- IV -
El Priscilianismo después de Prisciliano. -Concilios y abjuraciones. -Cisma luciferiano. -Carta del papa Inocencio. -Cartas de Toribio y San León. -Concilio Bracarense. -Fin de esta herejía.

    La deposición de Itacio fue mirada por los priscilianistas como un triunfo. Galicia, Lusitania y alguna otra región de la Península estaban llenas de partidarios de su doctrina. Ellos trajeron a España los restos de Prisciliano y demás heresiarcas degollados en Tréveris y comenzaron a darles culto como a mártires y santos. No se interrumpieron los nocturnos conciliábulos, pero hízose inviolable juramento de no revelar nunca lo que en ellos pasaba, aun a trueque de la mentira y del perjurio que muchos doctores de la secta, entre ellos Dictinio, declaraban lícitos. Iura, periura, secretum prodere noli, era su máxima. Unidos así por los lazos de toda sociedad secreta, llegaron a ejercer absoluto dominio en la iglesia gallega, cuya liturgia alteraron, hicieron anticanónicas elecciones de obispos en gentes de su bandería y produjeron, en suma, un verdadero cisma. Los demás obispos de España excomulgaron a los prevaricadores, y siguióse un breve período de anarquía, en que a la Iglesia sustituyeron las iglesias, dándose el caso de haber dos y aun más prelados para una sola diócesis y hasta de crearse obispos para sedes que no existían. El principal fautor de estas alteraciones era Sinfosio (a quien se supone obispo de Orense), acérrimo en la herejía, aunque había firmado las actas del concilio de Zaragoza. Seguía y amparaba los mismos errores su hijo Dictinio, escritor de cuenta entre los suyos, a quien su padre había hecho obispo de Astorga con asentimiento de los demás priscilianistas. A la silla de Braga había sido levantado otro hereje: Paterno. La confusión crecía, y, temerosos los mismos sectarios de las resultas, o arrepentidos, en parte, del incendio que por su causa abrasaba a Galicia, determinaron buscar un término de avenencia y proponérselo al grande obispo de Milán, San Ambrosio, para que con palabras conciliadoras persuadiese a nuestros prelados católicos a la concordia, previas por parte de los galaicos ciertas condiciones de sumisión, siendo la primera el abjurar todos sus errores. San Ambrosio había presenciado las dolorosas escenas de Tréveris, donde se negó a comulgar con los itacianos, y él mismo escribe haber visto con honda pena de qué suerte llevaban al destierro al anciano obispo de Córdoba Higino (160). Hallábase, pues, su ánimo [142] dispuesto a la clemencia, y, juzgando sinceras las palabras de los priscilianistas y aceptables sus condiciones, sin mengua del dogma ni de la disciplina, escribió a los obispos de España (aunque la carta no se conserva), aconsejándoles que recibiesen en su comunión a los conversos gnósticos y maniqueos. Uno de los capítulos de concordia que San Ambrosio proponía era la deposición de Dictinio y (sin duda) de los demás obispos tumultuariamente elegidos, que debían quedar en el orden de presbíteros (161). Conforme a las cartas del Obispo de Milán y a los consejos del papa Siricio, reunieron nuestros prelados en 396 un concilio en Toledo. Sinfosio, con los suyos, se negó a asistir, y con visible cautela dijo que ya había dejado los errores de Prisciliano y de los mártires (así llamaban a los degollados en Tréveris); pero sin hacer abjuración formal, ni dar otra muestra de su arrepentimiento, ni cumplir condición alguna de las propuestas por San Ambrosio. Y supieron los Padres del concilio que la conversión era simulada, puesto que Sinfosio y los restantes seguían haciendo uso de libros apócrifos y aferrábanse tenazmente a sus antiguas opiniones, por lo cual nada se adelantó en este sínodo, si ya la falta de sus actas y el silencio de los demás testimonios no nos hacen andar a oscuras en lo que le concierne.
    A pesar de haberse frustrado la avenencia, el priscilianismo debía ir perdiendo por días favor y adeptos, sin duda por la tendencia unitaria y católica de nuestra generosa raza. Sólo así se comprende que cuatro años más tarde, en 400, abjurasen en masa, y con evidentes indicios de sinceridad, los que poco antes se mostraban reacios, y no eran constreñidos ni obligados por fuerza alguna superior a tal acto. Verificóse este memorable acontecimiento en el concilio primero Toledano, con tal número designado por no conservarse más que el recuerdo del que debió precederle. Este sínodo es tanto o más importante que el tercero de los toledanos, por más que (¡inexplicable casualidad!) no haya obtenido la misma fama. Si en el concilio de 589 vemos a una raza bárbara e invasora doblar la frente ante los vencidos, y proclamar su triunfo, y adorar su Dios, y rendirse al predominio civilizador de la raza hispanorromana, de la verdadera y única raza española; no hemos de olvidar que, ciento ochenta y ocho años antes, otro concilio toledano había atado con vínculo indisoluble las voluntades de esa potente raza, le había dado la unidad en el dogma, que le aseguró el triunfo contra el arrianismo visigótico y todas las herejías posteriores; la unidad en la disciplina, que hizo cesar la anarquía, y a las iglesias sustituyó la Iglesia, modelo de todas las occidentales en sabiduría y en virtudes. [143]
    Que era obra de unidad la suya, bien lo sabían los Padres toledanos, y por eso Patruino, obispo de Mérida, que los presidía, abrió el concilio con estas memorables palabras: «Como cada uno de nosotros ha comenzado a hacer en su iglesia cosas diversas, y de aquí han procedido tantos escándalos que llegan hasta el cisma, decretemos, si os place, la norma que han de seguir los obispos en la ordenación de los clérigos. Yo opino que deberíamos guardar perpetuamente las constituciones del concilio Niceno y no apartarnos de ellas jamás». Y respondieron los obispos: «Así nos place; y sea excomulgado todo el que obre contra lo prevenido en los cánones de Nicea» (162). Nótese bien: en los Cánones de Nicea, en la disciplina universal (católica) de Oriente y de Occidente; porque la Iglesia española, fiel a las tradiciones del grande Osio, nunca aspiró a esa independencia semicismática que algunos sueñan.
    Cuatro partes claramente distintas encierra el primer concilio Toledano, tal como ha llegado a nosotros: los Cánones disciplinares, la Assertio fidei contra priscillianistas, las fórmulas de abjuración pronunciadas por Sinfosio, Dictinio, etc., y la sentencia definitiva, que los admite al gremio de la Iglesia. La autenticidad y enlace de todos estos documentos fue invenciblemente demostrada por el doctísimo P. Flórez (t. 6 de la España Sagrada).
    Los cánones son veinte, y en ellos me detendré poco. El 14 se dirige contra los priscilianistas que recibían la comunión sacrílegamente, sin consumir la sagrada forma. El 20 manda que sólo el obispo, y no los presbíteros (como se hacía en algunas provincias), consagren el crisma. De los restantes, unos tienden a evitar irregularidades en las ordenaciones (1, 2, 3, 4, 8 y 10), vedando el 2 que los penitentes públicos pasen de ostiarios o de lectores (y esto en caso de necesidad absoluta), a no ser que sean subdiáconos antes de haber caído en el pecado; otros intiman a los clérigos la asistencia a sus iglesias y al sacrificio cotidiano; les prohíben pasar de un obispado a otro, a no ser que de la herejía tornen a la fe y separan del gremio de la Iglesia al que comunique con los excomulgados (cán. 5, 12 y 15). Relación, aunque indirecta, parece tener con las costumbres introducidas por los priscilianistas el canon 6, a tenor del cual las vírgenes consagradas a Dios no deben asistir a convites ni reuniones, ni tener familiaridad excesiva con su confesor, ni con lego o sacerdote alguno. Una prohibición semejante vimos en el concilio de Zaragoza.

    A continuación de los Cánones viene la Regula fidei contra omnes haereses, maxime contra priscillianistas, documento [144] precioso, que tiene para nuestra Iglesia la misma o parecida importancia que el símbolo Niceno para la Iglesia universal. Testimonio brillante de la pureza de la fe española en aquel revuelto siglo, prenda de gloria y de inmortalidad para los obispos que la suscribieron es la Regula fidei, obra de tal naturaleza e interés para nuestro trabajo, que conviene traducirla íntegra, y de verbo ad verbum (163), sin perjuicio de comentar, más adelante, algunas de sus cláusulas:

    «Creemos en un solo y verdadero Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Hacedor de todas las cosas visibles e invisibles, del cielo y de la tierra. Creemos que hay un solo Dios, y una Trinidad de la sustancia divina; que el Padre no es el Hijo; que el Hijo no es el Padre, pero el Hijo de Dios es de la naturaleza del Padre; que el Espíritu Santo, el Paráclito, no es el Hijo ni el Padre, pero precede del Padre y del Hijo. Es, pues, no engendrado el Padre, engendrado el Hijo, no engendrado el Espíritu Santo, pero procedente del Padre y del Hijo. El Padre es aquél cuya voz se oyó en los cielos: Éste es mi hijo amado, en quien tengo todas mis complacencias: oídle a Él. El Hijo es aquél que decía: Yo procedí del Padre y vine de Dios a este mundo. El Paráclito es el Espíritu Santo, de quien habló el Hijo: Si yo no tornare al Padre, no vendrá el Espíritu. Afirmamos esta Trinidad distinta en personas, una en sustancia, indivisible y sin diferencia en virtud, poder y majestad.

    Fuera de ésta, no admitimos otra naturaleza divina, ni de ángel ni de espíritu, ni de ninguna virtud o fuerza que digan ser Dios (164). Creemos que el Hijo de Dios, Dios nacido del Padre antes de todo principio, santificó las entrañas de la Virgen María, y de ella tomó, sin obra de varón, verdadero cuerpo, no imaginario ni fantástico, sino sólido y verdadero (165). Creemos que dos naturalezas, es a saber, la divina y la humana, concurrieron en una sola persona. que fue Nuestro Señor Jesucristo, el cual tuvo hambre y sed, y dolor y llanto, y sufrió todas las molestias corporales, hasta que fue crucificado por los judíos y sepultado, y resucitó al tercero día. Y conversó después con sus discípulos, y cuarenta días después de la resurrección subió a los cielos. A este Hijo del hombre le llamamos también Hijo de Dios, e Hijo de Dios y del hombre juntamente. Creemos en la futura resurrección de la carne, y decimos que el alma del hombre no es de la sustancia divina ni emanada de Dios Padre, sino hechura de Dios creada por su libre voluntad (166). Si alguno dijere o creyere que el mundo no fue creado por Dios omnipotente, sea anatema. [145] Si alguno dijere o creyere que el Padre es el Hijo o el Espíritu Santo, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que el Hijo es el Padre o el Espíritu Santo, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que el Espíritu Santo es el Padre o el Hijo, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que el Hijo de Dios tomó solamente carne y no alma humana, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que Cristo no pudo nacer, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que la divinidad de Cristo fue convertible y pasible, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que es uno el Dios de la Ley Antigua y otro el del Evangelio, sea anatema (167). Si alguno dijere o creyere que este mundo fue hecho por otro Dios que aquél de quien está escrito: En el principio creó Dios el cielo y la tierra, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que los cuerpos humanos no resucitarán después de la muerte, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que el alma humana es una parte de Dios o de la sustancia de Dios, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que han de recibirse y venerarse otras Escrituras fuera de las que tiene y venera la Iglesia católica, sea anatema. Si alguno dijere que la divinidad y la humanidad forman una sola naturaleza en Cristo, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que fuera de la Trinidad puede extenderse la esencia divina, sea anatema. Si alguno da crédito a la astrología o a la ciencia de los caldeos, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que es execrable el matrimonio celebrado conforme a la ley divina, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que las carnes de las aves y de los pescados que nos han sido concedidos para alimento son execrables, sea anatema. Si alguno sigue en estos errores a Prisciliano y, después de haber sido bautizado, cree algo contra la Sede de San Pedro, sea anatema.»

    Así resonó en el año postrero del siglo IV, bajo las bóvedas de la primitiva basílica toledana, la condenación valiente del panteísmo, del antitrinitarismo, del doketismo y de las antítesis de Marción. Propuestos estos cánones por Patruino, y aprobados por los demás obispos, se transmitieron a todas las iglesias de España, que desde entonces conservan esta fe con inviolable pureza. Obsérvese haber sido éste el primer concilio que definió la procedencia del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, sin que haga fuerza en contrario la opinión de Pagi, Quesnel y otros críticos que suponen intercalada posteriormente la partícula Filioque (168).

    Faltaba la sumisión de los obispos gallegos asistentes al sínodo. Movióles Dios a penitencia y buen entendimiento, y en la tercera sesión levantóse Dictinio y dijo de esta manera, según refieren las actas: «Oídme, excelentes sacerdotes; corregidlo todo, pues a vosotros es dada la corrección. Escrito está: Vobis datae sunt claves regni caelorum. Yo os pido que se me abran las puertas del cielo y no las del infierno. Si os dignáis perdonarme, lo pondré todo a vuestros ojos. Me arrepiento de haber dicho que es una misma la naturaleza de Dios y la del [146] hombre. No sólo me someto a vuestra corrección, sino que abjuro y depongo todo error de mis escritos. Dios es testigo de que así lo siento. Si erré, corregidme. Poco antes lo dije y ahora lo repito: cuanto escribí en mi primer entendimiento y opinión, lo rechazo y condeno con toda mi alma. Exceptuando el nombre de Dios, lo anatematizo todo. Cuanto haya dicho contra la fe, lo condeno todo, juntamente con su autor.»

    Después de Dictinio, dijo Sinfosio: «Condeno la doctrina de los dos principios, o la que afirma que el Hijo no pudo nacer, según se contiene en una cédula que leíamos hace poco. Anatematizo esa secta y a su autor. Si queréis, la condenaré por escrito.» Y escribió estas palabras: «Rechazo todos los libros heréticos, y en especial la doctrina de Prisciliano, donde dice que el Hijo no pudo nacer (innascibilem esse).»

    Siguióle el presbítero Comasio, pronunciando estas palabras: «Nadie dudará que yo pienso como mi prelado, y condeno todo lo que él condena, y nada tengo por superior a su sabiduría sino sólo Dios. Estad ciertos todos de que no haré ni pensaré otra cosa que lo que él ha dicho, y, por tanto, como dijo mi obispo, a quien sigo, cuanto él condenó, yo lo condeno.»

    En otra sesión confirmaron todos sus abjuraciones, añadiendo Comasio: «No temo repetir lo que otra vez dije, para gozo mío: Acato la autoridad y sabiduría de mi obispo el anciano Sinfosio. Pienso lo mismo que ayer; si queréis, lo pondré por escrito. Sigan este ejemplo todos los que quieran participar de vuestra comunión.» Y leyó una cédula que decía así: «Como todos seguimos la católica fe de Nicea, y aquí hemos oído leer una escritura que trajo el presbítero Donato, en la cual Prisciliano afirmaba que el Hijo no pudo nacer, lo cual consta ser contra el símbolo Niceno, anatematizo a Prisciliano, autor de ese perverso dicho, y condeno todos los libros que compuso.» Y añadió Sinfosio: «Si algunos libros malos compuso, yo los condeno.» Y terminó Dictinio: «Sigo el parecer de mi señor padre, engendrador y maestro Sinfosio. Cuanto él ha hablado, yo lo repito. Escrito está: Si alguno os evangeliza de otra manera que como habéis sido evangelizados, sea anatema. Y por eso, todo lo que Prisciliano enseñó o escribió mal, lo condenamos.»

    En cuanto a la irregular elección de Dictinio y demás obispos priscilianistas, confesó Sinfosio haber cedido a la voluntad casi unánime del pueblo de Galicia (totius Galiciae plebium multitudo). Paterno, prelado bracarense, dijo que de tiempo atrás había abandonado los errores de Prisciliano, gracias a la lectura de las obras de San Ambrosio. Otros dos obispos, Isonio, recientemente consagrado, y Vegetino, que lo había sido antes del Concilio de Zaragoza, suscribieron la abjuración de Sinfosio (169). En cambio, Herenas, Donato, Acurio, Emilio y varios presbíteros rehusaron someterse, y repitieron en alta voz que [147] Prisciliano había sido católico y mártir, perseguido por los obispos itacianos. El concilio excomulgó y depuso a los rebeldes, convictos de herejía y de perjurio por el testimonio de tres obispos y muchos presbíteros y diáconos (170).

    La sentencia definitiva admite, desde luego, a la comunión a Vegetino y a Paterno, que no eran relapsos. Sinfosio, Dictinio y los demás conservarían sus sillas, pero sin entrar en el gremio de la Iglesia hasta que viniesen el parecer del Pontífice y el de San Simpliciano, obispo de Milán y sucesor de San Ambrosio, a quienes los Padres habían consultado su sentencia. Mientras no recibieran esta absolución final, se abstendrían de conferir órdenes. Y de igual suerte los demás obispos gallegos que adoptasen la regla de fe, condición indispensable para la concordia. Vedáronse, finalmente, los libros apócrifos y las reuniones en casa de mujeres y se mandó restituir a Ortigio la sede de que había sido arrojado por los priscilianistas.

    No se atajaron al pronto con este concilio los males y discordias de nuestra Iglesia. Muchos obispos desaprobaron la absolución de los priscilianistas, y más que todo, el que continuasen en sus diócesis Sinfosio, Dictinio y los restantes. Así retoñó el cisma de los luciferianos. Galicia volvió a quedar aislada, y en lo demás de la Península, tirios y troyanos procedieron a consagraciones y deposiciones anticanónicas de prelados. Los de la Bética y Cartaginense fueron tenacísimos en no comunicar con los gallegos. En medio de la general confusión, un cierto Rufino, hombre turbulento, y que ya en el concilio Toledano había logrado perdón de sus excesos, ordenaba obispos para pueblos de corto vecindario y llenaba las iglesias de escándalos. Otro tanto hacía en Cataluña Minicio, obispo de Gerona, mientras en Lusitania era depuesto de su sede emeritana Gregorio, sucesor de Patruino. Forzoso era atajar el desorden, y para ello los obispos de la Tarraconense, de una parte, y de otra Hilario, uno de los Padres del Concilio Toledano, y con él el presbítero Helpidio, acudieron (por los años de 404) al papa Inocencio. El cual dirigió a los obispos de España una decretal famosa (171), encareciendo las ventajas de la unión y de la concordia, afirmando que en el mismo seno de la fe había sido violada la paz, confundida la disciplina, hollados los cánones, puestos en olvido el orden y las reglas, rota la unidad con usurpación de muchas iglesias (172). Duras palabras tiene el Pontífice para la terquedad e intolerancia de los luciferianos. «¿Por qué se duelen de que hayan sido recibidos en el gremio de la Iglesia Sinfosio, Dictinio y los demás que abjuraron la herejía? ¿Sienten [148] acaso que no hayan perdido algo de sus primeros honores? Si esto les punza y mortifica, lean que San Pedro Apóstol tornó, después de las lágrimas, a ser lo que había sido. Consideren que Tomás, pasada su duda, no perdió nada de sus antiguos méritos. Vean que el profeta David, después de aquella confesión de su pecado, no fue destituido del don de profecía... Congregaos cuanto antes en la unidad de la fe católica los que andáis dispersos; formad un solo cuerpo, porque, si se divide en partes, estará expuesto a todo linaje de calamidades» (173). Manda luego deponer a los obispos elegidos, contra los cánones de Nicea, por Rufino y Minicio, y separar de la comunión de los fieles a todo luciferiano que se niegue a admitir la concordia establecida por el concilio de Toledo. Resulta, finalmente, de esta carta que algunos de los obispos intrusos habían sido militares, curiales y hasta directores de juegos públicos.

