SOLILOQUIOS

de San Agustín de Hipona
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LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO I

DE LA INMORTALIDAD DEL ALMA


1. A.– Bastante se ha interrumpido nuestra obra, el amor es impaciente, y las lágrimas no cesan hasta que no se le da lo que pide; emprendamos, pues, el segundo libro.

R.– Comencemos, pues.

A.– Y confiemos que Dios nos asistirá.

R.– Confiemos, si esto mismo está en nuestra potestad.

A.– Nuestra fuerza es Él mismo.

R.– Ora, pues, con la máxima brevedad y perfección que te sea posible.

A.– ¡Oh Dios, siempre el mismo!, que me conozca, que te conozca. He aquí mi plegaria.

R.– Tú que deseas conocerte, ¿sabes que existes?

A.– Lo sé.

R.– ¿De dónde lo sabes?

A.– No lo sé.

R.– ¿Eres un ser simple o compuesto?

A.– No lo sé.

R.– ¿Sabes que te mueves?

A.– No lo sé.

R.– ¿Sabes que piensas?

A.– Lo sé.

R.– Luego es verdad que piensas.

A.– Ciertamente.

R.– ¿Sabes que eres inmortal?

A.– No lo sé.

R.– De todas estas cosas que ignoras, ¿cuál prefieres saber antes?

A.– Si soy inmortal.

R.– ¿Amas, pues, la vida?

A.– Lo confieso.

R.– Y si supieras que eres inmortal, ¿te darías ya por satisfecho?

A.– Será una gran satisfacción, pero insuficiente aún para mí.

R.– Y con este hallazgo insuficiente, ¿cuánto será tu gozo?

A.– Sin duda, muy grande.

R.– ¿Ya no habrá lugar a lágrimas?

A.– Ninguno en absoluto.

R.– Y si resulta de la indagación que en la vida ya no progresarás en el conocimiento que posees, ¿podrás moderar tus lágrimas?

A.– Me haré un mar de lágrimas y la vida misma perderá todo valor para mi.

R.– Luego amas la vida, no por sí misma, sino por la sabiduría.

A.– Apruebo la conclusión.

R.– ¿Y si la misma ciencia te sirve para hacerte desgraciado?

A.– No admito de ningún modo lo que dices; pero si así fuera, nadie podría ser feliz, porque la ignorancia es lo que me hace desgraciado ahora. Si, pues, la ciencia hace miserable, eterna será la miseria.

R.– Ya veo adónde vas. Pues como piensas que nadie es desdichado por la sabiduría, es probable que la inteligencia haga bienaventurado. Pero sólo es bienaventurado el que vive, y nadie vive si no existe; tú quieres ser, vivir, entender, y existir para vivir, y vivir para entender. Luego sabes que existes, sabes que vives, sabes que entiendes. Y aún quieres ensanchar tu saber y averiguar si estas cosas han de sobrevivir siempre, o si han de perecer, o si permanecerá alguna de ellas para siempre y alguna otra no, o si admiten aumento y disminución, suponiendo que sean eternas.

A.– Así es.

R.– Luego, probando que siempre hemos de vivir, se concluirá que existiremos siempre.

A.– Se sigue de ello.

R.– Queda, pues, por averiguar el problema del entender.



CAPÍTULO II

LA VERDAD ES ETERNA


2.A.– Me parece un orden muy claro y breve.

R.– Concentra, pues, tu atención y responde con cautela y firmeza a mis cuestiones.

A.– Estoy dispuesto.

R.– Si dura siempre este mundo, ¿será verdad que siempre durará?

A.– ¿Quién lo dudará?

R.– Y si no durase, ¿será igualmente verdad que no durará?

A.– No tengo nada que oponer.

R.– Y si el mundo debe perecer, después del final, ¿no será verdad que ha perecido? Mientras es verdadera la proposición: «el mundo no ha perecido», realmente continúa existiendo; pero hay una contradicción en decir: «el mundo se ha acabado», y «no es verdad que se ha acabado el mundo».

A.– Todo te lo concedo.

R.– Y de esto, ¿qué te parece? ¿Puede existir algo verdadero sin que exista la verdad?

A.– De ningún modo.

R.– Luego la verdad subsistirá, aunque se aniquile el mundo.

A.– No puedo negarlo.

R.– Y si pereciera la verdad, ¿no será verdad que ella ha perecido?

A.– Me parece legítima la consecuencia.

R.– Mas no puede haber algo verdadero sin verdad.

A.– Ya lo he admitido poco antes.

R.– Luego de ningún modo puede morir la verdad.

A.– Sigue adelante, porque todas son consecuencias verdaderas.


CAPÍTULO III

SI HABRÁ SIEMPRE FALSEDAD Y PERCEPCIÓN SENSIBLE, SÍGUESE QUE NUNCA DEJARÁ DE EXISTIR ALGÚN ALMA


3. R.– Ahora te propongo esta cuestión: según tu parecer, ¿siente el cuerpo o el alma?

A.– Creo que el alma.

R.– Y el entendimiento, ¿crees que pertenece al alma?

A.– Sin duda alguna.

R.– ¿Sólo al alma, o tal vez también a alguna otra cosa?

A.– Fuera del alma no veo ningún sujeto inteligente, exceptuando a Dios.

R.– Examinemos ahora esta cuestión: si alguien te dijese que esta pared no es pared, sino un árbol, ¿qué pensarías?

A.– Pues que le engañaban los sentidos, o a mí los míos, o que él llamaba «árbol» a lo que se llama «pared».

R.– Y si a él se le muestra la pared con apariencias de árbol y a ti con figura de pared, ¿no podrán ser verdaderas ambas cosas?

A.– De ningún modo, porque una misma cosa no puede ser árbol y pared a la vez. Y aunque a cada uno de nosotros se presente en esa forma singular, uno de los dos padecemos error de imaginación.

R.– ¿Y si no es árbol ni pared y os engañáis los dos?

A.– También pudiera suceder eso.

R.– No se te había ocurrido esa suposición.

A.– Es verdad.

R.– Y si reconocéis que es cosa diversa de lo que parece, ¿seréis víctima de error?

A.– No.

R.– Luego puede haber una apariencia engañosa, sin que origine un error.

A.– Admito esa posibilidad.

R.– En resumen, pues, yerra no el que ve apariencias engañosas, sino el que asiente a ellas.

A.– Conforme con lo que dices.

R.– Pero lo falso, ¿por qué es falso?

A.– Porque es diferente de lo que parece.

R.– No habiendo, pues, alguien a quien parezca, no hay falsedad.

A.– Concluyes bien.

R.– Luego la falsedad no está en las cosas, sino en el sentido, y no se engaña quien no asiente a cosas aparentes. Una cosa, pues, somos nosotros y otra los sentidos, porque, engañándose ellos, podemos evitar el error nosotros.

A.– Nada tengo que objetarte.

R.– ¿Y acaso cuando se engaña el alma te atreverás a decir que no hay falsedad en ti?

A.– ¿Cómo voy a decir yo tal cosa?

R.– Ahora bien: no hay sentidos sin alma ni falsedad sin sentidos. El alma, pues, es causa o cooperadora de la falsedad.

A.– Las premisas anteriores me obligan a aceptar la consecuencia.


4. R.– Ahora respóndeme: ¿Te parece posible que alguna vez no haya falsedad o error?

A.– ¿Cómo me lo va a parecer, siendo tan difícil el hallazgo de la verdad, que sería más absurdo decir que es imposible lo falso que lo verdadero?

R.– ¿Crees que quien no vive puede sentir?

A.– De ningún modo.

R.– Por consiguiente, el alma es inmortal.

A.– Muy pronto me introduces en este gozo: vamos despacio, te ruego.

R.– Si están bien concatenadas tus concesiones, no hay lugar a duda, según veo.

A.– Muy pronto me parece, te repito. Por lo cual me inclino más a creer que he sido imprudente en algunas afirmaciones que profesar con certeza la inmortalidad del alma. Con todo, desarrolla esta conclusión y muéstrame el enlace de todas las proposiciones.

