Las Confesiones
por San Agustín
Libro XI
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CAPÍTULO PRIMERO

Fin de las Confesiones, alabar a Dios.

1. ¿Por ventura, Señor, siendo vuestra la eternidad, ignoráis las cosas que os digo, o veis en el tiempo lo que se ejecuta en el tiempo? ¿Por qué, pues, os hago rela-ción de tantas cosas? No ciertamente para que por mí las sepáis, sino que despier-to hacia Vos mi afecto y el de los que esto leyeren; para que todos digamos: Grande es el Señor, y en gran manera digno de alabanza (Ps., 95, 4). Ya lo dije, y ahora lo digo: Por amor de vuestro amor hago esto.
Porque también oramos, no obstante que dice la Verdad: Sabe vuestro Pa-dre de qué tenéis necesidad, antes que se lo pidáis (Mt., 6, 8).
Manifestamos, pues, nuestro afecto para con Vos, confesándoos nuestras mise-rias y vuestras misericordias para con nosotros, a fin de que, librándonos del todo, pues lo habéis comenzado, dejemos de ser miserables en nosotros, y seamos bienaventurados en Vos, puesto que nos llamasteis para que seamos pobres de espíritu, y mansos, y llorosos, y hambrientos y sedientos de justicia, y misericordiosos, y limpios de corazón, y pacíficos (Mt., 5, 3-9).
Ya veis que os he contado muchas cosas, las que he podido y querido, porque Vos primero quisisteis que os confesara a Vos, Señor Dios mío, porque sois bueno, porque vuestra misericordia permanece para siempre (Ps., 117, 1).


CAPÍTULO 2

Implora el favor divino para entender la sagrada Escritura.

2. Pero ¿cuándo seré capaz de contar, con la pluma por lengua, todas vuestras exhortaciones, y todos vuestros terrores, y las consolaciones y direcciones, con que me habéis conducido a predicar vuestra palabra y dispensar vuestro Sacra-mento a vuestro pueblo?
Mas aunque fuese capaz de contar estas cosas por su orden, cuéstanme caros los instantes del tiempo, y de muy atrás ardo en deseo de meditar vuestra Ley y acerca de ella confesaros mi ciencia y mi ignorancia, las primicias de vuestra ilustración, y los residuos de mis tinieblas, hasta que la flaqueza sea devorada por la fortaleza. Y no quiero que se me deslicen en otra cosa las horas que hallo libres de las necesidades de reparar el cuerpo y de ejercitar el espíritu, y del servicio que a los hombres debemos, y del que no les debemos, y, sin embargo, se lo presta-mos.

3. Señor Dios mío, estad atento a mi oración (Ps., 60, 2), y escuche vues-tra misericordia mi deseo, que no arde sólo para mí, sino quiere ser útil a la frater-na caridad; y Vos veis en mi corazón que así es. Sacrifíqueos yo la servidumbre de mi inteligencia y de mi lengua. Y dadme lo que he de ofreceros, porque soy pobre y mendigo (Ps., 65, 20), mas Vos sois rico para todos los que os invocan (Rom., 10, 12), Vos, que, exento de cuidados, cuidáis de nosotros. Circuncidad de toda temeridad y de toda mentira mis labios (Ex., 6, 12), interiores y exteriores. Sean vuestras Escrituras mis castas delicias: no me engañe yo en ellas, ni engañe a nadie con ellas. Señor, atended y compadeceos: Señor Dios mío, luz de los ciegos, fortaleza de los débiles y, a la vez, luz de los que ven y fortaleza de los fuertes: atended a mi alma, y oídla, que clama desde lo profundo (Ps., 129, 2). Porque si vuestros oídos no están también en lo pro-fundo, ¿a dónde iremos?, ¿a quién clamaremos?

Vuestro es el día y vuestra es la noche (Ps., 73, 16); a vuestra voluntad vuelan los momentos: concedednos algún espacio para nuestras meditaciones so-bre los secretos de vuestra Ley, y no cerréis sus puertas a los que llaman (Mt., 7, 7). Porque no en vano quisisteis se escribiesen los oscuros secretos de tantas páginas. ¿Acaso estos bosques sagrados no tienen sus ciervos (Ps., 28, 9), que en ellos se recojan y alberguen, que paseen y pasten, que descansen y rumien? Perfeccionadme, Señor, y reveládmelas (Ps., 28, 9). Mirad que vuestra voz (l. c.) es mi gozo; vuestra voz es sobre toda abundan-cia de deleites. Dadme lo que amo; pues amo, y este amor es don vuestro; no des-amparéis vuestros dones, ni despreciéis a vuestra hierba sedienta.

Confiéseos yo todo cuanto en vuestros Libros hallare, y oiga la voz de vues-tra alabanza (Ps., 25, 7), y beba de Vos, y considere las maravillas de vuestra Ley (Ps., 118, 18) desde el principio, en que creasteis el Cielo y la tierra (Gen., 1, 1), hasta el reino con Vos perpetuo de vuestra santa ciudad.

4. Señor, apiadaos de mí, y escuchad mi deseo (Ps., 26, 7), pues pienso que no es deseo de la tierra, no de oro y plata y piedras preciosas, o de hermosos vestidos, o de honras y mandos, ni de deleites de carne, ni de las cosas necesarias al cuerpo y a esta vida de nuestra peregrinación, todo lo cual se nos da por añadidura a los que buscamos vuestro reino y vuestra justicia (Mt., 6, 33). Ved, Señor, de dónde proviene mi deseo: Los impíos me contaron sus deleites; mas no son como vuestra Ley, Señor (Ps., 118, 85). He aquí de dónde proviene mi deseo; vedlo, Padre; mirad, y vedlo, y aprobadlo. Sea tenido por bue-no en presencia de vuestra misericordia que halle yo gracia delante de Vos (Ex., 33, 13), para que al llamar, se me abran las interioridades de vuestras palabras.

Lo pido por nuestro Señor Jesucristo, vuestro Hijo, el Varón de vuestra diestra, el Hijo del hombre que Vos fortalecisteis (Ps., 79, 18); el Mediador entre Vos y nosotros, por el cual nos buscasteis cuando no os buscábamos; pero nos buscasteis para que os buscásemos; vuestro Verbo, por el cual hicisteis todas las cosas, y a mí entre ellas; vuestro Unigénito, por el cual llamasteis a vuestra adopción al pueblo de los creyentes, y dentro de él, a mí. Os lo pido por Aquel que está sentado a vuestra diestra, y os ruega por nosotros (Rom., 8, 34), en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios (Co-los., 2, 3). A Éste busco en vuestros Libros; de Él escribió Moisés. Él mismo lo dice; esto lo dice la Verdad (Jn., 5, 46).


CAPÍTULO 3

Desea entender cómo hizo Dios el cielo y la tierra.

