LAS BUENAS OBRAS



Martín Lutero



1520



¡Jesús!


(Segunda Parte--los últimos seis mandamientos -- LA PRIMERA TABLA DE MOISÉS-- Para ir a la Primera Parte, oprima aquí)


EL PRIMER MANDAMIENTO DE LA SEGUNDA TABLA DE MOISÉS


Honra a tu padre y a tu madre


Por este mandamiento aprendemos que, después de las sublimes obras de los tres primeros mandamientos, no hay obra mejor que obediencia y servicio prestados a todos los que nos han sido impuestos como autori¬dad. Por ello, también la desobediencia es pecado peor que homicidio, deshonestidad, hurto, estafa y lo que está comprendido en ellos. Las dife¬rencias entre los pecados, es decir, cuáles son mayores que los otros, no podemos conocer mejor que por el orden en que figuran los mandamientos de Dios, por supuesto, cada mandamiento por sí mismo también muestra distinciones en sus obras. ¿Quién, pues, no sabe que maldecir es peor que encolerizarse, pegar más que maldecir, golpear al padre y a la madre más que maltratar a un hombre común? Ahora bien, estos siete manda¬mientos nos enseñan cómo hemos de ejercitarnos en buenas obras con respecto al hombre y en primer lugar referente a nuestros superiores.
[1.] La primera obra es honrar a nuestros propios padres. Esta hon¬ra no consiste sólo en mostrarla con ademanes. Debemos obedecerles, considerar sus palabras y obras, estimarlas y apreciarlas. Les dare¬mos la razón en lo que manifiestan. Nos callaremos y sufriremos se¬gún como nos traten, a no ser que se oponga a los tres primeros mandamientos. Además, si lo necesitan, los proveeremos de comida, ves¬tido y habitación. Dios dijo con intención: "Los honrarás"; no: "los ama¬rás", si bien también esto es necesario. Pero el honor es más sublime que el simple amor. Incluye en sí el temor que se une con el amor y hace que el hombre tema más agraviarlos que el castigo. Lo mismo honramos con miedo las reliquias y, no obstante, no huimos de ellas como de un castigo, sino nos acercamos más. Semejante temor, mezclado con amor es la verdadera honra. El otro miedo sin amor se refiere a las cosas que desdeñamos o de las cuales huimos, como uno teme al verdugo o al castigo. En este caso, no hay honra; es miedo sin amor alguno, hasta es temor con hostilidad. Sobre esto versa un proverbio de San Jerónimo: "lo que tememos lo odiamos también" 16S. Con semejante miedo, Dios no quiere ser temido ni honrado y no quiere tampoco que así se honren los padres, sino con el primero mezclado con amor y confianza.
2. Esta obra parece fácil, pero pocos la realizan bien. Cuando los padres son verdaderamente buenos y no aman a sus hijos de un modo carnal, sino que les enseñan y gobiernan para el servicio de Dios con palabras y obras en los primeros tres mandamientos, como deben ha¬cerlo, ahí se le quebranta al hijo sin cesar la voluntad propia. Debe hacer, dejar y sufrir lo que a su naturaleza mucho le gustaría hacer de otra manera. Por ello encuentra motivo de menospreciar a sus padres, murmurar contra ellos o hacer cosas peores. Desaparecen el cariño y el temor cuando no interviene la gracia de Dios. Del mismo modo, la natu¬raleza mala recibe con disgusto cuando ellos castigan y escarmientan como corresponde, a veces también con injusticia, lo cual no daña para la salvación del alma. Además algunos son de tan mal carácter que se avergüenzan de sus padres por su pobreza, por el bajo estado social, la disconformidad o deshonra. Estas causas los conmueven más que el subli¬me mandamiento de Dios que está por encima de todas las cosas. Dios les dio semejantes padres con toda intención para ejercitarlos y probarlos en su mandamiento. Esto se vuelve peor cuando los hijos a su vez tengan hijos. Entonces desciende el amor y se aparta mucho del amor y de la honra de los padres.
Pero cuando los padres han muerto o no están presentes, lo que se manda y se dice con respecto a ellos ha de extenderse a los que están en el lugar de aquéllos, a saber, parientes consanguíneos y otros, pa¬drinos, señores seculares y padres eclesiásticos. Todos debemos ser gobernados y estar sujetos a otros. Por eso mismo vemos cuántas buenas obras se enseñan en este mandamiento, puesto que por él toda nuestra vida queda sujeta a otros. Por consiguiente, la obediencia se enaltece tanto y toda la virtud y buena obra quedan incluidas en ella.
3. Hay todavía otro deshonor de los padres, más peligroso y sutil que este primero. Se adorna y se hace pasar por honor verdadero. De esto se trata cuando se hace la voluntad del niño y los padres se la conceden por el amor humano. Ahí se honran; ahí se aman. Y todo va a las mil maravillas. Les gusta al padre y a la madre y le agrada al niño.
Esta plaga es tan común que muy pocas veces se advierten los indicios de la primera deshonra. La causa es que los padres están enceguecidos. No conocen ni honran a Dios en los primeros tres mandamientos. Por ello no son tampoco capaces de ver lo que a los hijos les hace falta y cómo han de enseñarlos y educarlos. Por ello, los educan a la honra mundana, al placer y a los bienes con tal que plazcan a los hombres y adelanten. Esto les gusta a los hijos y de muy buen grado obedecen sin contradicción alguna.
De esa manera el mandamiento de Dios decae sigilosamente bajo buena apariencia. Se cumple lo que está escrito en los profetas Isaías 57 y Jeremías 7: que los hijos son consumidos por sus propios padres. Y proceden como el rey Manases que sacrificó a su hijo al ídolo Moloch y pasólo por el fuego. Es como sacrificar su propio hijo al ídolo y quemarlo cuando los padres educan sus hijos más para el mundo que para Dios. Los dejan pasar y admiten que se quemen en el placer mun¬dano, amor, alegría, bienes y honra, y que se apague en ellos el amor y la honra de Dios y el gozo de los bienes eternos.
¡Oh, qué peligroso es ser padre y madre cuando sólo gobierna la carne y la sangre! Por cierto, este mandamiento es la causa de que se conozcan y se observen los primeros tres y los últimos seis, puesto que a los padres se les mandó enseñar los mandamientos a sus hijos. Como consta en el Salmo 78, qué severamente Dios mandó a nuestros padres que notificasen sus leyes a los hijos, para que las supieran los que naciesen, y las contaran a los hijos y nietos. Esta también es la causa por la cual Dios manda honrar a los padres, es decir, amarlos con temor, puesto que aquel amor carece de miedo y, por tanto, es más deshonra que honor.
Fíjate, pues, si cada cual no tiene suficientes buenas obras para hacer, sea padre o hijo. Pero nosotros, pobres ciegos, dejamos esto y buscamos, fuera de ello, otras muchas obras que no han sido ordenadas.
4. Si los padres son tan necios que educan a sus hijos mundanamente, éstos no les deben obedecer de manera alguna, puesto que Dios en los primeros tres mandamientos debe estimarse más que los padres. Pero llamo educar mundanamente, cuando los padres les enseñan a no buscar más que el placer, la honra y los bienes o el poder de este mundo.
Llevar ornamentos decentes y buscar sostén honesto es necesidad y no pecado. Pero, es preciso que el hijo lamente siempre en su corazón el hecho de que esta mísera vida en la tierra no pueda empezarse ni conducirse, a no ser que se usen más ornamentos y bienes de lo que es menester para cubrir el cuerpo, defenderse del frío y tener alimento. Sin su voluntad y para complacer al mundo debe participar de la necesidad y tolerarla para alcanzar algo mejor y para evitar escán¬dalo. Así la reina Ester llevaba la corona real y, no obstante, dijo a Dios: "Tú sabes que el signo de mi boato en mi cabeza jamás me gustó y lo considero como mal harapo. No lo llevo nunca cuando estoy sola, sino cuando debo hacerlo para presentarme a la gente". Un corazón así dis¬puesto lleva joyas sin peligro, puesto que lleva y no lleva, baila y no baila, vive bien y no vive bien. Éstas son las almas confidentes, novias ocul¬tas de Cristo; pero son raras. Pues es difícil no gozarse en la gala y el fausto. Así Santa Cecilia, por orden de sus padres llevaba ves¬tidos dorados, pero debajo usaba camisa de cerda.
