DE SERVO ARBITRIO

por Martín Lutero


1530

"Das der freie wille nichts sey" --Que el libre albedrío es una nada.

Índice

I.Introducción 
II. La Certeza Que Proviene De La Fe
III.La Claridad De Las Escrituras
IV.El Dogma Del Siervo Albedrío Y La Existencia Cristiana
V.El Carácter Público De  La Promulgación Del Evangelio
VI.Dogmas Y Vida
VII.La Iglesia Escondida
VIII.El Albedrío Humano
IX.La Revelación
X.El Dios Oculto
XI.La Cuestión De La Recompensa
XII.Dios Y Lo Malo
XIII.La Antropología Bíblica
XIV.Colaboradores de Dios
XV.Conclusión

IX


La Revelación


Pasemos ahora al pasaje del Eclesiástico y confrontemos también con él a aquella primera y aceptable opinión. Dice esa opinión que el libre albedrío no puede querer lo bueno. El pasaje del Eclesiástico, empero, se cita para probar que el libre albedrío es algo y es capaz de algo. Así que: la opinión que se quiere corroborar mediante el Eclesiástico afirma una cosa, y al Eclesiástico se lo cita para corroborar otra cosa. Esto es como si alguien quisiese probar que Cristo es el Mesías, y citase para ello el pasaje que prueba que Pilato fue gobernador de la Siria o cualquier otro que no viene al caso. Así se prueba también aquí el libre albedrío; ni qué hablar de lo que expuse anteriormente, a saber, que ni se dice ni se prueba con claridad y exactitud qué es el libre albedrío y qué poder tiene. Sin embargo, vale la pena examinar todo este pasaje detenidamente. En primer lugar dice: "Dios desde el principio creó al hombre". Aquí habla de la creación del hombre, pero hasta ahí nada se dice del libre albedrío ni de los mandamientos. Luego sigue: "Y lo dejó en no de su decisión". ¿Y esto? ¿Acaso se confirma aquí el libre albedrío? Pero ni siquiera aquí se hace mención de mandamientos los cuales se exija el libre albedrío, ni tampoco se lee nada de o en la historia de la creación del hombre. Por lo tanto, si con en manos de su decisión" se quiere entender alguna otra cosa, más en sé puede entender lo que figura en Génesis 1 y 2, a saber: que el hombre fue constituido señor de la creación para que gobernara libremente sobre ella, como dice Moisés: "Hagamos al hombre, que señoree en los peces del mar". Otra cosa no puede probarse con estas palabras. Pues allí el hombre pudo obrar con la creación según su albedrío, como con cosas que Dios le había sujetado. Por lo demás, se llama a esto la "decisión del hombre" para distinguirlo de la deci¬sión de Dios. Pero luego, habiendo constatado que el hombre fue creado de tal manera y dejado en mano de su decisión, prosigue: “Añadió sus mandamientos y preceptos". ¿A qué los añadió? Eviden¬temente los añadió a la decisión y al albedrío del' hombre y más allá de aquella implantación del dominio del hombre sobre el resto de la creación. Mediante estos preceptos, Dios quitó al hombre parcialmente el dominio sobre lo creado y quiso más bien que el hombre o fuera libre. Pero luego, habiendo añadido los preceptos, Dios va a lo tocante al albedrío del hombre frente a Dios y las cosas que son de Dios: "Si quisieres guardar sus mandamientos, ellos te conservarán", etc.
Así que en este punto: "Si quisieres", comienza la cuestión del libre albedrío, de modo que por el Eclesiástico entendemos que el hombre está repartido sobre dos reinos. En el uno es movido por u propio albedrío y decisión, sin estar limitado por preceptos y mandamientos divinos, a saber, en las cosas que son inferiores a él. Aquí el hombre reina, y es el señor y "es dejado en mano de su decisión". No que Dios deje al hombre librado a su propia suerte no cooperando con él en ciertas cosas; antes bien, la que se quiere decir con estas palabras es que Dios concedió al hombre el libre uso de las cosas para hacer con ellas conforme a su albedrío, sin inhibirlo por ley o precepto algunos. Es como si dijeras, empleando una semejanza: El evangelio nos dejó en mano de nuestra propia decisión, para que señoreemos sobre las cosas y las usemos a nuestra voluntad. Pero Moisés y el papa no nos dejaron en esta decisión, sino que nos reprimieron con leyes, o mejor dicho, nos sujetaron al albedrío de ellos. En el otro reino en cambio, el hombre no es dejado en mano de su propia decisión, sino que es movido y conducido por el albedrío y la decisión de Dios; de modo que así como en su propio reino, el hombre es movido por su propio albedrío sin preceptos de otro, así en el reino de Dios es movido por los preceptos de otro sin su albedrío propio, Y esto es lo que dice el Eclesiástico con las palabras: "Añadió preceptos y mandamientos. Si quisieres", etc  Por lo tanto, si esto es lo suficientemente claro, hemos dado la prueba contundente de que este pasaje del Eclesiástico habla no a favor del libre albedrío, sino en contra de él, ya que aquí se somete al hombre a los preceptos y al albedrío divinos, y se lo sustrae a su propio albedrío. En cambio, si lo expuesto no es lo suficientemente claro, hemos conseguido no obstante que el pasaje en cuestión no pueda ser aducido a favor del libre albedrío, ya que se lo puede entender en un sentido diferente del que ellos le quieren dar, a saber, en el sentido nuestro que ya fue expuesto y que de ninguna manera es absurdo sino muy correcto y está en perfecta concordancia con la Escritura entera, mientras que el sentido intentado por ellos está reñido con toda la Escritura, y además se apoya en este solo pasaje en contra de la Escritura entera. Por ende persistimos imperturbables en el sentido bueno que dice NO al libre albedrío, hasta que ellos hayan corroborado su sentido afirmativo, difícil y forzado.
Por tanto, si el Eclesiástico dice: "Si quisieres guardar sus mandamientos y conservar una fe grata, ellos te guardarán", no veo cómo se puede probar con estas palabras la existencia del libre albedrío. Pues el verbo está en modo subjuntivo ("si quisieres") con el que no se afirma nada; como dicen los dialécticos: la oración condicional no hace afirmaciones de carácter indicativo; ejemplos: si el diablo es Dios, se lo adora merecidamente; si el asno vuela, tiene alas; si el albedrío es libre, la gracia es una nada. Y bien: si el Eclesiástico hubiese querido afirmar que hay un libre albedrío, habría tenido que expresarse así: "El hombre puede guardar los mandamientos de Dios" o "el hombre posee la fuerza de guardar los mandamientos". Pero aquí la Disquisición responderá con su conocida sutileza: "Al decir: “si quisieres guardar”, el Eclesiástico indica que hay en el hombre una voluntad para guardar y para no guardar. De no ser Así, ¿qué significa decir al que no tiene voluntad: “si quisieres”? ¿No sería ridículo que alguien dijese a un ciego: “Si quisieres ver, hallarás un tesoro”•, o a un sordo: “Si quisieres oír, te contaré una linda historia? Esto sería burlarse de la desgracia de esa pobre gente". Mi respuesta es: Estos son argumentos de la razón humana, que suele derramar tales sabihondeces. Por eso hemos de discutir ahora con la razón humana, y ya no con el Eclesiástico, acerca de la conclusión; pues la razón humana interpreta las Escrituras de Dios mediante sus conclusiones y silogismos y las lleva adonde ella quiere; y lo haremos gustosa y confiadamente, puesto que sabemos que la gárrula razón no profiere más que tonterías y absurdos, máxime cuando comienza a ostentar su sabiduría en el campo de lo sagrado.
En primer lugar: si pregunto con qué se quiere probar que cada vez que se dice: “Si quisieres, si hicieres, si oyeres” se indica o se concluye que en el hombre hay una voluntad libre, la razón respon¬derá: porque así parece exigirlo la naturaleza de las palabras y el uso idiomático entre la gente. Así que la razón aplica a las cosas y palabras divinas la vara del uso y de las cosas humanas. Nada más equivocado que esto; pues lo divino es celestial, lo humano en cam¬bio, terrenal. De ese modo, la necia razón se traiciona a sí misma, revelando que abriga nada más que pensamientos humanos respecto de Dios. ¿Y si yo logro probar que en cuanto a la naturaleza de las palabras y e? uso idiomático, aun ' el común y corriente, el caso no siempre es tal que cada vez que se dice a los que no tienen capaci¬dad: “si quisieres, si hicieres, si oyeres”, se hace burla dé ellos? ¡Cuántas veces los padres juegan con sus hijos mandándoles que vengan a ellos, o que hagan esto o aquello, sólo para que quede evidente que los hijos no son capaces de hacerlo, y para que se vean obligados a solicitar la ayuda paterna! ¡Cuántas veces un médico concienzudo prescribe a un enfermo arrogante hacer o dejar de ha¬cer cosas que le son imposibles o perjudiciales, para llevarlo por experiencia propia al conocimiento de su enfermedad o de su impo¬tencia, cosa que no pudo hacerle comprender en ninguna otra for¬ma! ¿Y qué es más usual y común que el empleo de palabras insul¬tantes y provocadoras si se trata de hacer ver a enemigos o amigos qué pueden hacer y qué no? Todo esto lo digo únicamente para demostrar a la Razón qué son sus conclusiones, y cuán tontamente las atribuye a las Escrituras, y cuán ciega es al no ver que aun en cuestiones y palabras humanas, esas conclusiones no siempre están en su lugar. Y quiero demostrarle además que si ella nota que al¬guna vez sus conclusiones están realmente en su lugar, cómo se levanta al momento y juzga precipitadamente que así sucede en general en todas las palabras de Dios y de los hombres, haciendo de lo par¬ticular algo general, como acostumbra hacerlo en su sabiduría.
Ahora bien: si Dios procediese con nosotros como padre con sus hijos, para hacernos ver nuestra impotencia a los que somos ignorantes, o para ponernos al tanto de nuestra enfermedad cual médico concienzudo, o para jugarnos una mala partida [insultet] a los que como enemigos suyos resistimos arrogantemente a su decisión, y si a tal efecto nos pusiese ante la vista sus leyes (coreo manera más fácil de alcanzar su propósito) y dijese: "Haz, oye, ,guarda", o "si oyeres, si quisieres, si hicieres", ¿acaso se podría sacar de .ello esta conclusión, como conclusión valedera: "así que tenemos la capacidad de hacerlo libremente, o Dios se burla de nosotros"? ¿Por qué no llegar antes bien a esta otra conclusión: "Así que Dios nos pone a prueba, para llevarnos mediante la ley al conocimiento de nuestra impotencia en caso de ser sus amigos, o para jugarnos en verdad y merecidamente una mala partida y burlarse de nosotros en caso de ser sus arrogantes enemigos? Tal es, en efecto, el motivo que Dios tuvo al dar su ley, cono lo enseña Pablo. Pues el hombre es por naturaleza ciego, de modo que desconoce sus propias fuerzas o mejor dicho enfermedades. Además, en su arrogancia se imagina saberlo y poderlo todo. Para curar esta arrogancia e ignorancia, el remedio más eficaz que Dios tiene es confrontar al hombre con su divina ley. De este punto hablaré con más detalles en el momento oportuno. Baste aquí haberlo tocado brevemente para refutar aquella conclusión de la sabiduría carnal y necia: "Si quisieres, de consiguiente puedes querer libremente". La Disquisición sueña con que el hombre es íntegro y sano, como en efecto lo es bajo el aspecto Humano en las cosas que le son propias; de ahí su insistencia en que con las palabras "Si quisieres, si hicieres, si oyeres" se hace burla del hombre si el albedrío de éste no es libre. La Escritura empero da una definición muy distinta: ele hombre, dice, es corrupto y cautivo, y además desprecia con arrogancia a Dios y desconoce su corrupción y cautividad. Por eso, la Escritura pellizca al hombre con estas palabras y lo despierta, a fin de que reconozca por experiencia palpable cuán completa es su impotencia en estas cosas.