5. Oiga yo y entienda cómo en el principio hicisteis Vos el cielo y la tierra (Gen., 1, 1). Esto escribió Moisés; lo escribió y se fue; pasó de aquí, de Vos a Vos; y ahora no está delante de mí. Porque si lo estuviera, asiríale yo y le pregun-taría, y por Vos le suplicaría, que me declarase estas cosas; y prestaría los oídos de mi cuerpo a los sonidos que brotasen de su boca; y si hablase en lengua hebrea, en vano pulsaría mi sentido, y nada pasaría de ellos a tocar mi inteligencia; mas si hablase en latín, entendería lo que dijese. Pero ¿cómo sabría yo si decía verdad? Y supuesto que lo supiese, ¿acaso lo sabría por él? Dentro de mí, ciertamente, en la morada interior del pensamiento, la Verdad, que no es hebrea, ni griega, ni latina, ni bárbara, sería la que, sin órganos de boca y lengua, sin estrépito de sílabas, me diría: «¡Dice verdad!»; y yo al instante cerciorado, diría confiadamente a aquel hombre vuestro: «¡Dices verdad!»
Pues como a él no puedo preguntarle, os pregunto a Vos, oh Verdad, de la cual lleno dijo Moisés cosas verdaderas: a Vos, Dios mío, os ruego: Perdonad mis pe-cados, y Vos mismo, que concedisteis a aquel siervo vuestro decir estas cosas, concededme también a mí el entenderlas.


CAPÍTULO 4

La naturaleza proclama a su Hacedor.

6. Vemos que existen el cielo y la tierra: claman que han sido hechos, porque se mudan y varían. Pues lo que sin haber sido hecho existe, nada tiene en sí que antes no tuviera; que en eso consiste mudarse y variar.
Claman también que no se han hecho a si mismos: «Por eso somos, porque hemos sido hechos: no éramos, pues, antes que fuésemos, para que pudiéramos hacernos a nosotros mismos.» Y la voz de los que lo dicen es la misma evidencia.
Vos, pues, los hicisteis, Señor; que sois hermoso, puesto que ellos son hermo-sos; que sois bueno, puesto que ellos son buenos; que sois, puesto que ellos son. No son ellos, con todo, tan hermosos, ni son tan buenos, ni de tal manera son, co-mo Vos, su Creador; en cuya comparación ni son hermosos, ni son buenos, ni son.
Sabemos esto gracias a Vos; y nuestra ciencia, comparada con vuestra ciencia, es ignorancia.


CAPÍTULO 5

Que el mundo fue hecho de la nada.

7. Mas ¿cómo hicisteis el cielo y la tierra, y de qué máquina os servisteis para tan grande obra? Porque no la hicisteis como el hombre artífice, que de un cuerpo forma otro cuerpo al arbitrio del alma, poderosa a imprimirle de algún modo la forma que con la vista interior contempla dentro de sí –¿y de dónde podría hacer-lo, sino porque Vos la hicisteis?– e imprime forma a lo que ya existía, y en sí tenía ser, como es, a la tierra, a la piedra, a la madera, al oro o a cualquier otra cosa de este género. ¿Y de dónde tendrían ser estas cosas, si Vos no las hubieseis creado? Vos disteis al artífice el cuerpo, Vos el alma que impera a los miembros, Vos la materia de que él hace alguna cosa, Vos el ingenio con que concibe el arte y ve dentro lo que ha de hacer fuera; Vos el sentido del cuerpo, con el cual, como in-térprete, traslada del alma a la materia lo que hace, y da cuenta al alma de lo que está hecho; para que ella dentro consulte a la verdad que allí preside, si está bien hecho.
Todas estas cosas os alaban a Vos, creador de todas las cosas. Mas Vos, ¿cómo las hacéis?, ¿cómo hicisteis, oh Dios, el cielo y la tierra? Ciertamente que ni en el cielo ni en la tierra hicisteis el cielo y la tierra. Ni en el aire ni en las aguas, porque también estas cosas pertenecen al cielo y la tierra. Ni en el universo mundo hicis-teis al universo mundo, porque no había dónde hacerle antes de hacerle para que fuera.
Ni en la mano teníais cosa alguna de donde hacer el cielo y la tierra. Porque ¿de dónde os viniera aquello que Vos no habíais hecho y de lo cual hicierais algu-na cosa? Porque ¿qué cosa hay que sea, sino porque Vos sois? Vos, pues, lo dijisteis, y fueron hechos (Ps., 32, 9); y en vuestro Verbo los hicisteis.


CAPÍTULO 6

Que Dios no creó el mundo con palabra creada.

8. Mas ¿cómo lo dijisteis? ¿Acaso de aquel modo que se hizo desde la nube una voz que dijo: Este es mi Hijo amado? (Mt., 3, 17). Aquella voz se hizo, y pasó; comenzó, y acabó; sonaron las sílabas, y pasaron; la segunda después de la primera, la tercera después de la segunda, y así por su orden, hasta la postre-ra después de las otras, y después de la postrera, el silencio. De donde es claro y patente que aquella voz se formó por el movimiento de una criatura, que siendo ella misma temporal, servía a vuestra voluntad eterna. Y estas palabras vuestras, formadas en el tiempo, fueron por el oído exterior transmitidas a la mente pruden-te, cuyo oído interior está atento a vuestro Verbo eterno. Y la mente comparó estas palabras que temporalmente sonaban, con vuestro Verbo, eterno en el silencio, y dijo: «Es cosa muy distinta, enteramente distinta. Estas palabras están muy por debajo de mí; ni siquiera están, puesto que huyen y pasan; mas el Verbo de mi Dios, por encima de mí permanece para siempre (Is., 40, 8)».
Si, pues, con palabras que sonaban y pasaban dijisteis que fuese hecho el cielo y la tierra, y así hicisteis el cielo y la tierra, había ya una criatura corporal por cu-yos movimientos temporales fuese temporalmente pasando aquella voz. Pero nin-gún cuerpo había antes que el cielo y la tierra; o si lo había, ciertamente, sin voz transitoria lo habéis Vos formado, para de él formar la voz transitoria con la cual dijeseis que se hiciese el cielo y la tierra. Y fuese lo que fuese aquello de que la tal voz había de formarse, si por Vos no hubiera sido hecho, de ninguna manera exis-tiría. ¿Con qué palabra, pues, dijisteis Vos que fuese hecho aquel cuerpo, de don-de se formasen estas palabras creadoras?


CAPÍTULO 7

Dios crea por su Verbo eterno.

9. Nos llamáis, pues, a conocer vuestro Verbo, Dios con Vos Dios (Jn., 1, 1); el cual eternamente es dicho, y con Él eternamente se dicen todas las cosas. Porque no se termina lo que se decía, y se dice luego otra cosa, para que se puedan decir todas: de otra suerte habría ya en Él tiempo y mudanza, y no verdadera eter-nidad ni inmortalidad verdadera. Esto lo conozco, Dios mío, y os doy gracias; lo conozco, os lo confieso, y conmigo lo conoce y os alaba todo el que no es ingrato a la verdad cierta. Conocemos, Señor, conocemos, que en cuanto una cosa no es lo que era, y es lo que no era, en tanto muere y nace. Nada, pues, de vuestro Verbo pasa, nada empieza de nuevo, por cuanto es verdaderamente inmor-tal y eterno. Y así, en este Verbo, coeterno con Vos, decís, simultánea y sempiternamente, todo cuanto decís, y se hace cuanto decís que se haga; y no lo hacéis de otra manera, sino diciéndolo; y con todo, no todas las cosas que Vos hacéis diciéndolo se hacen simultánea y sempiternamente.


CAPÍTULO 8

El Verbo es el Principio que nos habla.

10. Y eso ¿por qué, os ruego, Señor Dios mío? De alguna manera lo veo, pero no sé cómo explicarlo; si no es que todo lo que comienza a ser y deja de ser, entonces comienza y entonces acaba, cuando en la Razón eterna –donde nada comienza ni acaba–, se conoce que debe comenzar o acabar.