Algunos dirán: "¿Cómo llevaré a mi hija a la sociedad y la casaré honestamente? Es imprescindible el fausto". Dime, ¿no son palabras de un corazón que desespera de Dios y que confía más en su previsión que en la de Dios? En cambio, San Pedro enseña diciendo: "Echad toda vuestra solicitud en él, porque él tiene cuidado de vosotros". Esto indica que nunca dieron gracias a Dios por sus hijos, que jamás rogaron rectamente por ellos, que en ningún momento se los encomendaron. De otra manera sabrían o habrían experimentado que también por el casa¬miento de las hijas debiesen rogar a Dios y esperarlo de él. Por ello también los deja quedar en su modo de pensar con preocupaciones y angustias sin que logren nada bueno.
5. De este modo es cierto, como se dice, que los padres, aun cuando no tengan otra cosa que hacer, en sus propios hijos pueden lograr la salvación. Si los educan rectamente para el servicio de Dios, con ellos están abrumados de buenas obras. ¿Qué, pues, son los hambrientos, los sedientos, los desnudos, los presos, los enfermos, los extranjeros, sino precisamente las almas de tus propios hijos? Con ellos Dios hace de tu casa un hospital y te pone de enfermero de ellos. Debes atenderlos, darles de comer y beber con buenas palabras y obras. Les enseñarás a confiar en Dios, creer y temer; poner su esperanza en él; honrar su nombre; no jurar ni maldecir; mortificarse con oración, ayunos, vigilias y trabajos; atender el servicio y la palabra divinos; santificar el sábado; de esta manera aprenderán a despreciar las cosas temporales; sufrir pacientemente la desgracia; no temer la muerte y no amar esta vida. Mira, ¡qué lección magnífica es ésta! ¡Cuántas buenas obras tienes que hacer en tu casa y para tu hijo! Él necesita, pues, de todas esas cosas como un alma hambrienta, sedienta, desnuda, pobre, presa y enferma. ¡Oh, qué matri¬monio feliz y qué casa afortunada, donde hubiese semejantes padres! Por cierto sería una verdadera iglesia, un monasterio elegido, un paraíso. De esto dice el Salmo 128: "Bienaventurados los que temen a Dios, y andan en sus mandamientos. Cuando comieras el trabajo de tus manos, bienaventurado tú, y tendrás bien. Tu mujer será como parra que lleva fruto a los lados de tu casa; tus hijos como plantas de olivos alrededor de tu mesa. He aquí que así será bendito el hombre que teme a Dios". ¿Dónde hay semejantes padres? ¿Dónde están los que preguntan por buenas obras? Nadie quiere presentarse. ¿Por qué? Dios lo mandó. El diablo, la carne y la sangre nos apartan. No brilla, por tanto no vale. Éste peregrina a Santiago; aquélla hace votos a Nuestra Señora. Nadie promete que para honra de Dios se gobernará bien a sí mismo y a sus hi¬jos y los instruirá. Abandona a los que Dios le ha encomendado para cui¬darlos en cuerpo y alma. Quiere servir a Dios en otro lugar adonde no se lo envió. Ningún obispo se opone a tal abuso, ningún predicador lo censura. Hasta por el provecho material lo confirman, y día tras día "inventan más peregrinaciones, canonizaciones, indulgencias y ferias. ¡Que Dios se compadezca de tal ceguedad!
6. Por otra parte, los padres no pueden merecer más fácilmente el infierno que por sus propios hijos, en su propia casa, cuando los descuidan y no les enseñan las cosas arriba indicadas. ¿Qué les valdría si se muriesen de tanto ayunar, orar, peregrinar y hacer toda clase de obras? En la muerte y en el día del juicio, Dios no les preguntará por esto, sino pedirá los hijos que les encomendó. Esto lo indica la palabra de Cristo en Lucas 23: "Hijas de Jerusalén, no me lloréis a mí, mas llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles y los vientres que no engen¬draron y los pechos que no criaron".
¿Por qué se lamentarán así sino porque toda la condenación se les viene por sus propios hijos? Si no los hubiesen tenido, quizás hubiesen llegado a ser salvos. Por cierto, sería justo que estas palabras abriesen los ojos a los padres para considerar espiritualmente a sus hijos conforme a sus almas. Entonces, por su falso amor humano, no habrían engañado a los pobres hijos, como si éstos hubiesen honrado rectamente a los padres, cuando no se enojan con ellos o les obedecen en fausto humano. En esto se fortalece la propia voluntad. En cambio, Dios les asigna a los padres un puesto de honor para que sea quebrantada la voluntad propia de los hijos y éstos se vuelvan humildes y mansos. Como se dijo en los otros mandamientos, cuáles deben ser obras principales, así también aquí. Nadie debe creer que su educación y su enseñanza de los hijos en sí basta, a no ser que se verifiquen con confianza en la merced divina. El hombre no ha de dudar de que él agrada a Dios en las obras. Tales obras le serán una exhortación a la fe y un ejercicio para confiar en Dios y esperar de él lo bueno y la voluntad benévola. Sin esta fe, ninguna obra vive ni es buena y agradable, porque muchos paganos educaron bien a sus hijos. Pero todo es inútil por la falta de fe. La otra obra de este mandamiento es honrar a la madre espiritual, la santa iglesia cristiana, la potestad eclesiástica,, y obedecerle. Debe¬mos acatarla, obedecerla en cuanto manda, prohíbe, instituye, dispone, excomulga y desliga. Como honramos, tememos y amamos a los padres propios, así también a la autoridad eclesiástica.
Hemos de darle la razón en todas las cosas que no se opongan a los tres primeros mandamientos. Ahora, en toda esta obra, las cosas están aún mucho peores que en la primera. La autoridad eclesiástica debería reprimir el pecado por medio de excomunión y leyes e inducir a sus hijos espirituales a ser buenos para que tengan motivos de realizar esta obra y de ejercitarse en obediencia y honra respecto de ella. Mas ahora ya no hay diligencia alguna. Se comportan en cuanto a sus súbditos como las madres que abandonan a sus hijos y van tras sus amantes, como dice Oseas 2: "No predican, no enseñan, no reprenden, no castigan. Ya no hay gobierno espiritual en la cristiandad".
¿Qué, pues, puedo decir de esta obra? Quedaron todavía unos pocos días de ayuno y de fiesta. Sería mejor suprimirlos. Nadie se preocupa por ello y no hace más que esté en uso la excomunión aplicada por deudas. Esto tampoco debería existir. Pero el poder espiritual debería tratar de castigar y corregir muy severamente el adulterio, la des¬honestidad, la usura, la gula, la ostentación mundanal, la fastuosidad superflua y otros pecados e ignominia notorios. Además habría de orde¬nar debidamente las fundaciones, los conventos, las parroquias y las escuelas, y en ellos celebrar seriamente el servicio divino. Debería pro¬mover a los jóvenes, niños y niñas en las escuelas y proveer los monas¬terios de hombres doctos y buenos.
Así todos se educarían bien y los ancianos darían buen ejemplo y la cristiandad estaría llena de excelentes jóvenes y adornada con ellos. Así San Pablo enseña al joven Tito 2 que instruya bien a todos los estados, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, y los gobierne. Mas ahora cada cual hace lo que quiere. Quien se enseña y gobierna a sí mismo, lo tiene. Hemos llegado al extremo de que los lugares donde deberían enseñarse cosas buenas, se han convertido en escuelas de malévolos y nadie se preocupa de la juventud revoltosa.
8. Si imperase este orden, uno podría decir cómo debería observarse el homenaje y la obediencia. Empero, ahora sucede lo mismo como con los padres propios que complacen a sus hijos. La autoridad eclesiástica ora impone, ora dispensa; toma dinero y perdona más de lo que puede remitir. Callaré y no diré más. De eso vemos más de lo que es bueno. Impera el solo afán de lucro. Lo que deberían reprimir, esto lo ense¬ñan. Está a la vista que el estado eclesiástico en todas las cosas es más secular que el estado secular. Por ello ha de perecer la cristianidad y ha de desaparecer este mandamiento.
