A LA NOBLEZA CRISTIANA DE LA NACIÓN ALEMANA ACERCA DEL MEJORAMIENTO
DEL ESTADO CRISTIANO


por Martín Lutero

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JESÚS

(Segunda Parte)

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10. El Papa debe dejar de entrometerse, ni pretender título algu¬no sobre el reino de Nápoles y Sicilia. Tiene tanto derecho a él: como lo tengo yo. Sin embargo, pretende ser señor feudal sobre el mismo. Es un robo y una violencia como lo son casi todos los demás bienes que posee. Por esta razón, el emperador no debe permitir que el Papa tenga tal feudo. Si esto hubiera sucedido, ya no debería consentirlo en adelante, sino en cambio indicarle la Biblia y el libro de oraciones para que deje que los señores seculares gobiernen al país y a la gente, máxime a aquéllos que nadie le ha encomendado. ¡Que predique y ore!
El mismo criterio debería aplicarse también a Bolonia, Imola, Vicenza, Ravena y a todo lo que el Papa ha ocupado por la violencia y posee sin derecho en la comarca de Apeona, en Romana y en otras provincias de Italia. Además, se inmiscuye en contra de los man¬damientos de Cristo y de San Pablo, puesto que este último dice que nadie se enreda en los negocios de la vida mundana cuando milita en la caballería de Dios!)s. Ahora bien: el Papa debería ser la cabeza y el primero en este orden caballeresco. No obstante, se mezcla más en los negocios mundanos que ningún emperador o rey cualquiera. Hasta habrá que ayudarlo a salir de eso y hacerle atender a su servicio de caballero. Se glorifica de ser el vicario de Cristo. Pero éste no quería saber nada del régimen secular, hasta el punto de decir a uno que deseaba un juicio sobre su hermano: "¿Quién me puso por juez sobre ti?”. Pero el Papa se anima a arreglar todas las cosas como un dios y hasta no saber él mismo ya quién es Cristo, cuyo vicario pretende ser.
11. No se permitirá más besarle los pies al Papa. Es una actitud anticristiana y hasta propia del anticristo, la de que un pobre pecador se haga besar los pies  por alguien cien veces mejor que él. Si esto se hace a  causa de  la potestad, ¿por qué el Papa no hace también lo  mismo a otro a causa de la santidad? Compara tú a Cristo con el  Papa. Cristo les lavó los pies a los  discípulos, mientras que ellos no se los lavaron nunca a él. El Papa, que es mayor que Cristo, hace lo contrario. Sería justo que con toda fuerza lo impidiese, si alguien se lo pidiera. Así procedieron San Pablo y Bernabé cuando no permitieron que los habitantes de Listra los venerasen como dioses, sino que dijeron: "Nosotros también somos hombres semejan¬tes a vosotros" . Sin embargo, nuestros aduladores han llegado al extremo de erigirnos un ídolo, de modo que nadie teme tanto a Dios, ni lo venera con las mismas actitudes como al Papa. Esto les gusta mucho. Mas no les agrada que se quite un ápice al boato del Papa. Si fuesen cristianos y amasen la honra de Dios más que la propia, el Papa nunca podría estar contento al notar que la honra de Dios se menosprecia y se enaltece su honra propia. No permitiría tampoco que alguien lo venerase antes de estar seguro de que la honra de Dios vuelve a ser ensalzada y se aprecia más que la suya.
Otro aspecto reprobable de la misma gran altanería escandalosa es que el Papa no se conforma con andar montado o en la carroza, sino que, pese a ser sano y fuerte, se haga llevar por hombres como un ídolo con fausto inaudito. Estimado lector, ¿cómo concuerda tal orgullo luciferino con Cristo que caminaba a pie como asimismo los apóstoles? ¿Dónde hubo un rey mundano que anduviera en forma tan mundanal y suntuosa como anda el que pretende ser la cabeza de todos los que desdeñan el esplendor terrenal y lo rehuyen, es decir, los cristianos? No es que esto nos haya de conmover por sí mismo; pero con razón debemos temer la ira de Dios si ensalzamos semejante soberbia sin demostrar nuestro disgusto. Basta con que el Papa desvaríe y delire de esta manera. Pero es demasiado que noso¬tros lo aprobemos y lo toleremos.
¿Qué corazón cristiano puede o debe mirar con agrado que el Papa, cuando quiere recibir la comunión, esté sentado como un gran señor y se haga alcanzar el sacramento por un cardenal inclinado y arro¬dillado mediante un caño de oro, como si el santo sacramento no mereciera que un papa, fétido pecador, se levante rindiendo honor a Dios, mientras todos los demás cristianos, que son mucho más santos que el santísimo padre, el Papa, reciben el sacramento con toda reverencia? No sería extraño que Dios nos castigara a todos nosotros por tolerar tal deshonra de Dios y alabarla con nuestros prelados, hacién¬donos partícipes por callar o adular.
Otro tanto sucede cuando el Papa lleva el sacramento en proce¬sión. A él hay que llevarlo en litera, mientras el sacramento está delante de él como un jarro de vino en la mesa. En resumen, Cristo no cuenta para nada en Roma. El Papa lo vale todo. No obstante, quieren impelernos por medio de amenazas a aprobar, elogiar y honrar semejante abuso anticristiano en contradicción con Dios y toda la doctrina cristiana. ¡Que Dios nos ayude a conseguir un concilio libre que enseñe al Papa que él también es hombre y no es más que Dios, como se atreve a ser!
12. Han de suprimirse las peregrinaciones a Roma o no se debe; permitir que nadie peregrine por pasión propia o por celo religioso salvo que su sacerdote, su ciudad o sus superiores reconozcan que tiene causa suficiente y proba. Esto no lo digo porque el peregrinaje sea malo, sino porque en esta época resulta un fracaso, dado que en Roma no se ve ningún ejemplo bueno, sino meros escándalos. Ellos mismos compusieron el siguiente refrán: "Cuanto más cerca de Roma, tanto peores los cristianos". Los peregrinos se llevan de allí el des¬precio de Dios y de sus mandamientos. Se dice: "Quien va por pri¬mera vez a Roma busca un pícaro; a la segunda vuelta lo encuentra, y a la tercera se lo lleva". Pero ahora se pusieron tan expertos que realizan los tres viajes en uno. Y en verdad nos trajeron de Roma cosas que habría sido mejor no ver ni conocer jamás.
Aunque esa causa no existiera, habría otra más importante aún. Se seduce a las personas simples a una falsa ilusión y a una equivocada interpretación de los mandamientos divinos. Se cree que seme¬jante peregrinación es una excelente obra buena, lo cual no es cierto. Es una obra buena insignificante y en la mayoría de los casos sola¬mente capciosa, puesto que Dios no la ha ordenado. Pero sí ha orde¬nado que un hombre atienda a su mujer y a sus hijos y a lo que corresponda al estado matrimonial. Además, debe servir a su prójimo y ayudarlo. Ahora sucede que uno peregrina a Roma gastando cin¬cuenta o cien ducados aproximadamente, lo cual nadie se lo ha orde¬nado, y deja pasar penurias a su mujer y a sus hijos y a su prójimo en la patria. No obstante, el insensato cree que puede hacer compa¬tibles semejante desobediencia y el menosprecio de los mandamientos de Dios con su caprichosa peregrinación, aunque en verdad se trata de mera curiosidad y de seducción por parte del diablo. Esto lo fo¬mentan los papas con sus falsos, engañosos e insensatos años de jubi¬leo, con lo cual excitaron al pueblo, apartándolo de los mandamientos de Dios y atrayéndolo a sus propios propósitos insidiosos. Con ello pusieron en práctica lo que hubieran tenido que prohibir. Este uso, empero, produjo dinero y fortaleció la falsa potestad. Por ello se admitió, aunque estuviese en contra de Dios y la salud de las almas.
Para exterminar semejante creencia falsa y engañosa de los cris¬tianos sencillos y reconstruir el verdadero sentido de las buenas obras, se deberían suprimir todas las peregrinaciones, puesto que no hay nada de bueno en ellas, ningún mandamiento, ninguna obediencia, sino innumerables motivos de pecado y de desprecio de los manda¬mientos divinos. De ahí provienen tantos pordioseros que, sirviéndose de semejante peregrinaje, cometen incontables villanías y aprenden a mendigar sin necesidad acostumbrándose a ello.
De allí resulta la vida licenciosa y otras miserias que ahora no quiero enumerar. Quien quisiera peregrinar o prometer una peregri¬nación debe comunicarlo a un párroco o superior. Si resultara que lo hace por buena obra, el sacerdote o el superior deben desechar sin más este voto y obra como una fantasmagoría diabólica e indi¬carle que invierta el dinero y el trabajo que requiere el peregrinaje, en el mandamiento de Dios y en las obras que son mil veces mejores, es decir, para los suyos o los pobres más cercanos. Si lo hiciera por curiosidad, o sea para contemplar países y ciudades, puede accederse a su voluntad. Si lo ha prometido durante una enfermedad, hay que prohibir esas promesas y anularlas, y en cambio enaltecer los man¬damientos de Dios para que en adelante se conforme con la promesa, dada en el bautismo, de cumplir con el mandamiento de Dios. No obstante, para calmar su conciencia puede permitírsele por esta vez llevar a cabo su voto descabellado. A nadie le gusta andar por el recto camino común de los mandamientos divinos. Cada cual busca para sí una ruta nueva y un voto especial, como si ya hubiera cum¬plido con todos los mandamientos de Dios.
13. Ahora llegamos a la muchedumbre de los que mucho pro¬meten y poco cumplen. Amados señores, no os enojéis: tengo la mejor intención.  Es  una  verdad  amarga  y  dulce  a  la  vez. Trátase de lo siguiente: bajo ningún concepto debe hacerse construir más conven¬tos de monjes mendicantes.  ¡Válgame Dios! Ya hay demasiados. ¡Plu¬guiera  a  Dios  que desaparezcan  todos o se  entreguen  a  dos  o  tres órdenes!  No hicieron  bien  alguno y jamás  resultará nada  bueno de su error, mendigando por el campo. Aconsejo que se junten diez o cuantos sean necesarios y se forme un solo monasterio que suficien¬temente provisto no  tenga  necesidad  de  mendigar. Mucho más debe considerarse lo que sea necesario para la salvación del pueblo común que establecieran San Francisco, Santo Domingo o San Agustín, máxime porque los conventos no han dado el resultado que ellos se propusieron.  Hay que dispensarlos de predicar y confesar,  a no ser que fuesen llamados o pedidos por los obispos, los párrocos, la comu¬nidad o la superioridad. Con tal predicación y confesión sólo se originó odio y envidia entre curas y frailes,  gran escándalo e impedimento para el pueblo común, con lo cual se hicieron dignos de desaparecer, puesto que se puede prescindir de ellos. Casi parecería que la Santa Sede Romana  los multiplicara con la intención  de que sacerdotes y obispos, hastiados de su tiranía, no acabasen por hacerlos demasiado fuertes  y  comenzaran  una  reforma  que resultase insoportable  a  Su Santidad.
En esta oportunidad deberían abolirse también todas las divisio¬nes y diferencias dentro de una misma orden, que a veces se originan por motivos nimios y se conservan por causas más insignificantes aún. Pelean entre sí con inefable odio y envidia. Sin embargo, se pierde en ambos bandos la fe cristiana que bien puede subsistir sin esas distinciones. Una buena vida cristiana sólo se estima y se busca mediante leyes, obras y modos exteriores. De ello sólo resultan hipo¬cresía y perdición de almas, como está a la vista de todos.
Debería prohibírsele al Papa fundar o aprobar más órdenes de esa clase. Incluso habría que ordenarle que suprima algunas o reduzca su número, ya que la fe en Cristo, que únicamente es el bien supremo y existe sin orden alguna, corre grave peligro, porque tantas y tan variadas obras y actividades fácilmente seducen a los hombres a vivir más bien confiados en tales obras y modos de vivir en lugar de cuidar la fe. Si en los conventos no hay prelados sabios que prediquen y practiquen más la fe que las reglas de la orden, forzosamente ha de suceder que la orden resulte dañosa y seductora para las almas sim¬ples que se fijan sólo en las obras.
