EL NICODEMISMO DE JUAN DE VALDÉS



José Biedma López

Vicepresidente de la Asociación internacional

de amigos de Juan Huarte de San Juan

Λάθε  βιώσας

Epicuro, Fr. 551 Us.



           Igual que José de Arimatea, el fariseo Nicodemo sólo aparece en el Evangelio de San Juan. Es uno de los “santos varones”, un discípulo oculto de Jesús, un espíritu noblemente atormentado por el ansia de verdad y restauración espiritual de su pueblo. Fiel a sus compromisos sociales y vinculado al ejercicio responsable del poder, Nicodemo busca el misterio revelado por Jesús en el secreto de la noche.

           Jesús le acoge en una noche de encantada serenidad... Luego, Nicodemo desaparece de la historia. Puede que el árido racionalismo se rebelara contra los confiados misterios que el joven galileo le confió en el silencio de aquella extraordinaria noche... El evangelista cuenta lo que Nicodemo hizo aquel terrible día en que volvió a ver a Jesús crucificado. Entonces, el fariseo se acordó de la profecía: “Como Moisés elevó en el desierto la serpiente, también es necesario que sea elevado el Hijo del hombre a fin de que quien crea en Él no perezca, sino que goce de la vida eterna”... Se le vio subir jadeante al Calvario, con cien libras de aromas para embalsamar y perfumar el cadáver de su salvador.

           C. Falconi recrea las dos apariciones evangélicas de Nicodemo en una hermosa y emocionada exégesis del Diccionario Bompiani. Y en uno de sus últimos trabajos, el gran hispanista Marcel Bataillon defiende el nicodemismo de Juan de Valdés.

           Me he topado con Juan de Valdés (Cuenca 1490?-1541) estudiando el alumbradismo y leyendo a Jon Arrizabalaga y Ricardo Sáez, dos magníficos especialistas en el pensamiento español del Renacimiento, a los que he tenido oportunidad de conocer en un Coloquio Internacional sobre Juan Huarte de San Juan (abril-2003) en la facultad pluridisciplinal de Bayonne y en San Juan del Pie del Puerto (precioso pueblo pirenaico cercano a Roncesvalles y antigua capital de la Baja Navarra, actualmente en Francia). Ambos hispanistas conocen mejor que yo el vínculo importante que debió unir a Juan Huarte con la espiritualidad conversa, pues el autor del Examen de ingenios se educó en la fundación baezana de Juan de Ávila.

           Pero Juan Huarte, el médico que vivió y publicó en Baeza, fue un hombre de ciencia, no un místico. Juan de Valdés, hermano de Alfonso de Valdés, quien sería secretario del Emperador Carlos V, fue uno de los padres de la filología castellana y el traductor de los Salmos y las Epístolas de San Pablo, un profundo e inencasillable espíritu religioso.

           La frontera entre la herejía de los alumbrados y la santidad mística resulta muy difícil de trazar. Autores como Georges Bataille han explorado la oscura frontera entre espiritualidad y sensualidad extremas; entre libertinaje y dejamiento o abandono del mundo; entre la helada sublimidad del cielo y las brasas incendiarias del infierno, entre el arrebato del éxtasis religioso y el de la voluptuosidad erótica. Por más que queramos librarnos de la carne, vivimos en el filo de la navaja, entre una animalidad sofisticada y un espiritualismo sospechoso. ¿Qué distingue la escala mística de Juan de la Cruz o Teresa de Ávila de la que usaron el franciscano Francisco de Osuna o el sospechoso Fray Luis de Granada?