Esta Razón es vuestro mismo Verbo, que es también el Principio, porque también habla a nosotros (Jn, 8, 25). Así lo dijo por su carne en el Evangelio; y esto hizo sonar fuera en los oídos de los hombres, para que le creyesen e inte-riormente le buscasen, y le encontrasen en la Verdad eterna, donde a todos los discípulos enseña el Maestro bueno y único (Mt., 19, 16; 23, 8). Allí siento yo, Señor, vuestra voz, que me dice que quien nos enseña, ése es el que habla para nosotros; pero el que no nos enseña, aunque hable, no habla para nosotros. Pues ¿quién nos enseña, sino la Verdad permanente? Porque aun cuando somos por la criatura mudable amonestados, somos conducidos a la Verdad permanente, en donde verdaderamente aprendemos, cuando asistimos, la oímos y en gran ma-nera nos gozamos por la voz del Esposo (Jn., 3, 29), restituyéndonos allá de donde venimos. Y por eso es Principio, porque si no permaneciese, cuando nos descaminásemos no tendríamos a dónde volver. Y cuando del error volvemos, ciertamente por el conocimiento volvemos. Pues para que tengamos conocimien-to, Él nos enseña; porque es el Principio y nos habla.


CAPÍTULO 9

El cielo y la tierra fueron hechos en el Verbo que nos habla.

11. En este Principio, oh Dios, hicisteis el cielo y la tierra (Gen., 1, 1): en vuestro Verbo, en vuestro Hijo, en vuestro Poder, en vuestra Sabiduría, en vuestra Verdad: maravilloso Vos en el decir, maravilloso en el obrar.

¿Quién lo entenderá? ¿Quién lo explicará? ¿Qué es aquello que relampaguea en mi interior, y hiere mi corazón sin herida? Y me horrorizo, y me enardezco: me horrorizo por cuanto le soy desemejante, me enardezco por cuanto le soy semejan-te. La Sabiduría, la misma Sabiduría es la que a intervalos me ilumina, rasgando mi nublado, que de nuevo me cubre cuando desfallezco ante la negrura y el cúmu-lo de mis penas. Porque hasta tal punto se debilitó en la indigencia mi vigor (Ps., 30, 11), que no soporto mi bien: hasta que Vos, Señor, que os hicis-teis propicio a todas mis iniquidades, curéis también todos mis languo-res; porque Vos, además, redimiréis de la corrupción mi vida, y me coro-naréis con miseración y misericordia, y hartaréis de bienes mi deseo, pues será renovada mi juventud como la del águila (Ps., 102, 3-5). Porque en esperanza hemos sido salvados, y con paciencia esperamos vuestras prome-sas (Rom., 8, 24, 25). Óigaos conversar interiormente quien puede: yo, con-fiado, clamaré según vuestro oráculo: ¡Cuán engrandecidas son vuestras obras, Señor; todas las hicisteis con Sabiduría! (Ps., 103, 24). Esta sabiduría es el Principio; y en este Principio hicisteis el cielo y la tierra (Gen., 1, 1).


CAPÍTULO 10

Carnalmente piensan los que preguntan: ¿Qué hacia Dios antes de hacer el cielo y la tierra?

12. ¿No se ve que están llenos de su propia vetustez los que nos dicen: ¿Qué hacía Dios antes de hacer el cielo y la tierra? Porque si estaba ocioso, dicen, y nada hacía, ¿por qué no así también siempre después, como antes siempre, se abstuvo de obrar?
Porque si algún nuevo movimiento hubo en Dios y nueva voluntad para produ-cir la criatura que nunca antes había producido, ¿cómo será ya la suya verdadera eternidad, donde nace una nueva voluntad que no era? Porque la voluntad de Dios no es creatura, sino anterior a la creatura; pues nada se crearía si no precediese la voluntad del Creador. La voluntad de Dios, pues, pertenece a su misma sustancia; y si en la divina sustancia nació alguna cosa que antes no era, no con verdad se llama eterna aquella sustancia. Mas si la voluntad de Dios de que la creatura exis-tiese era sempiterna, ¿por qué no es también sempiterna la creatura?


CAPÍTULO 11

Estos conciben la eternidad como tiempo.

13. Los que esto dicen no os entienden todavía, oh Sabiduría de Dios, Luz de las inteligencias: no entienden todavía cómo se hacen las cosas que por Vos y en Vos se hacen; y se esfuerzan por conocer las cosas eternas, pero todavía su cora-zón revolotea por los movimientos de las cosas pasadas y futuras, y todavía es vano (Ps., 5, 10). ¿Quién le detendrá y le fijará, para que por un mo-mento se pare, y por un momento perciba el resplandor de la eternidad siempre permanente; y le compare con los tiempos, nunca permanentes, y vea que es in-comparable; y vea que el tiempo largo no se hace largo sino con el pasar de mu-chos movimientos, los cuales no pueden simultáneamente existir; mientras que en la eternidad nada pasa, sino todo está presente; y vea que todo pasado viene empu-jado por un futuro, y que todo futuro viene en pos de un pasado; y que todo pasa-do y futuro es creado y pasa por lo que siempre está presente? ¿Quién detendrá el corazón del hombre para que se pare y vea cómo estando ella inmóvil, gobierna los tiempos futuros y pasados, la eternidad ni futura ni pasada? ¿Acaso tiene poder para hacerlo mi mano? (Gen., 31, 29), o ¿la mano de mi boca, por medio de las palabras, hace cosa tan grande?


CAPÍTULO 12

Ninguna cosa hacía Dios antes de crear el Cielo y la tierra.

14. Ved aquí qué respondo al que dice: «¿Qué hacia Dios antes que hiciese el cie-lo y la tierra?»
Respondo, no lo que se dice haber respondido un sujeto, eludiendo con donaire la fuerza de la pregunta: «Preparaba infiernos, dijo, para los escrutadores de cosas sublimes.» Una cosa es entender y otra bromear.
Yo no respondo eso; de mejor gana respondería: «No sé lo que no sé», que no esa salida, con que queda burlado el que preguntó cosas sublimes y alabado el que dio falsa respuesta.
Mas digo que Vos, Dios nuestro, sois el Creador de toda creatura; y si con el nombre del cielo y la tierra se entiende toda creatura, osadamente digo: Antes que Dios hiciese el cielo y la tierra, no hacía cosa alguna. Porque si algo hacía, ¿qué hacia sino alguna creatura? Y ojalá que así supiese yo todo cuanto útilmente deseo saber, como sé que ninguna creatura se hacía antes que se hiciese alguna creatura!


CAPÍTULO 13

Antes de la creación no había tiempo: cómo es Dios anterior al tiempo.

15. Mas si la fantasía volandera de alguno divaga por las imágenes de los pasados tiempos, y se admira de que Vos, Dios Todopoderoso, creador y conservador de todas las cosas, artífice del cielo y de la tierra, os abstuvisteis durante siglos innu-merables de tan grande obra antes de hacerla, despierte y advierta que se admira de cosas falsas. Porque ¿cómo podían transcurrir innumerables siglos que Vos no habíais hecho, siendo Vos el autor y creador de todos los siglos? O ¿qué tiempos habrían existido, que por Vos no hubieran sido creados? O ¿cómo hubieran trans-currido, si nunca hubieran existido?
Siendo, pues, Vos hacedor de todos los tiempos, si algún tiempo hubo antes que hicieseis el Cielo y la tierra, ¿por qué se dice que os absteníais de toda obra, pues aquel mismo tiempo lo habíais hecho Vos? Ni pudieron transcurrir los tiem-pos antes que Vos hicieseis los tiempos. Pero si antes del cielo y la tierra no había ningún tiempo, ¿por qué se pregunta qué hacíais entonces? Puesto que no había entonces cuando no había tiempo.