Si hubiese un obispo que se encargara de todos esos estados dili¬gentemente, los inspeccionara, los visitara e insistiera en ello, como es su obligación, por cierto, una ciudad sería demasiado para él. En los tiempos de los apóstoles, cuando la cristiandad se encontraba mejor, cada ciudad tenía un obispo, aunque en la ciudad sólo una minoría eran cristianos. ¿Cómo andarán las cosas cuando un obispo quiere tanto, el otro tanto, éste todo el mundo, el otro la mitad? Ya es el momento de implorar la gracia divina. Tenemos mucha superioridad eclesiástica; de gobierno eclesiástico no tenemos nada o muy poco. Mientras tanto, procurará quien pueda que las fundaciones, los conventos, las parroquias y las escuelas sean bien dispuestas y gobernadas. También sería obra de la superioridad eclesiástica disminuir el número de fundaciones, con¬ventos y escuelas cuando no pueden proveerlos.
Vale más no tener convento ni fundación que mal régimen en ellos. Con esto Dios sólo se encoleriza más.
9. Como la superioridad abandona con tanta desidia sus obras y está pervertida, es la consecuencia natural que abuse de su poder y emprenda obras malas y ajenas, como lo hacen los padres, cuando man¬dan algo que está en contra de Dios. Debemos ser sabios, puesto que el apóstol dijo que tales tiempos serían peligrosos, cuando gobernasen semejantes autoridades, puesto que existiría la apariencia de que uno se opusiese a su autoridad cuando no hiciera o combatiera cuanto ellos proponen. Ahora tenemos que tener a mano los primeros tres mandamientos y la tabla derecha; y debemos estar seguros de que ningún hombre, ni obispo, ni papa, ni ángel pueda mandar o disponer algo que se oponga a estos tres mandamientos con sus obras, les sea contrario o no los favorezca. Y si emprenden algo semejante, no vale nada en absoluto y nosotros también pecamos, si acatamos y somos obedientes y lo toleramos.
Por esto se comprende fácilmente que los ayunos dispuestos no com¬prenden a los enfermos, las mujeres embarazadas y otras personas que no pueden ayunar sin sufrir daño. Ahora nos ocuparemos en asuntos más elevados. En nuestros tiempos, de Roma no viene sino una feria de bienes espirituales que se compran y venden pública y descaradamente: indulgencias, parroquias, conventos, episcopados, prebostazgos, preben¬das y todo lo que alguna vez fue fundado por todas partes para el servicio divino. Por ello, no sólo todo el dinero y todos los bienes del mundo se llevan y se transportan a Roma, lo que sería el daño menor, sino que las parroquias, los episcopados y las prelaturas se desintegran, se abandonan, se devastan. Así descuidan a los feligreses. La palabra de Dios y su nombre y honra se pierden. La fe se aniquila. Finalmente estas fundaciones y oficios se adjudican no sólo a personas indoctas e inútiles, sino en su mayoría a los grandes cabecillas de los bribones romanos que hay en el mundo. De esta manera, lo que se fundó para el servicio divino, para predicar a los feligreses, para gobernarlos y co¬rregirlos ha de servir ahora a los mozos de cuadra y los arrieros, incluso para no decirlo más groseramente, a las rameras y pillos romanos. No obstante, sólo nos dan las gracias burlándose de nuestra necedad.
10. Semejantes atropellos intolerables se acostumbran todos bajo e! nombre de Dios y de San Pedro, como si el nombre de Dios y el poder eclesiástico se hubieran instituido para agraviar la honra de Dios y para arruinar la cristiandad en cuerpo y alma. Por ello, estamos obli¬gados a resistir en la medida de nuestras fuerzas. Debemos proceder como los buenos hijos cuyos padres se han vuelto locos y vesánicos. Primera hemos de ver en qué se basa el derecho de que ha de servir a Roma lo que en nuestros países se instituyó para el servicio divino y se dispuso para atender a nuestros hijos, mientras lo abandonamos aquí donde co¬rrespondería. ¡Qué insensatos somos!
Los obispos y prelados religiosos no hacen nada; no se oponen o tie¬nen miedo y permiten así la ruina de la cristiandad. Por tanto, primero imploraremos humildemente a Dios que nos ayude a impedir el abuso.
Después pondremos manos a la obra, cortaremos el camino a los cortesanos curiales y a los portadores romanos de breves. De un modo razonable y suave les pediremos que provean rectamente las prebendas y que se pongan a corregir a los feligreses con predicación y buenos ejemplos. Si no sucede esto y ellos residen en Roma o en otra parte destruyendo y debilitando las iglesias, debe mantenerlos el papa en Roma, al cual sirven. No es justo que alimentemos al papa, a sus sier¬vos, su corte y hasta a sus mancebos y rameras perdiendo y dañando nuestras almas. Mira, estos serían los verdaderos turcos. A ellos de¬berían atacar primero los reyes, los príncipes y la nobleza sin buscar en ello utilidad propia, sino con el fin de corregir la cristiandad e impe¬dir el agravio y la afrenta del nombre divino. Deberían tratar a los eclesiásticos como a un padre que hubiera perdido la razón y la inteli¬gencia, al cual tendrían que prender si bien con humildad y todo respeto, e impedir que arruine los hijos, los bienes y todo el mundo. De la misma manera deberíamos honrar la autoridad romana como a nuestro supremo padre, pero, como se ha tornado loco e insensato, no permitirle sus pro¬pósitos, para que no se arruine así la cristiandad.
11. Algunos opinan que esto debería dejarse para un concilio gene¬ral. Me opongo. Tuvimos muchos concilios en que se propuso esto, en Constanza (1414-1418), en Basilea (1431-1443) y el último en Roma (1512-1517). Pero no se consi¬guió nada y la situación fue cada vez peor. Estos concilios no valen nada tampoco, porque la sapiencia romana ideó el ardid de hacer jurar previa¬mente a los reyes y príncipes que los dejasen ser como fuesen y que conservasen lo que tuviesen.
De esta manera echaron un cerrojo para impedir toda reforma y para obtener protección y libertad para toda clase de bribonadas. Estos juramentos se exigen en contra de Dios y del derecho. Por la fuerza son arrancados y prestados. Al Espíritu Santo que debe gobernar los concilios se le cierra la puerta con esto. Lo mejor sería —y es el único recurso que queda— que los reyes, los príncipes, la nobleza, las ciudades y las comunas iniciasen algo por su cuenta para que los obispos y ecle¬siásticos (que ahora tienen miedo) tuvieran motivo de adherirse. En este asunto debemos fijarnos sólo en los tres primeros mandamientos de Dios. Contra éstos ni Roma, ni el cielo, ni la tierra pueden mandar algo u oponérseles. No importan la excomunión y las amenazas con que piensan impedirlo, como no interesa que un padre loco amenace fuerte¬mente al hijo que se le opone y lo prende.
12. La tercera obra de este mandamiento es obedecer a la autoridad secular, como enseñan Pablo en Romanos 13, y Tito 3 y San Pedro en 1ª Pedro 2: "Sed sujetos al rey como a superior y a los príncipes como de él enviados y a todos los órdenes del poder secular". La po¬testad y la obra de los seglares es proteger a los súbditos y castigar el hurto, el robo y el adulterio, como dice Pablo en Romanos 13: "No en vano lleva la espada. Sirve a Dios con ello para temor al malo y en bien del bueno". En este sentido se puede pecar de dos maneras. Pri¬mero cuando uno les miente, los engaña y les es infiel; cuando no obedece como ellos dispusieron y mandaron ya sea en cuerpo o bienes. Aun cuando proceden injustamente, como el rey de Babilonia con el pueblo de Israel, no obstante, Dios quiere que les obedezcamos, sin oponernos clandestina o abiertamente. Por otra parte, como cuando al¬gunos hablan mal de ellos, echa maldiciones contra ellos y si no puede vengarse, los vitupera con murmuraciones y malas palabras pública u ocultamente. En todo esto hemos de considerar lo que San Pedro nos manda observar, a saber, que su potestad, haciendo bien o mal, no puede perjudicar al alma, sino solamente al cuerpo y a los bienes, a no ser que insista públicamente en que obremos mal contra Dios o los hombres. Así hicieron en tiempos pasados cuando todavía no eran cris¬tianos y como está haciendo el turco, según se dice. Pues sufrir injusticia no corrompe a nadie en el alma, hasta la mejora, aunque le quite algo al cuerpo y a los bienes. Empero, obrar mal pervierte el alma, aunque nos traiga los bienes de todo el mundo.