Pero ahora en nuestros tiempos han desaparecido casi en todos los lugares los prelados que poseían la fe e instituían las órdenes. Sucede lo que en tiempos anteriores entre los hijos de Israel. Habían fallecido los padres que conocieron las obras y los milagros de Dios. Debido al desconocimiento de esas obras y milagros de Dios sus hijos pronto empezaron a instituir idolatría y obras humanas propias. Por desgracia acaece lo mismo nuevamente. Tales órdenes ignoran las obras y la fe divinas. Lastimosamente se martirizan, se afanan y se fatigan exclusivamente en sus propias reglas, leyes y prácticas. Sin embargo, jamás alcanzarán la comprensión de una buena vida espi¬ritual. Lo anunció el apóstol diciendo: "Tienen la apariencia de piedad, mas habiendo negado la eficacia de ella. Siempre aprenden y nunca pueden acabar de llegar al conocimiento de lo que verdadera¬mente sea vida espiritual". De modo que sería mejor que no existiera monasterio alguno, siempre que no lo gobernase un prelado espiritual y versado en la fe cristiana, porque otra clase de prelados no pueden gobernar sin menoscabo y perdición, y esto tanto más cuanto parecen ser santos y de vida buena en sus obras exteriores.
Según mi opinión, sería un orden necesario, sobre todo en nuestros tiempos peligrosos, que los capítulos y conventos volvieran a la regla que tenían al principio entre los apóstoles y un tiempo después, cuan¬do había libertad para cualquiera de quedarse mientras le gustara. Los capítulos y conventos no eran sino escuelas cristianas, donde se enseñaban las Escrituras y la disciplina al modo cristiano y se educaban personas para gobernar y predicar. Así leemos que Santa Inés acudía a la escuela y aún vemos lo mismo en algunos conventos de mujeres, como en Quedlinburgo y otros más. Por cierto, todos los capítulos y conventos deberían estar también tan libres para que sir¬viesen a Dios por propia voluntad y no con servicios obligados. Sin embargo, más tarde lo ordenaron mediante votos e hicieron de ello una prisión perpetua. Tales votos se consideraban superiores a las promesas del bautismo. Pero el fruto que dio lo vemos, oímos, leemos y notamos cada día mayormente.
Creo que este consejo será tenido por muy atolondrado. Más no me importa por ahora. Aconsejo lo que me parece bueno; que lo rechace quien quisiere. Bien veo cómo se observan los votos, princi¬palmente el de castidad que se hace común en tales conventos. No obstante, Cristo no lo mandó, sino que la castidad es ordenada a muy pocos solamente, como lo dice el mismo San Pablo. Yo quisiera ayudar a todos y para que no sean aprisionadas las almas cristianas por modos y por leyes propias instituidas por hombres.
14. Vemos también cómo han decaído los sacerdotes. Muchos pobres curas están cargados de mujer e hijos. Están apesadumbrados en su conciencia. Mas nadie acude a ayudarlos, aunque bien sería posible hacerlo. El Papa y los obispos dejan andar las cosas como quieran y perderse lo que se pierda. Salvaré mi conciencia y abriré la boca con franqueza, aunque le desagrade al Papa, al obispo o a quienquiera, y digo lo siguiente:
Según la institución de Cristo y de los apóstoles, cada ciudad ha de tener un párroco u obispo, como claramente escribe Pablo. Ese párroco no estaría obligado a vivir sin esposa legítima, sino que podrá tenerla, como San Pablo escribe manifestando: "Un obispo debe ser hombre irreprensible, marido de una mujer cuyos hijos sean obe¬dientes y recatados", etc. Para San Pablo, obispo y párroco eran una misma cosa, como lo prueba también San Jerónimo no. De los obispos que ahora existen, las Escrituras nada saben, sino que fue dispuesto por común orden cristiano que uno gobierne a muchos párrocos.
Por tanto, aprendemos claramente del apóstol cómo debe prece¬derse en la cristiandad. Cada ciudad elige de entre la comunidad un ciudadano bueno y docto y le encomienda el cargo de párroco sosteniéndolo por medio de la comunidad. Se le deja plena libertad para casarse o no. Éste tiene a su lado varios sacerdotes o diáconos, a su vez casados o como quisieren, para que le ayuden a gobernar a la muchedumbre y la comunidad con la predicación y los sacramentos, tal como se ha conservado la costumbre en la Iglesia Griega. Más tarde, cuando hubo tanta persecución y lucha contra los herejes, mu¬chos santos renunciaron voluntariamente al estado matrimonial para estudiar mejor y estar dispuestos a toda hora a morir y luchar.
Entonces intervino la Silla Romana por propia osadía e hizo de ello una ley general, prohibiendo al sacerdote el matrimonio. Esto se lo mandó el diablo, como lo anuncia San Pablo: "Vendrán maes¬tros que traen doctrinas del diablo y prohibirán casarse", etc. Por desgracia se originó tanto infortunio a causa de ello que es imposible contarlo. Esto dio el motivo para la separación de la iglesia griega, favoreció una infinita discordia, pecado, deshonra y escándalo. Así sucede con todo lo que el diablo emprende y promueve. ¿Qué hare¬mos en este caso?
Aconsejo devolver la libertad, dejando al pleno arbitrio de cada cual casarse o no casarse. Sin embargo, en este caso debería implan¬tarse un régimen y orden de bienes completamente distintos. Sería preciso anular todo el derecho canónico y no habría que llevar mu¬chos feudos a Roma. Temo que la avaricia haya sido una de las causas de la mísera castidad incasta. De ello resultó que todos querían ser curas y que todos hacían estudiar a sus hijos para tal oficio. No lo hicieron con intención de vivir castamente, lo cual podría realizarse sin ser sacerdote, sino para mantenerse con alimento corporal sin trabajo, ni fatiga, lo cual contradice el mandamiento de Dios: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan". Lo pintaron de otro color, como si su trabajo fuera orar y celebrar misa.
No me refiero al Papa, a los obispos, a los sacerdotes de capítulo y a los monjes que Dios no los ha instituido. Si ellos se impusieron cargas a sí mismos, que las lleven. Hablaré del estado del párroco instituido por Dios, con el cual ha de gobernarse una comunidad mediante la predicación y los sacramentos, vivir entre ellos y gober¬nar su casa temporal. Por un concilio cristiano se les debería dar libertad de casarse para evitar peligro y pecado. Ya que Dios mismo no Tos obligó, no puede ni debe obligarlos nadie, aunque fuese un ángel del cielo, y menos aún el Papa. Lo que se dispone en oposición a ello por el derecho canónico son meras fábulas y charlas vanas.
Además, aconsejo lo siguiente: el que en adelante se haga orde¬nar para ser cura o para otro oficio, en ningún caso debe prometer al obispo que observará castidad, y debe objetarle que no tiene autoridad para exigir tal promesa y que de exigirlo es una tiranía diabólica. Hay que decir como lo hacen algunos: "Quantum fragilitas huma¬na permittit. Cada cual puede interpretar estas palabras negativa¬mente: id est, non promitto castitatem puesto que fragilitas humana non permittit caste vivere  sino sólo angélica fortitudo et celeíis virtus . Así conserva libre la conciencia sin voto alguno.
No aconsejo ni prohíbo que los que aún no tienen mujer se casen o queden sin esposas. Lo dejo para un orden cristiano común o al mejor criterio de cada uno. A la mísera muchedumbre, en cambio, no ocultaré mi consejo bien intencionado para no dejar sin consuelo a los que ahora, cargados de mujer e hijos, viven deshonrados y ator¬mentados en conciencia, puesto que la gente trata a sus mujeres de rameras de cura y a sus hijos, de hijos de cura. Haciendo uso del derecho que goza el bufón en la corte, digo con franqueza:
Es posible hallar más de un párroco bueno e irreprensible que sólo es débil y ha caído en deshonra por una mujer. Sin embargo, cuando en el fondo de su corazón, ambos tienen intención de perma¬necer juntos en verdadera fidelidad matrimonial si pudiesen hacerlo de buena conciencia —aunque tengan que llevar públicamente su deshonra— ante Dios esos dos viven ciertamente en matrimonio. En semejante caso digo: si así piensan y llevan esa vida, deben animarse a salvar su conciencia. Tomándola por esposa legítima, que la tenga y en lo demás viva con ella honestamente como hombre casado, no importándole que el Papa lo quiera o no, que esté en contra de la ley espiritual o carnal. Más vale la salvación, de tu alma que las leyes tiránicas, arbitrarias y criminales, innecesarias para la salvación y que no fueron instituidas por Dios. Deberías proceder como los hijos de Israel que robaron a los egipcios el jornal ganado, o como un criado que hurtase a un amo maligno el sueldo ganado. Roba tú tam¬bién al Papa tu esposa y tus hijos legítimos.
Quien tiene fe de atreverse a hacer esto, que me siga animada¬mente. No es mi intención seducirlo. Si no tengo la potestad de un papa, tengo, no obstante, el poder de ayudar a mi prójimo y de salvarlo de sus pecados y peligros. Y esto no sin causa, ni motivo. Primero: no todo párroco puede prescindir de mujer, no sólo a causa de la fragilidad, sino más para atender la casa; de modo que puede tener mujer. El Papa se lo concede, pero no permite tenerla por legítima cónyuge. Ello significa dejar solos y juntos a hombre y mu¬jer y, no obstante, prohibir que caigan. Lo mismo podrían juntarse paja y fuego y prohibir que humeasen y ardiesen. Segundo: el Papa no tiene poder de prohibir esto, como tampoco tiene potestad de prohibir que se coma, se beba y que uno se alivie por vía natural o que engorde. Por ello, nadie está obligado a observarlo. Y el Papa es responsable por todos los pecados que se cometan en contra de esto; por todas las almas que se pierden por eso; por todas las con¬ciencias que a causa de ello sean confundidas y atormentadas. Por tanto, hace ya tiempo que alguien debería haberlo expulsado de la tierra. A tantas almas desdichadas las han estrangulado con la diabó¬lica soga. Espero que Dios haya sido más clemente para muchos en su muerte que el Papa durante la vida. Nunca salió ni saldrá jamás nada bueno del papado y de sus leyes. Tercero: aun cuando la ley del Papa se opone a que un matrimonio se concierte en contra de ella misma, esta ya ha quedado anulada y sólo vale el mandamiento de Dios que dispone que nadie separe a hombre y mujer. Esta orden sobrepasa ampliamente la ley del Papa, y no debe aniquilarse ni posponerse por esta orden el mandamiento de Dios. Es cierto que mu¬chos juristas atolondrados y el Papa inventaron impedimenta por los cuales impedían, dividían y enredaban el estado matrimonial, de modo que por ello el mandamiento de Dios quedó del todo aniqui¬lado. ¿Qué más diré? En toda la ley canónica del Papa no hay ni dos renglones que puedan enseñarle a un buen cristiano, y por desgracia son tantas las leyes erróneas y peligrosas que sería mejor quemarlas en la hoguera.
Pero si se objeta que esto es escandaloso y que el Papa previa¬mente debería dar dispensa en el asunto, contesto: si en ello hay escándalo es por culpa de la Silla Romana, que sancionó semejante ley sin derecho alguno y en contra de Dios. Ante él y las Escrituras no es escándalo. Si el Papa puede dispensar bajo pago de sus leyes tiránicas y ávidas de dinero, también un cristiano cualquiera puede dispensar de lo mismo por Dios y por la salvación del alma. Cristo nos libertó de todas las leyes de los hombres, sobre todo cuando tilas contradicen a Dios y a la salvación de las almas, como se en¬seña claramente.
