GRACIA ABUNDANTE

Gracia en abundancia
para el mayor
de los pecadores



La llamada a la obra del ministerio

Y ahora, al hablaros de mis experiencias, voy a escribir una palabra o dos sobre la predicación de la Palabra y la forma en que Dios me llamó a hacer su obra.
Había estado despierto para el Señor desde hacía cinco o seis años, habiendo visto el gran valor de Jesucristo nuestro Señor, y mi necesidad de El, y habiendo podido descansar mi alma en El. Algunos de los santos que tenían buen juicio y santidad de vida consideraban que Dios me había tenido por digno de entender su bendita Palabra y que me había dado hasta cierto punto la habilidad de expresar lo que hacía en ella de forma que ayudaba a los otros. Así que me pidieron que dijera unas palabras de exhortación en una de las reuniones.
A1 principio esto me parecía imposible de hacer, pero ellos insistieron. Finalmente consentí v hablé dos veces en pequeñas reuniones de cristianos solamente, pero con mucha flaqueza. Así que puse a prueba mi don entre ellos, y pareció que mientras hablaba ellos recibían bendición. Después muchos me dijeron, a la vista del gran Dios, que habían recibido ayuda y consuelo. Daban gracias al Padre de misericordia por el don que me había dado.
Después, cuando algunos de ellos, de vez en cuando, iban por aquel territorio a predicar, me pidieron que fuera con ellos. Lo hice, y hablé varias veces, v empecé a hablar también de una manera más adecuada para el público. Y estos otros recibieron también la Palabra con gozo y dijeron que sus almas habían sido edificadas.
La iglesia seguía pensando que yo debía predicar, y así, después de solemnes oraciones al Señor, con ayuno, fui ordenado para predicar públicamente de modo regular la Escritura entre aquellos que habían creído y también a los que aún no habían recibido la fe. Para este tiempo empecé a sentir en mi corazón un gran deseo de predicar a los no salvos, no por el deseo de glorificarme, porque en aquel tiempo estaba particularmente afligido por los dardos ardientes del diablo respecto a mi estado eterno.
No pude tener descanso hasta que estuve ejercitando este don de la predicación, y seguí adelante con él, no sólo por el deseo constante de los hermanos, sino también por la afirmación de Pablo en Corintios: «Hermanos, ya sabéis que la familia e Estefanas es las primicias de Acaya y que ellos se han puesto al servicio de los santos. Os ruego que os sometáis a personas como ellos, y a todos los que colaboran y trabajan con ella» (1 Corintios 16:15, 16).
Podía ver por este texto que el Espíritu Santo nunca había tenido intención que los hombres que tenían dones y capacidades los enterraran en el suelo, sino que mandaba y estimulaba a esta gente a que ejercieran este don, y enviaba a trabajar a los que eran capaces y estaban dispuestos: « Se han puesto al servicio de los santos.» Este pasaje estaba siempre presente en mi mente y me animaba durante aquellos días y me corroboraba en la obra de Dios. Me sentía animado también por otros pasajes de las Escrituras que nos dan ejemplo de piedad (Hechos 8:4; 18:24, 25; Romanos 12:6; 1 Pedro 4:10), y así, aunque era el más indigno de todos los santos, me puse a trabajar. Aunque temblaba, usé mi don para predicar el bendito Evangelio en proporción de mi fe, tal como Dios me había mostrado en la santa Palabra de verdad. Cuando se esparció la palabra alrededor de que estaba haciendo esto, las personas acudían a centenares de todas partes para oír la predicación de la Palabra.
Doy gracias a Dios que puso en mi corazón este gran interés y compasión por sus almas. Esto me hacía trabajar con gran tesón para presentarles a ellos un mensaje, que si Dios lo bendecía, iba a despertar sus conciencias. Y el Señor contestó mi petición, porque no hacía mucho tiempo que predicaba cuando algunos empezaron a ser tocados por el mensaje y se hallaban gravemente afligidos en sus almas a causa de la grandeza de sus pecados y su necesidad de Jesucristo.
