Contra Academicos

por San Agustín
(Fragmentos)

  LIBRO I
De la verdad y de la bienaventuranza
CAPÍTULO I
Ocasión de la disputa

233 Aquí vive conmigo, muy enfrascado en el estudio, nuestro Licencio, que, dejando las seducciones y pasatiempos de su edad, se ha consagrado tan de lleno a la filosofía, que me atrevo sin temeridad a proponerlo como modelo a su padre. Es la filosofía, en efecto, tal, que ninguna edad pueda quejarse de ser excluida de su seno; y para estimularte a poseerla y a abrevar en ella con más avidez, aunque ya conozco bien tu sed, he querido enviarte, digámoslo así, este sorbo; te ruego no frustres la esperanza que abrigo de que te será muy agradable y, por decirlo así, estimulante. Te he mandado redactada la discusión que tuvieron entre sí Trigecio y Licencio. Pues habiéndosenos llevado al primero la milicia por algún tiempo, como para vencer el fastidio del estudio de las disciplinas, nos lo devolvió con una ardentísima pasión y voracidad de las grandes y nobles artes.
Pasados, pues, muy pocos días, después de comenzar nuestra vida de campo, cuando, al exhortarlos y animarlos a los estudios, los vi tan dispuestos y sumamente ansiosos, más de lo que yo había deseado, quise probar sus fuerzas, teniendo en cuenta su edad; me animó sobre todo el ver que el Hortensio, de Cicerón, los había ganado en gran parte para la filosofía.
Sirviéndonos, pues, de un estenógrafo, para que el viento no arrebatara nuestro trabajo, no permití que pereciera nada. Así, pues, en este libro verás las cuestiones y opiniones sostenidas por ellos y aun mis palabras y las de Alipio.

CAPÍTULO II
Felicidad y conocimiento

234 Habiéndonos, pues, reunido todos en un lugar para esto por consejo mío, donde me pareció oportuno, les dije:
-¿Acaso dudáis de que nos conviene conocer la verdad? -De ningún modo- dijo Trigecio.
Los demás dieron señales de aprobación.
-Y si -les dije yo- aun sin poseer la verdad podemos ser felices, ¿creéis que será necesario su conocimiento?
Aquí intervino Alipio diciendo:
-En esta cuestión asumo yo con más seguridad el papel de árbitro, pues, teniendo el viaje dispuesto para ir a la ciudad, conviene sea relevado en el oficio de tomar parte en la discusión; además, más fácilmente puedo delegar en otro mis funciones de juez que las de abogado de una de las partes. No esperéis, pues, mi intervención en favor de ninguna de ellas.
Accedieron todos a lo que pedía, y después que yo repetí mi proposición, dijo Trigecio:
-Ciertamente, bienaventurados queremos ser; y si podemos serlo sin la verdad, podemos también dispensarnos de buscarla.
-¿Y qué os parece esto mismo? -añadí yo-. ¿Creéis que podemos ser dichosos aun sin hallar la verdad?
-Sí podemos, con tal de buscarla -respondió entonces Licencio.
Habiendo yo aquí pedido por señas el parecer de los otros, dijo Navigio:
-Me hace fuerza la opinión de Licencio. Pues tal vez puede consistir la bienaventuranza en esto mismo, en vivir buscando la verdad.
-Define, pues -le rogó Trigecio-, la vida feliz, para colegir de ahí la respuesta conveniente.
-¿Qué piensas -dije yo- que es vivir felizmente, sino vivir conforme a lo mejor que hay en el hombre?
-No quiero ser ligero en mis palabras -replicó él-; mas paréceme que debes declarar qué es lo mejor que hay en el hombre.
-¿Quién dudó jamás- le repuse yo- que lo más noble del hombre es aquella porción del ánimo a cuyo dominio conviene que se sometan todas las demás que hay en él? Y esa porción, para que no me pidas nuevas definiciones, puede llamarse mente o razón. Si no te place esta opinión, mira tú a ver cómo defines la vida feliz o la porción más excelente del hombre.
-Estoy conforme con ella -dijo él.

235 -Luego -les dije yo- para volver a nuestro propósito, ¿te parece que sin hallar la verdad, con sólo buscarla, puede vivir uno dichosamente?
-Mantengo mi sentencia dijo él-; de ningún modo me parece.
-A mí -afirmó Licencio-, absolutamente me parece que sí, pues nuestros mayores, a los cuales la tradición presenta como sabios y dichosos, vivieron bien y felizmente sólo por haber investigado la verdad.
-Os agradezco -les dije yo- que, juntamente con Alipio, me hayáis hecho vuestro árbitro, porque os confieso comenzaba ya a envidiarle. Así, pues, como a una de las partes le parece que para la vida dichosa le basta la investigación de la verdad, y a la otra, que para lograr la dicha se requiere la posesión de la misma, y Navigio hace poco ha querido ponerse de tu parte, Licencio, con gran curiosidad espero cómo defendéis vuestras opiniones. Se trata de un cuestión muy importante, digna de la más escrupulosa discusión.
-Si el tema es grande -advirtió Licencio-, requiere también grandes ingenios.
-No busques -le contesté yo-, sobre todo en esta casa de campo, lo que es difícil hallar en todas partes; más bien explica tú el porqué de tu opinión, que sin duda has proferido después de reflexionar, y los fundamentos en que descansa, pues aun los pequeños se engrandecen en la discusión de los grandes problemas.