15. No me olvidaré tampoco de los pobres conventos. El espíritu malo, que ahora confunde a todos los estados mediante leyes humanas y les hace insoportable la vida, se apoderó también de al¬gunos abades, abadesas y prelados que gobiernan a sus hermanos y hermanas de tal manera que pronto irán al infierno y también aquí viven en una condición miserable, tal como sucede con todos los mártires del diablo. Se reservan en la confesión todos los pecados mortales o al menos algunos de los que están ocultos, de modo que ningún hermano pueda absolver al otro sin exponerse a la pena de excomunión y por razones de obediencia. Ahora bien, no se hallan ángeles en todos los lugares y en todo tiempo, sino también gente de carne y hueso que soporta la excomunión y la amenaza antes de confesar sus pecados ocultos a los prelados o determinados confe¬sores. Luego toman el sacramento con semejante conciencia, y llegan a ser irregulares y otras miserias más. ¡Ay pastores ciegos! ¡ay prelados atolondrados! ¡ay lobos feroces!
En ese caso digo: cuando el pecado es público y notorio, entonces es justo que el prelado sólo lo castigue. Solamente éste y ningún otro puede reservárselo y eximírselo para sí. Sobre los pecados ocultos no tiene poder, aunque sean los peores que haya o pueda haber. Y si el prelado se los reserva, es un tirano. No tiene autoridad para ello y se entremete en el juicio de Dios. A estos hijos, hermanos y hermanas les aconsejo lo siguiente: si los superiores no quieren dar permiso para confesar los pecados ocultos a quien quieras, tómalos tú para ti y confiésalos a tu hermano o a tu hermana, a quien y donde quieras. Hazte absolver y consolar, y después vete y haz lo que quieras y debas hacer. Confía firmemente en que quedas absuelto. De ese modo queda todo concluido. No te aflijas ni te dejes engañar por la excomunión, la irregularidad y las demás amenazas. Sólo se refieren a los pecados públicos y notorios, cuando alguien no quiere confesarse. No es el caso tuyo. ¿Qué te propones, ciego prelado? ¿Im¬pedir con tus amenazas los pecados ocultos? Abandona lo que no se confió públicamente para que el juicio y la gracia de Dios también se ocupen de los tuyos. Dios no los encomendó completamente a tus manos dejándolos escapar del todo de las suyas. Hasta tú tienes bajo tu poder la parte menor. ¡Que los estatutos sean estatutos! No lo ensalces hasta el cielo, al juicio de Dios.
16. También sería necesario abolir del todo los aniversarios, los funerales y las misas de réquiem o por lo menos reducirlos, por¬que está a la vista de todos que de ellos se ha hecho una burla con la cual irritamos a Dios en sumo grado, puesto que tienen como único fin el dinero y el comer y beber con exceso. ¿Qué agrado puede hallar Dios en que se parloteen deplorablemente las míseras vigilias y mi¬sas? No se leen ni se rezan. Y aunque se recen, no se realizan por Dios y de amor espontáneo, sino por el dinero y deuda obligada. Ahora no es posible que una obra agrade a Dios o consiga nada de él, si no se lleva a cabo por amor espontáneo. Por tanto, es cristiano suprimir todo o al menos reducirlo, si vemos que se ha convertido en un abuso que más encoleriza que reconcilia con Dios. Más me gustaría y hasta sería más agradable a Dios y mucho mejor que un capítulo o un convento juntaran en una todas sus misas y vigilias anuales y en un día celebrasen una verdadera vigilia y misa con seriedad de corazón, devoción y fe por todos sus benefactores, en lu¬gar de rezar sin tal devoción y fe todos los años miles y miles de misas, una especial para cada cual. ¡Oh, amados cristianos, Dios no quiere que oremos mucho, sino bien! Hasta condena las oraciones largas y frecuentes y dice que "con ello sólo merecemos más pena". Pero la avaricia que no puede confiar en Dios causa tal abuso. Tiene miedo de morirse de hambre.
17. Deben suprimirse también algunas penas o castigos del derecho canónico, principalmente el entredicho, el cual sin duda, fue ideado por el espíritu malo. ¿Acaso no es obra diabólica el querer castigar un pecado con muchos pecados más graves? En todo caso es un pecado peor hacer callar o suprimir la palabra y el servicio de Dios que estrangular a la vez veinte papas, y menos aún a un sacer¬dote o retener los bienes de la iglesia. También esta es una de las delicadas virtudes que se enseña en el derecho canónico, puesto que el derecho canónico o espiritual se llama espiritual porque se debe al espíritu, si bien no al Espíritu Santo, sino al espíritu maligno.
La excomunión no debería aplicarse sino en los casos donde las Escrituras indiquen usarla, es decir, contra los que no tengan la recta fe o vivan en pecados notorios, pero no por bienes temporales. Pero ahora sucede lo contrario. Cada cual cree lo que quiere y vive a su antojo, precisamente los que atribulan y deshonran a otros con la excomunión. Ahora toda la excomunión sólo se aplica por bienes tem¬porales, lo cual también debemos al santo e injusto derecho canónico. De esto traté anteriormente con más amplitud en un tratado.
Los demás castigos y penas: suspensión, irregularidad, aggravatio, reagravatio, deposición, rayos, truenos, maldecir, conde¬nar y otros ardides más deberían enterrarse a una profundidad de diez varas, para que no quede siquiera su nombre y memoria. El espíritu malo que quedó libre por el derecho canónico, trajo tan te¬rrible plaga y miseria al reino celestial de la santa cristiandad, y con ello sólo causó la perdición e impedimento para las almas. Bien entenderán la palabra de Cristo: "¡Ay de vosotros, escribas! ¡Os habéis tomado la autoridad de enseñar y cerráis el reino de los cielos delante de los hombres, que ni vosotros entráis, ni a los que están entrando dejáis entrar".
18. Sería menester abolir todas las fiestas, conservando sólo el domingo. Pero si quisieran guardar además las fiestas de Nuestra Señora y de los grandes santos, deberían ponerlas en un día domingo. O bien se podría celebrar misa de mañana y que después todo el día fuese laborable. La causa: porque hay abuso en el beber y jugar, en el ocio y toda clase de pecados, ofendemos a Dios más en los días de fiesta que en los laborables. Es todo al revés. Los días sagrados no son sagrados y los días laborables sí lo son. No sólo no se presta ser¬vicio alguno a Dios, ni a los santos, sino que se les inflige grave des¬honra con tantos días sagrados. Sin embargo, algunos prelados ato¬londrados creen haber hecho una buena obra al instituir una fiesta para Santa Odila o para Santa Bárbara, cada cual según su ciega opinión. Harían algo mejor, si en honor de un santo hiciesen de un día sagrado un día laborable.
Además, fuera de ese menoscabo espiritual, el hombre común sufre un daño doble material. Desatiende el trabajo y aparte de eso, gasta más que en otros días. Hasta debilita su cuerpo y lo hace inhábil, corno lo vemos todos los días. No obstante, nadie piensa en cambiar tal estado de cosas. En este asunto no deberíamos considerar el hecho de que el Papa haya instituido las fiestas o que necesitemos de una dispensa o de un permiso. Toda comunidad, cabildo o superioridad tiene potestad de abolir e impedir sin conocimiento y voluntad del Papa o del obispo lo que es contra Dios y perjudicial para los hom¬bres en cuerpo y alma; hasta están obligados a oponérsele por la sal¬vación de sus almas, aunque el Papa y el obispo no quisieran, por más que deberían ser los primeros en impedirlo.
Y ante todo, deberían eliminarse del todo las fiestas parroquia¬les, puesto que se han convertido en verdaderas tabernas, ferias y oportunidades para el juego. Sólo contribuyen al desprecio de Dios y la perdición de las almas. Para nada vale que se insista en que han tenido un buen comienzo y son obra buena. Dios mismo anuló su propia ley que había dado desde el cielo, cuando ella se trocó en abuso y todavía ahora cambia a diario lo que dispuso. Destruye lo que hizo a causa del mismo abuso erróneo, como está escrito de él en el Salmo 17: "Cambiarás con los cambiados".
19. Deben cambiarse los grados o vínculos de parentesco, en los cuales se prohíben los matrimonios, a saber, padrinazgos, el cuarto y tercer grado. Si en estos casos el Papa de Roma puede dispensar por dinero y venta indecorosa, también un párroco cualquiera debería tener autoridad de dispensar de balde y por la salvación del alma. Quiera Dios que todo párroco pueda hacer y remitir sin dinero todo lo que haya que comprar en Roma para librarse del exprimidero de dinero que es la ley canónica, trátese de indulgencia, de breves de indulgencias, de breves de mantequilla, de breves de misa y cuanto más haya en Roma de confessionalia o picardías. Con ello engañan a la gente y la despojan de su dinero. Si el Papa tiene potes¬tad de vender por dinero sus exprimideros de dinero y sus redes canónicas (quise decir, leyes canónicas), de seguro un párroco tiene mucho más autoridad para deshacerlas y, por la, causa de Dios, piso¬tearlas. Mas si no tiene poder, tampoco el Papa lo tiene para venderlas en su feria infame.
A esto le corresponde también  que los  ayunos  se dejen  libres  y se  permitan  toda  clase  de alimentos, tal como dispone el Evange¬lio. En la misma Roma se burlan de los ayunos. A nosotros que vivimos aquí afuera nos  hacen  comer aceite,  con el cual no harían engrasar su calzado. Después nos venden la libertad de comer man¬tequilla y toda clase de comida. El Santo Apóstol dice que todo esto no es lícito por el Evangelio. Sin embargo con el derecho canónico nos aprisionaron y nos despojaron del derecho para que volviésemos a comprarlo por dinero.  Tanto amedrentaron e intimidaron nuestras conciencias, que ya no podemos predicar sobre esta libertad. En consecuencia, la gente común se escandaliza mucho por ello, creyendo que es mayor pecado comer mantequilla que mentir, perjurar y for¬nicar. En verdad, es sólo obra humana dispuesta por  hombres. Uno puede darle vuelta como quiera: jamás resultará nada bueno de ello.
20. Deberían destruirse por completo las capillas ilegales y  las iglesias de campo. Trátase de los nuevos lugares de peregrinación como Wilsnack, Sternberg, Tréveris, el Grimmental y  ahora Ratisbona  y muchos otros más. Los obispos tendrán que rendir cuenta muy estricta por admitir semejante fantasmagoría diabólica, y por sacar provecho de ella. Deberían ser los primeros en oponerse. Pero creen que se trata de algo divino y santo. No se dan cuenta de que el diablo lo promueve para  fomentar  la  avaricia, instituir falsas e imaginadas creencias, debilitar iglesias parroquiales, aumentar las tabernas y la fornicación, perder dinero y trabajo inútilmente; y todo es sólo para embaucar a la  pobre  gente. Si hubiesen  leído  las  Escrituras  tan  bien  como el maldito derecho canónico, ya sabrían ponerle coto.
Tampoco importa que se produzcan señales milagrosas, puesto que el espíritu malo también puede hacer milagros, como Cristo anun¬ció. Si procediesen con rigor, prohibiendo semejante abuso, pronto se acabarían los prodigios. O si fuera de Dios, no podrían impedirlos con sus prohibiciones. Si no hubiese otro indicio de que esto no procede de Dios, bastaría con ver cómo los hombres corren frenéticos y sin razón en tropeles como animales, lo cual no sería posible, si ello procediese de Dios. Él no lo ha mandado. No hay obediencia ni mérito en esto. Por lo mismo, sería menester intervenir enérgica¬mente y oponerse a la gente, puesto que lo que Dios no mandó y lo que se lleva allende el mandamiento de Dios de seguro es el mismo diablo. También las iglesias parroquiales sufren detrimento, ya que son menos veneradas. En resumen, hay indicios de un gran descrei¬miento entre la gente, puesto que, si tuviesen la recta fe, tendrían las cosas en su propia iglesia donde deberían ir.
