CAPÍTULO XIII


LOS VOTOS. CUÁN TEMERARIAMENTE SE EMITEN EN EL PAPADO PARA ENCADENAR MISERABLEMENTE LAS ALMAS

1. De los votos que se hacen fuera de la Palabra de Dios
Es deplorable que la Iglesia, cuya libertad se compró con el inestimable precio de la sangre de Jesucristo, haya sido oprimida por tan cruel tiranía y esté como agobiada por una infinita multitud de tradiciones.  Sin embargo, la locura de cada uno en particular, demuestra que Dios no ha permitido tanta licencia a Satanás y a sus ministros sin causa justificada. Porque no bastó a los que querían ser tenidos por piadosos, despreciando el mandato de Dios, llevar todas las cargas que los falsos doctores les impusieron, sino que además, cada uno se las procuraba por sí mismo hasta tal punto, que se cavaron las fosas en las que hundirse profundamente. Esto sucedió cuando cada uno a porfía se dio a inventar votos con los que contraer una obligación mayor y más estrecha de la de las leyes y deberes comunes.
Y habiendo enseñado ya que el culto divino ha sido profanado con el atrevimiento de aquellos que bajo el título de pastores se adueñaron de la Iglesia enredando en sus inicuas leyes las pobres almas, no estará fuera de propósito tratar aquí de otro mal unido a éste, para que se vea que el mundo, siguiendo sus malvados propósitos, ha desechado siempre , con cuantos medios ha tenido a su alcance la ayuda con que someterse a Dios. Y para que se vea el grave mal que los votos han causado, recuerden los lectores los principios que hemos ya expuesto.
En primer lugar hemos enseñado, que todo cuanto se puede desear para llevar una vida santa y piadosa está comprendido en la Ley.
Asimismo hemos expuesto que el Señor, para mejor apartamos de inventar obras nuevas resumió toda la alabanza de la justicia en la simple obediencia a su voluntad.
Si esto es verdad, fácilmente comprenderemos que todos los falsos cultos que inventamos para merecer delante de Dios, de ninguna manera pueden resultarle aceptables, por más que a nosotros nos agraden. Y ciertamente, el Señor mismo en muchos pasajes de la Escritura no solamente los desecha, sino que abomina vehementemente de ellos. De aquí surge la duda: en qué estima han de tenerse los votos que se hacen al margen de la Palabra expresa de Dios, y si los hombres pueden emitirlos con la conciencia tranquila y de forma que les obliguen.
Lo que entre los hombres se llama promesa, esto mismo respecto a Dios se llama voto. A los hombres les prometemos lo que creemos que les es grato, o las cosas que les debemos en virtud de nuestro cargo u oficio. Por tanto, mucha mayor cuenta hay que tener con los votos que se hacen a Dios, pues no se puede con Él andar con bromas.
En esto se ha extendido mucho la superstición; pues los hombres hacían votos a Dios y le prometían al momento sin reflexión alguna cuanto les venía a la mente o a la boca. De ahí nacieron las locuras, o mejor dicho, las inconcebibles abominaciones que los gentiles ofrecían como votos, con las que se burlaban de Dios desvergonzadamente. Ojalá que los cristianos no hubiesen imitado este atrevimiento de los gentiles. Evidentemente no ha estado bien; sin embargo vemos que durante muchos siglos nada hubo más común que esta impiedad de que el pueblo, despreciando la Ley de Dios, haya apetecido alocadamente hacer voto de cuanto soñaba.
No quiero exagerar, ni exponer detalladamente cuán gravemente y de cuántas maneras se ha pecado en este punto; pero me ha parecido conveniente decir esto de paso, para que se vea mejor, que al tratar de los votos no se trata de ninguna cosa superflua.

2. Votos legítimos e ilegítimos
Si no queremos equivocamos al juzgar qué votos son legítimos y cuáles no lo son, debemos considerar tres cosas; a saber, quién es aquel al que se hace el voto; quiénes somos nosotros los que lo ofrecemos; y, en fin, con qué intención lo hacemos.

1°. A quién se dirige el voto. Lo primero que debemos considerar es que tratamos con Dios, al cual tanto agrada nuestra obediencia, y que declara que todos los cultos voluntarios - que son los que forjamos en nuestra mente sin mandato alguno de Dios - son malditos, por más notables y excelentes que parezcan a los ojos de los hombres (Col. 2, 23). Si Dios abomina todos. estos cultos voluntarios, síguese de aquí que ningún culto le puede ser grato y acepto, sino el que es aprobado por su Palabra.
No nos tomemos, pues, tanta libertad, que osemos y presumamos hacer voto a Dios de algo respecto a lo cual no tenemos testimonio alguno de que agrade a Dios. Porque lo que enseña san Pablo: "todo lo que no proviene de fe es pecado" (Rom.14,23), siendo una sentencia general se extiende a todas nuestras acciones, pero principalmente se aplica cuando directamente dirigimos nuestro pensamiento a Dios. Más aún; si en cualquier cosa, por pequeña que sea, faltamos y nos equivocamos si no brilla la luz de la fe y no estamos iluminados por la Palabra de Dios, ¡cuánta mayor modestia debemos tener 'cuando tenemos entre manos una cosa de tanta importancia! Porque no hay cosa que más en serio debamos tomar que todo lo que se refiere a la religión.
Sea, pues, la primera advertencia respecto a los votos, que jamás hemos de hacer a Dios voto de ninguna cosa, sin que nuestra conciencia esté plenamente segura de que no obra temerariamente. Y estará fuera de peligro de temeridad, cuando tuviere a Dios bien presente, como si le dictara lo que está bien que haga, y lo que debe evitar por ser malo.

3. 2°. El que emite el voto
En lo segundo que dijimos se debe tener presente, se incluye que midamos nuestra fuerza y consideremos nuestra vocación para no menospreciar el beneficio de la libertad que Dios nos ha dado. Porque el que hace voto de lo que no está en su mano o es contrario a su vocación, obra temerariamente; y el que desprecia la liberalidad de Dios por la cual es constituido señor de todas las cosas, es un ingrato.
Al hablar así, no quiero decir que algo dependa de nosotros, de modo que confiados en nuestra propia virtud, lo prometamos a Dios. Porque con toda razón se decretó en el concilio Arausicano, que nada podemos prometer a Dios como conviene, sino lo que hemos recibido de su mano; pues cuanto le ofrecemos son dones suyos. Pero como debido a su liberalidad, unas cosas nos son otorgadas, y otras nos son negadas por su equidad, mire cada uno, como dice san Pablo, en qué medida se le ha dado la gracia (Rom. 12,3; 1 Cor. 12, 11). Lo único que con esto pretendo afirmar es que los votos se deben regular conforme al modo que el Señor en su liberalidad nos ha prescrito, a fin de no ir más allá de lo que nos permite, sin que nos atribuyamos más de lo conveniente.
Veamos un ejemplo. Cuando aquellos asesinos de que habla san Lucas, hicieron voto de que no tomarían cosa alguna antes de haber dado muerte a san Pablo (Hch. 23,12), aun en el caso que su determinación no fuera abominable, era inadmisible su temeridad por querer hacer depender la vida de un hombre de la voluntad de ellos. Igualmente Jefté fue castigado por su locura, cuando con un celo temerario hizo un voto imprudente (Jue. 11, 30-31).