R.– Has reconocido que no puede haber falsedad sin los sentidos y que siempre habrá falsedad; luego siempre habrá sentidos. Es así que no puede haber sentidos sin un alma; luego el alma es inmortal, pues no puede sentir sin vivir. Vive, pues, siempre el alma.


CAPÍTULO IV

¿SE PUEDE DEDUCIR DE LA PERPETUIDAD DE LO FALSO O VERDADERO LA INMORTALIDAD DEL ALMA?



5. A.– ¡Vaya un puñal de plomo! Podrías concluir que es inmortal el hombre si te hubiera concedido que el mundo no puede existir sin el hombre y que el mundo es sempiterno.

R.– Despierto te veo. Con todo, no es poco lo alcanzado, a saber: que el alma no puede menos que coexistir con la naturaleza de las cosas, si no puede faltar de ella alguna vez la falsedad.

A.– En ésa sí veo una legítima consecuencia. Pero me parece que hay que volver más atrás para asegurar nuestras posiciones, sin negar que hemos dado algunos pasos para la inmortalidad del alma.

R.– ¿Lo has mirado bien, por si has hecho alguna concesión a la ligera?

A.– Creo que sí, y no hallo afirmación que pueda tildarse de temeraria.

R.– Está, pues, demostrado que la naturaleza no puede subsistir sin almas vivas.

A.– Conforme, pero con tal que puedan nacer unas y morir otras.

R.– Y si suprimimos de la naturaleza toda falsedad, ¿no serán todas las cosas verdaderas?

A.– También eres consecuente en esa ilación.

R.– Respóndeme, pues: ¿por qué esa pared te parece verdadera?

A.– Porque no me engaña su aspecto.

R.– Luego porque es tal como te parece.

A.– Así es.

R.– Luego si una cosa es falsa porque es diversa de lo que parece, la verdad de una cosa consistirá en ser lo que parece; pero suprimido el sujeto que la percibe, no hay verdad ni falsedad. Mas si no hay falsedad en la naturaleza de las cosas, todas serán verdaderas. Sin embargo, no puede aparecer algo más que a los ojos del alma viva. Luego el alma permanece en la naturaleza de las cosas, si no puede quitarse la falsedad; y permanece si puede quitarse.

A.– Veo que has robustecido más la conclusión, pero nada hemos adelantado con lo añadido, porque, a pesar de ello, me inquieta una objeción, y es que las almas nacen y mueren, de suerte que su supervivencia en el mundo no proviene de su inmortalidad, sino de la sucesión de unas a otras.


6. R.– ¿Te parece que las cosas corporales, es decir las sensibles, las puede comprender el entendimiento?

A.– No me lo parece.

R.– ¿Y crees que Dios usa sentidos para conocer las cosas?

A.– No quiero afirmar nada temerariamente acerca de este punto; pero, según conjeturo, de ningún modo necesita sentidos para lo que dices.

R.– Luego concluimos que sólo las almas pueden sentir.

A.– Admite esa proposición como probable.

R.– Pues bien, ¿concedes que esta pared, si no es verdadera pared, no es pared?

A.– Nada más fácil de conceder.

R.– ¿Me concedes igualmente que nada es cuerpo si no es verdadero cuerpo?

A.– También te lo concedo.

R.– Siendo, pues, lo verdadero lo que es realmente tal como parece, y lo corpóreo sólo puede manifestarse a los sentidos, y los sentidos son propios del alma, y si el cuerpo no es verdadero si no es cuerpo, resulta que no puede haber cuerpo si no hay alma.

A.– Mucho me apremias y no puedo resistir a tus razonamientos.



CAPÍTULO V

QUÉ ES LA VERDAD



R.– Aguza ahora tu atención para lo que viene.

A.– A tus órdenes estoy.

R.– Ciertamente esto es una piedra, y lo es en verdad si no es diferente de lo que parece; y no es piedra, si no es verdad; y no puede captarse más que con los sentidos.

A.– Es verdad.

R.– Luego no habrá piedras en los escondidos senos de la tierra ni tampoco allí donde nadie puede verlas; y no sería piedra, si no la viéramos; y dejará de serlo cuando no estemos y ningún otro que esté presente la vea. Y cerrando bien los armarios, por muchas cosas que en ellos hayas metido, nada contienen. La madera tampoco será madera en lo oculto, pues escapa a la percepción sensible todo lo que está en lo más profundo de los cuerpos que no son transparentes; todo ello, por fuerza carece de ser. Porque si existiese, sería verdadero; pero no es verdadero sino lo que es tal como parece; ahora bien, todo aquello no se manifiesta ni aparece, luego no es verdadero. ¿Tienes algo que responder a esto?

A.– Veo que proviene de lo que concedí; pero es tan absurdo que antes negaré cualquiera de aquellas cosas que conceder la verdad de estas.

R.– Nada opongo. Concreta, pues, lo que quieres decir: si los cuerpos sólo pueden percibirse con los sentidos, si no siente más que el alma, si hay piedras y otras cosas semejantes no verdaderas, o si la verdad debe definirse de otro modo.

A.– Discutamos, te ruego, este último punto.


8.R.– Define, entonces, la verdad.

A.– Es verdadero lo que es tal como parece al que conoce, si quiere y puede conocerlo.

R.– Luego, ¿no será verdadero lo que nadie puede conocer? Además, si lo falso es lo que parece lo que no es, supongamos que a uno le parece esto piedra y a otro madera, ¿no será una misma cosa falsa y verdadera a la vez?

A.– Lo primero me persuade más; pues si una cosa no puede ser conocida, resulta que tampoco es verdadera. Pero que una cosa sea verdadera y falsa a la vez no me preocupa demasiado, pues noto que una misma magnitud comparada con otra diversa resulta mayor y menor a la vez. De donde se sigue que nada de suyo es mayor o menor, por ser éstos términos de comparación.

R.– Pero si dices que nada es verdadero por sí mismo, ¿no temes que de ahí se siga que nada es por sí mismo? Por lo mismo que esto es madera, es verdadera madera. Pero no puede ser que por sí misma, esto es, sin relación a un sujeto conocedor sea madera y que no lo sea en verdad.

A.– Pues eso digo y así defino, sin temor a que mi definición sea rechazada por demasiado breve. La verdad me parece que es «lo que es».

R.– Nada, pues, habrá falso, pues todo lo que es, es verdadero.

A.– En gran aprieto me pones y ya no sé que responder. De tal modo que, no queriendo ser enseñado sin preguntas, empiezo a temerlas.



CAPÍTULO VI

DE DÓNDE VIENE Y DONDE SE HALLA LA FALSEDAD



9. R.– Dios, en cuyas manos nos hemos puesto, sin duda nos asistirá y librará de estos cepos, con tal que creamos y le invoquemos con devoción.

A.– Nada más grato que hacer esto en tales aprietos, pues nunca me he encontrado con tanta niebla. Dios, Padre nuestro, que nos exhortas a la oración y concedes lo que se te pide, de modo que cuando te rogamos vivimos mejor y somos mejores: escúchame, porque voy tanteando en estas tinieblas; dame tu diestra, socórreme con tu luz y líbrame de los errores; que con tu dirección llegue a mí mismo y a Ti. Así sea.

R.– Concéntrate, pues, y presta mucha atención.

A.– Dime, te ruego, si se te ocurre algo, para que no nos perdamos.

R.– Estate atento.

A.– Otra cosa no hago.


10. R.– Discutamos primero con seriedad qué es lo falso.

A.– Me maravillo si no puede definirse así: lo que no es tal como parece.

R.– Atiende antes y preguntemos a los sentidos. Pues lo que los ojos ven no se llama falso, si no tiene alguna apariencia de verdad. Por ejemplo: el hombre a quien vemos en sueños no es verdadero hombre, sino falso, porque tiene semejanza de verdadero. Pues ¿quién viendo en sueños un perro dice que ha visto un hombre? Luego aquél también es perro falso, por tener parecido con el verdadero.

A.– Así es como dices.