CAPÍTULO III
Una objeción

236 -Pues veo -dijo él- que quieres a todo trance vernos envueltos en la discusión, sin duda buscando nuestra utilidad, dime tú por qué no puede ser dichoso quien busca la verdad, aun sin hallarla.
-Porque el hombre feliz -dijo Trigecio- ha de ser perfecto sabio en todas las cosas. Ahora bien: el que busca, todavía no es perfecto. No veo, pues, cómo puede ser feliz.
-¿Tiene para ti valor -respondió el otro- la autoridad de los antiguos?
-No la de todos.
-¿La de quiénes admites? -La de los que fueron sabios.
-¿Te parece sabio Carnéades?
-Yo no soy griego; no sé quién fue ese Carnéades.
-Pues entonces -insistió Licencio-, ¿qué piensas de nuestro Cicerón?
Después de un rato de silencio, dijo Trigecio: -Fue un sabio.
-¿Luego su opinión tiene materia?
-Ciertamente.
-Escucha, pues, su manera de pensar, pues creo que la has olvidado. Creyó nuestro Cicerón que es feliz el investigador de la verdad, aunque no pueda llegar a su posesión.
-¿Dónde Cicerón ha dicho eso?
-¿Quién ignora que afirmó con insistencia que nada puede ser percibido por el hombre, y que al sabio sólo le resta la rebusca diligentísima de la verdad, porque si diera asenso a cosas inciertas, aun siendo verdaderas por casualidad, no podría verse libre de error, siendo ésta la falta principal del sabio? Por lo cual, si se ha de creer que el sabio es necesariamente dichoso, y, por otra parte, la sola investigación de la verdad es el empleo más noble de la sabiduría, ¿a qué dudar de que la vida dichosa puede resultar de la simple investigación de la verdad?

237 Entonces dijo Trigecio:
-¿Es lícito volver a las afirmaciones hechas a la ligera?
-Sólo niegan esa licencia -intervine yo aquí- los que disputan movidos no por el deseo de hallar la verdad, sino por una pueril jactancia de ingenio. Así, pues, aquí conmigo, sobre todo atendiendo a que estáis en la época de la formación y educación, no sólo se os concede eso, sino que os impongo como un mandato la conveniencia de volver a discurrir afirmaciones lanzadas con poca cautela.
-Tengo por un gran progreso en la filosofía -dijo Licencio- menospreciar el triunfo en una discusión por el hallazgo de lo justo y verdadero. Así que con mil amores me someto a tu indicación y autorizo a Trigecio ?pues ésta es cosa que me toca a mí- repasar las aserciones que le parezca haber emitido temerariamente.
Y después de retirarse, dijo Licencio:
-Puedes retractar lo que afirmaste a la ligera.
-Concedí temerariamente que Cicerón fuera un sabio.
-¡Ah! Pero ¿no fue sabio Cicerón, cuando él introdujo y elevó a su perfección la filosofía entre los romanos?
-Aun concediéndote que fuera un sabio, estoy lejos de aprobar todas sus opiniones.
-Pues tendrás que refutar otras muchas de sus ideas para no parecer imprudente al rechazar ésta.
-¿Y si estoy dispuesto a probar que fue éste el único flaco de su pensamiento? Lo que te interesa, yo creo, es que peses las razones que daré para demostrar mi aserto.
-Adelante, pues. ¿Cómo osaré yo afrontarme con el que se declara adversario de Cicerón?

238 -Quiero que adviertas, me dijo aquí Trigecio, tú que eres nuestro juez, cómo has definido más arriba la vida dichosa; porque dijiste que es bienaventurado el que vive conforme a la porción del ánimo, que conviene impere a las demás. Y tú, Licencio, has de concederme ahora (pues ya en nombre de la libertad, que la misma filosofía nos promete dar, he sacudido el yugo de la autoridad) que el investigador de la verdad todavía no es perfecto.
Después de una larga pausa, respondió Licencio:
-No te lo concedo.
-¿Por qué? Explícate, a ver. Soy todo oídos y anhelo por escuchar cómo un hombre puede ser perfecto faltándole la verdad.
-El que no llegó al fin -replicó el otro- confieso que no es perfecto aún. Pero aquella verdad sólo Dios creo que la posee, o quizá también las almas de los hombres, después de abandonar el cuerpo, es decir, esta tenebrosa cárcel. Pero el fin del hombre es indagar la verdad como se debe: buscamos al hombre perfecto, pero hombre siempre.
-Luego el hombre no puede alcanzar la dicha -dijo Trigecio-. ¿Y cómo puede ser dichoso sin lograr lo que tan ardientemente desea? Pero no; el hombre puede ser feliz, porque puede vivir conforme a aquella porción imperial del ánimo, a que todo lo demás debe subordinarse. Luego puede hallar la verdad. Y si no, repliéguese sobre sí mismo y renuncie al ideal de la verdad, para que, al no poder conseguirlo, no sea necesariamente desdichado.
-Pues ésa es cabalmente -repuso Licencio- la bienaventuranza del hombre: buscar bien la verdad; eso es llegar al fin, más allá del cual no puede pasarse. Luego el que con menos ardor de lo que conviene investiga la verdad, no alcanza el fin del hombre; mas quien se consagra a su búsqueda según sus fuerzas y deber, aun sin dar con ella, es feliz, pues hace cuanto debe según su condición natural, Y si no la descubre, es defecto de la naturaleza.
Finalmente, como todo hombre por necesidad es feliz o desgraciado, ¿no raya en locura el decir que es infeliz el hombre que día y noche se dedica a la investigación de la verdad? Luego será dichoso.
Además, tu misma definición, según yo entiendo, me favorece grandemente, pues si es bienaventurado, como lo es, quien vive según' la porción espiritual, que debe reinar sobre todo lo demás, y esa porción se llama razón, te pregunto: ¿No vive según razón quien busca bien la verdad? Y si es absurdo negarlo, ¿por qué no llamar feliz al hombre por la sola investigación de la verdad?