Pero atacaré a la Disquisición misma. Si realmente crees; oh Señora Razón, que esas conclusiones son correctas ("Si quisieres, de consiguiente puedes querer libremente"), ¿por qué tú misma no procedes en conformidad con ellas? Pues tú dices en aquella opinión aceptable, que el libre albedrío no puede querer un ápice de lo bueno. Entonces, ¿a base de qué conclusión puede surgir esta opinión de aquel mismo pasaje ("Si quisieres guardar...") del cual surge, como tú dices, que el hombre puede querer y no querer con entera libertad? ¿Acaso de una misma fuente fluye agua dulce y amarga? ¿0 será que tú también te burlas aquí del hombre, y en mayor medida aún, al decir que es capaz de guardar aquello que no puede querer ni desear? Así que: o no eres sincera al opinar que es correcta la conclusión "Si quisieres, de consiguiente puedes querer libremente", a pesar de que la defiendes con tanta insistencia, o no eres sincera al llamar aceptable a .aquella opinión que sostiene que el hombre no puede querer lo bueno. Así la razón es cautivada mediante las conclusiones y palabras de su propia sabiduría, de modo que no sabe qué o de qué está hablando, a no ser que la forma más adecuada de defender el libre albedrío sea recurrir a tales argumentos que se devoran y destruyen entre sí mismos, así como los madianitas se exterminaron en asesinatos mutuos mientras hacían la guerra a Gedeón y al pueblo de Dios.
Y tengo aún más quejas que levantar contra esa sabiduría de la Disquisición. El Eclesiástico no dice: "Si tuvieres la aspiración o el esfuerzo de guardar, lo cual sin embargo no debiera, atribuirse a tus propias fuerzas", como tú concluyes, sino que dice así: "Si quisieres guardar los mandamientos, ellos te guardarán.". Ahora bien: si queremos hacer conclusiones como las que acostumbra a hacer tu sabiduría, inferiremos lo siguiente: "De consiguiente, el hombre es capaz de guardar los mandamientos". Y de esta manera no reconoceremos aquí que en el hombre queda algún pequeño restito de aspiración y esfuerzo, sino que le atribuiremos toda la plenitud y abundancia de poder guardar los mandamientos. De no ser así, el Eclesiástico se estaría burlando de la miseria del hombre, puesto que mandaría guardar los mandamientos a aquel de quien sabe que no los puede guardar. Y tampoco sería suficiente que el hombre tuviera esfuerzo y aspiración; pues tampoco así el Eclesiástico escaparía de la sospecha de estar burlándose, a menos que diese a entender que en el hombre existe la fuerza de guardar los mandamientos.
Pero pongamos el caso de que esa aspiración y ese esfuerzo del libre albedrío son algo: ¿qué diremos entonces a aquella gente, a saber, a los pelagianos, quienes sobre la base de este pasaje negaban la gracia de plano y atribuían todo al libre albedrío? Esos pelagianos serían los vencedores absolutos si la conclusión de la Disquisición fuese valedera. Pues las palabras del Eclesiástico hablan de guardar, no de esforzarse o aspirar. Si impugnas la conclusión de los pelagianos respecto del guardar, ellos a su vez impugnarán con mucha más razón la conclusión respecto del esforzarse. Y si tú les sustraes el libre albedrío entero, ellos te sustraerán también a ti esa pequeña parte del libre albedrío que aún queda, para que, no puedas afirmar respecto de la parte lo que niegas respecto del todo. Por lo tanto, todo lo que tú digas contra los pelagianos que a base de este pasaje lo atribuyen todo al libre albedrío, lo diremos nosotros contra aquella debilísima aspiración de tu libre albedrío, y con fuerza mucho más convincente aún. Y los pelagianos consentirán con nosotros al menos en esto: que si con este pasaje no se puede probar la opinión de ellos, mucho menos se puede probar con él cualquier otra opinión; porque si el problema se hubiera de tratar mediante conclusiones, el Eclesiástico apoyaría más que nada a los pelagianos, puesto que afirma con claras palabras en cuanto a guardar el todo: "Si quisieres guardar los mandamientos". Hasta respecto de la fe dice: "Si quien' conservar una fe grata", de modo que conforme a esa conclusión tendría que estar en nuestro poder también el guardar la fe, la cual sin embargo es un peculiar y raro don de Dios, como dice Pablo. En resumen: como se pueden enumerar tantas opiniones a favor del libre albedrío, y como no hay ninguna que no reclame para sí a este pasaje del Eclesiástico, y como son distintas y contradictorias entre sí, el resultado forzoso es que el Eclesiástico las contradiga y apunte en dirección distinta, en unas y las mismas palabras. Por eso, con el Eclesiástico no pueden probar nada, aunque si se admite aquella conclusión, el Eclesiástico apoya a los pelagianos solos en contra de todos los demás. Y así es que se dirige también contra la Disquisición, que en este punto se degüella con su propia espada.
Nosotros empero repetimos lo dicho al comienzo: que ese pasé, del Eclesiástico no apoya en nada a ninguno de los defensores libre albedrío, sino que se opone a todos ellos. Pues la conclusión " quisieres, de consiguiente podrás" es enteramente inadmisible. Antes bien, el entendimiento correcto es que con esta palabra del Eclesiástico y otras similares, el hombre es advertido de su impotencia que él, ignorante y arrogante como es, no conocería ni percibiría sin e advertencias divinas. Mas hablamos aquí no del primer hombre"' particular, sino de los hombres en general, aunque poco importa que lo apliques al primero o a cualquiera de los demás. Pues si bien primer hombre no era impotente ya que le asistía la gracia, sin embargo con este precepto Dios le demuestra con suficiente claridad cuánta sería su impotencia si la gracia no le asistiera. Ahora bien: si este hombre, cuando estaba presente con él el Espíritu, no con una nueva voluntad querer lo bueno que de nuevo le había sido puesto ante los ojos, es decir, la obediencia, por cuanto el Espíritu no la añadía: ¿de qué seríamos capaces nosotros, sin el Espíritu, en cuanto a lo bueno que hemos perdido? Mediante el terrible ejemplo de este hombre ha quedado demostrado, pues, para anonadar nuestra arrogancia, de qué es capaz nuestro libre albedrío si es abandonado a sí mismo y no es de continuo guiado y fortalecido más y más por el Espíritu de Dios. Aquel primer hombre no logró un fortalecimiento, del Espíritu cuyas primicias tenía, sino que cayó de las primicias del Espíritu; ¿de qué seremos capaces nosotros, caídos, en cuanto a las primicias del Espíritu que hemos perdido, máxime si en nosotros reina ya con pleno poder Satanás, quien abatió a aquel primer hombre con una sola tentación cuando aún no reinaba en él? Ninguna prueba más convincente podría presentarse contra el libre albedrío e Sri se tratase este pasaje del Eclesiástico en relación con la caída Adán. Pero aquí no es el lugar para ello; quizás se nos ofrezca la oportunidad más adelante. Entre tanto baste haber demostrado que Eclesiástico no dice absolutamente nada a favor del libre albedrío este pasaje que sin embargo es considerado el pasaje principal; y e este pasaje y otros similares, "Si quisieres, si oyeres, si hicieres", ponen de manifiesto lo que los hombres pueden hacer, sino lo deben hacer.
Otro pasaje citado por nuestra Disquisición es el de Génesis 4, del Señor le dice a Caín: "Sujetarás el deseo de cometer el pecado, y lo dominarás. Aquí se muestra, dice la Disquisición, que inclinaciones del corazón hacia lo malo pueden ser vencidas y no n consigo la necesidad de pecar. Aquello de que "las inclinaciones corazón hacia lo malo pueden ser vencidas", por más ambiguo que sin embargo nos obliga a creer por el significado mismo, por conclusión y por los hechos, que es propio del libre albedrío vencer inclinaciones hacia lo malo, y que esas inclinaciones no traen con la necesidad de pecar. Nuevamente preguntamos: ¿qué se deja aquí fuera del alcance del libre albedrío? ¿Qué necesidad hay del Espíritu, qué necesidad de Cristo y de Dios, si el libre albedrío es z de vencer las inclinaciones del corazón hacia lo malo? ¿Y dónde queda una vez más la opinión aceptable que dice que el libre albedrío siquiera capaz de querer lo bueno? Aquí empero se atribuye la victoria sobre lo malo a aquello que ni quiere ni ansía lo bueno. Esa irreflexión de nuestra Disquisición ya excede todos los límites. Te expondré el asunto en pocas palabras: como ya dije, con tales expresiones se le muestra al hombre lo que debe hacer, no lo que es capaz de hacer. A Caín por ende se le dice que debe dominar el pecado y tener bajo sujección el deseo de cometerlo, cosa que él sin embargo hizo ni pudo hacer, puesto que ya estaba sometido al poder foráneo de Satanás. Pues es sabido que en hebreo se usa a menudo el indicativo de futuro en lugar del imperativo, como en Éxodo 20: "No tendrás dioses ajenos, no matarás, no cometerás adulterio"; ejemplos como éstos hay muchísimos. De otra manera, si se los tomase tal o suenan, es decir, en sentido indicativo, serían promesas de Dios; y como Dios no puede mentir, resultaría que ningún hombre pecaría, y los mandamientos habrían sido dados sin necesidad. Así que nuestro intérprete debiera haber traducido este pasaje más correctamente en la forma siguiente: "Pero sujeta tú el deseo de cometer domínalo", como se tuvo que decir también respecto de la mujer: "Debes estar sujeta a tu marido, y él debe enseñorearse de ti". En efecto: que lo dicho a Caín no tenía sentido indicativo, queda probado por el hecho de que entonces habría sido una promesa divina. Pero no fue promesa, puesto que ocurrió lo contrario, y Caín hizo lo contrario.
El tercer pasaje es un dicho de Moisés: "He puesto delante de ti el camino de la vida y de la muerte; escoge lo que es bueno", etc... ¿Podía hablarse aún más claramente?, pregunta la Disquisición. Aquí se le deja al hombre la libertad de escoger. A esto respondo: ¿Qué es más claro que tu ceguera en este punto? ¿Dónde, pregunto yo, se le deja aquí al hombre la libertad de escoger? ¿Acaso con decir: "escoge"? ¿Pero es que ni bien Moisés dice "escoge", sucede que (los que lo oyen) escogen? Así que nuevamente es innecesario el Espíritu. Y como tú repites y recalcas tantas veces lo mismo, se me permitirá también a mí volver con frecuencia sobre lo mismo. Si existe una libertad de escoger, ¿por qué la opinión aceptable dijo que el libre albedrío no es capaz de querer lo bueno? ¿0 acaso puede escoger sin volición, o con volición (non volens aut nolens)? Pero oigamos la semejanza: "Sería ridículo decir a un hombre parado anee una encrucijada: ves un doble camino; toma por él que quieras, siendo en realidad transitable uno solo de los caminos". Esto es lo que dije antes respecto de los argumentos de la razón carnal: ella cree que se hace burla del hombre si se le da un mandamiento imposible de cumplir, un mandamiento del cual nosotros decimos que fue dado para amonestar al hombre y despertarlo a fin de que vea su impotencia. De modo que verdaderamente estamos ante una encrucijada, pero uno solo de los dos caminos es viable; mejor dicho, ninguno de los dos es viable; mas por la ley se hace manifiesto cuán imposible de transitar es el uno, el que conduce a lo bueno, si Dios no concede su Espíritu, y en cambio, cuán ancho y fácil de transitar el otro, si Dios lo permite. Por lo tanto, se diría no en son de broma, sino con la necesaria seriedad a un hombre parado ante una encrucijada: toma por el camino que quieras, a saber, si ese hombre, pese a ser débil, quisiese aparentar fortaleza, o si porfiase que ninguno de los dos caminos está clausurado. Por esto, las palabras de la ley son pronunciadas no para confirmar la facultad (vim) de la voluntad, sino para iluminar a la ciega razón para que así vea lo fútil que es su luz, y lo fútil que es la fuerza de la voluntad. "Por medio de la ley  dice Pablo  es el conocimiento del pecado"; no dice que por ella el pecado quede abolido o se pueda evitar. Todo el sentido y toda la fuerza de la ley radica exclusivamente en dar conocimiento, con limitación al pecado; de ninguna manera radica en mostrar o conferir alguna fuerza. Pues el conocimiento no es una fuerza ni confiere una fuerza, sino que enseña y muestra que allí no hay fuerza alguna, y cuán grande es allí la debilidad. En efecto: ¿qué otra cosa puede ser el conocimiento del pecado sino el conocimiento de nuestra debilidad y de nuestro mal? Pues el apóstol no dice: "Por medio de la ley viene el conocimiento de la fuerza o del bien". Antes bien, todo lo que la ley hace (según el testimonio de Pablo), es hacernos conocer el pecado.