13. Esta también es la causa porque no haya tanto peligro en el poder secular como en el eclesiástico cuando obran mal, puesto que la potestad secular no puede perjudicar, porque no tiene nada que ver con la predicación o la fe y los primeros tres mandamientos. Mas el poder eclesiástico no sólo daña cuando obra mal, sino también cuando des¬cuida su oficio y hace otra cosa, aun cuando esto fuese mejor que las más excelentes obras del poder secular. Por consiguiente, debemos oponernos a él cuando no procede bien y no al poder secular, aunque obre mal. La pobre gente cree y hace lo que ve y oye en el poder eclesiástico. Si no ve ni oye nada, no cree ni hace nada tampoco, puesto que este poder fue instituido con el único fin de llevar la gente a la fe en Dios. De todo esto no hay nada en el poder secular. Haga o deje de hacer lo que quiera, mi fe en Dios sigue su camino y obra por sí misma, puesto que nadie me obliga a creer lo que él cree. Por lo tanto, el poder secular es cosa ínfima delante de Dios. Lo estima tan poco que no es menester resistir y ser desobediente o disconforme por su causa, obre bien o mal. En cambio, el poder eclesiástico es un bien muy grande y sublime. Dios lo considera tan valioso que ni el más ínfimo cristiano debe admitir y callar cuando este poder se aparta un ápice de su oficio peculiar y más aún cuando obra completamente en contra de su oficio, como hoy lo vemos todos los días.
14. En este poder hay también varios abusos. Primero, él puede hacer caso a los aduladores. Es una plaga común y sumamente nociva para este poder. Nadie puede defenderse suficientemente contra este mal y cuidarse de él. Lo llevan de las narices y el que sufre es el pobre pueblo. Será un régimen en el cual, como dice un pagano, las telarañas apresan las pequeñas moscas, pero las piedras de molino pasan. Lo mismo las leyes, los órdenes y el régimen del mismo gobierno frenan a los pequeños, pero los grandes quedan libres. Y cuando el señor mismo no es tan razonable que no necesita el consejo de su gente o cuando no vale tanto que lo teman, ahí habrá y tiene que haber un régimen pueril, a no ser que Dios diera una señal particular.
Por ello, Dios, entre otras plagas, consideraba como la mayor a los malos e ineptos gobernadores, con la cual amenaza Isaías 3: "Les quitaré todos los valientes y péndreles mozos y muchachos por príncipes". Dios, en las Escrituras, nombró cuatro plagas, Ezequiel 14. La menor que eligió David, es la peste. La otra es la carestía; la tercera es la guerra; la cuarta es toda clase de bestias malas, como leones, lobos, serpientes y dragones, es decir, malos gobernantes. Por¬que donde existen ellos, el país queda devastado, no sólo en cuerpo y en bienes, como en las demás plagas, sino también en la honra, la disciplina, la virtud y en la salvación de las almas, puesto que la peste y la carestía hacen gente buena y recta. Empero, la guerra y el gobierno malo des¬truyen cuanto se refiere a bienes temporales y eternos.
15. Un señor debe ser muy prudente. No debe proponerse salir siem¬pre con la suya, aunque tenga las leyes más excelentes y las cosas mejores. Es una virtud más noble sufrir daño en el derecho que en los bienes y en el cuerpo, cuando sea de provecho para el pueblo, porque las leyes seculares sólo se relacionan con los bienes temporales.
Por tanto es un discurso necio decir: "Tengo derecho a ello, por consiguiente, lo buscaré con violencia y lo conservaré, aunque para los demás resulte de ello toda clase de desgracia". Leemos del emperador Octaviano que no quería guerra, por justa que su causa fuere, a no ser que hubiese indicios de que resultase más provecho que daño o un perjuicio tolerable. Dijo: "Guerrear es como si uno pescara con una red de oro. Nunca pesca tanto como corre riesgo de perder". Quien con¬duce un carro debe andar de una manera muy diferente que cuando camina por sí solo. En este caso, puede ir, saltar y proceder como quiera. Empero, cuando conduce un carruaje, debe dirigirse y adaptarse a donde el carro y el caballo lo puedan seguir. Y ha de fijarse más en esto que en su voluntad. Lo mismo un señor que dirige a un pueblo, no debe andar como él quiere, sino como puede marchar y actuar el pueblo. Ha de considerar más las necesidades y la utilidad de éste que su arbitrio. Don¬de un señor gobierna conforme a su cabeza atolondrada y se dirige por su capricho, procede como un carrero alienado que corre derecho con el caballo y con el carro a través de arbustos, setos, zanjas, agua, monte y valle sin pasar por caminos y puentes. No irá lejos y se estrellará.
Por ello, para los señores sería de suma utilidad leer y hacerse leer desde jóvenes las historias de los libros santos y de los paganos. En ellos encontrarán más ejemplos y arte de gobernar que en todos los libros de derecho, tal como leemos que hicieron los reyes de Persia, Ester 6. Los ejemplos y las historias dan y enseñan siempre más que las leyes y el derecho. Allí enseña la experiencia cierta, aquí instruyen palabras inseguras e inexpertas.
16. En nuestra época todos los gobiernos deberían atender tres asun¬tos especiales, sobre todo en estos países. Habrían de suprimir el terrible abuso de la gula y de la borrachera no sólo y referente a la cantidad excesiva, sino también por el alto precio. Por los condimentos, las especias, etc., sin las cuales se podría vivir perfectamente, los países han sufrido una importante salida de bienes temporales y aún están sufrién¬dola. Para subsanar estos dos males graves, el poder secular tendría bastante que hacer, puesto que han arraigado profunda e inveterada¬mente. ¡Cómo los poderosos podrían prestar un servicio mejor a Dios y adelantar su país para ellos mismos! En segundo lugar, existen los gastos excesivos en el vestir. Se pierde tanto dinero en esto, y sólo se sirve al mundo y la carne. Es terrible pensar que haya semejante abuso entre las personas que juraron a Cristo crucificado, fueron bautizadas y han sido destinadas a llevar con él su cruz y a prepararse para la otra vida muriendo diariamente. Si sólo por imprudencia algunos se comportasen así, sería más tolerable. Mas es una conducta no cristiana que se nos presentan tan libre e impunemente y sin impedimentos y hasta se busca gloria en esto. Tercero, debería suprimir el préstamo a intereses de carácter usurario. En todo el mundo arruina todos los países, gente y ciudades, los consume y los destruye. Tiene una apa¬riencia insidiosa. No parece usura, pero en verdad es peor que ésta, porque uno no se cuida tanto como de la usura notoria. Mira, éstos son tres judíos —como suele decirse— que explotan a todo el mundo. En esta ocasión los señores no deberían dormir y ser ociosos, si a Dios quieren rendir cuenta cabal de su oficio.
17. También habría que señalar las bellaquerías que cometen los oficiales y otros funcionarios episcopales y eclesiásticos que con grandes gravámenes excomulgan la pobre gente, la citan, la persiguen y la acosan, mientras que haya un céntimo todavía. Esto debería impedirse mediante la espada secular, porque no hay otro remedio.
Quiera Dios en el cielo que surja alguna vez un régimen que supri¬ma los prostíbulos públicos como se hizo en Israel. Es un aspecto no cristiano mantener entre los cristianos una casa pública de pecado, lo cual era inaudito en tiempos pretéritos. Debería implantarse una orden de casar temprano a los jóvenes y las niñas para prevenir se¬mejante vicio. Tanto el estado eclesiástico como el temporal deberían tratar de establecer tal orden y uso. Si fue posible entre los judíos, ¿cómo no será factible también entre los cristianos? Además, si es posible en las aldeas, pueblos y en algunas ciudades, como salta a la vista, ¿cómo no será posible por todas partes?