Sin embargo, ¿qué diré? Cada cual piensa en establecer y man¬tener en su jurisdicción semejante lugar de peregrinación sin pre¬ocuparse de si la gente posee la recta fe o vive rectamente. Los gober¬nantes son como el pueblo. Un ciego guía a otro m. Más aún, cuando las peregrinaciones no toman incremento, se comienza a canonizar a los santos; no en honor de los mismos que sin canonización serían suficientemente venerados, sino para conseguir la concurrencia de peregrinos y obtener dinero. En esto ayudan al Papa y los obispos. Llueve indulgencias. Para ello hay dinero suficiente. Empero, nadie se fija en lo que Dios mandó. Nadie se preocupa por eso y nadie tiene dinero. ¡Ay, cuan ciegos somos! No sólo dejamos que el diablo haga su voluntad con sus fantasmagorías, sino que hasta las fortalecemos y fomentamos. Desearía que dejasen en paz a los santos y que no sedujesen a la pobre gente. ¿Qué espíritu le dio al Papa autoridad para canonizar a los santos? ¿Quién le dice que son santos o no? ¿Acaso no existe ya bastante pecado sobre la tierra para que sea menester tentar a Dios e inmiscuirse en su juicio y usar a los santos como cebos para atraer el dinero?
Por ello aconsejo que los santos se enaltezcan a sí mismos. Sólo Dios debe ensalzarlos. Que cada cual se quede en su parroquia. Allí encontrará más que en todas las iglesias de peregrinación, aunque todas formasen una sola. Aquí se encuentran el bautismo, el sacramento, la predicación y el prójimo. Estas son cosas más grandes que todos los santos en el cielo, los cuales fueron todos santificados por la pala¬bra y el sacramento. Pero como desdeñamos tales cosas grandes, Dios es justo en su airado juicio y permite al diablo que nos lleve acá y acullá; que establezca lugares de peregrinación, inaugure ca¬pillas e iglesias; provea la canonización de santos y otras locuras más, apartándonos de este modo de la recta fe y conduciéndonos a falsas creencias heréticas. Así lo hizo en tiempos pasados con el pueblo de Israel. Lo apartó del templo de Jerusalén para llevarlo a innumera¬bles lugares, y todo eso en nombre de Dios y bajo la apariencia de la santidad. Contra ello predicaron y fueron martirizados por esta causa todos los profetas. Pero ahora nadie predica en contra. Proba¬blemente lo martirizarían también los obispos, el Papa, los curas y los monjes por esta causa. De idéntica manera canonizan ahora también a Antonino de Florencia y algunos más, a fin de que sirva para la gloria y para que Su Santidad gane dinero, lo cual de otro modo hubiera servido para la gloria de Dios y como buen ejemplo.
Aunque la canonización de los santos hubiera sido buena en tiem¬pos anteriores, ahora no lo es como muchas otras cosas que anterior¬mente eran buenas y no obstante ahora son molestas y perjudiciales como, por ejemplo, los días de fiesta, el tesoro y el adorno de las igle¬sias. Es evidente que con la canonización de los santos no se busca la honra de Dios ni el mejoramiento de los cristianos, sino dinero y gloria. Una iglesia quiere ser algo particular frente a otra y tener su peculiaridad. No lo gustaría que otra tuviese lo mismo y que su privilegio fuese común. De ese modo se han destinado bienes espiri¬tuales para el abuso y para ganar bienes temporales. Todo lo que es Dios mismo ha de servir a la avaricia en estos últimos y pésimos tiempos. Semejante privilegio también sirve únicamente para crear discordia, división y soberbia, de modo que entre dos iglesias, una distinta de la otra, se desdeñan mutuamente y se ensalzan una por encima de otra. En verdad, todos los bienes divinos deben ser iguales y comunes a todos. Han de servir exclusivamente para lograr la uni¬dad. Pero al Papa le agrada la desavenencia y le disgustaría si todos los cristianos fuesen iguales y estuviesen unidos.
A esto corresponde que deben abolirse, menospreciarse, o a lo menos hacerse comunes las licencias de todas las iglesias, las bulas y cuanto venda el Papa en Roma en su desolladero. Si vende o da a Wittenberg, Halle, Venecia y ante todo a Roma, indultos, privilegios, indulgencias, mercedes, prerrogativas y facultades, ¿por qué no se los da a todas las iglesias en común? ¿No debe servir a todos los cris¬tianos de balde y por el amor de Dios con todo lo que pueda, hasta derramar su sangre? Por esto dime, ¿por qué da o vende a una iglesia, mas no a la otra? ¿O es que el maldito dinero logra distinciones tan grandes ante los ojos de Su Santidad, entre los cristianos, quienes to¬dos tienen en común el bautismo, la palabra, la fe, a Cristo, a Dios y todas las cosas? ¿Pretenden cegarnos mientras nuestros ojos ven, y enloquecernos mientras reflexiona nuestra razón? ¿Desean que ado¬remos semejante avaricia, pillería y finta? Si tienes dinero, el Papa es un pastor, pero más allá no lo es. No obstante, no sienten vergüenza de llevarnos allá y acullá con semejante villanía y con sus bulas. Para ellos sólo se trata del maldito dinero y de nada más.
Aconsejo lo siguiente: si semejante engaño no se suprime, todo cristiano bueno debe abrir los ojos y no ha de dejarse embaucar por las bulas romanas, los sellos y los embustes. Quedará en su pueblo, en su iglesia, y considerará que lo mejor es el bautismo, el evangelio, la fe, Cristo y Dios, quien es igual en todos los lugares, dejando que el ciego Papa siga siendo guía de los ciegos. Ni un ángel ni el Papa pueden darte tanto como Dios te da en tu parroquia. El Papa hasta te aparta de los dones divinos que posees gratuitamente y te lleva a sus dádivas, que tienes que comprar. Te da plomo por oro, piel por carne, cordel por bolsa, cera por miel, palabras por bienes, letras por el espíritu, como lo tienes a la vista. Y si, por el contrario, no quieres percatarte de ello y vuelves hacia el cielo sobre sus perga¬minos y su cera, se romperá muy pronto el carro y caerás al infierno, y no en nombre de Dios. Ten esto por regla segura: lo que tienes que comprarle al Papa no es bueno ni es de Dios, puesto que lo que es de Dios no sólo se dará de balde, sino que por el contrario serán casti¬gados y condenados todos los que no lo han querido aceptar gratui¬tamente, es decir, el evangelio y las obras divinas. Semejante seduc¬ción la hemos merecido a causa de Dios por haber desdeñado su santa Palabra, la gracia del bautismo, como dice San Pablo: "Dios en¬viará una gran confusión a todos los que no aceptaron la verdad para su salvación para que crean en las mentiras y villanías y las sigan, como merecen" .
21. Una de las grandes necesidades es la de abolir toda mendi¬cidad en la cristiandad entera. Entre los cristianos nadie debe men¬digar jamás. Sería fácil establecer un orden respecto a esto si lo encarásemos con energía y seriedad. Cada ciudad debería cuidar a sus pobres y no admitir pordioseros ajenos, llámense éstos como quie¬ran, sean peregrinos u órdenes mendicantes. Cada pueblo podría ali¬mentar a los suyos. Si fuese demasiado pequeño, podría exhortar a la gente de las aldeas vecinas para que contribuyesen, ya que de otra manera tienen que mantener bajo el nombre de pordioseros a toda clase de vagabundos y malos sujetos. Así podría saberse también cuáles son pobres de veras y cuáles no lo son.
Debe haber un administrador o tutor que conozca a todos los pobres e indique al concejo o al párroco lo que les hace falta o cómo esto podría organizarse de la mejor manera. Según mi opinión, en ningún asunto hay tantas bribonadas y embustes como en el pordio¬seo. Sería fácil eliminarlos a todos. Aún así, la gente común sufre por semejante mendicidad libre y general. Según mis cálculos, las cinco o seis órdenes mendicantes van anualmente más de seis o siete veces a cada población. A esto se agregan los mendigos comu¬nes, los mensajes, y los peregrinantes. Se llega a la conclusión de que una ciudad debe pagar tributo sesenta veces por año sin contar lo que se abona a la superioridad secular entre derechos, contribucio¬nes y gabelas, y lo que roba la Silla Romana con su mercancía y lo que se gasta inútilmente. Para mí es uno de los grandes milagros de Dios que aún existamos y nos alimentemos.
Pero algunos opinan que de este modo no se atiende bien a los pobres y no se construyen tantas casas de piedra y tantos monaste¬rios. Ya lo creo. Tampoco hace falta. Quien quiere ser pobre no debe ser rico. Si quiere hacerse acaudalado ha de poner la mano al arado y buscárselo él mismo de la tierra. Basta con que los pobres tengan lo suficiente para no morirse de hambre y frío. No conviene que uno viva ocioso, porque el otro trabaja; que sea rico y lleve una vida cómoda, porque el otro vive con estrechez, como es ahora la mala costumbre pervertida, puesto que San Pablo dice:  "Si alguno no quisiera tra¬bajar, no coma". Dios no dispuso que nadie viviese de los bienes de los demás,  sino  solamente  los  sacerdotes  predicantes  y  gobernantes como San Pablo afirma, por su trabajo espiritual, y como también Cristo dice a los apóstoles: "Todo obrero es digno de su salario" . Existe también peligro de que las muchas misas instituidas en fundaciones y conventos no sólo tengan escaso valor, sino que des¬pierten  gran  ira de  Dios. Por  ello, sería conveniente no organizar más, sino abolir muchas de las instituidas, sobre todo, porque se ve que únicamente son consideradas como sacrificios y obras buenas. En verdad son sacramento lo mismo que el bautismo y la penitencia, que no son de utilidad sino para aquellos que lo reciben. Pero ahora se ha arraigado la costumbre de celebrar misas por vivos y por muertos, y todas las cosas se apoyan en ellas. Por esto, se instituyen tantas y se les atribuye una importancia tan grande, como vemos. Pero, qui¬zás, sea eso demasiado novedoso e inaudito todavía, sobre todo para quienes temen que con la abolición de tales misas se les arruine su oficio y se les quite el sostén. Por ello, debo postergar el hablar de este tema más explícitamente hasta que se establezca nuevamente el verdadero sentido de qué es y para qué sirve la misa. Por desgracia, hace muchos años que de ella se hizo un oficio para conseguir alimento temporal. Por esta causa aconsejaría que en adelante uno se hiciera más bien pastor o artesano en lugar de sacerdote o monje, excepto que antes supiese bien lo que es celebrar misa.
Sin embargo, con esto no me refiero a las antiguas fundaciones y canonjías.  Sin duda alguna, estas se instituyeron con el siguiente fin: según las costumbres de la nación alemana no todos los hijos de los nobles podían ser herederos y gobernantes, sino que encontraban su sostén en esas fundaciones donde podían servir libremente a Dios, estudiar, llegar a ser hombres doctos y formar a otros. Hablo de las fundaciones  nuevas  que se instituyeron  con  el  único  fin de  orar  y celebrar misa. Mediante su ejemplo también las fundaciones antiguas fueron gravadas con las mismas oraciones y misas que no tienen utili¬dad o sólo muy poca.  Por la gracia de Dios al fin quedan también reducidas a la insignificancia, tal como lo merecen, es decir, al clamor de los cantores de himnos y de los órganos y a misas flojas y frías, con lo cual sólo se obtienen y se consumen las entradas temporales institui¬das. El Papa, los obispos y los doctores deberían fijarse en tales cosas e impedirlas. Pero son ellos quienes más las promueven. Siempre ad¬miten aquello   que produce dinero, y continuamente un ciego guía al otro. Esto se debe a la avaricia y al derecho canónico.
Tampoco debería suceder que una persona tuviese más de una canonjía y prebenda. Que se conformen con una vida modesta para que también otro a su lado posea algo. Así se descartaría la excusa de los que manifiestan que les hace falta más de una prebenda para conservar su "debida categoría". Uno puede tomarse su ''debida ca¬tegoría" en forma tan amplia que todo un país no baste para su conservación. De seguro la avaricia y la oculta falta de confianza en Dios corren parejas, puesto que a menudo se aduce como exigencia de la "debida categoría", lo que es mera avaricia y desconfianza.