16. Ni es en el tiempo en lo que Vos sois anterior a los tiempos; de otra suerte no seríais anterior a todos los tiempos. Pero Vos precedéis a todos los tiempos pasa-dos, por la excelsitud de vuestra eternidad siempre presente, y sobrepasáis todos los futuros, porque aún son futuros; y cuando hubieren venido, serán pasados; mas Vos sois siempre el mismo, y vuestros años no fenecerán (Ps., 101, 28). Vuestros años no se van ni vienen; mas los nuestros se van y vienen para que lleguen todos. Vuestros años están todos juntos, porque permanecen; ni hay yentes que sean excluidos por los vinientes; porque no pasan; mas estos nuestros enton-ces serán todos cuando todos dejen de ser. Vuestros años son un solo día (2 Petr., 3, 8); y vuestro día no es cada día, sino hoy; porque vuestro hoy no cede el puesto al mañana, como tampoco sucede al ayer. Vuestro «hoy» es la Eternidad. Por eso engendrasteis coeterno a Aquel a quien dijisteis: Yo te he engendrado hoy (Ps., 2, 7). Todos los tiempos hicisteis Vos, y antes de todos los tiempos sois Vos; y no hubo tiempo en que no hubiera tiempo.


CAPÍTULO 14

¿Qué es el tiempo?

17. Ningún tiempo hubo, pues, en que nada habíais hecho, puesto que el mismo tiempo Vos lo habíais hecho.
Y no hay tiempos que sean coeternos con Vos, porque Vos permanecéis; mas ellos, si permaneciesen, no serían tiempos.
Porque ¿qué es el tiempo? ¿Quién podrá breve y fácilmente explicarlo? Quién, para expresarlo con palabras, podrá con el entendimiento comprenderlo?
Y, sin embargo, ¿qué cosa mencionamos al hablar, más familiar y más conoci-da que el tiempo? Y lo entendemos, por cierto, cuando lo nombramos, y lo enten-demos cuando lo oímos en boca de otro.

¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo al que me pregunta, no lo sé; pero sin vacilación afirmo saber, que si nada pasase, no habría tiempo pasado; si nada hubiera de venir, no habría tiempo futuro; y si nada hubiese, no habría tiempo presente. ¿Cómo son, pues, aquellos dos tiempos, el pretérito y el futuro, si el pretérito ya no es, y el futuro todavía no es? Y el presen-te, si fuese siempre presente, y no pasase a pretérito, ya no sería tiempo, sino eter-nidad. Si, pues, lo que hace que el presente sea tiempo, es que pasa a pretérito, ¿cómo decimos que tiene ser una cosa, cuya causa de ser es que no será; de suerte que no podemos decir con verdad que es tiempo, sino porque tiende a no ser?


CAPÍTULO 15

Ningún tiempo puede llamarse largo.

18. Y, no obstante, decimos «largo tiempo» y «breve tiempo»; y esto no lo deci-mos sino del pasado y del futuro. Largo tiempo pasado decimos, verbi-gracia, hace cien años; y del mismo modo, largo tiempo futuro, de aquí a cien años; breve tiempo pasado, si, por ejemplo, decimos hace diez días; y breve tiempo futuro, de aquí a diez días.
Pero ¿cómo es largo o breve lo que no es? Porque el pasado ya no es; y el futuro, todavía no es. No digamos, pues: «es largo», sino digamos, del pasado, «fue largo», y del futuro, «será largo».
Señor mío, Luz mía, ¿acaso aquí también vuestra verdad no se reirá del hom-bre? Pues si fue largo el tiempo pasado, ¿fuelo cuando ya era pasado, o bien cuan-do todavía estaba presente? Porque entonces podía ser largo, cuando era algo que pudiera ser largo; pero el pasado ya no era; por donde no podía ser largo lo que absolutamente no era. No digamos, pues: largo fue el tiempo pasado, porque nada encontraremos que pueda ser largo, cuando, una vez pasado, es nada: sino digamos: largo fue aquel tiempo presente; porque cuando estaba presente, era largo, pues todavía no había pasado para no ser, y por eso era algo que pudiera ser largo; pero una vez que hubo pasado, dejó a la vez de ser largo al dejar de ser.

19. Veamos, pues, ahora, alma humana, si el tiempo presente puede ser largo, puesto que se te ha dado sentir su duración y medirla. ¿Qué me responde-rás? ¿Cien años presentes son, acaso, un tiempo largo?
Mira primero si cien años pueden estar presentes. Porque si corre el primer año de la centuria, ese mismo es el que está presente; mas los noventa y nueve restan-tes son futuros, y, por tanto, todavía no son. Si corre el año segundo, ya el primero es pasado, el segundo está presente, los restantes son futuros. Y así, poniendo pre-sente uno cualquiera de los años intermedios de esta centuria, delante de él estarán los años pasados; detrás, los futuros. Por tanto, los cien años no pueden estar pre-sentes.
Mira, al menos, si acaso el año actual, él solo, está presente. De este año, pues, si corre el primer mes, los demás son futuros; si el segundo, ya el primero pasó, y los restantes no son todavía. Ni el año actual, pues, está todo presente; y si no está todo presente, no es el año lo que está presente; puesto que el año consta de doce meses, de los cuales uno solo, cualquiera que sea el actual, está presente; los otros son, o pasados, o futuros.
Aunque ni el mes que corre está presente, sino un solo día: si es el primero, los restantes son futuros; si es el último, los restantes son pasado; si uno cualquiera de los intermedios, está entre los pasados y los futuros.

20. He aquí que el tiempo presente, el único que encontrábamos que había de lla-marse largo, se reduce apenas al espacio de un solo día.
Pero discutamos también este mismo espacio, porque ni un día está todo pre-sente. Porque se compone de todas las veinticuatro horas nocturnas y diurnas: la primera de ellas tiene las restantes por futuras; la última, por pasadas; y cualquiera de las intermedias tiene a las anteriores por pasadas, a las posteriores, por futuras.
Y una misma hora va corriendo por partículas fugitivas: todo lo que de ellas voló, es pasado; todo lo que le resta, es futuro.
Si se concibe un punto de tiempo que no pueda dividirse en partes de momen-tos, por pequeñísimas que sean, éste es el único tiempo que ha de llamarse presen-te; el cual, sin embargo, tan rápidamente vuela de futuro a pasado, que no se ex-tiende ni con una mínima duración; porque si se extiende, es divisible en pasado y futuro; mas el presente no tiene espacio alguno.
¿Dónde está, pues, el tiempo que podamos llamar largo? ¿Acaso el futuro? Ciertamente, no decimos: es largo, porque todavía nada existe, que ya sea largo; sino decimos: será largo. ¿Cuándo, pues, lo será? Por-que si aun entonces será futuro, no será largo, porque todavía nada existirá que sea largo. Pero si entonces será largo cuando de futuro, que no es todavía, empiece ya a ser, y se haya hecho presente para que pueda haber algo que sea largo, ya con las voces arriba oídas clama el tiempo presente que él no puede ser largo.


CAPÍTULO 16

Sólo medimos el tiempo cuando va pasando.