Pero la causa es la falta de un gobierno en el mundo. Nadie quiere trabajar. Por eso los artesanos tienen que dar franco a sus empleados. Entonces están libres y nadie los dirige. Pero si existiese una regla¬mentación que debieran obedecer y que nadie los ocupara en otros lugares, se habría echado un fuerte cerrojo a este mal. ¡Que Dios nos ayude! Temo que en este aspecto el deseo sea más grande que la espe¬ranza. Pero esto no nos disculpa.
Ahora, mira, son pocas obras las que señalamos a las autoridades, pero son tan buenas y tantas que tendrán que realizar más que sufi¬cientes buenas obras, y podrán servir a Dios a toda hora. Mas estas obras, como las demás, también han de llevarse a cabo en la fe. Hasta deben ejercitarse en ella. Nadie debe proponerse agradar a Dios por las obras, sino debe efectuar tal obra por la confianza en su merced para honra y alabanza de su buen Dios clemente y servir por ello a su prójimo y serle útil.
18. La cuarta obra de este mandamiento de Dios es la obediencia que deben los criados y los operarios a sus patrones, amos, maestros y patronas. De esto dice San Pablo en Tito 1: "Debes predicar a los criados o siervos que honren a sus señores en todo sentido; que los obedezcan; que hagan lo que les agrade; que no los defrauden ni se resistan a ellos". También por la razón de que prestigian la doctrina de Cristo y nuestra fe, para que los paganos no tengan por qué quejarse de nosotros y no se escandalicen. También San Pedro dice: "Siervos, sed sujetos a vuestros amos por el temor de Dios, no solamente a los buenos y humanos, sino también a los caprichosos y groseros. Porque esto es agradable ante Dios si alguien sufre molestias padeciendo inocentemente".
Actualmente hay mucha queja en el mundo sobre la servidumbre y los obreros por ser desobedientes, infieles, de malos modos y codiciosos, lo cual es una verdadera plaga de Dios. Y, en verdad, ésta es la única obra de los criados para ser salvos. No es menester peregrinar mucho, hacer esto o aquello. Suficiente tienen que hacer si su corazón sólo aspira a hacer y dejar de buen grado lo que sepan que agrada a sus amos y sus señoras. Todo esto han de verificar en una fe simple. No deben querer hacer grandes méritos, sino deben hacerlo todo con la confianza en la merced divina (en la cual se hallan todos los méritos) sincera y gratuitamente por el amor y el favor de Dios. De tal con¬fianza han de nacer todas las obras. Y todas las obras semejantes servirán de ejercicio y de exhortación para fortalecer cada vez más tal fe y confianza. Como dijimos muchas .veces, esta fe hace buenas todas las obras. Hasta ella misma debe hacerlas y ser artífice de ellas.
19. Por otra parte, los amos y las señoras no deben gobernar de un modo violento sobre los criados, las sirvientas y los siervos de la gleba. No han de tratar todas las cosas con excesiva exactitud. Deben ceder algo de vez en cuando y por causa de la paz hacer la vista gorda, puesto que no todas las cosas siempre pueden ser del todo perfectas en estado alguno porque en la tierra vivimos en la imperfección. De eso habla San Pablo, Colosenses 4: "Amos, haced lo que es justo y dere¬cho con vuestros siervos, sabiendo que también vosotros tenéis amo en los cielos". Por esto, como los amos no quieren que Dios trate con ellos de un modo excesivamente riguroso, sino que por su gracia les remita muchas cosas, así deben ser tanto más suaves con sus criados y ceder algo. No obstante, deben tratar diligentemente de que obren bien y aprendan a temer a Dios.
Pues, mira, ¡qué obras buenas pueden hacer el señor y el ama de casa! ¡Aquí bien nos propone Dios todas las buenas obras tan cerca, en forma tan variada y con tanta constancia! No es menester que pre¬guntemos por buenas obras. Bien podemos olvidarnos de las otras obras brillantes, hinchadas e inventadas por hombres, a saber, peregrinar, edi¬ficar iglesias, buscar indulgencia, etcétera.
Aquí tendría que hablar también, de cómo una mujer debe ser obe¬diente a su marido como a su superior, cómo ha de ceder, callar y darle la razón con tal que no sea en contra de Dios. Por otra parte, el hombre debe amar a su mujer, ceder "algo y no tratarla con rigor. De esto San Pedro y Pablo dijeron muchas cosas. Pero eso corresponde a la explicación ulterior de los diez mandamientos y de estas partes se puede conocer fácilmente.
20. Todo lo que se dijo de estas obras está comprendido en las dos virtudes, obediencia y solicitud. La obediencia corresponde a los súb¬ditos; la solicitud a los superiores. Deben empeñarse en gobernar a sus súbditos, tratarlos con suavidad y hacer cuanto les resulte útil y los ayude.
Este es su camino hacia el cielo y son las mejores obras que puedan realizar en la tierra. Con ellas son más gratos a Dios que si hicie¬ran, sin ellas, puros milagros. Así dice San Pablo, Romanos 12: "La obra del que preside sea la solicitud", como si quisiera decir que no se deje perturbar por lo que hacen otras personas o estados; que no mire por esta obra o aquélla, ya sea brillante u opaca, sino que cuide su estado. Sólo pensará cómo puede servir a los que están debajo de él. En esto ha de perseverar y no dejarse apartar, aunque el cielo se alce delante de él. No debe dejarse espantar, aun cuando el infierno lo per¬siga. Este es el recto camino que lo conduce al cielo.
Oh, ¡quién así cuidase de sí mismo y a su estado para atender sólo a él, qué hombre rico en buenas obras llegaría a ser dentro de poco tiempo, tan quieta y ocultamente que nadie lo advirtiese, sino sólo Dios! Mas ahora todo lo abandonamos. Uno entra en la cartuja; otro va para acá, otro para allá, como si las buenas obras y los mandamientos de Dios se hubiesen tirado al rincón y escondido; en cambio, se dice en Proverbios 1: "La sabiduría divina proclama públicamente su man¬dato en las calles, en medio del pueblo, y en las puertas de las ciudades". Con ello se indica que la sabiduría existe abundantemente en todos los lugares, estados y tiempos y que no la vemos, sino que, enceguecidos, la buscamos en otra parte. Cristo lo anunció en Mateo 24: "si alguno os dijere: He aquí está el Cristo, o allí, no creáis. Y si os dijeren: He aquí en el desierto está; no salgáis: He aquí, está en la intimidad de las casas, no lo creáis en absoluto. Son falsos profetas y falsos cris¬tianos".
21. Por otra parte la obediencia corresponde a los súbditos que deben emplear toda su diligencia y su atención para hacer y dejar lo que sus superiores exigen de ellos. De esto no deben dejarse apartar y desviar, hagan otros lo que quisieren. No han de creer que ellos viven rectamente o hacen buenas obras, ya sea en oración o ayuno o tenga el nombre que quiera, si en este sentido no se ejercitan seria y dili¬gentemente.
Empero, si aconteciese, como sucede a menudo, que el poder secular y la superioridad, como se llaman, obligaran a un súbdito a obrar contra los mandamientos de Dios o impidieran que los cumpliese, ahí termina la obediencia y se acabó la obligación. En este caso, hay que decir, como San Pedro dijo a los príncipes de los judíos: "Es me¬nester obedecer a Dios antes que a los hombres". No dijo que uno no debiera obedecer a los hombres por ser esto un error, sino obedecer a Dios antes que a los hombres. Si un príncipe quisiera guerrear y tuviese una causa notoriamente injusta, no se le debe seguir ni ayudarlo, puesto que Dios nos mandó no matar a nuestro prójimo ni cometer injusticia. Lo mismo sería, si mandase dar falso testimonio, robar, mentir, engañar, etc. En este caso, uno más bien debe perder los bienes, la honra, el cuerpo y la vida para conservar el mandamiento de Dios.