    El emperador Honorio incluyó a los priscilianistas en el rescripto que dio contra los maniqueos, donatistas y paganos en 15 de noviembre de 408 (174). En 22 de febrero de 409 (consulado de Honorio y Teodosio) hizo aún más severa la penalidad, persuadido de que «este género de hombres, ni por las costumbres ni por las leyes debe tener nada de común con los demás», y de que «la herejía ha de considerarse como un crimen público contra la seguridad de todos». Todo priscilianista convicto era condenado a perdimiento de bienes (que debían pasar a sus herederos, siempre que no hubiesen incurrido en el mismo crimen) e inhabilitado para recibir herencias y donaciones, así como para celebrar contratos o testar. El siervo que delatase a su señor quedaba libre; el que le siguiese en sus errores sería aplicado al fisco. El administrador que lo consintiese era condenado a trabajos perpetuos en las minas. Los prefectos y demás oficiales públicos que anduviesen remisos en la persecución de la herejía pagarían multas de 20 o de 10 libras de oro.

    En 409 los bárbaros invadieron la Península, y el priscilianismo continuó viviendo en Galicia, sometida a los suevos, gracias a lo separada que por este hecho se mantuvo aquella comarca del resto de las tierras ibéricas. En obsequio al orden lógico, quebrantaré un tanto el cronológico para conducir a sus fines la historia de esta herejía.

    Cerca de la mitad del siglo V, Santo Toribio, llamado comúnmente de Liébana, que había peregrinado por diversas partes, según él mismo refiere, llegando, a lo que parece, hasta [149] Tierra Santa, tornó a Galicia, donde fue elegido obispo de Astorga, y se aplicó a destruir todo resto de priscilianismo, quitando de manos de los fieles los libros apócrifos. Con tal fin escribió a los obispos Idacio y Ceponio una epístola, De non recipiendis in auctoritatem fidei apocryphis scripturis, et de secta Priscillianistarum, que transcribo en el apéndice (175). Mas no le pareció suficiente el remedio y acudió a la silla apostólica, remitiendo a San León el Magno dos escritos, hoy perdidos, el Commonitorium y el Libellus, catálogo el primero de los errores que había notado en los libros apócrifos y refutación el segundo de las principales herejías de los priscilianistas. En entrambos libros, dice Montano, obispo de Toledo: Hanc sordidam haeresim explanavit (Toribius), aperuit, et occultam tenebris suis perfidiaeque nube velatam, in propatulo misit. El diácono Pervinco entregó a San León las epístolas de Toribio, a las cuales respondió el Papa en 21 de julio del año 447, consulado de Alipio y Ardaburo. Su carta es una larga exposición y refutación de los desvaríos gnósticos, dividida en dieciséis capítulos. La inserto como documento precioso en el apéndice, y tendrémosla en cuenta al hacer la exposición dogmática del priscilianismo. Ordena San León, como último remedio, un concilio nacional, si puede celebrarse, o a lo menos un sínodo de los obispos de Galicia, presididos por Idacio y Ceponio. Que se llevó a término esta providencia, no cabe duda. Imposible era la celebración del concilio general, por las guerras de suevos y visigodos, pero se reunieron los obispos de la Bética, Cartaginense, Tarraconense y Lusitania para confirmar la regla de fe y añadirle quizá alguna cláusula. Las actas de este sínodo han perecido, aunque sabemos que la Assertio fidei fue transmitida a Balconio, metropolitano de Braga, y a los demás obispos gallegos, quizá reunidos en sínodo provincial a su vez. Todos la admitieron, así como la decretal de San León, pero algunos de mala fe (subdolo arbitrio, dice el Cronicon de Idacio). Este sínodo es el que llaman De Aquis-Celenis (176).
    Durante todo un siglo, la Iglesia gallega lidió heroica, pero oscuramente contra el arrianismo de los suevos, menos temible como herejía extranjera, y contra el priscilianismo, que duraba y se sostenía con satánica perseverancia, apoyado por algunos obispos. Parece que debieran quedar monumentos. de esta lucha; pero, desgraciadamente, las tormentas del pensamiento y de la conciencia humana son lo que menos lugar ocupa en las historias. ¡Cuántas relaciones de conquistas y de batallas, cuántos catálogos de dinastías y de linajes pudieran darse, por saber a punto fijo cuándo y de qué manera murió en el pueblo de [150] Galicia la herejía de Prisciliano! Pero quiere la suerte que sólo conozcamos el himno de triunfo, el anatema final que en 567, más de cien años después de la carta de San León, pronunciaron los Padres del primer concilio Bracarense, vencedores ya de sus dos enemigos, y no por fuerza de armas ni por intolerancia de suplicios, sino por la incontrastable fortaleza de la verdad y el imperio de la fe cristiana, que mueve de su lugar las montañas. ¡Con qué íntimo gozo hablan del priscilianismo como de cosa pasada, y, no satisfechos con la regla de fe, añaden los diecisiete cánones siguientes contra otros tantos errores de nuestros gnósticos!:

    «Si alguno niega que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres personas, de una sola sustancia, virtud y potestad, y sólo reconoce una persona, como dijeron Sabelio y Prisciliano, sea anatema. [151]

    Si alguno introduce otras personas divinas fuera de las de la Santísima Trinidad, como dijeron los gnósticos y Prisciliano, sea anatema.

    Si alguno dice que el Hijo de Dios y Señor nuestro no existía antes de nacer de la Virgen, conforme aseveraron Paulo de Samosata, Fotino y Prisciliano, sea anatema.

    Si alguien deja de celebrar el nacimiento de Cristo según la carne, o lo hace simuladamente ayunando en aquel día y en domingo, por no creer que Cristo tuvo verdadera naturaleza humana, como dijeron Cerdón, Marción, Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

    Si alguien cree que las almas humanas o los ángeles son de la sustancia divina, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

    Si alguien dice con Prisciliano que las almas humanas pecaron en la morada celeste, y que por esto fueron encerradas en los cuerpos, sea anatema.

    Si alguien dice que el diablo no fue primero ángel bueno creado por Dios, y que su naturaleza no es obra de Dios, sino que ha salido de las tinieblas y es eterno principio del mal, según afirman los maniqueos y Prisciliano, sea anatema.

    Si alguien cree que el diablo hizo algunas criaturas inmundas, y que él produce el trueno, el rayo, las tempestades y la sequedad, como dijo Prisciliano, sea anatema.

    Si alguno cree, con los paganos y Prisciliano, que las almas humanas están sujetas fatalmente a las estrellas, sea anatema.

    Si alguno afirma, al modo de Prisciliano, que los doce signos del Zodíaco influyen en las diversas partes del cuerpo y están señalados con nombres de los patriarcas, sea anatema.

    Si alguien condena el matrimonio y la procreación (177), sea anatema.

    Si alguno dice que el cuerpo humano es fábrica del demonio y que la concepción en el útero materno es símbolo de las obras diabólicas, por lo cual no cree en la resurrección de la carne, sea anatema.

    Si alguien dice que la creación de toda carne no es obra de Dios, sino de los ángeles malos, sea anatema.

    Si alguno, por juzgar inmundas las carnes que Dios concedió para alimento del hombre, y no por mortificarse, se abstiene de ella, sea anatema.

    Si algún clérigo o monje vive en compañía de mujeres que no sean su madre, hermana o próxima parienta, como hacen los priscilianistas, sea anatema.

    Si alguno en la feria quinta de Pascua, que se llama Cena del Señor, a la hora legítima después de la nona, no celebra en ayunas la misa en la iglesia, sino que (según la secta de Prisciliano) celebra esta festividad después de la hora de tercia con misa de difuntos y quebrando el ayuno, sea anatema.

    Si alguno lee, sigue o defiende los libros que Prisciliano alteró según su error, o los tratados que Dictinio compuso antes de convertirse, bajo los nombres de patriarcas, profetas y apóstoles, sea anatema.»

    El canon 30 de los disciplinares de este concilio prohíbe que en la iglesia se canten otros himnos que los salmos del Antiguo Testamento.

    Puede afirmarse que el concilio de Braga enterró definitivamente al priscilianismo. Matter afirma que como secta secreta duró esta herejía hasta la invasión de los árabes, pero no aduce pruebas de tal opinión. Por oculta que estuviese la secta, ¿se comprende que los concilios toledanos no la anatematizasen alguna vez? Todo induce a sospechar que en los siglos VII y VIII el priscilianismo pertenecía a la historia, por más que durasen algunas supersticiones, últimos efectos de la epidemia (178).

    Esto es cuanto sé del priscilianismo históricamente considerado. Veamos su literatura y sus dogmas en los párrafos siguientes (179). [152]

- V -

Literatura priscilianista.

    Bajo este título comprendemos no sólo las obras compuestas por los sectarios de esta herejía, sino también los libros apócrifos de que hacían uso y las impugnaciones.

    Justo es comenzar por los escritos del padre y dogmatizador de la secta. Se han perdido hasta sus títulos, aunque consta la existencia de varios opúsculos por el testimonio de San Jerónimo (De viris illustribus) y por las actas del primer concilio Toledano. Pero en el Commonitorium de Orosio se conserva un curiosísimo fragmento de cierta epístola de Prisciliano. Dice así: «Ésta es la primera sabiduría: reconocer en los tipos de las almas divinas las virtudes de la naturaleza y la disposición de los cuerpos. En lo cual parecen ligarse el cielo y la tierra, y todos los principados del siglo trabajan por vencer las disposiciones de los santos. Ocupan los patriarcas el primer círculo, y tienen el sello (chirographum) divino, fabricado por el consentimiento de Dios, de los ángeles y de todos los espíritus, el cual se imprime en las almas que han de bajar a la tierra y les sirve como de escudo en la milicia.» (Haec prima sapientia est, in animarum typis divinarum (180) virtutes intelligere naturae et corporis dispositionem. In quo obligatum videtur caelum et terra, omnesque principatus saeculi videntur astricti sanctorum dispositiones superare. Nam primum Dei circulum et mittendarum in carne animarum divinum chirographum, angelorum et Dei et omnium animorum consensibus fabricatum patriarchae tenent, quae contra formalis militiae opus possident) (181). Adelante procuraré utilizar este breve pero notable resto de las obras del heresiarca gallego.
    La segunda producción priscilianista de que haya memoria es el Apologético de Tiberiano Bético, mencionado asimismo por San Jerónimo (De viris illustribus), e igualmente perdido. El estilo era hinchado y lleno de afectación, al decir del Santo.
    No se conservan tampoco las poesías de Latroniano, elogiadas por el solitario de Belén como iguales a las de los clásicos antiguos.
    Mayor noticia hay de las obras de Dictinio, obispo de Astorga, [153] que, arrepentido después de sus errores, llegó a morir en olor de santidad. Cuando seguía la doctrina de Prisciliano compuso un tratado, que tituló Libra, por ir repartido en doce cuestiones, a la manera que la libra romana se dividía en doce onzas. Sosteníase en aquel libro, entre otros absurdos, la licitud de la mentira por causa de religión, según nos refiere San Agustín en el libro Contra mendacium, que escribió para refutar esta parte del de Dictinio (182). Sus tratados heréticos se leían aún con veneración de los de la secta por los tiempos de San León el Magno, que dice de los priscilianistas: «No leen a Dictinio, sino a Prisciliano; aprueban lo que escribió errado, no lo que enmendó arrepentido: síguenle en la caída, no en la reparación.»
    En apoyo de su error capital aducía Dictinio el texto de San Pablo (Eph 4,25): Loquimini veritatem unusquisque cum proximo suo, infiriendo de aquí que la verdad sólo debía decirse a los prójimos y correligionarios. También le servían de argumentos las ficciones y simulaciones de Rebeca, Tamar, las parteras de Egipto, Rahab la de Jericó y Jehú, y hasta el finxit se longius ire de San Lucas, hablando del Salvador. San Agustín contesta que algunos de estos casos se cuentan como hechos, pero no se recomiendan para la imitación; que en otros se calla la verdad, pero no se dice cosa falsa, y que otros, finalmente, son modos de decir alegóricos y figurados.
    El obispo gallego Consencio envió a San Agustín (hacia el año 420), por medio del clérigo Leonas, la Libra y otros escritos priscilianistas, así como algunas refutaciones católicas y una carta suya, en que le daba cuenta de las revelaciones que sobre los priscilianistas le había hecho Frontón, siervo de Dios. Esta carta, que sería importantísima, se ha perdido. Allí preguntaba al Santo, entre otras cosas, si era lícito fingirse priscilianista para descubrir las maldades de aquellos sectarios. A él le parecía bien, pero otros católicos lo desaprobaban.
    San Agustín (en el citado libro Contra mendacium, ad Consentium, dividido en veintiún capítulos) (183) reprueba enérgicamente semejante inmoralidad, aunque alaba el celo de Consencio, su elocuente estilo y su conocimiento de las Sagradas Escrituras: ¡Cómo!, exclama, ¿ha de ser lícito combatir la mentira con la mentira?... ¿Hemos de ser cómplices de los priscilianistas en aquello mismo en que son peores que los demás herejes?... Más tolerable es la mentira en los priscilianistas que en los católicos; ellos blasfeman sin saberlo, nosotros a sabiendas; ellos contra la ciencia, nosotros contra la conciencia... No olvidemos aquellas palabras: «Quicumque me negaverit coram hominibus, negabo eum coram Patre meo...» ¿Cuándo dijo Jesucristo: «Vestíos con piel de lobos para descubrir a los lobos, aunque sigáis siendo ovejas?...» Si no hay otro modo de descubrirlos, vale más que sigan ocultos. Añade que, en materias de religión sobre todo, [154] no es lícita la más leve mentira, y que otras redes hay para coger a los herejes, en especial la predicación evangélica y la refutación de les errores de la secta. Aconseja, sobre todo, que combata la Libra de Dictinio.
    Más adelante, Consencio volvió a consultar a San Agustín sobre cinco puntos, que tenían relación remota con los dogmas de Prisciliano: 1.º, si el cuerpo del Señor conserva ahora los huesos, sangre y demás formas de la carne; 2.º, cómo ha de interpretarse aquel lugar del Apóstol: Caro et sanguis regnum Dei non possidebunt; 3.º, si cada una de las partes del cuerpo humano ha sido formada por Dios; 4.º, si basta la fe, en los bautizados, para lograr la eterna bienaventuranza; 5.º, si el hálito de Dios sobre el rostro de Adán creó el alma de éste o era la misma alma.

    A la primera pregunta contesta el obispo hiponense que es dogma de fe el que Cristo conserva en el cielo el mismo cuerpo que tuvo en la tierra; a la segunda, que las obras de la carne son los vicios; a la tercera, que la naturaleza obra y produce dirigida por el Creador; a la cuarta, que la fe sin las obras es muerta; a la quinta, que basta afirmar que el alma no es partícula de la sustancia divina y que todo lo demás es cuestión ociosa.

    Todavía hay otra carta de Consencio preguntando algunas dudas sobre el misterio de la Trinidad (184).

    Los priscilianistas se distinguían de los demás gnósticos en admitir por entero las Sagradas Escrituras, así del Antiguo como del Nuevo Testamento. Pero introducían en los textos osadas variantes, según advierte San León: Multos CORRUPTISSIMOS eorum codices... invenimus: Curandum ergo est et sacerdotali diligentia maxime providendum ut falsati codices, et a sincera veritate discordes, in nullo usu lectionis habeantur. Todavía en el siglo VII vio San Braulio algunos de estos libros. Qué alteraciones tenían, no hallamos dato alguno para determinarlo. Pero sabida cosa es que cada secta gnóstica alteró la Biblia conforme a sus particulares enseñanzas, puesto que la tenían por colección de libros exotéricos, inferior en mucho a los apócrifos que ellos usaban.

    El rótulo de libros apócrifos se ha aplicado a producciones de muy diverso linaje. Como la cizaña en medio del trigo aparecieron desde el primer siglo de la Iglesia, mezclados con los Evangelios, actas y epístolas canónicas, innumerables escritos, dirigidos unas veces a dar sano alimento a la devoción de los fieles, y otras a esparcir cautelosamente diversos errores. Prescindiendo de las obras compuestas por judíos a nombre de patriarcas y profetas de la Ley Antigua, como el Libro de Henoc, la Vida de Adán, el Testamento de los doce patriarcas, etc., los libros apócrifos de origen cristiano pueden reducirse a cuatro clases: 1.ª Libros canónicos, completamente alterados, por ejemplo, el Evangelio de San Lucas y las Epístolas de San Pablo, [155] tales como las refundió Marción. Todas estas falsificaciones fueron obra de sectas heterodoxas. 2.ª Libros apócrifos del todo heréticos y con marcada intención de propaganda. Han perecido casi todos, verbigracia, el Evangelio de Judas Iscariote, compuesto por los cainitas; el Evangelio de perfección, el Grande y Pequeño interrogatorio de María, etc. 3.ª Libros que, sin contener una exposición dogmática, ni mucho menos de las doctrinas de ninguna secta, encierran algunos errores. A este género pertenecen casi todos los que conocemos, advirtiendo que algunos de ellos han sufrido varias refundiciones al pasar de unas sectas a otras, y aun de los heterodoxos al pueblo católico, hasta el punto de contener hoy muy pocas herejías. Una de las obras más conocidas de este grupo son las Actas de San Pablo y Tecla, escritas para confirmar la doctrina de los que atribuían a las mujeres la facultad de predicar y aun de conferir el bautismo. Pero el fruto más sazonado de esta parte de la literatura apócrifa es el libro de las Clementinas o Recognitiones, compuesto o alterado por los ebionitas, el cual pudiera calificarse de verdadera joya literaria. 4.ª Apócrifos ortodoxos y fabricados con el fin de satisfacer la curiosidad de los fieles en los puntos que tocan de pasada la narración evangélica, o la de las Actas de los Apóstoles. Son generalmente posteriores a los libros heréticos, con cuyos manejos se arrearon más de una vez. El más conocido y el que menos vale de estos apócrifos cristianos es la compilación del falso Abdías, formada quizá en el siglo VI.

    El interés histórico y literario de todos estos libros, aun de los medianos, es grandísimo. Allí están en germen cuantas leyendas y piadosas tradiciones encantaron la fantasía de la Edad Media;.allí se derramó por primera vez en el arte el sentimiento cristiano, y a las veces con una esplendidez y un brío que asombran.

    Los priscilianistas de España se valieron de los apócrifos de muchas sectas anteriores, aumentados con nuevas falsificaciones. Para formar en lo posible el catálogo servirán la epístola de Santo Toribio a Idacio y Ceponio y las de Orosio a San Agustín.

