V. 1, 2: Después, pasados catorce años, subí otra vez a Jerusalén con Bernabé, llevando también conmigo
a Tito. (Pero subí según una revelación), y para no correr o haber corrido en vano, consulté en privado
con los que tenían cierta reputación, acerca del evangelio que predico entre los gentiles.
Después de haber aportado pruebas suficientes de que fue hecho apóstol no por la instrucción recibida de
algún hombre sino por la revelación recibida de Dios, Pablo se dispone ahora a probar que él tuvo a esta
revelación por tan cierta y firme que ningún juicio humano, ni el de los mismos apóstoles, podía infundirle
temores, y que tampoco dio pasos atrás, por más que se le importunara.
En primer lugar, el apóstol dice: «Después, pasados catorce años». Si a éstos les sumas los tres años
mencionados antes (cap. 1:18) , hallarás que Pablo había predicado ya por espacio de diecisiete o dieciocho años antes de que buscara esta consulta con los apóstoles. Está visto que esto quita toda posibilidad de revocar lo que había predicado en tantos lugares y a tanta gente. Por ende, Pablo subió a Jerusalén no en defensa propia, como si hubiera temido haber predicado doctrina falsa durante estos diecisiete años (que es lo que opina Jerónimo);1 antes bien, quería demostrar a otros que él no había corrido en vano, ya que también los demás apóstoles aprobaban su correr. Pues si hubiese estado en dudas acerca de si su enseñanza era correcta o falsa, habría sido una tremenda e inaudita irresponsabilidad y un grave pecado (impietas) de su parte el postergar la necesaria consulta y burlar a tanta gente con una enseñanza dudosa.En segundo lugar, Pablo no habría «subido» jamás si no lo hubiese impulsado a ello una revelación
de Dios. La actitud impertinente de otros no fue en modo alguno el móvil; menos aún fue una sospecha en
cuanto a la credibilidad de su doctrina lo que le hizo buscar esta discusión, pues en este sentido no había
necesidad alguna de subir a Jerusalén.
En tercer lugar, Pablo subió a la propia Jerusalén, sede de los dirigentes tanto de la sinagoga como
de la iglesia. Estaba dispuesto a consultar con todos; no lo arredraban ni la muchedumbre de los judíos ni
los más celosos defensores de la ley.En cuarto lugar: no subió solo, sino con Bernabé y Tito, quienes por ser de distinto origen «2 eran sumamente indicados para servir de testigos. De este modo, Pablo quería contrarrestar la opinión de que él actuaba de una manera cuando estaba presente, y de otra cuando estaba ausente. En efecto: de favorecer demasiado a los judíos, lo delataría el pagano Tito; de inclinarse excesivamente al lado de los gentiles, se le opondría el judío Bernabé. Por este motivo llevó consigo a estos dos (¡notable señal de confianza!) y se valió de ambos como testigos. Además, mostrándose con ellos en público, quería poner de manifiesto que le era perfectamente lícito ser un gentil con Tito y un judío con Bernabé (I Co. 9:12-22), y quería comprobar con el ejemplo de ambos la libertad que otorga el evangelio: este evangelio permite dejarse circuncidar, y sin embargo no exige la circuncisión como acto necesario. Este mismo criterio, entiende Pablo, debía aplicarse también a la ley en su totalidad.
Acerca del significado del verbo «consulté» y «di mi asentimiento»3 ya se habló con suficiente
extensión en párrafos anteriores. Digno de notar es además el giro hebreo, o mejor dicho, propio del lenguaje escritural, que emplea el verbo «correr» como sinónimo del oficio de enseñar, o de anunciar la
palabra de Dios. Esta figura fue tomada de los mensajeros en su doble calidad de «enviados» y «corredores
». Ya cité anteriormente el pasaje de Jeremías (23:21): «Ellos corrían sin que yo los hubiera enviado».4
Podríamos agregar también el Salmo 147 (v. 15): «Velozmente corre su palabra», y muchos otros pasajes
en que la Escritura se expresa de esta manera. Con ellos se indica que los heraldos de la palabra de Dios
deben ser mensajeros voluntariosos y fieles, que estén dispuestos a correr más que a andar. Así se lee p. ej. en Isaías 52 (v. 7): «¡Cuán hermosos son los pies de los que traen buenas nuevas, etc.»; Ezequiel, capítulo
1 (v. 5 y sigtes.), describe a sus «seres vivientes» como provistos de pies y en actitud de correr, y en Efesios 6 (v. 15) se nos exhorta a «tener calzados los pies con el apresto del evangelio». Y con todos estos oficios que las Sagradas Escrituras asignan a los pies -el correr, el ser enviados, y funciones similares- se entiende el ministerio de la palabra de Dios. En una forma no muy diferente representan también los poetas a su Mercurio.
Nótese además que catorce años más tarde, Pablo encuentra en Jerusalén a los apóstoles, si no a
todos, al menos a Pedro, Jacobo y Juan, y consulta con ellos. No es que aquella fábula que se divulgó en
cuanto a la separación de los apóstoles ocurrida en el año decimotercero5 me tenga tan preocupado; más
bien hago mención de ella como advertencia para que no caigamos tan fácilmente en futilidades similares
(que tanto abundan hoy en día), desestimando afirmaciones clarísimas de las Escrituras y aceptando sin
discriminación cualquier invención supersticiosa adornada con algún distintivo de piedad.
Lo que significan las palabras «qui videbantur esse aliquid,6 ya lo explica, Erasmo en sus «Anotaciones
». En efecto, también San Jerónimo tiene «qui videbantur», esto es, los que gozaban de mayor
prestigio y reputación. «Esse aliquid» (ser algo) es por lo tanto un agregado.
V. 3-5: Mas ni aun Tito, que estaba conmigo, fue obligado a circuncidarse, a pesar de ser griego.
Pero a causa de los falsos hermanos introducidos a escondidas, que entraban para espiar nuestra
libertad que tenemos en Cristo Jesús, para reducirnos a esclavitud, a los cuales ni por un momento accedimos a someternos, para qué la verdad del evangelio permaneciese con vosotros.
San Jerónimo observa que los antiguos códices latinos presentaban la declaración paulina. en forma
afirmativa: «a los cuales accedimos por un momento».7 Pero esta versión es rechazada por Jerónimo
como incompatible tanto con el original griego como con el claro significado de la frase precedente, donde
Pablo niega que Tito haya sido obligado a circuncidarse, y en cambio hace hincapié en que él mismo no
cedió. Luego, Jerónimo encuentra una dificultad con la conjunción «pero» o “sin embargo», de la cual
opina que debe tacharse, para que el texto diga así: «Mas ni aun Tito fue obligado a circuncidarse a causa
de los hermanos introducidos» etc. Pero sí algo vale el parecer mío: yo diría que Pablo hace aquí una
trasposición de palabras, o una de esas omisiones propias del hebreo, de modo que la conjunción «pero» se
refiere al verbo «cedimos», si no es que debemos sobrentender con esta conjunción otro verbo, p. ej.,
«resistimos, o nos opusimos, y vencimos, y así procedimos no por odio o desprecio de la ley o las obras
hechas conforme a ella, sino a causa de los falsos hermanos que intentaban convertir nuestra libertad en
esclavitud etc.». Por otra parte, tales omisiones se hallan también en otros pasajes donde el apóstol escribe
bajo el influjo de una fuerte excitación; y como todos sabrán, también en el Antiguo Testamento ocurren
con bastante frecuencia.
También la frase «a los cuales ni por un momento accedimos a someternos» podría haberse formulado
algo más claramente; podría haberse dicho: «a los cuales ni por un tiempo (así lo tiene Jerónimo)
cedimos en sumisión» o «para que nos sometieran»; esto es: «con tanta firmeza insistimos en nuestra
libertad evangélica, que no lograron ni siquiera esto: que cediéramos por un tiempo, y por esta sola vez, sin
perjuicio de retomar nuestro anterior camino una vez que mediante esta concesión hubiera quedado satisfecho el ánimo de los celosos defensores de la ley», ya que por circunstancias del tiempo, del lugar y de las personas solemos hacer tantas cosas que más tarde podemos dejar de lado con entera libertad. Sin embargo, este modo de proceder sólo es admisible donde no implique un peligro para la verdad divina y la libertad evangélica; estando en juego éstas, no debemos atender a circunstancias del tiempo ni del lugar ni de las personas. Vayan estas observaciones en cuanto al aspecto gramatical del pasaje.
Por lo demás, el peso principal de esta controversia no reside en definir qué son «obras de la ley»,
sino en poner en claro cuál es el motivo para hacerlas: la necesidad, o la libertad. En efecto: si Cristo mató
las obras de la ley y la ley misma, y les puso fin (Ro. 7:4; 10:4), no lo hizo en el sentido de que ya no se las
deba practicar en modo alguno (como San Jerónimo, influido por su maestro Orígenes, sostiene en más de
una oportunidad),8 sino sólo en el sentido de que la salvación debe ser recibida sin ellas, en fe, por medio
de Cristo solo, quien es el fin de la ley, y con miras a cuyo advenimiento fueron dadas las leyes.9 Pues una
vez que Cristo hubo venido, él abrogó las obras de la ley de tal manera que ahora se las puede hacer o no
hacer a voluntad; pero bajo ningún concepto pueden ser consideradas ya como algo obligatorio. Así lo
demostrará Pablo algo más adelante, en el capítulo 4 (v. 1 y sigtes.), con el hermoso ejemplo del heredero
menor de edad. Por esto, los demás apóstoles practicaron las obras de la ley, y con ellos también los judíos que habían llegado a la fe; Pablo en cambio y Bernabé las practicaron algunas veces, otras veces no, para demostrar que estas obras son en sí ni meritorias ni perjudiciales,10 y que llevan el carácter de quien las practica,11 como se lee en 1 Corintios 9 (v. 20, 21): «Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley, aunque yo mismo no esté sujeto a la ley me he hecho como sujeto a la ley ...A los que estaban sin ley, como si yo estuviera sin ley... «. ¿Podría el apóstol haber hallado palabras más claras para explicar lo que es la libertad evangélica? «Vine a los judíos -dice- para predicarles a Cristo.
Pero para que me prestaran oídos, me fue preciso, en bien de ellos, no hacer uso todavía de esta libertad, y
no mostrar desprecio hacia ellos y sus obras. Hice por lo tanto lo que ellos también hacían, hasta que
lograría convencerlos de que estas obras no eran necesarias, y que la sola fe en Cristo era suficiente. Con la
misma táctica me dirigí a los gentiles: ahora ya no hice nada de lo que había hecho estando entre los judíos, sino que comí y bebí exactamente lo mismo que ellos, hasta que tuve la oportunidad de enseñarles acerca de Cristo; ¿cómo habrían admitido mi enseñanza, si ya de entrada yo les hubiese mostrado mi desprecio en esas cosas neutrales?» Por otra parte, si es lícito y aun meritorio afrontar dolores, padecimientos, muerte y penalidades en bien del hermano y del prójimo, ¡cuánto más lícito será que se hagan «obras legales» de cualquier índole si el amor fraternal así lo requiere! Has de saber, sin embargo, que las debes hacer no por coacción de la ley (pues este opresor ya quedó vencido por el Niño que nos ha sido dado [Is. 9:4, 6] ), sino movido por el amor que sirve gustosa y alegremente. Por lo tanto, si por consideración hacia tu hermano fuere preciso que te hagas circuncidar, bien puedes hacerlo; tal proceder no sólo estará exento de peligro (ya que al circuncidarte no lo haces por causa de la ley ni obligado por ella), sino que hasta puede llamarse muy meritorio.
Es por esto también que el apóstol escoge tan cuidadosamente sus palabras; no dice «no quiso, no
era lícito» sino «no fue obligado a circuncidarse». El circuncidarse en sí no habría sido un acto reprochable;
pero obligarlo a uno a someterse a la circuncisión como si ésta fuese un requisito necesario para ser
justificado, ahora que el solo Cristo nos hace justos por su gracia -esto sí habría sido un acto reprobable, y
una ofensa contra la gracia justificadora de Cristo. Por ende, desde que vino Cristo, las obras de la ley están
en un mismo plano con las riquezas, la honra, el poder, el correcto comportamiento como ciudadano12 o
cualquier otro bien de este tiempo presente: no por tenerlos eres mejor a los ojos de Dios, y no por carecer
de ellos eres peor. Más que censurable serías, en cambio, si afirmaras que tales cosas las necesita el hombre para poder agradara Dios.
Fíjate por lo tanto en las palabras claves con que el apóstol nos da a entender lo que tiene en mente:
«Obligado», dice, y además «libertad, esclavitud, sumisión». Con estas palabras pone en claro que entre
los de Jerusalén hubo algunos que lo venían controlando cuando él, haciendo uso de la licencia y libertad
que le asistía, a veces observaba la ley y otras veces hacía lo contrario, tal como lo juzgaba conveniente
para su tarea de ganar almas y predicar el evangelio. Y ahora, aquellos lo denunciaron y lo acusaron de que
no guardaba la ley, que no circuncidaba a los gentiles, etc., con lo que querían ejercer una coerción sobre él.
A esto se refiere Pablo aquí al hablar de «sumisión» y «esclavitud». Pues la «libertad» que el apóstol
ensalza, y que según sus palabras «poseemos en Cristo», consiste en que no estamos atados en modo
alguno a ni una sola obra exterior, antes bien, somos libres para hacer lo que nos plazca, respecto de
quienquiera, en cualquier tiempo y forma, excepto allí donde ello atente contra el amor al hermano y contra
la paz, como se lee en Romanos 13 (v. 8): «No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros». Por
consiguiente -como Pablo dirá algo más adelante, en el capítulo 3 (v. 28) el verdadero cristiano no es ni
libre ni esclavo, ni judío ni gentil, ni hombre ni mujer, ni clérigo ni laico, ni religioso ni secular; no reza ni
lee,13 no hace ni deja de hacer, sino que está en una posición de completa libertad frente a todo. Hace lo que le viene a la mano, y deja sin hacer lo que se sustrae a su mano, tal como Samuel dijo a Saúl en 1 Samuel 10 (v. 6, 7): «Serás mudado en otro hombre», y «Haz lo que te viniere a la mano, porque Dios está contigo».
Pero si el uno roma mujer, el otro entra en un monasterio, y el tercero se deja contratar para alguna otra
actividad, no lo hace porque la ley le obligue a ello, sino que por su propia voluntad se «sujeta a la esclavitud
». Si lo hace por amor, hace muy bien; en cambio, si lo hace porque se siente obligado, o por temor, no
obra como un cristiano sino simplemente conforme a lo que es humano. Por esta razón, los hombres de
nuestros días, ante todo los clérigos y monjes, cometen un gravísimo error: a causa de la magnificencia
exterior de su culto, a causa de sus ritos y ceremonias en que se hallan enredados hasta el extremo de llevar a las almas a una perdición irremediable, ellos sienten hacia los que no lucen la hermosa apariencia que lucen ellos, un desprecio tal que los abruman con interminables recriminaciones; y no sólo esto, sino que se atreven a declarar abiertamente que no tienen el menor deseo de concordar ni de tener que ver nada con ellos.
Por último: parece que la «verdad del evangelio» debe entenderse aquí no como el contenido doctrinal
mismo del evangelio, sino como el correcto uso del evangelio; porque el evangelio siempre es verdadero,
mas su uso es desvirtuado no pocas veces por la hipocresía. «Verdad del evangelio» es, en efecto,
saber que «todo es lícito (1 Co. 10:23 )», que «todas las cosas son puras para los puros ( Tit. 1: 15 )», que no hay ninguna obra de la ley que sea necesaria para poder alcanzar salvación y justicia, puesto que la ley está muerta y ya no tiene fuerza obligante. Sin embargo, cada cual tiene la libertad de hacer las obras prescriptas en la ley siguiendo los impulsos del amor, pero no como obras impuestas por la ley.
V. 6a: Pero de los que tenían reputación de ser algo (lo que hayan sido en otro tiempo nada me importa;
Dios no hace acepción de personas)
Es éste el único lugar en que Pablo agrega al verbo «tenían reputación (videbantur)” el complemento
«de ser algo (esse aliquid)». De ahí lo tomaron los escribientes y lo insertaron también en los otros dos
pasajes (v. 2 y 6). Además, hay aquí nuevamente una elipsis: tras las palabras «Pero de los que tenían
reputación de ser algo» debes suplir «no recibí nada». Pablo mismo, repitiendo este pensamiento, dice a
renglón seguido: «Nada nuevo me comunicaron», empleando el mismo verbo -contulerunt- que ya había
usado antes (v. 2).