21. Y, sin embargo, Señor, sentimos los intervalos de los tiempos, y los compara-mos entre sí, y decimos que unos son más largos y otros más breves. Medimos también cuánto más largo o más breve es aquel tiempo que el otro, y respondemos que éste es doble o triple, y aquél simple, o que éste es tanto como aquél.
Pero medimos los tiempos que van pasando, puesto que sintiéndolos es como los medimos: mas los pasados, que ya no son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién puede medirlos? A no ser que alguien ose decir que puede medirse lo que no existe. Cuando pasa, pues, el tiempo, es posible sentirlo y medirlo; mas cuando ya pasó, no puede serlo, porque ya no existe.


CAPÍTULO 17

Si existen el pretérito y el futuro.

22. Pregunto, Padre, no afirmo: Dios mío, presídeme y gobiérname.
¿Quién hay que me diga que no son tres los tiempos, como de niños aprendi-mos, y lo enseñamos a los niños: pretérito, presente y futuro; sino sólo el presente, porque los otros dos no existen? ¿O es que también ellos existen, pero viene de algún paraje oculto el tiempo, cuando de futuro se hace presente, y se retira a al-gún paraje oculto cuando de presente se hace pretérito? Porque ¿dónde vieron las cosas futuras los que las vaticinaron si todavía no son? Porque no puede verse lo que no es. Y los que cuentan cosas pasadas, cierto, no contarían la verdad si con el espíritu no las vieran; y si ellas nada fueran, de ningún modo podrían ser vistas.
Existen, pues, las cosas futuras y las pasadas.


CAPÍTULO 18

Cómo los futuros y pretéritos están presentes.

23. Dejadme preguntar más, Señor, esperanza mía, que no se perturbe mi aten-ción.
Porque si existen las cosas futuras y pretéritas, quiero saber dónde están.
Y si todavía no puedo saberlo, sé, no obstante, que dondequiera que estén, no son allí futuras o pretéritas, sino presentes. Porque si allí también son futuros, to-davía no están allí; y si allí son pretéritos, ya no están allí. Dondequiera, pues, que estén, todas las cosas que son, no son sino presentes.
Cierto es que cuando se cuentan cosas pretéritas verdaderas, sácanse de la me-moria, no las cosas mismas que pasaron, sino las palabras engendradas por sus imágenes, que pasando por los sentidos, imprimieron unas como huellas en el al-ma. Así, mi niñez, que ya no existe, está en el tiempo pretérito que ya no existe; pero la imagen de ella, cuando la recuerdo y la menciono, mírola en el tiempo presente, porque todavía existe en mi memoria.
Si también es semejante la causa de predecir los futuros, de suerte que el alma presienta las imágenes ya existentes de las cosas que aún no son, confieso Dios mío que no lo sé. Lo que realmente sé es que nosotros ordinariamente premedita-mos nuestras acciones futuras, y que esta premeditación está presente, mas la ac-ción que premeditamos aún no existe, porque es futura; y cuando la emprendiére-mos y comenzáremos a ejecutar lo que premeditábamos, entonces aquella acción existirá, porque entonces no será futura, sino presente.

24. Comoquiera, pues, que suceda el secreto presentimiento de los futuros, no puede ser visto sino lo que es. Y lo que ya es, no es futuro, sino presente. Luego cuando se dice que se ven las cosas futuras, no se ven ellas mis-mas, que todavía no son, esto es, las que son futuras, sino tal vez sus causas o se-ñales, que ya existen; y, por tanto, no son cosas futuras, sino ya presentes a los que las ven, y de ellas forma conceptos el alma y predice las cosas futuras. Y estos conceptos a su vez existen ya en el alma, y los ven presentes dentro de sí los que aquellas cosas predicen.
Tanta muchedumbre de cosas bríndenme algún ejemplo. Veo la aurora: predigo que el sol va a salir. Lo que veo está presente; lo que predigo, futuro; no es futuro el sol, que ya existe, sino su salida. Sin embargo, su misma salida, si no la imagi-nara en el alma como ahora cuando lo digo, no podría predecirla. Pero ni aquella aurora que veo en el cielo es la salida del sol, aunque la preceda, ni tampoco lo es aquella imagen que está en mi alma, sino las dos cosas se ven presentes para pre-decirse aquella futura. Luego las cosas futuras todavía no existen; y si no existen, no son; y si no son, de ninguna manera pueden ser vistas; pero pueden predecirse por medio de otras presentes que ya existen y se ven.


CAPÍTULO 19

No comprende cómo Dios enseñó a los profetas las cosas venideras.

25. Vos, pues, Señor, que reináis sobre vuestra creación, ¿cuál es el modo como enseñáis a las almas las cosas que son futuras? Porque las enseñasteis a vuestros profetas. ¿Cuál es aquel modo como enseñáis las cosas futuras Vos, para quien nada es futuro? O más bien, ¿es que de las cosas futuras enseñáis cosas presentes? Porque, ciertamente, lo que no es, tampoco puede ser enseñado. Muy lejos está de mi alcance este modo vuestro: sublime es: por mi mismo no podré alcanzarlo (Ps., 138, 6); mas lo podré por Vos, cuando me lo otorguéis Vos, dulce luz de mis ojos ocultos.


CAPÍTULO 20

En qué sentido puede decirse que hay tres tiempos: pretérito, presente y futu-ro.

26. Mas, en cuanto es ahora claro y manifiesto, ni las cosas pasadas existen, ni las futuras, ni se dice con propiedad que los tiempos son tres: pretérito, presente y futuro; sino tal vez sería propio decir que los tiempos son tres: presente de lo pre-térito, presente de lo presente y presente de lo futuro. Porque estas tres cosas exis-ten en el alma, y fuera de ella no las veo: memoria presente de las cosas pretéritas; visión presente de las cosas presentes, y expectación presente de las cosas futuras. Si esto se puede llamar tres tiempos, veo y confieso que los tiempos son tres.
Dígase también: los tiempos son tres: pretérito, presente y futuro, como abusi-vamente se acostumbra; dígase, que no me preocupo de ello, ni me opongo, ni lo reprendo; con tal que se entienda lo que se dice: que ni lo futuro existe ya, ni lo que pasó. Porque pocas son las cosas que decimos con propiedad, muchas impro-piamente, pero se entiende lo que queremos decir.


CAPÍTULO 21

Cómo medimos el tiempo presente.

27. Dije, pues, poco antes que nosotros medimos los tiempos mientras pasan; de modo que podemos decir que este tiempo es doble que aquel otro sencillo, o que tan grande es éste como aquél, y si alguna otra cosa referente a las partes del tiempo podemos decir que signifique medida. De suerte que, como decía, medi-mos los tiempos mientras pasan.
Y si alguno me dice: ¿De dónde lo sabes?, le responderé: Lo sé porque los me-dimos, y no podemos medir las cosas que no son, y las cosas pasadas y futuras no son. Mas el tiempo presente, ¿cómo lo medimos, puesto que no tiene espacio? Mídese, pues, mientras pasa; mas una vez que ha pasado, no se mide, porque ya no hay cosa que se pueda medir.
Pero ¿de dónde y por dónde y hacia dónde pasa mientras se mide? ¿De dónde, sino del futuro? ¿Por dónde, sino por el presente? ¿Hacia dónde, sino hacia el pa-sado? Pasa, pues, de aquello que aún no es, por aquello que carece de espacio, hacia aquello que ya no es. Porque no llamamos sencillos, dobles, triples o igua-les, o cualquiera otra denominación referente al tiempo, sino a los espacios del tiempo.
¿En qué espacio, pues, medimos el tiempo que pasa? ¿Acaso en el futuro, de donde pasa? Pero lo que todavía no es no lo medimos. ¿Tal vez en el presente, por donde pasa? Pero lo que no tiene espacio no lo medimos. ¿Quizá en el pasado, hacia donde pasa? Pero lo que ya no es, no lo medimos.