El voto del celibato. En esta materia, el celibato tiene el primado en cuanto a atrevimiento temerario. Porque clérigos, frailes y monjas, olvidando su flaqueza, confían en poder guardar el celibato. Mas, ¿qué oráculo les enseña que guardarán castidad todos los días de su vida, según el fin de su voto de castidad? Oyen lo que dice el Señor de la condición universal de los hombres: "No es bueno que el hombre esté so]o" (Gn. 2,18). Comprenden, y quisiera Dios que lo entendiesen, que el pecado que habita en nosotros no carece de aguijones crueles. ¿Con qué osadía se atreven a desentenderse para toda la vida de aquella vocación general, cuando el don de la continencia se da la mayoría de las veces durante algún tiempo, según ]a oportunidad lo requiere? No esperen que Dios les ayude en su obstinación; antes bien recuerden lo que está escrito: "No tentarás al Señor tu Dios" (Dt. 6, 16). Ahora bien, esto es tentar a Dios: porfiar contra la naturaleza' que nos ha dado y menospreciar los dones que nos ofrece, como si no tuviésemos necesidad de Dios. Lo cual éstos no solamente se atreven a hacerla, sino que incluso osan llamar polución al matrimonio, al cual Dios no juzgó cosa indigna de instituido, declarándolo "honroso en todos" (Heb. 13,4); al cual Cristo nuestro Señor santificó con su presencia honrándolo con su primer milagro (Jn. 2, 2-10).
Y todo esto lo hacen para poner su celibato por las nubes, como si no testimoniaran suficientemente con su vida que una cosa es el celibato y otra la virginidad, a la cual desvergonzadamente llaman angélica. Con ello afrentan gravemente a los ángeles, comparando con ellos a los amancebados, los adúlteros, e incluso otras gentes mucho peores. Ciertamente no se necesitan grandes pruebas, pues los hechos mismos lo atestiguan. Claramente vemos con cuán horrendos castigos aflige Dios a cada paso tal arrogancia y menosprecio nacido de la excesiva confianza en sus dones. Los más secretos no los nombro por pudor; y ya es excesivo lo que se insinúa.
Está fuera de duda que no se debe hacer voto de nada que nos impida cumplir las obligaciones de nuestra vocación. Así, si un padre de familia hiciera voto de dejar a sus hijos y a su mujer y tomar otro género de vida; o si el que tiene dotes de magistrado hace voto, cuando lo eligen, de llevar una vida retirada.
En cuanto a lo que hemos afirmado, que no debemos menospreciar nuestra libertad, puede ofrecer alguna dificultad, si no se explica. Brevemente expuesto, el sentido es que, como quiera que el Señor nos ha hecho señores de todas las cosas y las ha sometido a nosotros, para que usemos de ellas a nuestra comodidad, no hemos de esperar que hacemos un servicio a Dios, sometiéndonos a cosas exteriores que deben servirnos de ayuda. Digo esto, porque algunos procuran ser alabados de humildes ateniéndose a muchas prescripciones, de las que el Señor con toda razón quiso que estuviésemos libres y que no nos preocupásemos de ellas. Por tanto, si queremos evitar este peligro, tengamos siempre en la memoria, que no debemos apartarnos del orden que el Señor ha establecido en su Iglesia.

4. 3°. La intención de los votos
Pasemos al tercer punto; a saber, la gran importancia de la intención con que se emite el voto, si queremos que Dios lo apruebe. Porque como Dios mira el corazón y no las apariencias exteriores, sucede que una misma cosa, según la intención y el ánimo con que se hace, unas veces le agrada y satisface, y otras le disgusta sobremanera. Si hacéis voto de no beber vino, como en esto no hay santidad alguna, pecáis de supersticiosos; silo hacéis por otro fin que no sea malo, nadie os puede condenar.
Cuatro son los fines, a mi entender, por los que se pueden hacer votos; de ellos, dos, por razones de claridad pedagógica, se refieren al pasado, y otros dos al futuro.

Votos de acción de gracias, y votos de penitencia. Al pasado se refieren los votos con los que atestiguamos, o nuestra gratitud para con Dios por los beneficios recibidos, o bien, para que Dios no deje caer su ira sobre nosotros, cuando nos imponemos alguna pena o castigo por los pecados que hemos cometido. A los primeros podemos llamarlos votos de acción de gracias; a los otros, votos de penitencia.
Ejemplo de los primeros los tenemos en los diezmos que Jacob ofreció con voto, si el Señor le permitía volver del destierro a su patria con prosperidad (Gn. 28, 20-21). Igualmente en los sacrificios antiguos, llamados pacíficos, que los piadosos reyes y caudillos prometían ofrecer a Dios cuando iban a la guerra, si les otorgaba la victoria; o bien, cuando se veían afligidos por alguna gran desgracia, si Dios los libraba de ella. De esta manera han de entenderse todos los pasajes de os salmos en los que se habla de los votos (Sal. 22,26; 56, 13; 116,14. 18). Tales votos podemos también usarlos actualmente siempre que Dios nos libra de alguna desgracia, o de alguna grave enfermedad, o de cualquier otro peligro. Porque no es contrario a los deberes de una persona piadosa ofrecer a Dios en semejantes ocasiones alguna ofrenda votiva, como señal solemne de reconocimiento, para no ser ingrato con la liberalidad del Señor.
En cuanto a la segunda especie, con un soto ejemplo familiar lo explicaremos. Si alguno hubiere caído en un grave pecado de gula, no obrará mal si por algún tiempo se priva de toda suerte de manjares delicados, para castigar de esta manera su destemplanza, haciendo voto de ello para obligarse más estrechamente. Sin embargo, yo no pretendo imponer una ley a los que pecaren de esta manera; simplemente les muestro qué es lo que pueden hacer los que crean que tal clase de voto les será útil. Por tanto, al mismo tiempo que declaro lícito tal voto, dejo a cada uno en libertad de hacerlo o no.