San Agustín ve en las palabras «lo que hayan sido en otro tiempo» una alusión a la indignidad de
los apóstoles, por cuanto también ellos habían sido en un tiempo pecadores.14 Por otra parte -sigue diciendo San Agustín- esto lo tenía a Pablo sin cuidado, si bien él podría haber dado una buena respuesta a los que le reprochaban su actitud anterior como perseguidor de la iglesia, motivo por el cual lo consideraban
indigno de ser comparado con los demás apóstoles; podría haberles dicho: ahora que Dios no hace acepción de personas, ni el apostolado de aquellos ni el mío queda afectado por los pecados cometidos en
tiempos anteriores, pues Dios llama a la salvación a todos los hombres por igual. Sin embargo, me agrada
más lo que opina San Jerónimo.15 Según él, las palabras mencionadas tienen que ver con la dignidad y se
dirigen contra los apóstoles falsos. Éstos ponderaban grandemente la gloriosa condición de los apóstoles,
gloriosa porque ellos habían tenido trato personal con Cristo, y en su presencia lo habían visto, oído y
recibido todo. Por esto se les debía dar preferencia sobre Pablo, y se debía guardar la ley como la guardaban ellos. Pablo por su parte no critica a los apóstoles; admite también que todo lo que sus adversarios le
objetan es correcto; pero les sale al paso con una respuesta muy oportuna y saludable, a saber, que todo
aquello con que ellos hacen tanta alharaca, son cosas que nada tienen que ver con la cuestión en sí. Pues un
asunto es verdadero y bueno no porque tenga por autor a un hombre grande, o un santo, o una persona
renombrada por algún otro motivo; verdadero y bueno es porque procede de Dios solo. En efecto: ¿de qué
le sirvió al traidor Judas el haberse tratado con Cristo y el haber tenido parte en todos aquellos privilegios
de los apóstoles? Por consiguiente, los antagonistas de Pablo hacen resaltar en vano la gloriosa faz exterior
de los apóstoles en oposición a la palabra de Dios, palabra que él revela y enseña sin necesitar de esa
«personalidad». Si Dios desechó el prestigio personal del apostolado en Judas, seguramente no lo tomó en
cuenta tampoco en el caso de los demás.
Habrás de notar también que el término «persona» es tomado aquí en un sentido muy distinto del
que se le suele dar en las escuelas actuales. Pues en este pasaje no significa «un ser individual dotado de
razón»16 como enseñan allá, sino la calidad exteriormente visible de la vida, la obra y el comportamiento,
conforme a la cual un hombre puede juzgar, alabar, censurar y catalogar a otro -en fin, significa todo lo que
no está ubicado en la esfera espiritual, conforme a lo dicho en 1 Samuel 16 (v. 7): «El hombre mira lo que
está delante de los ojos, pero Dios mira el corazón» y en el Salmo 7 (v. 9): “... Dios quien prueba los
corazones y los riñones».17 Así que si quieres entender correctamente los pasajes bíblicos que hablan de
«acepción de personas», tienes que tomar los términos –“personas”, «semblantes», «apariencias» y otros
referentes a lo «personal» en el sentido de «lo que está ante los ojos», sea lo que fuere. El hombre siempre
mira las personas, nunca el corazón; por esto su juicio siempre es injusto. Dios nunca mira las personas,
sino siempre el corazón; por esto «juzga a los pueblos con justicia» (Sal. 96:10). Finalmente, en otro pasaje
el traductor de la Biblia latina da al griego po|o>swpon el significado de «facies» (faz, aspecto); pero en
el lenguaje de las Escrituras, facies significa propiamente «todo lo que aparece en lo exterior». Así está
usado en Marcos 12 ( v. 14 ): «... porque no miras la apariencia de los hombres» y en 1 Samuel 16 (v. 7):
«No mires a su parecer». Pues bien: ya que el concepto «persona» cambió de significado ya hace mucho,18
bueno sería que en todos los pasajes bíblicos donde ocurre, se lo sustituyera con «apariencia» (facies).
Todo esto te muestra de qué manera más saludable nos instruye Pablo a fin de que no nos dejemos
engañar por ningún título, nombre, apariencia y persona, y no echemos en saco roto el consejo que él
mismo nos da: «Examinadlo todo, retened lo bueno» (1 Ts. 5: 21). Y ¿qué crees que diría ahora, al oír que
en la iglesia de hoy se enseña todo sin reexaminación alguna, por parte de hombres que sólo exaltan la
capacidad, la santidad y la erudición de las autoridades que citan? Pablo se atreve a afirmar que la apariencia de los apóstoles no tiene nada que ver con la cuestión en sí: sin embargo, la «apariencia» de los apóstolesse basaba realmente en su santidad, su capacidad, su trato personal con Cristo, y en cosas mucho mayores de las que se pueden encontrar hoy día en ningún papa. No obstante, ahora la sola potestad del papa ya basta, la sola santidad de los doctores de la iglesia es el factor dominante; con este respaldo se puede enseñar lo que se quiera. Pero la potestad del papa, la cual también es en cierto modo la «persona» de un hombre, con toda seguridad es aceptada por Dios en poco como lo es su reputación de santo y su fama de erudito: todas estas cosas conciernen a la apariencia de la persona, y por lo tanto no son garantía suficiente como para que haya que creer como verdad todo cuanto bajo su nombre se publique como tal.
Seguro en cambio es esto: que ni los propios apóstoles veían con agrado que se exaltara su persona, puesto que sabían que hay que gloriarse en el Señor (Jer. 9:23 y sigtes.) y no en sí mismo ni en lo que constituye la propia apariencia, sea la capacidad o la santidad. Y ahora, ¡toma bien a pechos esta advertencia de Pablo!
V. 6b: A mí, pues, los de reputación nada nuevo me comuni caron.
Así que «los de reputación» no se pusieron a detallar ante Pablo el evangelio de ellos ni a consultar
con él al respecto (pues esto es lo que significa el verbo «conferre», como ya queda dicho). Pero tampoco
era preciso. Les bastaba con darle a Pablo su aprobación, y con ver -como se informa más adelante (v. 7)-
que le había sido confiada la predicación del evangelio entre los gentiles.19 Pablo menciona esto para
demostrar que también a juicio de los apóstoles, que tanto habían sido ponderados en su contra, él había
enseñado rectamente, y para evidenciar al mismo tiempo que él tiene a los apóstoles de su parte, en contra
de los apóstoles falsos que rendían culto a personas. Por esto se detiene ahora en detallarlo más ampliamente.
V. 7-10: Antes por el contrario, como vieron que me había sido encomendado el evangelio de la
incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión, (pues el que operó en Pedro para el apostolado de la
circuncisión, operó también en mi para con los gentiles), y reconociendo la gracia que me había sido
dada, Jacobo, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, nos dieron a mí y a Bernabé la diestra
de compañerismo, para que nosotros (fuésemos) a los gentiles, y ellos ala circuncisión.
Solamente (nos pidieron) que nos acordásemos de los pobres, lo cual también procuré con diligencia
hacer.
A juicio de San Jerónimo, aquí hay una trasposición de palabras: es preciso eliminar la interpolación
y leer el texto así: «Antes por el contrario, nos dieron a mí y a Bernabé la diestra de compañerismo, etc.»20
A mi modo de ver, Pablo sigue su costumbre de dejar a veces un claro en su exposición, pues se deja
arrastrar por el curso de sus pensamientos y hace digresiones, insertando hasta un paréntesis, dejando así
inconclusa la frase que había comenzado. Por lo tanto, yo sobreentendería un verbo, y leería el texto en esta
forma: «Antes por el contrario, vieron y aprobaron lo que yo había sostenido en nuestra consulta; y como a
raíz de esta consulta vieron, etc.».
He aquí, pues, que Pablo y Pedro tienen el mismo mensaje evangélico: Pablo como apóstol enviado
a los gentiles, Pedro como apóstol a los judíos. ¿Cómo se les ocurre entonces a los apóstoles falsos realzar los méritos de Pedro y los demás apóstoles en detrimento de Pablo, siendo que todos ellos tenían la misma posición doctrinal? Si Pedro, Jacobo y Juan no hubiesen estado de acuerdo con lo que Pablo había enseñado a los Gálatas, sin duda alguna le habrían refutado enérgicamente. ¡Pero ahora le elogian y le dan la diestra de compañerismo! Todavía no existían en la cristiandad esas luchas por la supremacía de iglesias y jerarcas eclesiásticos: Pedro, Juan y Jacobo no se expresaron con desdén acerca de Pablo y Bernabé que eran sus compañeros y sus iguales. Pero, dice Jerónimo, el tiempo avanza, y los vicios también, y así se pasó del compañerismo a la lucha por el poder y la preeminencia.21 Parece que también lo de la «diestra de compañerismo» es un giro hebraico usado en lugar de «la diestra en señal de compañerismo»22 o «para
confirmar el compañerismo», a no ser que Pablo quiera indicar con ello que no le dieron la diestra en señal
de adoración, para besarla como expresión de reverencia.
Es de notar que a pesar de todo esto, Pablo observa cierto rango y respeto de la dignidad. A Jacobo
lo antepone a Pedro, ya que Jacobo era el obispo de la congregación de Jerusalén,23 mientras que los
demás, apóstoles iban y venían. Así, pues, dicen que fue decidido entre los apóstoles, Pedro, Jacobo y Juan: que conforme a lo enseñado por Cristo (Mt. 20: 26, 27; 23: 11, 12), ellos se colocaran en un plano inferior, ya que en vida de Cristo habían figurado a la cabeza de los demás como mayores en importancia.24
Pablo no dice: «el que cooperó» sino «el que operó».25 Con ello entiende lo mismo que en la más
detallada descripción de 1 Corintios 12 (v. 4 y sigtes.) donde dice que «hay diversidad de operaciones, pero
Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo». Pues bien: según la autorizada opinión de Erasmo,
también la palabra del original griego para «operó» implica más que el latín «operari», a saber: «mostrar el
eficaz poder que uno posee». De ahí que en su carta a Paulino, Jerónimo hable de una «energía latente».26
Esta es la gracia del Espíritu mediante la cual Él otorga a los apóstoles una rica medida de diversos dones
y obras y hace obras resulten efectivos en los oyentes.
Hay que ver con cuánto cuidado pesa Pablo sus palabras: «Evangelio de la incircuncisión, evangelio
de la circuncisión, apostolado de la circuncisión, apostolado a los gentiles». Sólo emplea expresiones
que denotan un oficio y una actividad. Pues con «evangelio» se refiere sin duda alguna al oficio de predicar
el evangelio, y con la definición «a la circuncisión, a los gentiles» indica que él desempeña este oficio entre
los gentiles. El término «apostolado» a su vez revela por sí solo que se trata de un oficio. Pero en nuestros
tiempos, estos nombres se usan simplemente para designar ciertas dignidades. ¿No te estremeces de horror al pensar cómo es despreciado el evangelio por los que andan tan ufanos bajo su nombre, si consideras qué es esto: «palabra de Dios», y qué precio hubo que pagar para que pudiera ser revelada a los hombres?
No le bastó a Pablo decir: «como vieron que me había sido encomendado el evangelio», sino que
agrega: «y reconociendo la gracia que me había sido dada». El ministerio lo «vieron», la gracia la «reconocieron ». ¿Qué se querrá decir con esto? Obviamente, el apóstol está pensando en la gracia de la sabiduría mediante la cual él fue hecho dueño de una elocuencia más vigorosa que los demás, y en el otorgamiento de un poder mediante el cual había hecho milagros entre los gentiles: por esta elocuencia vigorosa y por este poder se reconocía la gracia divina de que era poseedor. Quizás Pablo haya creído necesario mencionar las dos cosas al mismo tiempo27 para evitar que alguien se hiciera cargo del ministerio de la palabra sin poseer la gracia que es imprescindible para poder desempeñarlo. «Vemos» que a muchos les ha sido encomendado el evangelio y el oficio apostólico; sin embargo, nos es imposible «reconocer» en ellos la gracia; pues ni con sus palabras ni con sus obras la pueden poner de manifiesto.
«Eran considerados como columnas». ¿Por qué, me pregunto yo, no dice Pablo: «Eran columnas»?
¿Será que les envidia este alto honor? ¡De ninguna manera! Antes bien, Pablo habla de las cosas tal como
son. Pues el ser columna en la iglesia es algo que tiene que ver con el prestigio personal, algo que depende
de la apariencia. Y de esto, Dios no «hace acepción». Desde el punto de vista de los hombres y para la
opinión humana, esta apariencia hasta podrá ser necesaria, a causa de los que ocupan una posición subordinada; pero la apariencia no es la cosa misma en que uno tenga que depositar su confianza. Es preciso que haya príncipes y reyes; es decir, se los debe considerar como tales, y la opinión pública debe respetarlos como tales; por lo demás, su carácter de altos personajes queda limitado a lo que atañe a este mundo y la vida exterior; en su interior en cambio, que es lo que mira Dios (1 S. 16: 7), cal vez valgan menos que el último esclavo. Así, el obispado, el sacerdocio y cualquier orden y estado de la iglesia son «personas», no la cosa en sí que permanece firme para siempre. Por esto Pablo dice muy adecuadamente que los apóstoles «eran considerados» como columnas: se dirige con ello contra los insensatos (Gá. 3: 1) que miran a las personas de la misma manera como si en verdad tuviesen ante sus ojos las coas en sí. El verbo «eran considerados» no debe tomarse por o tanto en el sentido que le damos ahora al decir «considero» cuando se trata de una cosa susceptible de error, o sólo al parecer correcta. Ellos simplemente «eran considerados» como columnas, quiere decir, se los tenía y aceptaba por columnas, y, en efecto lo eran de verdad, hasta donde ello es posible en esta vida, donde todo lo que se presenta a nuestra vista son solamente las «personas» y la faz exterior de las cosas.
También en la frase «para que nosotros a los gentiles, y ellos a la circuncisión»28 hay una elipsis;
puedes suplir un predicásemos el evangelio» o «fuésemos apóstoles». Poco a poco tendremos que acostumbrarnos a esta particularidad estilística de Pablo. Sin embargo, aquella repartición de los campos de actividad no fue de tal suerte que Pablo haya tenido fue limitarse a enseñar sólo a gentiles, y Pedro sólo a judíos; esto queda descartado ya por las mismas cartas de ambos apóstoles. (Así que tampoco se debe
relacionar el adverbio «solamente» (v. 10) con las palabras que le preceden.) Antes bien, que como dice
Jerónimo, que a cada pueblo se le envió su apóstol: a los gentiles, al que enseñaba la fe en libertad, sin
imponer la carga de la ley; y a los judíos, al que toleraba la ley arraigada en ellos, para poder así fortalecer
poco a poco su fe.
Los «pobres», llamados «los pobres entre los santos» en Romanos 15 (v. 26), son las personas que
por profesar a Cristo habían sido despojadas de sus bienes por los judíos, como escribe el apóstol en su
carta a los Hebreos»29 , o los que habían establecido entre sí una comunidad de bienes, según el informe en Hechos 4 (v. 32). O tal vez se trate también de los que habían padecido penurias durante «la gran hambre
que sucedió en tiempos de Claudio» mencionada por Lucas en el Libro de los Hechos (11:28). Lo cierto es,
en todo caso, que los acontecimientos relatados por Pablo en este capítulo se produjeron en tiempos del
emperador Claudio, si llevas bien la cuenta de los años.30 Por lo demás, puedes desprender de este pasaje
que el cuidado de los pobres era la segunda tarea de los apóstoles.31 Se tiene la impresión de que Pablo
agregó lo del cuidado de los pobres a modo de advertencia, como si hubiera previsto lo que ocurriría en lo
futuro: que los sucesores de los apóstoles prodigarían sus cuidados a otras cosas y no precisamente a los
pobres.
Hay una pregunta que bien puede darnos que pensar: ¿Por qué Pablo se equipara ante todo a Pedro,
y no menciona también a los demás apóstoles? A Pedro incluso le atribuye el «apostolado de la circuncisión», otra vez sin hacer mención de los demás. Quizás sea porque a Pedro, como primero entre los apóstoles, los apóstoles falsos le rendían los mayores honores, deshonrando así el evangelio; o quizás, el apóstol quiso dar nuevamente una advertencia contra futuras monstruosidades.32
V. 11-13: Pero cuando Pedro vino a Antioquia, le resistí cara a cara, porque era de condenar. Pues antes
que viniesen algunos de parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero después que vinieron, se retraía y se
apartaba, porque tenía miedo de los de la circuncisión.
Y en su simulación participaban también los otros judíos, de tal manera que aun Bernabé fue
también arrastrado por ellos a aquella hipocresía.
Ahí está el «Abel»33 o la gran planicie en la cual chocaron reciamente los dos padres más esclarecidos,
Jerónimo y Agustín.34 Jerónimo apoya su argumentación básicamente en el hecho de que Pablo procedió
de idéntica manera (que Pedro) cuando circuncidó a Timoteo «por causa de los judíos que había en
aquellos lugares», Hechos 16 (v. 3) -y conste que no lo hizo porque la ley lo hubiera obligado a ello, puesto
que los apóstoles ya habían resuelto con anterioridad, en el capítulo 15 (v. 28), que a los gentiles no había
que gravarlos con el peso de la ley. Y como es sabido, el padre de Timoteo era un gentil (Hch. 16: 3). Pero
no es sólo esto: en el capítulo citado (16: 4) Pablo enseña que se deben guardar «las ordenanzas y los
acuerdos de los apóstoles»- ¡y al mismo tiempo, él adopta una actitud contraria circuncidando a Timoteo!
Asimismo, en Cencrea se rapó la cabeza e hizo un voto, Hechos 18 (v. 18). Y en Hechos 21 (v. 23 y sigtes.)
se nos informa que junto con cuatro hombres que tenían obligación de cumplir un voto, Pablo entró en el
templo y se purificó con ellos; además se presentó por él la correspondiente ofrenda. Todo esto se ve
apoyado por su propio testimonio en 1 Corintios 9 (v. 20) : «Me he hecho a los judíos como judío».