    I. Actas de San Andrés. -Citadas por Toribio. Eran las atribuidas a Leucio. Hoy conocemos un texto griego de las Actas, que puede leerse en la colección de Tischendorf (pp. 105-131) (185), pero es distinto del de Leucio, o a lo menos refundido por algún católico que le quitó los resabios de maniqueísmo, aprovechando la parte narrativa. Pruébase la diversidad de los textos por faltar en el que poseemos el singular pasaje que cita San Agustín (Contra Manichaeos, c. 38), relativo a aquella Maximilla que, por no pagar a su marido el débito conyugal, que [156] juzgaba pecado, incurrió nada menos que en el de lenocinio o tercería. Sábese que los maniqueos y priscilianistas condenaban el matrimonio y la propagación de la especie. La refundición, hoy conocida, de las Actas debe de ser antigua, puesto que San Beato de Liébana y Eterio de Osma citan con elogio un pasaje en su impugnación de la herejía de Elipando.

    II. Actas de San Juan. -En la misma colección de Tischendorf, desde la página 226 a la 276, se lee el texto griego de estas Actas, que deben de ser las atribuidas por Toribio a Leucio, y convienen poco o nada con el relato de Abdías. San Agustín, en el tratado CXXIV In Ioannem, cita y censura un pasaje de nuestras Actas, en que se afirma que el apóstol no murió como los demás hombres, sino que duerme en el sepulcro aguardando la venida del Salvador, y a las veces remueve con su aliento el polvo que le cubre. Gran riqueza de fantasía mostró el autor de estas Actas. Allí aparecieron por vez primera la historia del capitán de forajidos convertido por San Juan y otra que literariamente tiene más valor e importancia, la de aquel Calímaco de Efeso, furiosamente enamorado de la cristiana Drusila, hasta el punto de desenterrar con intentos sacrílegos su cadáver. De allí tomó la célebre Hroswita, monja de Gandersheim, el argumento de uno de sus dramas, el Calímaco, verdadera maravilla literaria del siglo X, si fuera auténtico, que muchos lo dudan.

    III. Actas de Santo Tomás. -Conocemos dos textos, uno griego y otro siríaco. El segundo tiene muchas más huellas de gnosticismo que el primero, y no fue estampado hasta 1871, en que le dio cabida W. Wright en sus Actas apócrifas de los Apóstoles, publicadas según los manuscritos sirios del Museo británico (186). Estas Actas parecen traducidas del griego, pero no del texto que hoy poseemos, sino de otro más antiguo y mucho más gnóstico. En el griego faltan dos himnos curiosísimos, especialmente el de la perla de Egipto, hermosa fábula, de las que tanto empleaban aquellos sectarios, y no desemejante de la de Sophia. Tampoco hay huella de este himno en la bárbara redacción latina que lleva el nombre de Abdías.

    Las Actas de Santo Tomas refieren la predicación del apóstol en la India, y parecen haber sido escritas para recomendar la más absoluta continencia. Cristo se aparece a dos esposos y les exhorta a perseverar en la castidad. La secta ascética de los apotactistas o cátaros (puros), una de las ramas de los encratitas, o discípulos de Taciano, hizo grande uso de estas Actas, que por la comunidad de principios adoptaron los maniqueos, priscilianistas y otras muchas disgregaciones del gnosticismo.

    Pero como cada cual había puesto mano en aquel texto, resultó sembrado de doctrinas que admitían unos y rechazaban otros. [157] En las Actas que llaman de Santo Tomás (escribe Toribio) es digna de nota y de execración el decir que el apóstol no bautizaba con agua, sino con aceite, lo cual siguen los maniqueos, aunque no los priscilianistas. (Specialiter in illis actibus, quae Sancti Thomae dicuntur, prae caeteris notandum atque execrandum est quod dicit eum non baptizare per aquam, sicut habet dominica praedicatio, sed per oleum solum: quod quidem isti nostri non recipiunt, sed manichaei sequuntur.)

    El pasaje que parece haber dado ocasión a Santo Toribio para esta censura, dice así en el texto griego de la colección de Tischendorf (187), después de referir la conversión de un rey de la India y de su hermano: Kai\ kata/micon au)tou\j ei)j th\n sh\n poi/mnhn, kaqari/saj au)tou/j tw=? sw=? loutrw=? kai\ a)/leiyaj au)tou\j tw=? e)laiw=?. (Recíbelos en tu redil, después de haberlos purificado con tu bautismo y ungido con tu óleo.). Thilo, ateniéndose a la autoridad del santo obispo de Astorga, cree que aquí se trata del bautismo. Otros lo entienden de la confirmación, y, a la verdad, el texto los favorece, puesto que distingue claramente entre el bautismo que lava y el óleo que unge. Aún es más claro lo que sigue. Piden los neófitos al apóstol que les imprima el sello divino después del bautismo, y entonces él e)ke/lese prosenegkei=n au)tou/j e)/laion, i(/na dia\ tou= e)lai/ou de/contai th\n sfragi/da: h)/negkan ou)=n to\ e)/laion. (Mandóles que trajesen aceite, para que por el aceite recibiesen el signo divino. Trajeron, pues, óleo.) En lo cual parece evidente que se alude a la confirmación, según el rito griego. Guardémonos, sin embargo, de afirmar ligeramente que Santo Toribio erró tratándose de un texto que tenía a mano y debía conocer muy bien. Quizá el que a nosotros ha llegado es refundición posterior, en que se modificó con arreglo a la ortodoxia este pasaje (188), como desaparecieron el himno de la perla y la plegaria de Santo Tomás en la prisión, con tener esta última bastante sabor católico.

    No eran estas solas las Actas apócrifas conocidas por los priscilianistas. Santo Toribio añade: Et his similia, en cuyo número entraban, sin duda, las de San Pedro y San Pablo, que con las tres antes citadas componían el libro que Focio en su Mirobiblion llamaba peri/odoj tw=n a(gi/wn )Aposto/lwn y atribuye a Leucio. Este Leucio o Lucio Charino, a quien el papa Gelasio, en el decreto contra los libros apócrifos, llama discípulo del diablo, fue un maniqueo del siglo IV, que (a mi entender) no compuso, sino que recopiló, corrigió y añadió varios apócrifos que corrían antes entre la familia gnóstica. Fue, digámoslo así, el Homero de aquellos rapsodas. [158]

    De la misma fuente leuciana parecen haberse derivado las Actas de San Andrés y San Mateo en la ciudad de los antropófagos, que pueden verse en la colección de Fabricio. Tienen mucho carácter gnóstico y maniqueo, pero no sé si las leerían los priscilianistas.

    IV. Memoria Apostolorum. -Este libro, que sería curiosísimo, ha perecido. Santo Toribio dice de él: In quo ad magnam perversitatis suae auctoritatem, doctrinam Domini mentiuntur: qui totam destruit Legem Veteris Testamenti, et omnia quae S. Moysi de diversis creaturae factorisque divinitus revelata sunt, praeter reliquas eiusdem libri blasphemias quas referre pertaesum est. (En el cual, para autorizar más su perversa doctrina, fingen una enseñanza del Salvador que destruye toda la ley del Antiguo Testamento y cuanto fue revelado a Moisés sobre la criatura y el Hacedor, fuera de las demás blasfemias del mismo libro que sería largo referir.) Algo más explícito anduvo Orosio en la carta a San Agustín. «Y esto lo confirman con cierto libro que se intitula Memoria Apostolorum, donde, rogado el Salvador por sus discípulos para que les muestre al Padre Ignoto, les contesta que, según la parábola evangélica Exiit seminans seminare semen suum (salió el sembrador a sembrar su semilla), no fue sembrador bueno (el creador o Demiurgo), porque si lo fuese no se hubiera mostrado tan negligente, echando la semilla junto al camino, o entre piedras, o en terrenos incultos. Quería dar a entender con esto que el verdadero sembrador es el que esparce almas castas en los cuerpos que él quiere.» Curioso es este pasaje, como todos los del Commonitorium de Orosio, riquísimo en noticias. Vese claro que los priscilianistas reproducían la antítesis establecida por Marción entre la ley antigua y la nueva, entre Jehová y el Dios del Evangelio, doctrina que vimos condenada en la Regula Fidei del concilio Toledano.

    V. De principe humidorum et de principe ignis. (Del principio del agua y del principio del fuego.) -Tampoco de éste hay otra noticia que la que da Orosio. Según él, Dios, queriendo comunicar la lluvia a los hombres, mostró la virgen luz al príncipe de lo húmedo, que, encendido en amores, comenzó a perseguirla, sin poder alcanzarla, hasta que con el sudor copioso produjo la lluvia y con un horrendo mugido engendró el trueno. El libro en que tan rudas y groseras teorías meteorológicas se encerraban debió de ser parto de los priscilianistas, de igual suerte que la Memoria Apostolorum.

    Vimos, además, que el concilio de Braga prohíbe los tratados compuestos por Dictinio a nombre de patriarcas y profetas; de todo lo cual no queda otra memoria. Tampoco puede afirmarse con seguridad si las Actas de San Andrés, Santo Tomas y San Juan circularon en griego o en latín entre los herejes de Galicia. Más probable parece lo segundo. [159]

    Observación es de Santo Toribio que sólo una pequeña parte de las teorías priscilianistas se deducía de los apócrifos, y añade: Quare unde prolata sint nescio, nisi forte ubi scriptum est per cavillationes illas per quas loqui Sanctos Apostolos mentiuntur, aliquid interius indicatur, quod disputandum sit potius quam legendum, AUT FORSITAN SINT LIBRI ALII QUI OCCULTIUS SECRETIUSQUE SERVENTUR, solis, ut ipsi aiunt, PERFECTIS paterentur. Hemos de inferir, pues, que tenían enseñanza esotérica y libros ocultos, como todas las demás sectas derivadas de la gnosis (189).
    Alteraron estos herejes la liturgia de la iglesia gallega, introduciendo multitud de himnos, hasta el extremo de haber de prohibir el concilio de Braga que se cantase en las iglesias otra cosa que los Salmos. ¡Lástima que se hayan perdido los himnos priscilianistas! Si los compusieron Latroniano y otros poetas de valía, de fijo eran curiosos e interesantes para la historia de nuestra literatura. ¿Se asemejarían a los hermosos himnos de Prudencio o a los posteriores del Himnario visigodo? (190) Aunque tengo para mí que las canciones de nuestros gnósticos debían de mostrar gran parecido con las de Bardesanes y Harmonio y quién sabe si con las odas del neoplatónico Sinesio. Panteístas eran unos y otros, aunque por diversos caminos, y quizá los nuestros exclamaron más de una vez con el sublime discípulo de Hipatia:

                                 De terrena existencia
rotos los férreos lazos
has de volver, humana inteligencia,
con místicos abrazos,
a confundirte en la divina esencia (191).

    Lo que San Jerónimo refiere de las nocturnas reuniones de estos sectarios, esto es, que al abrazar a las hembras repetían aquellos versos de las Geórgicas (libro II):

                              Tum Pater omnipotens foecundis imbribus Aeter
coniugis in gremium laetae descendit, et omnes
magnus alit, magno commixtus corpore, foetus:

debe tenerse por reminiscencia erudita, muy natural en boca del Santo, pero no si la aplicamos a los priscilianistas. Lo que éstos cantaban debía de ser algo menos clásico y más característico (192). [160]
    Uno de los restos más notables de la liturgia priscilianista, y la única muestra de sus cantos, es el Himno de Argirio, del cual nos ha conservado algunos retazos San Agustín en su carta a Cerecio (193). A la letra dicen así:
    «Himno que el Señor dijo en secreto a sus apóstoles según lo que está escrito en el Evangelio (Mt 26,30): Dicho el himno, subió al monte. Este himno no está puesto en el canon, a causa de aquéllos que sienten según su capricho, y no según el espíritu y verdad de Dios, porque está escrito (Job 12,7): Bueno es ocultar el Sacramento (misterio) del rey; pero también es honorífico revelar las obras del Señor:

                                        I. Quiero desatar y quiero ser desatado.
II. Quiero salvar y quiero ser salvado.
III. Quiero ser engendrado.
IV. Quiero cantar: saltad todos.
V. Quiero llorar: golpead todos vuestro pecho.
VI. Quiero adorar y quiero ser adorado.
VII. Soy lámpara para ti que me ves.
VIII. Soy puerta para ti que me golpeas.
IX. Tú que ves lo que hago, calla mis obras.
X. Con la palabra engañé a todos y no fui engañado del todo» (194).

    Según el comentario que de esta enigmática composición hacían los priscilianistas, su sentido no podía ser más inocente. El solvere aludía al desligarse de los lazos carnales: el generare, a la generación espiritual, en el sentido en que dice San Pablo: Donec Christus formetur in nobis. El ornare venía a ser aquello del mismo Apóstol: Vos estis templum Dei. Finalmente, a todas [161] las palabras del himno hallaban concordancia en las Sagradas Escrituras.
    Pero el sentido arcano era muy diverso de éste. La que quiere desatar es la sustancia única, como divinidad; la que quiere ser desatada es la misma sustancia en cuanto humanidad, y así sucesivamente, la que quiere salvar y ser salvada, adornar y ser adornada, etc. El Verbo illusi cuncta envuelve quizá una profesión de doketismo.
    En dos libros expuso Argirio la interpretación de este himno y de otros apócrifos priscilianistas. El obispo Cerecio remitió un ejemplar a San Agustín para que le examinase y refutase. Así lo hizo el Santo en una larga epístola (195). Si todo lo contenido en el himno era santo y bueno, ¿por qué hacerlo materia de enseñanza arcana? Las exposiciones de Argirio (conforme siente San Agustín) no servían para aclarar, sino para ocultar el verdadero sentido y deslumbrar a los profanos. Sólo de uno de los dos volúmenes de Argirio se hace cargo el obispo de Hipona, porque el otro se le había extraviado sin saber cómo.
    Para traer a la memoria de los adeptos su doctrina, empleaban las sectas gnósticas otro medio fuera de los libros y de los cantos; es a saber, los abracas o amuletos, de que largamente han discurrido muchos eruditos. En la copiosa colección de Matter hallo muy pocos que puedan referirse a los priscilianistas. El más notable, y que sin género de duda nos pertenece, representa a un guerrero celtíbero bajo la protección de los doce signos del Zodíaco. Conocida es la superstición sideral de los discípulos de Prisciliano (196). La ejecución de esas figuras es esmerada. Otros talismanes astrológicos pueden aplicarse con menos probabilidad a España (197).
    ¿Censuraremos a la Iglesia por haber destruido los monumentos literarios y artísticos, los libros o las piedras de los priscilianistas? En primer lugar, no sabemos, ni consta en parte alguna, que los destruyese. En segundo, si se perdieron las obras de Prisciliano, igual suerte tuvieron las de Itacio y otros contradictores suyos. En tercero, si lo hizo, bien hecho estuvo, por, que sobre todo está y debe estar la unidad, y nuestras aficiones y curiosidades literarias de hoy nada significan ni podían significar para los antiguos obispos, si es que las adivinaron, puestas en cotejo con el peligro constante que para las costumbres y la fe del pueblo cristiano envolvían aquellos repertorios de errores.
    Poco diré de las obras de los impugnadores del priscilianismo, porque casi todas han perecido. El libro de Itacio no se halla en parte alguna. El obispo Peregrino, citado por algunos [162] escritores como autor de muchos cánones contra Prisciliano, ha de ser el Patruino, obispo de Mérida, que presidió el concilio de Toledo y propuso todos los cánones que allí se aprobaron, o más bien el Bachiarius peregrinus, de que hablaré más adelante. El Commonitorium y el Libelo de Santo Toribio de Liébana se han perdido, y sólo queda su breve carta a Idacio y a Ceponio, que versa especialmente sobre los libros apócrifos. Los dos más curiosos documentos relativos a esta herejía son el Commonitorium, o carta de Orosio a San Agustín, y la epístola de San León el Magno a Toribio. Entrambos van en el apéndice. El libro de San Agustín Contra priscíllianistas et origenistas, de los primeros habla poco o nada, y mucho de los segundos, como veremos adelante (198).
    Orosio y San León, la Regula fidei y los cánones del Bracarense, junto con otros indicios, serán nuestras fuentes en el párrafo que sigue, enderezado a exponer los dogmas e influencia del gnosticismo en España.

- VI -

Exposición y crítica del priscilianismo.