5. Votos que se refieren al futuro
En los votos que se refieren al futuro, unos tienen como fin, según ya hemos indicado, hacernos más cuidadosos; los otros son para incitarnos a cumplir con nuestro deber.
Si uno se siente tan inclinado a un vicio determinado, que no se puede reprimir en algo que de por si no es malo, sin que caiga en seguida en pecado, éste hará bien, si durante algún tiempo hace voto de no hacer uso de aquello. Lo mismo si uno comprende que tal clase de vestido le resulta peligroso, y sin embargo siente un vehemente deseo de usarlo, lo mejor que puede hacer es refrenarse, imponiéndose la necesidad de abstenerse del mismo, para cortar por lo sano su apetito. Igualmente, si alguien es desmemoriado o negligente en el cumplimiento de sus obligaciones piadosas, ¿por qué no puede obligándose con un voto, desechar la pereza y cumplir fielmente con sus deberes? Admito que es una pedagogía un poco pueril; pero por eso mismo se revela como ayuda de los ignorantes e imperfectos, de la que pueden servirse no sin provecho.
En consecuencia, los votos que se hacen por uno de estos fines, y principalmente en cosas exteriores, con tal que Dios los apruebe y estén de acuerdo con nuestra vocación y con la facultad de la gracia que Dios nos ha dado, afirmo que son legítimos.

6. La doctrina de los votos. El voto de nuestro bautismo
No será ahora difícil concluir qué es lo que debemos entender en general por los votos.
Hay un voto común a todos los fieles, que emitido en el bautismo, lo confirmamos con la declaración pública de nuestra fe, y recibiendo la Cena. Porque los sacramentos son a modo de escrituras en las cuales el Señor nos da su misericordia, y con ella la vida eterna; y nosotros de nuestra parte le prometemos obediencia. El resumen de este voto es que nosotros renunciando a Satanás, nos sometemos a Dios para obedecer sus santos mandamientos, y no obedecemos a los malos deseos de nuestra carne, No se debe dudar en modo alguno que este voto, teniendo como tiene la aprobación de la Escritura, y que se exige a todos los hijos de Dios, es santo y bueno. Y no se opone a ello el que ninguno en esta vida cumple perfectamente la obediencia de la Ley, que Dios pide de nosotros. Porque como quiera que la estipulación que Dios hace, exigiendo que le sirvamos, está incluida en el pacto de la gracia, que contiene la remisión de los pecados y la regeneración para hacer de nosotros criaturas nuevas, la promesa que allí hacemos supone la petición del perdón y de la ayuda necesaria del Espíritu Santo para nuestra debilidad.

Los votos particulares. Al juzgar de los votos particulares es necesario recordar aquellas tres reglas que hemos expuesto, mediante las cuales podemos juzgar con toda seguridad respecto a cualquier voto. Sin embargo, que nadie piense que alabo los votos, ni siquiera los que tengo por santos, de tal manera que aconseje servirse de ellos a diario. Porque si bien no me atrevo a determinar el número ni el tiempo, el que siguiere mi consejo no hará votos sino sobriamente y por algún tiempo. Pues si a cada paso se hacen votos sin consideración alguna, se corre peligro de no observarlos diligentemente, y con facilidad se caerá en la superstición. Y si alguien se liga con un voto perpetuo, o bien lo cumplirá con gran molestia y disgusto, o cansado por la duración, llegará a quebrantarlo alguna vez.

7. Hay que guardarse de toda superstición
Así pues, bien claro se ve cuánta superstición hay en el mundo desde hace ya muchos años. Uno hacía voto de no beber vino, como si abstenerse de beber vino fuera de por sí un culto agradable a Dios; otro se obligaba a ayunar; otro, a no comer carne durante determinado número de días; engañándose miserablemente, al creer que en estas cosas se encerraba una santidad mayor que en las otras. También se hacía voto de otras cosas aún más pueriles, aunque los que las hacían no eran niños precisamente. Así se tenía por gran sabiduría hacer el voto de ir en peregrinación a los Santos Lugares; haciéndolo a veces de realizar esta peregrinación a pie, o medio desnudos, para merecer más con el cansancio. Si estas cosas y otras semejantes, en las que el mundo se ocupó con tan increíble fervor, se examinan de acuerdo con las reglas que hemos expuesto, no solamente se verá que son vanas y pueriles, sino además, que están llenas de manifiesta impiedad. Porque juzgue de ello como quiera la carne, no hay cosa que abomine Dios más que los falsos cultos.
Añádase a esto las perniciosas y nocivas ideas de los hipócritas, que cuando han llevado a cabo tales tonterías creen que han alcanzado una santidad no corriente, y, en consecuencia, hacen consistir la suma de la piedad en las observancias externas, y menosprecian a todos los que no dan valor especial a tales cosas.

8. Los votos monásticos
a. Los monjes en la Iglesia antigua. No hay por qué enumerar en concreto todas las formas. Pero como los votos monásticos son tenidos en mayor veneración por parecer que son aprobados por el juicio público de la Iglesia, hablaremos brevemente de ellos.
En primer lugar, para que nadie defienda el monaquismo cual se presenta actualmente, diciendo que tiene tantos siglos de existencia, debemos notar que antiguamente hubo en los monasterios otra forma muy diferente de vida. Los que querían ejercitarse en una vida de austeridad y grande paciencia se iban a los monasterios, porque en ellos existía una disciplina semejante a la que se usaba en tiempo de Licurgo entre los lacedemonios, e incluso mucho más austera. Dormían en el suelo, su bebida era el agua, su pan yerbas y raíces, sus principales regalos aceite y garbanzos, y se abstenían de toda delicadeza en el comer y en el vestir.
Estas cosas podían parecer exageradas si no las refiriesen testigos de vista que las experimentaron, como Gregorio Nacianceno, Basilio y Crisóstomo. Con tales principios se preparaban para oficios mas altos. Pues que los monasterios fueron una especie de seminarios del orden eclesiástico lo prueban suficientemente los testimonios que hemos citado, ya que de la vida monástica fueron llamados para ser obispos; y asimismo otros muchos excelentes varones que en aquel tiempo vivieron.1
San Agustín muestra también que en su tiempo era corriente que los monasterios proveyesen a la Iglesia de clérigos; pues habla de esta manera a los monjes de la isla Capraria: “Os exhortamos, hermanos en el Señor, a que guardéis vuestra resolución y perseveréis hasta el fin; y que si nuestra madre la iglesia tuviera necesidad de vuestros servicios, no recibáis el cargo ambiciosamente, ni lo rechacéis por pereza, sino que con humilde corazón obedezcáis a Dios. Y no prefiráis vuestro ocio a las necesidades de la iglesia, a la cual, silos buenos no quieren asistir y servir a dar a luz a sus hijos, tampoco vosotros hubieseis llegado a nacer en ella.”2 San Agustín habla aquí del ministerio por el cual los fieles renacen espiritualmente.
Escribiendo a Aurelio, le dice también: “Si los que han dejado los monasterios son elegidos para la milicia eclesiástica, se da ocasión a los otros de hacer lo mismo y se infiere una grave injuria al orden eclesiástico, ya que no solemos tomar para clérigos, aun entre los que permanecen en el monasterio, más que a los muy probados y de mejor vida. Si no, como el vulgo dice: el mal tamborilero hace buen músico, también se burlará de nosotros diciendo: el mal monje hace buen clérigo. Sería que eleváramos a los monjes a tan peligroso orgullo, y haríamos una grave injuria al clero, puesto que algunas veces el buen monje apenas hace un buen clérigo, si lleva una vida ejemplar; pero le falta la instrucción necesaria.”3
Por estos pasajes puede verse que los hombres piadosos solían prepararse con la disciplina monástica para gobernar la Iglesia, a fin de estar más capacitados y mejor instruidos para ejercer tan alto cargo. No que todos alcanzaran este cargo, ni que lo pretendiesen, puesto que la mayoría de los monjes eran personas ignorantes y sin letras; pero a los que eran aptos los sacaban de los monasterios y les daban cura de almas.