Dice por lo tanto San Jerónimo: «¿De dónde se toma Pablo las atribuciones y la autoridad de dar
una reprimenda a Pedro por un acto o actos que, según constaba, había cometido también él mismo, y eso
que Pedro era el apóstol de la circuncisión, él mismo en cambio el apóstol de los gentiles?» La conclusión
a que llega Jerónimo es que Pablo se valió de cierta hipocresía al reprender a Pedro; él cree que como Pedro había puesto en peligro la gracia con su actitud hipócrita, el propósito de Pablo era rectificarlo mediante lo que él (Jerónimo) llama una nueva estratagema, o mediante una nueva hipocresía o «dispensa» contradictoria. 35 Esta opinión parece que se ve favorecida por el texto griego, que dice “según la apariencia” o “en apariencia”.36 Pues como explica Erasmo, la preposición «cata>» con el caso acusativo significa «según» o «a causa de», con el caso genitivo en cambio significa «en» o «contra». Y bien: aquí (v. 11) tenemos «le resistí `cata< po|o>swpou’ (acusativo)», quiere decir, «según la apariencia», «en apariencia», «aparentemente », «ante los demás», como quien con una especie de hipocresía piadosa opina en sus adentros otra cosa. A lo mismo apunta también el texto griego, que no dice «era reprensible» sino «era reprendido».37 En efecto: Pedro pudo haber sido reprendido por gente débil e ignorante, sin haber merecido en realidad una reprensión.
San Agustín parte de la afirmación que Pablo hizo en el capítulo anterior (1:20) : «En esto que os
escribo, he aquí delante de Dios que no miento». Pues bien: Pablo dice que Pedro merecía reprensión, y que él le resistió cara a cara y lo reprendió. Si esto no ocurrió realmente así, sin que mediara hipocresía, Pablo ya no dice la verdad como juró hacerlo, sino que incurre en una mentira, o por lo menos en una mentira oficiosa. Y de esta manera quedará desprestigiada la autoridad de la Escritura entera, si en un solo pasaje se dice una cosa y se piensa en otra.
No hay, pues, otra alternativa: o Pedro fue en verdad reprensible y fue en verdad corregido por
Pablo, o Pablo mintió al corregirlo y reprenderlo. Y aunque se pudiera cuestionar la opinión de San Agustín
señalando el texto griego que tiene «reprendido» y no «reprensible», como acota también Jerónimo, la
verdad innegable sigue siendo, no obstante, que Pedro era reprensible. Así lo demuestra la actitud de Pablo,
quien no habría reprendido a uno que no merecía reprensión. Pero echemos una mirada al texto, que sin
duda será el mejor juez en esta causa.
En primer lugar: está fuera de dudas que cuando Pablo reprendió a Pedro, no lo hizo porque éste
habla vivido a la manera de los gentiles, como lo intenta presentar Jerónimo. (Pues de ser así, la reprensión
de Pablo se habría dirigido, de hecho, también contra él mismo, y la opinión de San Jerónimo seguiría
siendo enteramente válida. Como se sabe, Jerónimo creía que después de la pasión de Cristo, la práctica de
obras legales es ilícita y conduce a la muerte.38 Pero en esto el santo varón se equivocó, inducido al error
por alguno de sus predecesores.) Antes bien, lo que Pablo reprende en Pedro es su comportamiento hipócrita.
La hipocresía de Pedro, repito, es lo que Pablo no toleró. Que Pedro había vivido a la manera de los
gentiles y después a la manera de los judíos, esto sí lo aprueba; lo que desaprueba es que a consecuencia de la llegada de algunos judíos, Pedro «se retraía y se apartaba» de las comidas en que participaban gentiles.
Y con esta actitud de retraerse dio lugar a que tanto los étnico-cristianos como los judeo-cristianos creyeran
que era ilícito vivir a la manera de los gentiles, y necesario vivir a la manera de los judíos; y eso que Pedro
sabía muy bien que ambas cosas eran libres y lícitas. Por esto el texto da a entender también que Pedro no
ignoraba que a este respecto no existían restricciones; porque dice: «antes comía con los gentiles», y:
«tenía miedo de los que habían venido de parte de Jacobo». Luego fue por temor, que actuó de esta
manera, y no por ignorancia. Pues Pablo no le pregunta: «¿Por qué vives como los gentiles?» ni «¿por qué
retornas al judaísmo?» (tenía libertad de hacer tanto lo uno como lo otro). No; la pregunta de Pablo fue:
«¿Por qué obligas a los gentiles a judaizar?» (2:14). Precisamente esta obligación ejercida mediante la
actitud hipócrita y el retraerse, fue lo reprensible; pues por ella los gentiles y los judíos llegaron a la
(convicción de que la forma de vida judaica era la que debía practicarse necesariamente, quedando prohibida
la forma de ‘.’(la propia de los gentiles.
Así es que Pablo no lamenta el hecho de que los otros judíos consintieran en cuanto a la comida, sea
a la manera de los gentiles o de los judíos (sabían, en efecto, que lo uno y lo otro les era lícito); lo que
lamenta es que hicieran causa común con Pedro en cuanto a su hipocresía y en cuanto a la coacción que
ejercía sobre gentiles y judíos para que adoptaran la forma de vivir judaica como algo necesario. Tampoco
lamenta que Bernabé haya comido con ellos, sea a la manera judía o gentil, sino que aun Bernabé se haya
dejado arrastrar y haya participado en obligar a gentiles y judíos a acomodarse al judaísmo.
Por consiguiente, Pablo lucha en contra de la obligación y a favor de la libertad. Pues para que
seamos justos, lo único «obligatoriamente necesario» es la fe en Cristo; todo lo demás queda a nuestra
entera libertad, y ya no está sujeto ni a mandatos ni a prohibiciones. Por lo tanto, si Pedro hubiese practicado de la manera correcta ambas formas de vivir, como lo hacía confiadamente Pablo, no habría habido necesidad de reprenderlo.
Respecto de la opinión de Jerónimo podemos decir entonces: debe admitirse que la expresión «fue
reprendido» del texto griego hace referencia a los que acusaron a Pedro ante Pablo por haberse retraído de
ellos, y con ello indujeron a Pablo a darle a Pedro esta reprensión. No obstante, Pedro en verdad la había
merecido.
Además, la cuestión de si Pedro cometió en esta oportunidad lo que suelen llamar un pecado «mortal
»,39 decídanla otros. Lo que yo sé es que si Pablo no hubiese puesto nuevamente en la senda recta a los
que fueron obligados a prácticas judaizantes por la hipocresía de Pedro, esta gente habría caído en la
perdición, puesto que habían comenzado a buscar su justicia no en la fe en Cristo, sino en las obras de la
ley. Así, Pedro junto con los demás causó una grave ofensa, no en lo que atañe a las buenas costumbres,
sino en lo que atañe a la fe y a la condenación eterna. Por otra parte, Pablo no le habría resistido tan
enérgicamente si se hubiera tratado de un peligro leve y un pecado venial. En efecto, Pablo levanta la queja
de que se había hecho abandono de «la verdad del evangelio» (v. 14); mas el no andar conforme a la verdad
del evangelio significa haber caído ya, de hecho, en el pecado de la incredulidad.
No me gusta nada ese empeño en excusar y ensalzar desmesuradamente a los santos, sobre todo si
con ello se tuercen declaraciones de la Sagrada Escritura. Mejor es tener a Pedro y a Pablo por hombres
caídos en infidelidad y hasta «anatematizados», como lo expresara el mismo apóstol (1:8) antes de que
perezca una sola tilde del evangelio.
Tampoco puedo aprobar la opinión de que el giro griego ÷áôÜ ðñüóùðïí, «en apariencia,40 en su
cara, de pie para hablar de una «hipocresía» de Pablo. Pablo no actuó como un hipócrita, sino que resistió
con sincera convicción a la perniciosa hipocresía de Pedro; y el «en apariencia» es lo mismo que en presencia de todos» o «en público», como lo explica también San Ambrosio.41 No otra cosa se lee algo más abajo (v. 14): «Dije a Pedro delante de todos». Pues como ya lo hice notar antes»42 en el uso idiomático de la Escritura, facies, «faz, apariencia», significa lo que está a la vista, en oposición a lo que está oculto; lo que está a la vista lo ve y lo juzga el hombre, lo oculto lo ve y lo juzga Dios. Por lo tanto, la expresión “en su cara» no revela la desvergüenza y la arrogancia de Pablo, como dice el ignorante Porfirio en tono de reproche, sino que describe la situación en que se vio obligado a actuar, y la singular moderación con que procedió. Pues sólo reprendió a Pedro cuando ya todos los demás judíos se habían hecho cómplices de él, cuando también el propio colaborador de Pablo, Bernabé, se había dejado arrastrar por ellos, y cuando ya no quedaba ni uno que defendiera la verdad del evangelio, dándose así el caso de que la actitud de ellos había llegado a constituir un factor de peso en contra de la libertad evangélica. Prueba de la moderación de Pablo es el hecho de que no aplicó la reprensión en forma inmediata, sino que se contuvo hasta que todos habían sido desviados; y prueba de que se hallaba en una situación de apremio es el hecho de que el evangelio ya estaba en vías da ser extinguido. Por otra parte, si uno quiere aferrarse al significado de la palabra griega e insistir en que ÷áôÜ ðñüóùðïí, «según la faz o el aspecto», es enteramente sinónimo de «según la apariencia» tal como esta expresión es usada en Juan 7 (v. 24): «No juzguéis según la apariencia», todavía no estamos obligados a admitir que Pablo procedió con hipocresía. Antes bien, el significado real será este: Pablo por cierto actuó con toda seriedad al resistir a Pedro y –al reprenderlo con palabras expresas, pero no actuó con un corazón lleno de maldad, sino a la manera de Eclesiástico 7 (v. 26) donde dice: «¿Tienes hijas? Vela por su cuerpo, y no les muestres un rostro jovial». Así los padres son duros con sus hijas en cuanto a la expresión del rostro, pero no en el sentir de su corazón, y sin embargo, tampoco por hipocresía. Cualquier cristiano puede verse en la obligación de reprender a un hermano y disentir de él en ciertos puntos, siempre que observe la debida dulzura y unidad de corazón. Más aún: del propio Dios se dice en Lamentaciones 3 (v. 33): «Pues no de corazón humilla él y rechaza a los hijos de los hombres».43
¿Quién empero querrá decir que Dios actúa hipócritamente al castigar y rechazar a los hombres? Así, Pablo
corrigió a Pedro con una reprensión real y verdadera: lo encaró con dureza en el rostro, pero con blandura
en el corazón. Real y verdadera era por lo tanto también la culpa de Pedro, y digna de reprensión en el más
alto grado; y ni en Pedro ni en Pablo se hallaba esa hipocresía de que habla San Jerónimo. Hubo en cambio
una hipocresía precedente: aquella con la cual Pedro hacia hincapié en la obligatoriedad de observar una
forma de vida judaica y legalista.
Una pregunta: supongamos que Pedro se haya retraído con santa intención, temiendo causar una
ofensa a los débiles; ¿qué haría Pablo si en este mismo caso hubiera débiles por ambas partes, tanto entre
los gentiles como entre los judíos? ¿A quién cedería? Porque ponerse de acuerdo con cada parte por separado, esto no crea ningún problema. Digamos que Pablo comía con los judíos: entonces ofendería a los
gentiles, como pasó con Pedro; si comía con los gentiles, ofendería a los judíos, lo que en nuestro caso fue
el temor de Pedro. En estas circunstancias, lo que hay que hacer es preservar la verdad del evangelio y
exponerla dando las debidas explicaciones, tal como lo hizo Pablo en este caso corrigiendo a Pedro en
presencia de todos y declarando que es lícito vivir a la manera de los gentiles. Así había procedido también
en aquella ocasión anterior (2: 3 y sigtes.) cuando no permitió que se circuncidara a Tito, de origen pagano,
y no cedió ni por un momento. Pero si quedan aún judíos débiles que no quieren ajustarse a este modo de
proceder, hay que abandonarlos a su propia terquedad. Mejor es que sea conservada una parte junto con la
verdad del evangelio, y no que se pierdan ambas partes, y el evangelio también.
¡Cuánto desearía yo que este pasaje del apóstol fuera conocido en cada uno de sus detalles a todos
los cristianos, en especial a los miembros de órdenes monásticas, al clero y a no pocos supersticiosos!44
Éstos a menudo destruyen tanto la fe como la caridad evangélica a causa de las leyes papales y sus propias disposiciones. Y no tienen el juicio suficiente como para dejar a un lado las cargas impuestas por ellos mismos si el amor fraternal así lo requiere, a menos que se adquieran de nuevo por dinero sus dispensas e indultos. ¡Y esto que ni los papas ni la iglesia poseen la facultad de establecer decreto alguno a menos que éste tenga por objeto promover el libre ejercicio de la caridad y de la beneficencia mutua! Pues aun admitiendo que el papa tenga la potestad de conceder ciertas dispensas: de existir un motivo para dispensas -sea la utilidad, el honor, o lo que es el motivo más elevado, el amor- ya no tienes necesidad de otra dispensa que no sea la tuya propia. La verdad es que nunca una ley hecha por los hombres tuvo un alcance tal que en casos de esta índole te pudiera atar siquiera con un cabello; al contrario, tales causas la ley humana siempre
las tiene que considerar como fuera de su competencia, quiera o no. Mas donde estos motivos no existen,
y tú sigues solamente tu propio capricho, la dispensa del papa con toda seguridad os llevará a la ruina y a la
perdición tanto a ti corno a él. ¡Ah, cuántos tormentos para las conciencias ocasionó en la iglesia esta
ignorancia en cuanto a lo que es la ley de Dios y la ley de los hombres!
No puedo pasar por alto aquella conocida historia que tan bien cabe en el tema que estamos tratando.
El libro I de la Historia Tripartita45 trae el siguiente relato acerca de San Espiridón, obispo de Chipre:
Este santo dio albergue a un peregrino, en el tiempo de Cuaresma. Como no tenía otra cosa que ofrecerle,
le sirvió carne de cerdo, no sin antes elevar una oración a Dios pidiendo su venia. Mas su huésped rehusó
esta comida profesando ser cristiano. El obispo entonces le dijo: «Justamente por eso debes rehusar tanto
menos, puesto que para los puros todas las cosas son puras, como nos enseñó la palabra de Dios» (Tit. 1:
15). No es que yo quisiera que se desprecien en modo alguno los preceptos de nuestros mayores; lo que
quiero es que se los entienda correctamente: en piadosa humildad y reverencia se debe infringir un precepto
de esta naturaleza si la necesidad y el amor reclaman que se haga lo contrario de lo que el precepto establece, con más razón aún si uno puede apoyarse en el consejo del confesor o de otro hombre de bien; y no hace falta, en este caso, vender o comprar aquellos certificados de confesión46 e indulgencias. Porque si no hay otro motivo que te autoriza a infringir las leyes, ninguna dispensa, ningún certificado de confesión, ninguna indulgencia te servirá de por sí como justificación suficiente. En cambio, si hay otro motivo, ya no te
hace falta todo aquello, como acabo de decir. Sin embargo, yo quisiera pedir muy seriamente a los papas
que de una vez se dejen mover a misericordia por los peligros que amenazan a las iglesias, y que abroguen
por fin sus leyes. Pues estamos viendo que con ellas no se hace más que echar cadenas a las conciencias e ir a la pesca de dinero. Y por encima se sofoca totalmente la fe en Cristo; esto es: se extermina a los que son cristianos verdaderos, y se llena a la iglesia de hipócritas e ídolos.
V. 14: Pero cuando vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante
de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles, y no como judío, ¿cómo es que obligas a los gentiles
a judaizar?
Pablo pone al descubierto la actitud hipócrita de Pedro; pues ésta sola es el motivo de su reproche.
Pedro simulaba vivir no a la manera de los gentiles, sino de los judíos. Pero Pablo sostiene: «Al contrario:
estás viviendo a la manera de los gentiles, como lo has hecho también antes; y ahora simulas otra cosa, y
con esta simulación obligas a la gente a vivir no como gentiles sino como judíos, y así los fuerzas a hacerse
esclavos de la ley». De esto se desprende claramente que San Jerónimo interpretó mal la actitud de Pablo.
En efecto: al hablar de la «hipocresía» de Pedro, Jerónimo piensa en el hecho de que el apóstol practicaba
costumbres judías a causa y en bien de los judíos, y que guardaba la ley que (en opinión de Jerónimo) ya no
debía guardar. Pero no es ésta la «hipocresía» que Pablo censura, ni tampoco es lo que le interesa, sino que tiene en vista aquella otra hipocresía con que Pedro se apartaba de las comidas de los gentiles como si le estuviera vedado consumirlas; porque esta hipocresía era la que constituía un peligro para el evangelio, no
aquella otra.