CAPÍTULO IV
Qué es el error

239 -Yo creo- respondió Trigecio- que el que yerra ni vive según la razón ni es dichoso totalmente. Es así que yerra el que siempre busca y nunca halla. Luego tú tienes que demostrar una de estas dos cosas: o que errando se puede ser feliz, o que el que siempre investiga la verdad, sin hallarla, no yerra.
-El hombre feliz no puede errar -respondió el otro.
Y después de largo silencio añadió:
-Mas tampoco yerra el que busca, pues para no errar indaga con muy buen método.
-Cierto que para no errar -replicó Trigecio- se dedica a la investigación; pero como no alcanza lo que busca, no se salva del error. Así tú has querido hacer hincapié en que ese hombre no quiere engañarse, como si ninguno errase contra su voluntad, o como si errase alguien de otro modo que contra su voluntad.
Entonces yo, al ver su vacilación en responder, les dije:
-Tenéis que definir el error, pues más fácilmente veréis sus límites después de penetrar en su esencia.
-Yo -dijo Licencio- soy inepto para las definiciones, aunque es más fácil definir el error que acabar con él.
-Ya lo definiré, pues, yo -respondió el otro-; me será fácil hacerlo, no por la agudeza de mi ingenio, sino por la excelencia de la causa, porque errar es andar siempre buscando, sin atinar en lo que se busca.
-Si yo pudiera -dijo Licencio- refutar fácilmente tu definición, ha tiempo que no hubiera faltado a mi causa. Mas, o porque el tema es de suyo muy arduo, o a mí se me antoja que lo es, yo os ruego aplacéis la cuestión para mañana, pues, a pesar de mi diligencia y esfuerzo reflexivo, no atino hoy en la respuesta conveniente.
Como me pareció atendible la súplica, sin oposición de nadie, nos levantamos a pasear. Y mientras nosotros conversábamos de mil asuntos, Licencio siguió pensativo. Mas al fin, viendo que era en vano, soltó riendas a su ánimo, y vino a mezclarse con nosotros. Después, a la caída de la tarde, se reanimó entre ellos la discusión; pero yo les frené y les convencí que la dejasen para el siguiente día. De allí nos fuimos a los baños.

Segunda disputa

240 Al siguiente día, estando todos sentados, les dije:
-Reanudemos la cuestión de ayer.
-Aplazamos la discusión -dijo entonces Licencio-, si no me engaño, a ruego mío, por parecerme muy dificultosa la definición del error.
-En eso no yerras ciertamente -le observé yo-; y ojalá que esto sea un buen augurio para lo que falta.
-Escucha, pues -dijo él-, lo que ayer te hubiera expuesto, a no haberme interrumpido. El error, creo yo, consiste en la aprobación de lo falso por verdadero; y en este escollo no da el que juzga que ha de buscarse siempre la verdad, pues no puede aprobar cosa falsa el que no aprueba nada; luego es imposible que yerre. Y dichoso puede serlo fácilmente, pues para no ir más lejos, si a nosotros se nos permitiera siempre vivir tal como vivimos ayer, no se me ocurre ninguna razón para no tenernos por felices. Pues vivimos con una gran tranquilidad espiritual, guardando libre nuestra alma de toda mancha de cuerpo, muy lejos del incendio de las pasiones, consagrados, según la posibilidad humana, al esfuerzo reflexivo de la razón, esto es, viviendo según la divina porción del ánimo, en que convinimos por definición ayer consistía la vida dichosa; y según creo, buscamos la verdad, sin llegar a su hallazgo, Luego la sola investigación de la verdad, prescindiendo de su alcance, puede compaginarse con la felicidad del hombre. Advierte, pues, con qué facilidad, sólo con observaciones corrientes, queda refutada tu definición. Porque dijiste que errar es buscar siempre, sin hallar nunca. Pues supongamos que alguien nada busca, y preguntándole otro si ahora es de día, ligera y atropelladamente responde que, según su parecer, es noche. ¿No te parece que se engaña? Esta clase de errores tan notables no se comprenden en tu definición.
Por otra parte, ¿puede haber definición más viciosa, pues comprende a los que no yerran? Imaginémonos que alguien quiere ir a Alejandría, y va por el camino recto; no podrás decir que yerra; mas, impedido por diversas causas, hace el recorrido en largas jornadas, hasta que es sorprendido por la muerte. ¿Acaso no buscó siempre sin alcanzar lo que quería, y, con todo, no erró?
-Ni tampoco buscó siempre -contestó Trigecio.