23. Las hermandades, las indulgencias, los breves de indulgencias, los breves de mantequilla, los breves de misa, las dispensaciones y cosas parecidas deben abolirse y exterminarse. Nada bueno hay en ello. Si el Papa puede dispensar en cuanto al comer mantequilla, a la asistencia a misa, etc., debería dar la misma autorización al párroco. No  tiene potestad de quitársela. Me refiero también a las herman¬dades, en las cuales se distribuyen   indulgencias, misas y buenas obras. Amigo, en  el  bautismo tú has iniciado una hermandad con Cristo, con todos los ángeles, santos y cristianos de la tierra. Cultívala y cumple con ella. De ese modo tendrás suficientes hermandades. Deja a los demás aparentar como quieran. Son como las  fichas de juego en comparación con los ducados. Pero si hubiese una hermandad que reuniera dinero para alimentar pobres o para ayudar  a alguien  en otro sentido,  esto sería bueno y tendría indulgencia y mérito desde el cielo. Pero ahora eso se ha convertido en francachela y borracheras. Previamente deberían echarse de Alemania a los legados papales con sus facultades, las cuales nos venden por mucho dinero. Son meras picardías. Cobrando dinero hacen legales los bienes mal habi¬dos, disuelven los juramentos, los votos y los convenios, destruyendo con esto y enseñando a destruir la buena fe entre las partes, diciendo que así lo quiso el Papa. El espíritu malo les mandó decir eso y ven¬dernos de este modo es doctrina diabólica. Cobran dinero por ense¬ñarnos pecados y llevarnos al infierno.
Si no hubiera otra perfidia que probase que el Papa es el verda¬dero anticristo, precisamente este mismo hecho bastaría para demos¬trarlo. ¿Lo oyes, Papa, no el santísimo sino el pecaminosísimo? ¡Que Dios desde el cielo destruya lo más pronto posible tu silla y te preci¬pite en el abismo del infierno! ¿Quién te dio potestad para elevarte por encima de tu Dios, para romper y disolver lo que mandó y para enseñar a los cristianos, y sobre todo a los de la nación alemana, quienes, de naturaleza noble, son elogiados por constantes y fieles en todas las historias, a ser inconstantes, perjuros, traidores, malhecho¬res e infieles? Dios ha mandado que deben guardarse el juramento y la fidelidad hasta al enemigo. ¡Y tú te atreves a disolver semejante mandamiento! Afirmas en tus decretales heréticas y anticristianas que tienes su poder para ello. Sin embargo, por tu boca y tu pluma miente el maligno Satanás como jamás ha mentido. Tú fuerzas y tergiversas las Escrituras según tu antojo. ¡Oh Cristo, mi Señor, mira hacia abajo! ¡Haz llegar tu día de juicio y destruye el nido del Papa en Roma! Ahí está el hombre del cual Pablo dijo que se levantará por encima de ti y se asentará en tu templo, haciéndose pasar por Dios, el hombre de pecado e hijo de perdición. ¿Qué es la potestad del Papa, sino enseñar pecados y malignidad y fomentarlos? Sólo conduce las almas a la perdición bajo tu nombre y apariencia.
En tiempos pasados, los hijos de Israel tuvieron que cumplir con el juramento que inconscientes y engañados habían prestado a los trabaonitas, sus enemigos. El rey Sedequías sucumbió lastimosa¬mente con todo su ejército por quebrantar el juramento prestado al rey de Babilonia. V entre nosotros. Ladislao, el excelente rey de Polonia y Hungría, hace cien años fue muerto infortunadamente por los turcos junto con tantos soldados por dejarse seducir por el emba¬jador del Papa a romper el acertado y útil convenio juramentado con los turcos. El buen emperador Segismundo no tuvo suerte después del concilio de Constanza, en el cual permitió que los bribones anulasen el salvoconducto dado a Hus y a Jerónimo. De ello resultó toda la desgracia entre Bohemia y nosotros. Y en nuestros tiempos, válgame Dios, ¡cuánta sangre de cristianos se ha derramado por el juramento y la alanza que el Papa Julio concertara entre el emperador Maximiliano y el rey Luís de Francia y que a su vez rompiera! ¿Cómo podría narrarse toda la desgracia que causaron los papas con esa osadía diabólica de anular juramentos y promesas entre grandes señores? Hacen de todo una burla y además exigen dinero. Espero que el día del juicio sea inminente. No se puede ni se debe llegar a nada peor de lo que está practicando la Silla Romana. Su¬prime el mandamiento de Dios, enalteciendo su propio mandamiento por encima de aquel. Si el Papa no es el anticristo, que otro me diga quién será. Mas de esto trataré en oportunidad y en forma mejor.
24. Ha llegado el momento de ocuparnos también sería y veraz¬mente con el asunto de los bohemios y de reconciliarlos con nosotros y nosotros con ellos para que terminen de una vez por todas las terribles injurias, el odio y la envidia, por ambos lados. Daré pri¬mero mi propia opinión, según mi simpleza, con reserva del mejor criterio de cada cual.
Primero hemos de confesar por cierto la verdad, dejando de deba¬tir y haciendo en cambio una concesión a los bohemios. Juan Hus y Jerónimo de Praga fueron quemados en Constanza, pese al salvocon¬ducto y juramento papales, cristianos e imperiales. Esto sucedió con¬tra el mandamiento de Dios y causó gran amargura entre los bohemios. Deberían haber sido perfectos para soportar tal grave injusticia y semejante desobediencia a Dios por parte de los nuestros. Pues no estaban obligados a aprobarla y tenerla por bien hecha. Hasta en nuestros días deberían dejar el cuerpo y la vida antes de admitir que es justo anular el salvoconducto imperial, papal y cristiano, y proceder deslealmente en contra del mismo. Si bien se trata de impaciencia por parte de los bohemios, es, no obstante, más la culpa del Papa y de los suyos toda la desgracia, todo el yerro y la perdición de almas que se originaron desde aquel concilio.
No quiero juzgar en este lugar los artículos de Juan Hus ni defen¬der su error, aunque mi razón todavía no ha encontrado nada equivo¬cado en él. Sinceramente creo que los que por su procedimiento des¬leal faltaron al salvoconducto cristiano y al mandamiento de Dios, no hicieron nada bueno ni lo condenaron probadamente. Sin duda, estaban más poseídos por el espíritu malo que por el Espíritu Santo. Nadie dudará de que el Espíritu Santo no actúa contra el manda¬miento de Dios y nadie ignora que faltar al salvoconducto y a la lealtad, es ir contra el mandamiento de Dios, aunque el salvoconducto haya sido concedido al mismo diablo y a un hereje más todavía. Tam¬bién es evidente que se confirmó tal salvoconducto a Juan Hus y a los bohemios y no se cumplió, sino que, a pesar de todo, Hus fue quemado. Tampoco convertiré a Juan Hus en un santo y en mártir, como lo hacen algunos bohemios, aunque confieso que lo trataron con injusticia y que condenaron sin causa su libro y su doctrina.
Los juicios de Dios son ocultos y terribles. Nadie sino él sólo puede revelarlos y expresarlos. Me limitaré a decir: yunque se trate de un hereje tan malo como se quiera, lo quemaron injustamente y en contra del mandamiento de Dios. No se debe insistir en que los bohemios lo aprueben, o de otra manera jamás llegaremos a la con¬cordia. Nos debe unir la verdad notoria y no la obstinación. No es razón aludir al hecho de que en aquel tiempo dieran como pretexto que a un hereje no se le debe cumplir el salvoconducto. Sería lo mismo afirmar que no deben observarse los mandamientos de Dios para observar los mandamientos de Dios. El diablo los enloqueció y los atontó, de modo que no vieron lo que decían y hacían. Dios ha mandado cumplir un salvoconducto. Hay que respetarlo, aunque se hunda el mundo y más aún cuando se trata de librarse de un hereje. Hay que vencer a los herejes mediante escritos, no por medio del fuego. Así lo hacían los antiguos padres. Si fuese un arte vencer a los herejes mediante el fuego, los verdugos serían los doctores más eru¬ditos en la tierra. Ya no haría falta estudiar, sino que el que venciera al otro por la fuerza podría quemarlo.
Por otra parte, el emperador y los príncipes deberían mandar al¬gunos obispos y hombres doctos, buenos y razonables, pero bajo nin¬gún concepto un cardenal, un delegado papal o un inquisidor, puesto que esa gente es por demás indocta en asuntos cristianos y no busca tampoco la salud de las almas, sino su propio poder, utilidad y honra, como lo hacen todos los hipócritas del Papa. Ellos fueron también los más responsables de esta desgracia de Constanza. Los nombrados emisarios deberían investigar el estado de la fe de los bohemios con el fin de averiguar la posibilidad de aunar todas sus sectas. Por la salvación de las almas, el Papa debería renunciar durante un tiempo a su gobierno y, conforme al estatuto del muy cristiano concilio de Nicea, permitir a los bohemios elegir de entre ellos un arzobispo de Praga. A este lo podrían confirmar el obispo de Olmütz de Moravia, o el de Gran de Hungría, o el de Gnesen de Polonia, o el de Magdeburgo de Alemania. Basta con que uno o dos de ellos lo confirmen, tal como sucedió en la época de San Cipriano. El Papa no debe oponerse. Pero si se resiste, lo hace como lobo y como tirano. Nadie debe obede¬cerle y a su excomunión se responderá con otra excomunión.
No me opongo a que en honor de la Silla de San Pedro esto se haga con conocimiento del Papa, con tal de que los bohemios no se preocupen ni un ardite y el Papa no los obligue ni un ápice, ni los someta a una tiranía mediante juramentos y obligaciones, como lo hace con todos los demás obispos en contra de Dios y del derecho. Si no le basta con la honra de haber sido consultada su conciencia, no deben preocuparse más de sus juramentos, derechos, leyes y tiranías. Bastará con la elección y lo acusarán públicamente por la sangre de las almas que quedan en peligro. Nadie ha de consentir en una injus¬ticia, y a la tiranía se le ha tributado suficiente honor. Si no puede ser de otra manera, la elección y el consentimiento del pueblo común pueden valer tanto como una confirmación tiránica. Mas espero que no se llegue a tanto. Finalmente, algunos romanos o buenos obispos y hombres doctos notarán la tiranía del Papa y se opondrán a ella.
Tampoco insistiré en que uno los obligue a suprimir el uso de ambas especies del sacramento, porque esto no es anticristiano ni herético, sino hay que dejarlos con el uso que prefieran. Pero el obispo nuevo tratará de que no se suscite desunión por tal uso, sino que les enseñará benignamente que ninguno de los usos es error. Lo mismo no provocará discordia, porque los sacerdotes se vistan y se compor¬ten de otra manera que los legos. De igual modo tampoco se insistirá si no quieren aceptar el derecho canónico romano. En primer lugar es menester fijarse en que anden en la fe y vivan según la Escritura divina, puesto que la fe y el estado cristiano bien pueden existir sin las insufribles leyes del Papa. Más aún: no subsistirán, si no se redu¬cen las leyes a menos o se suprimen del todo. En el bautismo hemos quedado libres y sujetos sólo a la Palabra divina. ¿Por qué debe aprisionarnos un hombre con sus palabras? Como dice San Pablo: "Habéis quedado libres, jamás os hagáis siervos de los hombres", es decir, de los que gobiernan con leyes humanas.
Si yo supiera que los husistas no tuviesen otro error respecto al sacramento del altar que el de creer que existen verdaderamente pan y vino naturales, pero debajo de estos verdaderamente la carne y la sangre de Cristo, no los condenaría sino que los sometería al obispo de Praga. No es artículo de fe que el pan y el vino no son esenciales y naturales en el sacramento, lo cual es una ilusión de Santo Tomás y del Papa, sino que es un artículo de fe que en el pan y vino natu¬rales se hallan verdaderamente la carne y la sangre naturales de Cristo. Debería tolerarse la ilusión de ambos lados hasta que se pu¬sieran de acuerdo, puesto que no hay peligro en creer que hay pan o que no lo hay. Debemos tolerar muchos modos y órdenes que no perjudican la fe. Si tuviesen otra creencia, preferiría que quedasen fuera de la Iglesia, pero les enseñaría la verdad.