           En la herejía de los alumbrados podemos encontrar las dos cosas: santidad y delirio, buena fe y ardor sensual. La etiqueta “alumbrado” fue inventada por los inquisidores, para los sospechosos de herejía a los que no podían acusar de protestantismo, y se popularizó para usarla como cajón de sastre en el que se metieron movimientos muy distintos. La doctrina de los dexados del reino de Toledo, procesados en 1525 (Isabel de la Cruz, Pedro Ruiz de Alcaraz, María de Cazalla...) poco tuvo que ver con la de los “alumbrados de Extremadura” de los años 70 (de sospechosa espiritualidad, mezcla de exaltación religiosa y rijosidad libertina, combinación de confesores solicitantes y beatas histéricas), o con el supuesto “alumbradismo” de los discípulos de Juan de Ávila de la universidad de Baeza (Hernán Núñez, Hernando de Herrera, Diego Pérez de Valdivia, Bernardino de Carleval), que unían a su fervor de conversos sus sobresalientes dotes intelectuales.

           ¿Fue Juan de Valdés un alumbrado, un erasmista o un protestante? De los tres “delitos” fue acusado. Bataillon, en un trabajo se 1974, se pregunta seriamente si fue, en definitiva, un nicodemita. Como Erasmo, el conquense nunca rompió abiertamente con la iglesia católica.

           En 1523, el Marqués de Villena, protector de alumbrados puros, pero también de santones y truhanes seudomísticos, contrató a Pedro Ruiz de Alcaraz como persona de confianza, haciéndole trasladarse a Escalona, en la provincia de Toledo. Allí, Alcaraz no sólo ejerce como “contador”, sino también como consejero espiritual y predicador laico del Marqués. En esas fechas vive en la fortaleza de Escalona, como paje, quien años después se convertirá en uno de los mayores escritores y defensores de la lengua castellana: Juan de Valdés. Está fuera de duda que Juan de Valdés fue oyente de las prédicas del dejado Alcaraz. Al Marqués de Villena dedicará Valdés De doctrina cristiana (Alcalá, 1529). El libro de Juan de Valdés se tildará pronto de erasmista, y más tarde de alumbrado. Curiosamente, los alumbrados, (Bernardino de Tovar, María de Cazalla) criticarán el libro de Valdés, por su concepción del método contemplativo: más reflexivo y activo en Valdés, más proclive al abandono quietista en Alcaraz.

           Francisco de Osuna, un fraile recogido que se reunió con el grupo de Alcaraz para comentar los Evangelios, también dedicará su Abecedario espiritual (1527) al Marqués de Villena. Teresa de Jesús admitirá la influencia literaria y piadosa que ejerció esta obra en su propia formación espiritual. Y los especialistas consideran la obra de Osuna como el más claro antecedente de la gran mística española. 

           Los procesos contra el iluminismo castellano no se interrumpirán hasta la mitad del siglo. Juan de Valdés, por las “molestias y peligros”, en frase de Erasmo, que le aquejaban en España, relacionadas sin duda con su publicación del Diálogo de doctrina cristiana, toma el olivo y se refugia en Italia. Allí actuará como agente del Emperador y gentilhombre del Papa Clemente VII. En 1535 lo tenemos cerca del Virrey de Nápoles. En esta ciudad conoce los libros de Lutero y de Melanchton. Pero a pesar de todas las acusaciones, Valdés no quiso romper públicamente con la Iglesia católica.

           Mentor “tranquilo y sonriente” de una brillante sociedad de espíritus inquietos que se reunían con él en torno a la bellísima e inteligente Julia Gonzaga, Valdés es un “misionero de capa y espada, catequizador de augustas princesas y anacoreta de buena sociedad”. Enseña una religión tolerante, interior, sencilla: “Todo el negocio cristiano consiste en confiar, creer y amar”, escribe en sus Consideraciones.

           El grupo de Valdés no era el único “cenáculo aristocrático” de la Europa de su tiempo. Su actitud reformista, individualista, moderada, es análoga a la del gran Erasmo, con quien se carteó. Y no pudo ser popular ni inspirar la adhesión fanática que reclamaban las dos alas extremas del conflicto religioso del XVI: Reforma y Contrarreforma. Representó a una tercera fuerza espiritual, que no podía ser ni un movimiento masivo ni una secta. Eran sólo una fuerza (Domingo Ricart). Herejes de la Iglesia, herejes de la Reforma, inclasificables, tipos como Servet o Valdés, se anticiparon a su tiempo y -como el Nicodemo del evangelio de Juan- callaron su verdadera fe para conservar su vida, pero también por sentido de la tolerancia y respeto a sí mismos.