241 -Dices bien -replicó Licencio-, y tu observación es razonable. Mas de ahí se sigue que no vale tu definición, pues yo no he sostenido que es dichoso el que siempre busca la verdad. Eso es imposible. En primer lugar, porque no siempre el hombre existe; en segundo lugar, ya desde que comienza a serlo no puede dedicarse a la investigación, por impedírselo la edad. O si interpretas siempre en el sentido de que no debe dejar perder ningún instante sin consagrarlo al estudio de la verdad, entonces volveremos al citado ejemplo del viaje a Alejandría. Suponte, en efecto, que un hombre, cuando la edad o las ocupaciones le consienten viajar, emprende el recorrido del camino, y sin desviarse nunca, como dije antes, antes de llegar, se muere. Mucho te engañarás si dices que erró, aunque, durante todo el tiempo que pudo, ni cesó de buscar ni consiguió llegar a donde quería. Por lo cual, si mi razonamiento vale, y, según él, no yerra el que busca bien, aun sin atinar en la verdad, y es dichoso, pues vive conforme a la razón; y si, al contrario, tu definición ha resultado vana, y aun cuando no lo fuese, no la tomaría en consideración, por hallarse mi causa bien robustecida con las razones que he expuesto, ¿por qué, dime, no está resuelta ya la cuestión que nos hemos propuesto?


CAPÍTULO VI
Nueva definición de la sabiduría

242 Cuándo clareó el día -y la víspera habíamos dispuesto las cosas de modo que nos quedase mucho tiempo-, luego al punto enhebramos el hilo de la discusión empeñada. Entonces comencé yo:
-Pediste ayer, Trigecio, que, desempeñando mi oficio de árbitro, descendiese á la defensa de la sabiduría; como si en vuestro discurso ella tuviese algún adversario que temer, o que, defendiéndola alguien, se viese en aprieto tal como para pedir un socorro mayor. Pues la única cuestión que entre vosotros ha surgido ahora es la de la definición de la sabiduría, y en ella, ninguno la impugna, sino ambos la deseáis. Ni tú, por creer que te ha fallado la definición de la sabiduría, debes abandonar la defensa del resto de la causa.
Así, pues, yo te daré la definición de la sabiduría, que no es mía ni nueva, sino de los antiguos hombres, y me extraño de que no la recordéis. Pues no es la primera vez que oís que sabiduría es la ciencia de las cosas divinas y humanas...


LIBRO II
Examen de la doctrina de los académicos
CAPÍTULO V
Exposición

243 -Obraré -dije yo- con buena fe, porque tienes derecho a exigirlo. Pues a los académicos plúgoles sostener que el hombre no puede conseguir la ciencia de las cosas tocantes a la filosofía (porque lo demás no preocupaba á Carnéades) y, no obstante eso, que el hombre puede ser sabio, y toda su misión consiste en investigar la verdad, como lo has recordado tú, Licencio, en aquella disertación.
De donde resulta que el sabio no da su asentimiento a ninguna cosa, porque necesariamente yerra -y esto es impropio del sabio- asintiendo a cosas inciertas. Y no sólo afirmaban que todo era incierto, sino que apoyaban su tesis con muchísimos argumentos. Pero que no puede comprenderse la verdad lo deducían de una definición del estoico Zenón, según la cuál sólo puede tenerse por verdadera aquella representación que es impresa en el alma por el objeto mismo de donde se origina, y que, no puede venir de aquello de donde no es.
O más breve y claramente: lo verdadero ha de ser reconocido por ciertos signos que no puede tener lo falso. Y que estos signos no pueden hallarse en nuestras percepciones, se empeñaron en demostrarlo con mucha tenacidad los académicos. De aquí el desacuerdo de los filósofos y los engaños de los sentidos; de aquí los sueños y alucinaciones, las falacias y sorites que empleaban para defensa de su causa.
Y habiendo aprendido del mismo Zenón que no hay cosa más despreciable que la opinión, muy hábilmente dedujeron de ahí que, si nada puede percibirse, por una parte, y por otra, la opinión es cosa muy baja, el sabio debía de abstenerse de aprobar nada.

244 Esto les acarreó una gran hostilidad, porque parecía consecuente que el que nada afirma, nada haga. Y por está causa, parecían pintar los académicos a su sabio -que, según ellos, nada debe afirmar- como condenado a perpetua soñolencia y deserción de todos sus deberes. Más ellos, en este punto, introdujeron el uso de cierta probabilidad, que llamaban verosimilitud, sosteniendo que de ningún modo el sabio deja de cumplir sus deberes, pues tiene sus reglas de conducta para seguir; pero que la verdad, sea por la oscuridad de la naturaleza; sea por las semejanzas engañosas, yacía escondida y confusa. Y añadían que la misma refrenación y suspensión del asentimiento era fruto de una gran actividad del sabio.
Creo haberos expuesto todo su sistema, como has querido, sin separarme de tus indicaciones, Alipio; es decir, que he obrado con buena fe. Porque si algo o no es como lo he dicho o lo he callado, no ha dependido de mi voluntad.
No falta, pues, la buena fe, según el testimonio de mi conciencia. El hombre que se engaña, debe parecernos digno de lástima; y el que engaña, vitando; el primero necesita un buen maestro; el segundo, un discípulo precavido.