Hubo quienes aseguraron que el Cefas aquí mencionado era algún otro discípulo perteneciente al
grupo de los Setenta (Lc. 10:1), de acuerdo a una referencia en la Historia Eclesiástica de Eusebio. Sin
embargo, San Jerónimo hizo trizas esta tesis en forma muy erudita y convincente. Era, en efecto, un intento
vano querer defender a Pedro, ya que estas cosas las escribió Pablo a los Gálatas con el expreso propósito
de tapar la boca a los que querían restarle méritos con la afirmación de que a la enseñanza de Pedro había
que darle preferencia sobre la de él. «Muy al contrario» -dice- «lo que yo enseño no viene de los hombres
sino que viene de Dios; además, mi enseñanza no sólo fue aprobada por Pedro y los demás apóstoles, sino
que ella sirvió incluso para corregir al propio Pedro.» Los adversarios debían quedar privados de toda
posibilidad de seguir importunando a Pablo con sus inculpaciones, siendo que hasta Pedro había dado un
traspié en cuanto a la verdad del evangelio: por temor de los judíos había tratado injustamente a otros
quitándoles la libertad que reclamaba para sí mismo. En esta cuestión, Pablo indudablemente se mostró
superior a Pedro. No obstante, esta superioridad (como la llaman) no era motivo para engreírse, puesto que
era algo relacionado con la apariencia personal del hombre, de la cual Dios no hace acepción. Sin embargo,
a raíz de ella estalló en tiempos pasados una horrible discordia entre la sede romana y la de Constantinopla,
como si se tratara de la única cosa necesaria para la Iglesia, y como si la unidad de la iglesia radicara en
prestigios personales y superioridad de poderes, y no más antes en los dones espirituales de la fe, la esperanza y el amor.
Otra cosa que no debiera pasarse por alto -aunque es ampliamente conocida- es que, según Jerónimo,
el término hebreo y también siriaco «Cefas» o «Cefe» es lo mismo que Peôñv O petñ|a en griego y
saxum o soliditas en latín, como lo indican también las decretales provenientes de León y Ambrosio. Yerra
por lo tanto la decretal de Nicolás (si el título es correcto) en que se establece que Cefe es lo mismo que
caput (cabeza). Tal afirmación es fruto de aquella asiduidad en hacer de Pedro la cabeza de la iglesia,
además de Cristo. La palabra griega «kephalé» es la que significa «cabeza», no la siriaca Cefe.47
V. 15: Nosotros, judíos de nacimiento, y no pecadores de entre los gentiles.
Pablo hace una comparación entre judíos y gentiles. «Nosotros» -dice- «somos judíos de nacimiento.
Es verdad que en lo concerniente a la justicia acorde con la ley, aventajamos a los gentiles; éstos son
pecadores si se los compara con nosotros, pues ni poseen la ley ni cuentan en su haber con obras di, la ley.
Pero con esto no somos justos ante Dios, puesto que es justicia nuestra es una justicia exterior.» Este
pensamiento lo desarrolla Pablo también en Romanos 1 y 2 en forma muy amplia. En primer lugar especifica
que los gentiles vivían en los más graves pecados. En el segundo capítulo en cambio se dirige a los
judíos y afirma que si bien la pecaminosidad de ellos no es de índole igual a la de los gentiles descritos
anteriormente, no obstante son pecadores por cuanto observaban la ley sólo exteriormente pero no en lo
interior (Ro. 2: 28, 29) , y por cuanto se jactaban de la ley y al mismo tiempo la infringían, deshonrando así
a Dios ( Ro. 2: 23 ) .
V. 16: Sabiendo empero que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de
Jesucristo, nosotros también hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo y no
por las obras de la ley.
«Somos justos» -dice- «como que somos judíos de nacimiento; no somos pecadores como los gentiles.
Pero nuestra justicia se basa en obras de la ley; y mediante esta justicia, nadie es hecho justo ante
Dios. Por esto también nosotros buscamos ser justificados por la fe en Cristo, al igual que los gentiles,
teniendo por basura nuestra justicia propia (Fil. 3:8). Somos ahora pecadores juntamente con los gentiles,
y juntamente con ellos somos justificados, dado que `Dios no hizo ninguna diferencia entre nosotros y ellos
purificando por la fe sus corazones, como dice Pedro en Hechos 15 (v. 9) «. Pero como este pasaje les
parece carente de sentido a los que aún no están familiarizados con la teología de Pablo -al mismo San
Jerónimo le cuesta un trabajo enorme entenderlo- discutiremos algo más detalladamente el tema que ya
habíamos iniciado al hablar de las tradiciones de los padres.48 Pues entre los autores existentes no puedo
hallar a ninguno que trate este pensamiento con la solvencia suficiente, a excepción de Agustín; y tampoco
lo que dice él es siempre satisfactorio, salvo donde discute con los pelagianos,49 los enemigos de la gracia
de Dios. Leyendo estos pasajes de Agustín verás facilitado el acceso a San Pablo.
Pues bien: ante todo es preciso saber que hay dos maneras como el hombre es justificado, y estas
dos maneras son diametralmente opuestas la una a la otra.
Existe, en primer lugar, una manera exterior, a raíz de las obras, proveniente de las fuerzas propias.
A este tipo pertenecen las justicias humanas, adquiridas por el uso (como dicen) y por el hábito. Es el tipo
de justicia descrito por Aristóteles otros filósofos,50 la justicia que es producida por las leyes civiles y
eclesiásticas en diversidad de ceremonias, la que resulta como fruto de los dictados de la razón y de la
prudencia. Se cree, en efecto, que al practicar lo que es justo se llega a ser justo, al practicar la moderación
se llega a ser moderado, y por el mismo estilo también en otros órdenes de cosas. Esta justicia la produce
también la ley de Moisés, incluso el propio Decálogo, a saber, allí donde se sirve a Dios por temor al
castigo o por la promesa de una recompensa, donde no se jura en el nombre de Dios, donde se honra a los
padres, donde no se comete homicidio ni hurto ni adulterio, etc. Tal justicia es una justicia servil, justicia de
jornalero,51 fingida, hermosa a la vista,52 exterior, temporal, mundanal, humana. No es de provecho alguno
para la gloria que ha de venir, sino que el que la practica recibe ya en esta vida presente su recompensa:
gloria, riquezas, honra, poder, amistad, bienestar, o al menos paz y tranquilidad, y una medida menor de
males que los que actúan de otra manera. Así es como Cristo retrata a los fariseos, y San Agustín a los
romanos en el libro I cap. 8 de la «Ciudad de Dios».53 Es asombroso cómo esta justicia engaña aun a
hombres sabios y eminentes si no poseen un buen conocimiento de las Sagradas Escrituras.
En Jeremías 2 (v. 13) se llama a esta justicia una «cisterna rota» porque no retiene el agua; y sin
embargo induce a los hombres a considerarse libres de pecados, como se afirma en el mismo capítulo (v.
35). Es en todo similar a los gestos que observamos en un mono cuando imita a los hombres, o en los
actores enmascarados en los escenarios y representaciones teatrales. Por donde se la mire, es una actitud
propia de hipócritas e ídolos. Por esto las Escrituras la llaman mentira e iniquidad; de ahí el nombre de
«Bet-avén», casa de iniquidad.54 A este género pertenecen también aquellos engañadores de almas de hoy
día, los cuales, confiando en su libre albedrío, provocan dentro de sí mismos lo que ellos llaman una
«buena intención», y habiendo arrancado a sus propias facultades naturales el «acto» de amar a Dios sobre
todas las cosas, presumen con la mayor infamia de haber obtenido la gracia de Dios.55 Son éstos los que se empeñan en sanar con sus obras a la mujer que padece de flujo de sangre (vale decir, a la conciencia
culpable), y después de gastar todos los recursos de ella, sólo logran que su estado empeore ( Mr. 5: 25, 26
) .
La segunda manera de ser justificado es la justificación desde dentro, por la fe, por la gracia. Ésta
ocurre cuando el hombre desespera completamente de aquella primera justicia, conceptuándola como la
impureza de la mujer en el período de la menstruación; cuando el hombre se arroja a los pies de Dios, gime
humildemente, confiesa ser pecador y dice como el publicano del Evangelio: «Dios, sé propicio a mí,
pecador» (Le. 18:13). «Éste» -dice Cristo- «descendió a su casa justificado» (v. 14). Pues esta justificación
no es otra cosa que la invocación del nombre de Dios. El nombre de Dios empero es misericordia, verdad,
justicia, poder, sabiduría, y una acusación dirigida contra nuestro propio nombre. Nuestro nombre por su
parte es pecado, mentira, vanidad, necedad, conforme a aquel veredicto del Salmo: «Todo hombre es mentiroso, vanidad es todo hombre que vive» ( Sal. 116: 11; 39: 5 ).
Mas la invocación del nombre de Dios, si de veras fue hecha en lo profundo del corazón y de todo
corazón, pone de manifiesto que el corazón del hombre y el nombre de Dios están en la más íntima unión
el uno con el otro.56 Es por lo tanto imposible que el corazón no tenga parte en las virtudes en que abunda
el nombre de Dios. Ahora bien: lo que une al corazón humano y al nombre del Señor es la fe. Y la fe a su
vez «es por la palabra de Cristo» (Ro. 10:17) por medio de la cual es predicado el nombre del Señor. Así
está escrito: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos» (Sal. 22: 22) , y en otro pasaje: «... Para que publiquen en Sion el nombre del Señor» (Sal. 102: 21). Por consiguiente: así como el nombre del Señor es puro, santo, justo, veraz, bueno, etc., así este nombre convierte en enteramente igual a él mismo al corazón que es tocado por el y por el cual él es tocado (lo que ocurre mediante la fe). Así sucede que a los que creen en el nombre del Señor se les perdonan todos los pecados y se les atribuye la justicia «por amor de tu nombre, oh Señor» (Sal. 25:11); y ello se debe al hecho de que este nombre es bueno, no al hecho de que ellos lo hayan merecido, pues ni siquiera habrían merecido oír el nombre del Señor. Mas justificado así el corazón mediante esa fe que es confianza en el nombre del Señor, Dios da a los hombres «potestad de ser hechos hijos suyos» (Jn. 1:12). Pues al instante «derrama en sus corazones el Espíritu Santo» (Ro. 5:5) para que los llene con su amor y los haga disfrutar de paz y gozo, los haga practicar todo lo bueno, vencer todo lo malo, e incluso despreciar la muerte y el infierno. Aquí ha llegado el punto final para todas las leyes y para todas las
obras que las leyes demandan: todo es ahora libre y lícito, y la ley ha sido cumplida mediante la fe y el amor.
He aquí, esto es lo que Cristo ha obtenido para nosotros: que se nos predique el nombre de Dios
(esto es, la misericordia y la verdad de Dios); y el que creyere en este nombre, será salvo. Por lo tanto: si tu
conciencia te atormenta, si eres pecador y buscas cómo poder llegar a ser justo, ¿qué harás? ¿Mirarás en
torno tuyo para ver qué obras podrías hacer o a dónde podrías ir? No. Antes bien, procura oír o recordar el
nombre de Dios, a saber, que Dios es justo, bueno y santo, y luego aférrate a él sin demora, y cree firmemente que él es para contigo tal como su nombre lo indica: justo, bueno y santo; creyendo esto, tú también ya eres justo, bueno y santo, al igual que él. En ningún lugar empero verás el nombre de Dios con mayor claridad o que en Cristo: allí verás cuán bueno, tierno, justo y veraz es Dios -¡tanto que no escatimó ni a su propio Hijo (Ro. 8:32)! Por medio de este Cristo, Dios te traerá a su lado (Jn. 6:44). Sin esta justicia no es posible que el corazón sea puro; por esto mismo, es imposible que la justicia de los hombres sea una
justicia verdadera. Pues aquí (donde se posee la justicia dada por Dios) se usa el nombre del Señor al
servicio de la verdad, allá (donde sólo se posee la justicia humana) se lo toma en vano (Éx. 20:7), porque
aquí el hombre da a Dios la gloria y a sí mismo la confusión de rostro (Dn. 9:7), allá en cambio da la gloria
a sí mismo, y a Dios la afrenta. Esta es la verdadera «cábala»57 del nombre del Señor, no la del
Tetragrámaton,58 acerca del cual circulan entre los judíos las más burdas supersticiones. La fe en el nombre
del Señor, digo, es el entendimiento genuino de la ley, es el fin de la ley, es absolutamente todo en todo.
Este nombre suyo empero lo depositó Dios en Cristo, tal como lo predijo por boca de Moisés (Dt. 18:18,
19).
Esta justicia es abundante, gratuita e inamovible; es una justicia interior, eterna, verdadera, celestial
y divina; una justicia que en esta vida no acumula ningún mérito, ni recibe nada ni busca nada. Y no es eso
sólo: del hecho de que esté dirigida hacia Cristo y su nombre, el cual es «Justificación» (1 Co. 1:30) -de este hecho resulta que la justicia de Cristo y la del cristiano sea una y la misma, unida la una con la otra de una manera que no se puede expresar en palabras. Pues Cristo es la fuente de la cual esta justicia emana y fluye, según sus propias palabras en Juan 4 (v. 14): «El agua que yo le daré será en él una fuente de agua viva que salte para vida eterna». Así sucede que como por un pecado ajeno, todos fueron hechos pecadores, también por una justicia ajena todos son hechos justos, como lo hace notar San Pablo en Romanos 5 (v. 19) : «Así como por la desobediencia de un solo hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la justicia de este solo hombre Cristo los muchos son hechos justos».59 Esta (justicia) es aquella misericordia que fue predicha por todos los profetas; es la bendición prometida a Abrahán y su simiente, como veremos más adelante.
Volviendo ahora a nuestro texto, nos damos cuenta de lo acertado que está el apóstol al decir:
«Sabiendo empero que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino -y precisamente- por la fe de
Jesucristo, nosotros también hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Jesucristo, y no por las obras de la ley». Con estas palabras, Pablo caracteriza cada una de estas justicias. La primera la
rechaza, para abrazar la segunda. Haz tú lo mismo, queridísimo hermano: en primer lugar, oye que «Jesús»
significa Salvación, y «Cristo», Unción con misericordia, y cree firmemente en esta inaudita salvación y
misericordia, y serás justificado. Esto es: cree que Cristo será para ti Salvación y Misericordia, y así será,
sin duda alguna. Es, pues, un acto de abierta impiedad y extremo paganismo hacer caso omiso de esta
doctrina de la fe en Cristo y enseñar que el perdón de pecados se obtiene mediante algunas obritas de
satisfacción, por contribuciones forzadas, como lo viene sosteniendo la gran masa de ineptos comentaristas
de nuestros días en sus lucubraciones teológicas.60
Es de notar sin embargo que el apóstol no rechaza aquí las obras de la ley -lo mismo enseña también
San Jerónimo respecto de este pasaje- sino el depositar en ellas su confianza; es decir: no niega que estas
obras existan, sino que niega que el hombre pueda ser justificado por medio de ellas. Es preciso, pues,
poner mucho cuidado al leer las palabras del apóstol para ver en qué recae el énfasis. En efecto: cuando
Pablo afirma: «El hombre no es justificado por las obras de la ley», lo que quiere decirnos es: «No tengo
nada en contra de que se hagan las obras de la ley; digo, sin embargo, que por ellas el hombre no es
justificado, a no ser ante sí mismo y los demás hombres y en relación a una recompensa en esta vida. Que
existan obras de la ley -muy bien; pero no hay que olvidar que ante Dios son pecados, y no auténticas obras
de la ley.» Y así, el apóstol destruye radicalmente la confianza en nuestra propia justicia, haciéndonos ver
que por encima de todas las obras de la ley es necesaria una justicia muy diferente, a saber, la justicia
proveniente de las obras de Dios y de la gracia.
Habrás de notar además que Pablo habla de «obras de la ley» en general; se refiere no sólo a las
obras que tienen que ver con la ley ceremonial, sino también a todas las que demanda el Decálogo, sin
exceptuar ninguna. Pues incluso éstas, si fueron hechas al margen de la fe y de la verdadera justicia de
Dios, adolecen de insuficiencia, y además, producen en los hipócritas una confianza engañosa por su buena
apariencia. El que quiera ser salvo, tendrá que desesperar por lo tanto completamente de todas las fuerzas,
obras y leyes.
Además, deberás poner atención en una forma de hablar que es característica de este apóstol: él no
llama, como suelen hacerlo otros, «obras de la ley» a aquellas obras por las cuales realmente es cumplida la ley; y este concepto diferente que tiene Pablo es el motivo de que la mayoría no lo entienda. Ellos no
pueden imaginarse las obras de la ley sino como justas y buenas, ya que la ley misma es buena y justa (Ro.
7:12). Consecuentemente, se ven obligados a entender por «ley» solo las leyes ceremoniales; éstas, opinan,
habrían sido por aquel entonces leyes malas y muertas. Pero se equivocan: la ley ceremonial sigue siendo
ahora tan buena y santa como lo era antes, puesto que fue Dios mismo quien la implantó.
E1 apóstol no se cansa de aseverar que la ley es cumplida sola y exclusivamente por la fe, y no por
las obras. Como el cumplimiento de la ley es lo mismo que justicia, y como la justicia no es cosa de las
obras sino de la fe, no es posible que Pablo entienda por «obras de la ley» un tipo de obras con que se
puedan satisfacer las exigencias de la ley. ¿En qué tipo de obras piensa entonces? La regla del apóstol es
ésta: No son las obras las que producen el cumplimiento de la ley, sino que es el cumplimiento de la ley61
el que produce las obras. No se es hecho justo por hacer obras justas, sino que el que ha sido hecho justo
hace obras justas. La justicia y el cumplimiento de la ley vienen primero, antes de que se hagan obras, pues
las obras emanan de la justicia. Por ende, el apóstol usa para estas obras la designación «obras de la ley»
para diferenciarlas de las «obras de la gracia» u «obras de Dios»; porque dichas «obras de la ley» son
verdaderamente de la ley, no nuestras, puesto que no son producidas por un acto de la voluntad nuestra,
sino que son producidas por la ley que las arranca mediante amenazas o las hace aflorar mediante promesas.