1 Incluso ahora en la Iglesia de Oriente los obispos son elegidos ordinariamente de los monasterios. En todo caso hacen voto de celibato.
2 Carta 48, 2, a Eudoxia.
3 Carta 60, a Aurelio.

9. El mismo san Agustín, en dos lugares principalmente, describe la forma del monaquismo antiguo; a saber, en el libro titulado De las costumbres de la Iglesia católica, donde opone a las calumnias de los maniqueos la santidad de los monjes cristianos; y en otro, que tituló Sobre el trabajo de los monjes, donde habla contra ciertos monjes, que habían degenerado y comenzaban a corromper su estado. Resumiré lo que ah dice, empleando en lo posible sus mismas palabras: “Menospreciando los regalos de este mundo, viven juntos en comunidad llevando una vida castísima y santísima; viven en oraciones, lecturas y conferencias, sin soberbia alguna, sin turbulencias, obstinación ni envidias. Ninguno posee nada propio; ninguno es una carga para el otro. Con trabajos manuales ganan el sustento de su cuerpo sin impedir que el alma permanezca con Dios; presentan sus trabajos a los que llaman deanes; y éstos, con el dinero que obtienen, dan cuenta solícitos a uno, al cual llaman padre. Estos padres1, no solamente son de una vida santísima, sino además excelentes en la doctrina divina, admirables en todo; sin soberbia alguna dan consejo a aquellos que llaman hijos, mandando con gran autoridad y obedecidos voluntariamente. Al fin del día se reúnen saliendo cada uno de su celda, hasta entonces en ayunas, para oír a aquel padre.” (Y añade que principalmente en Egipto y Oriente, cada uno de aquellos padres tenía a su cargo unos tres mil monjes). “Luego toman su refección corporal en la cantidad suficiente para alimentarse y conservar la salud; y cada uno refrena su apetito para no tomar más de lo necesario, incluso de aquellos alimentos ni abundantes ni apetitosos. Así, no sólo se abstienen de carne y de vino para dominar su concupiscencia, sino también de todas aquellas cosas que tanto más vehementemente provocan el apetito de la gula, cuanto más puras parecen a otros: con lo cual suele excusarse el torpe deseo de alimentos exquisitos, porque no comen carne. Y todo lo que sobra del mantenimiento necesario — y sobra mucho, tanto porque trabajan diligentemente, como por la sobriedad que usan — lo distribuyen a los pobres con mayor diligencia de la que ponen en ganarlo para ellos. Porque no se preocupan absolutamente de tener abundancia de estas cosas, sino que procuran por todos los medios posibles, que lo que ha sobrado no quede entre ellos.”2
Después de referir la austeridad que él vio en Milán y en otras partes, dice: “Sin embargo a nadie se le obliga a hacer lo que no puede; a ninguno se le manda lo que rehusa; y no es condenado por los demás por confesar que no es tan fuerte que pueda hacer lo que ellos. Porque recuerdan perfectamente cuánto se recomienda la caridad, y que “todas las cosas son puras para los puros” (Tit. 1, 15). Por eso ponen todo cuidado en no rechazar ninguna clase de alimentos como impuros, sino en dominar su concupiscencia y en mantener la caridad entre sus hermanos. Recuerdan que “las viandas son para el vientre, y el vientre para las viandas. . . (1 Cor. 6,13). Sin embargo, muchos que son fuertes se abstienen por los débiles. Muchos no tienen motivo para hacer esto; no obstante lo hacen, porque les agrada sustentarse de alimentos humildes y baratos. Y así, los que cuando están sanos se abstienen, si la salud lo exige por caer enfermos, lo toman sin temor alguno. Muchos no beben vino; y sin embargo no piensan que se contaminan con el vino, porque ellos mismos ordenan, movidos por sus sentimientos humanitarios, que se dé a los que no están bien dispuestos, y a los que sin él no podrían conservar la salud del cuerpo; y amonestan fraternalmente, a los que neciamente lo rehusan, a que no se hagan por una insensata superstición más bien débiles que santos. De esta manera ejercitan diligentemente la piedad. En cuanto al ejercicio del cuerpo, saben que aprovecha para poco tiempo. Ante todo observan la caridad; a ella acomodan el comer, sus palabras, costumbres y su porte. Todos conspiran a guardar la caridad; violarla se tiene por grande abominación, como si se hiciera con el mismo Dios. Si alguien resiste a ella, lo despiden; y si alguno la hiere, no le permiten que permanezca entre ellos un solo día.”3

1 De este título de padre (Abba), procede el de Abad,
2 De las costumbres de la Iglesia católica, lib. 1, cap. xxxi, 67.
3 De las costumbres de la Iglesia católica, lib. 1, cap. XXXIII, 70-73.

10. b. Los monjes actuales
No es mi intención tratar aquí este tema en toda su amplitud, sino únicamente mostrar, como de paso, cuáles han sido las asociaciones de monjes que hubo en la Iglesia en el pasado, y sobre todo cuál era entonces la profesión monástica, a fin que los lectores probos, haciendo la comparación, juzguen cuál es la desvergüenza de los que para mantener el monaquismo actual nos aportan el testimonio de la antigüedad.
San Agustín, al describirnos el monaquismo santo y legítimo, rechaza todo rigor en las cosas que son libres, de acuerdo con la Palabra de Dios. En cambio ahora, no hay nada que se exija más rigurosamente. Porque tienen por una abominación imperdonable que alguien se aparte lo más mínimo en cuanto al color o al modo de vestir, o la clase de alimentos y otras ceremonias frívolas por el estilo.
San Agustín sostiene firmemente que no es lícito que los monjes vivan ociosos de los bienes ajenos; y niega que en su tiempo existiera monasterio alguno bien ordenado que hiciese semejante cosa. Nuestros frailes colocan lo principal de la santidad en el ocio. Porque si les priváis de él, ¿cómo pueden llevar aquella su vida contemplativa con la que se glorían de sobrepujar a los demás hombres y colocarse casi al lado de los ángeles?
Finalmente, san Agustín exige que el monaquismo no sea más que un ejercicio y una ayuda para los deberes de la caridad que se recomienda a todos los cristianos. Pues ¡qué! Cuando resume y reduce casi todas las reglas a la caridad, ¿creemos que alaba una institución de unos cuantos hombres, que unidos entre si se aparta de todo el cuerpo de la Iglesia? Ahora bien, tan diferente es el monaquismo actual de todo esto, que apenas se puede hallar nada más distinto, por no decir contrario. Pues nuestros frailes, no contentos con la piedad, a cuyo ejercicio Cristo manda que los suyos se apliquen asiduamente, se forjan no sé qué otra nueva, con lo cual llegan a ser mucho más perfectos que todos los demás.