R.– ¿Y si a uno que está despierto, un caballo le parece un hombre? ¿No se engaña al percibir alguna apariencia de hombre? Pues si sólo percibe la forma de caballo, no puede parecerle hombre.

A.– De nuevo concedo.

R.– Llamamos también falso árbol al pintado, y falsa la cara reflejada en el espejo, y falso el movimiento de las torres vistas cuando se navega, y falsa la rotura de un remo en el agua; todas esas cosas se llaman falsas por ser semejantes a las verdaderas.

A.– Lo admito.

R.– Así también nos engañamos con los gemelos, con los huevos, y los sellos impresos con un mismo anillo y otras cosas semejantes.

A.– Completamente de acuerdo, lo concedo.

R.– La semejanza, pues, de las cosas en lo que toca a los ojos, es origen de la falsedad.

A.– No puedo negarlo.


11. R.– Toda esa multitud de objetos, si no me engaño, puede dividirse en dos géneros: uno lo forman las cosas iguales y otro las desiguales. Iguales llamo a dos cosas cuando se parecen entre sí, como los gemelos o las impresiones de un anillo. Mas en cosas desiguales, el objeto menos bueno se dice semejante a lo mejor. ¿Quién, mirándose en el espejo, dirá con razón que se parece a la imagen, y no al contrario, que la imagen se parece a él? Y este género consta en parte de las impresiones que recibe el alma, y en parte de las semejanzas que se ven en la naturaleza. Y lo que el alma experimenta o recibe en los sentidos, como el movimiento ilusorio de las torres que están quietas, o dentro de sí misma por medio de imágenes sensoriales, como ocurre en los que sueñan y tal vez en los alienados. Y respecto a las semejanzas que se ven en la misma realidad, unas son de la naturaleza, otras son expresión y hechura de seres animales. La naturaleza produce semejanzas inferiores por generación o por reflexión. El primer caso tiene lugar en los padres, que engendran hijos semejantes; el segundo, en toda clase de espejos. Pues aunque los hombres fabrican espejos, no son ellos los que producen las imágenes que resultan. Las obras de los seres animados están en las pinturas y otras ficciones del mismo género; y allí también puede incluirse lo que hacen los demonios, si realmente lo hacen. Mas en cuanto a las sombras de los cuerpos, no está fuera de la verdad decir que son semejantes a los cuerpos y como cuerpos falsos, y toca a los ojos el juzgar de ellas, y deben colocarse en el género de semejanza por resultado que tiene lugar en la naturaleza, porque resulta de oponer a la luz un cuerpo que proyecta una sombra en la parte opuesta. ¿Tienes algo que oponer a esto?

A.– Nada, pero espero ansiosamente ver adónde me llevas por estos caminos.


12. R.– Ten paciencia hasta que los demás sentidos nos informen y digan que la falsedad está en la verosimilitud. En lo tocante al oído, casi las mismas semejanzas valen, como cuando oímos a alguien que nos habla, pero sin verlo, y atribuimos la voz a otro por parecérsele. Y en las cosas inferiores, tenemos el ejemplo del eco, o el del zumbido de los mismos oídos, o en la imitación del grito del mirlo o del cuervo, que dan algunos relojes, o en los sonidos que creen percibir los que sueñan y deliran. Y las que llaman los músicos falsas vocecillas confirman nuestras aserciones, como veremos después, y basta observar que aun aquellas inflexiones imitan las voces verdaderas. ¿Sigues el hilo de mi discurso?

A.– Con mucho gusto, porque no me cuesta trabajo entenderte.

R.– Para no detenernos, pues, aquí, ¿te parece que se puede distinguir un lirio de otro por el olor, o por el sabor la miel de tomillo de un enjambre de la miel de tomillo de otro, o con el tacto la suavidad de las plumas de cisne de las de ganso?

A.– No me parece.

R.– Y cuando soñamos que estamos oliendo, gustando o tocando tal o cual objeto, ¿no nos engaña la semejanza de una imagen, que cuanto más imperfecta es más irreal?

A.– Verdad dices.

R.– Luego se ve claro que en todas las cosas, sean iguales o desiguales, se engañan los sentidos por el atractivo de las semejanzas; y si no nos engañamos por suspender el juicio o por reconocer las diferencias, aun con todo, se llaman falsas las cosas por cierta semejanza que tienen con las verdaderas.

A.– No hay lugar a duda.


CAPITULO VII

DE LO VERDADERO Y LO SEMEJANTE. EL NOMBRE DE «SOLILOQUIOS»


13. R.– Sígueme con atención, porque voy a volver a las mismas afirmaciones, para aclarar más lo que pretendemos.

A.– A tus órdenes; dime lo que te plazca. Estoy resuelto a seguirte por estos ambages sin sentir fatiga, con la esperanza tan grande de llegar a la meta adonde veo que vamos.

R.– Haces bien; pero dime: ¿No te parece que cuando vemos huevos semejantes, ninguno de ellos en verdad puede llamarse falso?

A.– Cierto, porque todos son verdaderos, si son huevos.

R.– Y la semejanza que resulta en el espejo, ¿por qué señales decimos que es falsa?

A.– Porque no se puede palpar, no suena, no se mueve por sí, no vive, y por otras cosas que sería largo enumerar.

R.– Veo que no te quieres detener, y hay que acceder a tus deseos. Así, pues, para abreviar, si aquellas figuras de hombres que vemos en los sueños viviesen, hablasen, tuviesen corpulencia real para los que están despiertos, sin diferencia entre ellos y los que vemos y tratamos, estando sanos y en vela, ¿los tomaríamos por falsos?

A.– ¿Cómo podría decirse eso con verdad?

R.– Luego si habían de ser tanto más verdaderos cuanto mas semejantes a los hombres reales, sin haber diferencia entre los unos y los otros, y si, al contrario, habían de ser falsos por la diferencia o disimilitud que hemos apuntado, resulta que la semejanza es la madre de la verdad, y la desemejanza, fuente de ilusiones.

A.– No sé qué replicarte, y me ruborizo de las afirmaciones tan temerarias hechas anteriormente.


14. R.– No me parece justificable tu rubor, como si estas conversaciones tuviesen otro fin. Se llaman «Soliloquios», y con este nombre quiero designarlas, porque hablamos a solas. Nombre tal vez nuevo y duro, pero muy propio para significar lo que estamos haciendo. Pues siendo el mejor método de investigación de la verdad el de las preguntas y respuestas, apenas se halla uno que no se ruborice al ser vencido en una discusión, y casi siempre sucede que conclusiones ya llevadas casi al término, se desechan por el apasionado griterío de la terquedad, y quedan heridos los ánimos, disimulada o abiertamente; por eso, con plena calma y tranquilidad, me plugo investigar la verdad con la ayuda de Dios, preguntándome y respondiéndome a mí mismo; no hay lugar, pues, a rubores, si en alguna parte, por concesiones temerarias, te has visto forzado a volver atrás, en busca de mejores soluciones, pues no hay otro medio de salir de aquí.



CAPÍTULO VIII

ORIGEN DE LO FALSO Y LO VERDADERO



15. A.– Muy bien discurres; pero no veo aún lo que erradamente he podido conceder, a no ser aquello de que lo falso es lo que tiene alguna verosimilitud, pues ninguna otra cosa se me ocurre digna del nombre de falso; por otra parte, tengo que confesar que lo falso es tal por su desemejanza o desacuerdo con lo verdadero. De donde resulta que la desemejanza engendra falsedad. Y por esta razón vacilo, pues nada se me ocurre que sea originado de causas contrarias.

R.– ¿Y si este género es único y singular en la naturaleza de las cosas? ¿No sabes que entre la multitud de los animales, solamente el cocodrilo mueve la mandíbula superior para comer y, sobre todo, no reparas en que ninguna cosa puede hallarse semejante a otra sin que difiera de ella en algo?