    No son oscuros ni ignorados los orígenes de la doctrina de Prisciliano. Tuvieron cuidado de advertirlos sus impugnadores. Los priscilianistas mezclan los dogmas de gnósticos y maniqueos, dice San Agustín (De haeresibus c. 70). Y el mismo santo añade que a esta herejía refluyeron, como a una sentina, los desvaríos de todas las anteriores: Quamvis et ex aliis haeresibus in eas sordes, tanquam in sentinam quandam, horribili confusione confluxerint. Lo cual repite y explana San León el Magno en su célebre epístola: Nihil est enim sordium in quorumcumque sensibus impiorum, quod in hoc dogma non confluxerit: quoniam de omni terrenarum opinionum luto, multiplicem sibi foeculentiam miscuerunt: ut soli totum biberent, quidquid alii ex parte gustassent. Afirma una y otra vez aquel Pontífice el carácter sincrético de las enseñanzas priscilianistas: Si recordarnos, dice, cuantas herejías aparecieron en el mundo antes de Prisciliano, [163] apenas hallaremos un error de que él no haya sido contagiado. (Denique si universae haereses, quae ante Priscilliani tempus sunt, diligentius retractantur, nullus pene invenitur error, de quo non traxerit impietas ista contagium.) Sulpicio Severo limítase a decir que Prisciliano resucitó la herejía de los gnósticos, y no advierte de cuáles. San Jerónimo (diálogo Adversus pelagianos, prólogo) coloca a nuestro heresiarca al lado de los maniqueos y de los massalianos, y en el tratado de De viris illustribus le supone discípulo de Basílides y de Marco, no sin advertir que algunos lo niegan. De todo lo cual podemos deducir que el fondo del priscilianismo fue la doctrina de los maniqueos modificada por la gnosis egipcia. Curioso sincretismo, especie de conciliación entre las doctrinas de Menfis y las de Siria, tiene bastante interés en la historia de las lucubraciones teosóficas para que tratemos de fijar con la posible distinción sus dogmas.
    Por dicha, los testimonios que nos quedan, aunque no en gran número, merecen entera fe: Orosio, por español y contemporáneo; los Padres que formularon la Regula fidei, por idénticas razones, y San León, porque reproduce con exactitud las noticias que le comunicó Toribio, a quien hemos de suponer bien informado a lo menos de la doctrina externa de los priscilianistas, puesto que él mismo nos dice que había amaestramientos y ritos arcanos. San Agustín, en el capítulo LXX De haeresibus, se atiene por la mayor parte a los datos de Orosio. Filastrio de Brescia no hace memoria de los discípulos de Prisciliano, aunque alude claramente a gnósticos de España. El concilio Bracarense se atiene a la carta de San León hasta en el número y orden de los anatemas.
    Comenzando por el tratado De Deo, no cabe dudar que los priscilianistas eran antitrinitarios y, según advierte San León (y con él los Padres bracarenses), sabelianos. No admitían distinción de personas, sino de atributos o modos de manifestarse en la esencia divina: Tanquam idem Deus nunc Pater, nunc Filius, nunc Spiritus Sanctus nominetur. Por eso la Regula fidei insiste tanto en el dogma de la Trinidad. ¿Pero hemos de dar un origen sabeliano a la herejía de los priscilianistas en este punto? No lo creo necesario: en toda gnosis desaparecía el misterio de la Trinidad, irreconciliable siempre con el panteísmo y el dualismo, que más o menos profesaban aquellas sectas, y con la indeterminada sucesión de sus eones. ¿Cómo ha de avenirse la concepción del Dios uno y trino, y por esto mismo personal, activo y creador, con esos sistemas que colocan allá en regiones inaccesibles y lejanas al padre ignoto, sin comunicarse con el mundo, que él no crea, sino por una serie de emanaciones que son y no son su propia esencia o el reflejo de ella, enfrente de las cuales están los principios maléficos, emanados asimismo de un poder, a veces independiente, a veces subordinado, y no pocas confundido con la materia? Por eso los priscilianistas, [164] al negar la Trinidad, no se distinguían de los demás herejes del mismo tronco como no fuera en ser patri-passianos (como San León afirma), es decir, en enseñar que el Padre había padecido muerte de cruz. Parece esto contrario al doketismo que todas las ramas gnósticas adoptaron, teniendo por figurativa y simbólica, no por real, la crucifixión. Pero ¿quién pide consecuencia a los delirios humanos? (199)

    Enseñaban los priscilianistas la procesión de los eones, emanados todos de la esencia divina e inferiores a ella en dignidad y en tiempo (De processionibus quarumdam virtutum ex Deo, quas habere coeperit, et quas essentia sui ipse praecesserit). Uno de estos eones era el Hijo, por lo cual San León los apellida arrianos. (Dicentium quod Pater Filio prior sit, quia fuerit aliquando sine Filio, et tunc Pater coeperit quando Filium genuerit). ¡Como si a la esencia divina pudiese faltarle desde la eternidad algo!, dice profundamente el mismo Papa.
    No tenemos datos para exponer la generación de las virtudes o potestades según Prisciliano. Dos de ellas serían el príncipe de lo húmedo y el príncipe del fuego, que vimos figurar en uno de los libros apócrifos.
    Aseguraban los priscilianistas que era el demonio esencial e intrínsecamente malo; principio y sustancia de todo mal, y no creado por Dios, sino nacido del caos y de las tinieblas. La misma generación le daban los valentinianos, y sobre todo los maniqueos de Persia, como en su lugar vimos. San León refuta, con su acostumbrada sobriedad, el sistema de los dos principios y del mal eterno: Repugna y es contradictorio a la esencia divina el crear nada malo y no puede haber nada que no sea creado por Dios.
    La cosmología de los secuaces de nuestro heresiarca era sencilla, más sencilla que la de los maniqueos; porque no les aterraba el rigor lógico ni temían las consecuencias. El mundo, según ellos, había sido creado, no por un Demiurgo o agente secundario de la Divinidad, sino por el demonio, que le mantenía bajo su imperio y era causa de todos los fenómenos físicos y meteorológicos. (A quo istum mundum factum volunt, dice San Agustín.) Muy pocos gnósticos, fuera de los ofitas, cainitas y otros pensadores de la misma laya, se atrevían a aceptar este principio, aunque el sistema llevase a él irremediablemente. Ningún pesimista moderno ha ido tan lejos, ni puede llevarse más allá el olvido o desconocimiento de la universal armonía.
    La doctrina antropológica de Prisciliano era consecuencia ineludible de estos fundamentos. El alma del hombre, como todo espíritu, es una parte de la sustancia divina, de la cual procede por emanación. (Animas eiusdem naturae atque substantiae cuius [165] est Deus. San Agustín). Pero no es una, como debiera y debe serlo en toda concepción panteísta, sino múltiple: nueva contradicción de las que el error trae consigo. Dios imprime a estas almas su sello (chirographum) al educirlas o sacarlas de su propia esencia, que Prisciliano comparaba con un almacén (promptuario) de ideas o de formas (200). Promete el espíritu, así sellado, lidiar briosamente en la arena de la vida, y comienza a descender por los círculos y regiones celestes, que son siete, habitados cada cual por una inteligencia, hasta que traspasa los lindes del mundo inferior y cae en poder del príncipe de las tinieblas y de sus ministros, los cuales encarcelan las almas en diversos cuerpos, porque el cuerpo, como todo lo que es materia, fue creación demoníaca.
    Esta peregrinación del alma era generalmente admitida por las escuelas gnósticas. Lo que da alguna originalidad a la de Prisciliano es el fatalismo sideral, cuyos gérmenes encontró en la teoría de Bardesanes y en el maniqueísmo. Pero no se satisfizo con decir que los cuerpos obedecían al influjo de las estrellas, como afirmaron sus predecesores, sino que empeñóse en señalar a cada parte o miembro humano un poder celeste del cual dependiera. Así distribuyó los doce signos del Zodíaco: el Aries para la cabeza, el Toro para la cerviz, Géminis para los brazos, Cáncer para el pecho, etc. Ni se detuvo en esta especie de fisiología astrológica. Esclavizó asimismo el alma a las potencias celestes, ángeles, patriarcas, profetas..., suponiendo que a cada facultad, o (como él decía) miembro del alma, corresponde un personaje de la ley antigua: Rubén, Judá, Leví, Benjamín, etc.

    ¿Dónde quedaba la libertad humana en esta teoría? Esclavizado el cuerpo por los espíritus malos y las estrellas, sierva el alma de celestes influjos, ni se resolvía el dualismo ni el sello o chirographo divino podía vencer al chirographo del diablo. Pues aunque el alma fuera inducida al bien por sus patronos, no sólo estaba enlazada y sujeta al cuerpo, sino que cada una de sus facultades era súbdita del miembro en que residía, y por eso la cabeza sufría el contradictorio influjo de Rubén y del Aries. El hombre priscilianista era a la vez esclavo de los doce hijos de Jacob y de los doce signos del Zodíaco, y no pedía mover pie ni mano sino dirigido y gobernado por unas y otras potestades. Al llevar el dualismo a extremo tan risible, ¿entendieron los priscilianistas salvar una sombra de libre albedrío y de responsabilidad, dando al hombre una menguada libertad de elección entre dos términos fatalmente impuestos? No es seguro afirmarlo.

    ¿Y de dónde procedía esta intolerable esclavitud? Del pecado original; pero no cometido en la tierra, sino en las regiones donde moran las inteligencias. Las almas que pecaron, después de [166] haber sido emanadas, son las únicas que, como en castigo, descienden a los cuerpos; doctrina de sabor platónico, corriente entre los gnósticos. En la tierra están condenadas a metempsicosis, hasta que se laven y purifiquen de su pecado y tornen a la sustancia de donde procedieron.

    La cristología de los priscilianistas no se distingue en cosa esencial del doketismo. Para ellos, Cristo era una personalidad fantástica, un eón o atributo de Dios, que se mostró a los hombres per quandam illusionem para destruir o clavar en la cruz el chirographum o signo de servidumbre. Pero al mismo tiempo se les acusa de afirmar que Cristo no existía hasta que nació de la Virgen. Esta que parece contradicción, se explica si recordamos que los gnósticos distinguían entre el eón Christos, poder y virtud de Dios, y el hombre Jesús, a quien se comunicó el Pneuma. Al primero llamaban los priscilianistas ingénito (a)ge/nnhtoj), y al segundo, Unigénito, no por serlo del Padre, sino por ser el único nacido de virgen.

    En odio a la materia negaban los priscilianistas la resurrección de los cuerpos. En odio al judaísmo contradecían toda la doctrina del Antiguo Testamento, admitiéndole, no obstante, con interpretaciones alegóricas.

    Grande incertidumbre reina en cuanto a la moral de estos herejes. Cierto que en lo externo afectaron grande ascetismo, condenando, de igual suerte que los maniqueos, el matrimonio y la comida de carnes. Cierto que profesaban un principio, en apariencia elevado y generoso, pero que ha extraviado a muchos y nobles entendimientos: creían que la virtud y ciencia humanas pueden llegar a la perfección, y no sólo a la similitud, sino a la igualdad con Dios (201). Pero esta máxima contenía los gérmenes de todo extravío moral, puesto que los priscilianistas afirmaron que, en llegando a esa perfección soberana, eran imposibles, ni por pensamiento ni por ignorancia, la caída y el pecado. Agréguese a esto la envenenada teoría fatalista, y se entenderá bien por qué en la práctica anduvieron tan lejanos nuestros gnósticos de la severidad que en las doctrinas afectaban. Matter sospecha que la secreta licencia de costumbres atribuida a los priscilianistas es una de esas acusaciones que el odio profiere siempre contra los partidos que se jactan de un purismo especial: pero Matter es demasiado optimista y propende en toda ocasión a defender las sectas gnósticas, como encariñado con su asunto. No es acusación vulgar la que repiten en coro Sulpicio Severo, enemigo de los itacianos; San Jerónimo, Santo Toribio, San León el Magno; la que dos veces, por lo menos, fue jurídicamente comprobada, una en Tréveris por Evodio, otra en Roma por San León, que narra el caso de esta suerte: Sollicitissimis inquisitionibus indagatam (OBSCOENITAS ET TURPITUDO) et Manichaeorum qui comprehensi fuerant confessione detectam ad publicam fecimus pervenire notitiam: ne ullo modo posset dubium [167] videri quod in iudicio nostro cui non solum frequentissima praesentia sacerdotum, sed etiam illustrium virorum dignitas et pars quaedam senatus ac plebis interfuit, ipsorum qui omne facinus perpetrarent, ore reseratum est... Gesta demonstrant. (Habiendo indagado con solicitud y descubierto por confesión de muchos maniqueos que habían sido presos sus obscenidades y torpezas, hicímoslo llegar a pública noticia para que en ningún caso pareciera dudoso lo que en nuestro tribunal, delante de muchos sacerdotes y varones ilustres y de gran parte del Senado y del pueblo, fue descubierto por boca de los mismos que habían perpetrado toda maldad... Las actas del proceso lo demuestran.) Algo más que hablillas vulgares hubo, pues, sobre la depravación de maniqueos y priscilianistas.

    El secreto de sus reuniones, la máxima de iura, periura, secretum proderi noli, la importancia que en la secta tenían las mujeres, mil circunstancias, en fin, debían hacer sospechar de lo que San León llama execrables misterios e incestissima consuetudo de los discípulos de Prisciliano, semejante en esto a los de Carpócrates, a los cainitas y a todos los vástagos degenerados del tronco gnóstico.

    De sus ritos poco o nada sabemos. Ayunaban fuera de tiempo y razón, sobre todo en los días de júbilo para el pueblo cristiano. Juraban por el nombre de Prisciliano. Hacían simulada y sacrílegamente las comuniones, reservando la hostia para supersticiones que ignoramos (202). En punto a la jerarquía eclesiástica, llevaron hasta el extremo el principio de igualdad revolucionaria. Ni legos ni mujeres estaban excluidos del ministerio del altar, según Prisciliano. La consagración se hacía no con vino sino con uva y hasta con leche, superstición que duraba en 675, fecha del tercer concilio Bracarense, que en su canon 1 lo condena.

    No hay que encarecer la importancia de la astrología, de la magia y de los procedimientos teúrgicos en este sistema. Todos los testimonios están conformes en atribuir a Prisciliano gran pericia en las artes goéticas, pero no determinan cuáles. En el único fragmento suyo que conocemos, vese claro lo mucho que estimaba la observación astrológica, que para él debía de sustituir a cualquier otra ciencia, puesto que daba la clave de todo fenómeno antropológico. [168]

    Tal es la ligera noticia que podemos dar de las opiniones priscilianistas reuniendo y cotejando los datos que a ellas se refieren. Si no bastan a satisfacer la curiosidad, dan a lo menos cumplida idea del carácter y fundamentos de tal especulación herética. Réstanos apreciar su influjo en los posteriores extravíos del pensamiento ibérico.

    Pero antes conviniera averiguar por qué arraigó tan hondamente en tierra gallega y se sostuvo, más o menos paladina y descubiertamente, por cerca de tres siglos el priscilianismo (203). Una opinión reciente, defendida por D. Manuel Murguía en su Historia de Galicia, parece dar alguna solución a este problema. El panteísmo céltico no estaba borrado de las regiones occidentales de la Península aun después de la conversión de los galaicos. Por eso la gnosis egipcia, sistema panteísta también, halló ánimos dispuestos a recibirla. Pero se me ocurre una dificultad: el panteísmo de los celtas era materialista, inspirado por un vivo y enérgico sentimiento de la naturaleza; en cuanto al espíritu humano, no sabemos ni es creíble que lo identificasen con Dios. Al contrario, el panteísmo que enseñó Prisciliano es idealista, desprecia u odia la materia, que supone creada y gobernada por los espíritus infernales.

    Más semejanza hay en otras circunstancias. Los celtas admitían la transmigración, y de igual modo los priscilianistas. Unos y otros cultivaban la necromancia o evocación de las almas de los muertos. La superstición astrológica, más desarrollada en el priscilianismo que en ninguna de las sectas hermanas, debió de ser favorecida por los restos del culto sidérico, hondamente encarnado en los ritos célticos. El sacerdocio de la mujer no parecía novedad a los que habían venerado a las druidesas. ¿Y esos ritos nocturnos, celebrados in latebris, en bosques y en montañas, a que parece aludir el concilio de Zaragoza, y que eran ignorados de los demás gnósticos? Claro se ve su origen si la interpretación del canon no es errada (204).

    Dejadas aparte estas coincidencias, siempre parece singular que en un rincón del mundo latino naciese y se desarrollase tanto una de las formas de la teosofía greco-oriental. Sabido es que los occidentales rechazaron como por instinto todas las herejías de carácter especulativo y abstracto, abriendo tan sólo la puerta a sutilezas dialécticas como las de Arrio; y no es menos cierto que, si alguna concepción herética engendraron, fue del todo práctica y enderezada a resolver los problemas de la gracia y del libre albedrío; la de Pelagio, por ejemplo.

    Si de alguna manera ha de explicarse el fenómeno del priscilianismo, forzoso será recurrir a una de las leyes de la heterodoxia ibérica, que leyes providenciales tiene como todo hecho, [169] aunque parezca aberración y accidente. La raza ibérica es unitaria, y por eso (aun hablando humanamente) ha encontrado su natural reposo y asiento en el catolicismo. Pero los raros individuos que en ciertas épocas han tenido la desgracia de apartarse de él, o los que nacieron en otra religión y creencia, buscan siempre la unidad ontológica, siquiera sea vacua y ficticia. Por eso en todo español no católico, si ha seguido las tendencias de la raza y no se ha limitado a importar forasteras enseñanzas, hay siempre un germen panteísta más o menos desarrollado y enérgico. En el siglo V, Prisciliano; en el VIII, Hostegesis; en el XI, Avicebrón; en el XII, Aben-Tofail, Averroes, Maimónides. ¿Y quienes dieron a conocer en las escuelas cristianas las erradas doctrinas de Avicebrón y de Averroes sino el arcediano Domingo Gundisalvo y más tarde el español Mauricio? Esta levadura panteísta nótase desde luego en el más audaz y resuelto de los pensadores que en el siglo XVI siguieron las corrientes reformistas, en Miguel Servet, al paso que la centuria siguiente contempla renacer en diversas formas el mismo espíritu a impulso de David Nieto, de Benito Espinosa (español de origen y de lengua) y de Miguel de Molinos. Profundas y radicales son las diferencias entre los escritores nombrados, y rara vez supieron unos de otros; pero ¿quién dudará que un invisible lazo traba libros al parecer tan discordes como La fuente de la vida, el Guía de los extraviados, el Filósofo autodidacto, el tratado de De la unidad del entendimiento, el De processione mundi, el Zohar, el Christianismi restitutio, la Naturaleza naturante, la Ética y hasta la Guía espiritual? Y en el siglo pasado, tan poco favorable a este linaje de especulaciones, ¿no se vio una restauración de la cábala y del principio emanatista en el Tratado de la reintegración de los seres, de nuestro teósofo Martínez Pascual? A mayor abundamiento, pudiera citarse el hecho de la gran difusión que en nuestra tierra han tenido ciertos panteísmos idealistas, como los de Hegel y Krause, mientras el positivismo, que hoy asuela a Europa, logra entre nosotros escaso crédito, a pesar del entusiasmo de sus secuaces. Porque la gente ibérica, aun cuando tropieza y da lejos del blanco, tiene alteza suficiente para rechazar un empirismo rastrero y mezquino, que ve efectos y no causas, fenómenos y no leyes. Al cabo, el idealismo, en cualquiera de sus fases; el naturalismo, cuando se funda en una concepción amplia y poderosa de la naturaleza como entidad, tienen cierta grandeza, aunque falsa, y no carecen de rigor científico, que puede deslumbrar a entendimientos apartados de la verdadera luz.

    ¿Qué valor tiene el priscilianismo a los ojos de la ciencia? Escaso o ninguno, porque carece de originalidad. Es el residuo, el substratum de los delirios gnósticos. Si por alguna cualidad se distingue, es por el rigor lógico que le lleva a aceptar todas las consecuencias, hasta las más absurdas; el fatalismo, verbigracia, enseñado con la crudeza mayor con que puede enseñarlo ninguna [170] secta; el pesimismo, más acre y desconsolador que el de ningún discípulo de Schopenhauer.

    ¿Qué significa a los ojos de la historia? La última transformación de la gnosis y del maniqueísmo decadentes en dogmas y en moral. Bajo este aspecto, el priscilianismo es importante, como única herejía gnóstica que dominó un tanto en las regiones de Occidente. Y aun pudiera decirse que los miasmas que ella dejó en la atmósfera contribuyeron a engendrar en los siglos XII y XIII la peste de los cátaros y albigenses. Lo cual a nadie parecerá increíble (sin que por eso lo afirmemos), puesto que Prisciliano tuvo discípulos en Italia y en Galia Aquitánica, y sólo Dios sabe por qué invisible trama se perpetuaron y unieron en las nieblas de la Edad Media los restos buenos y malos de la civilización antigua. No bastaban los maniqueos venidos de Tracia y de Bulgaria para producir aquel fuego que amenazó devorar el Mediodía de Europa.

    Y, si nos limitamos a las heterodoxias españolas, hallaremos estrecha analogía entre la tenebrosa secta que hemos historiado y la de los alumbrados del siglo XVI, puesto que unos y otros afirmaban que el hombre podía llegar a tal perfección, que no cometiese o no fuera responsable del pecado; doctrina que vemos reproducida por Miguel de Molinos en la centuria XVII. Ni es necesario advertir que la magia y la astrología que el priscilianismo usaba no fueron enterradas con sus dogmas, sino que permanecieron como tentación constante a la flaqueza y curiosidad humanas, ora en forma vulgar de supersticiones demonológicas, ora reducidas a ciencia en libros como los de Raimundo de Tárrega o del falso Virgilio Cordobés, según veremos en otros capítulos. Cumple, sí, notar que también Prisciliano, a lo que se deduce de su fragmento conservado por Orosio, daba, como ahora dicen, sentido científico a la astrología, no de otro modo que a la teurgia los neoplatónicos alejandrinos y sus discípulos italianos del Renacimiento. En cuanto el chirographum, o signo de servidumbre que impone el diablo a los cuerpos, fácil es comprender su analogía con los caracteres y señales que la Edad Media supuso inseparables del pacto demoníaco.

