PRIMER SERMÓN SOBRE LA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Por Juan Calvino
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"Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro. Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo. Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú" (Mateo 26:36-39).
Cuando las Escrituras nos hablan de nuestra salvación nos presentan tres propósitos. Uno es que reconozcamos el inapreciable amor que Dios nos ha mostrado, de manera que él sea glorificado por nosotros de acuerdo a cómo él lo merece. Otro es que detestemos de tal manera nuestros pecados como corresponde, y que estemos suficientemente avergonzados como para humillarnos ante la majestad de nuestro Dios. El tercero, que valoremos de tal manera nuestra salvación que ella nos haga renunciar al mundo y a todo lo que pertenece a esta vida frágil, y que nos regocijemos con aquella herencia que por semejante precio ha sido adquirida para nosotros. Esto es en lo cual debemos fijar nuestra atención y a lo cual debemos aplicar nuestra mente cuando se nos menciona de cómo el Hijo de Dios nos ha redimido de la muerte eterna adquiriendo para nosotros la vida celestial. Entonces, en primer lugar, debiéramos aprender a dar a Dios la alabanza que merece. En efecto, bien hubiera podido rescatarnos de otra manera de las profundidades insondables de la muerte, pero quiso exhibir los tesoros de su infinita bondad no escatimando a su único Hijo. Y, en este sentido, nuestro Señor Jesucristo quiso darnos una garantía segura del cuidado que tuvo de nosotros al ofrecerse voluntariamente para la muerte. Porque nunca seremos agudamente impactados ni se encenderá nuestra alabanza a Dios si por otra parte no examinamos nuestra condición, viendo que estamos como hundidos en el infierno y sabiendo lo que significa haber provocado la ira de Dios y de tenerlo a él como a un enemigo mortal y como a un juez tan terrible y espantoso que sería mucho mejor que el cielo y la tierra y todas las criaturas conspirasen contra nosotros antes que acercarnos a su majestad mientras ella nos es desfavorable. Entonces es sumamente necesario que los pecadores tengan el corazón quebrantado con un sentimiento y un entendimiento en cuanto a sus faltas; es necesario que reconozcan ser peores que desdichados, de manera que se horroricen ante su condición para que de esa manera puedan saber cuan endeudados y obligados están para con Dios, viendo que ha sido piadoso con ellos, que los ha visto en desesperación y que ha sido suficientemente bueno para ayudarlos; no por ver alguna dignidad en ellos, sino únicamente porque los ve en su desdicha. Ahora, el hecho también es que (como hemos dicho), por estar rodeados de demasiadas cosas aquí abajo, cuando Dios nos ha llamado somos retenidos por nuestro afecto y codicia, de modo que es necesario apreciar como corresponde, la vida celestial, para que podamos saber a qué gran precio ella fue comprada para nosotros.
Y es por eso que aquí se nos dice que nuestro Señor Jesucristo no solamente estuvo dispuesto a sufrir la muerte ofreciéndose él mismo como un sacrificio para apaciguar la ira de Dios su Padre, sino que, a efectos de poder ser verdadera y completamente nuestra garantía, no se rehusó a soportar las agonías que están preparadas para todos aquellos que se sienten amonestados por su conciencia y que en la presencia de Dios se sienten culpables de muerte y condenación eterna. Entonces, notemos bien que el Hijo de Dios no se conformó con solamente ofrecer su carne y sangre y de sujetarlos a la muerte, sino que quiso aparecer plenamente ante el trono de juicio de Dios su Padre en el nombre y la persona de todos los pecadores, dispuesto a ser condenado en la misma medida en que también llevó nuestras cargas. Y ya no tenemos por qué avergonzarnos, puesto que el Hijo de Dios se expuso a sí mismo a semejante humillación. No es sin causa que San Pablo nos exhorte por medio de su ejemplo, a no avergonzarnos de predicar la cruz; sin importar cuan necia pueda ser para algunos y una piedra de tropiezo para muchos. Porque cuanto más se humilló nuestro Señor Jesús tanto más vemos que las ofensas por las cuales estábamos en deuda ante Dios no podían ser abolidas a menos que él fuese humillado en forma extrema. Y, en efecto, sabemos que él fue hecho débil para que nosotros pudiésemos ser fortalecidos por su virtud, y que él ha estado dispuesto a llevar todos nuestros sufrimientos, exceptuando el pecado, a efectos de estar preparad hoy para ayudarnos. Porque si en su persona no hubiera sentido los temores, las dudas y los tormentos que nosotros soportamos, no estaría tan dispuesto a ser piadoso con nosotros. Se dice que la persona que ignora lo que es hambre y sed no será conmovida por la compasión o humanidad hacia aquellos que lo sufren, porque siempre habrá tenido su comodidad viviendo en sus placeres. Pero ahora es cierto que Dios, aunque no sufre ninguna de nuestras pasiones en su naturaleza, no deja de ser humano con nosotros por el hecho de ser la fuente de toda bondad y misericordia. Sin embargo, para que tengamos la seguridad de que nuestro Señor Jesús conoce nuestras debilidades, a efectos de aliviarnos de ellas, y para que nosotros podamos venir más osadamente a él y para que podamos hablarle con más familiaridad, el apóstol dice que por eso estuvo dispuesto a ser tentado como nosotros.