11. Los montes pretenden falsamente poseer el estado de perfección
Y si niegan esto, desearía que me dijeran por qué llaman exclusivamente a su estado vida de perfección, y no dan este titulo a ninguna otra clase de vocación de las instituidas por Dios.
Y no ignoro su sofística solución: que no se llama así por contener la perfección en si, sino porque es la mejor de cuantas vocaciones existen para conseguir la perfección. Cuando quieren alabarse ante el pueblo, cuando quieren poner lazos a la juventud imprudente e ignorante, cuando desean ensalzar sus privilegios, cuando quieren, rebajando a los demás, alabar su dignidad, se glorían de que están en estado de perfección. Y si se les apremia que no pueden mantenerse en esta yana arrogancia, se acogen al subterfugio de decir que ellos no han alcanzado aún la perfección, pero que viven en un estado que les conduce más directamente a ella que a los demás hombres.
Entretanto el pueblo los admira como si sólo la vida monástica fuera angélica, perfecta y limpia de todo vicio; y con este pretexto llevan el agua a su molino, como suele decirse y venden bien cara su santidad, mientras que esa su interpretación permanece encerrada y como sepultada en sus libros. ¿Quién no ve que esto es una intolerable burla?
Sin embargo, prescindamos de lo demás y consideremos únicamente que ellos llaman a su profesión, estado para alcanzar la perfección.
Al darle este nombre la diferencian con una nota especial de todos los demás géneros de vida. Ahora bien, ¿quién puede sufrir que transfieran toda esta honra a un género de vida jamás aprobado en la Escritura con una sola palabra y que, por otra parte todas las demás vocaciones que Dios ha instituido sean consideradas indignas, cuando no sólo son ordenadas por su sacrosanta Palabra, sino incluso ensalzadas con notables alabanzas? ¿Cuánta injuria no se hace a Dios al preferir no sé qué clase de invención humana a todos los géneros de vida que Él ha instituido y aprobado con su testimonio?

12. No hay en el Evangelio consejos reservados a unos pocos
Que prueben, si pueden, que es una mera calumnia lo que he dicho:
que no se contentan con la regla que Dios ha prescrito. Mas aunque yo calle, de sobra se acusan ellos a sí mismos, puesto que manifiestamente enseñan que ellos echan sobre sí más carga de la que Cristo ha impuesto a los suyos, en cuanto que prometen guardar los consejos evangélicos1, a los cuales los cristianos en general no están obligados. ¿Qué testimonio de la antigüedad pueden darnos para probar esto? Nadie entre los antiguos se ha imaginado tal cosa; todos a una protestan que Cristo no ha pronunciado una sola palabra, a la cual no debamos necesariamente obedecer, y expresamente mencionan las mismas cosas que éstos buenos interpretes falsamente dicen que Cristo sólo las ha aconsejado, y sin lugar a dudas enseñan que Cristo las ha mandado.
Pero como ya antes hemos demostrado que esto es un error muy pernicioso, bastará con haber advertido ahora que el monaquismo, cual hoy en día existe, se funda sobre una opinión tal, que las personas piadosas deben detestar con toda razón; a saber, que los papistas se forjan un monaquismo que es una regla de vida más perfecta que la común, dada por Dios a toda su Iglesia. Todo cuanto se edifique sobre este fundamento no puede ser sino abominable.

13. El voto de pobreza
Aducen aún otro argumento, para probar la perfección de su estado, que ellos tienen por muy firme. Nuestro Señor dijo al joven que le preguntaba en qué consistía la perfección de la justicia: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres” (Mt. 19,21).
No trato ahora de si ellos lo practican o no; supongamos que sí lo hacen. Se glorían de que son perfectos, porque dejan todas las cosas. Si en esto consiste la suma de la perfección, ¿qué quiere decir lo que enseña san Pablo: “Si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres,. . . y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Cor. 13,3)? ¿Qué clase de perfección es ésta, que si está desprovista de la caridad se convierte juntamente con el hombre en quien reside en nada? Necesariamente deben responder que si bien esto es muy importante, no es la única obra de la perfección. Pero san Pablo responde a esto que le objetan, que la caridad es el vínculo de la perfección (Col. 3,14). Si es cierto que entre el Maestro y el discípulo no puede haber contradicción, y uno de ellos niega claramente que la perfección del hombre consista en dejar cuanto posee, y afirma que puede existir sin ello, vemos cómo se ha de entender lo que dice Cristo: Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes (Lc. 18,22).
El sentido de estas palabras no es oscuro, si consideramos, como debemos hacerlo en todas las respuestas de Cristo, a quién se dirigen tales palabras. Pregunta el joven qué debe hacer para entrar en la vida eterna (Mt. 19, 16). Cristo, como el joven le preguntaba por las obras, le remite con toda razón a la Ley. Porque la Ley, si se considera en si misma, es el camino de la vida eterna; y su incapacidad para procurarnos la salvación no se debe más que a nuestra iniquidad. Con esta respuesta declaró Cristo que no enseñaba otra manera de gobernar nuestra vida, sino la que antiguamente se había expuesto en la Ley del Señor. De esta manera atestiguaba que la Ley del Señor es doctrina de justicia perfecta, y a la vez salía al encuentro de las calumnias, para que no pareciese que incitaba al pueblo con una nueva forma de vida a desentenderse de la Ley.
El joven, que evidentemente no tenía mala disposición de espíritu, aunque estaba lleno de yana confianza, respondió que desde niño había guardado todos los mandamientos (Mt. 19,20). Ahora bien, es claro que estaba bien lejos del lugar al que se figuraba haber llegado; pues de ser verdad aquello de que se gloriaba no le hubiera faltado nada para la suma perfección. Porque antes hemos demostrado que la Ley contiene en sí la perfecta justicia; lo cual se ve también porque la observancia de la Ley es llamada camino de la salvación eterna. Por eso, para enseñar al joven hasta dónde había llegado en esta justicia, que él atrevidamente afirma haber cumplido, fue necesario demostrarle lo que le faltaba para ello, Porque como tenia muchas riquezas, su corazón lo tenía puesto en ellas. Y por ello, como no sentía esta secreta llaga, Cristo le hiere en ella, diciéndole: Anda, vende lo que tienes.
Si él hubiera sido tan diligente observante de la Ley como pensaba, al oír estas palabras no se hubiera retirado triste. Porque el que ama a Dios con todo su corazón, no sólo reputa como estiércol cuanto es contrario a su amor, sino que también abomina de ello como la peste. Y así, el que Cristo ordenase a este rico avariento dejar todo cuanto poseía es exactamente igual que ordenar al ambicioso renunciar a todos los honores, al voluptuoso, privarse de todos los deleites; al lujurioso, de sus instrumentos de placer. De esta manera hay que inducir las conciencias al sentimiento particular de sus vicios, cuando no se conmueven con las amonestaciones generales.
Por tanto, los que alegan este pasaje para ensalzar la vida monástica, se engañan de medio a medio al tomar un caso particular como si se tratase de una norma general; como si Cristo hiciese consistir la perfección de un hombre en renunciar a lo que tiene; cuando Cristo no ha pretendido otra cosa al decir esto, que forzar a aquel joven, que tan contento y satisfecho estaba de si mismo, obligándole a reconocer su mal, para que comprendiese cuán lejos estaba aún de la perfecta obediencia a la Ley, que falsamente se atribuía.
Confieso que este pasaje ha sido mal entendido por algunos Padres; y de aquí nació la afectación de la pobreza voluntaria, en virtud de la cual eran tenidos por bienaventurados los que, renunciando a todas las cosas, se ofrecían desnudos de ellas a Cristo. Pero confío que los lectores rectos y no amigos de disputas quedarán satisfechos con mi interpretación, y no tendrán dudas sobre el propósito de Cristo.