    Además, y buscando todas las analogías en el curso de nuestra historia, el priscilianismo, como secta antitrinitaria, precede al arrianismo, al adopcionismo y a las opiniones de Valdés, Servet y Alfonso Lincurio, ahogadas todas, apenas nacieron, por el salvador espíritu católico que informa nuestra civilización desde el concilio de Elvira.

    A todo lo cual ha de añadirse que el priscilianismo abre la historia de las asociaciones secretas en la Península (205), y que, por las doctrinas de la transmigración y del viaje sidérico, debe contarse entre los antecedentes del espiritismo. [171]

    Finalmente, algo representan en la historia de nuestra filosofía las reminiscencias neoplatónicas que entraña la teoría de los eones, idéntica en último caso a la de las ideas. Y aquí vuelve a enlazarse el priscilianismo con Miguel Servet, que en el siglo XVI resucitó la concepción alejandrina, poniéndola también al servicio de su sistema panteísta y antitrinitario.

    Todas estas analogías y otras más son casi siempre fortuitas, y puede sostenerse, sin peligro de errar, que el priscilianismo, como tal, murió a los fines del siglo VI, y ha estado desde aquella fecha en completo olvido. Como toda heterodoxia entre nosotros, era aberración y accidente, nube pasajera, condenada a desvanecerse sin que la disipase nadie. Y así sucedió. Si alguna prueba necesitáramos de que la herejía repugna al carácter español, nos la daría el priscilianismo, que ni fue engendrado en España ni la invadió toda, puesto que se vio reducido muy luego a una parte cortísima del territorio, y allí murió ahogado por la conciencia universal, y no por la intolerancia, que mal podía ejercerse en medio de la división y anarquía del siglo V. Ni prueba nada el suplicio de Prisciliano y cuatro o cinco de sus secuaces en Tréveris, dado que precisamente después de aquel suceso retoñó con más vigor la herejía y duró cerca de doscientos años, sin que en este largo período hubiese un solo suplicio de priscilianistas. Ellos, sin que nadie les obligase con amenazas ni hogueras, fueron volviendo al gremio de la Iglesia, y los últimos vástagos de la secta se secaron y murieron por su propia virtud allá en los montes y en las playas de Galicia, en cuyo suelo no ha tornado a caer la semilla del error desde aquellos desventurados días. ¡Y todo esto a pesar de ser panteísta la doctrina de Prisciliano y enlazarse con ritos célticos y tener algunas condiciones de vida por lo ordenado y consecuente de sus afirmaciones! ¿Qué resultados tuvo el priscilianismo? Directamente malos, como toda herejía; indirectamente buenos, como los producen siempre las tempestades que purifican el mundo moral de igual suerte que el físico. Dios no es autor del mal, pero lo permite porque del mal saca el bien, y del veneno la tríaca. Por eso dijo el Apóstol: Oportet haereses esse ut qui probati sunt manifesti fiant in vobis. Y los bienes que de rechazo produjo el priscilianismo son de tal cuantía, que nos obligan a tener por bien empleado aquel pasajero trastorno. Nuestra Iglesia, que se había mostrado tan grande desde sus comienzos, ornada con la triple aureola de sus mártires, de sus sabios y de sus concilios, estaba hondamente dividida cuando apareció Prisciliano. Acrecentó éste la confusión y la discordia, separando en el dogma a las muchedumbres ibéricas, antes apartadas sólo por cuestiones de disciplina; pero a la vista de tal peligro comenzó una reacción saludable: aquellos obispos, que hacían cada cual en su diócesis cosas diversas, se aliaron contra el enemigo común, entendieron lo necesario de la unidad en todo y sobre todo y dieron esa unidad al pueblo cristiano de la última Hesperia con la Regula fidei y con la sumisión incondicional [172] a los cánones de Nicea. Y entonces quedó constituida por modo definitivo la Iglesia española, la de los Leandros, Isidoros, Braulios, Tajones, Julianos y Eugenios, para no separarse ni dividirse nunca, aun en tiempos de bárbaras invasiones, de disgregación territorial, de mudanza de rito o de general incendio religioso, como fue el de la Reforma. La Iglesia es el eje de oro de nuestra cultura: cuando todas las instituciones caen, ella permanece en pie; cuando la unidad se rompe por guerra o conquista, ella la restablece, y en medio de los siglos más oscuros y tormentosos de la vida nacional, se levanta, como la columna de fuego que guiaba a los israelitas en su peregrinación por el desierto. Con nuestra Iglesia se explica todo; sin ella, la historia de España se reduciría a fragmentos.

    Aparte de esta preciosa unidad, alcanzada en el primer concilio de Toledo, contribuyó el priscilianismo al extraordinario movimiento intelectual que en el último siglo del imperio romano y durante todo el visigótico floreció en España. En el capítulo anterior se hizo mérito de las obras del mismo Prisciliano, de Latroniano, Dictinio, Tiberiano y algunos más. notables por lo literario, al decir de San Jerónimo. Los libros apócrifos y los himnos, todo lo que llamo literatura priscilianista, promovió contestaciones y réplicas, perdidas hoy en su mayor parte, pero que enaltecieron los nombres de Itacio, Patruino, Toribio. los dos Avitos y el mismo Orosio, el autor esclarecido de las Tristezas del mundo (Moesta Mundi), el que puso su nombre al lado de los de San Agustín y Salviano de Marsella, entre los creadores de la filosofía de la historia. Quizá el primer ensayo del presbítero bracarense fue su Commonitorium, o carta sobre los errores de Prisciliano y de los origenistas. En esta contienda ejercitó su poderoso entendimiento y aquel estilo duro, incorrecto y melancólico con que explicó más tarde la ley providencial de los acaecimientos humanos.

    ¿Y quién sabe si los heréticos cantos de Latroniano y sus discípulos no estimularon al aragonés Prudencio a escribir los suyos inmortales? Algo tendríamos que agradecer en esta parte al priscilianismo, si fue causa, aunque indirecta, de que el más grande de los poetas cristianos ilustrase a España. Aún parece más creíble, por la vecindad a Galicia, que el intento de desterrar aquellas canciones inspirase sus melodías al palentino Conancio. Pero ¿adónde iríamos a parar por el ancho campo de las conjeturas? (206) [173]

- VII -

Los itacianos (reacción antipriscilianista). San Martín Turonense.

    La voz común acusaba a Itacio de ser el primer instigador de los rigores de Máximo contra los priscilianistas, a pesar de lo cual seguían comunicando con él los obispos reunidos en Tréveris, que llegaron a aprobar su conducta, no obstante las protestas de Theognosto (207). Mas apenas llegó a oídos de San Martín Turonense el sangriento castigo de los herejes y la violación de la fe y palabra imperial, cometida por Máximo, encaminóse a la corte, produciendo en todos espanto y terror con la sola noticia de su venida. El día antes había firmado el emperador un rescripto para que fuesen a España jueces especiales (tribunos los llama Sulpicio) a inquirir y quitar vidas y haciendas a los herejes que aún quedasen. No era dudoso que la confusión y atropellado rigor de estos decretos iban a alcanzar a muchos inocentes y buenos católicos, cual acontece no rara vez en generales proscripciones. Ni eran aptos tampoco los ministros del emperador para decidir quiénes eran los herejes y qué pena debía imponérseles. Temían Máximo y los obispos itacianos (ya se les daba este nombre como a partidarios de Itacio) que San Martín se apartase de su comunión, y trataban por cualquier medio de convencerle y amansarle. Cuando llegó a las puertas de la ciudad, se le presentaron oficiales de palacio (magisterii officiales) a intimarle que no entrase sino en paz con los demás obispos. Respondió el santo que entraría con la paz de [174] Cristo, y pasó adelante. Estuvo en oración toda aquella noche, y a la mañana presentó al emperador una serie de peticiones. La principal era que detuviese la salida de los tribunos para España y levantase la mano de la persecución priscilianista. Dos días dilató Máximo la respuesta, y entretanto acudieron a él los obispos, acusando a San Martín, no ya de defensor. sino de vengador de los priscilianistas, y clamando por que la autoridad imperial reprimiese tanta audacia. Ruegos, amenazas. súplicas y hasta llanto emplearon los itacianos para decidir a Máximo a la condenación del santo obispo de Tours. Pero no accedió el emperador a tan inicuo ruego, sino que, llamando a Martín, procuró persuadirle que la sentencia de los priscilianistas había sido por autoridad judicial, sin instigaciones de Itacio, a quien pocos días antes el sínodo había declarado inocente. Como no se rindiese Martín a tales argumentos, apartóse Máximo de su presencia y envió a España a los tribunos antedichos. Era muy ferviente la caridad de San Martín hacia sus hermanos para que perseverase en aquella obstinación sin fruto. Acudió súbito al palacio y prometió todo a trueque de la revocación del sanguinario rescripto. Otorgada por Máximo sin dificultad, comulgó San Martín con Itacio y los suyos, aunque se negó a firmar el acta del sínodo. Al día siguiente huyó de la ciudad, avergonzado de su primera flaqueza, e internándose en un espeso bosque comenzó a llorar amargamente. Allí (cuéntalo Sulpicio) oyó de boca de un ángel estas palabras «Con razón te compunges, ¡oh Martín!, pero no pudiste vencer de otra manera; recobra tu virtud y constancia y no vuelvas a poner en peligro la salvación, sino la vida» (Merito, Martine, compungeris, sed aliter exire nequisti. Repara virtutem, resume constantiam, ne iam non periculum gloriae sed salutis incurreris). Y dicen que en los dieciséis años que vivió después no asistió San Martín a ningún concilio ni reunión de obispos (208).

    Y aquí tocamos con una cuestión importante y que más de una vez ha de venirme a la pluma en el curso de esta historia, a saber: la punición temporal de los herejes, como diría Fr. Alfonso de Castro. No es éste todavía lugar oportuno para discutirla, pero importa fijarse en las circunstancias de los hechos hasta aquí narrados para no aventurar erradas interpretaciones. El suplicio de Prisciliano es el primer ejemplo de sangre derramada por cuestión de herejía que ofrecen los anales eclesiásticos. ¿Fue injusto en sí y dentro de la legislación de aquella edad? De ninguna manera: el crimen de heterodoxia tiene un doble carácter; cómo crimen político que rompe la unidad y armonía del Estado y ataca las bases sociales, estaba y está en los países católicos penado por leyes civiles, más o menos duras según los tiempos; pero en la penalidad no hay duda. Además, los priscilianistas eran reos de crímenes comunes, según [175] lo que de ellos cuentan, y la pena de muerte, que hoy nos parece excesiva para todo, no lo era en el siglo V ni en muchos después. Como pecado, la herejía está sujeta a punición espiritual. Ahora bien, ¿en qué consistió el yerro de Itacio y de los suyos? Duro era proclamar que es preciso el exterminio de los herejes por el hierro y el fuego; pero en esto cabe disculpa. Prisciliano, dice San Jerónimo, fue condenado por la espada de la ley y por la autoridad de todo el orbe. El castigo era del todo legal y fue aprobado, aunque se aplicaba entonces por vez primera. ¿En qué estuvo, pues, la ilegalidad censurada y desaprobada por San Martín de Tours y su apasionado biógrafo Sulpicio Severo? En haber solicitado Idacio e Itacio la intervención del príncipe en el Santuario. En haber consentido los obispos congregados en Burdeos y en Tréveris que el emperador avocase a su foro la causa no sentenciada aún, con manifiesta violación de los derechos de la Iglesia, única que puede definir en cuestiones dogmáticas y separar al hereje de la comunicación de los fieles. Por lo demás, era deber del emperador castigar, como lo hizo, a los secuaces de una doctrina que, según dice San León el Magno, condenaba toda honestidad, rompía el sagrado vínculo del matrimonio y hollaba toda ley divina y humana con el principio fatalista. La Iglesia no invoca el apoyo de las potestades temporales, pero le acepta cuando se le ofrecen para castigar crímenes mixtos. (Etsi sacerdotali contenta iudicio cruentas refugit ultiones, severis tamen constitutioníbus adiuvatur, dice San León.)

    La porfiada intervención de San Martín de Tours en favor de los desdichados priscilianistas es un rasgo honrosísimo para su caridad evangélica, pero nada prueba contra los castigos temporales impuestos a los herejes. De igual suerte hubiera podido solicitar aquel santo el indulto de un facineroso, homicida, adúltero, etc., sin que por esto debiéramos inferir que condenaba el rigor de las leyes contra los delincuentes comunes. ¡Ojalá no se derramase ni se hubiese derramado nunca en el mundo una gota de sangre por causa de religión ni por otra alguna! Pero esto no implica que la pena de muerte deje de ser legítima y haya sido y aun sea necesaria. La sociedad, lo mismo que el individuo, tiene el derecho de propia defensa. ¿Y no es enemigo de su seguridad y reposo el que, en nombre del libre examen o del propio fanatismo, divide a sus hijos y desgarra sus entrañas con el hierro de la herejía? Si lo hacían o no los priscilianistas, verémoslo, pocas páginas adelante, en la exposición de sus errores.

    Esto aparte, no cabe dudar que Itacio (por sobrenombre Claro) procedió con encarnizamiento, pasión y animosidades personales, indignas de un obispo, en la persecución contra los priscilianistas, por lo cual fue excomulgado en 389 (según el Chronicon de San Próspero), depuesto de su silla, no sabemos por qué concilio, y desterrado durante el imperio de Teodosio [176] el Grande y Valentiniano II, conforme testifican Sulpicio Severo y San Isidoro (209). Cronológicamente hemos de poner su destierro y muerte entre 388, término del imperio y de la vida para su protector Máximo, y 392, en que murió Valentiniano. No sabemos de nuestro obispo otra cosa. San Isidoro le atribuye un libro, in quo detestanda Priscilliani dogmata et maleficiorum eius artes libidinumque eius probra demonstrat; pero se ha perdido por desgracia. Hoy nos sería de gran auxilio. Su diócesis fue la ossonobense en Lusitania, convento jurídico de Beja, no la sossubense ni la oxomense, como dicen por errata las ediciones de Sulpicio Severo (210), que llaman asimismo labinense al obispado abulense, en que fue intruso Prisciliano.

    El segundo de los implacables perseguidores del priscilianismo fue Idacio, a quien el Chronicon de San Próspero y la traducción latina del libro De viris illustribus, de San Jerónimo, llaman Ursacio, aunque en el texto griego del mismo tratado, y en las actas del primer concilio Toledano, y en Sulpicio Severo se lee constantemente Idacio. No podemos determinar con exactitud cuál fuese su obispado, porque el emeritae del texto de Sulpicio parece concertar con aetatis y no con urbis o civitatis, como han leído algunos. No fue depuesto como Itacio, cuyo nombre oscurece al suyo en los postreros esfuerzos contra Prisciliano, sino que renunció voluntariamente el obispado. Nam Idacius, licet minus nocens, sponte se Episcopatu abdicaverat. Muchas ediciones dicen Nardatius, pero debe ser errata, como el Trachio de otro pasaje relativo también a Idacio. No duró mucho la penitencia de éste: antes intentó recuperar el obispado, según afirma, sin más aclaración, Sulpicio Severo (211).

    Tercero de los obispos itacianos de quienes queda alguna noticia, es Rufo, el que, juntamente con Magno, acabó de vencer los escrúpulos del emperador y le hizo faltar a la palabra empeñada con San Martín Turonense. Este Rufo debía ser hombre de escaso entendimiento, puesto que se dejó engañar por un impostor que fingía ser el profeta Elías y que embaucó a mucha gente con falsos milagros. En pago de su necia credulidad perdió nuestro obispo la mitra (212). Grande debía de ser el estado de confusión religiosa en que el priscilianismo había puesto la Península, cuando nacían y se propagaban tales imposturas.

    No creo muy propio el nombre de secta itaciana con que generalmente se designa al grupo de adversarios extremados e intolerantes del priscilianismo. La Iglesia los excomulgó después por sus excesos particulares, pero no se sabe que profesasen ningún error dogmático ni de disciplina que baste para calificarlos de herejes ni de cismáticos, al modo de los luciferianos. [177] Lejos de mí poner la conducta de Itacio y los suyos por modelo; pero entre el yerro de voluntad y la herejía de entendimiento hay mucha distancia. Obraron en parte mal, pero no dogmatizaron.

    Triste pintura del carácter de Itacio nos dejó Sulpicio Severo. Descríbele como hombre audaz, hablador, imprudente, suntuoso, esclavo del vientre y de la gula. Era tan necio, añade, que acusaba de priscilianista a todo el que veía ayunar o leer las Sagradas Escrituras. Hasta se atrevió a llamar hereje a San Martín, varón comparable a los apóstoles. Esto último era lo que más dolía a Sulpicio; pero ¿hemos de dar entero crédito al sañudo borrón que ha trazado? ¿Sería éste el Itacio claro por su doctrina y elocuencia, de que nos habla San Isidoro? ¡Quién lo sabe! Si Sulpicio dijo toda la verdad, admiremos los juicios de Dios, que se valió de tan mezquino instrumento para abatir la soberbia priscilianista.

- VIII -

Opúsculos de Prisciliano y modernas publicaciones acerca de su doctrina.

I

    A excepción del concilio Iliberitano, ningún episodio de nuestra primitiva historia eclesiástica (entendiendo por tal la de la España romana) despierta tanto interés ni puede promover tantas controversias como la aparición y desarrollo del priscilianismo a fines del siglo IV. La muy larga, aunque contrastada vida que logró este sistema teológico; las varias condenaciones de que fue objeto; el suplicio en Tréveris de sus principales secuaces (primera sentencia capital por delito de herejía); el movimiento de ideas religiosas que en todo este oscurísimo proceso se refleja; las vagas y aun contradictorias noticias que acerca de él nos transmiten los contemporáneos y, finalmente, el misterio que envuelve todos los actos y opiniones de la secta, bastan para justificar el interés del tema y la importancia de cualquier nuevo dato relativo a él.

    El resultado de las investigaciones, que ya podemos llamar antiguas, acerca de esta materia, y que hoy es forzoso rehacer casi por entero, puede encontrarse resumido en la notable disertación de Francisco Girvés De historia priscillianistarum dissertatio in duas partes distributa (Roma 1750); en la del P. Th. Cacciari, De priscillianistarum haeresi et historia (1751); en la de Simón de Vries, Dissertatio critica de priscillianistis eorumque factis, doctrina et moribus (Traiecti ad Rhenum, 1745); en la Geschichte des Priszillianismus, de J. M. Mandernach (1851); en los Estudios histórico-críticos sobre el priscilianismo, del sabio canónigo de Santiago D. Antonio López Ferreiro (1878) y en el tomo primero de mi Historia de los heterodoxos españoles [178] (1879), sin contar una porción de libros que más incidentalmente tratan de este asunto, tales como las historias eclesiásticas de España de Gams y Lafuente; las historias generales del gnosticismo, como la de Matter (1833) y del maniqueísmo, como la de Baur (Das manichäische Religions System, 1831) y el importantísimo estudio de Jacobo Bernays sobre la Crónica de Sulpicio Severo (Berín 1861).