Pero lo que se hace no por voluntad nuestra, por libre decisión, sino por exigencia de otro, ya no es
obra nuestra sino obra del que plantea la exigencia; pues las obras pertenecen a aquel por cuyo mandato son
hechas. Mas el caso es que son hechas por mandato de la ley, no porque así le plazca a nuestra voluntad.
Esto lo demuestra con suficiente claridad el hecho de que si el hombre tuviera la libertad de vivir sin ley,
jamás haría por su propia voluntad las obras de la ley. Por esto Isaías llama. a la ley un «opresor» cuando
dice en el capítulo 9 (v. 4) : «La vara de su hombro, su pesado yugo y el cetro de su opresor quebraste como
en el día de Madián». Pues sólo por «el Niño que nos es dado» (Is. 9:6) y en quien creemos, somos hechos
libres y voluntariosos para cumplir la ley, y ya no seguimos siendo propiedad de la ley sino que la ley es
propiedad nuestra. Y las obras por su parte ya no pertenecen a la ley sino a la gracia de la cual ahora brotan
espontánea y gozosamente, mientras que antes la ley las «exprimía» con rudeza y violencia.
Llegarás a comprender esto si agrupas las obras en cuatro categorías: 1) Obras del pecado: las que
son hechas bajo el dominio de los malos deseos, sin que la gracia ofrezca resistencia. 2) Obras de la ley: las
que son hechas en circunstancias en que los malos deseos son refrenados exteriormente, pero en el interior
arden con tanta más violencia y odian la ley; quiere decir, son obras buenas según su apariencia, pero nulas
en el corazón. 3) Obras de la gracia: las que son hechas en contra de la oposición de los malos deseos, pero
de tal manera que sale vencedor el espíritu de la gracia. 4 ) Obras de la paz y de la salud perfecta: las que,
extinguidos ya los malos deseos, son hechas con la más completa facilidad y el más perfecto placer. Esto
sucederá en la vida futura; aquí sólo ::e experimentan los comienzos.
V. 16b: Por cuanto por las obras de la ley nadie62 será justificado.
A la misma conclusión llega San Pablo también en Romanos 3 (v. 20), donde esta sentencia es el
final de una larga argumentación (v. 9 y sigtes.) a base del Salmo 13:63 «No hay justo, no hay quien haga lo
bueno». Así que las obras de la ley necesariamente tienen que ser pecados; de lo contrario tendrían por
cierto la virtud de ,justificar al que las hace. Y así resulta evidente que la justicia cristiana y la justicia
humana no sólo son dos justicias completamente distintas, sino también diametralmente opuestas, ya que
en el primer caso (en el de la justicia humana), la justicia viene de las obras, y en el segundo, las obras
vienen de la justicia. No es nada extraño, pues, que la teología paulina haya quedado marginada por completo
y ya no haya sido comprendida una vez que la instrucción de los cristianes pasó a manos de hombres que
difundieron la tremenda mentira de que la ética de Aristóteles está en perfecto acuerdo con la doctrina de
Cristo y de Pablo, como que demostraron no haber entendido en lo más mínimo ni a Aristóteles ni a Cristo.
Lo cierto es que la justicia nuestra mira desde el cielo y desciende sobre nosotros; aquellos impíos en
cambio presumieron de ascender al cielo con su propia justicia v de traernos desde allá la verdad que creció
entre nosotros aquí en la tierra.
Por lo tanto, la aserción de Pablo permanece firmemente en pie: «Nadie es justificado por las obras
de la ley», como también el Salmo (143:2): «No será justificado delante de ti ningún viviente». Queda
como único resultado final que las obras de la ley no son obras de la justicia -salvo de una justicia fabricada
por nosotros mismos.
V. 17: Y si buscando ser justificados en Cristo también nosotros somos hallados pecadores, ¿es por eso
Cristo ministro del pecado?64 En ninguna manera.
Con esto, el apóstol quiere indicar: «Ya dijimos que nosotros creemos en Cristo para ser justificados
por la fe de Cristo. Pero si ni así somos justificados, sino al contrario, todavía somos hallados pecadores
y carentes de justificación -ya que tú nos obligas a buscar nuestra justificación en obras de la ley65
-resulta que la justificación por la fe es una vana ilusión, y por haber depositado nosotros nuestra fe en
Cristo, él nos convirtió en pecadores a quienes les hace falta la justicia de la ley. Pero esto es el colmo de lo absurdo y significa abolir directamente a Cristo; porque de esta manera los servicios de Cristo nos habrían
llevado al pecado, que necesitaría de los servicios de la ley para ser quitado; y además, la ,justicia proveniente de la ley sería mejor que la justicia proveniente de Cristo.» En efecto: el apóstol, al argüir así, parte de lo imposible y absurdo, como si quisiera decir: «Si la ley sigue siendo necesaria para quienes buscamos ser justificados en Cristo, entonces, a pesar de haber sido justificados por medio de él, todavía seremos hallados pecadores y deudores de la ley. De ser así, Cristo por cierto no nos justificó, sino que solamente nos hizo pecadores, para que seamos justificados por medio de la ley, lo cual es imposible. Por lo tanto, digo, también esto es imposible: que la ley sea un factor necesario para la justificación, y que nosotros seamos justificados por las obras de la ley. Pues si hemos sido justificados en Cristo, no somos hallados pecadores sino justos, por cuanto Cristo es agente (iat. minister) no del pecado, sino de la justicia.» Así opina San Jerónimo; la opinión de San Agustín es ligeramente distinta, más bien forzada.66
Ahora bien: para entender al apóstol, habrás de darte cuenta de que en forma sutil y velada está
haciendo una comparación entre Moisés y Cristo. Pues es una manera de hablar propia de Pablo llamar a la
ley «ocasión» y «poder» del pecado (Ro. 7:8, 11, 1 Co. 15:56). De ahí que se atreva también a llamar a1
ministerio de la ley «ministerio de la muerte y del pecado», y Corintios 3 (v. 7): «Y si el ministerio de la
muerte grabado con letras, etc.» Y en Romanos 7 (v. 9 y sigtes.) el apóstol explica cómo el pecado «produjo en él la muerte». Por esto Pablo ve en Moisés, agente de la ley, al agente del pecado y de la muerte, dado que por la ley viene el pecado, y por el pecado la muerte, «porque» -dice en Romanos 4 (v. 15) donde no hay ley, tampoco hay trasgresión». Frente a este Moisés, Pablo coloca a Cristo como agente de la justicia que -cumplió aquello que Moisés exigía por medio de la ley. Este hecho se menciona claramente también en Juan 1 (v. 17): «La Ley por medio de Moisés fue dada» -dice allí- «pero la gracia, y la verdad vinieron por medio de Jesucristo», o sea, «la ley fue lo que vino por medio de Moisés, no la gracia ni la verdad; “así que por Moisés fueron dados más bien el pecado y la trasgresión”. Por lo tanto, Cristo no es el que dio la ley, sino el que la cumplió: todo dador de la ley es un agente del pecado, por cuanto mediante la ley da ocasión para el pecado. Esta la razón por qué Cristo ordenó la ley antigua no por sí mismo, sino por medio de ángeles (cap. 3:19); la nueva ley un cambio, es decir, la gracia, la dio por sí mismo, enviando al Espíritu Santo desde el cielo.
Pero aquí nuevamente me encuentro ante la miseria de la iglesia y del pueblo cristiano, cuando
pienso en las selvas, los desiertos, las nubes y los mares de leyes creadas por los de Roma, de las cuales en toda tu vida no alcanzarás a aprender ni siquiera los títulos. En su carta, el apóstol dice sin ningún rodeo
que las leyes son agencias67 de los pecados. No obstante, nuestros Legisladores se vanaglorian de que con su infinidad de leyes, ellos combaten los pecados y los litigios. No se dan cuenta de que la experiencia
misma, que está a la vista de todos, demuestra que ese intento de ellos es una estupidez.
Y para jugar también alguna vez con alegorías: creo que las diez plagas de Egipto (Ex. cap. 7-12)
fueron símbolos no solo de la legislación del Talmud judío, sino también de la legislación eclesiástica.
Pues como leemos que estas plagas fueron infligidas por ángeles malos, es innegable que con ellas se
apunta a las doctrinas y tradiciones de los hombres, puesto que ángel significa claramente un mensajero de
la palabra y maestro, como lo demuestran también aquellos ángeles del Apocalipsis (Ap. 16:1 y sigtes.)
con sus plagas y copas del castigo. Las más de estas plagas quizás tengamos que soportarlas, a causa de
nuestros pecados: que nuestros recursos de agua sean convertidos en sangre; que nos saquen de quicio las ranas -es decir, glosas- con su incesante croar; que nos piquen los piojos y chupen todos nuestros bienes; que las moscas devoren lo que juntamos con sudor y duro trabajo; que sea degollado el ganado, la gente de corazón sencillo; que suframos hinchazones ulcerosas; que nos diezme y nos hiera cual granizo la violencia de los tiranos; que las langostas nos consuman hasta la médula -todas estas plagas, digo, quizás tengamos que soportarlas a causa de nuestros pecados. Pero que a esto se agreguen también los últimos males, que seamos cegados por tinieblas tan densas que se las puede palpar con las manos, y que finalmente perdamos también nuestra primogenitura, la gloria de la justicia y de la fe en Cristo, ¡ay! no hay lamentos suficientes para deplorarlo. Pero como ante tamaña desgracia la responsabilidad paternal de los pontífices permanece dormida, yo cumpliré al menos con mi responsabilidad fraternal, hasta donde me sea posible, advirtiendo y rogando que también nosotros clamemos al Señor, en la esperanza de que él descienda misericordiosamente desde lo alto y nos libre de ese horno de hierro y de esa casa de durísima servidumbre.
Ahora bien: estimo que a más de uno lo inquiete la pregunta de por qué el apóstol dice aquí que los
que creen en Cristo y son justificados, no son pecadores: ¿Acaso no testifica Pablo con sus propias palabras, en Romanos 7 (v. 14) y 8 (v. 2), que ningún hombre está exento de pecados, ni aun él mismo? A esto respondo: Todo aquel que cree en Cristo es justo; todavía no lo es plenamente en cuanto a los hechos, pero sí lo es en esperanza. Ha comenzado, en efecto, a ser justificado y sanado, como aquel hombre a quien abandonaron medio muerto.68 Pero entretanto que es justificado y sanado, no le son imputados, a causa de Cristo, los pecados que todavía quedan en su carne. Esto es porque Cristo, que no tiene en sí ningún pecado, ahora se ha hecho uno con su cristiano e intercede por él ante el Padre (Ro. 8:34). Así, después de confesar que “la ley en sus miembros le lleva cautivo al pecado” (Ro. 7:23) , Pablo dice en Romanos 8 (v. 1): “Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne”.
No dice que no hay “ningún pecado”; al contrario, todavía queda mucho de pecado, pero no le es imputado
al hombre como factor que conduzca a su condenación. A este misterio parece referirse la palabra “consumado es” que Cristo pronunció momentos antes de morir (Jn. 19: 30) . Por lo tanto, todas las declaraciones con que se ensalza el estado de los justos deben entenderse en este sentido: no que sean del todo perfectos en sí mismos, sino que lo son en Dios, porque Dios los considera así y les otorga su perdón por cuanto creen en su Hijo Jesucristo, el cual es nuestra propiciación (Ro. 3:25). Sobre esto se explaya extensamente San Agustín en su libro Acerca de la Naturaleza y la Gracia.69
Quienes sostienen que los bautizados y penitentes ya no tienen ningún pecado y les atribuyen solamente
una debilidad, una proclividad al pecado70 y un estado enfermizo de la naturaleza, están en un
pernicioso error y engañan en forma perniciosa, a otros, sobre todo cuando tratan de demostrar con profusión de palabras que el pecado en sí ya no existe. Lo que debieran decir en realidad es que (en los bautizados y penitentes) el pecado es inexistente sólo porque Dios lo considera inexistente y lo perdona.
V. 18: Porque si las cosas que destruí, las mismas vuelvo a edificar, trasgresor me hago.
Esto quiere decir: «Si mediante la predicación acerca de la fe enseñé que en Cristo hemos sido
justificados y que la ley ha sido cumplida, con, ello destruí también el pecado. Si ahora me pusiera a
enseñar que la ley todavía debe observarse, y que todavía no ha sido cumplida: ¿qué haría yo con esto sino
reimplantar los pecados y decir que aún tenemos la obligación de vencerlos por medio de nuestras propias
obras? Y lo único que lograría con tal proceder seria demostrar que he obrado mal antes, o que estoy
obrando mal ahora, quiere decir, me haría trasgresor, más aún, me apartaría de Cristo en el cual fui justificado, y me entregaría de nuevo a la ley y a los pecados, retornando al mismo estado de trasgresor en que me hallé antes de llegar a la fe en Cristo.»
También aquí, el apóstol emplea una de esas expresiones tan propias de él, lo que conduce a discrepancias
entre los intérpretes. En opinión de San Jerónimo, con lo «destruido» Y «vuelto a edificar» ha de
entenderse la ley, más precisamente, la ley ceremonial. Aunque correcta, esta opinión es demasiado restrictiva como para adecuarse en forma satisfactoria a los demás pasajes bíblicos pertinentes. San Agustín ve en lo «destruido» las obras de la ley, mejor dicho el ánimo orgulloso y presumido que se moría en las obras de la ley. Tampoco quiero rechazar esta interpretación. Sin embargo, comparamos lo dicho en esta frase con el contexto precedente y con otros pasajes, parece que lo que el apóstol destruye es el pecado (como ya lo afirmé antes) y no la ley. Que ésta sea la interpretación correcta, se desprende ante todo de Romanos 3 (v 31), donde Pablo recalca que él «no invalida la ley por la fe, sino que la confirma». En Romanos 6 (v. 6) en cambio habla de destruir los pecados: «para que el cuerpo del pecado sea destruido». Pues los pecados, que existían y que «abundaba» por haber sido introducida la ley (Ro. 5:20), son destruidos por la fe: en efecto, el pecado no es destruido si no hay cumplimiento de la ley. La ley empero se cumple sola y exclusivamente por medio de la fe. Así sucede que la fe confirma la ley y al mismo tiempo destruye los pecados; pues al tiempo que por la fe se satisfacen las exigencias de la ley, cesan también los pecados, y la ley permanece en vigencia.
Lo otro, «volver a edificar los pecados», significa entonces: predicar nuevamente la ley, y considerar
imprescindible su observancia y cumplimiento. Pero donde persiste la obligación de cumplir la ley,
todavía no se ha establecido la justicia, más aún: allí sigue existiendo el pecado; pues precisamente en esto
consiste el pecado: en que todavía no se ha dado cumplimiento a la ley. De esta manera, los pecados de los
cuales antes se enseñaba que habían sido destruidos por la fe, vuelven a aparecer. En consecuencia, edificar
el pecado es lo mismo que debilitar, destruir e invalidar la ley. En cambio, destruir el pecado es lo mismo
que establecer, edificar y cumplir la ley. Cualquiera pues que enseña que ha sido cumplida la ley y establecida
la justicia, con toda seguridad destruye los pecados. Y esto lo hace quien enseña que por la fe en
Jesucristo somos hechos justos, vale decir, cumplidores de la ley. Pero quien sostiene que la ley debe
cumplirse y que la ,justicia todavía no ha sido establecida, con toda seguridad da nueva vigencia y vida a
los pecados, constituye a los hombres en deudores de la ley y los obliga a guardarla.
Como dije: esto es, creo yo, lo que el apóstol tenía en mente al escribir estas palabras. Pues es muy
común en él la afirmación de que mediante el pecado se destruye la ley, como p. ej. en Romanos 8 (v. 3):
«Lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne», es decir, no se la cumplía; porque la
carne no cumple la ley, por lo tanto la «debilita». Pero también en otros pasajes de las Escrituras hallamos
el mismo giro. Así leemos en Jeremías 35 (v. 16): «Los hijos de Jonadab tuvieron por firme el mandamiento
que les había dado su padre», y en el mismo capítulo (v. 14) : «Fueron firmes las palabras de Jonadab que
les mandó». E1 Salmo 141 (v. 6) dice: «Oirán mis palabras, por cuanto éstas tuvieron poder»,71 o sea:
fueron hechas una potencia, fueron afirmadas y cumplidas. El Salmo 17 por su parte declara: «No fueron
debilitadas mis huellas»,72 esto es: mis caminos fueron afirmados y cumplidos. En cambio, el Salmo 10
dice: «Porque destruyeron lo que tú habías llevado a cabo»,73 i.e. «tu ley» -así reza en el texto hebreo- «la
han hecho pedazos», etcétera.
Pero también de lo expuesto anteriormente por Pablo mismo se podrá desprender con claridad que
éste es el sentido intentado. Pues allí (v. 17) el apóstol decía que «los que han sido justificados en Cristo no
son hallados pecadores», con lo que se demuestra en forma convincente que en ellos, los pecados han
quedado destruidos. Si a pesar de esto fuesen hallados pecadores, los pecados que ya habían sido destruidos serían ahora restaurados. Pero esto sería una blasfemia contra Cristo, quien destruyó para nosotros el pecado y la muerte si es que depositamos nuestra fe en él. Así dice también San Juan (1 Jn. 3: 9): «El que es nacido de Dios, no practica el pecado». Por otra parte: que el apóstol habla aquí no sólo pie las leyes ceremoniales, sino en forma muy general de la ley entera: esto, creo, está lo suficientemente claro. Pues muy poco habría logrado Cristo con destruir los pecados contra la ley ceremonial solamente. Pero como él destruyó también los pecados contra el Decálogo, esta victoria mayor hace evidente que fueron destruidos asimismo los pecados contra la ley ceremonial, por lo que la observancia de todas las leyes ha llegado a ser ahora una observancia enteramente libre.