Hemos de notar entonces, en el texto que hemos leído que cuando nuestro Señor Jesucristo vino a la aldea de Getsemaní, y al Monte de los Olivos, era para ofrecerse él mismo como un sacrificio voluntario. Y de esa manera quiso cumplir el oficio y el cargo que le habían sido encomendados. Pues, ¿por qué adoptó nuestra carne y naturaleza, sino para ofrecer reparación por todas nuestras rebeliones por medio de su obediencia, a efectos de adquirir para nosotros una justicia plena y perfecta ante Dios su Padre? E incluso vino, él mismo, para presentarse a la muerte, porque no podemos ser reconciliados ni podemos apaciguar la ira de Dios, provocada por nuestro pecado, sino mediante la obediencia suya.
Este es, entonces, el motivo por el cual el Hijo de Dios vino osadamente al lugar donde sabía que Judas le hallaría. De esta manera también aprendemos que era necesario, puesto que nuestro padre Adán nos arruinó a todos con su rebelión, que el Hijo de Dios, poseedor de un control soberano sobre todas las criaturas, debía sujetarse y adoptar la condición de un siervo, puesto que también es llamado siervo de Dios y de todos los suyos. Y es por ese motivo también que San Pablo, demostrando que necesitamos tener algún apoyo para invocar a Dios en plena confianza de ser oídos como hijos suyos, dice que por la obediencia de nuestro Señor Jesucristo somos reconocidos como justos. Porque ella es corno un manto para cubrir todos nuestros pecados y ofensas, de manera que lo que podía impedirnos la obtención de gracia no es tenido en cuenta en la presencia de Dios. Pero, por otra parte, vemos que el precio de nuestra redención es muy alto cuando nuestro Señor Jesucristo está en tal agonía, al extremo de atravesar los terrores de la muerte, ciertamente, al extremo de que su sudor es como gotas de sangre con las cuales está como fuera de sí, pidiendo, si fuera posible, poder escapar de semejante angustia. Viendo esto es suficiente para hacernos conocer nuestros pecados. Cuando vemos que el Hijo de Dios está hundido en una situación tan extrema, que aparentemente está en el fondo del abismo, no existe la posibilidad de arrullarnos con zalamerías hasta hacernos dormir. Si aquello hubiera ocurrido simplemente a una persona justa, quizá seríamos tocados, por supuesto, porque era necesario que un pobre inocente soportara por nuestra expiación lo que le ocurrió al Hijo de Dios. Pero aquí está él, la fuente de la vida, quien se sujeta a sí mismo a la muerte. Aquí está aquel que con su poder sostiene al mundo entero y a ese extremo es hecho débil. Aquí está aquel que rescata a todas las criaturas de todo temor, y él tiene que soportar semejante horror. Entonces, cuando se nos declara esto seríamos más que estúpidos si cada uno no meditásemos en ello, y si, disgustados por nuestras faltas e iniquidades, no estaríamos avergonzados delante de Dios, jadeando y gimiendo, y si por este medio no fuésemos llevados a Dios con auténtico arrepentimiento.