Si en Bohemia se hallara más error y discordia, debería soportarse hasta que quedara avecindado el arzobispo y con el tiempo volviese a aunar a la muchedumbre en una doctrina uniforme. Por cierto, no se conseguirá la unión con violencia, desafío y precipitación. Debe ha¬cerse con tiempo y lenidad. Cristo tuvo que tratar tanto tiempo a sus discípulos y soportar su falta de fe, hasta que creyeron en su resu¬rrección. Si de nuevo hubiese un buen obispo en Bohemia, sin tiranías romanas, sería de esperar que pronto mejorase la situación.
Los bienes temporales que pertenecían a la iglesia no deberían reivindicarse con excesiva severidad, sino que como cristianos que somos, está obligado cada cual a ayudar al otro. Por ello, tenemos potestad de dárselos por razones de concordia ante Dios y el mundo. Cristo dice: "Donde dos están de acuerdo en la tierra, estoy en medio de ellos". ¡Quiera Dios que colaboremos de ambas partes, y que uno le estreche la mano al otro en humildad fraternal y que no nos aferremos a nuestro poder o derecho! El amor vale más y es más necesario que el papado de Roma que carece de amor. Y el amor puede existir sin el papado. Con esto deseo aportar mi parte. Si lo impiden el Papa y los suyos, tendrán que rendir cuenta de ello, por¬que en contra del amor de Dios han buscado más el bien suyo que el del prójimo. El Papa debería perder su papado y todos sus bienes y la honra, si con ello pudiese salvar una sola alma. En cambio, dejaría que se hundiese el mundo antes de permitir que se quitara un ápice de su temerario poder. No obstante, pretende ser el más santo. Con ello ya quedo disculpado.
25. Las universidades también necesitarían una buena reforma fundamental. Debo decirlo, aunque desagrade a quien desagradare. Todo lo que el papado ha instituido y ordenado tiene el solo fin de aumentar el pecado y el error. ¿Qué son las universidades, si quedan constituidas como hasta ahora, es decir, como dice el libro de los Macabeos gymnasia epheborum et graeca e gloriae"! En ellas se lleva una vida disoluta. Poco se enseñan la Sagrada Escritura y la fe cristiana, y solamente reina el ciego maestro pagano Aristóteles y aún más que Cristo. En este sentido yo aconsejaría abolir del todo los libros de Aristóteles Physicorum, Metaphysicae, De Anima, Ethicorum, que hasta ahora se tenían por los mejores, junto con los demás que se vanaglorian de tratar de cosas naturales, mientras que en ellos no. se puede aprender nada, ni sobre cosas naturales ni espiri¬tuales. Además, hasta ahora nadie ha entendido su opinión, y tanto tiempo valioso se ha empleado y tantas almas han quedado cargadas en vano con trabajo, estudio y gastos inútiles. Puedo afirmar que un alfarero entiende más de cosas naturales de lo que figura en estos libros. Me duele en el corazón que ese pagano maldito, altanero y perverso haya seducido y engañado con sus falsas palabras a tantos de los mejores cristianos. Dios nos ha atormentado con él a causa de nuestros pecados.
En su libro mejor, De Animal, ese miserable enseña que el alma es mortal como el cuerpo, si bien muchos con palabras vanas han tra¬tado de salvar su renombre. Como si no tuviésemos las Sagradas Escrituras en las cuales recibimos enseñanza superabundante sobre todas las cosas de las cuales Aristóteles no ha tenido la menor idea. No obstante, el pagano muerto se ha impuesto, poniendo obstáculos a los libros del Dios vivo, suprimiéndolos casi del todo. Cuando pienso en semejante desgracia no puedo menos que pensar que el espíritu del mal ha establecido el estudio de Aristóteles. Del mismo modo, el libro Ethicorum es peor que escrito alguno. Se opone abiertamente a la gracia de Dios y a las virtudes cristianas. No obstante, se lo con¬sidera uno de los mejores. ¡Que alejen lo más posible todos estos libros de los cristianos! Nadie debe reprocharme que exagero y con¬deno lo que no entiendo. Estimado amigo, sé muy bien lo que digo. Co¬nozco a Aristóteles tan bien como tú y los tuyos. También yo lo he leído y oído con mayor entendimiento que Santo Tomás y Escoto. De ello puedo gloriarme sin vanidad y, si fuera menester, lo probaré. No me importa que durante tantos siglos muchas altas inteligencias se hayan afanado por él. Tales objeciones no me impresionan, como anteriormente lo hicieron. Es evidente que son más los errores que por espacio de varios siglos se han mantenido en el mundo y en las universidades.
Me gustaría que de los libros de Aristóteles se conservasen los de Lógica, Retórica y Poética, o que en otra forma abreviada se leye¬sen con utilidad para ejercitar a los jóvenes en la elocuencia y en la predicación. Pero los comentarios y las opiniones particulares deben abolirse. La Lógica de Aristóteles debería leerse en forma simple, como la Retórica de Cicerón, sin tan grandes comentarios ni opiniones. Pero ahora de esto no se aprende a hablar ni a predicar. Se ha transfor¬mado del todo en disputa y fatiga. Fuera de ellos, tendríamos las lenguas: latín, griego y hebreo, las disciplinas matemáticas y la his¬toria. Pero dejo esto a personas más entendidas. Si se diera una refor¬ma, así como verdaderamente se la anhela con toda seriedad, debe enseñarse y prepararse aquí a la juventud cristiana y a nuestra gente más noble, en la cual reside la suerte futura de la cristiandad. Por tanto, creo que no puede realizarse obra más digna de un Papa o de un emperador, sino una buena reforma de las universidades.
A los médicos les dejo que reformen ellos sus facultades. Yo me ocupo de los juristas y de los teólogos. Digo primero que sería bueno extirpar radicalmente el derecho canónico desde la primera letra hasta la última, sobre todo las decretales. Más que suficiente está escrito en la Biblia sobre cómo hemos de conducirnos en todas las cosas. Semejante estudio sólo pone trabas a las' Sagradas Escrituras. Además, la mayor parte tiene resabio a mera avaricia y vanidad. Aunque hubiese mucho de bueno en el derecho canónico, sería justo que pereciese, porque el Papa ha encerrado todos los derechos ecle¬siásticos en la "cámara de su corazón", de modo que en el futuro sería sólo un estudio completamente inútil y una farsa. Hoy el derecho ca¬nónico no es aquel que figura en los libros, sino el que está en el arbitrio del Papa y de sus aduladores. Si has fundamentado un asunto en el derecho canónico de la mejor manera, el Papa tiene sobre la causa scrinium pectoris. Por el mismo debe guiarse todo derecho y lodo el mundo. Pero se da el caso de que ese scrinium está gobernado por un bribón, y por el mismo diablo se vanagloria de que es el Espí¬ritu Santo el que lo dirige. Así tratan al pobre pueblo de Cristo. Dis¬ponen muchas leyes para él y no cumplen ninguna, pero obligan a otros a cumplirla o a liberarse de ellas por dinero.
Ya que el Papa y los suyos han anulado todo el derecho canónico y no lo observan, sino que proceden con todo el mundo según su propio arbitrio, les seguiremos y desecharemos también los libros. ¿Para qué vamos a estudiar inútilmente en ellos? Nunca podríamos conocer toda la arbitrariedad del Papa que ahora se ha transformado en derecho canónico. ¡Que caiga en el nombre de Dios lo que se levan¬tara en nombre del diablo! ¡Que no exista más en el mundo doctor decretorum alguno, sino sólo doctores scrinii papalis, es decir, hipó¬critas del Papa! Dícese que en ninguna parte hay mejor régimen secular que entre los turcos, quienes, no obstante, no tienen derecho eclesiástico ni temporal, sino solamente el Corán. En cambio, hemos de confesar que no existe régimen más ignominioso que entre nosotros, gracias al derecho canónico y al derecho secular, de modo que ya nin¬gún estado vive de acuerdo con la razón natural y menos aún con¬forme a las Sagradas Escrituras.
El derecho secular —¡que Dios me ayude!— se ha transformado también en una maraña, aunque es mucho mejor, más docto y más ordenado que el canónico, en el cual fuera de su nombre no hay nada bueno. No obstante, se ha extendido excesivamente. Por cierto, fuera de las Sagradas Escrituras, los gobernadores razonables serían más que suficientes, como dice San Pablo: "¿No hay entre vosotros quien pueda juzgar en la causa del prójimo de modo que tenéis que ir a pleitear ante los tribunales paganos?''  Me parece justo que se dé la preferencia al derecho y a los usos territoriales "rente al común derecho imperial, y que este sólo se aplique en caso de necesidad. Como todo país tiene su índole y sus propias dotes características, quiera Dios que también sea gobernado por su propio derecho breve, tal como lo estaba antes de que se inventaran tales derechos y antes de que aún muchos países fueran gobernados sin ellos. Los derechos extensos y traídos desde lejos son sólo una carga para la gente y se prestan más para impedimento que para adelanto de los asuntos. Sin embargo, espero que esta cuestión ya haya sido pensada y considerada por otros mejor de lo que yo pueda exponer.
Mis amigos los teólogos se han liberado de fatigas y trabajos. Dejan a un lado la Biblia y leen sentencias . Me parece que las sentencias deben ser el principio para los jóvenes estudiantes de teología y la Biblia debe quedar reservada para los doctores. No obstante, se hace lo contrario. La Biblia es lo primero. Termina con el bachillerato y las sentencias constituyen lo último. Permanecen ligadas eterna¬mente al doctorado y además son una obligación tan sagrada que la Biblia la puede leer quien no es sacerdote, pero las sentencias las debe leer un sacerdote. Un hombre casado podrá ser doctor en Biblia, coma veo, pero de ninguna manera en sentencias. ¡Qué buena suerte pode¬mos tener, si procedemos de manera tan perversa, posponiendo así la Biblia, la sagrada Palabra de Dios! Además, el Papa ordena con términos severos que se lean y se usen sus leyes en las universidades y en los tribunales. Pero en el Evangelio se piensa poco. Así sucede que en las universidades y en los tribunales, el Evangelio yace ocioso debajo del banco para que sólo gobiernen las leyes perjudiciales del Papa.
Como ahora tenemos el nombre y el título llamándonos doctores en las Sagradas Escrituras, por cierto, deberíamos estar obligados, de acuerdo con el nombre, a enseñar la Sagrada Escritura y ninguna otra. Además, ya es excesivo el título vanidoso y presumido con que un hombre se engríe y se hace coronar como doctor en las Sagradas Escrituras. Pero esto podría admitirse, si los hechos respondiesen al nombre. En cambio, ahora que sólo predominan las sentencias, en¬contramos en los teólogos más fantasías paganas y humanas que santa doctrina basada en las Escrituras. ¿Qué podemos hacer? No tengo otro consejo que el de rogar humildemente a Dios para que él nos dé doc¬tores en teología. El Papa, el emperador, las universidades, pueden hacer doctores en artes, en medicina, en derecho y en sentencias. Pero, nadie hace de seguro a alguien doctor en las Sagradas Escrituras, sino el Espíritu Santo desde el cielo, como dice Cristo: "Y serán todos enseñados por Dios mismo". Ahora bien, el Espíritu Santo no se pre¬ocupa por birretes rojos ni pardos ni por otro adorno; tampoco le interesa si uno es joven o viejo, lego o sacerdote, religioso o seglar, soltero o casado. En tiempos pasados hasta habló por un asna contra el profeta que iba montado en ella. Quiera Dios que seamos dignos de Él para que nos dé tales doctores, ya sean laicos o sacerdotes, ca¬sados o solteros. Ahora quieren limitar el Espíritu Santo al Papa, a los obispos y a los doctores. Mas no hay ni seña ni indicio de que Él esté en ellos.
Habría que reducir también el número de los libros teológicos y seleccionar los mejores, porque muchos libros no hacen al docto, ni mucha lectura tampoco, sino el leer cosas buenas frecuentemente, por poco que sea, hace docto en las Escrituras y además bueno. Por cierto, los escritos de los Santos Padres deberían leerse solamente por un tiempo a modo de introducción a las Escrituras. Ahora, sin embargo, sólo los leernos para quedar detenidos en ellos y no llegar nunca a las Escrituras. Nos asemejamos a los que miran las señales del camino, pero jamás andan por él. Los amados Padres con sus escritos querían introducirnos en las Escrituras. Ahora nos alejan de ellas. Sin em¬bargo, la Escritura sola es nuestro viñedo, en el cual debemos ejerci¬tarnos y trabajar.