14. Los monjes se separan de la Iglesia en un segundo cristianismo
Realmente los Padres ninguna cosa pensaron menos que establecer una perfección semejante a la que después han inventado los monjes en su cogulla, instituyendo de esta forma un cristianismo verdaderamente doble; pues aún no había venido al mundo la doctrina sacrílega que compara la profesión monástica al bautismo, e incluso afirma claramente que es un segundo bautismo. ¿Quién puede dudar que los Padres han detestado semejante blasfemia con todo el corazón?
La cumbre de la perfección, según dice san Agustín, la hicieron consistir los monjes en acomodarse totalmente a la caridad. ¿Son precisas muchas palabras para demostrar cuán lejos de ello está esta nueva profesión? La realidad mismo nos dice que todos aquellos que se meten frailes se separan de la Iglesia. Pues, ¿no se separan ellos de la compañía de los fieles, buscándose un ministerio particular y una administración especial de sacramentos? ¿Qué es destruir la comunión de la Iglesia, si no lo es esto?
Y, continuando la comparación que comencé antes, ¿en qué se parecen estos frailes a los antiguos monjes? Los monjes, aunque habitaban separadamente de los demás fieles, sin embargo no tenían iglesias para sí, pues participaban de los sacramentos juntamente con los otros; asistían a las reuniones solemnes, en las que tomaban parte como el resto del pueblo. Mas éstos, al erigir para ellos un altar particular, ¿qué otra cosa han hecho sino quebrantar el vínculo de la unidad? Porque ellos se han excomulgado del cuerpo general de la Iglesia, y han menospreciado el ministerio ordinario con el cual quiso el Señor que reinase la caridad y la paz entre los suyos. Por eso afirmo que cuantos monasterios hay actualmente son otros tantos conventículos de cismáticos, que turbando el orden de la Iglesia, se han separado de la legítima compañía de los fieles.
Y para que esta separación quede bien patente, se han puesto diversos nombres de sectas, y no se han avergonzado de aquello que san Pablo detesta sobre todas las cosas. A no ser que pensemos que los corintios dividían a Cristo, cuando cada uno se gloriaba de su propio doctor, y en cambio ahora no se infiere injuria ninguna a Cristo cuando oímos que en lugar de llamarse cristianos, unos de llaman benedictinos, otros franciscanos, otros dominicos; y a la vez que se llaman así intentan diferenciarse de los demás cristianos, considerando muy altivamente estos títulos como una profesión especial.

15. Las costumbres de los monjes actuales
Estas diferencias que hasta ahora he establecido entre los monjes antiguos y los frailes actuales no se refieren a las costumbres, sino a la misma profesión. Además, recuerden los lectores que más bien me he referido a la institución que no a los mismos frailes; y que he puesto de manifiesto los vicios, no de éste o de aquél, sino los que van unidos y son inseparables de su institución y modo de vida.
Cuán grande es la diferencia que hay en las costumbres, no es necesario exponerlo detalladamente. Todos pueden comprobar que no hay clase de hombres más corrompida con todo género de vicios. En ninguna parte reinan más las facciones, los odios, las pendencias, parcialidades y ambiciones. En pocos monasterios se vive honestamente, si se ha de llamar honestidad a reprimir los apetitos carnales lo suficiente para no ser recriminado públicamente de infamia: y sin embargo apenas hallaréis un monasterio entre diez que no sea más bien un burdel que un tabernáculo de castidad.
En cuanto a la alimentación, ¿qué frugalidad se usa? La misma con que se engorda a los puercos en sus pocilgas. Mas, para que no se quejen de que los trato muy ásperamente, no sigo adelante; si bien, cualquiera que tenga experiencia de ello confesará que en lo poco que he mencionado nada he dicho que no sea verdad.
San Agustín se queja, a pesar de que según su testimonio los monjes vivían tan castamente, de que muchos de ellos eran vagabundos, que con malas artes y engaños sacaban el dinero a la gente sencilla, y que llevaban de un lado para otro las reliquias de los mártires, o bien otros huesos de un muerto cualquiera que mostraban como si fueran reliquias de mártires; y que con su maldad difamaban el orden monacal. Y lo mismo que afirma que no ha visto hombres mejores que los que aprovecharon en los monasterios, igualmente se lamenta de no haberlos encontrado peores que los que en ellos se corrompieron. ¿Qué diría hoy, si viera que en casi todos los monasterios abundan vicios tan enormes? Y no afirmo nada que no sea conocido de todos.
No digo que esta acusación alcance a todos sin excepción alguna. Porque igual que nunca la disciplina y regla de vida estuvo tan bien ordenada en los monasterios, que no hubiese algunos malvados muy diferentes de los otros, del mismo modo no afirmo que los frailes hayan degenerado tanto de aquella santidad antigua, que no queden aún entre ellos algunos buenos. Pero estos pocos están diseminados y permanecen ocultos entre la ingente multitud de los malvados y los impíos; y no solamente son menospreciados, sino también desvergonzadamente injuriados, y hasta a veces cruelmente tratados por los demás, quienes — conforme al proverbio de los de Mileto — piensan que no debe existir ninguno bueno entre ellos.