A.– Te concedo lo que dices; con todo, cuando considero que lo falso tiene algo semejante y desemejante a lo verdadero, no acierto a discernir por cuál de esas propiedades recibió su nombre. Pues si digo que es por la disimilitud, todas las cosas podrán decirse falsas, pues no hay ninguna que no sea disímil con otra, considerada como verdadera. Y si digo que lo falso recibe su nombre por la semejanza, no sólo clamarán los huevos, que son verdaderos, siendo semejantísimos entre sí, sino que no podré rebatir al que me obligue a confesar que todo es falso, pues todas las cosas se hallan vinculadas entre sí por alguna semejanza. Pero imagínate que no me arredra decir que la similitud y disimilitud dan juntamente origen a lo falso; ¿tendré entonces un camino para salir? Se me instará que proclamo falsas todas las cosas, por ser todas entre sí semejantes y desemejantes. Podría llamar falso a lo que es diverso de lo que parece, y volvamos otra vez a la definición, rechazada por sus disparatadas consecuencias, de que ya me creía libre, dando por aquí en aquel inesperado remolino que me obliga a decir que la verdad es lo que aparece. De donde resulta que sin un sujeto conocedor, nada puede ser verdad, y aquí es de temer un naufragio en escollos secretísimos, que no son menos verdaderos por estar ocultos. O si digo que la verdad es lo que es, se concluirá, discrepando de todos, que lo falso no está en ninguna parte. Así que vuelven las fatigas pasadas y veo que nada hemos ganado con tantos rodeos y pausadas marchas del pensamiento



CAPÍTULO IX

LO FALSO, LO FALAZ Y LO MENTIROSO



16. R.– Redobla la atención, pues de ningún modo me inducirás a creer que hemos invocado en vano el auxilio de Dios. Veo que examinando bien todo, según hemos podido, no hay más recurso que definir lo falso así: lo falso, o se finge lo que no es o tiende absolutamente a ser y no es. Pero el primer género de falso se llama más bien lo falaz o mentiroso. El falaz tiene deseo de engañar, y esto supone alma, y se verifica en parte con la razón, en parte con la naturaleza. Con la razón, en los animales racionales, como el hombre; con la naturaleza, en los irracionales, como el zorro. Mendaces son los que mienten y difieren de los falaces, porque todo el que es falaz quiere engañar, pero no todos los que mienten pretenden engañar, pues las farsas y las comedias y muchos poemas contienen mentiras o ficciones, imaginadas para deleite, no para engaño, y así también las chanzas están entreveradas de mentiras. Al contrario, el falaz todo lo dispone para el logro de su fin, que es producir engaño. Mas los que hacen esto sin ánimo de engañar, fingiendo alguna cosa, o son simplemente mendaces o ni siquiera merecen este nombre, pero tampoco dicen la verdad. ¿Hallas algo que oponer a esto?


17. A.– Sigue adelante, porque ahora creo que has comenzado a decir verdades acerca de lo falso; espero la explicación del segundo género acerca de lo que tiende a ser y no es.

R.– Pues ¿qué esperas? Son las mismas cosas mencionadas arriba las que te servirán de aclaración. ¿No te parece que la imagen del espejo quiere como ser lo que tú eres, y es falsa, porque no lo consigue?

A.– Me agrada tu observación.

R.– Y toda pintura, estatua y otros géneros de arte, ¿no aspiran a ser aquello cuya semejanza remedan?

A.– Justamente

R.– Concederás también, según opino, que al mismo género pertenecen las imágenes engañosas dibujadas en la fantasía de los soñadores y delirantes.

A.– Con más derecho que ninguna, porque ninguna tiende más a remedar lo que ven los sanos y despiertos; y precisamente son falsas porque no pueden ser lo que imitan.

R.– Hablemos ahora del movimiento de las torres, y del remo sumergido en el agua, y de las sombras de los cuerpos. Me parece que con la misma regla se puede medir todo ello.

A.– Evidente cosa me parece.

R.– Callo de los otros sentidos, pues todo el que reflexione sobre este punto, convendrá en que lo falso se llama en las cosas que sentimos aquello que tiende a ser algo y no lo es.


CAPÍTULO X

CÓMO ALGUNAS COSAS SON VERDADERAS EN CUANTO FALSAS



18. A.– Discurres bien; pero me admiro de que excluyas de este género los poemas, los juegos y demás falacias.

R.– Porque una cosa es ser falso y otra no poder ser verdadero. Y así, aquellas obras de los hombres, como las comedias y tragedias o las farsas y ficciones de este género, podemos unirlas o las obras de los pintores y demás clases de arte. Porque tan imposible es que sea verdadero un hombre pintado, aunque propenda a remedar al ser humano, como aquellas ficciones escritas en los libros de los cómicos. Las cuales no intentan ser falsas o por alguna tendencia suya lo son, sino por cierta necesidad de seguir la ficción del artista. Así, Roscio en la escena representa voluntariamente una falsa Hécuba, siendo en realidad un verdadero hombre por naturaleza. Mas por aquella voluntad resultaba un verdadero actor trágico, por ejecutar bien su papel; pero era un falso Príamo, por parecerse a él, sin serlo de veras. De donde resulta una cosa maravillosa, admitida por todos.

A.– ¿Cuál es?

R.– ¿Cuál ha de ser sino que todas estas cosas en tanto son verdaderas en algunos en cuanto son falsas en otros, y para su verdad sólo les aprovecha el ser falsas con relación a lo demás? Y por eso, si dejan de ser falsas o de fingir, no logran lo que quieren y deben ser. Pues ¿cómo el actor mencionado podría ser verdadero trágico si no consintiera en ser un falso Héctor, una falsa Andrómaca, un falso Hércules, etc.? Y ¿cómo sería un verdadero caballo pintado si no fuera un caballo falso? Y ¿cómo en el espejo resultaría una verdadera imagen de hombre si no fuera un hombre falso? Por eso, si a algunos favorece la falsedad, dando realce a la verdad de otros, ¿por qué la tememos tanto y vamos en pos de la verdad como un gran bien?

A.– No lo sé; y mucho me admiro, si no es porque en los ejemplos aducidos no veo cosa digna de imitación. Pues nosotros no somos como los histriones, ni como las figuras que relucen en los espejos, ni como las terneras de bronce de Mirón, ni debemos para ser verdaderos en nuestro ser imitar y asimilarnos el porte ajeno, siendo falsos por eso; nosotros debemos buscar aquella verdad, que no es bifronte ni contradictoria, de modo que por un lado sea verdadera y por otro falsa.

R.– Grande y divina cosa pides. Pero si logramos hallarla, ¿habremos de confesar que con estos esfuerzos hemos conseguido y formado el concepto de la misma verdad, de la que toma denominación todo lo verdadero?

A.– Asiento con gusto.


CAPÍTULO XI

LA VERDAD DE LAS CIENCIAS.– LA FÁBULA Y LA GRAMÁTICA



19. R.– Luego qué te parece: el arte de disputar, ¿es verdadero o falso?

A.– ¿Quién duda de que es verdadero? Pero también es verdadera la gramática.

R.– ¿Tanto como aquél?

A.– No veo qué puede haber más verdadero que la verdad.

R.– Lo que nada tiene de falso; viendo lo cual, poco antes te extrañabas de las cosas que no podían ser verdaderas sino a condición de ser falsas. ¿O no sabes que todas las fábulas y otras ficciones abiertamente irreales pertenecen al dominio de la gramática?

A.– No ignoro lo que dices; pero a mi parecer, no son falsas por la gramática, sino que ella se limita a enseñarlas como son. Porque la fábula es una ficción o mentira compuesta con fines recreativos y educativos. Y la gramática es el arte de conservar y ordenar las palabras articuladas; con esta mira recoge todas las ficciones del lenguaje humano que se han conservado por tradición o escrito, no falsificándolas, sino buscando en ellas provecho para la enseñanza.

R.– Muy bien; no me importa ahora si estas definiciones y divisiones están bien hechas; pero dime: ¿cuál de las dos disciplinas, la gramática o el arte de disputar, te enseña todo esto?

A.– No niego que el arte y la agudeza de definir, con que he querido discernir ambas cosas, pertenecen a la dialéctica.