Ahora, es imposible que los hombres sean correctamente convertidos a Dios si no son condenados en sí mismos y si no han admitido tanto el terror como la agonía de la madición que les es preparada hasta tanto hayan sido restaurados a la gracia con Dios. Pero otra vez, para comprender mejor la totalidad se dice que nuestro Señor Jesús tomó solamente a tres de sus discípulos dejando a la compañía a buena distancia, y, nuevamente, aquellos tres no fueron todo el camino con él, sino que él oró secretamente a Dios su Padre. Viendo esto tenemos que notar que nuestro Señor Jesús no tuvo compañero al ofrecerse a sí mismo como un sacrificio por nosotros, sino que él sólo completó y realizó aquello que se requería para nuestra salvación. E incluso esto nos es indicado de una manera mejor cuando los discípulos están durmiendo y no pueden ser despertados a pesar de haber sido advertidos tantas veces de que se acercaba la hora en que nuestro Señor Jesús tendría que sufrir por la redención de la humanidad. Durante tres o cuatro horas los había exhortado, no dejando de declararles que su muerte se estaba acercando. Por muy cierto que todo ello pueda ser, ellos no dejan de dormir. En esto se nos muestra un cuadro vivo de que era sumamente necesario que el Hijo de Dios llevase todas nuestras cargas, porque no podía esperar ninguna otra cosa. Y ello es para que nuestra atención pueda fijarse de manera de no divagar en pensamiento, como vemos que ocurre con los pobres incrédulos que no pueden fijar su atención en el Señor Jesucristo, sino que creen tener necesidad de patronos y abogados como si existiesen muchos redentores. Incluso vemos las blasfemias, que son la regla en este papado malvado, de que los méritos de los santos son para ayudar a la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo para que por este medio seamos librados y absueltos delante de Dios. Ellos dicen, aunque hubiese habido remisión general en cuanto a la culpa del pecado original como también de pecados cometidos; aun así debe haber un agregado y la sangre de Jesucristo no es suficiente a menos que sea suplementada por la sangre de los mártires, y es preciso que tengamos nuestro refugio en ellos a efectos de tener el favor de Dios. Cuando el diablo se ha desencadenado de tal manera tenemos que ser tanto más cuidadosos para permanecer firmes a nuestro Señor Jesucristo, sabiendo que solamente en él tenemos que encontrar la perfección plena de slavación. Y es por eso que se dice en forma notable por medio del profeta Isaías que Dios se maravilló viendo que en ninguna otra parte había ayuda.
Ahora, es cierto que Dios sabía muy bien que solamente él tenía que perfeccionar nuestra salvación, pero es para que nosotros nos avergoncemos y que no seamos hipócritas como si hubiésemos traído algo para ayudar en la remisión de nuestros pecados y para hacer que Dios nos reciba en su gracia y amor, de manera que no corramos de un lado a otro para hallar mediadores. A efectos de que cualquier idea semejante sea desterrada se dice que Dios ha utilizado su propio brazo, y que lo ha completado todo por su justicia, y que no ha encontrado a nadie para ayudarle. Ahora, esto nos es declarado con extrema claridad al decir que tres de los discípulos, aquellos que eran la flor y nata de todos, estaban durmiendo allí cual pobres bestias y que no hubo nada en ellos sino bruta estupidez; no hubo en ellos sino monstruosidad contra la naturaleza al ver que dormían en un momento tan fatal. Luego, para que nuestra confianza sea quitada de toda criatura y centrada enteramente en nuestro Señor Jesucristo, se dice que él avanzó hacia el combate. Además, dirigiéndose a Dios su Padre nos muestra muy bien el remedio para aliviar y todas nuestras agonías, para suavizar nuestros dolores, y aun para elevarnos por encima de ellos, aún cuando realmente estamos hundidos debajo de ellos. Porque si estamos atribulados y en agonía sabemos que no en vano Dios es llamado Padre de Consolación. Entonces, si somos separados de él, ¿adonde hallaremos fuerza sino en él? Vemos sin embargo, que él no quiso escatimarse a sí mismo cuando lo hemos necesitado. De manera que es el Hijo de Dios quien nos guía por medio de su ejemplo al verdadero refugio cuando estamos en dolor y agonía.
Pero notemos también la forma de oración que utiliza: "Padre, si es posible, que este cáliz sea quitado de mí," o esta bebida, porque es una figura del lenguaje la que usa al hablar ya sea de una copa o de un vaso o de un cáliz; esto es tanto más cierto teniendo en cuenta que las Escrituras llaman bebida amarga a las aflicciones para que podamos saber que ninguna cosa ocurre por casualidad. En cambio, Dios distribuye, como un padre de familia a cada uno de sus hijos su porción, o como un patrón a sus siervos. De esa manera Dios demuestra que procede de él y de su mano cuando ellos son abatidos y afligidos, y que también al recibir buenas cosas, que las mismas proceden de su bondad inmerecida y que él nos da tanto como quiere darnos. Ahora, de acuerdo a esta forma de proceder, nuestro Señor Jesús dice que la muerte le es una bebida tan amarga que preferiría que fuese quitada de él, es decir, "si fuese posible." Es cierto que aquí uno podría formular muchas preguntas, porque parecería que por un instante Jesucristo se olvidó de nuestra salvación, o peor aún, que al huir de la lucha quiso dejarnos en un estado de perdición a cuenta del terror que experimentaba.
