiendo que tiene proporción para todas estas cosas, que concurran todas al mismo tiempo, y que él las desee todas igualmente, sin que todas a un mismo tiempo puedan ejecutarse. Ve aquí cuatro voluntades incompatibles entre sí y contrarias unas de otras, que dividen o despedazan el alma en otras tantas partes, o también en muchas más, según el número y multitud de cosas que se apetezcan al mismo tiempo; y con todo eso no suelen admitir ellos en un mismo hombre tan grande multitud de sustancias diversas o naturalezas distintas.

Es preciso confesar lo mismo poniendo el ejemplo en varias voluntades de objetos buenos. Porque si yo les pregunto si es bueno divertirse un hombre en leer al Apóstol; si será bueno entretenerse en cantar con devoción algún salmo; y finalmente, si será bueno también conferenciar y tratar de las verdades del Evangelio, me responderán que es bueno emplearse en cualquiera de estas cosas. Pues si todas estas cosas se propusiesen a un tiempo e igualmente se aficionase la voluntad de todas ellas, ¿no es cierto que son otras tantas voluntades, que tendrán como partido el corazón del hombre todo aquel tiempo que tardare en determinar lo que ha de escoger y seguir? Conque todas estas voluntades son buenas; y no obstante pelean entre sí, hasta que el hombre escoja una cosa sola, a la cual se determine toda la voluntad, hecha ya una, la que antes estaba dividida en muchas.

Lo mismo sucede cuando por una parte el deseo de los bienes eternos eleva nuestro corazón hacia el cielo y, por otra, el deleite de los bienes temporales le abate hacia la tierra, porque entonces el alma que quiere lo uno y lo otro es una misma, pero ni lo uno ni lo otro lo quiere con toda su voluntad; por eso se siente despedazar cruelmente, ya por la verdad que la incita a que anteponga aquello primero, ya por la costumbre que le impide que deponga lo segundo.





Capítulo XI


Lucha que experimentaba Agustín entre el cuerpo y el espíritu




25. De este modo me veía enfermo y atormentado, reprendiéndome a mí mismo con mucha mayor aspereza que la acostumbrada, y dando vueltas y más vueltas en los mismos lazos que me oprimían, hasta que se acabase de romper todo aquello por donde estaba aprisionado, que era ya muy poco, pero no obstante me tenía aún preso. Y Vos, Señor, usando conmigo de una severidad llena de misericordia, allá en lo interior de mi alma me estimulabais para que me diese prisa, redoblándome los azotes que padecía del temor y la vergüenza, para que no cesase en procurar romper aquello poco y tenue que restaba de mis prisiones; no sea que volviese a rehacerse y fortificarse, y me atase entonces más fuerte y apretadamente.


Yo decía en mi interior: Ea, hágase al instante; ahora mismo se han de romper estos lazos; y además de decir esto, deseaba ya y me agradaba ejecutarlo. Ya casi lo hacía, y realmente lo dejaba de hacer, pero no volvía a caer y enredarme en los antiguos lazos, sino que estaba parado junto a ellos, como tomando aliento para acabar de romperlos. Volvía a procurar con más esfuerzo llegar a aquel estado que deseaba, y casi estaba ya en él, casi ya le tocaba, casi ya le tenía; pero real y verdaderamente ni estaba en él, ni le llegaba a tocar, ni le tenía, por no acabar de resolverme a morir para todo lo que es muerte y sólo vivir a la verdadera vida; porque tenía mayor poder sobre mí lo malo acostumbrado que lo bueno desusado. Finalmente, cuanto más se iba acercando aquel instante de tiempo en que había de ser ya muy otro, tanto me causaba mayor miedo y espanto, pero no me hacía retroceder ni apartarme del intento, sino suspenderme y detener el paso.

26. Las cosas más frívolas y de menor importancia, que solamente son vanidad de vanidades, esto es, mis amistades antiguas, ésas eran las que me detenían, y como tirándome de la ropa parece me decían en voz baja: pues qué, ¿nos dejas y nos abandonas? ¿Desde este mismo instante no hemos de estar contigo jamás? ¿Desde este punto nunca te será permitido esto ni aquello? Pero ¡qué cosas eran las que me sugerían, y yo explico solamente con las palabras esto ni aquello!, ¡qué cosas me sugerían, Dios mío! Apartad, Señor, por vuestra misericordia, del alma de este vuestro siervo y de mi memoria aun la idea de las suciedades e indecencias que me sugerían. Pero ya las oía tan escasamente, que era mucho menos de la mitad respecto de antes; ni me contradecían como antes cara a cara, sino como murmurando a espaldas mías, siguiendo mis pisadas y como llamándome y tirándome por detrás para que volviese a mirarlas. No obstante, entretenían y retardaban mi fuga, por no tener yo valor para separarme de ellas con aspereza y sacudirme de sus importunaciones saltando y atropellando por todo para seguir mi vocación, porque la violencia de mi costumbre no cesaba de decirme: ¿Imaginas que has de poder vivir sin estas cosas?