CAPÍTULO 22

Pide a Dios la solución del enigma.

28. Se ha enardecido mi alma por conocer este complicadísimo enigma. No ce-rréis, Señor Dios mío, Padre bueno, ¡por Cristo os lo suplico!, no cerréis a mi de-seo estas cosas trilladas y a la vez recónditas, para que yo no penetre en ellas y se esclarezcan, alumbrándome vuestra misericordia, Señor. ¿A quién preguntaré acerca de ellas? ¿Y a quién con mayor fruto confesaré mi impericia que a Vos, a quien no son molestos mis deseos, vehementemente inflamados, acerca de vues-tras Escrituras? ¡Dadme lo que amo, pues lo amo, y esto Vos me lo habéis dado! ¡Dádmelo, Padre, que verdaderamente sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos! (Mt., 7, 11). Dádmelo, pues me he propuesto conocerlo, y me resulta laborioso (Ps., 72, 16) hasta que me abráis. Por Cristo os lo suplico, en nom-bre de Él, el Santo de los santos: nadie me interrumpa. También yo he creído, y por eso hablo (2 Cor., 4, 13). Esta es mi esperanza –para ella vivo–: contemplar las delicias del Señor (Ps., 26, 4).
He aquí que habéis hecho viejos mis días (Ps., 38, 6), y pasan y no sé cómo. Y decimos: «Tal tiempo y tal otro tiempo» y «aquellos tiempos y los tiem-pos» y «En cuánto tiempo dijo aquél esto», «En cuánto tiempo hizo aquél esto otro», y «Cuán largo tiempo hace que no lo vi», y «Doble tiempo tiene esta sílaba que aquella otra breve sencilla». Esto decimos y esto oímos, y nos entienden y lo entendemos. Clarísimas y trivialísimas son estas cosas, y, sin embargo, demasiado recónditas, y es nuevo su descubrimiento.


CAPÍTULO 23

Qué es el tiempo.

29. Oí decir a cierto hombre docto que los movimientos del sol y la luna y las es-trellas, esos mismos son los tiempos; y no asentí. ¿Por qué más bien los movi-mientos de todos los cuerpos no serían los tiempos? ¿Es que si se parasen los lu-minares del cielo y se moviese la rueda del alfarero, no habría tiempo con que mediríamos aquellas vueltas y diríamos, o que tienen duraciones iguales, o si unas veces se moviesen más despacio, otras más de prisa, que unas vueltas tardaban más y otras menos? Y cuando estas cosas dijéramos, ¿no hablaríamos también nosotros en el tiempo? ¿Y acaso habría en nuestras palabras unas sílabas largas y otras breves, sino porque aquéllas habrían sonado más largo tiempo, éstas más corto?
Oh Dios, conceded a los hombres que vean en lo pequeño las nociones comu-nes a las cosas pequeñas y a las grandes. Son las estrellas y luminares del cielo para señales y para los tiempos y los días y los años (Gen., 1, 14): lo son, sin duda. Pero ni yo diré que la vuelta de aquella ruedecilla de madera sea el día, ni tampoco el otro dirá que por eso no hay tiempo.

30. Yo deseo saber la esencia, la naturaleza del tiempo con que medimos los mo-vimientos de los cuerpos, y decimos que aquel movimiento, verbigracia, es dos veces más duradero que éste. Porque pregunto: dado que se llama un día no solamente el tiempo que está el sol sobre el horizonte –según lo cual una cosa es el día y otra la noche–, sino también el que tarda en toda la vuelta del oriente hasta el oriente –y en este sentido decimos: «Tantos días» han pasado, pues con sus noches se computan «tantos días», sin descontar los espacios de las noches–, dado, pues, que el día se completa con el movimiento del sol y su recorrido de oriente a oriente, pregunto si el día es el mismo movimiento del sol, o la misma duración en que se completa, o ambas cosas.
Si fuese lo primero, sería, por consiguiente, también un día, aunque el sol hi-ciese aquel recorrido en un espacio de tiempo igual al de una hora.
Si lo segundo, no sería un día si desde una salida del sol hasta la otra hubiese una duración tan breve como de una hora, sino que el sol tendría que dar veinti-cuatro vueltas para completar un día.
Sin lo uno y lo otro, ni podría llamarse un día, si el sol en el espacio de una hora hiciese todo su recorrido, ni si, parándose el sol, transcurriese tanto tiempo cuanto el sol, de una mañana a otra, suele emplear en toda su carrera.
Ahora, pues, no preguntaré qué es aquello que llamamos un día, sino qué es aquel tiempo con que midiendo el curso del sol, diríamos que lo había hecho en la mitad menos de tiempo de lo que suele, si lo hubiese hecho en un es-pacio de tiempo igual a doce horas; y comparando entrambos tiempos, diríamos que aquél es sencillo y este otro doble, aun dado que el sol alguna vez hiciese su recorrido de oriente a oriente en aquel tiempo sencillo, y alguna vez en aqueste otro doble.
Nadie, pues, me diga que los tiempos son los movimientos de los cuerpos ce-lestes; porque también cuando, por el deseo de un hombre, se paró el sol para que aquél rematase el victorioso combate, el sol estaba parado, pero el tiempo corría. Porque en su espacio de tiempo que le era suficiente se desarrolló y acabó aquel combate.
Veo, pues, que el tiempo es una cierta distensión. Pero ¿lo veo en reali-dad, o sólo me parece que lo veo? ¡Vos me lo mostraréis, oh Luz, oh Verdad!


CAPÍTULO 24

El tiempo no es el movimiento de los cuerpos.

31. ¿Mandáis que yo apruebe, si alguno dice que el tiempo es el movimiento de un cuerpo? ¡No lo mandáis! Porque yo oigo, Vos lo decís, que ningún cuerpo se mueve, sino en el tiempo; pero que el mismo movimiento del cuerpo sea el tiem-po, eso no lo oigo: no lo decís Vos. Porque cuando un cuerpo se mueve, yo mido por el tiempo cuánto dura su movimiento desde que empezó a moverse hasta que se para. Y si no vi cuándo comenzó, y continúa moviéndose sin que yo vea cuán-do se para, no puedo medir si no es desde que empiezo a verlo hasta que acabó. Y si lo veo largo rato, solamente afirmo que el tiempo es largo, pero no cuánto; pues cuando decimos cuánto, lo decimos por comparación, verbigracia: «Tanto es esto, cuanto aquello»; o «Esto es doble que aquello»; y así en todo lo demás.
Pero si hubiéramos podido notar los espacios de los lugares desde dónde y has-ta dónde va el cuerpo que se mueve –o sus partes, si se mueve como en un torno–, podemos decir cuánto tiempo tardó en hacerse el movimiento del cuerpo –o de sus partes– desde tal lugar hasta tal otro.
Siendo, pues, una cosa el movimiento del cuerpo y otra aquello con que medi-mos su duración, ¿quién no echa de ver cuál de estos dos con más razón habrá de llamarse tiempo? Porque si un cuerpo unas veces variadamente se mueve y otras se para, por el tiempo medimos no solamente su movimiento, sino también su parada, y decimos: «Tanto tiempo ha estado parado, cuánto moviéndose», o «Es-tuvo parado el doble o el triple de lo que se movió», y cualquiera cosa que nuestra medida haya precisado o apreciado más o menos, como suele decirse. El tiempo no es, pues, el movimiento del cuerpo.