Ahora bien, esto parecería no concordar con lo que hemos dicho. E incluso el amor que nos ha demostrado sería oscurecido en gran manera. Pero no nos hace falta comenzar una disputa tan sutil, porque sabemos que a veces el sufrimiento arrebata de tal manera el espíritu del hombre que éste ya no piensa en nada; está tan oprimido por el sufrimiento actual que se deja hundir sin considerar los medios para restaurarse a sí mismo. Entonces, si temporalmente estamos así fuera de nosotros mismos, ello no significa que todo lo demás ha sido borrado completamente de nuestro corazón y que ya no poseemos sentimientos. Por ejemplo, aquel que piensa en alguna aflicción de la iglesia, especialmente en una aflicción particular, orará a Dios como si el resto del mundo no le importara. Ahora bien, ¿acaso ello significa que se ha vuelto inhumano y que ya no se preocupa por sus hermanos que también tienen necesidad de sus oraciones? De ninguna manera, sino que este sentimiento lo impulsa con tal vehemencia que por un tiempo para él todo lo demás no le afecta. Moisés pide ser quitado del libro de la vida. Si quisiéramos hilar fino al respecto diríamos que hablando de esa manera Moisés blasfemó contra Dios, como si Dios cambiase. Porque aquellos que Dios ha elegido para vida eterna jamás pueden perecer. Así que aquí Moisés aparentemente lucha contra Dios y quiere asemejarlo a nosotros, porque nuestro consejo y conversación cambian con frecuencia. Además, ¿qué honor le rinde a Dios sabiéndose uno del número de los elegidos, y sabiendo que Dios lo ha marcado desde la infancia para estar entregado a una misión tan excelente como la de ser un líder del pueblo de Dios, y ahora, no obstante, pide ser rechazado y exterminado por Dios? Y todo ello, ¿a qué conduciría? Entonces uno podría argumentar prolongadamente. Pero la solución es fácil porque Moisés, teniendo un celo tan ardiente por la salvación de su pueblo, viendo además la horrible amenaza pronunciada por la boca de Dios, por un breve momento y por un minuto se olvida de sí mismo pidiendo solamente que Dios ayude a su pueblo. A ese estado mental había sido llevado nuestro Señor Jesús. Porque si le hubiera sido necesario sufrir cien muertes, incluso un millón, es cierto que previamente habría sido preparado. Pero ahora él está dispuesto, no tanto por sí mismo, como por nosotros, a soportar las agonías que lo precipitan a ese límite que aquí vemos. Suficiente para el punto uno.
Ahora, en cuanto al segundo. Si alguien pregunta cómo Jesucristo, que es enteramente justo, que ha sido el Cordero sin mancha, y que incluso ha sido la regla y el espejo de toda justicia, santidad y perfección, tiene un deseo contrario al de Dios, la respuesta es que Dios tiene toda perfección y justicia en sí mismo. Los ángeles, en cambio, por mucho que se conformen a la voluntad de Dios siendo enteramente obedientes a él, no obstante, tienen una voluntad aparte. Porque siendo ellos criaturas pueden tener sentimientos que por derecho no pertenecen a Dios. En cuanto a nosotros, tan rodeados por esta masa de pecado, estamos tan cargados que nos encontramos muy lejos de la voluntad de Dios. Porque en todos nuestros apetitos hay algún exceso, inclusive con frecuencia hay manifiesta rebelión. Pero si consideramos al hombre en su integridad, es decir, sin esta corrupción del pecado, nuevamente es cierto que tendrá sus sentimientos muy lejos de Dios, y, sin embargo, no por ese motivo serán pecaminosos. Como cuando Adán aun no había sido pervertido y cuando aun persistía en el estado y condición en que había sido creado, ocurría que era tanto caliente como frío y debía soportar tanto las ansiedades y temores como otras cosas semejantes.