Y este es el pasaje  del cual fue tomada mi respuesta de que por las palabras de la ley, el hombre es advertido e instruido ea cuanto a lo que debe hacer, no en cuanto a lo que es capaz de hacer, es decir, que conozca el pecado, no que abrigue la creencia de poseer algún tipo de fuerza. De ahí que todas las veces que tú, Erasmo, me vengas con palabras de la ley, yo te opondré aquel dicho de Pablo: "Por medio de la ley es el conocimiento del pecado", y no la fuerza de la voluntad. Recurre, pues, a las mayores concordancias, y junta en un desordenado montón todas las palabras imperativas, siempre que no sean palabras de promesa, sino palabras que tengan carácter de exigencia y de ley; y yo te diré al momento que por ellas siempre se indica lo que los hombres deben hacer, y nunca lo que son capaces de hacer o lo que hacen. Y esto lo saben hasta los maestros de gramática y los niños en las escuelas: que mediante verbos en modo imperativo no se indica más que aquello que debe ser hecho. En cambio, lo que es hecho o lo que puede ser hecho, hay que expresarlo mediante verbos en modo indicativo. ¿Cómo es entonces que vosotros los teólogos decís tales tonterías como si fueseis niños y más que niños, a saber, que ni bien disteis con un verbo en modo imperativo, ya inferís un indicativo, como si en el instante en que se manda una cosa, esta cosa necesariamente también fuese hecha, o fuese posible hacerla? Pues así como entre el bocado y la boca, mucho es lo que puede interponerse  lo que habías mandado, y lo que hasta fue bastante fácil, sin embargo no llegó a concretarse , de igual manera hay un gran trecho entre los dichos imperativos y los indicativos en cosas comunes y facilísimas. ¡Y vosotros, en estas cosas más distantes entre sí que el cielo y la tierra, y hasta imposibles, nos convertís imperativos en indicativos con tanta rapidez que ya queréis que el asunto sea guardado, hecho, escogido o cumplido, o que ello ocurra por medio de nuestras fuerzas, ni bien oís la voz del que manda: Haz, guarda, escoge!
En cuarto lugar aduces del Deuteronomio, capítulos 3 y 30, muchas palabras similares que hablan de escoger, apartarse y guardar, como: "Si guardares, si te apartares, si escogieres", etc. Todas estas pa¬labras, dices, estarían fuera de lugar, si la voluntad del hombre no fuese libre para hacer lo bueno. Respondo: también está bastante fuera de lugar, mi estimada Disquisición, que tú deduzcas de estas palabras que existe una libertad del albedrío. Pues sólo estabas por probar el esfuerzo y la aspiración del libre albedrío, pero no" citas ningún pasaje que pruebe tal esfuerzo. En cambio citas aquellos pa¬sajes que, si tu deducción fuese válida, lo atribuyen todo por entero al libre albedrío. Por lo tanto, distingamos aquí una vez más entre las palabras de la Escritura que se citan, y la deducción que agrega la Disquisición. Las palabras citadas son imperativos, que se limitan a decir qué debía hacerse; pues Moisés no dice: "Tienes la facultad o la fuerza de escoger", sino: "Escoge, guarda, haz". Transmite ór¬denes en cuanto a lo que se debe hacer, pero no describe la capacidad del hombre de hacerlo. En cambio, la deducción agregada por aquella Disquisición que se precia de sabia infiere: por lo tanto, el hombre es capaz de hacer tales cosas, de lo contrario sería en vano habérselas ordenado. A esto debe responderse: Señora Disquisición, usted infiere mal y no prueba su deducción; antes bien, en vuestra ceguedad y ne¬gligencia sois del parecer de que esto se infiere y se prueba. Sin embargo, estas órdenes no están fuera de lugar ni se han dado en vano, sino que tienen por objeto que mediante ellas, el hombre alta¬nero y ciego aprenda a conocer su mísera condición de impotente al  tratar de hacer lo que se le ordena. Así, tampoco tiene valor alguno tu semejanza donde dices: "De otra manera, sería como si alguien dijese a un hombre, atado de modo que puede extender el brazo sólo hacia la izquierda: Mira, a tu derecha tienes un vino excepcional, y a tu izquierda un veneno; extiende tu mano a lo que quieras". Creo que estas semejanzas tuyas te causan un exquisito placer, pero al mismo tiempo no ves que las tales semejanzas, si es que resisten un examen, prueban mucho más de lo que tú te propusiste probar, ¿qué digo?, prueban lo que tú niegas y quieres ver rechazado, a sa¬ber, que el libre albedrío lo puede todo. Pues en tu trabajo constante¬mente olvidas haber afirmado que el libre albedrío sin la gracia divina no es capaz de nada, y pruebas que el libre albedrío lo puede todo, sin la gracia; porque esto es el resultado a que se llega con tus deducciones y semejanzas: o el libre albedrío es capaz por sí solo de hacer lo que se dice y ordena, o el dar órdenes es un intento vano, algo ridículo, algo que está fuera de lugar. Pero estos son los viejos cantitos de los pelagianos que hasta los sofistas rechazaron y que tú mismo condenaste. Sin embargo, al mostrarte tan olvidadizo y dueño di una tan mala memoria, pones de manifiesto que no entiendes nada del asunto, o que no te afecta para nada; pues ¿no es la mayor vergüenza para un orador tratar y probar constantemente algo que está al margen del tema en cuestión, o más aún, hablar sin cesar en contra e su propia causa y en contra de si mismo?
Por lo tanto, vuelvo a decir: las palabras de la Escritura que tú citas son imperativos que no prueban nada ni establecen nada en cuanto a las fuerzas que posee el hombre, sino que prescriben lo que e debe hacer y dejar de hacer. Tus deducciones en cambio o tus regados y tus semejanzas, si es que prueban algo, prueban que el libre albedrío lo puede todo, sin la gracia divina. Pero esto no es o que te propusiste probar; al contrario, lo negaste. Por eso; pruebas e esta índole no son otra cosa que reprobaciones categóricas. En efecto: si yo arguyo  veamos si logro despertar a la perezosa Disquisición-: El dicho de Moisés "escoge la vida y guarda el mandamiento" sería un precepto ridículo dada por Moisés al hombre si este hombre no tuviese la facultad de escoger la vida y guardar el mandamiento; ¿acaso con esta argumentación habré demostrado que el libre albedrío no puede en manera alguna hacer lo bueno, o que puede al izar un esfuerzo sin sus propias fuerzas? Muy al contrario; haré probado, y con bastante fundamento, lo siguiente: o el hombre es a paz de escoger la vida y guardar el mandamiento, tal como está escrito, o Moisés es un legislador ridículo. Mas ¿quién se atreverá a ir que Moisés es un legislador ridículo? Sigue, por ende, que hombre es capaz de hacer lo que se le prescribe. De este modo la inquisición discute sin cesar contra su propia disposición conforme la cual prometió que no disputaría de esta manera, sino que demostraría la existencia de cierto esfuerzo del libre albedrío. Sin embargo, de esto, se acuerda muy poco en toda esa serie de argumentos, mucho menos lo demuestra; antes bien demuestra lo contrario, y a postre es ella misma la que se pone en ridículo con todo lo que ice y discute.
Y bien, admitamos que es ridículo, según la semejanza que se presentó, ordenar a un hombre con el brazo derecho fuertemente atado que extienda su mano hacia este lado, ya que puede hacerlo solamente hacia la izquierda. Pero ¿acaso es ridículo también que un hombre con los dos brazos atados declare con altanería, o presuma en u ignorancia, que él lo puede todo en ambas direcciones, y que después se le ordene extender la mano en una de las dos direcciones, no ara burlarse de sus lazos, sino para demostrarle que es falso lo que él presume en cuanto a su libertad y poder, o para hacerle ver que no tiene noción de su cautividad y miseria? La Disquisición siempre nos pintas a un hombre que es capaz de hacer lo que se ordena, o que la menos reconoce que no puede hacerlo. Pero un  hombre tal no existe en ninguna parte. Si lo hubiese, entonces sí o seria ridículo darle órdenes imposibles de cumplir, o el Espíritu de Cristo seria algo inútil. La Escritura en cambio nos presenta al hombre no sólo como un ser atado, miserable, cautivo, enfermo y muerto, sino uno que a causa del obrar de Satanás, su príncipe, añade a sus otras miserias esa miseria de su ceguedad que le hace creerse libre, feliz, desatado, fuerte, sano y vivo. Pues Satanás sabe que si los hombres tuviesen noción de su miseria, él no podría retener a ninguno de ellos en su reino, porque de la miseria reconocida y suplicante, Dios no puede sino apiadarse de inmediato y acudir a socorrerla, ya que en toda la Escritura se habla de él con tanta alabanza como del Dios que está cercano a los quebrantados de corazón, y ya que también Cristo testifica en Isaías 61 que él "fue enviado para dar buenas nuevas a los pobres y para sanar a los quebrantados de corazón". Consecuentemente, la obra de Satanás es tener asidos a los hombres a fin de que no se den cuenta de su miseria sino presuman ser capaces de hacer todo lo que se ordena [dicuntur]. La obra de Moisés empero y del legislador es lo contrario de esto: es lograr que mediante la ley, el hombre llegue al pleno conocimiento de su miseria, y entonces, una vez quebrantado y confundido al conocerse bien a sí mismo, prepararlo para la gracia y enviarlo hacia Cristo para así ser salvado. No es, pues, algo ridículo lo que es hecho por medio de la ley, sino algo sumamente serio y necesario.