    Claro es que no todos estos trabajos tienen el mismo valor y que, procediendo casi todos de teólogos de diversas comuniones, adolecen más o menos del carácter polémico y del punto de vista confesional propio de sus autores. Pero la parte meramente histórica procede siempre de las mismas fuentes (Sulpicio Severo, San Jerónimo, San Agustín, Orosio, Bachiario, Idacio, San León Magno, San Próspero, Montano, Santo Toribio, San Isidoro, algunas actas de concilios, etc.), textos que reunió y concordó J. Enr. Bern. Luebkert en su tesis, muy útil, De haeresi priscillianistarum ex fontibus denuo collatis (Hauniae 1840) (213).

    Estas referencias son evidentemente muy exiguas, aun contando con que muchas de ellas no son de contemporáneos del priscilianismo. Casi todas hablan de los discípulos más bien que del maestro y se fundan en tradiciones orales de muy dudosa procedencia. Sulpicio Severo, que es el que nos ofrece una narración más seguida, escribe de un modo retórico, imitando inoportunamente a Salustio, y hace sospechar de su imparcialidad histórica por el manifiesto empeño que pone en realzar a toda costa la figura de San Martín de Tours y representar con odiosos colores a los obispos españoles que disintieron de su opinión.

    Por otra parte, habiendo sido Prisciliano un teólogo, un pensador religioso, un jefe de secta cuyo influjo fue tan hondo que persistió por más de dos siglos, apenas conocíamos su doctrina más que por testimonio de sus adversarios, y el único fragmento que se citaba de sus escritos era tan corto y tan oscuro, que por él era imposible formar juicio de sus ideas ni de las contradictorias acusaciones de que fue víctima. No había, pues, más recurso, y a él habíamos acudido todos los expositores del priscilianismo, que comparar todos estos insuficientes datos con lo que arrojan de sí las fuentes generales del gnosticismo; método muy ocasionado a errores, tanto por la manera fragmentaria con que el dogma priscilianista aparece en los dos escritos que más de propósito le combaten (es a saber, en el Commonitorium de Orosio y en la decretal de San León el Magno), cuanto por ser uno y otro posteriores a la edad de Prisciliano y presentarnos acaso una fase secundaria de la herejía, una [179] derivación o recrudescencia de ella, más bien que lo que directamente enseñó el célebre obispo de Ávila.

    Es notorio entre los aficionados a estos estudios que desde el año 1851 la historia del gnosticismo entró en una nueva fase con la publicación simultánea de dos monumentos de primer orden: los siete últimos libros de los Philosophumena, que primeramente se atribuyeron a Orígenes y luego a San Hipólito, texto griego traído a París por Mynoide Mynas y dado a luz en Oxford, por Miller, y el libro copto de la Pistis Sophia, traducido al latín por Schwartze y atribuido por leves conjeturas al heresiarca Valentino, si bien su editor Petermann se inclina más bien a tener tan extraña lucubración por parto de la delirante fantasía de algún afiliado a la secta de los ofitas (214). Pero estos tratados, concernientes a las sutilísimas doctrinas de la primitiva gnosis oriental, que sólo muy remoto parentesco tenía con la profesada en Galicia, eran para nosotros de muy indirecto auxilio, ni tampoco prestaba nueva luz al español el magnífico Corpus Haereseologicum, de Oehler, por muy atentamente que se escudriñasen sus páginas.

    Pero la luz vino por fin, y vino de donde menos podía esperarse. Cualquiera pensaría que las obras de Prisciliano, caso de existir en alguna parte, yacieran escondidas en alguna biblioteca española y más señaladamente en alguna biblioteca de Galicia, centro principal de aquella famosa herejía. Y, sin embargo (¡caso por demás extraño!), los once opúsculos de Prisciliano de cuyo texto gozamos hoy han aparecido en una biblioteca de Baviera, la de la Universidad de Würzbourg. Débese este feliz descubrimiento, que no dudamos en calificar de uno de los más curiosos e interesantes para la historia de España que en estos últimos años se han hecho, a la pericia y diligencia del doctor Jorge Schepss, que en 1885 encontró dichos tratados, sin nombre de autor, en un códice de fines del siglo V o principios del VI; y, persuadido por su lectura de que ningún otro que Prisciliano podía ser su autor, divulgó su descubrimiento al año siguiente en una curiosa memoria que comienza con la reproducción en facsímile de una hoja del manuscrito original, que presenta evidentes caracteres de escritura española (215). El mismo Dr. Schepss llevó a término, bajo los auspicios de la Academia Imperial de Viena, la publicación de los escritos priscilianistas en 1889, formando con ellos el tomo XVIII del Corpus [180] [Scriptorum] Ecclesiasticorum Latinorum que con gran provecho de la erudición patrística va dando a luz aquella docta corporación, y en la cual son ya varios los tomos de particular interés para España (216). Esta edición no sólo da a conocer con toda exactitud paleográfica el texto del mamiscrito de Würzbourg, que comprende los once tratados, sino que incluye también los Cánones del obispo Peregrino (sólo en parte publicados antes por el P. Zaccaria y por Angelo Mai) y el Commonitorium de Orosio, sobre los errores de priscilianistas y origenistas, ilustrando todas estas piezas con variantes de los diversos códices, anotaciones críticas e índices.

    Una publicación de tal novedad no podía menos de suscitar, desde luego, importantes comentarios en las escuelas teológicas de Alemania, donde nunca faltan expositores y defensores para los sistemas más oscuros, para las causas más abandonadas. Un joven profesor del Seminario Evangélico de Tubinga, el Dr. Federico Paret, se enamoró de la figura teológica de Prisciliano, le convirtió en un santo y en un padre de la Iglesia, emprendió vindicarle de todos sus enemigos y compuso sobre su doctrina un grueso volumen, lleno de erudición y talento (217), pero en el cual predomina el criterio teológico sobre el histórico y apuntan demasiado las preocupaciones sectarias y escolásticas de su autor.

    No sé que en España, a quien en primer término interesa la historia de Prisciliano, haya dado nadie cuenta de estas publicaciones, a pesar del tiempo transcurrido. Tampoco en Francia, a quien secundariamente importan por la difusión que el priscilianismo tuvo en la Galia meridional, se ha hecho alusión a ellos, salvo en dos ligeros artículos, que apenas merecerían recuerdo, a no ser por el crédito y difusión del periódico que los publicó (218).

    Y puesto que otros más competentes que yo en materias teológicas no se deciden a emprender esta tarea árida, ingrata y prolija, cuyas dificultades no quiero ocultar de ningún modo por lo mismo que no tengo la pretensión de vencerlas, intentaré yo, pro virili parte, suplir este vacío y cumplir con mi propia conciencia, corrigiendo de paso cuanto encuentre digno de corrección en mi ya antiguo y casi infantil estudio acerca del priscilianismo y afirmándome al propio tiempo en todo aquello que después de los nuevos descubrimientos continúa pareciéndome verdadero. [181]

    Para desprenderme enteramente de toda preocupación que en mi ánimo hayan podido dejar ya mis antiguos estudios, ya las novísimas lucubraciones de Paret y otros (que utilizaré, sin embargo, en lo que tienen de comentario), tomaré por única guía la publicación de Schepss, exponiendo minuciosamente el contenido de cada tratado, traduciendo íntegros los principales pasajes en cuanto lo permita la incorrección y la barbarie del estilo de Prisciliano, comparándolo con los datos conocidos antes acerca de esta herejía y procurando formar de todo ello un juicio recto y desapasionado. No disimularé que la labor es poco amena y que quizá los resultados sean exiguos; pero no puedo menos de acometerla, por lo mismo que soy uno de los pocos españoles que, mal o bien, han tratado modernamente de estas materias y que procuran seguir con atención los progresos de la historia religiosa en lo que a nosotros atañe.

II

    El códice de Würzbourg, que contiene los once tratados de Prisciliano, está escrito en hermosas letras unciales de fin del siglo V o principios del VI y consta de dieciocho cuadernos que contienen en todo 146 hojas. Es imposible averiguar ahora qué vicisitudes pudieron llevarle a Alemania. Schepss conjetura que puede ser de la misma procedencia que el códice del Breviario de Alarico, existente hoy en la Biblioteca de Munich (22.501).

    Como quiera que sea, es copia y con muchas enmiendas, pero todas o casi todas de la misma letra que el primitivo texto. La escritura es continua, es decir, sin división de palabras. Son rarísimos los puntos, excepto los llamados de excelencia, que se colocan al fin de algunos nombres propios. Pero para suplir la falta de puntuación y facilitar la lectura, el copista dejó frecuentes espacios y marcó con letras mayores la división de los párrafos y el principio de las citas bíblicas. La ortografía es varia y fluctuante, encontrándose una misma palabra escrita de diversos modos. Abundan las abreviaturas. Las enmiendas prueban que el amanuense hizo nuevo cotejo del original que tenía a la vista y aumentó muchos pasajes con tinta más pálida y letra más menuda.

    La latinidad de Prisciliano tiene singulares caracteres y llega a un grado de barbarie que parece inverosímil en los siglos IV y V. Formas espúreas en la declinación y en la conjugación y una sintaxis casi anárquica, especialmente en lo que toca al régimen de las preposiciones y al uso de los casos del nombre, llenan de espinas y abrojos este texto, que no parecería escrito en la patria de Prudencio y de Orosio si no nos hiciésemos cargo de que Prisciliano era un puro teólogo que apenas había saludado la cultura clásica, aunque se jactase de conocer las fábulas antiguas y que escribía en la lengua plebeya y provincial de su tiempo. Quizá por esto mismo pueden ofrecer sus tratados [182] mayor interés filológico; pero ésta es, materia que no hemos de tratar aquí, puesto que nos faltan datos y competencia para dilucidarla.

    Gran parte de estos libros son un mosaico de citas de la Sagrada Escritura, debiendo advertirse que estas citas difieren muchas veces (aunque más en el Antiguo Testamento que en el Nuevo) de la lección de la Vulgata, y es de presumir que correspondan al texto bíblico usado en España en tiempo de su autor, lo cual les da grande importancia. Hay también, aunque en mucho menor número, citas y reminiscencias de los Santos Padres, especialmente de San Hilario, cuyas interpretaciones alegóricas parecen haber sido muy del gusto de Prisciliano.

    Previas estas generales observaciones, que pueden verse más detalladamente expuestas en los prolegómenos de Schepss, acometamos ya la difícil empresa de dar cuenta de cada tratado, empezando por los tres más curiosos y de carácter más histórico, que son también los primeros: el Liber Apologeticas, el Liber ad Damasum episcopum y el Liber de fide et de apocryphis.

    Es notorio a cuantos hayan saludado la historia del priscilianismo que a principios de octubre del año 380 se reunió en Zaragoza un concilio de obispos de España y de la Galia aquitánica, al cual concurrieron, entre otros, Fitadio, de Agen; Delfino, de Burdeos; Eutiquio, Ampelio, Auxencio, Lucio, Itacio, de Ossonoba; Splendonio, Valerio, de Zaragoza; Idacio, de Mérida; Sinfosio y Carterio. Allí, al decir de Sulpicio Severo, fue condenada la doctrina del heresiarca gallego y se pronunció sentencia de excomunión no sólo contra Prisciliano, sino contra sus discípulos Elpidio, Instancio y Salviano y contra todos los que comunicasen con ellos, dándose a Idacio e Itacio, obispos de la provincia lusitana, especial comisión de proceder contra aquellos sectarios. Pero es singular que en los ocho cánones que tenemos de este concilio, cuyas actas probablemente no se han conservado íntegras, ni una sola vez se nombre a Prisciliano y a sus secuaces, aunque, por otra parte, las prácticas y supersticiones anatematizadas allí son análogas a las que se atribuían a los priscilianistas.

    Da a entender Sulpicio Severo, y han repetido los demás, que aquellos herejes no comparecieron ante el concilio y fueron condenados en rebeldía. Pero lo cierto es, según revelan estos opúsculos inéditos, que, si bien Prisciliano no asistió, tuvo conocimiento del libelo de Itacio (219) y se defendió contra él por [183] escrito, presentando una Apología, que es el más extenso e importante de los tratados descubiertos por Schepss. Antes de él había escrito otros, a los cuales alude en el prefacio, así como también a los de sus correligionarios Tiberiano y Asarbio (220).

    Estas noticias concuerdan a maravilla con las que San Jerónimo (De viris Illustribus c. 123) consignó acerca de un Apologético, compuesto en estilo rimbombante y enfático (tumenti compositoque sermone) por un Tiberiano Bético, acusado de herejía juntamente con Prisciliano, y que después de la condenación de éste en Tréveris fue relegado a una isla cuyo nombre se lee con variedad en los códices, y, vencido por el tedio y la fatiga del destierro, acabó por abjurar de sus errores. En cuanto a Asarbio, puede muy bien ser la misma persona que otro priscilianista de los decapitados por orden del emperador Máximo, y a quien en las ediciones de Sulpicio Severo se llama generalmente Asarino, si bien no falta algún manuscrito que le designa con el nombre de Asarivo, mucho más próximo a la forma dada por Prisciliano.

    Oigamos lo más sustancial de la vindicación de éste, que comienza por defenderse del cargo de profesar doctrinas secretas y de haber formado tenebrosos conciliábulos (221), alegando que su enseñanza y su vida están en plena luz y a la vista de todo el mundo y que nunca desmentirá su boca lo que cree su corazón. Con este motivo habla de su persona, de su noble alcurnia, de la posición nada oscura que había ocupado en el mundo antes de entregarse al ascetismo, de su larga experiencia de la vida y hasta de su cultura literaria, mostrando, aunque ligeramente, aquella satisfacción de sí propio de que le motejaba Sulpicio Severo, el cual, por otra parte, le reconocía las mismas cualidades que él se otorga en esta curiosa confesión autobiográfica (222). Aunque no son enteramente claros algunos de los términos de que se vale, y quizá deban entenderse no en sentido literal, sino espiritual y místico, parece inferirse de ellos que Prisciliano había sido gentil o que por largo tiempo [184] no pasó de catecúmeno ni recibió el bautismo hasta la edad madura. Tal interpretación se conformaría bien con la hipótesis que cree reconocer en su doctrina reminiscencias de los antiguos cultos peninsulares. Pero sobre esta materia ardua, y en nuestro concepto, insoluble todavía, ya diremos más adelante lo poco que se nos alcanza. De todos modos, resulta confirmada la semblanza de Prisciliano, noble, rico, erudito, elocuente, que trazó con elegante pluma el cristiano retórico de las Galias, el cual parece haber mirado con simpatía al personaje, aunque le tenía por hereje gnóstico y maniqueo (223).

    El primer cargo teológico de que Prisciliano determinadamente se defiende es el de negar la unidad divina e inclinarse al partido de los que llama binionitas (224). Tal acusación es, en efecto, de las que más frecuentemente se repetían contra él y sus discípulos, acusándolos unas veces de profesar el dualismo, y otras, el docetismo de algunas sectas gnósticas y suponer que el Christus muerto en la cruz era un eón de categoría inferior. A una y otra inculpación procura responder Prisciliano con una profesión de fe cuyos términos parecen enteramente ortodoxos (225). En términos expresivos anatematiza también la herejía de los patripasianos, que sostenían que el Padre, y no el Hijo, había sido crucificado (226); la de los novacianos, que multiplicaban el bautismo como sacramento de penitencia (227); los nefandos sacrilegios de los nicolaítas (228) y de las sectas misteriosas que empleaban como símbolos «grifos, águilas, asnos, elefantes, serpientes y otras bestias» (229), y de las que todavía prestaban algún género de culto al Sol y a la Luna, a Jove, a Marte, a Mercurio, [185] a Venus y a Saturno (230). Es muy de notar, y aun llega a ser sospechosa, la insistencia con que trata estos puntos y particularmente el grandísimo empeño que pone en defenderse de las acusaciones de adhesión a cultos secretos, de reminiscencias de idolatría y paganismo y de interpretar en sentido literal y no parabólico los símiles de monstruos y bestias.

    Su procedimiento apologético consiste en acumular sin tasa centones bíblicos; pero, en medio de esta pesada impedimenta, no deja de encontrarse de vez en cuando algún rasgo personal. Así vemos a Prisciliano jactarse de haber leído, cuando andaba en el siglo, las fábulas de la antigua mitología, aunque sólo para instrucción y alarde de ingenio y demostrar implícitamente con su testimonio que en España persistía el culto solar y que todavía conservaban adoradores Mercurio, entre los buscadores de tesoros; Venus, entre los libidinosos; la Luna, entre los que supersticiosamente observaban los años, las estaciones, los meses y los días (231).

    Pero todavía es más curioso lo que se refiere al culto de los demonios, que era otro de los capítulos de acusación contra el priscilianismo (232). La demonología de Prisciliano tiene doble interés, por lo mismo que difiere en parte de la general demonología gnóstica, tal como la conocemos por San Ireneo, Teodoreto y otros apologistas. El catálogo de los espíritus infernales dado por Prisciliano comprende los nombres de Saclam (Satán), Nebroel, Samael, Belzebuth, Nasbodeo (Asmodeo), Belial, Abaddon (asimilado con el Apolleon griego y con el Exterminador latino).

    Prosigue nuestro autor anatematizando todas las herejías de que se le acusaba, y con especial ahínco el dualismo maniqueo (233), las fornicaciones de los nicolaítas; la perfidia de los [186] ofitas, a quienes llama «hijos de víboras» (234) y con menos detalle las sectas de Saturnino y Basílides, el arrianismo y los errores de los homuncionitas, catafrigas y borboritas (235).

    Si por tan viva defensa hemos de juzgar del ataque, resultará confirmado, mucho más que debilitado, lo que acerca del carácter sincrético del priscilianismo nos contaron los Padres antiguos, pues apenas hay error alguno de los divulgados hasta su tiempo, aun los más oscuros, de que no crea necesario vindicarse, mostrando al mismo tiempo particular erudición y familiaridad algo sospechosa con todos ellos. Así le vemos mencionar expresamente a los eones gnósticos, Armaziel, Mariame, Ioel, Balsamo y Barbilon (236), y rechazar la hipótesis de un quinto Evangelio (237).

    Pero, entre las acusaciones que contra él había acumulado Itacio, ninguna parece haber conmovido tanto a Prisciliano como la de encantador o maleficus, porque llevaba aparejada pena capital, y quizá en ella, todavía más que en la de maniqueísmo, se fundó la sentencia condenatoria de Tréveris. Culpábase, pues, a Prisciliano de encantar los frutos de la tierra mediante ciertos prestigios y cantares mágicos, consagrándolos al Sol y a la Luna (238). Y parece, por los términos de su defensa, que estos ritos se enlazaban con cierto concepto teosófico del mundo, suponiendo participación de la naturaleza divina en animales, plantas y piedras y explicando la generación de las cosas por la distinción en el ser de Dios de un principio masculino y otro femenino (239).