16. Críticas generales contra el principio de los monasterios
Con esta comparación entre el antiguo monaquismo y la institución actual de los frailes confío haber logrado lo que pretendía: poner de manifiesto que nuestros encapuchados falsamente alegan en defensa de su profesión el ejemplo de la Iglesia primitiva, puesto que no se diferencian menos de ellos, que las monas de los hombres.
Sin embargo, no niego que incluso en aquella antigua institución que alaba san Agustín, no haya algo que no me satisface del todo. Confieso que no fueron supersticiosos en los ejercicios externos de rigurosa disciplina; pero afirmo que no carecieron de un afecto excesivo y un pernicioso afán de imitación entre ellos.
Fue cosa digna de alabanza renunciar a sus bienes para carecer de toda terrena solicitud; pero Dios tiene en mucha mayor estima el cuidado de gobernar debidamente la propia familia, cuando el hombre, libre de toda avaricia, ambición y otros apetitos de la carne, tiene presente servir a Dios en una vocación acepta a él.
Es cosa digna de alabanza permanecer aislado, separado de la compañía de los demás, para filosofar; pero no es propio de la mansedumbre cristiana apartarse del género humano como despechado del mismo, e irse al desierto y a la soledad, desentendiéndose con ello de las obligaciones que Dios ante todo nos pide. Aun concediendo que no hubo otro mal en aquella profesión, ya esto no fue pequeño defecto, pues introdujo en la Iglesia un ejemplo inútil y peligroso.

17. Los votos monásticos
Veamos ahora cuáles son los votos con los que actualmente los frailes entran en este estado.
Primeramente, como su intención es instituir un culto nuevo y ficticio para más merecer delante de Dios, concluyo de lo arriba expuesto que todos sus votos son abominables delante de Dios.
Además, como ellos inventan un género de vida nuevo de acuerdo con su capricho, sin tener en cuenta la vocación de Dios y sin aprobación del mismo, declaro que este atrevimiento es temerario y, por tanto, ilícito; pues su conciencia no tiene nada en que apoyarse delante de Dios, y todo lo que no proviene de fe es pecado (Rom. 14,23).
En tercer lugar, dado que se obligan a tantos cultos perversos e impíos como el monaquismo actual contiene, afirmo que no se consagran ni dedican a Dios, sino al demonio. Porque, si pudo el profeta decir que los israelitas sacrificaban sus hijos a los demonios y no a Dios (Dt. 32, 17; Sal. 106,37), solamente por haber corrompido el verdadero culto divino con ceremonias profanas, ¿por qué no se ha de poder afirmar lo mismo de los frailes que al vestirse su capa ocultan a la vez mil supersticiones bajo ella?

El voto de continencia. Y, ¿cuáles son los votos que hacen? Prometen a Dios virginidad perpetua, como si antes hubieran hecho un pacto con Dios para que los libre de la necesidad de casarse. Y es inútil decir que hacen este voto confiados en la gracia de Dios. Porque al decir El que no a todos les es dado este don (Mt. 19, 11), no hay razón para suponer que se nos dará a nosotros lo que se concede a pocos. Los que lo tienen que usen de él; y si alguna vez sienten que la carne los molesta, que se acojan al socorro de Aquel con cuya virtud únicamente pueden resistir. Y si esto no es suficiente, que no desprecien el remedio que Dios les ofrece. Porque indudablemente son llamados al matrimonio los que no tienen el don de la continencia. Y llamo continencia, no solamente a preservar el cuerpo limpio de fornicación, sino también a mantener el alma en castidad. Porque san Pablo no manda solamente que seamos puros exteriormente, sino también que no nos quememos interiormente de concupiscencia (1 Cor. 7,9).
Dicen que desde el principio se admitió que los que querían dedicarse al Señor hiciesen voto de castidad. Concedo que antiguamente se hizo así; pero no que aquellos tiempos estuviesen tan completamente exentos de vicios, que hayamos de tener como regla inviolable cuanto entonces se hacía. Poco a poco surgió aquella inexorable severidad, según la cual, después de haber hecho voto a Cristo, no se permitía arrepentirse. Así lo atestigua san Cipriano, cuando dice: “Si las vírgenes se han dedicado fielmente a Cristo, perseveren honesta y castamente sin ficción alguna. De esta manera, fuertes y perseverantes, esperen el premio de la virginidad. Mas si no quieren, o no pueden perseverar, mejor es que se casen, que no caer en el fuego por sus deleites.”1 ¿Qué injurias no dirían hoy al que quisiera moderar el voto de virginidad con semejante equidad?
Por tanto, se han apartado muchísimo de aquella antigua costumbre, pues no solamente no admiten moderación alguna, ni perdonan si ven que uno es incapaz de cumplir lo que ha prometido; sino que desvergonzadamente declaran que peca mucho más gravemente tomando mujer para remediar la intemperancia de su carne, que mancillando con la fornicación su cuerpo y su alma.

1 Cartas, IV, cap. 2, 3.

18. Las viudas en la Iglesia apostólica
Sin embargo porfían aún, y quieren demostrar que tal género de voto se usó en tiempo de los Apóstoles, porque san Pablo dice que las viudas, si una vez recibidas en el ministerio público se casaban, quebrantaban su primera fe (1 Tim. 5,21). Yo no niego que las Viudas que se habían ofrecido al servicio de la Iglesia se obligaran a la vez a no casarse jamás por hacer consistir en ello la santidad, como después se ha hecho; sino porque no podían desempeñar debidamente aquel oficio, si no eran dueñas de si mismas, libres del yugo del matrimonio. Y si después de dar su palabra querían volver a casarse, ¿qué otra cosa era esto, sino rechazar la vocación de Dios? No hemos, pues, de extrañarnos que el Apóstol diga que, al querer casarse impulsadas por sus deseos, se rebelaban contra Cristo. Y después añade ampliando más su pensamiento, que están tan lejos de cumplir lo que han prometido a la Iglesia, que violan y quebrantan la fe primera que habían dado en el bautismo: en la cual se comprende que cada uno viva conforme a su vocación. A no ser que prefiramos entender estas palabras en el sentido de que hubieran perdido la vergüenza, no haciendo ya caso alguno de la honestidad, al entregarse a la lascivia y la disolución, y demostrando con su vida libre y licenciosa, que eran cualquier cosa menos cristianas; interpretación que me agrada mucho.
Por tanto, respondemos que las viudas que entonces se recibían para dedicarse al ministerio público se obligaban a la ley de un celibato perpetuo. Si después se casaban, fácilmente se comprende que acontecía lo que san Pablo dice; que perdido el pudor, estas mujeres se hacían más insolentes de lo que era propio de mujeres cristianas; y de esta manera no sólo pecaban violando la fe que habían dado a la Iglesia, sino además por no conducirse como mujeres honestas.
Mas niego, en primer lugar, que profesaran el celibato por ninguna otra razón, sino porque no convenía al oficio y vocación que se habían impuesto; y no se obligaban al celibato, sino en cuanto la necesidad de su vocación lo requería.
Además, niego que estuviesen ligadas de tal manera, que no les fuese lícito entonces casarse, antes que abrasarse con el estimulo de la carne, o caer en alguna torpeza o miseria.
En tercer lugar digo que san Pablo prescribe una edad en que la mayor parte están ya fuera de este peligro; principalmente al mandar el Apóstol que solamente fueran admitidas a este oficio las que no habían estado casadas más de una vez, dando con ello muestras de su continencia.
Ahora bien, nosotros no impugnamos el voto del celibato sino porque locamente es tenido como un culto que se ofrece a Dios, y porque hacen voto de él temerariamente los que no tienen el don de la continencia.