A los que han llegado a entender esto, al mismo tiempo les resulta fácil entender que la Disquisición con toda su serie de argumentos no logra absolutamente nada, puesto que no hace más que extraer de las Escrituras palabras imperativas de las cuales no sabe qué quieren decir ni para qué fueron dichas, y luego, con el agregado de sus deducciones y semejanzas carnales hace una mezcolanza tremenda, llegando a afirmar y probar mucho más de lo que se había propuesto, e incluso discute en contra de sí misma, de modo que realmente no seria necesario seguir analizando punto por punto. Pues con resolver uno se los resuelve a todos, ya que todos se apoyan en el mismo argumento. No obstante, para abrumar a la Disquisición con el peso de la abundancia con que ella me quiso abrumar a mí, seguiré algo más adelante con el examen. En Isaías 1 se lee: "Si quisiereis y me oyereis, comeréis los bienes de la tierra". Allí, a juicio de la Disquisición, "habría sido mas propio decir “si yo quisiere, si yo no quisiere” en caso de no existir libertad de la voluntad". Con lo que llevamos dicho, la respuesta salta a la vista. Además, ¿qué propiedad habría si allí dijese: "si yo quisiere, comeréis los bienes de la tierra"? ¿O acaso la Disquisición, por un exceso de sabiduría, opina que los bienes de la tierra se pueden comer sin que Dios lo quiera, o que es cosa rara y novedosa que recibamos bienes sólo si Dios así la quiere: Lo mismo sucede con el pasaje de Isaías 21: "Si queréis preguntar, preguntad; volveos y venid" . "¿A qué viene el exhortar a aquellos que no tienen ninguna potestad propia?” dice la Disquisición; "es como si alguien dijese a un hombre cargado de cadenas: muévete de ahí". Con mucha más razón digo yo: ¿A qué viene el citar pasajes que por sí solos no prueban nada, pero que luego, una vez que se les agregó una deducción, es decir, que se tergiversó su sentido, lo atribuyen todo al libre albedrío, cuando lo único que debía probarse era un cierto esfuerzo, no adjudicable al libre albedrío? "Lo mismo cabe decir respecto de los textos siguientes: Isaías 45 `Congregaos y venid; volveos a mí y seréis salvos'; capítulo 52: “Levántate, levántate; sacúdete del polvo, suelta las ataduras de tu cuello”; Jeremías 15: “Si te volvieres, yo te haré volver; y si separares la precioso de lo vil, serás como mi boca”. Pero es Zacarías el que señala con evidencia aún mayor el esfuerzo del libre albedrío y la gracia divina preparada pira aquel que se esfuerza, diciendo: `Volveos a mí, dice el Señor de los Ejércitos, y yo me volveré a vosotros, dice el Señor".
En estos pasajes; nuestra Disquisición no hace la menor distinción entre palabras de la ley y palabras del evangelio: tan ciega es y tan ignorante que no alcanza a ver qué es ley, y qué es evangelio. Pues de todo el libro de Isaías no cita ninguna palabra de la ley excepto el pasaje “si quisiereis”; lo demás todo son expresiones evangélicas con que los contritos y afligidos son llamados a la consolación mediante la palabra de la gracia que Dios les ofrece. Pero la Disquisición convierte estas expresiones evangélicas en palabras de la ley. Dime, por lo que más quieras: ¿qué se puede esperar en materia de teología o Sagradas Escrituras de una persona que ni siquiera llegó a formarse una noción clara acerca de lo que es ley y evangelio, o que si lo sabe, sin embargo no se molesta en tomarlo en cuenta? Forzosamente lo mezclará todo, cielo, infierno, vida, muerte, y correrá el peligro de no saber absolutamente nada de Cristo. Más adelante advertiré a mi Disquisición más ampliamente acerca de este particular. Por ahora fíjate en estas palabras de Jeremías y Zacarías: "Si te volvieres, yo te haré volver" y "Volveos a mi, y yo me volveré a vosotros". ¿De esto sigue acaso: "Volveos  así que poseéis la facultad de volver"? ¿0 acaso se puede concluir así: "Ama al Señor tu Dios de todo corazón  así que posees la facultad de amarlo de todo corazón"? ¿Qué comprueba entonces ese tipo de argumentos? Ni más ni menos que esto: que el libre albedrío no necesita la gracia de Dios, sino que lo puede todo por sus propias fuerzas. ¡Cuánto más correcto es, pues, tomar las palabras así como están escritas! "Si te volvieres, también yo te haré volver   esto quiere decir: "Si tú desistes de pecar, también yo desistiré de castigar; y si tú como convertido [conversos = “vuelto”] llevas una vida en rectitud, también yo te colmaré de bendiciones y apartaré de ti tu cautividad y miseria". Pero de esto no sigue que el hombre sea capaz de convertirse [volverse, convertatur] por su propio poder; las palabras mismas tampoco lo dicen, sino que dicen simplemente: “Si te volvieres”, con lo que se advierte al hombre qué debe hacer. Mas una vez que lo ha conocido, y reconocido que no puede hacerlo, debiera inquirir de dónde puede obtener fuerzas para ello, si no es que interviene aquel monstruo, la Disquisición (esto es, el agregado y su deducción) afirmando: "A menos que el hombre sea capaz de volverse por su propia fuerza, en vano seria decirle volveos". Ya hemos expuesto suficientemente qué significa esto, y a dónde conduce.
Es señal de cierta estupidez, o de cierto letargo, si uno cree que con palabras como ese “volveos”, “si te volvieres” y otras similares se confirma la capacidad [vis] del libre albedrío, sin reparar en que de la misma manera sería confirmada también con esa otra palabra: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón”, ya que aquí y allá el que ordena y exige es identificado como uno y el mismo. Amor a Dios empero es algo que se exige no menos que nuestra conversión y la observancia de todos los mandamientos, ya que el amor a Dios es nuestra verdadera conversión. Y no obstante, de aquel mandamiento de amar a Dios, nadie deduce la existencia de un libre albedrío, en cambio de las palabras “si quisiereis”, “si oyereis”, “vuélvete” y similares, todos la deducen. Por ende, si de esta palabra (Ama al Señor tu Dios de todo corazón) no sigue que el libre albedrío es algo o es capaz de algo, es seguro que tampoco sigue de aquellas otras: “si quisieres”, “si oyeres”, “volveos” y otras semejantes, que plantean exigencias menores, o menos categóricas, que aquel “ama a Dios”, “ama al Señor”. Por consiguiente: todo lo que se responda en cuanto al `ama a Dios' en el sentido de que no hace conclusiones a favor del libre albedrío, se podrá decir también en cuanto a todas las demás palabras qué expresan órdenes o exigencias, en el sentido de que ellas no hacen conclusiones a favor del libre albedrío. Vale decir: con la palabra “ama” se nos muestra, en forma de una ley, qué debemos hacer, pero no se nos muestra qué fuerza tiene la voluntad o qué somos capaces de hacer, sino antes bien lo que no podemos hacer. Lo mismo se demuestra con todas las demás palabras que tienen carácter de exigencia. Es sabido, en efecto, que hasta los escolásticos, con excepción de los escotistas y modernistas, aseveran que el hombre no puede amar a Dios de todo corazón. Así tampoco puede guardar ninguno de los demás mandamientos, porque todos ellos dependen de este uno, como lo atestigua Cristo. Queda entonces como resultado, corroborado también por los teólogos escolásticos, que las palabras de la ley no prueban nada a favor de una fuerza del libre albedrío, sino que muestran qué debemos hacer y qué no podemos hacer.
Pero nuestra Disquisición va aún más lejos en su tontería: de aquellas palabras de Zacarías "volveos a mi” no sólo deduce una expresión en indicativo ase, sino que incluso insiste en probar con ellas el esfuerzo del libre albedrío, y la gracia que está preparada para aquel que se esfuerza. Aquí por fin la Disquisición se acuerda de su propio esfuerzo; y según una nueva gramática, `volverse' significa ara ella lo mismo que “esforzarse”, de modo que el sentido es ahora: `Volveos a mi'   esto es: esforzaos por volver, 'y yo me volveré a vosotros'  esto es: me esforzaré por volverme a vosotros. Con esto le da a Dios el gusto de atribuirle también un ocasional esfuerzo, quizás con intención de prepararle la gracia a él por cuanto se esfuerza. Pues si en algún lugar cualquiera, volverse significa esforzarse, ¿por qué no en todos los lugares? Por otra parte, dice la Disquisición que con aquel pasaje de Jeremías 15: “si separares lo precioso de lo vil” se prueba no sólo el esfuerzo, sino la libertad de escoger, pesar de que antes había enseñad que esta libertad se perdió y se convirtió en la necesidad de servir al pecado. Como ves, la Disquisición tiene en verdad un muy libre albedrío en su manera de tratar as Escrituras: a palabras de una y la misma forma que en un lugar prueban el esfuerzo, en otro lugar las obliga a probar la libertad, según convenga. Y bien, no nos detengamos en estas, bagatelas. La palabra “volverse” se usa en las Escrituras en una doble acepción: una acepción legalista y una acepción evangélica. Usada en su acepción legalista es la voz de uno que exige y ordena, voz que requiere  no un mero esfuerzo, sino un cambio de la vida entera. Este empleo es frecuente en el libro de Jeremías: “Volveos cada uno de su mal camino”; “vuélvete al Señor”; pues allí el profeta incluye la exigencia de cumplir con todos los mandamientos, como se ve con toda claridad. Usada en su acepción evangélica es una palabra de consuelo y promesa divinos, con la cual no se exige nada de nosotros, sino que se nos ofrece la gracia de Dios; de esa índole es el pasaje del Salmo 13: "Cuando el Señor hiciere volver del cautiverio a los de Sion", y aquel otro del Salmo 22: "Vuélvete, oh alma mía, a tu reposo". Zacarías por lo tanto presenta en un brevísimo resumen ambas predicaciones, tanto la de la ley como la del evangelio; donde dice: "volveos a mi", tenemos la ley entera y la suma de la ley; donde dice: "me volveré a vosotros", tenemos la gracia. Y bien, en la misma medida en que queda probado el libre albedrío mediante la palabra "ama a Señor" o cualquier otra palabra que expresa una ley particular, e esa misma medía queda probado también mediante esta expresión sumaria de la ley: "volveos". Corresponde pues al lector circunspecto observar cuidadosamente qué son en las Escrituras palabras que expresan ley, y qué son palabras que expresan gracia, a fin de que nao haga de todo ello una mezcla confusa a la manera de los inmundos sofistas y esta soñolienta Disquisición.
Pues fíjate cómo la Disquisición trata aquel sublime pasaje de Ezequiel 18: "Vivo yo, dice el Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino antes bien que se vuelva y viva". "En primer término”  dice la Disquisición  en este capítulo se repite muchas veces: “si se apartare, hizo, cometió”, tanto en sentido buena como en sentido malo; y ¿quién querrá negar que el, hombre logra hacer siquiera algo?" ¡Pero mira qué conclusión más brillante! ¡Esa Disquisición que estaba por probar el esfuerzo y la aspiración del libre albedrío, ahora prueba que todo está hecho, que todo está cumplido por el libre albedrío! ¿En qué quedan entonces, me pregunto yo, los que buscan la gracia y al Espíritu Santo? Pues la parlanchina Disquisición arguye: "Dice Ezequiel: “si el impío se apartare e hiciere según el derecho y la justicia, vivirá”. Por consiguiente, el impío en el acto procede de conformidad, y puede hacerlo". Ezequiel indica qué debe hacerse, la Disquisición entiende que la orden se cumple y ya se cumplió, y una vez más quiere enseñarnos a base de su nueva gramática que lo mismo es “deber” y “caber”, lo mismo “exigir” y “cumplir” lo mismo “demandar” y “entregar”. Luego después tergiversa aquella expresión más pura del evangelio [vocem dulcissimi Evangelii] "No quiero la muerte del pecador", etc., en la forma siguiente: "¿Deplora acaso el justo [pies] Señor la muerte de su pueblo, muerte de la cual él mismo es el autor? Si Dios no quiere la muerte, el hecho de que nos perdamos debe atribuirse enteramente a nuestra voluntad. Pero ¿qué puedes atribuir a aquel que no es capaz de hacer nada bueno ni nada malo?". Exactamente lo mismo canturreaba también Pelagio cuando atribuyó al libre albedrío no una aspiración o un esfuerzo, sino el pleno poder de cumplirlo y hacerlo todo. Pues este poder es lo que prueban aquellas deducciones (como ya lo puntualizamos), si es que prueban algo; de modo que se oponen con fuerza igual o aún mayor a esa misma Disquisición que niega tal fuerza del libre albedrío y habla de un mero esfuerzo, así como se oponen también a nosotros, que negamos el libre albedrío entero. Pero pasemos de la ignorante Disquisición al asunto mismo.