Al principio apenas podía creer que Dios hablara a través de mí al corazón de alguno, y todavía me consideraba indigno. No obstante, .aquellos que habían sido avivados por mi predicación me amaban y tenían un respeto especial para mí. Aunque yo insistía que no era por lo yo había dicho, con todo ellos públicamente aclaraban que era así. Ellos, de echo, bendecían a Dios por mí, indigno y desgraciado, y me consideraban como un instrumento que Dios había usado para mostrarles el camino de salvación.
Y cuando vi que empezaban a vivir de modo distinto y a hablar de modo distinto, y que sus corazones seguían anhelantes el mensaje y el conocimiento de Cristo y se gozaban de que Dios me hubiera enviado a ellos, entonces empecé a considerar que tenía que ser porque Dios había bendecido su obra a través de mí. Y entonces vino la Palabra de Dios con gran bendición y refrigerio a mi corazón: «La bendición del que iba a perecer venía sobre mí, y al corazón de la viuda yo daba alegría» (Job 29:13).
Y así me gozaba. Sí, las lágrimas de aquellos a quienes Dios despertaba a través de mi predicación eran mi solaz y mi ánimo. Pensé en los versículos: «¿Quién será luego el que me alegre, sino el que está entristecido a causa de mí?» (2 Corintios 2:2) y « Si para otros no soy apóstol, para vosotros ciertamente lo soy porque vosotros sois el sello de mi apostolado en el Señor» (1 Corintios 9:2). En mi predicación de la Palabra noté que el Señor me llevaba a donde su Palabra empieza con los pecadores; esto es, a condenar toda carne y a afirmar claramente que la maldición de Dios está sobre todos los que han venido al mundo, a causa del pecado. Y esta parrte de mi obra la cumplía fácilmente, porque (os terrores de la Ley y la culpa de mi trasgresión pesaban gravemente sobre mi conciencia. Predicaba lo que sentía, a saber, aquello bajo lo cual mi alma gemía y se acongojaba.
Verdaderamente, fui enviado a ellos como uno de entre los muertos. Fui yo mismo en cadenas, les predicaba en cadenas, y tenía en mi propia conciencia el fuego del que les advertía que se libraran. Puedo decir sinceramente que más de una vez fui a predicar lleno de culpa y terror hasta la misma puerta del púlpito, y que allí se me quitaba y quedaba en libertad hasta que
había terminado mi tarea. Luego, inmediatamente, antes de haber podido descender los peldaños del púlpito, ya estaba sobre mí la carga, tan pesada como antes. Con todo, Dios me conducía adelante, pero, sin duda, con mano recia.
Seguí así durante dos años, clamando contra los pecados de los hombres y el espantoso estado en que debido a ellos se encontraban. Después de esto, el Señor vino a mi alma con la paz y el consuelo de que había gracia y bendición para mí.
De modo que cambié mi predicación, porque todavía predicaba lo que veía y sentía yo mismo. Ahora trataba de mostrar a todos al maravilloso Jesucristo en todos sus cargos, relaciones y beneficios para el mundo y procuraba señalar, condenar y eliminar todos los falsos en que el mundo se apoya y por los cuales perece. Y predicaba a lo largo de esta idea, así como había hecho con la otra.
Después de esto, Dios me dejó entrar algo en el misterio de la unión con Cristo, y por tanto les mostraba esto. Cuando hube pasado por estos tres puntos principales de la Palabra de Dios durante un período de cinco años, llegué a ésta mi presente condición, pues fui echado a la cárcel ﷓donde estoy ahora desde hace cinco años para confirmar la verdad por medio del sufrimiento, tal como la había confirmado antes, al testificar de ella por medio de la predicación.
En toda mi predicación, gracias a Dios, mi corazón ha estado clamando fervientemente a Dios para poder hacer la Palabra de Dios efectiva para la salvación de las almas, porque había temido que el enemigo quitaría la Palabra de aquella conciencia y así habría sido infructuoso. He tratado de hablar la Palabra de modo que una persona particular pueda comprender que es culpable de un pecado particular.