CAPÍTULO VI
Divergencia entre la antigua y la nueva Academia

245 Tomado el necesario alimento para satisfacer nuestra hambre, volvimos luego al prado, y Alipio comenzó diciendo:
-Obedeceré a tu deseo, sin atreverme a rehusar el compromiso. Si nada omito, será gracias a tu doctrina y también a mi memoria. Pero si en alguna cosa me equivoco, tú la retocarás, de modo que en adelante no tema esta clase de compromisos.
Según mi parecer, la escisión de la nueva Academia se produjo no tanto contra la antigua doctrina como contra los estoicos. Y ni aun se ha de considerar como una escisión, porque convenía refutar y discutir una opinión nueva introducida por Zenón. Pues la doctrina sobre la imposibilidad de la percepción, aunque no suscitó controversias, refugióse en la mente de los antiguos académicos, y no fue juzgada como inadmisible. Podría probarse esto fácilmente con la autoridad del mismo Sócrates, de Platón y otros filósofos antiguos, que en tanto creyeron que uno puede inmunizarse contra el error en cuanto evita la temeridad en dar su asentimiento; con todo, ellos no introdujeron en las escuelas una discusión sobre esta materia ni investigaron particularmente si era o no posible la percepción de la verdad.
Este es el problema que lanzó bruscamente Zenón, porfiando en que nada puede percibirse sino aquello que de tal manera es verdadero, que se distingue de lo falso por sus notas o marcas de disimilitud, y que el sabio no debía abrazar opiniones; y Arquesilao, habiendo oído esto, negó que pudiera haber para el hombre cosa de ese género, y que la vida del sabio no debía exponerse a aquel naufragio de la opinión. Conclusión de todo esto fue que no debía asentirse a ninguna cosa.

246 ¿No sabes, pues, que yo no tengo ninguna cosa por cierta, y que de su investigación me retraen los argumentos y discusiones de los académicos? Pues no sé de qué modo me han hecho creer como cosa probable, usando su palabra favorita, que el hombre no puede hallar la verdad; por lo cual me hice perezoso y tardo, sin atreverme a buscar lo que no estuvo al alcance de los varones más agudos y doctos. Si, pues, yo no logro convencerme de la posibilidad de descubrir lo verdadero tan fuertemente corno los académicos estaban convencidos de lo contrario, no me atrevo a indagar nada ni hallo cosa que defender.
Deja, pues, a un lado tu pregunta, si te place, y discutamos entre los dos, con la mayor sagacidad posible, si puede hallarse la verdad. Por lo que a mí toca, tengo a mano muchos argumentos que oponer a la doctrina de los académicos; nuestra diferencia de opiniones se reduce a lo siguiente: a ellos parecióles probable que no puede descubrirse la verdad; en cambio, a mí me parece que puede hallarse. Pues el desconocimiento de la verdad me es particular, si ellos fingían, o seguramente es común a ellos y a mí.

CAPÍTULO XI
Sobre la probabilidad

247 -Oíd, pues -les dije yo-, de qué se trata. Llaman los académicos probable o verosímil lo que, sin asentimiento formal de nuestra parte, basta para movernos a obrar. Digo sin asentimiento, de modo que sin tomar por verdadero lo que hacemos, conscientes de nuestra ignorancia de la verdad, no obstante, obramos. Por ejemplo, si la noche pasada, tan serena y pura, alguien nos hubiera preguntado si hoy había de salir un sol tan alegre, sin duda hubiéramos respondido: No lo sabemos, pero nos parece que sí.
Pues de esta categoría son, dice el académico, todas las cosas que yo he creído conveniente llamar probables o verosímiles. Si tú les quieres poner otro nombre, no te contradiré. Me basta con saber que has entendido mi pensamiento, esto es, a qué cosas se aplica dicho nombre. Pues el sabio debe ser averiguador de la verdad, no artífice de las palabras.
¿Habéis entendido, pues, cómo se me han ido de las manos aquellos juegos con que trataba de ejercitaros?
Habiendo respondido ambos que sí, como con sus semblantes me pedían una respuesta, les dije:
-¿Qué pensáis? -os repito-. ¿Creéis que Cicerón, artífice de estas palabras, fue tan indigente en la lengua latina que ponía nombres poco adecuados a las cosas que tenía en su ánimo?