           La calificación de “nicodemita” fue ideada por Calvino con un sentido peyorativo. Nicodemita es el hipócrita que, por temor al martirio o incapaz de huir del cautiverio de la “Babilonia Papista”, no confiesa ante los demás la fe regenerada o reformada que profesa. Bataillon piensa que esta duplicidad o dualidad es aplicable a Juan de Valdés, si bien no cree que deba hacerse en un sentido negativo. Valdés, en su vida social y pública, practicaba las ceremonias de la religión establecida en el país en que vivía, reservándose la posibilidad de transfigurarlas en su fuero interno. Dicho nicodemismo espiritualista tendría por centro la creencia valdesiana de la “regeneración del cristiano por el Espíritu Santo”.

           La espiritualidad iluminista, como la erasmista, son partidarias de una vuelta al primitivo cristianismo encarnado en el Evangelio, en el que sea el amor, y no la liturgia, la que mueva al creyente. La convergencia de alumbrados y erasmistas fue evidente respecto al interés por la oración mental, el rechazo al culto y a las imágenes, la interiorización espiritual, el antiescolásticismo. Pero divergían en decisivos aspectos. Uno de ellos es el modelo de vida propuesto por Erasmo mediante la philosophia Christi. Este modelo imponía un activismo comprometido con la reforma del mundo externo; por el contrario, la doctrina alumbrada del dejamiento soslayaba lo temporal, lo histórico, lo social...



           «El alumbradismo no aspira, en ningún momento, a la transformación de la sociedad, sino a la transformación interna del alma... El hombre ensimismado, ajeno a la historia, acósmico, constituye el modelo del alumbradismo» (José Mª García Gutiérrez, 1999).



           No nos puede extrañar que Valdés no se entregue a una pelea que sólo comprometía las formas externas de la religiosidad. El mismo Melanchton preconizaba la tolerancia respecto a las adiaphora, las “cosas indiferentes” o exteriores a la esencia de la fe.

           En su Diálogo de doctrina cristiana insiste en la desigualdad existente para el fiel entre el respeto sin reserva que debe a los mandamientos de Dios y la observancia requerida por los preceptos de la Iglesia. Parece que considera a éstos últimos adiaphora respecto de aquellos. De este modo, los preceptos de la iglesia sólo pueden aspirar a ser “ocasiones de ejercicios espirituales interiores en el sentido del misticismo valdesiano” (Cantimori, cit. por Bataillon, 1974).

           Como recuerda Bataillon, la tendencia a desvalorizar las prácticas exteriores se remonta a la Edad Media e incluso a la patrística. El gran historiador de la filosofía medieval Étienne Gilson puso de manifiesto el asombroso parecido entre la crítica erasmiana de las observancias monásticas y la efectuada por Eloísa, abadesa del Paracleto, cuatro siglos antes. Y remite a Séneca para lejanas concepciones de las indifferentia. “Ocúltate en tu retiro, pero, al mismo tiempo, oculta tu retiro”, escribía a Lucilio en su carta LXVIII el gran moralista cordobés.

           En su Diálogo de doctrina cristiana y tras el Credo y los diez  Mandamientos, Juan de Valdés recomienda los capítulos quinto, sexto y séptimo de San Mateo. En el último de ellos se puede leer: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mateo, 6, 5-7).

           El nicodemismo preconciliar era –como es hoy- una modalidad expectante de espiritualidad, a la espera de una reforma que nunca llegará del todo, que nunca llega... Es también y a la vez una táctica de preservación basada en la ocultación de las propias creencias y en el respeto a la tradición.