CAPÍTULO 25

Confiesa a Dios que no sabe qué es lo que no sabe.

32. Y confieso a Vos, Señor, que no sé todavía qué es el tiempo; y por otra parte, os confieso, Señor, que yo sé que digo estas cosas en el tiempo, y que ya hace mucho que vengo hablando del tiempo, y que este mismo mucho no es mucho, sino por la duración del tiempo. ¿Cómo, pues, sé esto, cuando no sé lo que es el tiempo? ¿Es tal vez que no sé como decir lo que sé? ¡Ay de mí, que aún no sé qué es lo que no sé! Heme aquí, Dios mío, delante de Vos, que no miento (Gal., 1, 20): como hablo, así es mi corazón. Vos iluminaréis mi antor-cha, Señor Dios mío, iluminaréis mis tinieblas.


CAPÍTULO 26

La medida de las sílabas por su cantidad es relativa.

33. ¿Por ventura no os confiesa mi alma con confesión verídica que yo mido los tiempos? Así, pues, Señor, Dios mío, yo mido y no sé lo que mido. Mido el mo-vimiento de un cuerpo por el tiempo. ¿No mido también el tiempo mismo? Pero ¿es que mediría yo el movimiento de un cuerpo, cuánto dura y cuánto tarda en llegar de aquí allá, si no midiese el tiempo en que se mueve?
Pues el tiempo mismo, ¿con qué lo mido? ¿Tal vez con un tiempo más breve medimos otro más largo, como por la longitud de un codo la longitud de una viga?
Así vemos que por la duración de una sílaba breve se mide la duración de una larga y se dice que ésta es doble. Así medimos la duración de los poemas por la duración de los versos; y la duración de los versos por la duración de los pies; y la duración de los pies por la duración de las sílabas; y la duración de las sílabas lar-gas por la duración de las breves; no por las páginas –porque de esa manera medi-ríamos los espacios, no los tiempos–, sino cuando las palabras, al pronunciarlas, van pasando y decimos: Es poema largo, pues se compone de tantos versos: versos largos, pues constan de tantos pies; pies largos, pues se extienden a tantas sílabas; sílaba larga, pues es doble que una breve.
Pero ni aun así se determina una medida fija del tiempo: puesto que puede acaecer que suene más largo espacio de tiempo un verso más corto si se pronuncia con mayor lentitud, que otro más largo si se recita con mayor rapidez. Dígase otro tanto de un poema, de un pie, de una sílaba.
Por eso me ha parecido a mí que el tiempo no es otra cosa que una distensión; pero ¿de qué? No lo sé; y maravilla será, si no es de la misma alma.
Pues ¿qué es lo que mido, ruégoos, Dios mío, cuando digo indeterminadamen-te: «Más largo es este tiempo que aquél», o también determinadamente: «El doble es este tiempo que aquél»? El tiempo mido: lo sé; pero ni mido el futuro, que to-davía no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni el pa-sado, que ya no es. ¿Qué mido, pues? ¿Tal vez los tiempos que pasan, no los pa-sados? Que así lo tengo dicho (nn. 21, 27).


CAPÍTULO 27

En la memoria medimos los tiempos.

34. Insiste, alma mía, y concentra fuertemente la atención. Dios es nuestro ayudador (Ps., 66, 9): Él nos ha hecho, y no nosotros (Ps, 99, 3). Mira dónde alborea la verdad.
Supongamos, por ejemplo, que una voz corporal empieza a sonar, y suena, y suena aún: he aquí que cesa y ya hay silencio, y aquella voz es ya pasada, y ya no es voz. Antes que sonara era futura y no se podía medir, porque aún no era; y aho-ra tampoco se puede, porque ya no es. Podíase, pues, entonces cuando sonaba, porque entonces había algo que medir; pero aun entonces no se estaba quieta, por-que iba sonando y pasaba. ¿Acaso por eso podía serlo mejor? Porque mientras iba pasando se extendía por algún espacio de tiempo, en el cual pudiera ser medida, pues el presente no tiene ningún espacio.
Si, pues, entonces podía serlo, supongamos que otra voz comienza a sonar y aún sigue sonando con un tono continuado sin interrupción. Midámosla mientras suena; porque cuando hubiera dejado de sonar, ya habrá pasado y no habrá qué medir; midámosla totalmente, y digamos cuánto dura. Pero es el caso que aún sigue sonando, y medirse no puede sino desde su principio en que empezó a sonar hasta el fin en que cesa; pues lo que medimos es precisamente el mismo intervalo desde un principio hasta el fin. Por tanto, la voz que aún no ha terminado no puede medirse para decir qué larga o breve es, ni decirse igual a otra, o simple o doble o cosa semejante respecto de otra. Mas cuando hubiere acabado, ya no existirá: ¿cómo, pues, podrá ser medida?
Y, sin embargo, medimos los tiempos, y no aquellos que todavía no son, ni tampoco los que ya no son, ni aquellos que no se extienden con alguna duración, ni los que no tienen términos. No medimos, pues, ni los tiempos futuros, ni los pasados, ni los presentes, ni los que van pasando; y, sin embargo, medimos los tiempos.

35. «Deus creator omnium». (Oh Dios, creador de todo). Este verso es de ocho sílabas, en que alternan breves y largas. Y así, las cuatro breves –primera, tercera, quinta, séptima– son sencillas, respecto de las cuatro largas –segunda, cuarta, sex-ta, octava–; cada una de éstas tiene doble tiempo que cada una de aquéllas; yo las pronuncio y me doy cuenta, y así es, en cuanto lo siente manifiestamente el oído. En cuanto sensiblemente lo percibo, con la sílaba breve mido la larga y siento que tiene dos veces tanto. Pero cuando suena una después de otra, si la primera es bre-ve y la segunda larga, ¿cómo retendré la breve, y cómo al medir la aplicaré a la larga para averiguar que ésta tiene dos veces tanto, siendo así que la larga no em-pieza a sonar mientras no hubiere dejado de sonar la breve? Y la misma larga, ¿cómo la mido presente, siendo así que no la mido sino después de acabada? Pero su acabar es pasar. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Dónde está la breve con que mi-do? ¿Dónde está la larga que mido? Ambas sonaron, volaron, pasaron, ya no son; y yo mido, y confiadamente respondo, cuanto uno puede fiarse del oído ejercitado, que la una es sencilla y la otra doble, en duración de tiempo se entiende. Y no puedo hacerlo sino porque ya pasaron y terminaron. No mido, pues, las mismas sílabas que ya no existen, sino algo de ellas que en la memoria permanece fijo.