El Quinto Mandamiento


Estos cuatro mandamientos precedentes tienen su obra en la razón, es decir, prenden al hombre, lo gobiernan y sujetan, para que no se gobierne a sí mismo, ni se crea bueno ni se tenga por algo, sino se considere humilde y se deje guiar para alejar la soberbia. Los man¬damientos subsiguientes tratan de los apetitos y concupiscencias, para matarlos.

1. El impulso de ira y de venganza. De esto trata el quinto manda¬miento.
"No matarás". Este mandamiento comprende una obra que abarca mucho y expulsa muchos vicios y se llama mansedumbre. Hay dos mani¬festaciones de ella. La primera, brilla muy lindo, pero en el fondo no hay nada. Esta mansedumbre la mostramos a los amigos que nos son útiles y beneficiosos en bienes, honras y favores o a los que no nos agra¬vian ni con palabra ni con obras. Tal mansedumbre tienen también los animales irracionales, los leones, las serpientes, los paganos, los judíos, los turcos, los bribones, los asesinos y las mujeres malas. Todos ellos están contentos y mansos cuando uno hace lo que quieren o los deja en paz. No son pocos los que se engañan con semejante falsa manse¬dumbre para encubrir su cólera y se disculpan diciendo: "no me eno¬jaría, si me dejasen en paz". Sí, querido, así también el espíritu malo sería manso, si las cosas se desarrollasen según su voluntad. El desaso¬siego y el agravio sobrevienen porque  quieren mostrarte  a ti mismo cómo eres; que estás lleno de ira y de maldad. Tienden a exhortarte, a pugnar por mansedumbre y expulsar la cólera. La otra mansedumbre es buena en toda profundidad.  Se exterioriza frente a los  adversarios y los enemigos. No los perjudica, no se venga, no maldice, no injuria, no habla mal de ellos, no abriga malas intenciones contra ellos, aun cuando nos hayan quitado los bienes, la honra, el cuerpo, los amigos y todo. Hasta, cuando pueda, les retribuye bien por mal, habla de ello lo mejor, desea su bienestar y ruega por ellos. De esto dice Cristo, Mateo 5: "Haced bien a los que os hacen mal; orad por los que os persiguen y ultrajan". Y Pablo, Romanos 12: "Bendecid a ¡os que os maldicen y no maldigáis, sino hacedles bien".
2. Ahora mira esta obra preciosa y sublime, cómo se ha perdido entre los cristianos, de modo que con todo poder gobierna sobre todos nada más que pendencia, guerra, riña, ira, odio, envidia, calumnia, mal¬dición, injuria, daño, venganza y toda clase de obras y palabras de cólera. Pero al lado de ello andamos con muchos días de fiesta, con asistencia a la misa, con rezar oraciones, fundar iglesias; con ornamento eclesiástico que Dios no mandó, aparentamos tan fastuosa y abundan¬temente, como si fuésemos los cristianos más santos que jamás hubiera habido. De este modo, por ese espejismo y simulación dejamos que se pierda el mandamiento de Dios. Nadie reflexiona o considera cuan cerca o cuan lejos está de la mansedumbre y del cumplimiento de este man¬damiento. No obstante, Cristo dijo 5 que, no el que hiciere tales obras, sino el que guardare sus mandamientos entraría en la vida eterna.
Nadie vive en la tierra a quien Dios no le asigne un indicador de la ira y de la maldad propias. Este es su enemigo y adversario, que le hace mal en bienes, en honor, cuerpo o amigo. Con ello, Dios prueba si hay todavía cólera; si alguien puede ser amistoso con el adversario; hablar bien de él y beneficiarlo y no tenerle mala voluntad. Ahora que se presente quien pregunte lo qué debe hacer para realizar buenas obras y llegar a ser agradable a Dios y salvo. Que ponga a su enemigo delante de sí; se lo imagine constantemente con los ojos de su corazón como ejercicio de quebrantarse a sí mismo y acostumbrar el corazón a pensar amigablemente en él, desearle lo mejor, preocuparse por él y rogar y, llegado el momento, hablar bien de él y beneficiarlo. Cualquiera que lo intente y no tenga que hacer bastante durante su vida, puede desmentirme y aseverar que este discurso ha sido erróneo. Empero, como Dios quiere esto y no acepta otro pago, ¿para qué sirve que nos ocupe¬mos con otras obras grandes no mandadas abandonando ésta? Por ello dice Dios, Mateo 5: "Os digo que cualquiera que se enojare con su hermano, será culpado del juicio; y cualquiera que dijere a su hermano Eaca (es decir, dar un signo horrible, airado y atroz), será culpado del concejo; y cualquiera que dijere a su hermano Fatuo (lo que es toda clase de insultos, maldiciones, injurias y calumnias), será culpado del infierno del fuego".
¿Dónde quedan entonces las acciones de la mano, como pegar, herir, matar, dañar, etc., cuando ya los pensamientos y las palabras de la ira se condenan tan severamente?
3. Empero, donde hay mansedumbre profunda, el corazón se compa¬dece de todo mal que sufre su enemigo. Son los verdaderos hijos y he¬rederos de Dios y los hermanos de Cristo, quien hizo lo mismo por todos nosotros en la santa cruz. Así vemos que un buen juez da su fallo sobre el culpable con sufrimiento íntimo, puesto que le duele la muerte que el derecho impone al reo.
En esta obra parece haber ira y falta de clemencia. Tan funda¬mentalmente buena es la mansedumbre que subsiste también bajo tales obras airadas. Hasta más fuertemente se mueve en el corazón cuando debe irritarse así y ser severo.
Empero, es menester cuidarse de no ser manso en contra de la honra y del mandamiento de Dios. Está escrito de Moisés que era el hombre más manso en la tierra. No obstante, cuando los judíos habían adorado el becerro de oro y encolerizado a Dios, mató a muchos de ellos y así reconcilió a Dios. Del mismo modo, no es justo que la autoridad quede ociosa y deje gobernar al pecado y que nosotros permanezcamos calla¬dos. No debo fijarme en mis bienes, en mi honra y mi perjuicio y no enojarme por ellos. Más hemos de oponernos cuando se trata de la honra y de los mandamientos de Dios o del daño y de la injusticia que se inflige a nuestro prójimo. Los superiores procederán con la espada; los demás con palabras y reconvenciones, pero siempre teniendo compasión de los que merezcan el castigo.
Fácilmente aprenderemos esta obra sublime, sutil y suave cuando la realicemos en la fe y la ejercitemos en la obra. Si la fe no duda de la merced de Dios y de que tiene un Dios clemente, le resulta fácil ser también clemente y favorable a su prójimo, por grande que fuere su culpa, puesto que mucho más grave es nuestra culpa para con Dios. Mira, es un mandamiento breve, pero en él se nos indica un largo e in¬tensivo ejercicio de buenas obras y de la fe.


El Sexto Mandamiento

No cometerás adulterio

[1.] En este mandamiento también se ordena una buena obra que abarca mucho y expulsa muchos vicios. Se llama pureza o castidad. Sobre esto mucho se ha escrito y predicado. Y todos lo saben perfectamente. Sin embargo, no lo guardamos tan diligentemente ni lo practicamos como lo hacemos con las otras obras que no se nos han mandado. Tan dispuestos estamos a hacer lo que no ha sido ordenado y a dejar lo que se mandó. Vemos que todo el mundo está lleno de obras abominables de la desho¬nestidad, de infames palabras, cuentos y cancionetas. A esto se agrega la irritación diaria que aumenta con el exceso en el comer y beber, con la ociosidad y el fausto superfluo. Andamos como si fuésemos cristianos, si hemos asistido al culto, hemos rezado nuestras oraciones y observamos ayuno y días de fiesta. Nos parece que con esto hemos cumplido.
Ahora bien, si no se hubieran mandado más obras que la sola casti¬dad, bastante tendríamos que hacer con esto. Se trata aquí de un vicio peligroso y violento que se agita en todos los miembros: en el corazón con pensamientos, en los ojos con la vista, en las orejas con el oído, en la boca con palabras y en las manos, los pies y en todo el cuerpo, con obras. Para vencer todo esto se necesitan trabajo y fatiga. De esta manera, los mandamientos de Dios nos enseñan qué cosa grande es hacer buenas obras rectas. Hasta es imposible idear por nuestras fuer¬zas una obra buena y menos aún empezarla o llevarla a cabo. San Agustín dice que, entre todas las luchas cristianas, la pugna por la castidad es la más dura por el solo hecho de que subsiste todos los días sin cesar y pocas veces obtenemos una victoria. Sobre esto lamentaron y llora¬ron todos los santos, como dice Pablo, Romanos 7: "Y yo sé, que en mí (a saber, en mí carne), no mora el bien".
2. Si esta obra de la castidad quiere subsistir, impele a muchas otras buenas obras. Inclina al ayuno y a la moderación contra la gula y la borrachera; impulsa a madrugar y a vigilar contra la haraganería y el sueño superfino; incita a trabajar y a fatigarse, contra la ociosidad. Comer y beber con exceso, dormir mucho, haraganear y holgar son armas de la deshonestidad con las cuales se vence prontamente la castidad. En cambio, el santo Apóstol San Pablo llama al ayuno, la vigilia y el trabajo armas divinas con las cuales se vence la deshonestidad. Pero, como arriba se dijo, estos ejercicios no deben ir más allá de apagar la deshonestidad. No han de arruinar la naturaleza.
Ante todo, las defensas más eficaces son la oración y la palabra de Dios. Cuando se despiertan los instintos malos, el hombre debe refugiarse en la oración, implorar la gracia y el auxilio de Dios, leer el evangelio y meditar sobre él, mirando el padecimiento de Cristo. Así dice el Salmo 137: "Bienaventurado el que tomará los niños de Ba¬bilonia y los estrellará contra las piedras". Esto quiere decir, mientras los pensamientos malos son todavía nuevos están en un principio, el corazón debe acudir a Cristo que es una roca en la cual se estrellan y se pierden.
Mira, cada cual, sobrecargado de sí mismo, tendrá bastante que hacer y hallará en sí mismo muchas buenas obras. Mas, ahora sucede que nadie usa para ello la oración, el ayuno, la vigilia y el trabajo. Las consideran obras en sí mismas, mientras que ellas deberían estar dispuestas para cumplir la obra de este mandamiento y para purificarnos cada día más y más.
Algunos también indicaron más cosas que han de evitarse como lecho muelle y vestido blando, lujo superfino, la compañía de mujeres o varo¬nes, su conversación, su vista y otros recursos que son provechosos para la castidad. En todo esto, nadie puede establecer reglas y medidas universalmente válidas. Cada uno debe cuidarse a sí mismo. Ha de elegir para sí y ha de observar la calidad y la cantidad de cosas en cuanto le son útiles para que las elija y guarde. Si no puede hacerlo, debe sujetarse por un tiempo al mando del que lo gobierne hasta que sea capaz de dominarse a sí mismo. Para ello, en tiempos pretéritos, se fundaron los monasterios con el fin de enseñar a los jóvenes disciplina y pureza.
3. Una fe fuerte y buena, ayuda en esta obra más eficazmente que en casi ninguna otra. Por ello dice Isaías 5, que la fe sea ceñida de los riñones, esto es, un medio de conservar la castidad. Si alguno vive de manera que de Dios espera todas las gracias, le gusta mucho la pureza espiritual. Tanto más fácilmente resistirá a la impureza de la carne. Y en tal fe, de seguro el espíritu le indicará cómo ha de evitar malos pensamientos y cuanto se oponga a la castidad. La fe en la mer¬ced divina vive sin cesar y realiza todas las obras. Lo mismo no deja de exhortar en todas las cosas que son gratas o desagradables a Dios. Así dice Juan en su epístola : "No tenéis necesidad de que ninguno os enseñe, puesto que la unción divina, es decir el espíritu de Dios, os en¬seña todas las cosas".
Sin embargo, no debemos desesperar si no nos libramos rápidamen¬te de la tentación. De ningún modo debemos imaginarnos que nos dejará en paz mientras vivamos. Hemos de considerarla como una incitación y exhortación para orar, ayunar, vigilar, trabajar y para otros ejercicios de apagar la carne y sobre todo para practicar la fe en Dios y ejer¬citarla. Porque no es castidad preciosa la que se manifiesta por quieto sosiego, sino la que está en guerra con la deshonestidad y está luchando. Incesantemente expulsa todo veneno que instilan la carne y el espí¬ritu maligno. Así dice San Pedro : "Os ruego que os abstengáis de los deseos carnales y apetitos que batallan de continuo contra el alma". Y San Pablo, Romanos 6: "No obedezcáis al cuerpo en sus concupiscen¬cias". En estos pasajes y otros parecidos se indica que nadie está libre de malos apetitos. Pero debe luchar continuamente contra ellos y tiene que hacerlo. Aunque esto traiga desasosiego y disgusto, es, no obstante, ante Dios obra grata. Con esto hemos de consolarnos y de conformarnos. Los que creen que con el tiempo puedan frenar tal tentación, sólo se encienden más. Aunque la tentación quede quieta por un tiempo, vuelve más fuerte por el otro lado y encuentra la naturaleza más debilitada que antes.