CAPÍTULO XII
Se insiste en el mismo argumento

248 Entonces dijo Trigecio:
-Pues la cosa es clara, no hemos de promover ninguna cuestión verbal. Por lo cual mira más bien cómo has de responder a este nuestro libertador, contra quien preparas de nuevo tus acometidas.
-Un momento -dijo Licencio-, por favor; pues me brilla en el pensamiento no sé qué luz y por ella veo que no debiste dejarte arrebatar fácilmente tan grave argumento.
Y después de una pausa silenciosa de reflexión, añadió: -Nada me parece más absurdo que decir que aprueba lo semejante a la verdad el que ignora a ésta; ni me hace flaquear en este punto tu comparación. Pues si a mí me preguntan si del estado atmosférico de hoy no se barrunta alguna lluvia para mañana, muy bien responderé que es verosímil, porque sostengo que puede conocerse alguna verdad. Sé que este árbol no puede hacerse de plata ahora, y otras muchas cosas digo sin presunción que las sé, a las cuales veo que son semejantes las que llamamos verosímiles.
Pero tú, ¡oh Carnéades! , o no sé qué otra peste griega, para callar de los nuestros -¿y por qué dudaré ya de pasarme al bando de quien soy prisionero por derecho de victoria?-, cuando tú dices que no conoces ninguna verdad, ¿cómo puedes abrazar lo que se asemeja a ella? Cierto no pudo dársele otro nombre. ¿Cómo, pues, podemos discutir con un hombre que ni siquiera puede hablar?

LIBRO III
CAPÍTULO VI
Necesidad de un divino socorro para conocer la verdad

249 Pero quién puede mostrarnos la verdad, lo has dicho tú, Alipio, cuyo disentimiento evitaré con ahínco. Porque has dicho, tan breve como religiosamente, que sólo algún divino numen puede manifestar al hombre lo que es la verdad. En este discurso nuestro, ninguna otra proposición he oído tan grata, tan grave, tan probable, y si nos asiste esa divinidad, ninguna tan verdadera. Pues aquel Proteo a quien acabas de evocar -y ¡con qué elevación de espíritu y fría intervención en la mejor clase de filosofía!-, aquel Proteo, digo -y notad, jóvenes, que la filosofía no desdeña absolutamente a los poetas-, es traído como imagen de la verdad. En las ficciones poéticas, Proteo representa y sostiene el papel de verdad, a la que nadie apresa si, engañado por falsas apariencias, deja o suelta los lazos para prenderlo. Porque son esas imágenes las que por nuestra costumbre de usar de las cosas corporales para las necesidades de nuestra vida, por ministerio de los sentidos, se esfuerzan en seducirnos e ilusionarnos, aun cuando se tiene y en cierto modo se toma la verdad con las manos.
Y ésta es la tercera concesión que se me ha hecho, y que no puedo estimar en su justo valor. Porque mi amigo familiarísimo no sólo está conforme conmigo en lo que atañe a la probabilidad de la vida humana, mas también en lo relativo a la religión, lo cual es indicio clarísimo de la verdadera amistad. Porque ésta fue definida muy bien y santamente como un acuerdo benévolo y caritativo sobre las cosas divinas y humanas.

CAPÍTULO IX
La definición de Zenón

250 Pero retirémonos de este quisquilloso tribunal a algún lugar donde no nos molesten las multitudes, y ojalá que a la misma escuela de Platón, la cual se dice que recibió su nombre por haberse retirado del pueblo.
Y allí disputemos, según nuestras fuerzas, no de la gloria, que es cosa leve y pueril, sino de la misma vida y de la esperanza que tenemos de ser dichosos.
Niegan los académicos que pueda saberse algo. ¿Qué apoyo tenéis para decir eso, oh hombres estudiosísimos y doctísimos? "Nuestro apoyo es, dicen, la definición de Zenón". Mas ¿por qué? Decidme. Pues si es verdadera, alguna verdad admite quien la admite; si es falsa, no debió haceros mella a vosotros, que os preciáis de vuestra constancia. Pero veamos lo que dice Zenón: Sólo puede percibirse y comprenderse un objeto que no ofrece caracteres comunes con lo falso.
¿Esto te movió, ¡oh discípulo de Platón! , para que con todo empeño retrajeras a los amigos de saber de toda esperanza de ciencia, para que, dominados por una lamentable pereza espiritual, abandonasen toda investigación filosófica?

251 Pero ¿cómo no había de turbarle que no pueda hallarse un objeto de tal condición, si, por otra parte, no puede conocerse sino lo que es tal? De ser así, mejor sería decir que el hombre no puede alcanzar la sabiduría que sostener que el sabio no sabe por qué vive, cómo vive ni si vive, y, finalmente -y esto supera toda perversidad e insensatez-, que a la par es sabio y que ignora la sabiduría. Porque ¿qué es más chocante, decir que el hombre no puede ser sabio, o que el sabio no posee la sabiduría? Toda disputa queda cortada si no se plantea la cuestión en estos términos para juzgarla. Mas si tal vez se hablase tan claramente, se retraerían los hombres totalmente de filosofar; y hay que inducirlos a ello con el dulcísimo y santo nombre de la sabiduría, para que cuando, quebrantados por el trabajo y la edad, nada hayan aprendido, te colmen de execración a ti, a quien te han seguido, renunciando a los placeres del cuerpo y abrazando los tormentos del espíritu.