Sin embargo, me veo obligado una vez más a dirigir una advertencia al lector habituado a la teología
común y corriente. Quizás se sienta algo confundido al oír que la ley está cumplida para todos los que
creen en Cristo. Pues dirá: «¿Por qué se nos enseña entonces que debemos cumplir el Decálogo y los tantos mandamientos contenidos en el Evangelio y en los escritos de los apóstoles, y por qué se nos exhorta cada día a que hagamos las obras que allí se prescriben?» La respuesta Es, como ya se dijo antes: ¿Cómo sucede que los que fueron justificados por la fe en Cristo, no son pecadores y sin embargo son pecadores? En efecto: tanto lo uno como lo otro se afirma en la Escritura en cuanto al hombre justo. Juan escribe en su
primera carta cap. 1 (v. 8): «Si decimos que no tenemos pecados, nos engañamos a nosotros mismos, y la
verdad no está en nosotros»; y más adelante, en el último capítulo (v. 5:18): «Sabemos que todo aquel que
ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues su procedencia de Dios, 190 es decir, el hecho de haber
nacido de Dios, le guarda, y el maligno no le tocará.» Además, cap. 3 (v. 9): «Todo aquel que es nacido de
Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él, y no puede pecar». Fíjate bien en
lo que dice el apóstol: «No puede pecar»; y sin embargo, si el hombre dice que no tiene pecado, miente (1
Jn. 1:10). Una contradicción similar podemos observar también en Job: Dios, que es incapaz de mentir,
llama a Job «varón justo e inocente», cap. 1 (v. 8); no obstante, él mismo confiesa más adelante repetidas
veces ser un pecador, especialmente en cap. 9 (v. 20) y 7 (v. 21): «¿Por qué no quitas mi pecado?», etc.
Ahora bien: lo que dice Job tiene que ser verdad; porque si estuviera diciendo mentiras en presencia de
Dios, de seguro Dios no le llamaría justo. ¡Por lo tanto, Job es un justo, y al mismo tiempo un pecador!74
¿Quién podrá resolver lo contradictorio de estos diversos aspectos? ¿O dónde estará el punto en que se
tocan? En el propiciatorio, por cierto75 en cuya contemplación los rostros de los querubines se encuentran,
mientras que en otras partes aparecen dirigidos en direcciones opuestas.76 Por lo tanto: ya que mediante la
fe se produce en los creyentes un comienzo de justicia y de cumplimiento de la ley, lo que aún resta de
pecado y de ley por cumplir no les es imputado, precisamente a causa de Cristo en quien creen. Pues esta fe misma, una vez nacida, se impone la tarea de expulsar de la carne lo que resta del pecado, mediante
diversas aflicciones, duro trato de sí mismo, y mortificaciones de la carne, para que de esta manera la ley de Dios sea aceptada con agrado y cumplida no sólo en el espíritu y en el corazón, sino también en la carne que sigue ofreciendo resistencia a la fe y al espíritu que ama y cumple la ley, como tan acertadamente lo
describe S. Pablo en Romanos 7 (v. 22 y sigte.). Por consiguiente: si miras las cosas contra el fondo de la fe, la ley está cumplida, los pecados destruidos, no queda ningún remanente de la ley; pero si miras las cosas contra el fondo de la carne, en la cual no mora el bien (Ro. 7:18), te verás obligado a admitir que los que son justos en espíritu por medio de la fe, aún siguen siendo pecadores.
Toda la preocupación del apóstol se concentra, por lo tanto, en esto: que nadie haga el presuntuoso
intento de introducir justicia en su corazón mediante las obras de la ley, como si allí no estuviera reinando
ya la justicia que proviene de la fe -esa justicia que es la fuente desde la cual fluyen a la carne las obras de
la ley y su cumplimiento. Permíteme que te lo muestre con un ejemplo: Cristo, que es sin pecado alguno y
que es la cabeza de los justos, no adeuda absolutamente nada a la ley, ni tampoco necesita que nadie le
instruya acerca de lo que debe hacer, puesto que ya lo hace todo, y en medida más abundante de lo que la
ley lo enseña. Sin embargo, él gobierna y ejercita a su cuerpo y carne, vale decir, a la iglesia, para derramar
en ella su justicia; pues tal como él mismo es obediente a su Padre en todo, él quiere hacer que también su
cuerpo, que aún no es tan obediente ni libre del pecado, sea llevado a esta obediencia. De la misma manera, el espíritu del hombre justo ya es sin pecado, por la fe, y no le adeuda nada a la ley. Pero tiene todavía ese cuerpo que no se le asemeja y que es rebelde. Y sobre este cuerpo, el espíritu actúa y lo ejercita para que también llegue a ser sin pecado, justo, santo, y semejante a él.
De ahí que los mandamientos sean necesarios solamente para los pecadores. Ahora bien: debido a
su carne, también los justos son pecadores. Sin embargo, esta pecaminosidad no es cargada en su cuenta, a causa de la fe que tiene su hombre interior. Este hombre interior, hecho semejante a Dios, persigue, odia y crucifica el pecado que aún habita en su carne, hasta alcanzar la completa perfección, tanto en la carne
como en el espíritu, en la vida venidera. Y entonces ya no adeudará nada a ninguna ley. Desde un punto de
vista, pues, está cumplida la ley, estamos libres de deudas para con la ley, y están destruidos los pecados.
Pero los que tratan de alcanzar justicia mediante las obras de la ley, vuelven a edificar incluso el pecado de
la incredulidad, en oposición a la fe que está en el espíritu. Y no sólo eso, sino que por medio de las obras
de la ley, estos más perversos entre los hombres ensalzan el pecado que habita en la carne -este pecado al
cual la fe expulsa durante la vida entera, de modo que llega a ser como si no existiera- y sobre esto edifican
su justicia, su cumplimiento de la ley, en lugar de edificarlos sobre la fe. En efecto: se tienen a sí mismos
por justos si dieron cumplimiento a las obras de la ley; pero la realidad es que ni tienen fe en Cristo, la cual
es la «justicia interior», ni tampoco pureza de la carne, sino que solamente simulan tenerla. Pero así no son
justos ni por dentro ni por fuera; antes bien, con esa simple apariencia exterior se engañan a sí mismos y a
los demás hombres.
Por consiguiente, los mandamientos son necesarios, no para que alcancemos la justicia mediante el
cumplimiento de las obras que ellos exigen, sino para que, siendo ya justos, sepamos de qué manera nuestro espíritu ha de crucificar la carne y gobernarla en las cosas de esta vida. Pues si no hacemos esto, la carne se engríe, rompe el freno y derriba al jinete, que es el espíritu de la fe. El freno es para ponérselo al caballo, no al jinete.
V. 19: Porque por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios.
También esta expresión figurada la explica el apóstol más ampliamente en el ya mencionado capítulo
7 de la carta a los Romanos. Allí (v. 2 y sigs.) nos describe el caso de la mujer supérstite que «queda
libre de la ley que la sujetaba a su marido, ahora muerto». Todo esto serán para ti palabras sin ton ni son, a
menos que apartes de tu mente todo pensamiento en cuanto a muertes y mutaciones metafísicas. Así como una muerte anula la otra muerte, un pecado el otro pecado, una cautividad la otra cautividad, una libertad la otra, una servidumbre la otra, una vida la otra vida, un bien el otro bien, un mal el otro mal, una maldición la otra, una luz la otra luz, una oscuridad la otra, un día el otro día, una noche la otra, así una ley anula la otra ley. Ejemplos para esto hay muchísimos en las Escrituras, ante todo en las cartas de Pablo.77
Es evidente, pues, que Pablo se refiere a una doble ley. La una es la ley del espíritu y de la fe, por la
que el hombre vive para Dios, vencidos ya los pecados y cumplida la ley; de esto ya se habló con suficiente
amplitud. La otra es la ley de la letra y de las obras, por la que el hombre vive para el pecado, porque jamás
alcanza el cumplimiento de la ley, sino sólo un cumplimiento fingido. Pues la ley despierta odio hacia ella
misma, la fe en cambio hace que el corazón se goce en la ley. Por consiguiente, el hacedor de la ley, al
guardarla, lo hace con un corazón lleno de odio hacia ella, quiere decir, incurre en el más detestable incumplimiento de la ley, ya que en sus adentros desea una cosa, y por fuera simula otra. En cambio, el espíritu de la fe, al guardar la ley lo hace gozándose en ella, esto es, la cumple en la forma más excelente, y no obstante, por fuera lucha con sus pecados y demuestra con ello que es pecador. Estos dos, pues, son adversario el uno del otro: el «hombre legalista’ peca en su interior, y hacia el exterior luce una pretendida
justicia; el «hombre de fe» obra bien en su interior, hacia el exterior lleva sus pecados y los persigue.
Por lo tanto, mediante la ley de la fe, Pablo vive en su interior para Dios, y allí mismo ha muerto
para la ley. Mas en la carne todavía no vive para Dios sino que es vivificado por Dios. Todavía no está
muerto para la ley sino que va siendo muerto para la ley, y eso durante todo el tiempo en que aún tiene que
esforzarse por propagar a su exterior carnal esa pureza que a fe produce en su corazón. Y por este esfuerzo
se le otorga la gracia de considerársele un hombre que vive por entero para Dios y que está muerto para la
ley, conforme al mismo modo de hablar figurativo con que antes se le llamaba pecador y no pecador,
cumplidor y no cumplidor.78 Pues sólo en la vida eterna sucederá que vivamos plenamente para Dios y
estemos completamente muertos para el pecado.
Que el «vivir» y «morir» de que se habla en este pasaje, no se deban tomar en su sentido físico y
natural, lo evidencia la misma forma de expresarse del apóstol; pues él no habla de un simple morir y vivir,
sino que dice: «soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios». Ahora bien: «vivir para la ley» es estar
sujeto a la ley y a su dominio, como se lee en Romanos 7 (v. 1): «La ley ejerce dominio sobre el hombre
durante todo el tiempo que éste vive». Así como el esclavo, en tanto que no es rescatado, vive para su amo
conforme a las normas de la esclavitud y según el derecho civil, así ocurre también con nosotros: en tanto
que nos hallamos al margen de la fe, somos esclavos de la ley, dominados por malos deseos, hacemos las
obras de la ley sólo por compulsión, y de esta manera en realidad no es tamos cumpliendo la ley; ésta se
cumple sólo por el amor que emana de la fe. Por otra parte, «morir para la ley» es ser hecho libre de la ley.
Así como cualquier deudor, una vez muerto, queda libre del acreedor que le acosaba, así también nosotros:
cuando por la gracia otorgada al creyente, el viejo hombre comienza a ser muerto, y el pecado que abundaba a causa de la ley comienza a ser destruido, entonces morimos esta santa muerte, es decir, somos vivificados para la justicia. Así lo explica el apóstol en forma muy detallada en Romanos capítulos 6 y 8, donde con el mismo lenguaje figurativo llama a los que han muerto al pecado (Ro. 6:2, 10, 11) «gente que vive para la justicia» (Ro. 8:10). Resulta entonces que «vivir para la ley» es no cumplir la ley, y «morir para la
ley» es cumplirla. Esto último es echo por la fe en Cristo, aquello otro por las obras de la ley. Véase
Romanos 3 ( v. 28 ): «Concluimos pues que el hombre es justificado por la fe» -para «fe», Pablo usa
también la expresión «ley de la fe» ( 3:27); e igualmente Romanos 8 (v. 2) «La ley del Espíritu de vida -vale
decir, la ley de la fe- me ha librado de la ley de la muerte y del pecado», quiere decir, me ha librado de la ley
que produce y aumenta la muerte y el pecado, como lo hace toda ley, se« de procedencia divina o humana.
Ya que hemos entrado en el tema, explicaremos aún más claramente estas dos leyes:
La ley del Espíritu es urea ley a la que de ninguna manera se le puede dar forma escrita, ni se la
puede expresar en palabras, ni idear en la mente, sino que es, propiamente, la voluntad viva, la vida como
experiencia inmediata,79 aquella realidad también que se inscribe en los corazones por el dedo del solo
Dios. De esto se habla. en Romanos 5 (v. 5): «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» y en Jeremías 31 (v. 33) citado por el apóstol en Hebreos 8 (v. 10) y 10 (v. 16): «Pondré mis leyes en las mentes de ellos, y sobre su corazón las escribiré». Esta luz del entendimiento en la mente, esta llama en el corazón, digo, es la ley de la fe, la ley nueva, la ley de Cristo, la ley del Espíritu, la ley de la gracia, la ley que lo hace a uno justo, que lo cumple todo, que crucifica los malos deseos de la carne. Muy acertado es también lo que observa S. Agustín respecto de este texto: «El que con amor a la justicia vive justamente, en cierto sentido vive la ley misma».80 Nótese bien: «con amor a la justicia»; porque este amor es algo que la naturaleza no conoce, la fe en cambio lo obtiene. Así dice en 2 Corintios 3 ( v. 3) : «Vosotros sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra sino en tablas de carne del corazón».
La ley de la letra es toda ley que se escribe con letras, se expresa en palabras, y se idea en la mente,
sea que esto se haga en forma tropológica, alegórica, anagógica, o de cualquier tipo de enseñanza mística.81
Es ésta la ley de las obras, la ley antigua, la ley de Moisés, la ley de la carne,82 la ley del pecado, la ley e la ira, la ley de la muerte, que lo condena todo, que hace culpables a todos, que aumenta los malos deseos, y que mata, unto más cuanto más se refiere a cosas espirituales, como aquel mandamiento del «No codiciarás » (Éx. 20:17). Pues este mandamiento hace culpables a muchas más personas que el «No matarás» (Éx. 20: 13) o el «Circuncidaréis la carne de vuestro prepucio» (Gn. 17: 11) u otra ley ceremonial de este género; porque :n la ley del Espíritu ninguna obra se hace bien, sino siempre en forma simulada.
Concluyese de esto que la ley del Espíritu consiste en lo que la ley de la letra exige: me refiero a la
buena voluntad de cumplirla. Como pruebas citaré: Salmo 1 (v. 2): «Sino que en la ley del Señor está su
voluntad»,83 es decir, su amor. Romanos 13 v. 10): «El cumplimiento de la ley es el amor». También 1
Timoteo 1 (v. 5): «El propósito de este mandamiento es el amor». para decirlo de la manera más clara y con
términos de uso común:84 La ley de la letra y la ley del Espíritu difieren entre sí del mismo modo que la
señal y lo señalado, la palabra y la cosa real. Por eso una vez que se haya alcanzado la cosa real, ya no hace falta la señal; así, pues, «la ley no fue dada para el justo» (1 Ti. 1:9) . En cambio, mientras poseamos
solamente la señal, se nos enseña a buscar la realidad misma.
Así, Moisés y los profetas, y finalmente también Juan el Bautista, nos dirigen hacia Cristo. La ley
enseña lo que debes hacer, y qué te falta: Cristo da lo que debieras hacer y tener. Por lo tanto, los que no dan a la ley el uso exclusivo de señal que los dirige hacia Cristo y los hace conocer su miseria y buscar gracia, hacen cometer con ella un gravísimo abuso. Pues apenas la oyeron, se disponen a cumplir las obras que ella demanda, confiando para ello en su propia capacidad. Buscan en sí mismos la «realidad» de la ley y presumen de poseerla, aun viendo que en sí mismos no pudieron descubrir ni siquiera la «señal», es decir, la ley misma.
Infiérese, además, que toda ley de la letra es espiritual, al menos en la forma en que se puede llamar
«espiritual» a la ley. Así dice el apóstol en Romanos 7 (v. 14): «Sabemos que la ley es espiritual». Y en
ninguna parte de las Escrituras leemos que se llame «carnal» a la ley escrita con letras, por más que un
Orígenes se empeñe con frecuencia en afirmarlo, llevado por sus propias ideas. Verdad es que Pablo habla
de «la ley en sus miembros» (Ro. 7:23) y de los «malos deseos de la carne» (Col. 3: 5) . Pero esto no es «la letra»; antes bien, es lo que es señalado y prohibido por la letra de la ley. Por ende, la ley es espiritual
porque requiere el espíritu de la fe; quiere decir: es espiritual no a causa de la señal sino a causa de la
realidad indicada por la señal, ya que no se puede hacer ninguna obra buena a menos que se la haga de un
corazón alegre, voluntario y gozoso, esto es, en el espíritu de libertad. De otra manera, si se debiera llamar
ley espiritual sólo a aquella que no prescribe más que obras espirituales, no habría prácticamente ninguna
ley espiritual, excepto aquella que, según nuestros teólogos, da prescripciones acerca de los actos que uno
arranca de su corazón.85 Ni siquiera las obras del amor serían entonces espirituales. ¿O acaso el lavar los
pies a los huéspedes, socorrer al pobre, amonestar al que está en un error, orar en favor del pecador, soportar la ofensa, no son todo esto actividades corporales? Por supuesto que sí, y no lo son menos que cualquier obra prescripta por las leyes ceremoniales tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Es sola y únicamente el espíritu de la fe el que establece una diferencia entre las obras; otra diferenciación que ésta no existe, ni entre las obras que se pueden hacer con el alma, ni entre las que se pueden hacer con el cuerpo.