EL SÉPTIMO MANDAMIENTO

No hurtarás

[1.] Este mandamiento comprende también una obra que incluye en sí muchísimas buenas obras y se opone a numerosos vicios. Se llama ge¬nerosidad. Es una obra que indica que cada cual debe estar dis¬puesto a ayudar y servir con sus bienes. No sólo lucha contra el hurto y robo, sino contra todo el menoscabo que uno pueda practicar en los bienes temporales con relación al otro, a saber, avaricia, usura, precios excesivos, engaño, el uso de mercaderías, medidas y pesas falsas. ¿Quién podría enumerar todos los ardides arteros, novedosos y sutiles que aumentan día tras día en todas las profesiones? Con ellos cada uno busca su ventaja en detrimento del prójimo. Se olvida de la ley que dice en Mateo 7:12: "Así que, todas las cosas que quisieras que los hombres hiciesen contigo, así también tú haz con ellos".
Quien tiene a la vista esta regla, cada cual en su profesión, comercio y negocio frente al prójimo, ya se dará cuenta cómo debe comprar y vender, tomar y dar, prestar y donar, prometer y cumplir, etc. Cuando observamos el mundo en su modo de ser, cómo la avaricia rige en todo el comercio, tendríamos suficiente que hacer no sólo para sostenernos con Dios y con honor, sino también sentiremos espanto y terror por esta vida peligrosa y mísera que está sobrecargada, enredada y prendida por la preocupación por el alimento temporal y por la tendencia de procurarlo deshonradamente.
2. Por ello, no en vano dice el sabio: "Bienaventurado el rico que se halla sin mancha; que no corrió en pos del oro y no puso su confianza en tesoros de dinero. ¿Quién es? Alabárnoslo, porque hizo mi¬lagros en la vida"; quiere decir que no hay ninguno o muy pocos. Hasta hay muy pocos que adviertan y noten semejante sed de oro en sí. La avaricia tiene ahí un bonito tapujo llamado alimento corporal y necesidad natural. Bajo este tapadillo procede desmedida e insaciable¬mente. El que en esto quiere mantenerse limpio, como él dice, debe realizar, por cierto, milagros y prodigios en su vida.
Ahora mira, quien quiera realizar no sólo buenas obras, sino tam¬bién milagros que Dios alabe y que le agraden, no debe pensar mucho en otras cosas. Ha de cuidarse a sí mismo y tratar de no correr en pos del oro y de no confiar en el dinero. Más bien el oro tendría que correr detrás de él y el dinero esperar su merced. No debe amar el dinero y el oro ni adherir su corazón a ellos. De esta manera es el hombre generoso, milagroso y bienaventurado, como dice en Job 31: "No puse en oro mi esperanza y el dinero jamás fue mi consuelo y mi confianza". Y en el Salmo 62: "Si se aumentare la hacienda, no pongáis el corazón en ella". Así enseña también Cristo en Mateo 6: "No debemos acongo¬jarnos por lo que comeremos, beberemos o con qué nos cubriremos, porque Dios provee y sabe que de todas estas cosas hemos menester".
Pero algunos dicen: "Bueno, confíate en ello, no te preocupe y ve¬remos si te entra una gallina asada en la boca". No digo que nadie debe trabajar y buscar alimento, sino que no ha de preocuparse ni ha de ser avaro, no dudando que tendrá lo suficiente. En Adán todos hemos sido condenados al trabajo, cuando Dios dice, Génesis 3: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan". Y Job 5: "Como el pájaro para volar, así el hombre nace para el trabajo". Los pájaros vuelan sin preocupación y avaricia. Lo mismo nosotros hemos de trabajar sin preocupaciones y avaricia. Pero si te preocupas y ansias que la gallina asada entre en tu boca, también preocúpate y ansia y fíjate que cumplas con el man¬damiento de Dios y seas salvo.
3. La fe nos enseña por sí misma esta obra, puesto que cuando el corazón espera la merced divina y confía en ella, ¿cómo será posible que sea avaro y esté preocupado? Sin dudar, debe estar seguro de que Dios se preocupa por él. Por ello no se pega al dinero. Lo usa con alegre generosidad para el provecho del prójimo. Bien sabrá que tendrá lo su¬ficiente por mucho que regalare, porque su Dios en que confía no le mentirá ni lo abandonará. Así dice el Salmo 37: "Mozo fui y he envejecido y jamás he visto que un hombre creyente que confía en Dios (es decir, un justo) quede desamparado o que sus hijos mendiguen pan". Por ello el apósto no llama a ningún pecado idolatría, sino a la avaricia. Se conoce en la forma más patente por el hecho de no confiar en Dios y de esperar más beneficios de su dinero que de Dios. Pero por tal esperanza se honra y. se deshonra a Dios, como queda dicho.
Por cierto, en este mandamiento se advertirá más claramente que todas las buenas obras han de andar en la fe y realizarse en ella. Ahí cada cual notará perfectamente que la causa de la avaricia es la des¬confianza, la causa de la generosidad es la fe. Por la confianza en Dios el hombre es generoso y no duda de que siempre le alcanzará. En cam¬bio, es avaro y está preocupado, porque no confía en Dios. Como en este mandamiento la fe es nuestro artífice e impulsor de la buena obra de la generosidad, lo es también en todos los demás mandamientos. Sin semejante fe, la generosidad no vale nada, sino es más bien un desidioso derroche del dinero.
4. En esto hay que saber también que esa generosidad ha de exten¬derse hasta los enemigos y adversarios. ¿Qué buena acción sería ser generoso sólo con los amigos?, como enseña Cristo en Lucas 6. Esto lo hace también un hombre malo con otro que es su amigo. Además los animales irracionales son bondadosos y generosos para con sus seme¬jantes. Por ello, un cristiano debe tener fines más altos. Debe beneficiar con generosidad también a los malhechores que no lo merecen y a los enemigos desagradecidos y ser como el Padre en los cielos, que hace que salga el sol sobre buenos y malos y llueva sobre agradecidos y des¬agradecidos.
En esta ocasión se verá cuan difícil es realizar buenas obras con¬forme al mandamiento de Dios; cómo la naturaleza se rebela, se alza y se retuerce cuando haría ligeramente y de buen grado las propias buenas obras que ha elegido.
Por tanto, pon delante de ti tus enemigos, los desagradecidos, y hazles bien. Así sabrás cuan cerca y cuan lejos estás de este mandamiento y que durante toda la vida siempre tendrás que hacer con el ejercicio de esa obra. Si tu enemigo te necesita y tú no lo ayudas, si puedes hacer¬lo, es tanto como si hubieras hurtado lo suyo, puesto que estabas obligado A ayudarlo. Así dice San Ambrosio: "Alimenta al hambriento. Si no lo alimentas, lo habrás matado, en cuanto de ti depende". A este man¬damiento pertenecen las obras de misericordia que pedirá Cristo en el día del juicio.
No obstante, los señores y las ciudades deberían vigilar que se prohíban los vagabundos, los peregrinos de Santiago de Compostela y los mendicantes foráneos, o sólo se admitan mesurada y ordenada¬mente para que no anden vagando los pillos bajo el nombre de la men¬dicidad y no se les permitan las bribonadas que hoy abundan. Más explícitamente he tratado de las obras de este mandamiento en el sermón sobre la usura.