20. R.– Y la gramática, ¿no es tal vez verdadera por lo que tiene de disciplina? Porque «disciplina» viene de discere, aprender, y nadie puede decirse que ignora lo que aprendió y conserva en la memoria, ni que sabe cosas falsas. Toda disciplina es pues, verdadera.

A.– No veo que este breve razonamiento esté hecho a la ligera. Pero me hace fuerza el pensar que por esta razón alguien pueda creer que las fábulas son verdaderas, porque también las aprendemos y guardamos en la memoria.

R.– Pero ¿acaso nuestro maestro no quería que aprendiésemos y conociésemos las cosas que nos enseñaba?

A.– Con empeño nos apremiaba a aprenderlas.

R.– Pero ¿insistió tal vez en hacernos creer en la verdad del vuelo de Dédalo?

A.– Eso nunca. Pero si no sabíamos la fábula, apenas nos permitían tener cosa alguna en las manos.

R.– ¿Niegas tú, pues, que sea esta una fábula y que dio renombre a Dédalo?

A.– No niego que eso sea verdad.

R.– Luego no niegas que has aprendido una cosa verdadera al aprender esta fábula. Pues si fuera verdad que Dédalo se remontó a los aires volando y este hecho fuera enseñado y admitido por los niños como una fábula, por lo mismo aprenderían una falsedad, dándoseles como fingido un hecho real. Y de aquí resulta lo que antes nos pareció admirable, a saber: que la fábula del vuelo de Dédalo no pudo ser verdadera sino a condición de ser falso su vuelo.

A.– Estoy ya conforme con eso, pero espero el resultado.

R.– ¿Cuál ha de ser sino rebatir aquella afirmación tuya, esto es, que la disciplina, si no enseña verdades, no puede ser disciplina?

A.– Y ¿a dónde quieres ir a parar?

R.– A que me digas por qué la gramática es disciplina, pues por serlo es verdadera.

A.– No sé qué responderte.

R.– ¿No te parece que si en ella no hubiera definiciones, distinciones y divisiones en géneros y partes, no sería disciplina?

A.– Ahora veo a lo que vas; porque yo tampoco concibo una disciplina donde no haya tales elementos y discursos para declarar la naturaleza de las cosas, dando a cada una lo que se le debe, sin omitir nada de lo que le pertenece ni añadirle lo que sea extraño; tal es el oficio de la disciplina.

R.– Pues ahí tienes el fundamento de la verdad de la disciplina.

A.– Todo es consecuencia de los asertos anteriores.


21. R.– Ahora dime: ¿a qué arte corresponde definir, dividir y distribuir?

A.– Ya te he dicho que a la que regula los razonamientos.

R.– Luego la gramática ha recibido su ser de disciplina verdadera de la dialéctica, a la que has defendido de todo reproche de falsedad; y esto no debe limitarse a la gramática, sino extenderse también a las demás artes liberales. Porque has dicho, y con verdad, que ninguna disciplina se dispensa de definir y dividir, y eso mismo le da la dignidad de tal. Si, pues, ellas son verdaderas por ser disciplinas, ¿negará alguien que es la misma verdad la que hace verdaderas a todas?

A.– Estoy por asentir a tus afirmaciones, pero me detiene el pensar que la misma dialéctica la contamos entre las disciplinas. Por lo cual creo que, gracias a aquella verdad, tiene razón de verdadera disciplina.

R.– Muy aguda es tu respuesta, pero con eso no niegas, según opino, que ella también es verdadera por ser disciplina.

A.– Es precisamente la razón que me hace fuerza, pues he advertido que es disciplina, y por eso es verdadera.

R.– Entonces, ¿crees que ésta pudo ser disciplina por otra causa que por las definiciones y divisiones en ella introducidas?

A.– Nada tengo que oponerte.

R.– Luego si a la dialéctica pertenece tal oficio, es por sí misma disciplina verdadera. ¿Quién se maravillará, pues, de que aquella ciencia por la que son verdaderas las demás sea por sí misma y en sí misma la verdad verdadera?

A.– No hallo dificultad en admitir lo que dices.


CAPÍTULO XII

DE CUÁNTOS MODOS ESTÁN UNAS COSAS EN OTRAS


22. R.– Atiende ahora a lo poco que falta.

A.– Di lo que quieras, con tal que lo entienda y te lo conceda gratamente.

R.– De dos modos sabemos que una cosa puede hallarse en otra; uno de modo separable, pudiendo hallarse en otra parte como la madera en este lugar o el sol en el Oriente. Otro es de modo inseparable, como en esta madera la forma y la naturaleza que le es propia; en el sol, la luz; en el fuego, el calor; en el alma, las artes, y en otras cosas semejantes. ¿No estás de acuerdo?

A.– Esa distinción me es muy conocida y entendida desde los primeros años de la adolescencia; por lo que si se me pregunta sobre eso no puedo sino asentir sin dudar.

R.– ¿No me concedes igualmente que lo que inseparablemente se halla unido a un sujeto, en faltando éste, no puede subsistir?

A.– También me parece una consecuencia necesaria; pues permaneciendo el sujeto, puede realizarse lo que hay en él, como es notorio al que bien considera estas cosas. Así, por ejemplo, el color de un cuerpo humano puede cambiarse por enfermedad o por los años, sin que él perezca. Pero no ocurre lo mismo con todas las propiedades inherentes a un sujeto, sino en aquellos para cuya existencia no son necesarias. Para la existencia de esta pared no es necesario el color que tiene, y por eso, aunque se blanquee o pinte de negro o de otro color, seguirá siendo y llamándose pared. Pero el fuego, si pierde su calor, dejará de ser fuego; ni podemos llamar nieve a lo que no es blanco.



CAPÍTULO XIII

DONDE SE COLIGE LA INMORTALIDAD DEL ALMA



23. Sobre tu pregunta: «¿Cómo es posible que lo que va unido a un sujeto permanezca dejando de existir éste?», te diré que es absurdo y falsísimo sostener que puede subsistir una cosa faltándole el soporte, al que va ligada indefectiblemente su existencia.

R.– Luego hemos llegado adonde queríamos.

A.– ¿Qué me dices?

R.– Lo que oyes.

A.– ¿Luego se colige ya la inmortalidad del alma?

R.– Clarísimamente, si lo que me has concedido es verdad, a no ser que sostengas que el alma, aun después de muerta, sigue siendo alma.

A.– Lejos de mí asentar tal proposición, pues al perecer, deja de ser alma. Ni me aparta de esta sentencia lo que han dicho grandes filósofos, a saber: que todo principio vivificante, doquiera se halle, no puede ser sujeto de muerte. Pues aunque la luz, entrando donde quiera, ilumina un lugar, y por la maravillosa fuerza de los contrarios no admite en sí tinieblas, sin embargo puede apagarse, quedando a obscuras el lugar. Así, lo que resistía a la oscuridad, sin admitirla de algún modo en sí, extinguiéndose, da lugar a su contrario, como podía haberle dado retirándose. Por lo cual temo que la muerte sobrevenga al cuerpo, como la oscuridad a un lugar, sea retirándose de él el alma igual que una luz o extinguiéndose allí mismo. No hay, pues, seguridad alguna contra la muerte corporal, y ha de desearse cierto género de muerte con que se separe el alma viva del cuerpo para ir a un lugar donde no pueda morir, si es posible esto. Y si ni aun esto puede ocurrir, porque el alma se enciende en el mismo cuerpo, como una luz, sin poder subsistir sola en otra parte, y toda muerte consiste en la extinción del alma o de la vida en el cuerpo, entonces habrá de escogerse, según lo permite la humana condición, un género de vida tranquila y segura, lo cual no sé cómo puede lograrse, siendo el alma mortal. Dichosos mil veces los que lograron la certeza por convicción propia o autoridad ajena de que no se debe temer la muerte, aun cuando sea mortal el alma. Pero yo, desgraciado, no he podido conquistar esta certeza con ningún razonamiento ni autoridad.