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X


El Dios Oculto



Es en todo sentido una palabra evangélica y un dulcísimo solaz para los míseros pecadores cuando Ezequiel dice: "No quiero la muerte del pecador, sino antes bien que se vuelva y viva". De igual naturaleza son también los pasajes siguientes: Salmo 28: "Porque un momento dura su ira; su voluntad es más bien la vida"; Salmo 28: "¡Cuán benigna es tu misericordia, oh Señor!"; igualmente; "Porque soy misericordioso", y aquella palabra de Cristo en Mateo 11, "Venid a mí todos los que estáis trabajados, y yo os haré descansar"; además, Éxodo 20: "Yo hago misericordia en muchos millares a los que me aman". ¿Y acaso no está compuesta casi más de la mitad de la Sagrada Escritura de puras promesas de la gracia, en las cuales Dios ofrece a los hombres misericordia, vida, paz y salvación? Mas ¿qué otra cosa dicen las palabras de promesa sino esto: "No quiero la muerte del pecador"? ¿Y si Dios dice "yo soy misericordioso", no es lo mismo corno si dijera: "No estoy airado; no quiero castigar; no quiero que vosotros muráis; quiero perdonar, quiero ser indulgente"? Y al no quedaran firmemente en pie aquellas promesas divinas mediante las cuales pueden volver a levantarse las conciencias agobiadas por el reconocimiento de su pecaminosidad y aterradas por el miedo ante la muerte y el juicio, ¿qué lugar habría para el perdón y la esperanza? ¿Qué pecador no caería en la desesperación? Pero así como no se puede probar el libre albedrío con las demás palabras de misericordia o promesa o consuelo, tampoco se lo puede probar con esto: "No quiero la muerte del pecador", etcétera.
Pero nuestra Disquisición una vez más omite distinguir entre palabras de la ley y palabras de promesa; a este pasaje de Ezequiel " le da un carácter legalista y lo explica así: "No quiero la muerte del pecador", esto es: "no quiero que cometa un pecado mortal o que llegue a. ser un pecador digno de muerte, sino antes bien, que se vuelva del pecado si es que cometió uno, y así viva". Pues si la Disquisición no diese esta explicación, nada aportaría al tema en cuestión. Explicarlo así empero significa tergiversar totalmente y anular aquella tan deliciosa palabra de Ezequiel: "No quiero la muerte". Si así es como queremos leer y entender las Escrituras en nuestra ceguedad, ¿es de extrañar que nos parezcan oscuras y ambiguas? Pues el texto no dice: "No quiero el pecado del hombre", sino: "No quiero la muerte del pecador", con lo que indica claramente que está hablando del castigo del pecado que el pecador experimenta por su pecado [de penma peccati sese loqui, quam peecator pro suo peccato sentit], a saber, del temor ante la muerte. Y así levanta y consuela al pecador sumido en esta aflicción y desesperación, para no apagar el pabilo humeante ni quebrar la caña cascada sino despertar la esperanza de perdón y salvación, a fin de que el pecador se vuelva más y más, a saber, se vuelva de la pena de muerte a la salvación, y viva, esto es, se sienta bien y goce de una conciencia tranquila. Pues también esto debe tomarse en cuenta: así como la voz de la ley se hace sonar sólo sobre aquellos que no sienten ni reconocen su pecado, como dice Pablo en Romanos, cap. 3: "Por medio de la ley es el conocimiento del pecado”, así la palabra de la gracia viene solamente a aquellos que por estar conscientes de sus pecados están profundamente afligidos y se ven tentados a caer en desesperación. Así ves que en todas las palabras que expresan ley, es puesto de manifiesto el pecado, porque allí se nos muestra qué debemos hacer. Y por otra parte ves también que en todas las palabras de promesa es evidenciado lo malo que agobia a los pecadores o a aquellos que han de ser levantados, como en este pasaje: "No quiero la muerte del pecador"; aquí se menciona claramente la muerte y el pecador, tanto lo malo mismo de lo cual uno está consciente, como también al hombre que está consciente. Pero en ese otro pasaje: "Ama a Dios de todo corazón", se nos indica lo bueno que debemos hacer, no lo malo de que estamos conscientes, a fin de que reconozcamos cuán imposible nos resulta hacer lo bueno que ahí se nos ordena.
Por lo visto, nada más improcedente pudo aducirse a favor del libre albedrío que este pasaje de Ezequiel; más aún: este pasaje es una irrebatible prueba en contra. Pues aquí se indica cómo se comporta el libre albedrío en cuanto al reconocimiento del pecado y al “volverse”, y qué capacidad tiene al respecto, a saber: que solo caería aún más profundamente y agregaría, y los pecados la desesperación y la impenitencia, si Dios no se apresurase a venir en su ayuda y con una palabra de promesa lo llamase atrás y lo levantase. En efecto: la solicitud con que Dios promete su gracia para llamar atrás y levantar al pecador es una prueba suficientemente fuerte y clara de que el libre albedrío por sí solo no puede hacer otra cosa que caer más hondo y (como dice la Escritura) hundirse en el infierno, a no ser que creas que Dios es de una superficialidad tal que derrocha palabras de promesa sin mirar si son necesarias para nuestra salvación, sino por el puro gusto de hablar. Así puedes ver que el libre albedrío no sólo es negado por la totalidad de las palabras con carácter de ley, sino que también es refutado categóricamente por todas las palabras de promesa, quiere decir, que la Escritura entera lucha en contra de él, y esto te demuestra que con la palabra "no quiero la muerte del pecador" no se intenta otra cosa que predicar y ofrecer en el mundo la misericordia de Dios, que es aceptada con alegría y gratitud sólo por los afligidos y los atormentados por el temor a la muerte, es decir, por aquellos en quienes la ley ya cumplió su función de llevar al conocimiento del pecado. Aquellos empero que todavía no experimentaron en sí esa función de la ley, que no llegaron al conocimiento del pecado ni sienten temor a la muerte, desprecian la misericordia que se ofrece en esta palabra. Por otra parte: por qué unos son tocados por la ley y otros no son tocados, de modo que aquéllos aceptan la gracia que se les ofrece, y éstos la desprecian esto es cuestión aparte que no entra en la esfera de lo que Ezequiel trata en el pasaje mencionado. El profeta habla de la misericordia de Dios que es predicada y ofrecida, no de aquella oculta y venerada voluntad de Dios quien conforme a su propio designio dispone quiénes serán y cómo serán los que según su divino plan han de ser susceptibles [lat. capaces] a la misericordia predicada y ofrecida, y partícipes de ella. Esta voluntad no debemos tratar de investigarla, sino que debemos adorarla con reverencia, como él secreto más profundamente venerable del majestuoso Dios, reservado a Él solo y puesto fuera de nuestro alcance, mucho más digno de sagrado temor [multo religiosius] que incontables multitudes de grutas coricianas.
Si ahora la verbosa Disquisición pregunta: "¿Deplora acaso el justo Señor la muerte de su pueblo, muerte de la cual él mismo es el autor?", cosa que le parece demasiado absurda, nosotros respondemos, como ya queda dicho: hay que hacer una diferencia entre el disputar acerca de Dios o la voluntad de Dios que nos es predicada, revelada, ofrecida y ala que rendimos culto [lat. culta], y el disputar acerca de! Dios que no nos es predicado ni revelado ni ofrecido y al que no le rendimos culto. Por lo tanto: en cuanto que Dios se esconde y quiere ser un Dios ignoto para nosotros, nada nos importa. Aquí, pues, tiene plena validez aquello de que "lo que está por encima de nosotros, nada nos importa". Y para que nadie piense que esta diferenciación es invento mío, cito las palabras de Pablo quien escribe a los Tesalonicenses respecto del anticristo que éste "se levantará sobre todo lo que es llamado Dios y es objeto de culto", con lo que indica claramente que existe la posibilidad de que alguien se levante sobre Dios en cuanto que este Dios es predicado y es objeto de culto, vale Decir, que se levante sobre la palabra y el culto mediante el cual Dios es conocido por nosotros y se comunica con nosotros. Pero sobre el Dios que no es objeto de culto y que no es predicado, sobre Dios en su esencia y majestad, nada puede levantarse, sino que todo está bajo su manó poderosa. Por lo tanto, debemos abstenernos de hacer especulaciones en cuanto a Dios en su majestad y esencia; pues en este plano nada tenemos que ver con él, ni tampoco quiso él que en este plan o tuviésemos que ver con él. Pero en cuanto que se vistió y manifestó en su palabra en la cual se nos ofreció, si tenemos que ver con él, porque ésta es su adorno y su gloria con que está vestido, como lo hace resaltar el salmista. Así decimos: El justo Señor no deplora la muerte del pueblo que él mismo opera en ellos; en cambio, deplora la muerte que él halla en el pueblo y que él se esfuerza en extirpar. Pues éste es el fin que persigue el Dios predicado: que el pecado y la muerte sean quitados, y nosotros seamos salvados. En efecto: "envió su palabra y los sanó". Por otra parte, el Dios oculto en su majestad no deplora ni quita la muerte, sino que obra la vida, la muerte y todo en todos. Pues en su actuar como Dios oculto, él no se auto limitó mediante su palabra, sino que se reservó plena libertad sobre todas las cosas.
La Disquisición, empero, en su ignorancia se engaña a sí misma al no hacer distinción alguna entre el Dios predicado y el Dios oculto, esto es, entre la palabra de Dios y Dios mismo. Mucho es lo que Dios hace sin que mediante su palabra nos muestre que lo está haciendo; y mucho es lo que él quiere sin que en su palabra nos muestre que lo quiere. De esta manera él no quiere la muerte del pecador, a saber, conforme a su palabra no la quiere; la quiere en cambio conforme a aquella voluntad inescrutable. Ahora bien: nosotros debemos fijarnos en la palabra sin tocar aquella voluntad inescrutable, puesto que nos corresponde guiarnos por la palabra, no por la voluntad inescrutable. ¿Quién, además, podría guiarse por una voluntad totalmente inescrutable e incognoscible? Es suficiente saber que en Dios hay cierta voluntad inescrutable; en cambio, qué quiere esta voluntad, por qué lo quiere, y en qué .medida, esto  de ninguna manera nos es licito inquirirlo, desear saberlo, ocuparnos en ello o tocarlo; sólo nos corresponde temerlo y adorarlo. Por lo tanto es correcto afirmar: "Si Dios no quiere la muerte, el hecho de que nos perdamos debe atribuirse enteramente a nuestra voluntad". Correcto, digo, si lo hubieses afirmado con .relación al Dios predicado; porque éste "quiere que todos los hombres sean salvos", puesto que llega a todos con su palabra salvadora, y la culpa es de la voluntad si uno no lo acepta, como dice Cristo en Mateo 23 : "¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, y no quisiste!". Pero por qué aquella Majestad no quita o cambia en todos esta culpa de nuestra voluntad, ya que no está en el poder del hombre hacerlo, o por qué le atribuye al hombre esa culpa, a pesar de que le es imposible al hombre no incurrir en ella  esto no nos es licito investigarlo ; y aunque lo investigaras extensamente, nunca llegarías a descubrirlo, como dice Pablo en Romanos 11: "¿Quién eres tú para que alterques con Dios?". Baste lo dicho para poner en claro el pasaje de Ezequiel; pasemos ahora a los demás puntos.
La Disquisición agrega en su argumentación que "una tan grande cantidad de exhortaciones que hay en las Escrituras, tantas promesas, amenazas, demandas, reprensiones, súplicas, bendiciones y maldiciones, tantísimos mandamientos forzosamente quedarán invalidados si nadie tiene la capacidad de guardar lo que se mandó". Como siempre, la Disquisición olvida qué es en realidad el problema, y se ocupa en algo distinto de lo que se había propuesto; no ve tampoco cómo todos sus argumentos se dirigen con mayor fuerza contra ella misma que contra nosotros. Pues todos estos pasajes los toma como base para probar la libertad y facultad de guardarlo todo  al mismo resultado llega también con las consecuencias que extrae de estas palabras¬ cuando en realidad quería probar un libre albedrío que sin la gracia no es capaz de querer algo bueno, y un cierto esfuerzo que no debe atribuirse a sus facultades (las del libre albedrío). No veo que uno solo de los pasajes pruebe tal clase de esfuerzo; allí solamente se insiste en lo que debe hacerse, como ya se dijo repetidas veces. Pero es preciso repetirlo, ya que la Disquisición toca tan frecuente y erradamente sobre la misma cuerda deteniendo a los lectores con un inútil acopio de palabras.
Una de sus últimas citas del Antiguo Testamento es el pasaje de Deuteronomio 30: "Este mandamiento que yo te ordeno hoy no está por encima, ni está colocado a la distancia, ni situado en el cielo, para que puedas decir: ¿Quién de nosotros será capaz de ascender al cielo y traérnoslo, para que lo oigamos y cumplamos con la obra? Antes bien, muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas". En este pasaje  así quiere hacernos creer la Disquisición  "se declara que lo que se ordena no sólo depende de nosotros, sino que está a nuestro alcance, es decir, es fácil o al menos no es difícil". ¡Muchas gracias por una instrucción tan erudita! Y bien, si Moisés afirma tan claramente que el guardar todos los mandamientos nos resulta no sólo factible, sino hasta fácil, ¿a qué viene entonces todo este empeño? ¿Por qué no sacamos a relucir enseguida el texto ese y nos pronunciamos a favor de un albedrío libre y sin trabas (lat. et liberum arbitrium asseruimus libero campo)? ¿Qué necesidad hay ya de Cristo, qué necesidad hay del Espíritu? Hemos dado con el pasaje que tapa la boca a todos y que no sólo afirma claramente que el albedrío es libre, sino que también enseña que es fácil guardar los mandamientos. ¡Cuán tonto fue ese Cristo que con el derramamiento de su misma sangre compró para nosotros a aquel Espíritu que no nos hace falta, al solo efecto de ponernos en condiciones de guardar sin dificultad los mandamientos! ¡Si esto ya lo traemos en la naturaleza! Hasta la misma Disquisición retira aquellas palabras suyas en que había afirmado que el libre albedrío sin la gracia no puede en manera alguna querer lo bueno, y en cambio dice ahora que el libre albedrío posee una fuerza tan grande que no sólo quiere lo bueno, sino que guarda sin esfuerzo todos los mandamientos, aun los más importantes. Ahí se ve a qué extremo llega el hombre que en su corazón es indiferente a la causa que defiende: indefectiblemente se traiciona a si mismo. ¿Qué necesidad hay de seguir refutando la Disquisición? ¿O quién podría refutarla más categóricamente de lo que ella misma se refuta? Ahí sí puede hablarse de una bestia que se devora a sí misma. ¡Cuán cierto es que el mentiroso debe ser dueño de una memoria fiel!
Acabamos de discurrir acerca de ese pasaje del Deuteronomio. Agreguemos un breve comentario. Aun sin tomar en cuenta la magistral exposición que Pablo hace al respecto en Romanos 10, verás que aquí no se habla para nada, ni  con una sola sílaba, de la facilidad, dificultad, potencia o impotencia del libre albedrío o del hombre para guardar o no guardar los mandamientos, a no ser que aquellos que hacen de las Escrituras una interpretación capciosa [qui Scripturas captent] mediante sus deducciones y pensamientos personales, las tornen para sí mismos oscuras y ambiguas a fin de que así puedan hacer con ellas lo que se les antoje. Si no eres capaz de verlo con tus ojos, al menos aplica los oídos, o pálpalo con las manos. Moisés dice: "No está por encima de ti, ni está colocado a la distancia, ni situado en el cielo ni al otro lado del mar". ¿Qué, es esto: por encima de ti", "colocado a la distancia", "situado en el cielo", "al otro lado del mar"? ¿Querrán oscurecernos ahora también la gramática, las palabras de uso más frecuente hasta el punto de que seamos totalmente incapaces de hablar claro, con el solo objeto de mantener su tesis de que las Escrituras son oscuras? Lo que nuestra gramática indica con estos vocablos no es la cualidad o cantidad de las facultades humanas, sino la distancia local. En efecto: "por encima de ti" no significa cierta fuerza de la voluntad, sino un lugar que está por encima de nosotros. Igualmente, "a la distancia", "al otro lado del mar", "en el cielo" no expresan nada en cuanto a una fuerza en el hombre, sino el lugar situado arriba, a la derecha, a la izquierda, atrás, adelante o a cierta distancia de nosotros. Quizás alguien se ría de mí porque discuto de una manera tan elemental y porque ante tamañas eminencias expongo el tema en forma ya premasticada y les enseño a conectar las sílabas, como si tuviera que habérmelas con niños analfabetos. Pero ¿qué voy a hacer, si veo que en una tan ciara luz se están buscando tinieblas, y que se empeñan en ser ciertos aquellos hombres que en defensa de su tesis nos citan una tan larga serie de siglos, tantas mentes esclarecidas, tantos santos, mártires y doctores, y respaldándose en todas estas autoridades, mencionan una y otra vez el referido pasaje de Moisés, sin rebajarse, no obstante, a mirar de cerca las sílabas, o a dar a sus pensamientos la orden de hacer siquiera un solo análisis minucioso del texto que tanto ponderan? Vaya ahora la Disquisición y pregunte cómo es posible que un oscuro particular vea lo que no alcanzaron a ver tantos hombres de renombre público, los maestros de tantos siglos. Lo cierto es que este texto los acusa, aun ante un tribunal presidido por un muchachito, de haber estado ciegos más de una vez.