EL OCTAVO MANDAMIENTO

No  hablarás contra tu, prójimo falso  testimonio

[1.] Este mandamiento parece nimio. No obstante, es tan amplio que para cumplirlo bien es preciso arriesgar y exponer el cuerpo y la vida, los bienes, la honra, amigos y cuanto se tenga. Sin embargo, sólo comprende la obra de un pequeño órgano, la lengua, y se llama  decir la verdad y contradecir la mentira cuando haga falta. Por tanto, en este mandamiento se prohíben muchas malas obras de la lengua. Pri¬mero, las que se cometen hablando, segundo, las que se efectúan callando. Hablando: cuando uno tiene en los tribunales una causa injusta y quiere probarla y promoverla con fundamentos falsos. Con astucia trata de sorprender al prójimo; de proponer cuanto favorece y fomenta su causa; de callar y denigrar todo lo que apoye la buena causa del prójimo. En esto no procede con su prójimo como quisiera que lo tratasen a él. Algu¬nos lo hacen por el lucro; otros, para evitar ignominia y deshonra. Con ello buscan más lo suyo que la observancia del mandamiento de Dios. Se disculpan diciendo: Vigüanti iura subveniunt (el derecho ayuda a quien vigila), como si no tuviesen la misma obligación de vigilar por la causa del prójimo como por la propia. De esta manera, a propósito hacen sucumbir la causa del prójimo, aunque sepan que es justa.
Este mal está ahora tan difundido que temo que no haya ni juicio ni pleito en los cuales no peque una parte contra este mandamiento. Aunque no lo consigan, tienen, no obstante, la mala intención y voluntad de ver sucumbir la buena causa del prójimo y prosperar la mala propia.
Sobre todo se comete este pecado cuando el adversario es un gran señor o enemigo. Uno quiere vengarse con esto en el enemigo. Pero a nadie le agrada tener por adversario al gran señor. Entonces empiezan a adular y lisonjear o, por lo menos, a callar la verdad. Nadie quiere atraerse la malevolencia y el disfavor, perjuicios y peligros a causa de la verdad, con lo cual se hace sucumbir el mandamiento de Dios. Casi es así como se gobierna el mundo. Quien quisiera oponerse a esto, sobrada¬mente tendría que hacer con las buenas obras por realizarse sólo con la lengua. Además, ¡cuántos hay que por obsequios y dádivas se dejan inducir a callar y a apartarse de la verdad! Por cierto, en todas partes es una obra sublime, grande y rara no ser falso testigo contra el pró¬jimo.
2. Empero, hay otro testimonio de la verdad que es aun más sublime y por el  cual hemos de  luchar contra los espíritus malignos. No se suscita por causas temporales, sino por el evangelio y la verdad de la fe, que nunca  jamás  gustaron  al  espíritu maligno. Por eso  siempre dispuso así  que los poderosos  del pueblo  se  opusieran,  emprendiendo persecuciones, de modo que resultara difícil la resistencia contra ellos. De esto se dice en el Salmo 81: "Librad al pobre del poder del injusto y ayudad al desamparado a mantener su justa causa". Ahora esta persecución se ha vuelto rara. La culpa es de los prelados eclesiásticos que no despiertan el evangelio, sino lo hacen perecer. De esta manera han debilitado la causa, por la cual debería producirse semejante testimonio y tal persecución. En cambio, nos enseñan sus leyes propias y lo que les plazca. Por ello, el diablo se mantiene quieto, siendo que por el abatimiento del   evangelio, también abate la fe en Cristo, y  todo ancla  como él  quiere.  Mas  si  se despertase  el  evangelio y se  hiciese oír nuevamente, sin duda, otra vez se conmovería y se agitaría todo el mundo. Principalmente los reyes, los príncipes, los obispos, los doctores, los eclesiásticos y cuanto es grande se opondrían y se volverían furio¬sos. Así sucedió siempre cuando salió a la luz la palabra de Dios. Al mundo no le agrada lo que viene de Dios. La prueba está en Cristo, que era y es lo más grande, lo más amado y lo mejor que tiene Dios. No obstante, el mundo no sólo no lo recibió, sino que lo persiguió más terri¬blemente que todo lo que alguna vez vino de Dios. Por tanto, como en  aquella  época, en  todos  los  tiempos  hay pocos  que  ayuden a  la verdad divina y expongan y arriesguen el cuerpo y la vida, los bienes y la honra y cuanto tienen, como predijo Cristo: "Seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre". Asimismo: "Muchos se es¬candalizarán por mí".
Si esta verdad fuera impugnada por labriegos, pastores, mozos de cuadra y gente sencilla,  ¿quién no  la  confesaría y la  testimoniaría? Empero, cuando el papa, los obispos con los príncipes y reyes la aco¬meten, todo el mundo huye, calla y disimula para no perder los bienes, la honra, el favor y la vida.
3. ¿Por qué lo hacen? Porque no tienen fe en Dios y no esperan nada bueno de él. Donde existen esta confianza y esta fe, hay un corazón valeroso, gallardo e impertérrito que acude y ayuda a la verdad, aunque le cueste la vida o la capa, aunque se dirija contra el papa o los reyes. Vemos que así lo hicieron los amados mártires. A tal corazón basta y halaga el tener un Dios clemente y benévolo. Por ello menosprecia el favor, la merced, los bienes y la honra de todos los hombres; deja ir y pasar lo que no quiere permanecer. Así está escrito, Salmo 15: "Desprecia a los que desdeñan a Dios y honra a los píos". Es decir, no teme a los tiranos, los poderosos, los que persiguen la verdad y desesti¬man a Dios. No los mira, los desaira. En cambio, se une a los que son perseguidos a causa de la verdad y temen a Dios más que a los hombres. Los auxilia, los estima, los honra, que desagrade a quien dis¬gustare. Así se dice de Moisés, Hebreos 11, que ayudó a sus hermanos sin preocuparse del poderoso rey de Egipto.
Pero mira, en este mandamiento ves en forma breve que la fe ha de ser el artífice de esta obra. Sin ella nadie está en condiciones de obrar. Tanto quedan fundamentados en la fe todas las obras, como mu¬chas veces se dijo.
Por consiguiente, fuera de la fe todas las obras están muertas, por mucho que brillen o se llamen como quieran llamarse. Nadie hace las obras de este mandamiento, si no permanece firme e impertérrito en la confianza en la merced divina.
De igual modo, tampoco hace ninguna obra de todos los demás mandamientos sin esa misma fe. Así, cada cual fácilmente se puede tomar una prueba y una medida si es cristiano y cree rectamente en Cristo y si realiza buenas obras o no. Ahora vemos que Dios todopode¬roso no sólo nos propuso al Señor Jesucristo para creer en él con seme¬jante confianza, sino que estableció en él un ejemplo de la misma confianza y de tales buenas obras para que creamos en él, le sigamos y permanezcamos en él eternamente; así dice en Juan 14: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". El camino, por el cual le seguimos, la ver¬dad para creer en él; la vida, para vivir en él eternamente.
De todo ello, ahora es evidente que todas las otras obras, no manda¬das, son peligrosas y fáciles de conocer, como son: edificar iglesias, ador¬narlas, peregrinar y todo lo que se describe en el derecho canónico de tan variada manera. Todo lo cual ha seducido al mundo, lo ha sobrecargado, destruido y ha inquietado la conciencia; ha callado la fe y la ha debilita¬do. Aunque el hombre abandone todo lo demás, tiene bastante que hacer con los mandamientos de Dios con todas sus fuerzas. Jamás puede reali¬zar todas las buenas obras que le han sido mandadas. ¿Por qué, pues, busca otras que no le hacen falta y no le han sido mandadas, abando¬nando las necesarias y ordenadas?


Los dos últimos mandamientos,

que prohíben las malas concupiscencias del placer corporal y de los bie¬nes temporales, son patentes por sí mismos y no perjudican al prójimo» Pero así también perduran hasta el sepulcro. La lucha contra estas concupiscencias permanece en nosotros hasta la muerte. Por ello, San Pablo reunió en uno estos dos mandamientos, Romanos 7, asignán¬doles un solo objetivo, el cual no alcanzamos pero que lo tenemos pre¬sente hasta la muerte. Nadie jamás fue tan santo que no hubiera sentido en sí la inclinación mala, máxime cuando estaban presentes la causa y la incitación, puesto que el pecado hereditario inherente en nosotros por naturaleza, puede ser mitigado, pero nunca extirpado del todo, sino por la muerte corporal, la cual por ello es útil y deseable. ¡Que Dios nos ayude! Amén.




SE TERMINÓ DE DIGITALIZAR POR ANDRES SAN MARTIN ARRIZAGA. OSORNO, 4 DE ENERO DE 2007.

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