36. En ti, alma mía, mido los tiempos. No me quieras trastornar lo que es; no te quieras trastornar con el tropel de tus impresiones. En ti, digo, mido yo el tiempo. La impresión que las cosas al pasar hacen en ti, y que, cuando ellas han pasado, permanece, esta misma es la que yo mido presente, no las cosas que pasaron y la produjeron; ésta es la que mido cuando mido el tiempo. Luego, o ella misma es el tiempo, o no mido el tiempo.
Pues ¿qué? Cuando medimos los silencios y decimos que aquel silencio duró tanto tiempo como duró aquella voz, ¿no extendemos el pensamiento a medir la voz como si sonase, para poder darnos alguna cuenta de aquel espacio de tiempo? Porque también callando la voz y la boca, recitamos con el pensamiento poemas y versos y toda clase de discursos y cualesquiera medidas de los movimientos, y nos damos cuenta de la duración de los tiempos, cuál sea la cantidad de éste respecto de aquél, no de otra suerte que si aquello de viva voz lo pronunciásemos.
Si alguno quisiere emitir una voz algo prolongada y determinase, premeditán-dolo, cuánta ha de ser su duración, este tal ha recorrido en silencio aquel espacio de tiempo, y encomendándolo a la memoria, empieza a emitir aquella voz que «suena» hasta llegar al término prefijado; o, mejor dicho, «ha sonado» y «sonará»; porque lo que se ha ejecutado de ella cierto es que «ha sonado», y lo que resta «sonará»; y así toda ella se cumple, mientras el esfuerzo presente traslada el futuro al pasado, creciendo el pasado con la disminución del futuro, hasta que, consu-miendo el futuro, es todo pasado.


CAPÍTULO 28

Con el alma medimos los tiempos.

37. Mas ¿cómo se disminuye o se consume el futuro que todavía no es, o cómo crece el pasado que ya no es, sino porque en el alma, que es la que lo hace, existen tres cosas? Porque ella «espera», «atiende» y «recuerda»; de suerte que aquello que «espera», pasando por lo que «atiende», va a parar a lo que «recuerda». ¿Quién niega, pues, que los futuros aún no son, y, no obstante, en el alma existe expectación de los futuros? ¿Y quién niega que lo pasado ya no es, y, sin embargo, existe todavía en el alma memoria de lo pasado? ¿Y quién niega que el tiempo presente carece de espacio, pues para en un punto, y, sin embargo, perdura la atención por donde pasa a ausentarse lo que va a presentarse?
No es, pues, largo el tiempo futuro, que no es, sino que el futuro largo es una larga expectación del futuro; no es largo el tiempo pasado, que no es, sino que el pasado largo es la memoria larga del pasado.

38. Voy a recitar una canción que sé. Antes de comenzar, mi «expectación» se extiende a toda ella; pero una vez comenzada, cuanto vaya desgranando de ella hacia el pasado, otro tanto se va extendiendo mi «memoria»; y mi actividad en esta acción se distiende: hacia la «memoria», por lo que he recitado, y hacia la «expectación», por lo que he de recitar; pero está presente mi «atención», por la cual lo que era futuro pasa a hacerse pretérito. Y cuanto esta acción avanza más y más, tanto disminuye la «expectación» y crece la «memoria»; hasta que la «expectación» se consuma del todo, cuando terminada la acción, hubiere pasado a la «memoria».
Y como en la canción entera, así acontece en cada una de sus partes y en cada una de sus sílabas; así también en una acción más larga, de la cual tal vez es una parte aquella canción; así en toda la vida del hombre, de la cual son partes todas las acciones del hombre; así en la existencia del humano linaje, de la cual son par-tes las vidas de los hombres.


CAPÍTULO 29

Desea elevarse sobre lo temporal para fundirse en Dios.

39. Pero como es mejor vuestra misericordia que las vidas, he aquí que mi vida es distensión; y me recogió vuestra diestra (Ps., 62, 4, 9) en mi Señor, el Hijo del hombre, mediador entre Vos –el Uno– y nosotros –los muchos, en mu-chas cosas y por muchas cosas divididos–, a fin de que por Él alcance aquello para lo cual yo a mi vez fui alcanzado (Filip., 3, 12), y me recoja de mis días antiguos siguiendo al Uno: olvidando las cosas pasadas, no en pos de las que son futuras y transitorias, sino a lo que está por delante (l. c.); no dis-tendido, sino extendido; no con distensión, sino con fija intuición, sigo tras la palma de la soberana vocación (l. c.), donde oiga la voz de alabanza (Ps., 25, 7) y contemple vuestro deleite (Ps., 26, 4). que ni viene ni pasa.
Mas ahora mis años son en gemidos (Ps. 30, 11). y Vos, consuelo mío, Padre mío, sois eterno; mas yo he caído en tiempos, cuyo orden desconozco, y con tu-multuosas variedades se desgarran mis pensamientos, las íntimas entrañas de mi alma, hasta que venga a fundirme en Vos, purificado y derretido con el fuego de vuestro amor.


CAPÍTULO 30

Qué hacia Dios antes de crear el mundo.

40. Y persistiré y me consolidaré en Vos, en vuestra verdad como en mi molde: y no toleraré preguntas de los hombres que, con la enfermedad por castigo, tienen más sed que lo que pueden beber, y dicen: ¿Qué hacía Dios «antes» que hiciese el cielo y la tierra? O: ¿Cómo le vino al pensamiento hacer algo, siendo así que «an-tes» «nunca» había hecho cosa alguna? Dales, Señor, que piensen bien lo que van a decir, y entiendan que no se puede decir nunca donde no hay tiempo. Diciendo, pues, que nunca hizo nada, ¿qué otra cosa se dice sino que en ningún tiempo lo hizo? Véase, pues, que no puede existir tiempo sin creatura, y dejen de decir semejante vaciedad.
Extiéndanse también ellos hacia las cosas que están delante (Filip., 3, 13), y entiendan que Vos, antes de los tiempos eternos, sois el creador de todos los tiempos, y que ningún tiempo es coeterno con Vos, ni creatura alguna, aunque alguna esté sobre los tiempos.


CAPÍTULO 31

Cómo conocer Dios y la creatura.

41. ¡Señor, Dios mío, cuán recóndito es vuestro profundo secreto!, y ¡cuán lejos de él me arrojaron las consecuencias de mis delitos! Sanad mis ojos y me compla-ceré en vuestra luz.
Ciertamente, si existe un alma dotada de tan grande ciencia y presciencia, que le sean tan conocidas las cosas pasadas y venideras, como lo es para mí una can-ción trilladísima, admirable es esta alma y estupenda hasta el pasmo, puesto que nada se le oculta de cuanto ha sucedido o ha de suceder en los siglos, así como a mí no se me oculta, al ejecutar aquel cántico, qué y cuánto de él ha pasado desde el principio, qué y cuánto falta hasta el fin.
Pero lejos de mí pensar que Vos, creador del universo, creador de las almas y de los cuerpos, lejos de mí pensar que de esta manera conocéis Vos todas las cosas pasadas y venideras. ¡Vos mucho más, mucho más maravillosamente, mucho más secretamente! Porque mientras en el que canta o escucha una canción conocida, con la expectación de las notas que vienen y la memoria de las que pasaron se varía el afecto y se mantiene viva la atención; nada semejante acaece en Vos, in-conmutablemente eterno, es decir, verdaderamente eterno creador de los espíritus. Porque así como conocisteis en el principio el cielo y la tierra sin variación de vuestro conocimiento, así hicisteis en el Principio el cielo y la tierra, sin distinción de vuestra acción.
El que esto entiende os alabe; y el que no lo entiende os alabe. ¡Oh cuán excel-so sois; y los humildes de corazón son vuestra casa! Porque Vos levantáis a los caídos (Ps., 145, 8), y no caen aquellos cuya celsitud sois Vos.