Así fue con nuestro Señor Jesucristo. Sabemos que en todos sus sentimientos no tuvo mancha ni defecto, que en todas las cosas fue guiado por la obediencia a Dios, pero con todo ello no estuvo excepto (porque había tomado nuestra naturaleza) de ser expuesto tanto al temor, y a ese terror del cual ahora se habla, y a ansiedades y a cosas semejantes. No estamos capacitados a percibir esto en nosotros mismos, como que en aguas turbias no se puede distinguir nada. De modo que los sentimientos humanos nos llevan de un lado a otro para darnos emociones tales que necesitamos ser restingidos por Dios. Pero sentimientos como los que tienen los hombres, habiendo descendido de Adán, son como una llaga donde la infección es cada vez más contaminada, de manera que no podemos contemplar lo que tiene que haber sido esta pasión de nuestro Señor Jesucristo si la juzgamos por medio de nosotros mismos. Porque, aunque tengamos un buen propósito y un sentimiento recto en sí mismo y aprobado por Dios, con todo, siempre nos falta algo. ¿Acaso no es algo bueno y santo que un padre ame a sus hijos? Y allí mismo volvemos a pecar. Porque nunca existe la regla y moderación que se requiere. Porque, cualesquiera sean las virtudes en nosotros, Dios nos muestra pecado en ellas para que todo orgullo sea más humillado y que nuestra ocasión sea tanto mayor de inclinar nuestras cabezas, y aun de ser turbados por la vergüenza, viendo que aun lo bueno está corrompido por el pecado que mora en nosotros y del cual estamos llenos en exceso.
Además, en cuanto concierne a nuestro Señor Jesucristo (como ya lo he dicho) no debe sorprendernos que él haya tenido (puesto que era hombre) una voluntad diferente a la de Dios su Padre, pero no por eso hemos de juzgar que aquí hubo algún pecado o trasgresión en él. Y veamos, incluso en esto (como ya lo hemos notado) el inestimable amor que tuvo hacia nosotros cuando para él la muerte era tan terrible, y que, sin embargo, por su buena voluntad se sometió a ella. Y si no hubiese sentido ninguna repugnancia ante ella, y si hubiera bebido aquella copa sin reservación alguna, sin percibir ninguna amargura en ella, ¿qué clase de redención habría sido? Nos parecería que todo ello habría sido teatro, pero si ocurre que nuestro Señor Jesucristo soportó semejantes agonías, ello es una señal de habernos amado a tal extremo que incluso se olvidó de sí mismo sufriendo de tal modo que toda la tormenta cayó sobre su cabeza para que nosotros pudiéramos ser librados de la ira de Dios.
Ahora todavía hay que notar que cuando el Hijo de Dios agonizaba de tal manera no era porque tenía que dejar el mundo. Porque si hubiera sido únicamente la separación del cuerpo y alma, con los tormentos que tuvo que soportar en su cuerpo, no se habría sentido oprimido a tal extremo. Debemos, en cambio, observar la calidad de su muerte e incluso identificar su origen. Porque la muerte no es solamente para disolver al hombre, sino para hacerle sentir la maldición de Dios. Además del hecho de que Dios nos saca de este mundo, y que somos como aniquilados con respecto a esta vida, la muerte es para nosotros como una entrada al abismo del infierno. Nosotros seríamos separados de Dios y despojados de toda esperanza de salvación cuando la sentencia de muerte es pronunciada sobre nosotros, excepto que tengamos este remedio: que nuestro Señor Jesucristo la soportó por amor a nosotros para que ahora la herida que allí había no sea fatal. Porque sin él estaríamos tan aterrorizados por la muerte que ya no habría esperanza de salvación en nosotros, pero ahora su aguijón ha sido truncado. Incluso su ponzoña ha sido limpiada de tal manera que en el día de hoy, la muerte al humillarnos, nos sirve de medicina y ya no es fatal. Porque ahora Jesucristo ha tragado todo el veneno que había en ella.