¿Qué es, en definitiva, lo que Moisés quiere decir con estas palabras pan fáciles de entender y tan claras? Sencillamente esto: "Yo he cumplido cabalmente con mi oficio de legislador digno de confianza. No es culpa mía que ellos no sepan todos los mandamientos y no los tengan a todos presentes ante la vista. Tampoco les queda lugar para la excusa de que no conocían o no tenían los mandamientos o que tenían que buscarlos en otra parte. Así que si no los guardaron, la culpa no la tiene la ley ni el legislador, sino ellos mismos, ya que la ley existe, y el legislador la enseñó. Por lo tanto no queda la excusa de que hayan obrado en ignorancia, sino solamente la acusación de que obraron con negligencia y desobediencia. No hay necesidad de bajar las leyes desde el cielo o de traerlas de los confines allende el mar o desde grandes distancias. Tampoco puedes pretextar no haberlas oído o poseído: las tienes cerca de ti, Dios te las prescribió, por mi intermedio las oíste, con tu corazón las percibiste, y las aceptaste coma leyes que habían de ser tratadas entre vosotros asiduamente por los levitas, conforme al testimonio de estas palabras mías y de mi libro. Resta una sola cosa: que cumplas estas leyes". Y ahora dime, por favor: ¿qué se atribuye aquí al libre albedrío? Aquí sólo se exige que cumpla las leyes que posee, y se elimina la excusa basada en una presunta ignorancia o inexistencia de las leyes.
Esto es más o menos lo que la Disquisición aduce del Antiguo Testamento a favor del libre albedrío; desvirtuado esto, no resta nada que no quede igualmente desvirtuado, sea que la Disquisición agregue más citas, o sea que quiera agregarlas; pues lo único que puede aducir son palabras de carácter imperativo o subjuntivo o desiderativo con las cuales se indicó no lo que nosotros somos capaces de hacer o hacemos (como ya se lo dijimos tantas veces a la Disquisición que lo viene repitiendo hasta el cansancio), sino lo que debemos hacer y lo que se exige de nosotros, a fin de que nos percatemos de nuestra impotencia y lleguemos a conocer qué es el pecado. Y si a estas palabras, para que prueben algo, se les agregan deducciones y semejanzas inventadas por la razón humana, lo que prueban es que el libre albedrío, para ser tal, no puede limitarse a un mero esfuerzo o cierta modesta aspiración, sino que debe poseer toda la fuerza y la potestad enteramente libre de hacer todas las cosas sin necesidad de la gracia de Dios, y sin el Espíritu Santo. Y así, con toda esa disputación verbosa, reiterada e importuna, de hecho se prueba lo que había que probar, a saber, aquella opinión aceptable que atribuye al libre albedrío una impotencia tal que sin la gracia no puede en manera alguna querer lo bueno, y que lo define como sometido a la esclavitud del pecado y poseedor de un esfuerzo no adjudicable a sus propias facultades, en fin, como ese monstruo que a un mismo tiempo no es capaz de hacer cosa alguna por sus propias fuerzas y no obstante tiene facultades para hacer un esfuerzo; monstruo que consiste en una evidentísima contradicción.
Luego la Disquisición pasa al Nuevo Testamento, y nuevamente pone en pie de guerra un ejército de palabras imperativas a favor de aquella mísera esclavitud del libre albedrío, y acude a las tropas auxiliares de la razón carnal, es decir, a deducciones y semejanzas; esto es como si vieras pintado o en sueños a un rey de las moscas rodeado de lanzas de paja y escudos de heno, frente a frente con una formación verdadera y real de hombres armados. Así luchan los ensueños humanos de la Disquisición contra los batallones de las palabras divinas. Abre la marcha el pasaje de Mateo 23, algo así como él Aquiles de las moscas: "Jerusalén, Jerusalén, ¡cuántas veces quise juntar a tus hijos, y no quisiste!". Si todo es hecho por necesidad  dice la Disquisición  ¿no habría sido plenamente justificado que Jerusalén respondiera al Señor?: "¿Por qué te atormentas con lágrimas inútiles? Si no era tu voluntad que prestáramos oídos a los profetas, ¿por qué los enviaste? ¿Por qué nos imputas a nosotros lo que hicimos por necesidad, porque tú así lo querías?". Esto es lo que dice la Disquisición. Nosotros, empero, respondemos: Admitamos por el momento que sea correcto y válido lo que la Disquisición deduce y demuestra aquí. Cabe preguntar sin embargo: ¿qué se demuestra? ¿Acaso la opinión aceptable que afirma que el libre albedrío no es capaz de querer lo bueno? Muy al contrario: se demuestra que la voluntad es libre, incorrupta, capaz de hacer todo lo que los profetas dijeron. Pero demostrar la existencia de una voluntad tal no fue el propósito de la Disquisición. Bien, demos a la Disquisición misma la oportunidad de hallar aquí la respuesta: Si el libre albedrío no es capaz de querer lo bueno, ¿por qué se carga entonces en su cuenta el no haber escuchado a los profetas a quienes por sus propias fuerzas no era capaz de escuchar, ya que ellos enseñan cosas buenas?  ¿Por qué Cristo derrama inútiles lágrimas, como si aquellos de quienes él sabía con certeza que eran incapaces de querer, tuviesen la facultad de querer? Yo diría entonces: que la  Disquisición lo libere a Cristo de su necia actitud (insania) a favor de esa opinión aceptable que ella sustenta, y en el acto la opinión nuestra libraría de ese Aquiles de las moscas. En consecuencia: o el pasaje de Mateo prueba el libre albedrío entero, o lucha con igual fuerzo contra la Disquisición misma y la derriba con sus propias armas.
Nosotros repetirnos aquí lo que ya dijimos antes: que acerca de aquella voluntad secreta de la Majestad divina no se debe disputar, en cambio a la temeridad humana que yerra sin cesar y que continuamente se empecina en investigar esa voluntad [semper impetit et tentat], se le debe hacer desistir de ello y retener para que no se ocupe en escudriñar aquellos secretos de la Majestad divina que para nosotros es absolutamente intocable, ya que habita en luz inaccesible, como lo atestigua Pablo. Ocúpese el hombre más bien en el Dios hecho carne, o, como dice Pablo, en Jesús el crucificado, en quien están todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento, pero escondidos; porque por medio de Jesús, el hombre tiene en abundancia lo que debe saber y lo que no debe saber. Este Dios hecho carne, pues, es el que dice aquí: “Yo quise, y tú no quisiste". El Dios hecho carne, digo, fue enviado para esto: para querer, decir, hacer, sufrir, ofrecer a todos todo lo que es necesario para la salvación, aun cuando él mismo sea ofensa para muchísimos que conforme a aquella voluntad secreta de Dios son abandonados a su propia suerte [relicti], y muchísimos otros que, endurecidos, no aceptan al que quiere, dice, hace y ofrece, como lo expresa Juan con las palabras: "La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron", y "a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron". Y a este Dios hecho carne le es propio llorar, estallar en lamentos y gemir a causa de la perdición de los impíos, a pesar de que sucede conforme al eterno propósito de la voluntad de la Majestad divina que algunos queden abandonados a su propia suerte y rechazados de manera que se pierden. Y a nosotros no nos corresponde preguntar por qué la Majestad procede de este modo, sino adorar con reverencia al Dios que puede y quiere cosas tales. No creo tampoco que alguien se ponga a criticar aquí el hecho de que esta voluntad de la cual se dice “¡Cuántas veces quise...!" haya sido manifestada a los judíos aun antes de que Dios se hiciera carne, ya que se los acusa de haber matado a los profetas que fueron antes de Cristo, y de haberse resistido así la voluntad de éste. Pues es cosa sabida entre los cristianos que los profetas lo hicieron todo en nombre del Cristo venidero quien aparece en las promesas corno el Dios que se haría carne. Así, pues, es correcto llamar “voluntad de Cristo” a todo cuanta desde el comienzo del mundo ha sido ofrecido a los hombres por los ministros de la palabra.
La Razón por su parte, impertinente y satírica como es, dirá a ese respecto: ¡Evasiva muy hábilmente inventada es ésta, de recurrir a la temible y venerable voluntad, del majestuoso Dios cada vez que uno se ve acosado por la fuerza de los argumentos, y de imponer silencio a nuestro contrincante ni bien comienza a sernos molesto! El mismo ardid lo emplean los astrólogos que con sus inventados epiciclos eluden cualquier pregunta acerca de todo movimiento que hay en el cielo. Respondemos: No se trata de un invento nuestro, sino de una enseñanza corroborada por las Escrituras divinas. En efecto, así dice Pablo en Romanos 11: "¿Por qué, pues, es indagado Dios? ¿Quién puede resistir a su voluntad? Oh hombre, ¿quien eres tú para contender con Dios? ¿0 no tiene potestad el alfarero...?", etcétera. Y ya antes que Pablo había escrito Isaías, en el capítulo 58 (de su libro): "Por cierto, de día en día me buscan y quieren saber mis caminos, como gente que hubiese hecho justicia. Me piden juicios conformes a la justicia y quieren acercarse a Dios". Creo que con estas palabras queda suficientemente demostrado que al hombre no le es licito investigar la voluntad del majestuoso Dios. Además, lo, cuestión que aquí nos ocupa es de índole tal que en ella los trastornados hombres intentan penetrar ante todo en aquella voluntad temible y venerable; por esto, aquí es ante todo el lugar de exhortarlos entonces a guardar silencio y adoptar una actitud reverente. En otras cuestiones en que se tratan cosas de las cuales se puede dar razón y se nos manda dar razón, no procedemos de la misma manera. Si alguien persiste en querer investigar la razón de aquella voluntad y hace caso omiso de nuestra advertencia, a éste damos vía libre para luchar con Dios a la manera de los gigantes. Ya veremos qué triunfos obtendrá; y estamos seguros de que no menoscabará en nada la causa nuestra, ni contribuirá con nada a: la suya propia. Pues esto quedará como un hecho inamovible: o probará que el libre albedrío lo puede todo, o las citas escriturales presentadas se constituirán en argumentos contra él mismo. En ambos casos, empero, él yace postrado como vencido, y nosotros permanecemos en pie como vencedores.
El otro texto es el de Mateo 19: "Si quieres entrar en la vida guarda los mandamientos". ¿No sería afrentoso decir "si quieres" a una persona cuya voluntad no es libre? Así arguye la Disquisición, a lo que respondemos: "¿Así que por esta palabra de Cristo, la voluntad es libre?". Pero tú querías probar que, estando ausente la gracia divina, el libre albedrío no puede en manera alguna querer lo bueno y es necesariamente un esclavo del pecado. ¿Cómo, pues, te atreves ahora a presentarlo como enteramente libre? Lo mismo habrá que decir respecto de estos otros pasajes: "Si quieres ser perfecto"; "si alguno quiere venir en pos de mí"; "el que quiera salvar su vida"; "si me amáis"; "si permanecéis". En fin, como dije, juntemos todas las conjunciones "si" y todos los verbos en modo imperativo, para ayudar a la Disquisición al menos con una cantidad de vocablos. Todos estos imperativos, dice la Disquisición, son inoperantes si a la voluntad humana no se le atribuye nada. Cuán poco adecuada es esa conjunción “si” a la simple necesidad! Respondemos : Si estos mandamientos son inoperantes, lo son por culpa tuya; es más: no son nada, dado que tú afirmas por una parte que a la voluntad humana no se le atribuye nada, ya que presentas el libre albedrío como incapaz de querer lo bueno, y por otra parte, aquí lo presentas como capaz de querer todo lo bueno, a no ser que para tí, las mismas palabras sean al mismo tiempo operantes e inoperantes, puesto que al mismo tiempo lo afirman todo y lo niegan do. Y me extraña que un autor pueda deleitarse en repetir tantas veces lo mismo, olvidando constantemente su verdadero propósito. ¿0 será acaso que, desconfiando de la causa que defiende, quiso llevarse la victoria por lo voluminoso de su libro, o vencer a su adversario por el cansancio y por la molestia que le ocasiona la lectura? Dime, por favor: ¿a raíz de qué consecuencia ha de suceder que da vez que se diga: "Si quieres, si alguno quiere, si queréis", al instante tenga que estar presente también la voluntad y la capacidad? ¿No es que muchísimas veces señalamos con tales expresiones más bien la incapacidad e imposibilidad? Daré algunos ejemplos: "Si quieres igualar en el canto a Virgilio, querido Mevio, debes cambiar tu modo de cantar"; "si quieres superar a Cicerón, Escoto, debes hacer gala de la más acabada elocuencia en lugar de andar con argucias"; "si quieres emular a David, es preciso que produzcas salmos similares (a los de él)". Con todos estos ejemplos se indica algo que es imposible para las fuerzas propias, si bien todo ello es posible con ayuda del poder de Dios. Idéntico es el caso con las Escrituras: en pasajes tales como los recién citados, se pone de manifiesto qué puede ser hecho en nosotros por el poder de Dios, y qué no podemos hacer nosotros mismos.
Además, si todo esto se dijese acerca de cosas que son completamente imposibles de hacer, de suerte que ni siquiera Dios estuviera dispuesto a hacerlas jamás, entonces sí podría hablarse de que lo dicho es inoperante o ridículo ya que ha sido dicho en vano. Ahora empero esas palabras son dichas de un modo tal que no sólo queda de manifiesto la impotencia del libre albedrío, factor por el cual no se concreta nada de lo dicho, sino que al mismo tiempo se señala que alguna vez, todas las tales cosas existirían y serían hechas, pero por una fuerza ajena, a saber, la divina, si es que realmente queremos admitir que en tales palabras hay cierta indicación de lo que debe hacerse y lo que es posible. Alguno podría interpretarlo también así: "Si quisieres guardar los mandamientos, esto es, si alguna vez tuvieres la voluntad de guardarlos (sin embargo, la tendrás no de ti mismo, sino de Dios quien la otorga al que él quiere otorgársela), ellos también te guardarán a ti". 0 para detallarle algo más: Aquellas palabras, ante todo las de modo subjuntivo, parecen haber sido expresadas en esta forma también a causa de la predestinación de Dios y parecen incluirla como factor para nosotros incógnito, como si quisieran decir: “Si quieres, si quisieres”, esto es, si arte Dios fueres un hombre tal que él te considera digno de esta voluntad de guardar los mandamientos, entonces serás guardado. Con esta figura retórica (lat. tropo) se dan a entender las dos verdades, a saber, que nosotros no somos capaces de nada, y que, si hacemos algo, es Dios quien obra en nosotros. Esto es lo que yo diría a los que no quieren contentarse con la afirmación de que con aquellas palabras sólo se quiere poner de manifiesto nuestra impotencia, y que insisten en que ellas prueban también la existencia de cierta fuerza y capacidad para cumplir con los mandamientos dados. Así al mismo tiempo resultaría cierto que nosotros no podemos hacer nada de lo que se nos manda, y a la vez podemos hacerlo todo; lo primero por nuestras propias fuerzas, lo segundo por la gracia de Dios.