Cuando son hechas por compulsión de la ley de la letra, estando ausente la ley del Espíritu, todas las obras
son carnales o hechas conforme a la letra; en cambio, cuando al ser hechas está presente la ley del Espíritu, son espirituales. Más adelante tendremos oportunidad de ver algo más acerca de este tema.
Aquí, creo, puedes descubrir también la raíz de donde surge mi indignación contra los tantos preceptos,
disposiciones y decretales pontificios, a cuyo tiránico imperio se debe que la iglesia se halle ahora
en un estado de postración y sea desolada cada día más. En efecto: ya que «el amor se enfría» (Mt. 24:12)
y Dios va quitando paulatinamente la ley del Espíritu a causa de nuestros pecados, lo que debía hacerse era
barrer también, y completamente, con las leyes que sin este Espíritu no es posible cumplir. Pero en lugar de esto, su número es aumentado cada día para grande ira de Dios. Y así sucede que las autoridades eclesiásticas imponen a los hombres «cargas insoportables (máxime si no cuentas con el dinero necesario para comprar indultos) que ellos ni con un dedo quieren o pueden mover» (Mt. 23:4). Entretanto, a esos tan
vigilantes pastores de la grey de Cristo no se les ocurre ni en pensamiento apacentar as ovejas con la
palabra de la fe y del Espíritu. Esto es lo que deploro: que con tantas leyes inútiles y perjudiciales no se
logre otra cosa que multiplicar hasta lo infinito las ofensas de Dios; pues los mandamientos hay que cumplirlos también en el espíritu; sin embargo, no es posible que nos pongamos en posesión del Espíritu por un esfuerzo personal nuestro.
No obstante, por lo pronto quiero al menos dar un consejo. En primer lugar: si tienes el Espíritu, de
modo que eres capaz de soportar todo esto sin rebelarte, hazlo, y hazlo de tal manera como si por voluntad
de Dios tuvieras que soportar la opresión del turco o de algún otro tirano. Esto sí: la tiranía de las leyes
eclesiásticas, por ser una opresión de las conciencias, supera en mucho la tiranía de los turcos, que oprime
solamente los cuerpos o ciertas cosas sin importancia que tienen que ver con el cuerpo. Y ni siquiera en este
aspecto podríamos decir que los turcos son peores que nosotros, si tienes en cuenta el robo que se comete
con los palios y las anatas, y otros negociados intolerables que se hacen con las bulas.86 Si no estás dispuesto a soportar con paciencia todo esto, ve y compra por dinero o favores,87 si no es posible hacerlo en otra forma, lo que se te debía dar gratuitamente, y sacude de tu cuello esta carga mediante indultos. Sin embargo, esta instrucción la doy sólo con respecto a aquellos preceptos cuyo cumplimiento no atente contra un caso de real necesidad o contra el amor. Pues en tales casos, de necesidad o de amor, como ya dije antes,88 esos preceptos deben quebrantarse sin cargos de conciencia, también sin #pagar por ello, después de haber recabado el consejo de un hombre que merezca confianza. Aquí, empero, estoy hablando de preceptos que cumples contra tu voluntad, aun no mediando un motivo fundado en la necesidad o en el amor para dejarlos a un lado. En este caso, en efecto, es mejor que pierdas una módica suma de dinero, antes de que atormentes tu conciencia con el lazo de las leyes. Y no temas que el proceder de este modo configure el delito de simonía.89 Pues no compras indulto por deseo o voluntad (muy al contrario: preferirías obtenerlo en forma gratuita); antes bien, es como si cedieras, contra tu voluntad, a enfadosas exacciones. Si la falta de dinero o la distancia local te impide obtener indulto, no tengas reparos en observar los preceptos al menos en público, para evitar el escándalo. Mas en tu ámbito propio y privado, consulta el parecer de un hombre de buena reputación, y ten la certeza de que si el pastor que debía cuidarte, te descuidó, Cristo actuará contigo con tanta mayor solicitud y ternura - siempre que rindas a sus mandamientos una obediencia de corazón.
V. 20a: Con Cristo estoy juntamente crucificado: vivo empero, mas no ya yo, sino que vive Cristo en mí.
«Soy muerto para la ley» había dicho Pablo; ahora describe cómo se produjo esta muerte: por la
cruz de Cristo. A este contexto pertenece también lo que dice Pablo en Gálatas 5 (v. 24: «Los que son de
Cristo han crucificado la carne con sus pasiones» y Pedro en su primera carta cap. 4 (v. 1) : «Puesto que
Cristo ha padecido en la carne, vosotros también armaos del mismo pensamiento; pues quien ha padecido
en la carne, terminó con el pecado»; además, 1 Pedro 2 (v. 24): «Él mismo llevó nuestros pecados en su
cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia». Acorde
con esto, San Agustín enseña en el libro III de su obra «Acerca de la Trinidad» cap. 4,90 que la pasión de
Cristo es un sacramento y al mismo tiempo un ejemplo: sacramento, porque es señal de la muerte del
pecado en nosotros, y en efecto otorga esta muerte a los que creen en Cristo; ejemplo, porque en imitación
de él, también nosotros hemos de padecer y morir en lo que al cuerpo se refiere. Del sacramento se habla en Romanos 4 (v. 25): «El cual fue muerto a causa de nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación»; del ejemplo, en 1 Pedro 2 (v. 21): «Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas». El sacramento lo trata Pablo en forma amplísima en Romanos 6 (v. 3-11) y 8 (v. 2-4), Colosenses 3 (v. 3) y muchos otros pasajes más. Así también en el texto que aquí nos ocupa: dice que «fue crucificado juntamente con Cristo», -lo que corresponde al sacramento- por haber dado muerte al pecado y a los malos deseos. Lo que quiere decirnos el apóstol es lo siguiente: los que intentan alcanzar justicia mediante el cumplimiento de las obras de la ley, no sólo no crucifican su carne, sino que incluso intensifican las pasiones de ésta. Tan lejos están de poder ser justificados. Porque «la ley es el poder del pecado» (1 Co. 15:56): al prohibir la concupiscencia, de pecho la incita y la exacerba. La fe en Cristo en cambio, por manto tiene amor a la ley que prohíbe la concupiscencia, ya está haciendo lo que la ley manda: ataca la concupiscencia y la crucifica.
Por lo tanto, no es la abolición del pecado lo que se consigue por medio de la ley, sino sólo el
conocimiento y el incremento de los pecados; y el que busca en ella la justificación, busca en vano. Además:
la vida que vive el justo no es una vida que surgió de él mismo, sino que Cristo vive en él; pues por la
fe, Cristo habita en él y derrama en él su gracia. Y como resultado de ello, el hombre es gobernado ya no
por su propio espíritu sino por el Espíritu de Cristo. Pues mientras somos impulsados por nuestro propio
espíritu, en vez de crucificar los malos deseos, los seguimos. En consecuencia: el que creamos, que seamos justos, que hayamos muerto para la ley, que hagamos morir los malos deseos, todo esto se debe atribuir por entero a Cristo, y no a nosotros.
V. 20b: Mas lo que ahora vivo en la carne. lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a
sí mismo por mí.
Erasmo comenta esto muy acertadamente: «Lo que ahora vivo» es «esa vida que llevo ahora», como
lo explica también Pablo mismo en Romanos 6 (v. 10), o «el tiempo que vivo», como dice Pedro en su
primera carta, cap. 4 (v. 2): « ..Para vivir el tiempo que resta ... conforme a la voluntad de Dios». San
Jerónimo opina, que hay una diferencia entre «estar en la carne» y «vivir en la carne», y cita para ello lo que
Pablo dice en otra parte: «Vosotros no estáis en la carne»,91 y «Los que están en la carne, no pueden agradar a Dios», Romanos 8 (v. 8). Lo que yo veo es que cuando Pablo habla de andar en la carne « como por ejemplo en 2 Corintios 10 (v. 3): «Pues aunque andemos en la carne, no militamos según la carne»-, siempre apunta a algo malo. En cambio, el quedar en la carne lo considera necesario, como se desprende de un pasaje de su carta a los Filipenses (Fil. 1:22, 24). No sé, por lo tanto, si la distinción de que habla Jerónimo se puede aplicar en forma constante. Pues bien, el sentido de las palabras del apóstol es: «Dije que ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Pero para que no penséis -o para que no parezca que se esté dando a futuros herejes motivo para pensar- que la vida cristiana transcurre fuera de la carne, en una especie de culto a los ángeles (Col. 2:18), y que es un andar en cosas demasiado sublimes para el ser humano (Sal. 131:1), por esto aclaro: Cristo vive en mí de tal manera que yo, pese a ello, continúo viviendo en la carne.
Mas mi vivir en la carne no significa que mi vida sea una vida procedente de la carne, llevada de un modo
carnal, o conforme a la carne. No: yo vivo en la fe en el Hijo de Dios:» Los que buscan la justicia en sus
obras, por su parte también viven en la carne, quiere decir, en la vida del presente, pero esta su vida no la
llevan en la fe en Cristo, sino en las obras de la ley, y así llevan una vida que está «muerta en pecados» (Ef.
2:11) . Donde Pablo dice que su vida es una vida de justicia,92 él incluye las dos clases de vida, la corporal
y la espiritual, y afirma que la vida corporal llega a ser verdaderamente una vida si es vivida en Cristo y en
el espíritu de la fe. Pues así como la ley mata a sus cultores con una muerte espiritual al hacer que el pecado aumente en fuerza y número, así convierte también la vida corporal en una vida “muerta”, es decir, pecaminosa.
¿Dónde están ahora nuestros «neutrales» que inventaron un estado intermedio entre el pecado y la
justicia proveniente de la fe, a saber: «lo moralmente bueno»,93 si el apóstol llama a la misma justicia de la
ley una “muerte”? Pero en los escritos del apóstol, sólo es calificado de “muerto” lo que ya anteriormente
es pecado. En 1 Corintios 15 (v. 56) se afirma que “el aguijón de la muerte es el pecado”, y en Romanos 5
(v. 12) se habla de la “muerte por medio del pecado”. No existe, por lo tanto, ninguna obra muerta que sea
al mismo tiempo no causante de muerte o simplemente no meritoria, como dicen ellos, sino que la obra
muerta es a la vez también un pecado.
V. 21: No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo.
El querer justificarse con las obras y fuerzas propias, mediante la ley, constituye una ofensa tan
grave que el apóstol la define como un «desechar la gracia de Dios». No la llama: meramente una ingratitud,
la que de por sí ya es algo malísimo, sino además un desprecio. El afán supremo del hombre debiera ser
el de buscar la gracia de Dios; pero aquellos94 la rechazan, a pesar de que la habían recibido gratuitamente.
¡En verdad, una muy seria reprensión la de Pablo!
Este razonamiento del apóstol de que «si la justicia fuese por la ley», etc., es digno de que se lo
examine con toda atención. Aquí se declara sin ambages: o Cristo murió de balde, -lo cual es el colmo de
las blasfemias contra Dios-, o por la ley no se tiene más que pecado. Pues a aquellos que introducen en la
teología distinciones sacadas de su propia cabeza, hablando de justicia moral, justicia de la fe, y no sé qué
otras clases de justicias -a esa gente hay que mantenerla a gran distancia de las Sagradas Escrituras. Concedamos que el Estado tema su justicia particular, que los filósofos tengan la que a ellos les parezca adecuada, y cada cual la suya. Pero aquí tenemos que entender la «justicia» en el sentido que la Escritura le da. Y esta justicia, afirma el apóstol, existe sola y cínicamente por la fe en Jesucristo: todas las demás obras, aun las que emanan de la santísima ley de Dios, no sólo no otorgan justicia, sino que hasta son pecados, y hacen al hombre peor ante los ojos de Dios. Tan pecaminosas son, v tan distantes de la justicia, que el Hijo de Dios tuvo que morir para que a nosotros se nos pudiera regalar la justicia. Por lo tanto, en teología no llames jamás «justicia» a lo que está fuera de la fe en Cristo. Mas si es seguro que no es justicia, es igualmente seguro que es pecado, y pecado merecedor de condenación.
Fíjate pues en la nueva justicia, y en la nueva definición de lo que es justicia. Por lo general se dice:
«La justicia es la virtud que da a cada uno lo que le corresponde». Aquí en cambio se dice: «La justicia es
la fe en Jesucristo o la virtud por la cual se cree en Jesucristo», como leemos en Romanos 10 (y 10): «Con
el corazón se cree rara justicia», es decir, si alguien quiere ser justo, debe creer de corazón en Cristo. Y San Jerónimo escribe en el capítulo 3 de su Comentario:95 «Muy acertada es aquella sentencia de un sabio de que no se vive como creyente a causa de la justicia, sino que se vive como justo a causa de la fe, o sea, no se es creyente a causa de la propia justicia, sino que se es justo a causa de la fe». ¡Admirable sentencia, por cierto!
De esto se desprende: si el justificado por la fe da a cada uno lo que le corresponde, no lo da por sí
mismo, sino por otro, a saber, por Jesucristo; pues éste solo es tan justo que da a todos lo que se les debe
dar; es más: a él todos le deben todo. Mas el que cree en Cristo y ha llegado a ser uno con él por el espíritu
de la fe, ya no sólo deja satisfechos a todos, sino que logra además que todos le deban todo, ya que él tiene todas las cosas en común con Cristo. Sus pecados ya no son suyos, sino de Cristo. Pero en Cristo, los pecados ya no pueden vencer la justicia; al contrario, ellos mismos son vencidos: son, pues, destruidos en él. Y viceversa: la justicia de Cristo ya no es sólo justicia de Cristo, sino la justicia de su cristiano. Por lo
tanto, el cristiano no puede deber nada a nadie ni puede ser subyugado por sus pecados, ya que es sustentado
por una tan grande justicia.
He aquí la inestimable gloria de los cristianos, la inefable solicitud que el amoroso Dios tiene para
con nosotros, solicitud por la cual se nos regalan tan grandes y tan preciosos dones. Con toda razón, Pablo
exhorta con tanto énfasis a que no se desechen estos dones. Es por esto también que esta justicia es llamada «justicia de Dios» en textos como 1 Corintios 1 (v. 30): «Cristo nos ha sido hecho por Dios justicia, sabiduría, santificación y redención»; Romanos 1 (v. 16): «No me avergüenzo del evangelio; en él se revela la
justicia de Dios por fe y para fe, como está escrito: el justo por la fe vivirá»; Romanos 10 (v. 3): «Ignorando
la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se lían sujetado a la justicia de Dios». En este sentido aparece la expresión también en los Salmos: 30 (31:1): «Líbrame en tu justicia» -de ninguna manera en (o por) la mía propia, porque ésta procede de la ley y no es más que pecado. Además, Salmo 142 (143:1): «Escúchame por tu justicia»; Salmo 71 (72: 1, 7): «Oh, Dios, da tu juicio al rey, y tu justicia al hijo del rey; florecerá en sus días justicia, y abundancia de paz». Salmo 95 (96: 13): «Juzgará al mundo con
justicia».96 ¿Para qué citar más pruebas? Por «justicia de Dios» las Escrituras entienden casi siempre la fe
y la gracia, y rarísima vez la severidad con que Dios condena a los impíos y absuelve (lat. liben at) a los
justos, que es el entendimiento que se ha generalizado en nuestros días.97
Ahora bien: si la justicia de la fe ha de definirse como un dar de nosotros mismos a cada uno lo que
le corresponde», mejor será entender que esto se hace mediante la «cesión», como lo llaman, de todos los
bienes, tal como el Señor lo enseña en Lucas 14 (v. 28 y sigtes.) en la parábola del hombre que quería
construir una torre, y del que se aprestaba para luchar contra uno más fuerte que él. Pues «constructores de
torres» (..según el ejemplo de los que comenzaron la torre de Babel) son los que confiando en sus propias
fuerzas intentan justificarse y salvarse a sí mismos mediante obras de la ley; y con las poquitas tropas de
sus obras quieren hacer frente a Cristo cuando éste venga como Juez al que nadie puede resistir. A esta
gente, Cristo les da el consejo de que «primero calculen los gastos», y ya verán que nada pueden hacer. Por esto, dejando a un lado todas las presunciones de sabiduría, virtud c justicia, deben «pedir condiciones de paz cuando el otro está todavía lejos»: desesperando de sí mismos, y arrojándose con plena fe a los pies de la misericordia del Rey que viene. Pues así concluye Jesús aquella parábola: «Así, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» -quiere decir: no serás cristiano en tanto que no te apoyes en la fe sola y rechaces completa y terminantemente tus esfuerzos por lograr una justicia propia.
***
1 Jerónimo, Commentarius. 358.
2 Bernabé, judío de Chipre, Hch. 4:36; Tito, de origen griego; pagano
de nacimiento, Hch. 15:1,3.
3 Véase pág. 59.
4 Véase pág. 31.
5 Después de la resurrección del Señor.
6 Gá. 2:2, Vulgata; literalmente: «los que parecían ser algo».
7 Jerónimo, Commentarius, 358-359.
8 Jerónimo, Commentarius 449-450. En opinión de Jerónimo, lo que había quedado abolido por Cristo era solamente la ley
ceremonial, no la ley moral. «Abolido» significa para él que el cristiano no debe sujetarse de ningún modo a la ley ceremonial.