19. Pero además, ¿con qué fundamento se aplica lo que aquí dice san Pablo, a las monjas? Porque las diaconisas eran elegidas, no para adular o lisonjear a Dios con sus cantos y sus rezos entre dientes, viviendo ociosas lo restante del tiempo; sino para que sirvieran a los pobres de toda la Iglesia, dedicándose enteramente a las obligaciones de la caridad. No hacían voto de celibato, como si por abstenerse del matrimonio hiciesen algún servicio a Dios; sino solamente para estar más libres, a fin de cumplir sus obligaciones. Finalmente, no hacían voto de castidad al principio de su juventud, o cuando estaban en la flor de la edad, para que después a través de una larga experiencia fueran aprendiendo en qué precipicio se habían expuesto a caer; sino cuando ya era verosímil que había pasado todo el peligro; entonces, y no antes, hacían un voto, no menos seguro que santo.
Mas, dejando a un lado lo demás, afirmo que no era lícito recibir a una viuda menor de sesenta años, puesto que el Apóstol lo había prohibido, ordenando a las más jóvenes que se casaran (1 Tim. 5,9. 14). Por tanto, no admite excusa alguna el que se haya llegado a señalar como término para hacer el voto los treinta años, los veinte, y hasta los doce.1 Y mucho menos es tolerable que las pobres jóvenes) antes que puedan conocerse a sí mismas y tener alguna experiencia propia se aten con aquellos malditos lazos; a lo cual no solamente son inducidas por engaño, sino incluso a la fuerza y con amenazas.

Voto de pobreza y de obediencia. No me detendré en condenar los otros dos votos. Solamente diré que, aparte de hallarse rodeados de muchas supersticiones, según se hacen en el día de hoy, parecen concebidos adrede para que los que los emiten se burlen de Dios y de los hombres. Mas para que no parezca que maliciosamente exageramos cada detalle, nos contentaremos con la refutación general que queda ya expuesta.

1 El francés pone: 48, 40 y 30 años. Cfr. Concilio de Zaragoza (380); can. 8; Concilio Calcedonense (451), can. 15; Concilio de Nipona (393), can. 1.

20. Los votos ilícitos no obligan en conciencia
Creo que he expuesto suficientemente cuáles son los votos legítimos y aceptos a Dios. Mas como a veces las conciencias ignorantes y tímidas, aun cuando les digusta el voto y lo condenan, dudan de si están obligadas a guardarlo, lo cual las atormenta grandemente porque temen violar la fidelidad que han prometido a Dios, y, al contrario, temen que guardando el voto vayan a pecar más, es preciso ayudarlas a que puedan resolver esta dificultad.
Para suprimir de una vez todo escrúpulo digo que todos los votos que no son legítimos y van contra la razón y el derecho, como delante de Dios no valen nada, por lo mismo hemos de considerarlos de ningún valor. Porque si en los contratos humanos solamente obligan aquellas promesas a las que aquel con quien tratamos nos quiere obligar; sería cosa bien absurda obligarnos a cumplir aquello que Dios de ninguna manera exige de nosotros; principalmente siendo así que ninguna de nuestras obras es buena más que cuando agradan a Dios y poseen el testimonio de la conciencia de que él las ha aceptado. Pues siempre permanece en píe que “todo lo que no proviene de fe es pecado” (Rom. 14,23). Con lo cual quiere decir san Pablo que lo que se hace con una conciencia dudosa es malo, porque la fe es la raíz de todas las buenas obras, en virtud de la cual estamos ciertos de que tales obras agradan a Dios.
Por tanto, si el cristiano no debe emprender cosa alguna sino con esta certidumbre, ¿por qué no van a dejar de hacer aquello que temerariamente y con completa ignorancia han comenzado, si después llegan a desengañarse? Ahora bien, como los votos hechos inconsideradamente son así, no solamente no obligan, sino que incluso deben ser necesariamente anulados y dados por no hechos. Y aún digo más; no solamente Dios no los tiene en nada, sino que, al contrario, abomina de ellos, como ya hemos demostrado.
Seria superfluo tratar más por extenso una cosa innecesaria. Me parece que es más que suficiente para aquietar y librar de todo escrúpulo las conciencias timoratas esta sola razón: que todas las obras que no manan y proceden de una fuente limpia y se dirige a un fin legítimo, Dios las repudia; y de tal manera las repudia, que no menos nos prohíbe seguir adelante con ellas que comenzadas. De aquí se concluye que los votos hechos con ignorancia y supersticiosamente, ni Dios los estima, ni los hombres deben cumplidos.

21. Refutación de las calumnias contra los monjes que han abandonado el convento
El que conozca esta solución podrá también defender contra las
calumnias de los malos a los que salen de los monasterios y se consagran a algún género honesto de vida. Los acusan de haber quebrantado gravemente la fe, y de ser perjuros por haber roto el vínculo, según comúnmente se cree, indisoluble, con el que estaban obligados a Dios y a la Iglesia. Mas yo afirmo que no existe vínculo alguno, cuando Dios anula y deshace lo que el hombre promete. Además, aun suponiendo que estuvieran obligados cuando vivían en el error y en la ignorancia de Dios, afirmo que ahora son libres por la gracia de Cristo, después de haber sido iluminados con la luz de la verdad. Porque si la cruz de Cristo tiene tanta virtud que nos libra de la maldición de la Ley, a la que estábamos sujetos (Gál. 3,13), ¡cuánto más nos librará de lazos extraños, que no son más que engañosas redes de Satanás! Por tanto, todos aquellos a quienes Jesucristo ha iluminado con la luz de su Evangelio, no hay duda que los libra de los lazos en que habían caído por la superstición.
Y aún tienen otra excusa, si no eran aptos para el celibato. Porque si un voto imposible es una destrucción segura del alma - la cual Dios quiere que se salve, y que no se pierda -, se sigue que no deben perseverar en él. Ahora bien, cuán imposible es el voto de continencia para los que no tienen el don particular de ella, ya lo hemos demostrado, y la misma experiencia lo prueba sin necesidad de palabras. Porque nadie ignora cuánta suciedad hay en casi todos los conventos. Y si algunos parecen más honestos, no son castos, porque dentro de sí reprimen la incontinencia y no dejan que aparezca fuera.
De esta manera castiga Dios con ejemplos horribles el atrevimiento de los hombres, cuando olvidándose de su flaqueza, afectan contrariamente a su naturaleza lo que se les ha negado, y menospreciando los remedios que Dios ha puesto en sus manos, piensan vencer con su obstinación y contumacia la enfermedad de su incontinencia. Porque, ¿de qué otra manera lo llamaremos, sino contumacia, cuando uno, avisado de que tiene necesidad de casarse y que éste es el remedio que Dios le ha dado, no solamente lo menosprecia, sino incluso se obliga con juramento a menospreciarlo?
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO CUARTO
www.iglesiareformada.com
Biblioteca