           Cuando Juan Calvino denunció a los nicodemitas, no pensaba en Valdés, sino en los “evangelistas” de la corte de Margarita de Navarra, en “protonotarios delicados, satisfechos de tener el Evangelio para conversar alegremente de él y como por juego con las damas, con tal de que eso no les impida vivir a su guisa” (Excuse...). Bataillon no cree que éste fuera precisamente el caso de Valdés; uno de sus discípulos más fervientes, Carnesecchi, pagará con su vida su fidelidad al espiritualismo valdesiano, en nada sospechoso de libertino, aunque sea, sin embargo, cierto que Valdés confesó al cardenal Gonzaga su afición a vivir “regiamente”. Valdés no tenía demasiado confianza en la posibilidad eclesiástica de una verdadera reforma. Cuando en 1537 renuncia a trabajar en la corte, no se le ocurre por ello anatemizar a los dirigentes de la política imperial, ni adherirse a la reforma puritana.

           El “nicodemismo” puede abarcar una gran diversidad de talantes y conciencias, y puede comportar, como señala Bataillon, un fondo de sabiduría irenista (pacifista) muy noble. Quienes habían sido ya testigos de los crímenes cometidos en nombre de una y otra especie de cristianismo (catolicismo y protestantismo), de una y otra especie de culto a Dios, podían intuir ya que había algo más importante que el modo de creer o de buscar a Dios entre las sombras. Algunos humanistas, como Achille Biocchi buscaban un símbolo de pacifismo nicodemita: la linterna encendida con el yesquero que lleva por divisa: ‘Ex disputatione veritas patet, contentione evertitur’. Buscar una religión del término medio, creer en Dios sin faltarle el respeto a nadie, parece más valioso que salvar la propia vía de acceso al Espíritu divino.

             En efecto, la verdad está expuesta a la discusión, pero se trastorna con la lucha, se aleja con la rivalidad y el resentimiento. Los protestantes podían ser tan fanáticos o más en esto que los “adoradores del ídolo romano”. Tal fue el caso de Teodoro de Beza, quien lamenta en una de sus cartas que españoles como Valdés, Ignacio de Loyola y Servet, aparentemente destinados por sus notables dotes a ser grandes reformadores religiosos, se perviertan para mayor beneficio del “ídolo romano”. No debe extrañarnos, pues, que hoy Valdés sea elogiado por católicos y protestantes liberales, y expulsado a las tinieblas exteriores por los fanáticos de uno y otro bando.

           Pero son estos hombres quienes resultan capaces de fundar lo que Kolalowski ha llamado el “Cristianismo no confesional” de los cristianos sin Iglesia, defensores a ultranza del irenismo y la tolerancia. Este fenómeno de la tolerancia pudo extenderse por toda Europa a raíz de la expulsión de los judíos y la diáspora de los “marranos” y de muchos cristianos nuevos, que huyeron de la discriminación, estableciéndose en Flandes, Francia o Italia. Y así se refugiaron en Amsterdam, como la familia del gran Spinoza, o en Burdeos, como la familia materna de Montaigne... Hubo una época en que fueron cristianos nuevos de origen judeo-español quienes encabezaron el movimiento calvinista en Amberes.

           Pero la mejor tendencia fue esta de Nicodemo, la de Juan de Valdés, la del espiritualismo nicodemista del primer tratadista de la lengua española en lengua española.  En su Diálogo de la Lengua, Valdés defenderá la lengua que habla el pueblo, encareciendo la concisión, la sencillez, la naturalidad, defendiendo la precisión de los refranes populares, rechazando vulgarismos, pero también los neologismos que no resulten necesarios para ampliar las posibilidades científicas del idioma.





Bibliografía

Marcel Bataillon. 1974: “Juan de Valdés nicodémite?”, Aspects du libertinismo au XVIème siècle, Vrin, Paris.

J. Calvino. Excuse à Messieurs les Nicodémites, 1921, Bossard, Paris.

José Mª García Gutiérrez. 1999: La herejía de los alumbrados. Historia y Filosofía: de Castilla a Extremadura. Mileto, Madrid.

Étienne Gilson. Héloïse et Abélard, Vrin, París, 1838.

Juan de Valdés. Diálogo de doctrina cristiana, Madrid, ed. Nacional, 1979.

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