Esto es entonces lo que tenemos que recordar, que el Hijo de Dios al exclamar: "Padre, si es posible, que esta copa pase de mí," no solamente considera lo que tenía que sufrir en su cuerpo, ni la desgracia de los hombres, ni el hecho de dejar la tierra (porque ello era suficientemente fácil para él); en cambio considera el hecho de estar delante de Dios y delante de su trono de juicio para responder por todos nuestros pecados, el hecho de ver allí todas las maldiciones de Dios listas para caer sobre nosotros. Porque, si solamente hubiese un pecador, ¿cuál sería la ira de Dios? Cuando dice que Dios está contra nosotros, que quiere exhibir su poder para destruirnos, ¡Ay! ¿Adonde estamos entonces? Ahora Jesucristo no solamente tuvo que luchar contra semejante terror, sino también contra todas las crueldades que uno podría inflingir. Entonces, cuando vemos que Dios emplaza a todos aquellos que han merecido la condenación eterna y que son culpables de pecado, y viendo que él está allí para pronunciar la sentencia que ellos se han merecido, ¿quién no concebiría en medida plena todas las dudas y terrores que podría haber en cada uno? ¡Y qué profundidad habrá en ello! Ahora, fue necesario que nuestro Señor Jesucristo sólo, sin ayuda, sostenga semejante carga. Entonces, juzguemos el dolor del Hijo de Dios conforme a su verdadera causa. Volvamos ahora a aquello que hemos discutido antes, que por una parte comprendamos cuan costosa fue nuestra salvación para él, y cuan preciosas le fueron nuestras almas cuando estuvo dispuesto a ir a semejante extremo por amor de nosotros; y, sabiendo lo que merecíamos, consideremos lo que habría sido nuestra condición si no hubiéramos sido rescatados por él. Y regocijémonos aún porque la muerte ya no tiene poder sobre nosotros para herirnos.
Es cierto que siempre tenemos un temor natural de la muerte, y que huimos de ella, pero ello es para hacernos pensar en este inestimable beneficio que ha sido adquirido para nosotros por medio de la muerte de nuestro Señor Jesucristo ha provisto de tal manera para todos esos temores que en medio de la muerte podemos presentarnos delante de Dios con la cabeza levantada. Es cierto que ante todo debemos humillarnos, como ya lo hemos dicho, y que ello es muy importante para que odiemos a nuestros pecados y para estar disgustados con nosotros mismos, a efectos de ser tocados por el juicio de Dios y estar atemorizados por él. Pero aun así, cuando Dios nos llama a su presencia hemos de levantar la cabeza. ¡Y este también es el coraje dado a todos los creyentes! Así vemos cómo San Pablo dice que Jesucristo ha preparado una corona para todos los que esperan en su venida. Entonces, si al venir ante el Juez celestial ya no tenemos esperanza de vida, ciertamente seremos rechazados por él, y él no nos conocerá, que incluso nos desheredará sin importar cuánta profesión de cristianismo hagamos.
Ahora, no podemos esperar realmente en nuestro Señor Jesucristo si no hemos entendido y estamos persuadidos de que él ha combatido de tal manera los terrores de la muerte que por ello nosotros somos librados de los mismos y que la victoria ha sido ganada para nosotros. Y aunque tengamos que luchar para que sintamos nuestras debilidades, para que busquemos refugio en Dios, para conducirnos siempre a una auténtica confesión de nuestros pecados, de modo que solamente Dios sea justo, no obstante es cierto que Jesucristo ha luchado de tal manera que ha ganado la victoria, no para sí mismo, sino para nosotros. Y nosotros no tenemos que dudar que por medio de él ahora podemos vencer todas las ansiedades, todos los temores, todos los desmayos, y que podemos invocar a Dios seguros de que sus brazos siempre están extendidos para recibirnos en su presencia.
Eso es entonces lo que tenemos que considerar: para que sepamos que no es una enseñanza especulativa de que nuestro Señor Jesús soportó los horribles terrores de la muerte, puesto que sintió que estuvo allí delante de nuestro Juez y que él fue nuestra garantía, para que hoy nosotros podamos, en virtud de su lucha, triunfar sobre toda nuestra debilidad y persistir constantemente en invocar el nombre de Dios, no dudando un solo instante de que él nos oye, y que su bondad siempre está dispuesta a recibirnos en su presencia y que por este medio nosotros pasemos tanto por la vida y la muerte, por el agua y el fuego, y sintamos que no es en vano que nuestro Señor Jesús combatió para ganar esa victoria para todos aquellos que en fe han venido a él. Esto es entonces, en una palabra, lo que tenemos que tener en mente.