9 Comp. Gá. 3:23-25; 4:1-5.
10 En latín, Adiaphora, término proveniente del griego ‘a’ = no, y äéöÝñù -diferencio, «cosas no diferenciadas». Por su parte,
Lutero usa como sinónimo de «adiaphora» la expresión «cosas neutrales».
11 Esto es: si el hombre actúa por coacción de la ley, sus obras son probables; si actúa en la libertad que le otorga la fe, por amor
hacia sus hermanos débiles y necesitados, sus obras son aceptas.
12 En latín iustitia civilis. «justicia civil», esa rectitud exterior, basada en el respeto de las leyes, de que es capaz también el
pagano; actitud loable por cierto, pero no «meritoria» en el sentido religioso de la palabra.
13 Lutero estará pensando en el leer misa y rezar el breviario, obligaciones diarias de los sacerdotes.
14 Agustín, Epistolae ad Galatas expositio, Patrol., Ser. Lat. XXXV, 2112.
15 Jerónimo, Commentarius. 360.
16 La definición escolástica a que se refiere Lutero es «rationalis indivíduaque substantia».
17 Cit. de la Vulgata.
18 Ante todo a raíz de las controversias trinitarias y cristológicas.
19 quí y también en el parr., siguiente, Lutero (y con él la mayoría de las versiones de la Biblia) sigue fielmente el original griego
que designa a los gentiles con el nombre colectivo “la incircuncisión”; consecuentemente, los judíos son “(los de) la circuncisión”.
20 Jerónimo, Commentarius, 360.
21 Jerónimo, Commentarius, 362.
22 Así traduce, en efecto, Reina Valera.
23 Eusebio, Historia Eclesiástica, II, 1.
24 Comp. Ireneo, Adversus haereses, III, 12,5, en cuanto a la primacía en la iglesia en Jerusalén.
25 La «cooperación» entre Dios y el hombre en la obtención de la salvación desempeña un papel importante en la doctrina de la
iglesia católica. Por esto, Lutero hace resaltar que no se trata aquí de una cooperación, sino de la operación exclusiva de Dios.
26 Erasmo, Annotationes ad locum, pág. 308, nota 35.
27 Es decir, que «vieron» el ministerio y «reconocieron» la gracia.
28 Así, en efecto, reza el texto en la Vulgata: «ut nos in gentes, ipsi autem in circuncisionem
29 He. 11:36 y sigtes. A1 escribir su Comentario de Gálatas Lutero todavía compartía la hipótesis de la iglesia católica de que la
carta a los hebreos se debe a la pluma de Pablo. Más tarde se aparta de esta opinión y sugiere a Apolos como posible autor. En
la actualidad se considera a He. generalmente como obra de autor desconocido.
30 El emperador Claudio I reinó de 41 a 54. Como fecha del Concilio de Jerusalén se suele dar el año 49-50.
31 La primera era la predicación de la palabra. Que aquí se les asigne como segunda tarea el cuidado de los pobres no contradice
a Hch. 6:1 y sigtes.; los «diáconos» allí mencionados tenían a su cargo ante todo la aplicación práctica de la obra de beneficencia.
32 La idea es que al equipararse tan abiertamente a Pedro, Pablo habría querido combatir esa «monstruosidad» de la supremacía
del Papa derivada de la pretensión de éste de ser el sucesor de Pedro.
33 «Abel» -alusión a Jue. 11:33 y 1 S. 6:18. El vocablo hebreo para la «vega’ y el `campo’ que allí se mencionan es ABEL,
traducido por Reuchlín con «planities».
34 El desarrollo de esta controversia se puede seguir en Jerónimo, rCommentarius, 358-359, y las siguientes cartas: Agustín a
Jerónimo, Epist. XL, cap. III-IV, Patrol. Ser. Lat. XXXIII, 155-157; Jerónimo a Agustín, Epist. LXXV, cap. III párr. 4-11, íbid.
col. 252-257; Agustín a Jerónimo, Epist. LXXXII, cap. II, párr. 4-22, íbid. col. 277-286.
35 Lutero cita en forma muy sucinta la argumentación de Jerónimo; para comprenderla mejor, conviene complementarla en algo
a base de Comrnentarius: Jerónimo sostiene que con la venida de Cristo, la ley ceremonial judía ha caducado por completo para
el creyente. La misma convicción la atribuye también a Pedro; de ahí la participación de éste, en principio, en comidas a las que
asistían también ex paganos. La “hipocresía” censurada por Pablo consistió, pues, en que más tarde, a causa de los judíos
presentes, Pedro retornó a la práctica discriminatoria de éstos, distanciándose o “auto dispensándose” de su convicción en
cuanto a la no vigencia de la ley ceremonial, actitud que obedeció, justo es decirlo, a su deseo de salvar a los judíos. Pablo, sin
embargo, al enfrentar a Pedro en Antioquia, no fue menos hipócrita. Pablo siempre había insistido en que el cristiano, liberado
por su fe, tiene plena licencia para practicar el estilo de vida tanto de los judíos como de los gentiles, enseñanza que el apóstol
había corroborado con su propio ejemplo (Hch. 16:3; 18:18; 21:23 y sigtes.). No obstante, aquí en Antioquia, también Pablo se
distanció o se “dispensó” de su posición, si no en su fuero interior, al menos ante los étnico-cristianos presentes, recriminando a
Pedro por su (lícito) vivir “a la judía”. Así trató de corregir la dispensa de Pedro mediante su propia dispensa contradictoria. Con
esto, Pablo no quiso atacar el proceder de Pedro en principio; sólo quiso darle una reprimenda en público, a causa de los
presentes. Pero -admite Jerónimo- también Pablo actuó así “por el solo impulso de salvar a los gentiles”.
36 «Secundum faciem», «in facie». En la cita textual al comienzo de este párrafo, Lutero tiene (como la Vulgata) in faciem, «a la
cara» o «cara a cara» (Reina-Valera), «en su misma cara» (Nácar-Colunga).
37 «Reprehensibilis erat», «reprehensus erat». Lutero en la cita: «reprehensibilis erat» (nuestra traducción: era de condenar,
Reina-Valera).
38 Véase nota 124, pág. 74.
39 La doctrina católica hace una distinción entre pecado mortal= culpa que priva al hombre de la gracia santificante, y le hace
digno de la pena eterna y enemigo de Dios, y pecado venial = el que levemente se opone a la ley de Dios y trae como consecuencia
sólo castigos temporales (en esta vida o en el purgatorio). La exposición de Lutero muestra claramente que para él, lo de
Pedro no fue un pecado «venial» como opina, por ejemplo, Tomás de Aquino. En cuanto a «pecado venial» comp. las tesis
preparadas por Lutero para la Disputación de Leipzig 1519, Obras de Lutero, Ed. Paidós, Buenos Aires, tomo I, pág. 54 y sigtes.
40 Véase pág. 86, párr. 2 y nota 152.
41 Comentaria in X111 epistolas beati Pauli, Patrol. Ser. Lat. XVII, 369, obra atribuida a S. Ambrosio, obispo de Milán, m. en
397 d.C.
42 Comp. pág, 78, párr. 2
43 Trad. literal del texto de la Vulgata.
44 «Supersticiones» porque se someten, temerosos, a disposiciones humanas, como se especifica en la oración que sigue.
45 Titulo de una historia eclesiástica en tres partes, obra de Casiodoro (490-580), destacado escritor y hombre de ciencias.
46 Los certificados de confesión se vendían junto con las indulgencias y daban a su poseedor la posibilidad de eludir al confesor
que le correspondía y confesarse donde quisiera; además le garantizaban por anticipado la absolución incondicional.
47 Lutero se refiere a la Decretal Dist. 22, c. 2 Sacrosancta Romana, atribuida a Anacleto; en el «Corpus iuris canonici» la
precede una decretal de Nicolás; de ahí la equivocación.
48 Comp. págs. 55, 56.
49 Pelagianos: adeptos de Pelagio, monje británico (alr. de 400 d.C.). En oposición a los que interpretaban abusivamente las
doctrinas de la libre gracia y de la depravación total del corazón humano como licencia para entregarse al desenfreno, Pelagio
insistía en que el hombre posee, aun después de la caída de Adán y Eva, fuerzas morales inherentes a su naturaleza que lo
capacitan para hacer el bien. Por consiguiente, la salvación no es en primer término fruto de la gracia divina sino del correcto
comportamiento humano. A raíz de este error estalló una violenta controversia entre Agustín y Pelagio y sus respectivos partidarios.
50 Aristóteles y otros filósofos posteriores a él enseñaban que mediante la práctica y el hábito, el alma adquiere cierta constitución
y ciertas capacidades. Esta doctrina filosófica del «hábito» del alma la incorporaron los escolásticos, en especial Tomás de
Aquino, en su sistema doctrinal teológico.
51 Lat. mercennaria, alusión a Lc. 15:17.19 y Jn. 10:12 donde la Vulgata emplea este adjetivo.
52 Lat. speciosa calificativo de la Vulgata para los «sepulcros blanqueados» de Mt. 23:27.
53 Agustín, De civitate Dei I, 8.
54 Bet-avén Vulg. Bethaven, epíteto aplicado irónicamente por los profetas a Betel, lugar de culto frecuentado por los patriarcas,
que había degenerado en lugar de inmoralidad y de idolatría; Am. 5.5; Os. 4:15; 5:8; 10:5. (Enciclop. de la Biblia, Edic. Garriga
S-A., Barcelona).
55 Según los teólogos medievales, una obra es buena sólo cuando se hace con la buena intención de promover la gloria de Dios
y de amar así a Dios sobre todas las cosas. Esto exige para cada obra en particular un nuevo acto de amor a Dios, un nuevo
provocar de una buena intención. Si estos esfuerzos resultan exitosos, la obra es meritoria y obtiene la gracia divina. Comp.
Apología de la Confesión de Augsburgo, IV, 9. (Me Bekenntnisschriften der ev.luth.Kirche, Göttingen, 1956, pág. 160).
56 56 Lat. sint unum simul et sibi cohaerentia=- «son una misma cosa y coherentes entre sí».
57 Cábala = tradición oral que entre los judíos explicaba y fijaba el sentido de los libros del Antiguo Testamento, ya en lo moral
y práctico, ya en lo mítico y especulativo. (Dicc, de la Ac. Esp. cábala, 1. acepc.)
58 Tetragrámaton = «palabra de cuatro letras», específicamente el nombre de Dios, que en muchas lenguas consta de cuatro letras,
como el hebreo.
59 En la 2ª parte de esta, cita, Lutero se aparta algo del texto original; comp. Vers.Reina-Valera: «así también por la obediencia de
uno, los muchos serán constituidos justos».
60 La teología escolástica enseña que el otorgamiento de la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia depende de
la contribución que el hombre debe provocar en su corazón por amor a Dios; además de la enumeración completa de los pecados
en la confesión, y finalmente, de las obras de satisfacción por la ofensa infligida a Dios por parte del pecador.
61 El cumplimiento de la ley por parte de Cristo que el hombre se apropia mediante la fe.
62 Lat. non iustificabitur omnis caro, «no será justificada ninguna carne (aquí, y también donde se cita el v. 16b en el texto).
63 En la Vulgata; Vers. Peina-Valera: Sal. 14:3.
64 Otras traducciones: «¿estará Cristo al servicio del pecado?» (Biblia de Jerusalén); «¿será que Cristo es agente de pecado?»
(Bover-Cantera). La expresión del original griego de Gál. 2:17, es áìáñôßá, «uno que apoya o favorece el pecado» (según W.
Rauer, Wörterbuch zum Neuen Testament). Para evitar ambigüedades dimos aquí la preferencia a «agente» como traducción del
latín minister.
65 Con esta frase intercalada. Pablo se dirige a Pedro recordándole su actitud adoptada en Antioquía.
66 Jerónimo, Commentarius. 369: Agustín. Epist, ad Galatas expositio, Patrol. Ser Lat. XXXV, 2114.
67 Lat. ministrationes.
68 Lc. 10:30; Lutero y la Vulgata escriben: semivivus.
69 Agustín, De natura et gratia contra Pelagium, 69, 83.
70 Lutero usa la palabra latina jornes, cebo, yesca. Mediante el bautismo sacramento de la penitencia se produce según la teología
oficial de aquel entonces, un estado libre de pecado donde los malos deseos persisten en forma de debilidad, incentivo al pecado
y estado enfermizo de la naturaleza.
71 Salmo 140: 6b (Vulgata): Audient verba mea, quoniam potuerunt. En la Sagrada Biblia Versión Bover-Cantera se observa
respecto de este pasaje: «E1 sentido de estos versos 6-7 es casi impenetrable, y críticos y traductores corrigen a su arbitrio».
72 Salmo 17:37 (Vulgata): Non sunt infirmata vestigia mea. Comp. Versión Reina-Valera, Sal. 18:36: «Mis pies no han resbalado
».
73 Lat. (Vulgata): Generatio Dei.
74 Lat. Simul ergo iustus, simul peccator.
75 Lat. propiciatorium, la cubierta del arca de la alianza, Lev. 16:14;como. Ro. 3:25.
76 Comp. Ez., cap. 1 y 10.
77 Comp. Os. 13:14; He. 2:14; Ef. 4:8; Ro. 6:16,19; Gá. 3:13; 2 Co. 3: 7-11: Ro. 8:2.
78 Véase pág. 100.
79 Lat. veta experimentales; comp. Tomás de Aquino, Summa Theológica II-II, Q. 172, Art. 1.
80 Agustín, Epist. ad Galatas expositio, Patrol. Ser. Lat. XXXV, 2115.
81 Con esta alusión a los diferentes «sentidos» de las Escrituras, Lotero constata algo muy importante: toda interpretación de la
ley, por más que vaya más allá del sentido estrictamente literal o histórico y se interne en el campo de la interpretación mística
(llamada también «espiritual» desde los tiempos de Orígenes y Jerónimo), pertenece no obstante al ámbito de la ley de la letra.
Ya antes de 1519, Lotero había rechazado enérgicamente -tal como lo hace aquí- la equiparación de lo «místico» o «espiritual»
del esquema interpretativo eclesiástico con lo enunciado en 2 Co. 3:6 acerca del «espíritu que vivifica».
82 En la edición revisada de 1523, Lutero eliminó las palabras excarnis ya que podían dar lugar a un entendimiento incorrecto, o
al menos ambiguo. El hombre que vive bajo la ley podrá ser llamado «carnal», pero la ley misma es «espiritual», Ro. 7:14, «santa,
justa y buena», Ro. 7:12, como el propio Lutero destaca siempre de nuevo.
83 Sal. 1:2, Vulgata: Sed in lege Domine voluntas eius.
84 Lutero está empleando la distinción, hecha por S. Agustín, entre signum y signatum.
85 Véase pág. 96 y nota 171.
86 Palio, insignia pontificia usada por los arzobispos y obispos, por cuyo otorgamiento había que pagar al Papa una elevada suma
de dinero.
Anata, derecho que se pagaba en ciertos beneficios eclesiásticos (o empleos seculares); comúnmente era la mitad de lo que ese
beneficio producía el primer año.
Bulas letras pontificias relativas a asuntos de fe, de interés general concesión de privilegios, escritas en pergamino y provistas de
un sello de plomo (lat. bulla).
87 Por dinero -pagando la tasa fijada por la curia, o por favores -mediante una dispensa especial concedida por algún departamento
eclesiástico.
88 Por dinero -pagando la tasa fijada por la curia, o por favores -mediante una dispensa especial concedida por algún departamento
eclesiástico.
89 Según los canonistas, simonía es la voluntad deliberada de vender o comprar, por un bien temporal, un bien espiritual o algo
estrechamente unido a éste. El prototipo de simonía es el caso relatado en Hch. 8:18 y sigtes.
90 Agustín, De Trinitate, III, 4, 10.
91 Ro. 8:9, según la Vulgata: Vos autem in carne non estis. Comp. también Ro. 8:8: Qui autem in carne sunt, Deo placere non
possunt.
92 Comp. Ro. 6:11,13; 8:10; Ef. 2:5; Col. 2:13.
93 La teología de las postrimerías de la Edad Media diferenciaba entre las obras “meritorias de condigno”, que eran las realizadas
por el que está en la gracia de Dios, y obras “meritorias de congruo”, buenas obras que el hombre pecador es capaz de hacer con
ayuda de sus facultades naturales. Estas “obras moralmente buenas” no se consideraban pecaminosas, pero tampoco “meritorias”
en el sentido de que dieran derecho a la gloria, puesto que no eran fruto del amor a Dios, esa correcta disposición del ánimo
obrada por la gracia sacramental (obras buenas “conforme a la voluntad del legislador” sino que sólo parecían buenas formalmente,
es decir, en cuanto a la acción exterior como tal.
94 Los que como los mencionados en los vv. 11-13 atribuyen a la ley un poder justificante.
95 Jerónimo, Commentarius, 376.
96 Como siempre, Lutero cita los Salmos según su numeración en la Vulgata.
97 La imagen de Dios como juez que exige justicia (en lugar de Dios que por Cristo regala justicia) era lo que tanto había
atormentado al joven monje Lutero.
Comentario sobre la Epístola San Pablo a Tito
por Martín Lutero

Capítulo Dos
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