24. R.– ¡Deja todo lamento! Inmortal es el alma humana.

A.– Pero ¿cómo lo demuestras?

R.– Con las premisas que tú me has concedido muy cautamente.

A.– No recuerdo haberte hecho ninguna afirmación imprudente; con todo, hazme un resumen, te ruego; veamos adónde hemos llegado con tantos rodeos, ni quiero ya que me interrogues más. Para sintetizar el resumen de mis concesiones ya no hacen falta preguntas. ¿O es que quieres retardar mi gozo por el éxito de nuestro discurso?

R.– Te daré gusto, pero atiéndeme con mucha vigilancia.

A.– Habla ya, atento estoy, ¿a qué me atormentas?

R.– Si lo que pertenece a un sujeto permanece siempre, necesariamente ha de permanecer el sujeto donde se halla. Es así que toda disciplina está en el alma como en un sujeto. Luego es necesario que subsista siempre el alma, si debe subsistir la disciplina. Mas la disciplina es la verdad, y la verdad, según se demostró al principio de este libro, es inmortal. Luego siempre ha de permanecer el alma, y no puede llamarse mortal. Luego sólo podrá con fundamento rechazar la inmortalidad del alma quien no admita la verdad de las proposiciones arriba sentadas.



CAPÍTULO XIV

EXAMEN DEL SILOGISMO ANTERIOR



25. A– Ya quiero soltar la rienda a mi gozo; pero dos motivos me detienen un poco. Lo primero, me sorprende el largo rodeo que hemos estado haciendo con no sé qué cadena de razonamientos, cuando todo podía presentarse tan concisamente como se ha hecho ahora. Por lo cual me angustia el pensar que acaso tales ambages discursivos sólo han servido para ocultarnos alguna celada. En segundo lugar, no veo cómo la disciplina pueda subsistir siempre en el alma, sobre todo la dialéctica, cuando tantos hay que no la conocen, y aun los que se habilitan para ella, la ignoraron tanto tiempo desde la infancia. Pues no podemos decir que no son almas las de los ignorantes o que reside en ellas una disciplina desconocida. Si esto es absurdo, síguese que o no está siempre la verdad en el alma o que aquella disciplina no es la verdad.


26. R.– Ya ves que no en balde ha dado tantos rodeos nuestro discurso. Porque indagábamos qué es la verdad, y esto creo que ni aun ahora en esta maraña de cosas, después de tan largo recorrido, hubiéramos podido lograrlo. ¿Pero qué vamos a hacer? ¿Dejaremos todo lo comenzado, esperando que venga a nuestras manos algún libro que satisfaga nuestras ansias? Ya sé que hay muchos escritos anteriores a esta época que no hemos leído y tenemos noticia de que en nuestros días se continúa escribiendo en prosa y en verso sobre este tema; y lo hacen hombres cuyos libros e ingenio no pueden sernos desconocidos, y nos alienta la esperanza de hallar en ellos lo que buscamos aquí; sobre todo sabiendo que ante nuestros mismos ojos brilla aquel ingenio en quien revive la elocuencia que lamentábamos como muerta. ¿Permitirá él, después de enseñarnos el modo de vivir, que ignoremos la naturaleza de la vida?

A.– No lo creo; y mucho espero de él, si bien me apena el ver que no podemos descubrirle nuestra adhesión a su persona ni nuestro deseo de sabiduría. Seguramente se compadecería él de mi alma, atormentada y sedienta, para colmarla pronto con el agua viva de su fuente. Él vive tranquilo en la convicción de la inmortalidad del alma, y no sabe que hay quienes soportan la miseria de esta ignorancia, y sería una crueldad no satisfacer a su necesidad y demanda. Y aquel otro conoce tal vez nuestros deseos, pero se halla tan lejos y estamos en un punto tal, que apenas tenemos facilidad de comunicación epistolar. El cual, con el ocio de que disfruta más allá de los Alpes, creo que habrá terminado ya el poema escrito para disipar el temor de la muerte y el pavor y frío del alma aterida por un antiguo hielo. Pero mientras no llegan estos socorros, tan lejanos a nosotros ¿no es una gran torpeza el malograr nuestro ocio llevando el alma pendiente y cautiva de tan penosa incertidumbre?



CAPÍTULO XV

NATURALEZA DE LO VERDADERO Y LO FALSO



27. ¿Dónde está, pues, el fruto de nuestras plegarias, pasadas y presentes, a Dios para pedirle, no riquezas ni deleites carnales, ni honores y estimación popular, sino para que nos abra el camino del conocimiento de Dios y de nuestra alma? ¿Nos dejará tal vez Él de su mano o le abandonaremos nosotros?

R.– Muy ajeno es a su clemencia abandonar a los que indagan la verdad; lejos también de nosotros abandonar a tan seguro guía. Por lo cual repitamos, brevemente si te parece, las dos partes de nuestra argumentación, a saber: la verdad siempre subsiste y la dialéctica es la verdad. Me has dicho que dudabas de ellas, impidiéndonos tener la completa seguridad de nuestras conclusiones. ¿O quieres que indaguemos cómo puede hallarse un arte en el alma de un hombre inculto, pues no podemos negar que es verdadera alma la suya? También tus dudas hacían hincapié en este punto, retrayéndote de conceder valor a los discursos anteriores.

A.– Discutamos ahora lo primero, dejando para después lo que hay de esto; así todo quedará expuesto.

R.– Hagamos lo que quieres, pero presta suma atención, pues sé lo que te sucede cuando escuchas, y es que estás demasiado pendiente de la conclusión, y por esperar de un momento para otro las últimas ilaciones, pasas sin examinar bien lo que se pregunta.

A.– Tal vez tienes razón; lucharé, pues, contra esta ligereza mía como pueda; y empieza a investigar, no perdamos tiempo en cosas superfluas.


28. R.– Si mal no recuerdo, hemos llegado a la conclusión siguiente: la verdad no puede morir, aun pereciendo el mundo o la misma verdad, pues sería verdadera la proposición: «el mundo y la verdad han perecido». Pero nada hay verdadero sin la verdad; luego de ningún modo puede perecer la verdad.

A.– Admito esas afirmaciones y mucho me maravillo si son falsas.

R.– Vamos, pues, al otro punto.

A.– Permíteme antes una pausa de reflexión sobre lo dicho para que no tenga que volver atrás.

R.– Entonces, ¿no será verdad que ha perecido la verdad? Pues si no lo es, entonces la verdad subsiste. Si lo es, ¿cómo desaparecida la verdad puede haber algo verdadero, no existiendo aquélla?

A.– Nada tengo que oponerte ni advertir; adelante, pues. Haremos lo posible para que los hombres doctos y prudentes  lean esto y corrijan, si merece, nuestra temeridad, pues no veo ni ahora ni nunca qué pueda alegarse contra lo dicho.


29. R.– ¿Puede llamarse verdad la que no es fundamento de todo lo verdadero?

A.– De ningún modo.

R.– ¿Y no se llama verdadero lo que no es falso?

A.– Sería locura dudar de eso.

R.– ¿Acaso lo falso no es lo que remeda a otro, sin ser aquello a que se asemeja?

A.– Ninguna otra cosa es más digna de ese nombre. Pero también se llama falso lo que dista mucho de asemejarse a lo verdadero.

R.– ¿Quién lo niega? Mas alguna semejanza de verdad ha de tener.

A.– ¿Cómo? Pues cuando se dice que Medea voló en un atelaje de serpientes, de ningún modo esta ficción imita la verdad, por tratarse de una cosa enteramente irreal.

R.– Exacta es tu observación; pero ¿no adviertes que a lo que es nada tampoco puede darse el nombre de falso? Lo falso existe; si no existiera no sería falso.

A.– Luego ¿no llamaremos falso al imaginario prodigio atribuido a Medea?

R.– De ningún modo; porque si es falso, ¿cómo es un prodigio o monstruo?

A.– Estoy asombrado. Es decir, que cuando yo oigo: Engancho a mi carro grandes serpientes aladas uncidas a un yugo, ¿no digo una falsedad?