Y después de haber predicado, mi corazón ha estado lleno de preocupación al pensar que la Palabra puede haber caído en lugar pedregoso, y he clamado de todo corazón: «Oh, que los que me han oído hablar puedan ver como yo veo lo que son realmente el pecado, la muerte, el infierno y la maldición de Dios; y que puedan comprender la gracia y el amor y la misericordia de Dios, que se ofrece por medio de Cristo a los hombres, no importa en qué condición se encuentren, aunque sean sus enemigos.» Y con frecuencia le he dicho al Señor que si yo tenía gue ser muerto delante de los ojos de ellos y esto había de servir para despertarlos y confirmarlos en la verdad, que estaba dispuesto de buena gana a que esto sucediera.
Especialmente cuando he hablado de la vida que hay en Cristo, sin obras, me ha parecido a veces como si un ángel de Dios estuviera detrás de mí animándome. Con gran poder y con evidencia celestial en mi propia alma, he estado trabajando para desplegar esta maravillosa doctrina, para demostrarla y para confirmarla en las conciencias de los que me oían. Porque esta doctrina me parecía a mí ser no sólo la única verdadera, sino más que verdadera.
Cuando fui a predicar la Palabra por primera vez a otros lugares, los predicadores regulares, por todas partes, se me oponían. Yo estaba convencido de que no debía devolver los insultos y los ultrajes; sino que quería ver a cuántos de estos cristianos carnales podría convencer de su desgraciado estado, ya que confiaban en la Ley, y su necesidad de Cristo y de su gran valor. Porque pensaba que esto «iba a responder por mi honradez, cuando vengas a reconocer mi salario» (Génesis 30:33).
En cuanto a controversias entre los santos, nunca me ha interesado inmiscuirme en estas cosas. Mi trabajo era predicar con toda sinceridad la palabra de fe y la remisión del pecado por la muerte y sufrimientos de Jesús. Las otras cosas las pongo a un lado, porque he visto que provocan contiendas y que Dios no ha mandado que las hagamos ni que no las hagamos. Mi obra transcurría por otro cauce y a ella me atengo.
Nunca me atreví a usar los pensamientos ni los sermones de otro (Romanos 15:18), aunque no condeno a los que lo hacen. Pero, por lo que a mí se refiere, lo que he hablado ha sido lo que Dios me ha enseñado por medio de la palabra y por el Espíritu de Cristo y reivindico con mi conciencia todo lo que he dicho. Diré que mi experiencia tiene más interés en este texto de la Escritura (Gálatas 1:11, 12) de lo que muchos se dan cuenta. En otras palabras, el mismo Señor me ha enseñado mucho y, cuando como a veces ocurre, los que habían sido despertados por mi ministerio luego se hicieron atrás y recayeron en pecado, puedo decir verdaderamente que su pérdida fue más terrible para mí que si mis propios hijos, engendrados de mi cuerpo, hubieran dado en la sepultura. Creo que puedo decir esto sin ofensa al Señor, que nada me ha herido tanto de no ser el temor de perder la salvación de mi propia alma. He pensado en mí como teniendo grandes posesiones en los lugares en que nacieron estos mis hijos. Sentí que era más bendecido y honrado por Dios con ellos que si me hubieran hecho emperador del mundo cristiano, o el señor de toda la gloria de toda la tierra, pero me hubieran quitado esta gloria de hacer la obra bendita de Dios. Son verdaderamente maravillosos versículos como: «El que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados» (Santiago 5:20). «El fruto del justo es árbol de vida, y el que gana almas es sabio» (Proverbios 11:30). «Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas a perpetua eternidad» (Daniel 12:3). «Porque ¿cuál es nuestra esperanza o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo en su venida? Porque vosotros sois nuestra gloria y gozo» (1., Tesalonicenses 2:19, 20).
He notado que cuando hay un trabajo particular que tengo que hacer para Dios, surge antes en mí espíritu un gran deseo de ir y predicar en algún lugar. He notado también que hay nombres particulares que han sido puestos con fuerza en mi corazón, nombres de personas que conocía, y clamé por su salvación. Y estas mismas almas me fueron dadas como resultado de mi ministerio en este lugar cuando fui a predicar. Algunas veces he notado que una de las palabras dichas, ha hecho más que todo el sermón. A veces, cuando pensaba que había hecho muy poco, resultó que había sido realizado mucho; y otras veces, cuando pensaba que había obtenido grandes resultados, hallé que no había pescado nada.