252 Pero examinemos quién los aparta más bien de la filosofía: si el que dijo: "Escucha, amigo mío: la filosofía no es la misma sabiduría, sino el estudio de ella, al que si te aplicas, nunca llegarás a ser sabio mientras vivas (y así la sabiduría reside en Dios y no puede ser patrimonio del hombre); mas luego que con tal ejercicio te hayas adiestrado y purificado bastante, tu alma disfrutará fácilmente de la verdad, después de la vida presente, esto es, cuando hayas dejado de ser hombre"; o tal vez el que dijo: "Venid, mortales, consagraos a la filosofía, porque en ella hay gran provecho. Pues ¿qué cosa más amable que la sabiduría para el hombre? Venid, pues, para que seáis sabios y no conozcáis la sabiduría".
No sería yo quien hablase así, dice él (el académico). Eso es engañar, pues otra cosa no hallarán en ti.
Así, pues, si hablases de ese modo, huirían de ti como de un loco; si por otros medios los contagias con tu persuasión, los volverás locos. Pero admitamos que ambas doctrinas apartan igualmente a los hombres de la filosofía. Mas si la definición de Zenón obligaba a enunciar algo pernicioso para la causa de la sabiduría, ¡oh amigo! , ¿había necesidad de decir al hombre lo que era motivo de dolor o más bien lo que era para ti motivo de escarnio?

253 Pero discutamos la definición de Zenón, según nos permite nuestra ignorancia. Sólo puede comprenderse un objeto que de tal modo resplandece de evidencia a los ojos, que no puede aparecer como falso.
Evidente cosa es que fuera de esto nada puede percibirse.
-Lo mismo pienso yo -dice Arquesilao-, y por esto, enseño que nada puede percibirse, pues nada puede hallarse que reúna tales condiciones.
-Tal vez no lo halles tú y otros necios; pero el sabio, ¿por qué no ha de poder hallarlo? Aunque, al mismo necio creo que nada puede responderse si te pide que con tu reconocida agudeza refutes dicha definición de Zenón mostrándole que también puede ser falsa; y si no puedes lograr ese intento, ya tienes en ella una proposición cierta; pero, si la refutares, quedas libre del obstáculo de conocer la verdad. Luego no sé cómo pueda refutarse, y la juzgo muy verdadera, dicha definición. Así, pues, si la conozco, aunque necio, alguna verdad conozco. Pero imagínate que ella cede a tus argucias. Me valdré entonces de un dilema segurísimo. Porque dicha definición o es verdadera o falsa: si es verdadera, mantengo mi posición; si falsa, luego puede percibirse algo, aun cuando ofrezca caracteres comunes con lo falso.
-¿Cómo puede ser eso? -pregunta él.
-Luego muy acertado anduvo Zenón en su definición, ni se engañó alguien al darle asentimiento. ¿Tal vez condenaremos como poco recomendable y neta una definición, la cual, contra los que habían de formular muchas objeciones contra la percepción, se presenta en sí misma dotada de aquellas cualidades que requería como propias de un objeto perceptible? Luego ella es a la par una definición y un ejemplo de cosas comprensibles.
-Y no sé -dice Arquesilao- si ella es verdadera; mas por ser probable, aceptándola, demuestro que nada existe semejante a lo que ella exige como comprensible.
-Tú la utilizas para todo menos para ella, y ves la consecuencia, según creo. Pues aun estando inciertos de ella, no nos desampara por eso la ciencia, porque sabemos que es verdadera o falsa. Luego sabemos algo. Aunque nunca logrará hacerme un ingrato, juzgo dicha definición como absolutamente verdadera. Pues o pueden percibirse las cosas falsas, hipótesis a que tienen pavor los académicos, y realmente es absurda, o tampoco pueden percibirse las cosas semejantes a lo falso; luego aquella definición es verdadera. Mas pasemos a lo demás.