27. Pero esto me lo decía ya con gran tibieza, porque por aquella misma parte hacia donde tenía puesta mi atención y adonde me daba miedo el pasar, se me descubría la excelente virtud de la continencia, que se me representaba con un rostro sereno, majestuoso y alegre, con cuya gravedad y compostura honestamente me halagaba para que llegase adonde ella estaba y desechase enteramente todas las dudas que me detenían; además de esto extendía sus piadosos brazos para abrazarme y recibirme en su seno, lleno de gran multitud de continentes, con cuyo ejemplo me alentaba. Allí había innumerables personas de diferentes edades; allí una multitud de mozos y doncellas; allí otros muchísimos de mayor edad, venerables viudas y vírgenes ya ancianas; pero en todas estas innumerables personas no era la continencia y castidad estéril, antes bien era fecunda y abundante en alegrías y gozos espirituales, nacidos de teneros a Vos por esposo. Y la continencia, como burlándose de mí con una risa graciosa que convidaba a seguirla, parece que me decía: Pues qué, ¿no has de poder tú lo que han podido y pueden todos éstos y éstas? ¿Por ventura lo que éstos y éstas pueden, lo pueden por sus propias fuerzas o por las   -171-   que la gracia de su Dios y Señor les ha comunicado? Su Dios y Señor les dio continencia, pues yo soy dádiva suya. ¿Para qué te estribas en tus propias fuerzas, si ésas no te pueden sostener ni darte firmeza alguna? Arrójate con confianza en los brazos del Señor, y no temas, que no se apartará para dejarte caer. Arrójate seguro y confiado, que Él te recibirá en sus brazos y te sanará de todos tus males.

Yo me corría y avergonzaba mucho, porque todavía estaba oyendo el murmullo de aquellas fruslerías, que me tenían suspenso y sin acabar de resolverme. Entonces otra vez la continencia parece que me decía: Hazte sordo a las voces inmundas de tu concupiscencia, que así ella quedará enteramente amortiguada. Ella te promete deleites, pero no pueden compararse con los que hallarás en la ley de tu Dios y Señor.

Toda esta contienda pasó dentro de mi corazón, batallando interiormente yo mismo contra mí mismo. En tanto Alipio, que no se apartaba de mi lado, aguardaba silenciosamente a ver en qué venían a parar los desusados movimientos y extremos que yo hacía.





Capítulo XII


Cómo se convirtió de todo punto, amonestado de una voz del cielo




28. Luego que por medio de estas profundas reflexiones se conmovió hasta lo más oculto y escondido que había en el fondo de mi corazón, y junta y condensada toda mi miseria se elevó cual densa nube y se presentó a los ojos de mi alma, se formó en mi interior una tempestad muy grande, que venía cargada de una copiosa lluvia de lágrimas. Para poder libremente derramarla toda y desahogarme en los sollozos y gemidos que le correspondían, me levanté de donde estaba con Alipio, conociendo que para llorar me era la soledad más a propósito; y así me aparté de él cuanto era necesario, para que ni aun su presencia me estorbase. Tan grande era el deseo que tenía de llorar entonces; bien lo conoció Alipio, pues no sé qué dije al tiempo de levantarme de su lado, que en el sonido de la voz se descubría que estaba cargado de lágrimas y como reventando por llorar, lo que a él le causó extraordinaria admiración y espanto, y le obligó a quedarse solo en el mismo sitio en que habíamos estado sentados.

Yo fui y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse, mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo, hasta cuándo habéis de mostraros enojado? No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas.

Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a grito con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana y mañana?, pues ¿por qué no ha de ser desde luego y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?

 
29. Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata83 oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo, mudando de semblante, me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos; y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase. Porque había oído contar del santo abad Antonio, que entrando por casualidad en la iglesia al tiempo que se leían aquellas palabras del Evangelio: Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y después ven y sígueme; él las había entendido como si hablaran con él determinadamente y, obedeciendo a aquel oráculo, se había convertido a Vos sin detención alguna. Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol cuando me levanté de aquel sitio. Tomé el libro, lo abrí y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo.

No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas.

30. Entonces cerré el libro, dejando metido un dedo entre las hojas para anotar el pasaje, o no sé si puse algún otro registro, y con el semblante ya quieto y sereno, le signifiqué a Alipio lo que me pasaba. Y él, para darme a entender lo que también le había pasado en su interior, porque yo estaba ignorante de ello, lo hizo de este modo. Pidió que le mostrase el pasaje que yo había leído, se lo mostré y él prosiguió más adelante de lo que yo había leído. No sabía yo qué palabras eran las que seguían; fueron éstas: Recibid con caridad al que todavía está flaco en la fe. Lo cual se lo aplicó a sí y me lo manifestó. Pero él quedó tan fortalecido con esta especie de aviso y amonestación del cielo, que sin turbación ni detención alguna se unió a mi resolución y buen propósito, que era tan conforme a la pureza de sus costumbres, en que había mucho tiempo que me llevaba él muy grandes ventajas. Desde allí nos entramos al cuarto de mi madre, y contándole el suceso como por mayor, se alegró mucho desde luego, pero refiriéndole por menor todas las circunstancias con que había pasado, entonces no cabía en sí de gozo, ni sabía qué hacerse de alegría; ni tampoco cesaba de bendeciros y daros gracias, Dios mío, que podéis darnos mucho más de lo que os pedimos y de lo que pensamos, viendo que le habíais concedido mucho más de lo que ella solía suplicaros para mí por medio de sus gemidos y afectuosas lágrimas. Pues de tal suerte me convertisteis a Vos, que ni pensaba ya en tomar el estado del matrimonio ni esperaba cosa alguna de este siglo, además de estar ya firme en aquella regla de la fe, en que tantos años antes85 le habíais revelado que yo estaría. Así trocasteis su prolongado llanto en un gozo mucho mayor que el que ella deseaba, y mucho más puro y amable que el que ella pretendía en los nietos carnales que de mí esperaba.