Pero he observado también que cuando ha habido obra a hacer entre pecadores, el diablo ha empezado a rugir en sus corazones y por la boca de sus siervos. Y algunas veces, cuando el mundo malvado ha sido muy trastornado, entonces es cuando han sido despertadas más almas por la Palabra. Podría dar ilustraciones de ellos, pero me abstendré de hacerlo.
Tenía grandes deseos, en el cumplimiento de mi ministerio, de ir a los lugares más oscuros del país, entre aquellos que están más alejados de Dios. Esto era no porque tuviera miedo de mostrar mi evangelio a aquellos que ya han recibido alguna instrucción, sino porque es la forma en que mi espíritu se inclina. Como Pablo, « Me esforcé por predicar el evangelio, no donde el nombre de Cristo ya hubiese sido pronunciado, para edificar sobre fundamento ajeno» (Romanos 15:20).
En mi predicación me he visto realmente en sufrimiento dolores como de parto, para dar a luz hijos de Dos, y nunca he estado satisfecho a menos que haya habido algún fruto.
Si no, no me importaba mucho quien me felicitara; pero si era fructífero, no me importaba quién me condenaba. Con frecuencia he pensado en este versículo:

«He aquí, herencia de parte de Jehová son los hijos; recompensa de Dios, el fruto del vientre. Como saetas en mano del guerrero, así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aliaba de ellos, no será avergonzado cuando ten a litigio con los enemigos en la puerta» Salmo 127:3﷓5).

Nunca me ha complacido el ver a personas que están escuchando y absorbiendo opiniones: meramente, si no conocían a Cristo ni el valor de su salvación. Cuando he visto sana convicción de pecado, especialmente pecado de incredulidad, y vi corazones ardiendo para ser salvos por Cristo, éstas eran las almas que consideraba benditas.
Pero en este trabajo, como en cualquier otro, tuve mis tentaciones diversas. A veces sufría de desánimo, temiendo que no podría ser de ayuda a nadie y que no sería capaz de hacerme comprender por la gente. En ocasiones así, he padecido un desmayo extraño, que se ha apoderado de mi. En otras ocasiones, cuando estaba predicando, he sido asaltado violentamente con pensamientos blasfemos delante de la congregación. A veces, he estado hablando con claridad y gran libertad, cuando de repente todo quedaba en blanco y no sabía decir lo que debía después o cómo debía terminar.
Otras veces, cuando iba a predicar sobre alguna porción escudriñadora de la Palabra, he encontrado al tentador que me sugería: ¿Cómo? ¿Vas a predicar sobre esto? Esto me condena. Tu propia alma es culpable de esto; no debes predicar sobre ello. Si lo haces debes dejar una puerta abierta para ti, para escapar de la culpa de lo que vas a decir. Si predicas así pondrás la culpa sobre ti mismo, y nunca podrá salir de debajo de ella.
Me he abstenido de consentir en estas terribles sugerencias y en vez de ellos, como Sansón, he predicado contra el pecado y la trasgresión dondequiera la he encontrado, aunque trajera culpa sobre mi propia conciencia. «Muera yo con los filisteos» (Jueces 16:30), dije o, «en vez de hacer componendas respecto a la bendita Palabra de Dios». Tú que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Es mucho mejor traer condenación sobre uno mismo por predicar claramente a otros, que el escaparse, encerrando la verdad en la injusticia. Bendito sea Dios, por esta ayuda también.
He encontrado también en esta bendita obra de Cristo que he sido tentado a sentirme orgulloso; pero el Señor, en su preciosa misericordia, en general, me ha preservado de ceder en una cosa así. Cada día he podido ver el mal en mi propio corazón, y mi cara ha enrojecido de vergüenza, a pesar de los dones y talentos que me ha dado. Así que he sentido esta espina en la carne por la misma misericordia de Dios para mí (2 Corintios 12:7﷓9).