R.– Sin duda la dices. Pues hay algo falso que enuncias.

A.– Pues ¿qué es?

R.– La proposición enunciada en el verso.

A.– Pues ¿en qué imita ella a la verdad?

R.– En que no se expresaría de otro modo si realmente hubiese volado Medea. Una falsa proposición remeda en su forma a una proposición verdadera. Si no se le da crédito sólo imita en su expresión lo verdadero, y es falsa, pero sin producir engaño. Si se le da crédito, entonces imita también a las sentencias verdaderas.

A.– Ahora advierto la gran diferencia entre lo que decimos y las cosas de que lo decimos, por lo cual asiento a lo dicho, pues me detenía el creer que todo lo falso presenta cierta imitación de lo verdadero. Pues ¿quien no se ríe del que dice que la piedra es una falsa plata?; y, sin embargo, si alguien asegura que la piedra es plata, le respondemos que profiere una falsa proposición. En cambio, con alguna razón, según opino, llamamos plata falsa al estaño y al plomo, porque de algún modo la imitan, y entonces no es falsa nuestra proposición, sino el objeto mismo.



CAPÍTULO XVI

SI COSAS MÁS EXCELENTES PUEDEN LLAMARSE CON NOMBRES DE LAS QUE SON MENOS



30. R.– Veo que me has comprendido. Pero examina ahora si podría llamarse la plata con el nombre de falso plomo.

A.– No; va contra mi gusto.

R.– ¿Por qué?

A.– No lo sé; sólo veo que me repugna.

R.– ¿Será tal vez porque la plata es de mejor calidad y con aquel nombre se le rebaja; en cambio, el plomo sale ventajoso y honrado cuando se le llama plata falsa?

A.– Creo que has atinado en la explicación que yo quería. Y esta es la razón por la que se consideran abominables y execrables e incapaces de testar los hombres que se visten de mujeres, a quienes no sé si llamarlos falsas mujeres o más bien hombres falsos. Pero podemos llamarlos verdaderos histriones y verdaderos infames, o si son ocultos –pues todo lo infame se relaciona con la fama–, justamente los llamaremos verdaderos viciosos, según opino.

R.– Dejemos para otra ocasión el discutir de estos puntos, porque muchas cosas se hacen, al parecer, indecorosas a la faz del pueblo y un fin honesto y laudable las justifica. Así, se ventila una grave discusión sobre si con el fin de librar la patria puede uno, disfrazado de mujer, engañar al enemigo, exhibiéndose como mujer falsa para ser tal vez más verdadero varón, o si el sabio que comprende que su vida es necesaria para el bien común debe preferir morirse de frío a ponerse vestidos femeninos por falta de otros. Pero de estas cuestiones se tratará en otra parte. Ahora se ve cuántas investigaciones deben hacerse para que nuestro trabajo siga adelante sin incurrir en ciertas inevitables torpezas. Mas por lo que atañe a la presente cuestión, me parece ya indubitable y evidente que lo falso se dice por imitación de lo verdadero.



CAPÍTULO XVII

¿HAY COSAS ENTERAMENTE FALSAS O VERDADERAS?



31. A.– Pasa adelante; estoy persuadido ya de esa verdad.

R.– Ahora te pregunto si fuera de las ciencias en que nos instruimos –y entre ellas debe incluirse el deseo mismo y esfuerzo de la sabiduría– podemos hallar alguna cosa tan verdadera que no sea como el Aquiles del teatro, el cual ha de ser en parte falso para que pueda ser verdadero.

A.– Creo que hay muchas cosas de ese género. Esta piedra, por ejemplo, no es objeto de las disciplinas, y, sin embargo, para ser verdadera, no imita a ninguna otra cosa con respecto a la cual sea falsa. Y con ésta acuden al pensamiento un tropel de infinitas cosas.

R.– Admito la observación; pero no te parece que todas ellas están comprendidas en la categoría de los cuerpos?

A.– Opinaría como tú si tuviera certeza de que el vacío no es nada, o creyera que el alma ha de contarse entre las cosas corpóreas, o que Dios es un cuerpo. Si existen todas estas cosas, no son falsas o verdaderas por ningún linaje de imitación.

R.– Muy lejos me quieres llevar, mas procuraré buscar un atajo. Pues una cosa es el vacío y otra la verdad.

A.– Muy grande es su diferencia ciertamente. ¿Qué cosa más vacía que yo mismo, si creo que la verdad es irreal y me pierdo tan afanosamente buscando el vacío? Pues ¿qué deseo hallar sino la verdad?

R.– Luego ya me concedes que no hay cosas verdaderas sino por la verdad.

A.– Tengo ya formulada esa persuasión.

R.– ¿Dudas de que fuera del vacío no hay vacío o de que ciertamente es un cuerpo?

A.– No dudo de ningún modo.

R.– ¿O piensas tal vez que la verdad es realidad corporal?

A.– Tampoco.

R– ¿O cosa inherente a algún cuerpo?

A.– No lo sé; nada se me ocurre a este propósito; pero tú sabes que si existe el vacío, se da donde no hay cuerpo alguno.

R.– Es evidente.

A.– ¿A qué nos detenemos, pues?

R.– ¿Acaso crees que la verdad hizo el vacío o que puede haber algo verdadero donde falta la verdad?

A.– No.

R.– No es, pues, la verdad una manía, ni el vacío puede hacerlo sino la carencia de entidad; por otra parte, es manifiesto que lo que carece de verdad no es verdadero; y absolutamente hablando, el vacío se llama así por su privación de ser. ¿Cómo, pues, puede ser verdadero lo que no es o cómo puede serlo lo que es nada?

A.– Adelante, pues, y dejemos el vacío como una inania.


CAPÍTULO XVIII

SI LOS CUERPOS SON VERDADEROS



32. R.– ¿Qué piensas de las demás cosas?

A.– ¿A qué te refieres?

R.– A lo que favorece a mi causa, pues restan Dios y el alma, y si los dos son verdaderos, porque en ellos está la verdad, ya nadie duda de la inmortalidad de Dios. Y también el alma deberá tenerse por inmortal si se prueba que es sede de una verdad que no muere. Veamos, pues, ya la última cuestión, a saber: si el cuerpo es en verdad verdadero, esto es, si no está en él la verdad, sino más bien una imagen de la misma. Porque si los cuerpos, que muy bien sabemos están sometidos a la muerte, poseen la verdad en la misma forma que las ciencias, ya habrá que privar a la dialéctica de su privilegio de reguladora de las demás artes. Porque también parecen poseer su verdad las realidades materiales que no han sido efecto del arte de disputar. Y si ellos son verdaderos por algún género de imitación, y por lo mismo, distan de la verdad pura, nada impedirá a la dialéctica para que sea considerada como la misma verdad.

A.– Entre tanto indaguemos la naturaleza de lo material; y veo que llegando aquí a una conclusión, nuestra controversia no se acaba.

R.– ¿Cómo sabes lo que quiere Dios? Atiende, pues; yo creo que todo cuerpo está limitado y contenido por una forma y especie, sin la cual no sería cuerpo. Y si la tuviese verdadera, sería alma. ¿Opinas de otro modo?

A.– Asiento en parte; de lo demás, dudo; concedo que para ser cuerpo se requiere una figura. Pero no entiendo lo que añades: si la tuviera verdadera, sería alma.

R.– ¿No recuerdas ya lo que dijimos al principio del libro primero acerca de las figuras geométricas?

A.– Bien haces en recordármelo; lo recuerdo, y muy a gusto.

R.– ¿Se hallan las figuras en los cuerpos tales como las concibe aquella disciplina?

A.– No; antes son mucho menos perfectas.

R.– ¿Y cuáles te parecen las verdaderas?

A.– No me hagas tales preguntas. Pues ¿quién es tan ciego que no vea que las figuras concebidas por la ciencia geométrica están en la misma verdad y la verdad en ellas, mientras las figuras de los cuerpos aspiran a ser lo que ellas, con cierto remedo de la verdad, y en este aspecto son falsas? Ya entiendo, pues, cuanto querías demostrarme.