Ante todo, en las escuelas superiores e inferiores, la Sagrada Es¬critura debe ser la enseñanza principal y más común y para los niños pequeños el Evangelio. ¡Quiera Dios que toda ciudad tenga también una escuela de niñas, donde éstas puedan escuchar una hora por día el Evangelio, ya sea en alemán o en latín! Por cierto, en tiempos ante¬riores las escuelas comenzaron esto con loable intención cristiana, como leemos acerca de Santa Inés y acerca de otros santos. Ahí se formaron santas vírgenes y mártires, y la cristiandad se encontraba bien. Pero ahora todo se ha transformado en mero orar y cantar. Todo cristiano debería conocer a los nueve o diez años todo el Santo Evan¬gelio del cual deriva su nombre y su vida. También una hilandera y una costurera enseñan a edad temprana el mismo oficio a sus hijas. Ahora, sin embargo, ni los muy doctos prelados, ni los obispos mismos conocen el Evangelio.
¡Cuan mal procedemos con los pobres jóvenes que nos fueron enco¬mendados para gobernarlos e instruirlos! Deberemos dar cuenta estricta por no haberles propuesto la Palabra de Dios. Con ello pasa lo que dice Jeremías: "Mis ojos desfallecieron de lágrimas; se atemori¬zaron mis entrañas, mi hígado se derramó por tierra por el quebran¬tamiento de la hija de mi pueblo, cuando se perdían el niño y aún los más pequeños en las plazas de la ciudad. Decían a sus madres: ¿Dónde está el trigo y el vino? Desfallecían como heridos en las ca¬lles de la ciudad derramando sus almas en el regazo de sus madres". ¿No vemos, acaso, también ahora tan terrible miseria, cuando los jóvenes en medio de la cristiandad languidecen y perecen lastimosa¬mente, porque les falta el Evangelio que deberíamos enseñar y practi¬car siempre con ellos?
Aunque las universidades estuviesen diligentes en el estudio de las Escrituras, no deberíamos mandar a cualquiera a ellas, tal como su¬cede ahora que sólo se pregunta por la cantidad y todo el mundo pretende tener un doctor. Solamente deberían mandarse los más dotados, previamente preparados en debida forma en las escuelas peque¬ñas. Un príncipe y un concejo deberían fijarse en eso y no permitir que se envíen sino a los más hábiles. Sin embargo, no aconsejaría a nadie que mande a su hijo, donde no reina la Sagrada Escritura. Han de corromperse todos los que no estudian incesantemente la Palabra de Dios. Por ello vemos también qué clase de gente se forma y se encuentra en las universidades y es sólo por culpa del Papa, de los obispos y prelados, a los cuales está encomendado el bienestar de los jóvenes. Las universidades deberían educar únicamente personas muy expertas en las Escrituras, las cuales podrían llegar a ser obispos y párrocos y servir de conductores en la lucha contra los herejes, el diablo y todo el mundo. Mas, ¿dónde se encuentra eso? Mucho me temo que las universidades sean grandes puertas del infierno, si no estudian diligentemente las Sagradas Escrituras y las infunden en los jóvenes. Sé bien que la gente de Roma pretextará y destacará con fuerza que el Papa ha recibido el Santo Imperio Romano del emperador griego y lo ha dado a los alemanes; que con semejante honor y bene¬ficio, el Papa ha merecido y obtenido con justicia la sumisión, la gra¬titud y todo lo bueno por parte de los alemanes. Quizás, por ello se animen a desbaratar toda clase de planes para reformarlos y sólo reparen en tal trasferencia del Imperio Romano. Por esta razón, han perseguido y oprimido arbitraria y altivamente a tantos buenos empe¬radores que es lamentable decirlo y se hicieron superiores a todo poder secular y gobierno con idéntica habilidad en contra del Santo Evangelio. Por tanto, tengo que hablar también de esto.
Sin duda, el verdadero Imperio Romano, del cual hablaron los escritos de los profetas, quedó destruido hace mucho y terminó como Balaam claramente predijo manifestando: "Vendrán los romanos y destruirán a los judíos y después perecerán ellos también". Esto sucedió por medio de los godos. Mas principalmente se inició el reino de los turcos hace unos mil años, y con el tiempo se apartaron Asia y África. Después surgieron Francia, España, y por último Venecia, no quedando en Roma nada del antiguo poder.
Como el Papa no pudo sujetar según su arbitrio a los griegos y al emperador de Constantinopla, que era emperador hereditario de Roma, ideó un ardid para privarlo del mismo reino y título, y entre¬gárselo a los alemanes, que en aquella época eran guerreros y goza¬ban de muy buen renombre, para que se apoderasen del Imperio Romano y este llegase a ser feudo de sus manos. Y así también sucedió que se le quitara al emperador de Constantinopla, y a nosotros los ale¬manes nos transfirieran el nombre y el título del mismo. Con ello nos convertimos en siervos del Papa. El imperio romano que el Papa basó en los alemanes es ahora distinto de aquel que desapareció hace mu¬cho, como queda dicho.
De ese modo la Silla Romana obtuvo lo que se le antojaba. Ocupó Roma y expulsó al emperador alemán obligándolo con juramentos a no residir en la urbe. Ha de ser emperador Romano y, no obstante, no ocupar la ciudad. Además, siempre debe ajustarse y conformarse al antojo del Papa y de los suyos. Nosotros tenemos el nombre y ellos el país y las ciudades. Siempre han abusado de nuestra simpleza en provecho de su soberbia y tiranía, y nos llaman alemanes atolondra¬dos que se dejan burlar y entontecer al antojo de ellos.
Para Dios, para el Señor, resulta fácil mover de un lado a otro a los reinos y a los principados. Es tan generoso respecto a ellos. De cuando en cuando le da a un mal villano un reino quitándoselo a un hombre bueno, ya sea por la traición de hombres malos e infieles o por herencia. Así leemos lo que aconteció en el reino de los persas, de los griegos y en casi todos los reinos. Y Daniel dice: "Habita en el cielo el que gobierna todas las cosas y es sólo quien cambia los reinos y los pone, los mueve de un lugar a otro y los hace" . Por ello, nadie puede estimarlo mucho que se le confíe un reino, máxime cuan¬do es cristiano. En consecuencia, nosotros los alemanes no podemos enorgullecemos, porque se nos concediera un nuevo imperio romano. Ante los ojos de Dios es un simple don que muchas veces se otorga al menos apto, como afirma Daniel: "Todos los moradores de la tierra nada son ante sus ojos y tiene poder sobre todos los reinos de los hombres y a quien Él quiere se los da" .
Aunque el Papa robó violenta e injustamente el imperio romano o el nombre de este imperio al emperador legítimo y lo confirió a nosotros los alemanes, no es menos cierto que en esto Dios usó la maldad del Papa para dar tal reino a la nación alemana después de la caída del primer imperio romano, para establecer otro que es el que existe ahora. No dimos motivo en esto para la maldad de los pa¬pas, ni entendimos sus engañosas intenciones y propósitos. No obs¬tante, debido a la perfidia y malignidad del Papa, por desgracia pa¬gamos muy caro tal imperio, con inmenso derramamiento de sangre, con la supresión de nuestra libertad, con la pérdida y el robo de to¬dos nuestros bienes, principalmente de iglesias y prebendas, sopor¬tando indecible engaño e ignominia. Nosotros tenemos el nombre del imperio, pero el Papa tiene nuestros bienes, nuestra honra, cuerpo, vida, alma y cuanto poseemos. Así ellos engañan a los alemanes y los embaucan con trueques. Los papas trataron de ser emperadores, pero cuando no lo consiguieron, se elevaron por encima de ellos.
Ya que el imperio nos fue dado por mandato de Dios y por la in¬tervención de hombres malos sin culpa nuestra, no aconsejaré aban¬donarlo, sino gobernarlo debidamente en el temor de Dios, mientras a Él le plazca. Como dije, a Él no le importa de dónde venga un reino. Sin embargo, quiere que sea administrado. Si los papas lo quitaron ilegalmente a otros, nosotros no lo ganamos ilegítimamente. Lo obtu¬vimos de hombres perversos por la voluntad de Dios, la cual respeta¬mos más que la falsa intención, que en ello tenían los papas, cuando pretendían ser emperadores y más que emperadores y nos atontaron con ese nombre y se burlaron de nosotros. También el rey de Babilo¬nia había conquistado su reino mediante el robo y la violencia. Sin embargo, Dios quiso que lo gobernasen los santos príncipes Daniel, Ananías, Azarías y Misael. Tanto más quiere que los príncipes ale¬manes cristianos gobiernen este imperio. No importa que el Papa lo haya hurtado o arrebatado o renovado. Todo es orden de Dios estable¬cido antes que nosotros lo pensáramos.
Luego el Papa y los suyos no pueden alardear de haber hecho un gran beneficio a la nación alemana, al entregarle este imperio roma¬no. Primero: su intención para con nosotros no fue buena, sino que abusaron de nuestra simpleza para fortalecer su soberbia frente al legítimo emperador romano de Constantinopla, al cual el Papa lo des¬plazó en contra de Dios y del derecho, aunque no tenía autoridad pa¬ra ello. Por otra parte, el Papa trató de apoderarse del imperio para sí y no para nosotros, a fin de someter todo nuestro poder, libertad, fortuna, cuerpo y alma, y por medio de nosotros a todo el mundo (si Dios no lo hubiera impedido), lo cual él mismo manifiesta claramen¬te en sus decretales y lo ensayó mediante una gran astucia perversa con muchos emperadores alemanes. De este modo, a nosotros los ale¬manes nos enseñaron maravillosamente y a la alemana. Mientras creía¬mos hacernos señores, llegamos a ser siervos de los tiranos más astu¬tos. Tenemos el nombre, el título y el escudo del imperio, pero el Papa posee el tesoro, el poder, el derecho y la libertad del mismo. Así el Papa se come las nueces y nosotros jugamos con las cáscaras vacías.
Que Dios nos ayude, que como dije, nos entregó tal reino por me¬dio de tiranos astutos y nos mandó gobernarlo, para que responda¬mos al nombre, al título y al escudo y salvemos nuestra libertad. En¬señemos de una vez a los romanos lo que por medio de ellos recibi¬mos de Dios. Si hacen alarde de habernos entregado un imperio, bien, ¡que así sea! Administrémoslo, y que el Papa entregue a Roma y cuanto tiene del imperio, que deje libre nuestro país de sus intolera¬bles tributos y extorsiones; que nos devuelva la libertad, el poder, la fortuna, la honra, el cuerpo y el alma, y que deje existir el imperio como a este corresponde, cumpliendo con sus palabras y afirmaciones.
Pero, si no quiere hacerlo, ¿por qué usa fintas con sus falsas palabras mentirosas y sus fantasmagorías? ¿No basta haber llevado a la noble nación alemana tomada de las narices tan abiertamente durante tantos siglos y sin cesar? Por el hecho de que el Papa corone o instituya al emperador no se deduce que esté por encima de él. El profeta San Samuel ungió y coronó a los reyes Saúl y David por orden divi¬na. No obstante, estaba sujeto a ellos. Y el profeta Natán ungió al rey Salomón, mas no por ello estaba puesto por encima de él. Del mismo modo, San Elíseo hizo ungir por uno de sus siervos al rey Jehú de Israel. Sin embargo, le obedecían. Jamás ha sucedido en el mundo en¬tero que esté por encima del rey el que lo instituya o lo corone, a no ser el Papa.