Me ha alcanzado también la Palabra, con alguna frase aguda y punzante, con respecto a la posibilidad de la pérdida del alma a pesar de los dones que Dios ha dado. Por ejemplo: «Si yo hablara lenguas angélicas, pero no tengo amor, vengo a ser como bronce que resuena, o címbalo que retiñe» (l Corintios 13:1).
Un címbalo que resuena es un instrumento musical con el cual una persona diestra puede hacer agradable melodía, de modo que el que lo oye tiene trabajo para abstenerse de bailar. Con todo el címbalo no contiene vida, y no sale música de él a no ser por la habilidad del que lo toca. El instrumento puede ser aplastado y tirado, aunque en el pasado haya producido música dulce cuando ha sido tocado.
Así son todos los que tienen dones pero no tienen la gracia salvadora. Están en las manos de Cristo como el címbalo estaba en la mano de David. Cuando David podía usar el címbalo en el servicio de Dios para elevar los corazones de los que adoraban, así Cristo puede usar a una persona dotada para afectar las almas del puedo en su iglesia; con todo, cuando las ha usado, puede colgarlas sin vida, como si fueran címbalos que resuenan.
Estas consideraciones eran como martillazos sobre la cabeza del orgullo y el deseo de vanagloria. ¡Qué!, pensaba yo, ¿estaré orgulloso porque soy un címbalo que retiñe? ¿Es algo muy importante ser un instrumento musical? No tiene más que todos estos instrumentos en sí, la persona que tiene aunque sea la porción más mínima de la vida de Dios en él? Además, recordaba que estos instrumentos desaparecerían, pero que el amor nunca desaparece. Así que llegué a la conclusión que un poco de gracia, un poco de amor, un poco del verdadero temor de Dios son mejores que todos estos dones. Estoy convencido de que es posible que un alma ignorante, que apenas puede dar una respuesta correcta, tenga mil veces más gracia que algunos que tienen dones maravillosos y que pueden expresarse como los ángeles.
Percibí que aunque los dones son buenos para realizar la tarea para la que han sido designados ﷓la edificación de los otros﷓ con todo son vacíos y sin poder para salvar el alma a menos que Dios los use. Y el tener dones no es ninguna señal de la relación del hombre con Dios. Esto me hacía ver los dones como cosas peligrosas, no en sí, sino por causa de estos males del orgullo y de la vanagloria que va con ellos. Hinchado por el aplauso de cristianos poco juiciosos, las pobres criaturas que poseen estos dones pueden fácilmente caer en la condenación del diablo.
Vi que el que tiene estos dones necesita ser llevado a una comprensión de la naturaleza de ellos ﷓o sea que demuestran (Ve esta persona es salva﷓ a fin de que no confíe en ellos y se quede corto de la gracia de Dios.
Tiene que aprender a andar humildemente delante de Dios, ser poco en su propia opinión, y recordar que sus dones no son suyos, que pertenecen a la Iglesia. Por medio de ellos es echo un siervo de la Iglesia; tiene que dar al final cuenta de su mayordomía al Señor Jesús; y será algo maravilloso si la cuenta que da de ellos es buena.
Los dones son deseables, pero es mejor poseer mucha gracia, dones pequeños, que grandes dones y no poseer gracia. La Biblia no dice que el Señor da dones y gloria, sino que El da gracia y gloria. Bendito sea aquel a quien el Señor da verdadera gracia, porque ésta es un precursor cierto de la gloria.
Cuando Satán vio que esta tentación no le daba el resultado que esperaba ﷓derrocar mi ministerio haciéndome inefectivo﷓ ensayó otro recurso. Agitó la mente de gente ignorante y maliciosa, para llenarme de calumnias y reproches. Todo lo que se podía imaginar el diablo por el país fue lanzado contra mí, pensando el diablo que de esta forma conseguiría que yo abandonara el ministerio.
Se empezó a rumorear que yo era un brujo, un jesuita, un salteador de caminos y así sucesivamente.