CAPÍTULO XI
La certeza del mundo y de las verdades matemáticas

254 Queda por averiguar si el testimonio que dan es verdadero. Suponte que dice un epicúreo: Yo no tengo ninguna querella contra los sentidos, pues no es razonable exigir de ellos más de lo que pueden.
Y lo que pueden ver los ojos, cuando ven, es lo verdadero.
-¿Luego testifican la verdad cuando ven el remo quebrado en el agua?
-Ciertamente; pues habiendo una causa para que el remo aparezca tal como se ve allí, si apareciera recto, entonces, sí se podría acusar a los ojos de dar un informe falso, por no haber visto lo que, habiendo tales causas, debieron ver. ¿Y a qué multiplicar los ejemplos? Extiéndase lo dicho a lo del movimiento de las torres, de las alas de las aves y otras cosas innumerables. Pero dirá alguno: No obstante eso, yo me engaño si doy mi asentimiento. Pues no lleves tu asentimiento más allá de lo que dicta tu persuasión, según la cual así te parece una cosa, y no hay engaño. Pues no hallo cómo un académico puede refutar al que dice: Sé que esto me parece blanco; sé que esto deleita mis oídos; sé que este olor me agrada; sé que esto me sabe dulce; sé que esto es frío para mí.
-Pero di más bien si en sí mismas son amargas las hojas del olivo silvestre, que tanto apetece el macho cabrío.
-¡Oh hombre inmoderado! ¿No es más modesta esa cabra? Yo no sé cómo sabrán esas hojas al animal; para mí son amargas; ¿a qué más averiguaciones?
Mas tal vez no falte hombre a quien tampoco le sean amargas.
-Pero ¿pretendes agobiarme a preguntas? ¿Acaso dije yo que son amargas para todos? Dije que lo eran para mí, y esto siempre lo afirmo.
¿Y si una misma cosa, unas veces por una causa, otras veces por otra, ora me sabe dulce, ora amarga?
Yo esto es lo que digo: que un hombre, cuando saborea una cosa, puede certificar con rectitud que sabe por el testimonio de su paladar que es suave o al contrario, ni hay sofisma griego que pueda privarle de esta ciencia.
Pues ¿quién hay tan temerario que, al tomar yo una golosina muy dulce, me diga: "Tal vez tú no saboreas nada; eso es cosa de sueño"? ¿Acaso me opongo a él? Con todo, aquello aun en sueños me produciría deleite. Luego ninguna imagen falsa puede confundir mi certeza sobre este hecho.
Y tal vez los epicúreos y cirenaicos darían en favor de los sentidos otras muchas razones, que no me consta hayan sido rebatidas por los académicos. Pero esto a mí, ¿qué me interesa? Cuenten con mi favor si quieren y pueden rebatirlos. Pues todo lo que disputan ellos contra los sentidos no vale igualmente para todos los filósofos. Pues hay quienes estiman que todas las impresiones que el alma recibe por medio de los sentidos corporales pueden engendrar opinión, pero no ciencia, cual se contiene en el entendimiento y vive en la mente, en región lejana de los sentidos. Y tal vez en el número de ellos se encuentra el sabio en cuya busca vamos. Pero quede este tema para otra ocasión; ahora vengamos a los otros puntos, que, a la luz de lo explicado, fácilmente se aclararán, si no me engaño.

CAPÍTULO XIII
Las certezas de la dialéctica

255 Falta la dialéctica, que ciertamente conoce bien el sabio, y nadie puede saber lo falso. Y si no la conoce, su conocimiento no pertenece a la sabiduría, pues sin ella llegó a ser sabio, y es inútil preguntar si es verdadera y puede ser objeto de una percepción cierta.
Tal vez aquí me dirá alguien: Tienes tú costumbre, ¡oh ignorante! , de mostrar lo que sabes; de la dialéctica, ¿no has podido saber nada? Pues yo sé de ella muchas más cosas que de las otras partes de la filosofía. En primer lugar, la dialéctica me enseñó que eran verdades las proposiciones arriba mencionadas. Además, ella me ha enseñado otras muchas verdades. Contadlas, si podéis. Si hay cuatro elementos en el mundo, no hay cinco. Si el sol es único, no hay dos. Una misma alma no puede morir y ser inmortal. No puede ser el hombre al mismo tiempo feliz e infeliz. No es a la vez día y noche. Ahora estamos despiertos o dormidos. Lo que me parece ver, o es cuerpo o no lo es.

256 Estas y otras muchas proposiciones, que sería larguísimo enumerar, por la dialéctica aprendí que eran verdaderas, en sí mismas verdaderas, sea cual fuere el estado de nuestros sentidos. Ella me enseñó que si en las proposiciones enlazadas que acabo de formular se toma la parte antecedente, arrastra consigo la que la lleva aneja; y las que he enunciado en forma de oposición o disyunción son de tal naturaleza, que, si sé niega una de ellas ó más, queda algo afirmativo en virtud de la misma exclusión de las restantes.
La dialéctica igualmente me enseñó que, cuando hay armonía sobre las cosas de que se disputa, no debe porfiarse acerca de las palabras, y el que lo haga, si es por ignorancia, debe ser enseñado, y si por terquedad, debe ser abandonado; si no puede ser instruido, amonéstesele a que se dedique a alguna cosa de provecho, en vez de perder el tiempo y la obra en cuestiones superfluas; y si se resiste, dejadlo.

257 Para los discursos capciosos y sofísticos hay un precepto breve: si se introducen por un mal raciocinio que se haya hecho, debe volverse al examen de todo lo concedido; pero si la verdad y la falsedad se chocan en una misma conclusión, tómese lo que se puede comprender; déjese lo que no puede explicarse. Y si la razón de ser de alguna cosa está enteramente oculta para los hombres, debe renunciarse a su conocimiento. Todas estas y otras muchas cosas, que no es necesario mencionar, son objeto de la enseñanza de la dialéctica. Pues yo no debo ser ingrato para con ella. Pero aquel sabio o desdeña estas cosas o, si tal vez la dialéctica es la misma ciencia de la verdad, la conoce bastante para menospreciar y acabar sin piedad con el burdísimo sofisma: Si es verdadero, es falso; si es falso, es verdadero.
Y baste con lo dicho acerca de la percepción, pues al tratar del asentimiento volveré de nuevo a este punto.


Nota: La numeración corresponde a la edición de Clemente Fernández (Los filósofos medievales I, BAC, Madrid 1976; pp. 137-157, correspondiente a las Obras de San Agustín, en edición bilingüe, tomo III, Contra los Académicos, (BAC, Madrid 1947).


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