CAPÍTULO XIX

DE LAS VERDADES ETERNAS SE ARGUYE LA INMORTALIDAD DEL ALMA



33. R.– ¿Qué necesidad, pues, tenemos ya de investigar más sobre el arte de la dialéctica? Porque ya sea que las figuras geométricas estén en la verdad, o la verdad en ellas, nadie duda de que se contienen en nuestra alma o en nuestra inteligencia, y, por tanto, se concluye necesariamente que en ella está la verdad. Y si por una parte toda disciplina está en nuestro ánimo adherida inseparablemente a él y por otra no puede morir la verdad, ¿por qué dudamos de la vida imperecedera del alma sin duda influidos por no sé qué familiaridad con la muerte? ¿Acaso aquellas líneas o un cuadrado, o esfera, imitan algo extraño para ser verdaderas?

A.– De ningún modo puedo creer tal cosa, pues habría que suponer que una línea no es una longitud sin latitud ni la circunferencia una curva cerrada cuyos puntos equidistan del centro.

R.– Entonces, ¿por qué dudamos? Donde están ellas, ¿no está la verdad?

A.– Dios me libre del disparate de negarlo.

R.– ¿Acaso, pues, la disciplina no está en el alma?

A.– ¿Quién ha dicho tal cosa?

R.– ¿Y acaso puede, pereciendo un sujeto, permanecer lo que se halla con él?

A.– ¿Y cuándo se me persuade a mí de tal afirmación?

R.– Luego ¿debe fenecer la verdad?

A.– No es posible eso.

R.– Pues entonces es inmortal el alma; ríndete ya a tus razones, cree a la verdad, porque ella clama que habita en ti y es inmortal, y no puede derrocársele de su sede con la muerte del cuerpo. Aléjate ya de tu propia sombra, entra dentro de ti mismo; no debes temer ninguna muerte en ti, sino el olvido de que eres inmortal.

A.– Oigo, me reanimo, comienzo a retornar en mí. Pero antes, te ruego, resuélveme la dificultad propuesta ya: cómo en el alma de los indoctos, que también debe gozar del mismo privilegio de inmortalidad, está la verdad de las disciplinas.

R.– Esa dificultad pide la redacción de otro volumen, si se ha de discutir ampliamente; ahora veo que te conviene pasar revista a la conclusión a que hemos llegado, pues si no te acometen dudas sobre las afirmaciones hechas, hemos cosechado mucho fruto y con no poca seguridad podemos seguir adelante.


CAPÍTULO XX

COSAS VERDADERAS Y COSAS RECORDADAS. PERCEPCIÓN SENSIBLE E INTELIGIBLE



34. A.– Me atengo a lo que dices y haré con gusto lo que me mandas. Pero declárame con brevedad antes de terminar este volumen la diferencia que hay entre la verdadera figura, tal como es concebida por la inteligencia, y la que se forja con la imaginación, fantasía o «fantasma» que dicen los griegos.

R.– Pides la comprensión de una cosa para la cual se requiere una gran pureza intelectual, y no te hallas suficientemente ejercitado para ello, si bien sólo buscamos con estos mismos rodeos tu preparación y ejercicio, a fin de que te habilites para contemplar la verdad. Sin embargo, brevemente te expondrá cómo puede demostrarse la diferencia que hay. Figúrate que te has olvidado de una cosa y otros quieren traértela a la memoria y te dicen: «¿Es esto o aquello?», profiriendo cosas diversas como si fueran semejantes. Y tú no atinas en lo que deseas recordar, y con todo, ves que no es lo que te sugieren. Cuando ocurre esto, ¿se trata de un olvido completo en ti? ¿No forma parte de cierto recuerdo el mismo discernimiento que haces entre lo que buscas y lo que te proponen?

A.– Así parece.

R.– Todavía éstos no ven la verdad, pero están libres del engaño y del error y saben lo que buscan. Pero si alguien te dice que tú a los pocos días de nacer te reíste, no tendrás por falso lo que te dicen, y si el testigo merece fe, no lo recordarás, pero lo creerás, pues el tiempo de tu infancia está sepultado bajo un pesadísimo olvido. ¿No es así?

A.– Ciertamente.

R.– Este olvido se diferencia mucho de aquel otro, el cual ocupa como un término medio. Pues todavía hay otro más vecino y próximo al recuerdo y reconocimiento de la verdad. Se asemeja a lo que nos ocurre cuando vemos alguna cosa y reconocemos ciertamente que la hemos visto alguna vez y aseguramos que la conocemos; nos esforzamos por recordar dónde, cuándo y cómo y con quién ha llegado a nuestra noticia. ¿Se trata de una persona? Buscamos también dónde la hemos conocido; y cuando ella nos lo recuerda, de repente, todo nos vuelve a la memoria como una luz, y sin ningún esfuerzo todo lo reproducimos. Esta clase de hechos, ¿te es desconocida u oscura?

A.– Nada más manifiesto, porque han sido objeto de repetida experiencia.


35. R.– Tales son los que están bien instruidos en las artes liberales, las cuales, al aprenderlas, las extraen y desentrañan, en cierto modo, de donde estaban soterradas por el olvido, y no se contentan ni descansan hasta contemplar en toda su extensión y plenitud la hermosa faz de la verdad que en ellas resplandece. Pero de allí se levantan y se mezclan ciertos falsos colores y formas, con que se empaña el espejo del pensamiento, engañando a los que indagan la verdad y haciéndoles creer que allí está todo cuanto buscaban. Son ilusiones que se han de evitar con suma cautela, porque son falaces y cambian al variar el espejo del pensamiento, mientras que la faz de la verdad es única e invariable. Así, por ejemplo, la imaginación te pintará, cuadrados de diferente magnitud, como presentándolos ante los ojos; pero la mente interior, amiga de la verdad, debe volverse, si puede, a aquella razón según la cual juzga de la cuadratura de las figuras.

A.– ¿Y si nos dice alguien que ella juzga también según lo que ve por los sentidos?

R.– Entonces, ¿por qué juzga, si está bien instruida, que una esfera perfecta sólo tiene un punto de contacto con un plano ideal? ¿Quién ha visto o puede ver con los ojos semejante cosa, pues ni con la misma imaginación puede representarse? ¿Y no experimentamos las mismas dificultades cuando pretendemos pintar en la imaginación un círculo inconcebiblemente pequeño y en él trazamos los radios al centro? Pues si trazamos dos, separados por una distancia que apenas puede punzarse con la punta de una aguja, ya nuestra imaginación se declara incapaz de representarse otras que sin ninguna confusión lleguen al centro; pero la razón enseña que pueden trazarse otras innumerables, pasando por increíbles angosturas de espacio y sin tocarse más que en el centro, de modo que en el intervalo de cada línea podría inscribirse un círculo. A esto no llega la imaginación, que falla aún más que los ojos, por donde han entrado en el alma; por tanto, cosa manifiesta es que las imágenes de la fantasía difieren grandemente de la verdad y que aquélla es objeto de visión sensible y ésta no.


36. Todo esto se tratará más copiosa y sutilmente cuando discurramos acerca de la inteligencia, empeño que hemos acometido y se realizará cuando queden discutidos y declarados los temas que nos atraen acerca de la vida del alma. Pues tengo para mí que te causaría grande pena que la muerte humana, aun sin acabar con el alma, la redujese al olvido de todas las cosas y hasta de la verdad que hemos averiguado.

A.– No se puede ponderar bastante lo temible de ese mal. Porque ¿cuál sería la vida eterna o qué muerte no habría de preferirse a ella, si allí se vive como el alma, por ejemplo, de un recién nacido, para no hablar de la vida uterina, pues también hay vida allí?

R.– Anímate; Dios nos asistirá, como ya lo experimentamos, a quienes buscamos y promete después de la muerte corporal un reposo beatísimo y la posesión completa de la verdad sin engaño.

A.– Cúmplase nuestra esperanza.


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