Ahora, sin embargo, vemos cómo debemos luchar contra nuestros sentimientos, y a menos que lo hagamos nos es imposible mover un solo dedo sin provocar en medida plena la ira de Dios. Porque, vean a nuestro Señor Jesucristo, que es puro y entero, tal como ya lo hemos declarado. Si uno pregunta cuál fue su voluntad, es cierto que la misma fue débil como la voluntad de un hombre, pero no fue pecaminosa como la voluntad de aquellos que están corrompidos en Adán, puesto que en él no hubo mancha alguna. He aquí entonces, un hombre que está exento de todo pecado. Pero, por más que sea así, todavía es necesario que él se anule a sí mismo y que se esfuerce hasta el límite y que finalmente renuncie a sí mismo y que ponga todo ello debajo de sus pies a efectos de rendir obediencia a Dios su Padre. Ahora veamos lo que será de nosotros. ¿Cuáles son nuestros sentimientos? Todos los que batallan contra Dios son enemigos, como dice San Pablo. Dios dice aquí que todos juntos somos perversos y que todo lo que el hombre puede imaginar no es sino falsedad y vanidad. Incluso desde la infancia demostramos estar arraigados en la completa infección del pecado. Aunque la malicia no es aparente en los niñitos que vienen al mundo, no siempre dejan de ser pequeñas serpientes llenas de ponzoña, malicia y desdén. En esto realmente reconocemos lo que hay desde el principio en nuestra naturaleza. Y cuando hemos llegado a ser adultos, ¿qué es de nosotros entonces? Somos (como ya he dicho) tan malos que no sabemos cómo concebir un solo pensamiento que al mismo tiempo no sea una rebelión contra Dios, de manera que no sabemos si dedicarnos a esto o a aquello, puesto que siempre somos apartados de la verdadera norma, aun cuando no lleguemos a producir, en forma provocativa un choque con Dios. Entonces, ¡qué tremenda lucha se requiere para traernos de vuelta al bien! Cuando vemos que nuestros Señor Jesús, en quien no hubo sino integridad y rectitud, tuvo que sujetarse a Dios su Padre, al extremo de renunciar a sí mismo, ¿acaso no será importante que nosotros también nos entreguemos enteramente a ello?
De manera entonces, aprendamos a luchar con más valentía. Pero viendo que no podemos, y que más bien todos nuestros poderes y facultades tienden al mal, y que en nuestra naturaleza no hay una sola partícula de bien, y que es tan grande nuestra debilidad que seríamos conquistados cien veces por minuto, viendo esto venimos a él que fue hecho débil para que nosotros pudiésemos ser llenados con su poder, según lo afirma San Pablo. Además esto es así, nuestro Señor Jesucristo ha renunciado de tal manera a sí mismo para que nosotros pudiéramos aprender que para ser sus discípulos debemos hacer lo mismo. Viendo que por nosotros mismos no somos capaces de triunfar en esto, sino que siempre tendemos a tomar el camino equivocado, oremos que por la virtud de su Espíritu Santo él gobierne en nosotros para hacernos fuertes. Como está dicho, él sufrió en la debilidad de su carne, pero por la virtud de su Espíritu fue levantado de los muertos a efectos de que nosotros podamos ser hechos partícipes de la lucha que él sostuvo, y para que podamos comprender el efecto y la excelencia de su poder en nosotros. Entonces, en resumen, esto es lo que tenemos que recordar cuando dice que Cristo renunció a toda su voluntad para someterse plenamente a Dios su Padre.
No obstante, siempre tenemos que recordar que el Hijo de Dios no se ofrece aquí para ser solamente un ejemplo y un espejo, sino que quiere mostrarnos qué precio precioso le ha costado nuestra salvación. Porque el diablo, queriendo oscurecer la infinita gracia de Dios, la cual nos fue revelada en nuestra redención, ha dicho que en realidad Jesucristo solamente fue un modelo de toda virtud. Vean ustedes lo que charlan los quejumbrosos impostores de la sede papal. No solamente desconocen cómo deducir lo que significa obediencia, ni lo que es auto-renunciamiento, sino que afirman que el relato de los evangelistas es para que nosotros podamos seguirle a él, y ser conformados a él. Ahora, ciertamente, eso es algo, pero ello no es todo, y ello tampoco es la cosa principal. Porque bien se podría haber enviado a un ángel para que le siguiéramos a él; pero cuando Jesucristo fue el Redentor del mundo, se sometió y fue sujetado por su propia voluntad a aquella condición tan miserable que ahora vemos aquí. Siempre tenemos que reconocer que en nosotros no encontramos nada que pueda darnos esperanza de salvación. Y por eso tenemos que buscar en él lo que nos hace falta. Porque nunca podremos obtener mendigos a Jesucristo, y ello no puede ocurrir hasta que no hayamos reconocido nuestra pobreza e indigencia, en resumen, de que carecemos de todo.