A todo esto sólo dije que Dios sabía que era inocente. En cuanto a mis acusadores que se preparen para encontrarme en el juicio del gran trono del Hijo de Dios. Allí tendrán que responder respecto a estas cosas que han dicho contra mí y del resto de sus iniquidades a menos ﷓y esto lo deseo de todo corazón﷓ que Dios les conceda arrepentimiento.
Se dijo contra mí que, con el mayor aplomo, yo tenía amancebadas, prostitutas e hijos bastardos. Pero puedo gloriarme en estas calumnias lanzadas sobre mí por el diablo porque si el mundo no me maltratara me preguntaría si realmente era un hijo de Dios. «Bienaventurados seréis cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que os precedieron» (Mateo 5:11, 12).
Estos no me habrían molestado, aunque hubiera habido veinte veces más personas que lo hubieran dicho. Tengo la conciencia limpia, y los que me acusan de mi buena conducta en Cristo falsamente y dicen mal de mí son los que tendrán que avergonzarse.
Ahora, pues, qué diré sobre los que me han salpicado? ¿Los amenazaré? ¿Los adularé? ¿Los halagaré para que se callen la boca? No, eso no lo haré yo. De no ser por el hecho de que con ellos acrecientan su propia condenación al decir estas cosas, ya pueden seguir haciéndolo por mí. Yo haría una orla con estas calumnias. Es mi porción, por la profesión cristiana, el ser vilipendiado, calumniado, zaherido, apostrofado. Como estas cosas son falsas, me gozo en los reproches por amor a Cristo.
Ahora bien, quisiera llamar la atención de lo necio de esta gente que me acusa de haber tenido otras mujeres. Que hagan la investigación más detallada que puedan. No encontrarán una mujer en el cielo, en la tierra o en el infierno que pueda decir que en algún tiempo, lugar, día o noche, haya tenido que ver conmigo en algo deshonroso.
Mis enemigos se han equivocado al hacerme este cargo. No soy de esta clase de hombres. Deseo que ellos sean tan inocentes como yo en este asunto. Si todos los fornicadores y adúlteros de Inglaterra fueran ahorcados, John Bunyan, el objeto de su envidia, seguiría vivito y coleando. Excepto en mi esposa, no tengo el menor interés en las mujeres, y no tengo noción de que existan si no es por su vestido, sus hijos o lo que se dice de ellas.
Y alabo a Dios y admiro su sabiduría, que me ha hecho tímido con las mujeres, desde el tiempo de mi conversión hasta ahora. Los que me conocen mejor pueden ser mis testigos de lo raro que es verme hablando de modo placentero con una mujer. Aborrezco la conversación con ellas. No puedo aguantar su compañía. Raramente he legado a tocar ni la mano de una mujer, porque creo que estas cosas no son prudentes. Cuando he visto hombres buenos besar a las mujeres al fin de una visita, he objetado algunas veces a ello. Cuando me han contestado que esto no es nada más que cortesía, les he dicho que no es bueno. Algunos me han dicho que el «ósculo santo» es escritural, pero yo les he preguntado por qué ellos tienen tendencia a besar sólo a las que son hermosas y pasarse de largo las menos favorecidas. Y así, no importa lo sabias que sean estas cosas a los ojos de los otros, para mí no están bien.
Y ahora apelo no sólo a los hombres sino también a los ángeles, para que digan si soy culpable de tener alguna otra mujer, excepto mi esposa. Sí, apelo a Dios mismo para que dé informe sobre mi alma si en estas cosas soy inocente. No es que el abstenerme de estas cosas sea debido a alguna bondad que haya en mí, sino porque Dios ha sido misericordioso conmigo y me ha preservado. Y ruego que siempre me preserve, no sólo de esto, sino de todo mal camino y obra, y me preserve para su reino celestial. Amén.
E1 resultado de la obra de Satán para envilecerme entre mis paisanos y, si es posible, hacer inútil mi predicación﷓, fue añadir a mi largo y tedioso encarcelamiento, para que me asustara de mi servicio a Cristo y que el mundo tenga miedo de escuchar mi predicación. De estas cosas voy a dar un breve resumen ahora.

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Autobiografía de Juan  Bunyan