Ahora, el mismo se hace coronar Papa por tres cardenales que están subordinados a él y, sin embargo él está por encima de ellos. ¿Por qué se eleva sobre el poder secular y del imperio en contradicción a su propio ejemplo y el de todo el mundo y del uso de la doc¬trina y de las Escrituras, por el mero hecho de coronarlo y de bende¬cirlo? Basta con que esté por encima de él en las cosas divinas, a saber, en la predicación, la doctrina y la administración de los sacramentos. En este aspecto también todo obispo y párroco está sobre los demás. Así Ambrosio estaba en su cátedra sobre el emperador Teodosio, y el profeta Natán sobre David, y Samuel sobre Saúl. Por con¬siguiente, admitid que el emperador alemán sea recto y libremente emperador y no permitáis que queden suprimidos su poder y su es¬pada por los ciegos fingimientos de los hipócritas papas, como si fue¬ran eximidos de la espada y superiores a ella en todos aspectos.
27. Con esto basta de hablar de los males espirituales. Será fá¬cil encontrar más, si se los considera debidamente. Indicaremos tam¬bién algunas calamidades seculares.
Primero: sería muy necesaria una orden general y decreto de la nación alemana contra la excesiva opulencia y los gastos en el vestir, con lo cual empobrecen tantos nobles y personas ricas. Como a otros países, Dios nos ha dado suficiente lana, pelo, lino y todo lo que sirve convenientemente a cada estado para vestimenta decente y honesta. No es menester despilfarrar tan pródigamente un tesoro tan enorme por seda, terciopelo, joyas de oro y otras mercaderías extranjeras. Aunque el Papa no nos saqueara a nosotros los alemanes con sus ex¬torsiones insoportables, creo que, no obstante, tendríamos más que suficiente con esos ladrones furtivos, los mercaderes de seda y ter¬ciopelo. Vemos que en ese sentido cada cual quiere ser igual al otro. Con ello, tal como lo merecemos, se suscitan y aumentan entre nos¬otros la vanidad y la envidia. No existiría ni esto ni muchas otras desgracias más si la pasión se conformase agradecida con los bienes dados por Dios.
Sería menester disminuir igualmente las especias que son también como uno de los buques grandes que se llevan el dinero fuera de Ale¬mania. Por la gracia de Dios se producen en Alemania más comida y bebida —y tan preciosas y buenas— que en cualquier otro país. Qui¬zás yo proponga cosas atolondradas e imposibles, como si quisiese destruir el tráfico más grande, el gran comercio. Pero yo hago lo mío. Si esto no se corrige en la comunidad, que se enmiende a sí mismo quien quiera hacerlo. No veo que alguna vez hayan venido a un país muchas costumbres buenas por el comercio. Por eso, en tiempos pasa¬dos, Dios hizo habitar a su pueblo Israel lejos del mar y no le per¬mitió comerciar en exceso.
Pero el infortunio más grande de la nación alemana es por cierto el préstamo a interés. Si éste no existiese, muchos no podrían com¬prar la seda, el terciopelo, las joyas de oro, las especias y toda clase de lujo. Existe desde no hace mucho más de cien años, y ya ha llevado a la pobreza, desdicha y perdición a todos los príncipes, fundaciones, ciudades, nobles herederos. Si subsiste aún cien años más, no será po¬sible que Alemania retenga un solo céntimo. Seguramente tendremos que comernos unos a otros. Lo ideó el diablo, y el Papa perjudicó a todo el mundo confirmándolo. Por ello, ruego y clamo aquí que cada cual repare en su propia perdición y en la de sus hijos y herederos. No está ante las puertas, sino que ya está alborotando en las casas. ¡Que intervengan el emperador, los príncipes, los señores y las ciu¬dades para que lo más pronto posible se condene y en adelante se impida esta forma de préstamo! No importa que se oponga el Papa y todo su derecho o su injusticia, ni que haya feudos o fundaciones basados en esa práctica. Es mejor un feudo en una ciudad fundado con sólidos bienes hereditarios o entradas, que cien basados en el préstamo a interés. Hasta un feudo fundamentado en el préstamo de dinero es peor y más difícil de administrar que veinte basados en bie¬nes hereditarios. Por cierto, el préstamo a interés debe ser una señal y un indicio de que el mundo, por sus graves pecados, está vendido al diablo, de modo que al mismo tiempo nos faltan bienes espirituales y bienes temporales. De ello aún no nos hemos dado cuenta.
En este sentido habría que poner ciertamente freno a los Fugger y otras sociedades parecidas. ¿Cómo es posible que por el derecho divino y justo suceda que durante la vida de un solo hombre se jun¬ten en un montón tan grandes bienes reales? Ignoro cuál es la cuenta. Pero no comprendo, cómo se ganan por año veinte ducados con cien o que un ducado en un año produzca al otro; y que todo esto no pro¬venga de la tierra o del ganado, donde el bien no depende de la ha¬bilidad humana, sino de la bendición de Dios. Lo encomiendo a los que tienen experiencia del mundo. Yo, como teólogo, no tengo que recriminar más que la apariencia mala y escandalosa, de la que dice San Pablo: "Evitad todo aspecto o apariencia del mal". Pero sé bien que es más divino extender la agricultura y reducir el comercio. Proceden mejor los que según las Escrituras cultivan la tierra y bus¬can de ella el sostén, como se nos ha dicho a todos nosotros: "Mal¬dita sea la tierra. Si la cultivas, te producirá espinas y cardos, y con el sudor de tu rostro comerás el pan". Todavía queda mucha tierra sin arar y sin cultivar.
Sigue la glotonería y la ebriedad. Es un vicio peculiar de los ale¬manes. Por él tenemos mala fama en el extranjero. Ya no puede mejo¬rarse en adelante por medio de la predicación. Tanto se ha arraigado e incrementado. La pérdida de la fortuna sería lo menos, si no re¬sultasen los siguientes vicios: homicidio, adulterio, hurto, desprecio de Dios y todos los males. En este sentido la espada secular algo pue¬de impedir. En caso contrario sucederá lo que dice Cristo, que el día del juicio vendrá como un lazo secreto, cuando comen y beben; los hombres tomarán mujeres y las mujeres, maridos; edificarán y plantarán; comprarán y venderán, como acaece ahora tan intensamen¬te, que de veras creo que el día del juicio es inminente cuando uno menos piensa en él.
Ultimo: ¿no es lamentable que los cristianos tengamos entre noso¬tros mismos prostíbulos libres y públicos, aunque todos hayamos sido bautizados para la castidad? Sé bien lo que se ha dicho sobre es¬te problema y que no se ha hecho costumbre solamente en un pueblo y que es de igual modo difícil abolirlos y que es mejor tenerlos que corromper a personas casadas o vírgenes o las que todavía son ho¬nestas. Mas: ¿no debería pensar el régimen secular y cristiano, en la forma como se podría evitar semejante práctica pagana? El pue¬blo de Israel pudo subsistir sin tal vicio. ¿Cómo no podría hacer el pueblo cristiano otro tanto? Si aún quedan tantas ciudades, pueblos, poblaciones y aldeas sin semejantes lupanares, ¿no lo podrán hacer también las grandes ciudades?
Con ello y otros asuntos arriba mencionados, quiero señalar cuán¬tas obras buenas podría realizar el gobierno secular y en qué consiste la función de todo gobierno, por lo cual todo el mundo puede perca¬tarse de cuan terrible es gobernar y estar en primera fila. ¿Qué importa que un gobernante sea para sí mismo tan santo como San Pedro, si no piensa en ayudar diligentemente a los súbditos en esos asuntos? Su condición de gobernante lo condenará, puesto que el gobierno está obligado a procurar lo mejor a sus súbditos. Pero si los gobiernos tratasen de unir en matrimonio a los jóvenes, la espe¬ranza del estado matrimonial les ayudaría poderosamente a todos para soportar las tentaciones y para oponerse a ellas. Pero ahora su¬cede que todos son educados para el curato y el monacato. Me temo que entre ellos ni uno entre cien tenga otro motivo, sino buscar el sostén y dude que pueda mantenerse en estado matrimonial. Por ello, viven bastante desenfrenados con antelación, deseando desfogarse, como se dice. Pero más bien se enlodan, como enseña la experiencia. Creo que tiene razón el proverbio que dice que a la desesperación se debe la mayor parte de los monjes y curas. Por ello, también las co¬sas andan como las vemos.
En cambio, para evitar muchos pecados que tan groseramente se suscitan, aconsejaré con sinceridad que a ningún mancebo y a nin¬guna joven se les obligue a la castidad o a la vida religiosa antes de los treinta años. Estos también son dones especiales de Dios, como dice San Pablo. Por esto, si Dios no impele a uno especialmente, éste debe dejar de hacerse religioso y ha de abstenerse de votos. Ade¬más' digo, si confías tan poco en Dios que no puedas sostenerte en el estado matrimonial y sólo por esa desconfianza quieres hacerte reli¬gioso, imploro a ti mismo, por tu propia alma, que no te hagas monje. Más bien hazte labriego o lo que quisieres. Si se necesita una confian¬za simple en Dios para obtener el alimento temporal, será menester una confianza décupla para mantenerse en el estado religioso. Si no tienes confianza en que Dios te pueda sostener temporalmente, ¿có¬mo confiarás en que te mantenga espiritualmente?
Pero, ¡ay!, la falta de fe y la desconfianza corrompen todas las cosas y nos llevan a toda clase de miserias, como lo vemos en todos los estados. Mucho podría decirse acerca de la triste situación. La juventud no tiene a nadie que se preocupe por ella. Todo anda como quiere. Los gobiernos valen tanto como si no existiesen. No obstante, esto debería ser la preocupación principal del Papa, de los obispos, de los señores y de los concilios. Quieren gobernar extensa y amplia¬mente, pero no sirven para nada. Por estas causas, ¿qué rara avis será un señor o gobernante en el cielo, aunque construya a Dios cien iglesias y resucite a todos los muertos?
Basta por esta vez. Lo que corresponde hacer al poder secular y a la nobleza, según mi opinión, lo expuse suficientemente en el libro Las buenas obras, porque aquéllos también viven y gobiernan de una manera que podría ser mejor. Pero no hay parangón entre los abusos seculares y los eclesiásticos, como allí mismo indiqué. También creo haber cantado alto, haber propuesto muchas cosas que se consideraban imposibles y abordado muchos asuntos con excesiva vehemencia. Pe¬ro, ¿qué haré? Estoy obligado a decirlo. Si pudiera, lo llevaría a cabo. Para mí es mejor que el mundo se encolerice conmigo y no Dios. De todos modos no me pueden quitar más que la vida. Hasta el momento he ofrecido muchas veces la paz a mis adversarios. Pero veo que a causa de ellos Dios me obligó a abrir cada vez más la boca, y como están ociosos, darles oportunidad de hablar, ladrar, gritar y escribir. En todo caso conozco todavía una cancioneta referente a Roma y a ellos. Si sienten prurito, se la cantaré también y templaré muy bien las cuerdas. ¿Me comprendes bien, amada Roma, lo que quiero decir
Muchas veces ofrecí mis escritos para su juicio y examen. Pero no me valió para nada. También sé perfectamente que mi causa, si es justa, ha de ser condenada en la tierra y sólo justificada por Cristo en el cielo. Toda la Escritura enseña que la causa de los cristianos y de la cristiandad debe ser juzgada sólo por Dios. Jamás fue justificada alguna causa por los hombres en la tierra, sino siempre hubo en exceso una resistencia grande y fuerte. Siempre han sido mi preocupación mayor y mi temor que mi causa quede sin condenación, puesto que en esto notaría por cierto que aún no agrada a Dios. Por ello que procedan con desenvoltura el Papa, los obispos, los curas, los monjes o los doctos. Son las personas indicadas para perseguir la verdad, co¬mo siempre lo hicieron. ¡Que Dios nos dé a todos un entendimiento cristiano y, especialmente a la nobleza cristiana de la nación alemana, un modo de pensar recto y espiritual para hacer lo mejor en bene¬ficio de la pobre Iglesia!

Amén.

Wittenberg, en el año Í520.

SE TERMINÓ DE TRASPASAR A FORMATO DIGITAL POR
ANDRÉS SAN MARTÍN ARRIZAGA EN OSORNO, 31 DE ENERO DE 2006.

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