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XI


La Cuestión De La Recompensa


En tercer lugar hay algo más que tiene preocupada a la Dis¬quisición.: "Donde se mencionan tantas veces las obras buenas las obras malas", dice, "donde se habla de recompensas [merces], no llego a entender cómo puede haber lugar para la simple necesidad. Ni la naturaleza", dice, "ni la necesidad tienen un mérito". Verdad es que yo tampoco lo entiendo; sólo veo que aquella opinión aceptable insiste en la simple necesidad al decir que el libre albedrío no puede en manera alguna querer lo bueno, y, no obstante, aquí le atribuye también un mérito. Tanto avanzó el libre albedrío con el crecimiento del libro y con la disputación de la Disquisición, que ahora ya no sólo posee un esfuerzo y una aspiración propios, si bien con fuerzas ajenas, y ya no sólo su querer y su hacer son buenos, sino que también se hace acreedor a la vida eterna conforme a lo que dice Cristo en Mateo 5: "Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos". "Vuestra recompensa" quiere decir la recompensa del libre albedrío; pues la Disquisición entiende este pasaje en el sentido de que Cristo y el Espíritu de Dios no son nada. En efecto, ¿qué necesidad habría de ellos, si gracias al libre albedrío poseemos buenas obras y méritos? Digo esto para mostrar que no pocas veces, hombres de destacado ingenio suelen ser ciegos en un asunto que lo entiende claramente incluso un ingenio tosco e inculto; y para hacer ver cuán endeble resulta la argumentación apoyada en la autoridad humana cuando se trata de cosas divinas, donde lo único que tiene valor es la autoridad divina.
A ese respecto hay que decir dos cosas, primero en cuanto a los mandamientos del Nuevo Testamento, y segundo en cuanto al mérito. Seremos breves en ambas, puesto que en otras partes hemos hablado más detalladamente sobre estos temas. El Nuevo Testamento consiste, propiamente hablando, de promesas y exhortaciones, así como el Antiguo Testamento consiste, propiamente hablando, de leyes y amenazas. Pues en el Nuevo Testamento se predica el evangelio, que no es otra cosa que la palabra (sermo) en que son ofrecidos el Espíritu y la gracia para la remisión de los pecados lograda cien por ciento por el Cristo crucificado, y todo esto gratuitamente y por la sola misericordia con que Dios Padre nos favorece a nosotros, seres indignos que merecemos la condenación más que cualquier otra cosa. A esto siguen las exhortaciones que tienen por objeto incitar a los ya justificados y a los que ya han alcanzado misericordia, a ser activos en producir los frutos del Espíritu y de la justicia que les fue donada, a practicar el amor mediante buenas obras, y a sobrellevar valientemente la cruz y todas las demás tribulaciones de esta vida (mundi). Esto es la síntesis de todo el Nuevo Testamento. Cuán poco es lo que la Disquisición entiende de esto, lo muestra a las claras al no atinar a hacer ninguna distinción entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. En efecto, tanto en el uno como en el otro casi no ve otra cosa que leyes y preceptos con que los hombres han de ser conducidos al sendero de las buenas obras. Pero lo que es el nuevo nacimiento, la renovación, la regeneración y toda la obra del Espíritu, de esto no ve absolutamente nada, de modo que no puedo ocultar mi estupor y asombro ante el hecho de que un hombre que invirtió tanto tiempo y empeño en el estudio de las Sagradas Escrituras, evidencie respecto de ellas una ignorancia tan completa. Pues bien, aquel texto "Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos" cuadra con el libre albedrío tan bien como cuadra la luz con las tinieblas. Pues allí Cristo exhorta no al libre albedrío, sino a los apóstoles, que no sólo estaban en el estado de gracia y justicia, es decir, en un nivel superior al del libre albedrío, sino que también estaban al servicio de la palabra [in ministerio verbi], es decir, ubicados en el peldaño más alto de la gracia; a éstos los exhorta a que sobrelleven las tribulaciones de esta vida. Nosotros en cambio disputamos ante todo acerca del libre albedrío sin la gracia divina que por medio de leyes y amenazas, vale decir, por medio del Antiguo Testamento, es enseñado a conocerse a sí mismo a fin de que se dirija con premura hacia las promesas ofrecidas en el Nuevo Testamento.
Un mérito, empero, o una recompensa que se le ofrece a uno, ¿qué es sino una cierta promesa? Sin embargo, con esa promesa no se prueba que nosotros seamos capaces de algo, puesto que con ella no se indica más que este: que si alguien hubiere hecho esto o aquello, tendrá la recompensa. Pero nuestra pregunta es, no de qué modo se otorga la recompensa, o de qué recompensa se trata, sino si somos capaces de hacer cosas por las que se otorga una recompensa. Esto era, pues, lo que se debía probar. ¿No es acaso ridículo hacer esta conclusión: "A todos los que corren en el estadio, se les da la posibilidad de alcanzar el premio; luego todos pueden correr y alcanzarlo". Si el emperador logra vencer a. los turcos, se apoderará del reino de la Siria: luego el emperador puede vencer a los turcos, y los vence. Si el libre albedrío logra dominar el pecado, será santo ante el Señor: luego el' libre albedrío es santo ante el Señor. Pero dejemos a un lado tales conclusiones demasiado burdas y abiertamente absurdas, si bien es muy apropiado demostrar la existencia del libre albedrío mediante argumentos tan brillantes. Hablemos más bien de esto: que la necesidad no tiene ni mérito ni recompensa. Sí con esto nos referimos a la necesidad de la obligatoriedad, está bien dicho, pero si nos referimos a la necesidad de la inmutabilidad, está mal dicho. Pues ¿quién daría a un obrero una recompensa, o le atribuiría un mérito, si éste no quiere? Pero donde uno hace volitivamente [volenter] lo bueno o lo malo, aun cuando por sus propias fuerzas no sea capaz de cambiar esta voluntad, allí natural y necesariamente sigue el premio o el castigo,  como está escrito: Pagarás a cada uno conforme a sus obras. Sigue  naturalmente: Si se te sumerge en el agua, te ahogarás; si ganas la orilla  nadando, te salvarás. Para decirlo brevemente:
En materia de recompensa entran en consideración o la dignidad o la consecuencia. Si miras a la dignidad, no hay mérito ni recompensa alguna. En efecto: si el libre albedrío por si mismo no es capaz de querer lo bueno, y si quiere lo bueno sólo por intervención de la gracia (pues hablamos del libre albedrío con exclusión de la gracia y buscamos la fuerza que es propia al uno y a la otra) ¿quién no ve que aquella buena voluntad, aquel mérito y premio corresponden a la gracia solamente? Y en este punto, la Disquisición una vez más discrepa consigo misma al tomar el mérito como base para concluir que la voluntad es libre, y a pesar de que hace objeto de sus ataques, está en la misma condenación que yo. En efecto: que haya mé¬rito, que haya recompensa, que haya libertad, está en pugna no sólo con lo que digo yo, sino igualmente con lo que dice la Disquisición, ya que acaba de afirmar, e intentó probarlo, que el libre albedrío no quiere en manera alguna lo bueno. En cambio, si miras a la conse¬cuencia, verás que no hay nada, ya sea bueno o malo, que no tenga su recompensa. Y de ahí precisamente proviene el error: que al hablar de méritos y premios, nos entregamos a inútiles cavilaciones y preguntas acerca de una dignidad que no existe, cuando de hecho debiéramos disputar acerca de la consecuencia solamente. Pues a los incrédulos [lat. impíos] los espera como consecuencia necesaria, el infierno y el juicio de Dios, aun cuando ellos mismos no deseen tal recompensa por sus pecados ni piensen en ella, sino antes bien la rechacen con vehemencia, y, como dice Pedro, la maldigan. Así al los creyentes [píos] los espera el reino, aun cuando ellos mismos no lo busquen ni piensen en él: los espera porque les ha sido preparado por su Padre no sólo antes de que existieran ellos mismos, sino antes de la, fundación del mundo.
Por cierto, si hiciesen lo bueno con intención de obtener el reino de los cielos, jamás lo obtendrían, y antes bien serían contado entre los impíos que con ojo malvado y ávido de ganancia buscan lo suyo incluso en Dios. Los hijos de Dios en cambio hacen lo bueno espontáneamente, sin pedir ninguna retribución. No buscan premio alguno; lo que buscan es solamente la gloria y la voluntad de Dios; y están dispuestos a hacer lo bueno aun cuando  para poner un caso imposible¬- no hubiera reino de los cielos ni infierno. Esto, creo, queda probado suficientemente ya por aquel solo dicho de Cristo en Mateo 25 que acabo de citar: "Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que ha sido preparado para vosotros desde la fundación del mundo". ¿Cómo habrían de merecerse lo que ya les pertenece y ha sido preparado para ellos antes de que existieran? Es más acertado, pues, decir que el reino de Dios le merece a nosotros, sus poseedores, y colocar el mérito allí donde ellos colocan el premio, y el premio allí donde ellos colocan el mérito. En efecto: no es que el reino sea preparado, sino que ya está preparado; los hijos del reino en cambio son preparados, no son ellos los que preparan el reino; es decir: el reino se merece a los hijos, no los hijos el reino. Del mismo modo también .el infierno más bien se merece a sus hijos y los prepara, como dice Cristo: "Idos, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles".
¿Cuál es, pues, el propósito de las palabras que prometen el reino, y de las palabras que amenazan con el infierno? ¿Por qué será que en las Escrituras se repite tantas veces la expresión "recompensa"? "Hay una recompensa para tu obra", dice allí; "yo soy tu recompensa sobremanera grande"; "él recompensa a cada uno según sus obras"; y en Romanos 2: "a los que buscan la vida eterna, conforme a su paciencia en el bien hacer les dará gloria y honra, etc.; y afirmaciones como éstas hay muchas. La respuesta es: con todos estos textos no se prueba más que la consecuencia de la recompensa, y de ninguna manera se prueba la dignidad del mérito; vale decir: los que hacen buenas obras, las hacen no con ánimo servil y ávido de recompensa, impulsados por el afán de ganarse la vida eterna; buscan empero la vida eterna, esto es, están en el camino en que alcanzarán y hallarán la vida eterna, de modo que su "buscar" es un "aspirar s algo con vigor" y un "esforzarse con incesante empeño" .por aquello que suele seguir a una vida buena. Mas en las Escrituras se hace saber a los hombres que estas cosas, la recompensa o el castigo, se producirán, y que seguirán en pos de una vida buena o mala, y con esto se los quiere instruir, alarmar, alertar y aterrar. Pues así como por medio de la ley llegamos a conocer nuestro pecado y a darnos cuenta de nuestra incapacidad, sin que de ello siga que nosotros tengamos capacidad para algo, así por medio de estas, promesas y amenazas se nos da una advertencia y se nos enseña qué sigue al pecado y a aquella incapacidad nuestra que la ley puso de manifiesto, sin que por dichas promesas y amenazas se atribuya a nuestro mérito dignidad alguna. Por consiguiente: así como las palabras de la ley sirven de instrucción e iluminación para enseñarnos nuestro deber y mostrarnos nuestra incapacidad, así las palabras que hablan de recompensa, al indicar lo que ha de venir, sirven de exhortación y conminación con que los fieles son alertados, consolados y fortalecidos para seguir adelante, perseverar y vencer en hacer lo bueno y soportar lo malo, a fin de que no caigan víctima de la fatiga o del quebranto; en este sentido Pablo exhorta a sus corintios diciéndoles: "Portaos como hombres, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano". Y así Dios levanta a Abraham asegurándole: "Yo soy tu recompensa sobremanera grande". Esto es igual como si se consuela a una persona haciéndole ver que sus obras ciertamente agradan al Señor  un género de consuelo que la Escritura emplea con bastante frecuencia. Y en realidad, ya es un consuelo nada pequeño saber que uno le agrada a Dios, aun cuando a este agrado no le siguiera nada más  si bien esto es imposible.
A esto apunta todo lo que se dice en cuanto a la fe y la expectación, a saber, que lo que esperamos, con toda certeza se producirá, si bien no es ésta la causa por qué los infieles esperan; ni tampoco buscan tales cosas con miras egoístas. Así, mediante las palabras de amenaza y juicio venidero son aterrados y derribados a tierra los impíos a fin de que desistan de hacer lo malo y se abstengan de ello, no se enorgullezcan, no se entreguen a una engañosa seguridad ni agreguen a sus demás pecados el de la insolencia. A esto, la Razón tal vez objete, con aire despectivo: ¿Por qué quiere Dios que esto se haga mediante palabras, si con tales palabras no se logra nada, y si la voluntad no es capaz de volcarse ni hacia lo bueno ni hacia lo malo? ¿Por qué Dios no hace su obra calladamente, si puede hacerlo todo sin palabra, y si la voluntad de por sí, faltándole el Espíritu como impulso interior, no aumenta en capacidad y actividad por el mero haber oído la palabra, ni tampoco disminuye en capacidad y actividad por estar ausente la palabra, siempre que esté presente el Espíritu, ya que todo depende del poder y la obra del Espíritu Santo? Entonces responderemos: así le plugo a Dios comunicarnos el Espíritu no sin la palabra, sino por medio de la palabra, para tenernos a nosotros como colaboradores suyos en el sentido de que nosotros hacemos oír en lo exterior lo que él mismo, y sólo él, inspira [spirat] en lo anterior allí donde a él le plazca, cosa que bien podría hacerla también sin la palabra, pero no quiere. Y bien: ¿quiénes somos nosotros para tratar de investigar por qué Dios quiere hacer las cosas de determinada manera? Basta saber que Dios lo quiere hacer así; y esta voluntad la hemos de reverenciar, amar y adorar, reprimiendo el temerario indagar de la razón. Así también Dios podría alimentarnos sin pan, y en efecto, da el poder de alimentarse sin pan, como dice Cristo en Mateo cap. 4: “No sólo con pan es alimentado el hombre, sino con la palabra de Dios"; sin embargo le plugo alimentarnos en lo exterior por medio de pan con ese pan de aplicación externa, en lo interior en cambio con la, palabra.