    Esto es lo más sustancial que contiene el Liber Apologeticus, [187] presentado por Prisciliano al concilio de Zaragoza (240) y que de algún modo suple la pérdida de la parte dogmática de sus actas, puesto que en él tenemos condensadas las denuncias de Itacio y la réplica del acusado. Esta apología no satisfizo a los Padres del concilio y probablemente no hizo más que empeorar la causa de Prisciliano. En cambio, a Paret y a Lavertujón y otros modernos les ha parecido triunfante y sincera, bastándoles con ella para dar por calumnioso el relato de Sulpicio Severo, por inicua la condenación de Tréveris y por absurdas todas las noticias del Commonitorium y, en suma, para rechazar todos los testimonios de origen antipriscilianista, únicos que se conocían hasta ahora.

    Antes de dar mi humilde parecer sobre tan ardua cuestión, tengo que analizar los restantes tratados del códice de Würzbourg. Continuaremos, pues, en el próximo artículo la tarea, nada llana ni agradable, de descifrar el galimatías teológico de Prisciliano.

III

    Todavía más interesante bajo el aspecto histórico que el Apologético, de Prisciliano, es el segundo de los opúsculos del códice de Würzbourg, que lleva por título Liber ad Damasum Episcopum. En él tenemos una relación detallada de todo lo que aconteció desde el concilio de Zaragoza hasta la llegada de Prisciliano a Roma, relación que en parte completa y en parte aclara, más bien que rectifica, lo que escribió Sulpicio Severo. Habla éste vagamente de los multa et foeda certamina que entre los priscilianistas y sus adversarios hubo en Galicia y Lusitania, y, según su costumbre, carga la mano a Idacio e Itacio (241), los cuales, a principio del año 381, solicitaron y obtuvieron del emperador Graciano el rescripto que intimaba a los priscilianistas el destierro extra omnes terras, según la enfática expresión del cronista, la cual no ha de tomarse al pie de la letra, sino meramente como destierro de España y acaso únicamente de la provincia lusitana, en que eran obispos Instancio, Salviano y Prisciliano. Los tres se encaminaron a Roma con intento de justificarse ante el papa San Dámaso (242); pero hicieron el viaje muy despacio, dogmatizando en la Aquitania, especialmente en la ciudad de Elusa (cerca de Auch) y en la comarca de Burdeos, donde catequizaron a una noble y rica señora llamada Eucrocia, viuda del retórico y poeta Delpidio. Prescindo, para no escandalizar los castos oídos de los neopriscilianistas (que no quieren [188] admitir en su héroe ni sombra de impureza), de todo lo que Sulpicio añade acerca de esta Eucrecia, y los amores que su hija Prócula tuvo en el camino de Roma con Prisciliano, y el aborto procurado con hierbas. etc. Porque la verdad es que tales maledicencias no las da el cronista por cosa cierta y averiguada, sino que las consigna como un rumor que corrió en su tiempo: Fuit in sermone hominum. ¡Y fácil es ahora aquilatar el valor de los rumores malévolos del siglo IV! Abstengámonos. pues, de romper lanzas en pro ni en contra de la honestidad de la andariega doncellita Prócula, para no repetir el chistoso caso de la pendencia de Don Quijote con Cardenio sobre el amancebamiento de la reina Madasima con aquel bellacón del Mtro. Elisabad, caso que debían tener muy presente siempre los que tratan estas cosas tan viejas, tan oscuras y que en el fondo son de mera curiosidad, con el mismo calor y mal empleado celo que si discutiesen doctrinas o sucesos contemporáneos.

    El segundo opúsculo de Prisciliano es precisamente la apología que en Roma presentó a San Dámaso, como en recurso de apelación contra el metropolitano de Mérida. Por tal concepto sería ya curioso este documento en los fastos de la primitiva disciplina eclesiástica, aunque no lo fuese además por las noticias históricas que encierra. Un punto, sin embargo, hay sobre el cual Prisciliano no da explicación alguna. Me refiero a su episcopado de Ávila, que, según la narración de Sulpicio, obtuvo por favor de sus parciales después del concilio de Zaragoza. Los itacianos le llamaban pseudo-episcopus; pero la verdad es que si fue electo por el clero y el pueblo, único modo de nombramiento episcopal conocido en su tiempo, y no fue intruso en iglesia que tuviese ya legítimo pastor (lo cual en ninguna parte consta), tan obispo fue como cualquier otro, y querer borrar su nombre del episcopologio de Ávila es candidez no menor que la del buen cura de Fruime, de regocijada memoria, que de ningún modo quería pasar por que Prisciliano fuese gallego y se empeñaba en leer Gallatia donde Sulpicio Severo dice Gallecia.

    Daremos a conocer lo más notable de esta segunda vindicación de Prisciliano, que comienza con un formal testimonio de adhesión a la Sede Apostólica (243) y con una nueva profesión de fe ortodoxa (244). Es evidente que las multiplicaba demasiado y que ponía especial ahínco en rechazar toda complicidad con los arrianos, patripasianos, ofitas, novacianos y maniqueos, particularmente [189] con estos últimos, a quienes califica no solamente de herejes, sino de idólatras y maléficos, adoradores y siervos del Sol y de la Luna, llegando a invocar el santo nombre de Cristo en testimonio de que sólo conocía tales sectas por el rumor del vulgo y no porque con los adeptos hubiese tenido comunicación alguna, ni siquiera para impugnarlos, puesto que aun la controversia con ellos le parecía pecado (245). No es del caso discutir el valor de esta apología, que, precisamente por lo extremada, pierde algo de su fuerza. Lo que ahora nos interesa, y lo que es completamente nuevo, es la narración que Prisciliano hace de sus disputas con el metropolitano Idacio. Y aquí es preciso traducir casi íntegro el texto, aligerándole sólo de repeticiones superfluas. Conviene advertir, para mejor inteligencia de algunas frases, que el Liber ad Damasum fue escrito y presentado por Prisciliano no sólo en nombre propio, sino también en el de sus correligionarios Instancio y Salviano, puesto que a todos comprendían las mismas acusaciones. Es, pues, un manifiesto de la secta, al mismo tiempo que una vindicación personal. Los priscilianistas se presentan como un grupo de ascetas que, después de haber renunciado a todas las vanidades del mundo y abrazado la vida espiritual, elevados ya unos a la dignidad episcopal y próximos otros a serlo, vivían en católica paz, hasta que surgieran en la Iglesia de España disensiones, o por la necesaria reprensión que hacían de los vicios y desórdenes ajenos, o por la envidiosa emulación de su vida y costumbres, o por la intervención de la potestad secular. Se jactan, sin embargo, de que ninguno de los que presentaban al Papa aquel documento había sido acusado de vida reprensible, ni mucho menos sometido a juicio por tal causa y que en el concilio de Zaragoza ninguno de ellos había aparecido como reo, ni había sido convicto ni condenado, ni siquiera citado para que compareciese. Es cierto que Idacio había leído allí un Commonitorium en que se trazaba cierta regla y norma de vida religiosa y se reprendía de paso a los priscilianistas; pero en el [190] concilio había prevalecido la autoridad de una epístola del mismo San Dámaso, que ordenaba no proceder contra los ausentes sin oírlos (246).

    Da a entender el obispo de Ávila que el principal motivo de la enemiga del metropolitano Idacio y de los suyos consistía en la rígida censura que los priscilianistas fulminaban contra sus malas costumbres y torpe modo de vivir, en contraposición al cual hacían ellos alarde de practicar la vida ascética, formando congregaciones en las cuales se daba mucha participación a los laicos (247).

    Y prosigue diciendo nuestro autor que cuando Idacio volvió del sínodo de Zaragoza comenzó a desatarse en furibundas diatribas contra algunos sufragáneos suyos con quienes había comunicado hasta entonces, y que por nadie habían sido canónicamente condenados. Pero aquí Prisciliano, aun escribiendo como sectario, levanta una punta del velo y demuestra que él y sus discípulos no eran tan inocentes corderos como al principio ha querido pintarlos. Al contrario, exasperados con la denuncia que el metropolitano de Mérida había presentado contra ellos en el concilio Cesaraugustano, y con los cánones de este concilio (que, aun suponiendo que no fueran más que los que hoy tenemos, iban derechamente contra ellos) intentaron pronta y escandalosa venganza, haciendo que en plena iglesia un presbítero de Mérida, afiliado probablemente a la secta o quizá instrumento de los rencores ajenos, entablase una acción contra Idacio y que a los pocos días se presentasen libelos contra él en diversas iglesias de Lusitania con acusaciones todavía más graves que las del presbítero y, finalmente, que se apartasen de su comunión muchos clérigos mientras no apareciese purgado de los graves delitos que se le imputaban (248). [191]

    En tal estado las cosas, Prisciliano, que probablemente era quien atizaba todo este incendio, se dirigió en consulta a dos prelados que manifiestamente eran ya partidarios suyos: Hygino, obispo de Córdoba, y Symposio, de una de las diócesis de la provincia gallega (el segundo de los cuales había asistido al concilio de Zaragoza), pidiéndoles remedio para acabar con el cisma y restablecer la paz en la Iglesia española (249). Respondieron ambos obispos que, en cuanto a los laicos, podía recibírseles a comunión, aunque rechazasen como sospechoso al metropolitano Idacio, bastándoles con una mera profesión de fe católica, y que para resolver las demás cuestiones debía reunirse nuevo concilio, puesto que en Zaragoza no había sido condenado nadie.

    Hizo más el obispo de Ávila, y fue dirigirse a Mérida con intentos de paz y concordia, según él dice, pero que no debieron de parecerle tales a los amigos y secuaces de Idacio, puesto que una turba de pueblo amotinado en su favor no sólo impidió a Prisciliano y a los suyos la entrada en el presbiterio, sino que los maltrató gravemente de palabra y de obra, llegando hasta azotarlos o apalearlos (250).

    Tan estúpidas violencias acabaron de irritar los ánimos y de hacer imposible la reconciliación, si es que de buena fe la buscaban ni los unos ni los otros. Prisciliano, convertido en cabeza del cisma, se puso al frente de un movimiento laico en las iglesias de Lusitania y comenzó a llenarlas de partidarios suyos, a quienes confería democráticamente el sacerdocio sin más requisitos que lo que él llamaba profesión de fe ortodoxa y la propuesta o petición por la plebe. De todo dio cuenta en una especie de circular a sus coepiscopos, al mismo tiempo que Idacio solicitaba y obtenía el rescripto imperial no contra los priscilianistas, cuyos nombres callaba, sino contra los pseudo-obispos y maniqueos que eran los dictados con que más podía dañarlos (251). De toda la relación de aquellos disturbios, tejida [192] a su modo, informó por epístolas a San Ambrosio y a San Dámaso, sacando de su armario o archivo ciertas escrituras (que eran probablemente los libros apócrifos y esotéricos de que se valían los priscilianistas) y envolviendo a Hygino en las mismas acusaciones de herejía que a Prisciliano. Éste, por su parte, envió al Pontífice romano letras comunicatorias suscritas por todo el clero y el pueblo de su diócesis, solicitando un juicio en que se depurasen las acusaciones de Idacio (252). Todo esto precedió al viaje del heresiarca a Roma y todo esto es preciso para comprenderle, aunque haya sido ignorado hasta ahora. Tampoco sabíamos a punto fijo, hasta que explícitamente lo hemos visto declarado en este Libellus, qué es lo que solicitaba Prisciliano de San Dámaso; y es punto que no deja de tener interés para la historia de la disciplina, porque envuelve un reconocimiento claro y explícito de la jurisdicción pontificia. Lo primero que el obispo de Ávila reclama es la comparecencia del metropolitano de Mérida ante el tribunal de San Dámaso, y en caso de que éste, por su ingénita benevolencia, no quiera pronunciar sentencia contra nadie, que dirija sus letras apostólicas a todos los obispos de España para que, congregados en concilio provincial, juzguen la causa pendiente entre Idacio y los priscilianistas (253). [193]

IV

    Si interesantes son, bajo el aspecto histórico, los dos opúsculos que acabamos de examinar, no lo es menos, para el estudio de la que pudiéramos llamar «literatura priscilianista», el tercero de los tratados del códice de Würzbourg, que lleva por título Liber de fide et apocryphis. Sabíase de antiguo que los priscilianistas habían hecho entrar en su canon cierto número de libros seudepígrafos usados ya por sectas anteriores y algunos también de su propia composición que, al parecer, encerraban la parte esotérica su doctrina. Testimonios muy tardíos en verdad, y que se refieren a las últimas evoluciones de aquella herejía; el Commonitorium, de Orosio, y la epístola de Santo Toribio a Idacio y Ceponio enumeran entre estos libros las Actas de San Andrés, las de San Juan, las de Santo Tomás y otras semejantes a éstas (et his similia), que serían probablemente las de San Pedro y San Pablo, pues solían ir juntas con las anteriores en la compilación atribuida al maniqueo Leucio (siglo IV). Orosio menciona, además, cierta Memoria Apostolorum, y Santo Toribio, una especie de poema cosmogónico, De principe humidorum et de principe ignis, obras originales, al parecer; y aun indican que había otros apócrifos más ocultos y que sólo se comunicaban a los iniciados y perfectos. Consta, además, que tenían himnos, de los cuales San Agustín, en su carta a Cerecio, conservó el de Argirio. Y finalmente se les acusaba de haber corrompido los códices de la Biblia introduciendo en ellos variantes acomodadas a su sentir doctrinal. Multos corruptissimos eorum codices invenimus, dice la decretal de San León; y estos códices existían todavía en el siglo VII, según afirmación de San Braulio (254).

    El Liber de fide et apocryphis está mutilado, por desgracia. No lleva indicio alguno del tiempo en que fue compuesto ni de la persona o tribunal a quien fue presentado, circunstancias que acaso constasen en el encabezamiento, que es precisamente la parte que falta. Pero todo lo sustancial de la argumentación ha quedado, y esta argumentación, que no carece de habilidad dialéctica, es una defensa paladina de la lectura de los apócrifos. Para Prisciliano, el canon bíblico no está cerrado ni mucho menos, y todo su empeño es demostrar que en los mismos libros recibidos por la ortodoxia como sagrados se hace mención de escrituras apócrifas y se concede autoridad a su testimonio. «Veamos (dice) si los apóstoles de Cristo, que deben ser los maestros de nuestra vida y doctrina, leyeron alguna cosa que no está en el canon. El apóstol Judas cita unas palabras del libro de Henoc: Ecce venit dominus in sanctis militibus facere [194] iudicium et arguere omnem et de omnibus duris quae locuti sunt contra eum peccatores. ¿Quién es este Henoc a quien invoca San Judas en testimonio de profecía? ¿No tenía otro profeta de quien acordarse más que de éste, cuyo libro hubiera debido condenar canónicamente si fuese cierta la opinión de nuestros adversarios? Pero ¿por ventura no mereció ser llamado profeta Henoc, de quien dijo San Pablo, en la Epístola a los Hebreos, ante translationem testimonium habuisse: aquél a quien en los principios del mundo, cuando la naturaleza ruda de los primeros hombres, conservando fresca la huella del pecado original, no creía posible la conversión a Dios después de la culpa, quiso el Señor trasladarle entre los suyos y eximirle de la muerte? Y si de esto no hay duda y los apóstoles le tuvieron por tal profeta, ¿quién será osado a condenar a un profeta que predica el nombre de Dios? ¿Por ventura estas materias de que tratamos son de tan poco momento como si jugásemos a los dados o si nos recreásemos con las ficciones de la escena? ¿Hemos de seguir a los hombres del siglo y despreciar las palabras de los apóstoles?» (255)

    «Y aunque un solo testimonio sea suficiente para confirmar la fe de los santos, escudríñense con diligencia las Sagradas Escrituras, y se encontrarán otros no menos claros y terminantes. Recuérdese lo que dice el viejo Tobías en los consejos que dio a su hijo: Nos filii prophetarum sumus; Noe profeta fuit et Abraham et Isac et Iacob et omnes Patres nostri qui ab initio saeculi profetaverunt. ¿Cuándo en el canon se ha leído libro alguno del profeta Noé ni de Abraham? ¿Quién ha oído hablar nunca de que Isaac profetizase? ¿Quién vio en el canon la profecía de Jacob? Pues si Tobías leyó a esos profetas y dio testimonio de ellos en un libro canónico, ¿por qué, lo mismo que a él le sirvió de mérito y edificación, ha de ser ocasión para que otros sean reprendidos y condenados? Por nuestra parte, preferimos tal condenación en la buena compañía de los profetas de Dios, más bien que arrojarnos a vituperar cosas que son verdaderamente religiosas. ¿Quién no ha de temblar de encontrarse a Noé de acusador ante el tribunal de Dios?» (256) Y por este estilo prosigue declamando. [195]

    Aquí ya es patente la sofistería y la mala fe de Prisciliano en esta controversia. Podía deslumbrar la cita de San Judas, aunque pueda disputarse si está tomada del apócrifo libro de Henoc o meramente de la tradición. Pero, de todas suertes, la mera cita no podía canonizar el libro, como no canoniza al poeta cómico Menandro la transcripción que de un verso de su Thais hizo San Pablo en la primera epístola a los Corintios (15,33), ni a Arato aquella sentencia suya recordada por el mismo Apóstol de las Gentes en su discurso de Atenas (Act 17,28). Pero todavía era recurso de peor ley confundir el don de profecía que tuvieron muchos patriarcas de la Ley Antigua con los escritos proféticos propiamente dichos. No era menester que Noé, Abraham e Isaac hubiesen escrito libros para que se los llamase profetas; y en cuanto a Jacob, ¿qué son sino una continua profecía las bendiciones que da a sus hijos en el penúltimo capítulo del Génesis? Había, pues, una profecía de Jacob y estaba realmente en el canon.

    Todos estos paralogismos de Prisciliano no llevan más fin que recomendar sin ambages la lectura de los libros apócrifos, sin exceptuar aquéllos que, aun a sus propios ojos, contenían manifiestas herejías, pues nada le parecía más fácil que borrar todo lo que no estuviese conforme con los profetas y los evangelistas, arrancando así la cizaña de en medio del trigo, lo cual estimaba mejor que perder la esperanza de buen fruto por temor a la cizaña (257).