Esto es, entonces, lo que tenemos que tener en mente, para que habiendo oído que toda la perfección de nuestra vida es para hacernos obedientes a Dios, y para que luego renunciemos a nuestros sentimientos y pensamientos y para que toda nuestra naturaleza se conforme a él. Además, habiendo oído que tenemos que pedir a Dios todo aquello que no poseemos, hemos de saber que nuestro Señor Jesucristo no solamente nos es dado a modo de ejemplo, sino que nos ha declarado plenamente que si somos separados de él nuestra vida será necesariamente maldecida. Y hemos de saber que en la muerte, cuando veamos la profundidad de la miseria y el abismo de la ira de Dios dispuesta a tragarnos, y que no seremos apresurados por solamente un terror, sino por un millón, que todas las criaturas clamarán venganza contra nosotros. Entonces, es preciso que sintamos todo ello, a efectos de reconocer nuestros pecados y de gemir y ser turbados en nosotros mismos, y de tener un deseo y el coraje de venir a Dios con verdadera humildad y arrepentimiento; es para que apreciemos la bondad y misericordia de nuestro Dios de acuerdo a cómo se la ve aquí y para que tengamos las bocas abiertas para rendirle un sacrificio de alabanza, y para que seamos apartados de las astucias de Satanás, que ha echado sus redes para retenernos en el mundo, y también para q.ue dejemos nuestras conveniencias y comodidades a efectos de aspirar a esta herencia que nos fue comprada a semejante precio.
Y puesto que el próximo día del Señor vamos a recibir la Santa Cena, y puesto que Dios, habiéndonos abierto el reino de los cielos, nos presenta allí un banquete espiritual, es para que seamos tanto más impactados por esta enseñanza. En efecto, cuando diariamente comemos y bebemos para ser refortalecidos, Dios nos declara suficientemente que él es nuestro Padre y que tiene cuidado de estos cuerpos terrenales y frágiles; de manera que no podemos comer un pedazo de pan sin tener el testimonio de que Dios cuida de nosotros, pero en la cena del Señor hay una razón especial. Porque allí Dios no llena nuestros estómagos, sino que nos transporta al reino de los cielos. El nos pone a nuestro Señor Jesucristo delante para que él sea alimento y bebida. Jesucristo no se da por satisfecho con solamente recibirnos en su mesa, sino que en todo sentido quiere ser nuestro alimento. Por el efecto nos hace sentir que su cuerpo es verdadera carne para nosotros y su sangre, bebida. Entonces, cuando vemos que nuestro Señor Jesús nos invita tan gentilmente a acercarnos a él, ¿no seremos los peores villanos si no somos apartados de aquello que nos separa de él? Y aunque viniésemos arrastrando los pies, no dejemos de estar afligidos por nuestros pecados a efectos de acercarnos a él, y de constreñirnos a nosotros mismos en la medida de lo posible a estar separados de este mundo y a aspirar al reino de los cielos.
De manera entonces, que cada uno observe qué beneficio debiera conferirnos la Santa Cena. Porque vemos que nuestro Señor Jesús nos llama a ser partícipes de su muerte y pasión para que gocemos el beneficio que él adquirió para nosotros, y por este medio debiéramos estar plenamente seguros de que Dios nos declara hijos suyos y que abiertamente podemos dirigirnos a él como a nuestro Padre. Vengamos con una auténtica fe, sabiendo por qué nuestro Señor Jesús nos fue enviado por Dios su Padre, sabiendo cuál es su oficio, y cómo aun hoy es nuestro Mediador tal como siempre lo ha sido. Más allá de ello tratemos de estar de tal manera unidos a él que lo dicho pueda ser no solamente para cada uno de nosotros, sino para todos en general. Tengamos un sentir mutuo y una hermandad entre todos, ya que él ha soportado y llevado la condenación que Dios su Padre había pronunciado sobre todos nosotros. Entonces, aspiremos a ello, y que cada uno venga no solamente por sí mismo (como he dicho), sino que trate de traer a su compañero, y exhortémonos los unos a los otros de andar firmemente, notando siempre que nuestra vida es como un camino que tiene que ser seguido hasta el final, y que no tenemos que cansarnos en medio del viaje, sino que día por día aprovechemos tanto y que nos preocupemos por traer a aquellos que están fuera de la ruta; que todo nuestro gozo sea éste, nuestra vida, nuestra gloria y contentamiento, y que así nos ayudemos unos a otros hasta que Dios nos haya reunido plenamente en su presencia. Ahora, inclinémonos en humilde reverencia ante la majestad de nuestro Dios.

N O T A S SERMÓN NO. 3
*Procedente de: Corpus Reformatoru.ni, Calvini Opera, Vol. 46, pp. 833-846.