Consta, pues, que con la recompensa no se puede probar la existencia de un mérito; al menos, pruebas escriturales a ese respecto no ay. Consta además que con el mérito no se puede probar la existencia de un libre albedrío, mucho menos de un libre albedrío tal como a Disquisición intentó probarlo, a saber, uno que de sí mismo es total’ ente incapaz de querer lo bueno. Pues aunque admitas la existencia e un mérito y agregues aquellas semejanzas y deducciones que la razón acostumbra esgrimir, por ejemplo, "si el albedrío no es libre, vano es dar mandamientos, prometer una recompensa, lanzar amenazas", con todo esto, digo, lo único que se prueba, si es que se prueba algo, es que el libre albedrío por si solo lo puede todo. Pues si por solo no lo puede todo, queda en pie aquella consecuencia establecida por la razón: "por lo tanto, en vano se dan mandamientos, en vano promete, en vano se lanzan amenazas". De esa .manera la Disquisición, al disputar contra nosotros, permanentemente disputa contra sí misma. En cambio Dios solo, por medio de su Espíritu, obra ' nosotros tanto el mérito como el premio; a ambos empero los hace públicos y notorios al mundo entero por medio dé su palabra externa, para que también entre los impíos e incrédulos e ignorantes n anunciados su potencia y gloria y nuestra impotencia y vergüenza; si bien esto lo toman a pechos solamente los buenos y lo retienen sólo los creyentes, los demás en cambio lo desprecian.
Ahora bien: sería demasiado fastidioso repetir uno por uno los verbos en modo imperativo del Nuevo Testamento que la Disquisi¬ción cita agregando invariablemente sus propias deducciones y argu¬yendo que si la voluntad no es libre, lo que se dice es vano, superfluo, ineficaz, ridículo y sin valor alguno. Pues hace tiempo ya que venimos diciendo y repitiendo hasta el cansancio que con tales verbos no se logra absolutamente nada, y que si se prueba algo, se prueba que el albedrío es del todo libre. Y esto no es otra cosa que dar por tierra con la Disquisición entera, dado que ésta intentó probar la existencia de un libre albedrío tal que en modo alguno es capaz de hacer lo bueno y que es esclavo del pecado, y en lugar de ello en permanente ignorancia y olvido de si misma arguye en pro de un albedrío que lo puede todo. Son, pues, meras sutilezas cuando la Disquisición se expresa de esta manera: "Por sus fruto, dice el Señor, los conoceréis”; a los frutos los llama 'obras', y a éstas, ‘nuestras obras'; pero no son nuestras, si todo se hace por necesidad". Pero dime: ¿no llamamos con toda razón 'obras nuestras' a las que, aun sin haberlas hecho personalmente, hemos recibido de otros? ¿Por qué entonces no habrían de llamarse 'obras nuestras' las que Dios nos donó por medio de su Espíritu? ¿0 acaso a Cristo no lo podemos llamar “nuestro Cristo” porque no lo produjimos sino solamente lo recibimos? Por otra parte, si nosotros somos los productores de lo que se llama ‘nuestro', entonces nosotros mismos nos hicimos los ojos, nosotros mismos nos hicimos las manos, y nosotros mismos nos hicimos los pies, a no ser que no se llame “nuestros” a los ojos, las manos, los pies. Más aún: "¿qué tenemos que no hayamos recibido?" pregunta Pablo. ¿Habríamos de decir entonces, o que estos miembros no son nuestros, o que los hicimos nosotros mismos? Pon ahora el caso de que los frutos fueran llamados “nuestros” porque los produjimos nosotros: ¿dónde quedan la gracia y el Espíritu? Pues Cristo no dice: "Los conoceréis por los frutos que en pequeñísima parte son producto de ellos". Esto son más bien sutilezas ridículas, superfluas, vanas, ineficaces, más aún, estúpidas y odiosas con que se mancillan y profanan las santas palabras de Dios.
De la misma manera se hace burla también de aquella palabra de Cristo en la cruz: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Donde cabría esperar una declaración en apoyo del libre albedrío, la Disquisición se evade nuevamente hacia las deducciones. "Con cuánta más razón  dice  Cristo habría podido excusar a sus adversarios alegando que no posean una voluntad libre, y que no podían obrar de manera distinta aunque hubiesen querido hacerlo". Pero tampoco con esta deducción se prueba ese libre albedrío, incapaz de querer lo bueno, del que estamos hablando aquí, sino aquel otro que lo puede todo, del cual no habla nadie, sino al contrario, que lo niegan todos, con excepción de los pelagianos. Más aún: al decir públicamente que ellos no saben lo que hacen, ¿no confirma Cristo al mismo tiempo que ellos son incapaces de querer lo bueno? Pues ¿cómo puedes querer lo que no sabes? Lo ignorado no es objeto de deseos. ¿Hay una negación más fuerte del libre albedrío que ésta: que el libre albedrío es tan inservible (adeo esse nihili) que no sólo no quiere lo bueno, sino ni siquiera sabe cuánto hace de malo y qué es lo bueno? ¿0 hay acaso una falta de claridad en cualquiera de estas palabras: "No saben lo que hacen"? Si la Disquisición ve una confirmación del libre albedrío en estas palabras que tan clara y enfáticamente expresan lo contrario, ¿qué queda aún en las Escrituras que no pueda servir de apoyo al libre albedrío bajo la guía de la Disquisición? Con el mismo desparpajo, cualquiera podría decir que el libre albedrío es confirmado también por aquello de que "la tierra estaba desordenada y vacía", o aquello otro de que "Dios reposó el día séptimo" o pasajes similares. Entonces sí que las Escrituras resultarán ambiguas y oscuras; y no sólo esto, sino que al mismo tiempo serán todo y no serán nada. Pero el mostrar tal osadía y tratar las palabras divinas en esta forma, revela un espíritu que desprecia ignominiosamente a Dios y a los hombres y que no merece paciencia alguna.
Y aquel dicho en Juan, cap. 1: "Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios", la Disquisición lo interpreta, como sigue: "¿Cómo  se les da a ellos la potestad de ser hijos de Dios, si no existe ninguna libertad de nuestra voluntad?". También este pasaje es un golpe de martillo contra el libre albedrío, como lo es casi todo el Evangelio según San Juan, y sin embargo se lo aduce en favor del libre albedrío. Veamos un poco este pasaje. Juan no habla de ninguna obra hecha por el hombre, ni grande ni pequeña, sino precisamente de esa innovación y transformación del hombre viejo que es un hijo del diablo, en el hombre nuevo que es hijo de Dios. Aquí el hombre desempeña un papel estrictamente pasivo, como se dice; él no hace nada, sino .que “es hecho” en su totalidad. En efecto, Juan habla del ‘ser hecho'; dice que ‘son hechos hijos de Dios.' por la potestad que Dios nos da, no por la fuerza del libre albedrío que nos es innata [insita]. Pero nuestra Disquisición deduce de ahí que el libre albedrío tiene una fuerza tan grande que puede convertir a los hombres en hijos de Dios; o está dispuesta a dictaminar que la palabra de Juan es ridícula e inoperante. Pero ¿quién jamás ensalzó al libre albedrío hasta el extremo de atribuirle la fuerza de hacer hijos de Dios, máxime un libre albedrío incapaz de querer lo bueno, como lo caracterizó la Disquisición? Pero vaya a parar esto al mismo lugar donde fueron a parar las demás deducciones tantas veces repetidas, con las cuales, si es que se prueba algo, sólo se prueba lo que la Disquisición rechaza, a saber, que el libre albedrío lo puede todo. La intención del pasaje de Juan es ésta: al venir Cristo al mundo por medio del evangelio que es una oferta de gracia y no una exigencia de obras, se da a todos los hombres la potestad, magnífica por cierto, de ser hijos de Dios, si quieren creer en él. Por lo demás, así como el libre albedrío nunca supo de ese querer, de ese creer en el nombre de Cristo, ni pensó en ello antes, mucho menos puede hacerlo por sus propias fuerzas. Pues ¿cómo la razón podría pensar que es una necesidad creer en Jesús, Hijo de Dios y del hombre, si ni hoy en día comprende o puede creer que existe una persona que es al mismo tiempo Dios y hombre, aunque la creación entera lo afirmara a gritos? Y no sólo eso, sino que tal mensaje le resultan chocantes, como dice Pablo en  1ª Corintios 1; ni qué pensar en que pudiera o quisiera creerlo. Por lo tanto, lo que Juan pregona no son las fuerzas del libre albedrío, sino las riquezas del reino de Dios ofrecidas al mundo por medio del evangelio; y al mismo tiempo hace ver cuán pocos son los que lo aceptan, debido a la oposición del libre albedrío, cuya fuerza consiste precisamente en que, dominado como está por Satanás, rechaza incluso la gracia y el Espíritu que cumple la ley; de tan notable eficacia es su esfuerzo y aspiración por cumplir la ley. Pero ya mostraremos más detalladamente, en la última parte del libro, qué golpe fulminante es este pasaje de Juan para el libre albedrío. Sin embargo me tiene bastante alarmado el hecho de que textos que hablan con tal claridad y énfasis en contra del libre albedrío, sean usados como prueba a favor de él por esa Disquisición cuyo embotamiento es tan grande que ya perdió completamente la capacidad de distinguir entre promesas y mandamientos, y que, tras haber establecido mediante palabras de la ley, y de la manera más necia, la existencia de un libre albedrío, lo confirma del modo más absurdo mediante palabras de promesa. Sin embargo, ese absurdo halla fácil solución si se tiene en cuenta la indiferencia y el desprecio con que la Disquisición trata el tema. Nada le interesa que la gracia permanezca en pie o caiga, que el libre albedrío esté postrado o sentado; lo único que le importa es hacer odiosa la causa con vanas palabras y prestar un servicio a los tiranos.
Después de esto, la Disquisición llega también a Pablo, el enemigo irreconciliable del libre albedrío, y lo obliga aun a él a erigirse en su defensor con aquel pasaje de Romanos 2: "¿0 menosprecias las riquezas de su bondad y paciencia y longanimidad? ¿0 ignoras que su benignidad te guía al arrepentimiento?". ¿Cómo es  dice la Disquisición  que se le imputa al hombre el desprecio del mandamiento, siendo que la voluntad no es libre? ¿Cómo puede invitar al arrepentimiento ese mismo Dios que es el causante de la impenitencia? ¿Cómo puede ser justa la condenación cuando el juez obliga a uno a hacer lo malo? Mi respuesta es: en cuanto a estas preguntas, que se las arregle la Disquisición misma. No es cosa nuestra. Pues ella misma dijo, haciendo suya aquella “opinión aceptable”, que el libre albedrío es incapaz de querer lo bueno, y que es obligado por necesidad a servir de esclavo al pecado. ¿Cómo entonces se le imputa el desprecio del mandamiento, si no es capaz de querer lo bueno ni existe allí una libertad sino una necesaria esclavitud bajo el pecado? ¿Cómo invita al arrepentimiento ese Dios que es el causante de que el hombre no se arrepienta, por cuanto abandona o no concede su gracia a un ser que por sí solo no es capaz de querer lo bueno? ¿Cómo puede se ajusta la condenación donde el juez, tras haber retirado su ayuda, obliga al impío a permanecer en su condición de malhechor, ya que el impío con su propia fuerza no es capaz de otra cosa? Todo recae sobre la cabeza de la Disquisición; o bien, si estas cosas prueban algo (come, ya dije), lo que prueban es que el libre albedrío lo puede todo, lo que sin embargo es negado por la Disquisición misma y por todos. Ante cualquier afirmación de la Escritura, la Disquisición se ve atormentada por esas deducciones de la razón de que parece ridículo e ineficaz desatarse en exigencias con palabras tan vehementes donde no hay quien sea capaz de cumplir; en cambio, lo que quiere el apóstol es esto: por medio de aquellas amenazas, conducir a los impíos y vanidosos al conocimiento de sí mismos y de su impotencia, con el fin de preparar para la gracia a los que así han sido humillados por el conocimiento del pecado.
Pero ¿será preciso analizar punto por punto todos los pasajes paulinos citados? De todos modos, la Disquisición se limita a seleccionar verbos en modo imperativo o subjuntivo, o tales en que Pablo exhorta a los cristianos a producir los frutos de la fe. La Disquisición en cambio, después de agregar sus propias deducciones, conceptúa a la fuerza del libre albedrío como tal y tan grande que aun sin la gracia es capaz de hacer todo lo que Pablo prescribe en sus exhortaciones. Pero los cristianos son puestos en acción no por el libre albedrío, sino por el Espíritu de Dios, como leemos en Romanos cap. 8. Mas ser puesto en acción no es algo activo, sino pasivo, como una sierra o un hacha es puesta en acción por el carpintero. Y para que aquí no le quepa duda a nadie de que es Lutero quien dice cosas tan absurdas, la Disquisición cita las propias palabras de él que sin más reconozco como tales. En efecto: admito que aquel artículo de Wiclef (de que todo es hecho por necesidad) fue condenado injustamente por el Conciliábulo [sic] o mejor dicho, la Conjura y Sedición de Constanza. Hasta la mismísima Disquisición se une conmigo en la defensa de este artículo, al afirmar que el libre albedrío con sus propias fuerzas es incapaz de querer lo bueno, y que por necesidad es esclavo del pecado, aun cuando en el curso de su argumentación deje establecido justamente lo contrario.


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