    Defendía y practicaba, pues, Prisciliano, dentro de la teología de su tiempo, cierto género de libre examen, aplicado a la interpretación del texto bíblico; por lo cual el Dr. Paret le coloca, no sin fundamento, entre los precursores del protestantismo, si bien ha de advertirse que difiere de los corifeos de la Reforma en un punto muy importante, es a saber, en la ampliación sin límites que quiere dar al canon de las Sagradas Escrituras mediante la introducción de los apócrifos. Su táctica es siempre la misma. En los libros canónicos se alude a cosas cuya narración especificada no se halla en parte alguna de la Biblia; debía estar, por tanto, en otros libros de carácter no menos venerable y sagrado. Además, algunos de estos libros u otros semejantes a ellos están alegados clara y terminantemente en la Biblia misma. De aquí parece sacar Prisciliano la extraña consecuencia de que los innumerables apócrifos que corrían en [196] su tiempo, y que cautelosamente se guarda de designar por sus títulos, eran del mismo valor que esos antiguos e ignorados libros y debían leerse con reverencia poco menos que la debida al cuerpo de las Escrituras canónicas, una vez limpios de la cizaña que había sembrado en ellos la mano de los «infelices y diabólicos herejes». Por supuesto que esta selección se dejaba al juicio privado del mismo Prisciliano o de cualquier otro dogmatizante. Pero conviene oír sus propias palabras, que son muy curiosas por tratarse de la más antigua manifestación de la crítica bíblica en España:

    «Leemos en el Evangelio según San Lucas (258): Inquiretur sanguis omnium profetarum qui effusus est a constitutione mundi, a sanguine Abel usque ad sanguinem Zachariae qui occisus est inter altare et aedem... ¿Quién es este Abel profeta, del cual tomó principio la serie sangrienta de los profetas que acaba en Zacarías? ¿Quiénes son esos profetas intermedios que padecieron muerte violenta? Si es pecado investigar más de lo que se dice en los libros canónicos, no hallaremos en ellos que ningún profeta de los que allí leemos haya muerto mártir; y si fuera de la autoridad del canon nada se puede admitir ni tener por cierto, no podemos fiarnos de tradiciones acaso fabulosas, sino atenernos a la historia escrita. Quizá alguno me haga la objeción de que Isaías fue aserrado; pero, si es de los que condenan mi doctrina, cierre su boca o confiese que para tal afirmación no tiene más testimonios que el de pinturas y de poetas (259). Cuando el evangelista nos dice scrutate Scripturas, es claro que nos invita a leer lo que él mismo había leído» (260).

    Que Prisciliano era asiduo lector de la Biblia, lo prueban sus escritos, pues no son, en gran parte, más que centones de ella. Pero es claro que tal estudio no podía menos de resentirse de las imperfecciones que tenía la Vulgata latina antes que San Jerónimo la corrigiese. Por culpa de estas malas lecciones caen en falso algunos de sus argumentos. Por ejemplo, lee Prisciliano en San Mateo (2, 14.15): Surgens autem Ioseph accepit puerum et matrem eius noctu et abiit in Aegyptum et erat ibi usque ad consummationem Herodis, ut adimpleretur quod dictum est a domino per prophetam dicentem: ex Aegypto vocavi [197] filium meum. Y como en su Biblia no encontraba tal profecía, exclama: «¿Quién es ese profeta a quien no leemos en el canon, a pesar de que el Señor quiso corroborar su testimonio y salir fiador de su promesa cumpliéndola al pie de la letra?» (261) El profeta era Oseas (11,1); sus palabras, fielmente traducidas de la verdad hebraica, son en la Vulgata actual: Ex Aegypto vocavi filium meum, exactamente como las citó San Mateo. Pero en la versión griega de los Setenta, de la cual procedía la vetus latina usada por Prisciliano, había un error de traducción: Ex Aegypto vocavi filium eius. Expresamente lo advierte así San Jerónimo en su comentario a este lugar del profeta.

    En medio de la gran libertad de interpretación que aplica a los textos sagrados, Prisciliano hace continuos alardes de ortodoxia (262); pero su cristianismo es puramente bíblico y simbólico: «El símbolo es signatura de cosa verdadera; el símbolo es obra del Señor; el símbolo no es materia de disputa, sino de creencia... La escritura de Dios es cosa sólida, verdadera, no elegida por el hombre, sino entregada al hombre por Dios.» El símbolo es su única norma de creencia (263). De la tradición eclesiástica prescinde en absoluto y jamás invoca el testimonio de ningún doctor anterior a él. Podrá disputarse si era gnóstico o maniqueo; pero en este libro se presenta como un teólogo protestante que no acata más autoridad que la de la Biblia, y se guía al interpretarla por los dictámenes de su propia razón, lo cual no le impide tronar contra las temerarias y heréticas novedades, contra la disquisición de cosas superfluas que infunden estupor y sorpresa a los fieles: «Dios no puede mentir, Dios no puede haber citado en falso a un profeta alegando lo que no dijo. Hay que escudriñar las Escrituras. Nadie tiene derecho a decir: 'Condena tú lo que yo no sé, lo que no leo, lo que no quiero investigar por la fuerza de mi entendimiento.' 'Tengo el testimonio de Dios, el de los apóstoles, el de los profetas; [198] en ellos solamente puedo encontrar lo que pertenece a la profesión del hombre cristiano, al gobierno de la Iglesia y a la propia dignidad de Cristo. No es el temor, sino la fe, quien me hace amar lo bueno y rechazar lo malo'» (264).

    Cuidadosamente recoge el obispo de Ávila las menciones de libros que hay esparcidas por el texto de la Biblia, mostrando en esto una erudita curiosidad y ciertos vislumbres de espíritu crítico que sorprenden en época tan remota. En los Paralipómenos, sobre todo, encuentra indicadas muchas fuentes históricas, que seguramente aprovechó como documentos el redactor de aquella compilación. Tales son el Libro de los Reyes de Israel, compuesto por Jehú, hijo de Ananías (p. II 20,34); los escritos del profeta Natán y de Ahías el Silonita y la visión de Addo contra Jeroboam (II 9,29); las profecías de Semeías (II 12,15), el Libro de los días de los Reyes de Judá y de Israel (II 25,26), los Sermones de Ozai (II 33,19) y otros varios (265). Fácilmente hubiera podido ampliar esta enumeración, recordando, por ejemplo, las tres mil Parábolas y mil y cinco (cinco mil según la versión de los Setenta) Cánticos de Salomón, sus tratados de Historia natural (3 Reg 4, 32.33), y el famoso Libro de los justos, dos veces mencionado en Josué (10,13) y en los Reyes (2, 1.18), del cual han creído algunos exegetas encontrar vestigios en el apócrifo hebreo de Iaschar o de la generación de Adam, aunque haya llegado a nosotros en forma muy tardía y alterada.

    Todo esto prueba que la literatura hebraica era mucho más rica de lo que superficialmente pudiera creerse, y comprendía muchos más libros que los de la Biblia, y no es poco mérito de Prisciliano el haber reparado en esto; pero no prueba de ningún modo lo que él pretende; es a saber, que todos esos libros, ni siquiera los que llevaban nombres de profetas, hubiesen sido compuestos por especial inspiración divina. Dios no [199] hubiera consentido que se perdiese su palabra. La santidad y el don de profecía que tuvieron algunos de esos autores daba, sin duda, grande autoridad a sus libros, que parecen haber sido principalmente históricos: anales, memorias, genealogías; pero nunca penetraron en el canon de los hebreos, que estaba ya fijado en tiempo de Esdras, a lo menos según la opinión tradicional y antiquísima, de la cual ciertamente no se apartaba Prisciliano, pues hasta admitía (como algunos Padres de los primeros siglos) la fabulosa narración del apócrifo libro cuarto de Esdras, en que se atribuye a aquel escriba el haber restaurado milagrosamente en cuarenta días los libros de la Ley por haber perecido todos los ejemplares en el incendio del templo (266).

    Tal es, en su parte sustancial, este tratado, el más importante, sin duda, de los de Prisciliano, hasta por las condiciones del estilo, que en medio de su barbarie cobra inusitado color y elocuencia en algunos pasajes y nos hace entrever las condiciones de propagandista que en su autor reconocieron amigos y adversarios, y sin las cuales no se comprendería la rápida difusión de su doctrina y el fanatismo que inspiró a sus adeptos llevándolos hasta el martirio. Estas páginas son, además, el primero, aunque tenue albor de la exégesis bíblica en España; su respetable antigüedad las hace dignas de consideración aun en la historia general de las ciencias eclesiásticas; y si es verdad que no aportan ningún dato nuevo para determinar los libros apócrifos que leían los priscilianistas, tienen, en cambio, la ventaja de marcar con entera claridad la posición teológica del jefe de la secta en esta cuestión, mucho más importante de lo que a primera vista parece. No quisiéramos falsear su pensamiento ni atribuirle conceptos demasiado modernos; pero nos parece que, a despecho de sus salvedades y de su respeto, quizá afectado, a la letra de la Escritura, lo que Prisciliano reivindica no es sólo el libre uso y lectura de los apócrifos en la Iglesia, sino la omnímoda libertad de su pensamiento teológico, lo que él llama la libertad cristiana, torciendo a su propósito palabras de San Pablo (267). Para Prisciliano, además de la revelación escrita de los libros canónicos, hubo otra revelación perenne y continua [200] del Verbo en el mundo. No solamente fue anunciado Cristo por todos los profetas, no sólo esperaron en su venida todos los patriarcas de la Ley Antigua, sino que todo hombre tuvo noticia de él y supo o adivinó que Dios había de venir en carne mortal (268). Siendo la plenitud de la fe el conocimiento de la divinidad de Cristo, sólo el que no ama a Cristo merece anatema.

    Estas ideas son profundamente gnósticas, aunque, benignamente interpretadas, acaso pudieron caber dentro de aquella gnosis cristiana que preconizó Clemente de Alejandría y parezcan tener antecedente más remoto en la doctrina de San Justino (Apol. II c. 8-10) sobre el logos spermatikós, derramado por la Sabiduría Eterna en todos los espíritus, para que pudieran elevarse, aun por las solas fuerzas naturales, a una intuición o conocimiento parcial del Verbo diseminado en el mundo, aunque su completa manifestación y comunicación por obra de gracia sólo se cumpla mediante la revelación de Cristo.

    Los restantes opúsculos del códice de Würzbourg carecen del interés histórico que tienen los tres primeros, y, como tampoco su valor teológico es grande, podremos hacer de ellos una exposición mucho más sucinta.

V

    A falta de otro mérito, tienen los últimos tratados del códice de Würzbourg la importancia de ser trasunto de la enseñanza oral y pública de Prisciliano, puesto que todos están compuestos en forma de exhortaciones y pláticas dirigidas al pueblo, y aun dos de ellos lo declaran en sus títulos (Tractatus ad populum I, Tractatus ad Populum II). Pero dentro de esta general categoría hay que distinguir los puramente parenéticos (cuales son, además de los dos citados, el Tractatus Paschae y la Benedictio super fideles) de los exegéticos o expositivos, como son las homilías sobre el Génesis, sobre el Éxodo y sobre los salmos primero y tercero. La originalidad de estos escritos es muy corta, y ciertamente que en ellos no aparece Prisciliano como el terrible reformador cuya trágica historia teníamos aprendida. Schepss prueba, mediante un cotejo seguido al pie de las páginas, que Prisciliano tomaba literalmente no sólo su doctrina, [201] sino hasta sus frases, de los libros De Trinitate de San Hilario, cuyo método alegórico seguía en la interpretación de las Sagradas Escrituras, zurciendo las palabras del santo obispo de Poitiers con los innumerables pasajes bíblicos de que está literalmente empedrado su estilo. Quizá un teólogo muy sabio y atento podrá descubrir en estos opúsculos alguna proposición que tenga que ver con las doctrinas imputadas de antiguo a Prisciliano; yo no he acertado a encontrar sino el ascetismo más rígido, un gran desdén hacia la sabiduría profana y cierto singular estudio en evitar la acusación de maniqueísmo (269), acaso por ser la que con más frecuencia se fulminaba contra él. En el Tractatus Genesis reprueba con igual energía a los filósofos que enseñan la eternidad del mundo, a los idólatras que divinizan los cuerpos celestes y les otorgan potestad sobre los destinos del género humano, y a los sectarios pesimistas que suponen la creación obra de un espíritu maligno, a quien cargan la responsabilidad de sus propias acciones, torpes e ilícitas. En el Tractatus Exodi formula enérgicamente su ideal ascético: castificación (sic) de la carne terrenal y del espíritu, y expone la doctrina del beneficio de Cristo, prefigurado en el símbolo pascual de la Ley Antigua (270). Acaso en las fórmulas de su cristología [202] pueda encontrarse algún resabio de panteísmo místico, análogo al que en tiempos más modernos profesó Miguel Servet; pero debe advertirse que en tiempo de Prisciliano no estaba fijada aún la terminología teológica con el rigor y precisión con que lo ha sido después por obra de los escolásticos, y podrían pasar por audacias de doctrina, en los escritores de los primeros siglos, las que son meras efusiones de piedad o, a lo sumo, leves impropiedades de expresión.

    A este tratado, que es realmente una exhortación espiritual en tiempo de Pascua, siguen otros dos sobre los salmos primero y tercero. En uno y otro, Prisciliano prescinde casi enteramente del sentido literal, por atender al alegórico; y en uno y otro acentúa más y más el carácter íntimo de su cristianismo, basado en la renovación moral, en la purificación del alma para convertirla en templo digno de Cristo. Esta religión de la conciencia, avivada por la continua lección de las epístolas de San Pablo, le inspira frases enérgicas que, a pesar de su origen enteramente cristiano, recuerdan el estoicismo de Séneca en sus mejores momentos: «Somos templos de Dios, y Dios habita en nosotros: mayor y más terrible pena del pecado es tener a Dios por cotidiano testigo que por juez; y ¡cuán horrible será deber la muerte a quien reconocemos como autor de la vida!» (271)
    El comentario al salmo tercero está incompleto: lo está también la primera de las pláticas de Prisciliano al pueblo; pero ni en ella, ni en la segunda, ni en la Benedictio super fideles, que es el último de los libros del códice de Würzbourg, encontramos nada que no hayamos visto hasta la saciedad en los tratados anteriores. La Benedictio es curiosa por su estilo oratorio y redundante y por cierta elevación metafísica; pero los principales conceptos y frases, aun los que pudieran parecer más atrevidos, están tomados de San Hilario, según costumbre (272).
    Tales son los opúsculos cuyo feliz descubrimiento debemos al Dr. Jorge Schepss; pero hay otro libro de Prisciliano, conocido desde antiguo, que apenas había sido tomado en cuenta por los historiadores eclesiásticos y cuyo verdadero valor no era fácil apreciar antes del novísimo hallazgo. Con el título de Priscilliani in Pauli Apostoli Epistulas (sic) Canones a Peregrino [203] Episcopo emendati, existe una compilación, de la cual se conocen gran número de códices porque en las antiguas Biblias españolas solían copiarse al frente de las epístolas de San Pablo, lo cual es un indicio verdaderamente singular del crédito y reputación que todavía lograban los trabajos escriturarios de Prisciliano siglos después de haber sido condenada su doctrina.
    Otros diversos ejemplares ha consultado el Dr. Schepss para reproducirlos; los más antiguos se remontan al siglo IX. En España tenemos tres del siglo X: dos en la ciudad de León (bibliotecas del cabildo y de la colegiata de San Isidoro) (273) y otro en la Nacional de Madrid, procedente de la de Toledo (274). Figuran también estos cánones en las Biblias llamadas de Teodulfo, preclaro obispo de Orleans y elegantísimo poeta, por quien la cultura de la España visigótica retoñó en la Francia carolingia.
    Claro es que, siendo tan numerosos los códices de la Sagrada Escritura en que los cánones paulinos de Prisciliano se conservan, no habían podido ocultarse a las investigaciones de los eruditos del siglo pasado y del presente; y vemos, en efecto, que, con más o menos corrección y más o menos completos, los publicaron el P. Zaccaria en su Bibliotheca Pistoriensis (275), y el cardenal Angelo Mai en el tomo IX de su Spicilegium Romanum (276). Pero, aparte de los defectos materiales, que difícilmente podían evitarse en ediciones hechas sobre un solo códice, este texto no había sido comentado aún ni utilizado siquiera por los historiadores del priscilianismo.
    Hay que advertir, ante todo, que el texto que poseemos no es el genuino de Prisciliano, sino otro refundido y expurgado en sentido ortodoxo por un obispo llamado Peregrino, [203] que antepuso a estos cánones un breve y sustancioso proemio en que declara haber corregido las cosas que estaban escritas con pravo sentido y haber conservado únicamente las de buena doctrina, añadiendo algunas de su cosecha (277). [204]
    Nada se sabe de este obispo Peregrino; pero acaso podría identificársele, como han propuesto el docto canónigo Ferreiro y otros escritores, con aquel monje Bacchiario que residía en Roma a principios del siglo V y que, para librarse de la nota o sospecha de priscilianismo que recaía en él por su patria gallega (278), compuso una profesión de fe en que, hablando de sí mismo, se califica de peregrino: «Peregrinus ego sum...»
    Resta, sin embargo, la dificultad de que Bacchiario no consta que fuese obispo, sino meramente monje; y, además, la calidad de peregrino o forastero es demasiado general para que pueda parecer verosímil que se convirtiera en nombre propio de nadie.
    Pero más importante que poner en claro la personalidad del tal Peregrino sería averiguar qué género de enmiendas introdujo en los cánones de Prisciliano y cuáles fueron las cosas de prava doctrina que suprimió. Y aquí, desgraciadamente, nos falta todo medio de comparación, pues, una vez corregidos los cánones en sentido católico, desapareció la obra auténtica de Prisciliano, no siendo pequeña maravilla que el nombre de un heresiarca penado con el último suplicio se conservase por tantos siglos en la Iglesia española, y aun fuera de ella, nada menos que en preámbulos de los Sagrados Libros y alternando con el nombre de San Jerónimo.
    Tales como están ahora estos Cánones (y Paret lo demuestra admirablemente en su tesis), constituyen un tratado de polémica antimaniquea, una impugnación, no por indirecta menos sistemática y enérgica, del dualismo oriental, de la oposición entre los dos principios y los dos Testamentos. Prisciliano no emplea nunca argumentos propios: no habla jamás en su propio nombre, excepto en el preámbulo, sino que se vale tan sólo de textos de las Epístolas del Apóstol de las Gentes, hábilmente eslabonados para que de ellos resulte un cuerpo de enseñanza teológica que no es otra que la doctrina de la justificación mediante el beneficio de Cristo, fundamento de la vida cristiana en Él y por Él.
    Pero ¿cuál es la parte de Prisciliano, cuál la de Peregrino en estos Cánones? El problema es por ahora insoluble y lo será siempre si la casualidad no nos proporciona algún ejemplo de los primitivos Cánones de Prisciliano, descubrimiento cuya esperanza no debemos perder del todo, puesto que está tan reciente el todavía más inesperado de sus opúsculos. Entre tanto, conviene usar con parsimonia de este texto en las cuestiones priscilianistas, pero no prescindir de él, porque tiene un carácter de unidad de pensamiento que hace inverosímil la idea de una refundición [205] total, en que lo negro se hubiese vuelto blanco por virtud de Bacchiario, de Peregrino o de quien fuese. En todo este trabajo se ve la huella de un espíritu teológico algo estrecho, pero firme, consecuente y sistemático. Además, en el segundo proemio de los Cánones, Prisciliano hace alarde de la misma aversión a las especulaciones filosóficas que en sus opúsculos auténticos manifiesta, y el estilo y las ideas de este trozo son enteramente suyos (279).

    En el próximo artículo (280), último de esta serie, apuntaremos las consecuencias que se deducen del árido y prolijo trabajo que venimos haciendo.

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Biblioteca
Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro 1

Capítulo 2