Capítulo II
Los erasmistas españoles.-Alfonso de Valdés.

I. Patria y familia de Alfonso de Valdés. Viaje a Alemania. Cartas a Pedro Mártir. Cargos que desempeñó Valdés en servicio del emperador. Documentos diplomáticos que suscribe. -II. Relaciones de Alfonso de Valdés con Erasmo, Sepúlveda y otros. Sus opiniones religiosas. -III. «Diálogo de Lactancio». Controversia con Castiglione. Ultimo viaje de Alfonso de Valdés a Alemania. Conferencias con Melanchton. La «Confesión de Ausburgo». Muerte de Alfonso.




- I -
Patria y familia de Alfonso de Valdés. -Viaje a Alemania. -Cartas a Pedro Mártir. -Cargos que desempeñó Valdés en servicio del emperador. -Documentos diplomáticos que suscribe.

    Como la ortodoxia de este personaje (1313) es más dudosa que la de los otros erasmistas, y los protestantes le cuentan siempre entre los suyos, aunque se le ha defendido y puede defendérsele con buenas razones, me ha parecido conveniente hacer de él capítulo aparte. Sus hechos y escritos bien lo merecen.

    Parece indudable que Alfonso de Valdés nació en Cuenca. Es verdad que no tenemos una declaración suya tan explícita como la de su hermano en el Diálogo de la lengua ni parece su partida de bautismo, lo cual nada tiene de extraño, porque, según D. Fermín Caballero (1314), ninguna parroquia de aquella ciudad conserva libros anteriores al año de 1510. Pero la familia de Valdés, asturiana de origen, se hallaba establecida en Cuenca desde la conquista de AlfonsoVIII, y D. Hernando, padre de Alfonso, fue regidor perpetuo de aquella ciudad y lo fueron otros de su casa hasta mediados del siglo XVII. Y desde que comienza a haber libros bautismales aparecen en los de las parroquias de San Juan, de San Andrés y del Salvador nombres de la familia de Valdés. Don Fermín Caballero registró además escrituras públicas que se refieren al padre de Alfonso, a su hermano Andrés y a un sobrino suyo (1315). De todo lo cual resulta [739] que, a no ser una extraña casualidad de que no hay indicios, Alfonso de Valdés debió de nacer en Cuenca, patria asimismo de su hermano.

    No consta el nombre de su madre. Su padre fue D. Ferrando de Valdés, rector conchensis, en frases de Pedro Mártir de Angleria; [740] esto es, regidor perpetuo de la ciudad de Cuenca (1316) y procurador en Cortes por la misma. El infatigable D. Fermín Caballero encontró en el archivo del Ayuntamiento de Cuenca (leg.17 n.2, Consistorios), y reprodujo en su Apéndice, un documento muy curioso de este D. Hernando o Ferrando. Por real provisión de 17 de agosto de 1506 se le había autorizado para renunciar la regiduría en quien quisiera. Por entonces no hizo uso de esta merced; pero en 16 de marzo de 1518 obtuvo cédula confirmatoria, y en 20 de abril de 1520 hizo le renuncia en favor de su propio hijo Andrés, que tomó posesión con las solemnidades acostumbradas y pagó el acitrón o citrón (agua de cidra, de limón o de naranja), como si dijéramos hoy los dulces (1317).

    Los primeros años de la vida de Alfonso de Valdés están envueltos en la más completa oscuridad. Dicen que estudió en Alcalá; pero nadie lo prueba, ni los papeles de nuestra Universidad alcanzan tan lejos. Asegura Wiffen que fue discípulo de Pedro Mártir, y esto parece más creíble, pero tampoco es seguro; y lo único que podemos afirmar es que tuvo relaciones epistolares con él. Don Fermín Caballero sospechó si había sido colegial en Bolonia; pero en el archivo de San Clemente no hay noticias de Valdés, y la Communitas studiorum que dice Sepúlveda (1318) no indica que fueran condiscípulos, sino que tenían las mismas aficiones. En el índice de la Cartas de Erasmo (edición de Froben, año 1538) se llama a Alfonso de Valdés (1319) profesor de teología y eclesiastes o predicador en Burgos; pero tengo para mí que es por confusión, fácil en un editor extranjero, de Alfonso de Valdés con Alfonso de Virués, a quien competen estas calificaciones. No creo tuvieran razón M'Crie y D. Pedro José Pidal para afirmar, tan resueltamente como lo hacen, que Alfonso fue clérigo. Todo induce a suponerle seglar, y él no se preciaba de teólogo. «Ni lo soy ni pretendo serlo», dice en la carta a Castiglione. Yo creo que se retrató en la persona de aquel Lactancio de su Diálogo, mancebo, seglar y cortesano. Si a estos calificativos se agrega el de humanista, tendremos todo lo que con seguridad puede decirse de él.

    Suena por primera vez su nombre en tres cartas que desde Flandes y la baja Alemania dirigió a Pedro Mártir de Angleria en 1520. Valdés acompañaba a la corte imperial en aquel viaje, quizá como escribiente de la cancillería, a las órdenes de Mercurino Gattinara. Asistió, y la describe en estas cartas, a la coronación del césar Carlos V en Aix-la-Chapelle (Aquisgrán) (1320) y, lo que ahora nos interesa más, a los principios de la Reforma y a la Dieta de Worms (1321). Y por cierto que su juicio no es favorable a Lutero. Laméntase de que Alemania, que antes aventajaba a todas las naciones cristianas en religión, haya venido a quedar la última en esta parte. Exclama a propósito del fraile de Wittemberg: «¡Cuánta es la audacia de los malos!» Atribuye la tragedia a odios de frailes, sin comprender toda su importancia; no se cansa de llamar a Lutero audaz y desvergonzado, y venenosos sus libros; explica el apoyo que le dió el elector de Sajonia por el deseo que éste tenía de arrebatar al arzobispo de Maguncia las utilidades que sacaba de las indulgencias; pero disculpa la exasperación de los alemanes por las profanas costumbres de los romanos, y parécele mal que León X no hubiera reunido un concilio general para atajar los desórdenes (1322). Hasta entonces, como se ve, sus tendencias reformistas eran muy templadas y en nada le apartaban de la doctrina católica. Tienen estas cartas interés, como de un testigo presencial; pero nada nuevo añaden a lo que generalmente se sabe sobre los comienzos del luteranismo.

    Vuelto a España, parece que aquí permaneció hasta el año 1529. Su nombre se lee en muchos documentos oficiales y en cartas particulares que iremos enumerando. En las ordenaciones que hizo para la cancillería imperial Gattinara en 1522, suena Alfonso de Valdés como escribiente ordinario de la cancillería (1323). En 26 de agosto de 1524 redactó por encargo del canciller unas nuevas Ordenanzas (1324), que existen de su puño y letra, autorizadas [741] con la firma de su jefe y con la suya. Entonces era ya registrador y contrarrelator, y se añade de él que no sabía alemán.

    En 1525, el sobre de una carta de Maximillano Transylvano apellida a Valdés secretario del canciller. Por real cédula de 1526, el emper ador le nombró secretario de cartas latinas, cargo que en ausencias y enfermedades de Gaspar Arguylensis venía desempeñando Felipe Nicola. (Archivo general de Simancas.-Quitaciones de corte, leg.6 n.l. Publicada por D. Fermín.) En tal concepto, se le mandó abonar desde 1.º de enero el salario de 100.000 maravedís anuales que sus antecesores cobraban. Más adelante se le llama a secas secretario del emperador, y el embajador inglés Crammer llega a apellidarle en sus comunicaciones de 1532 secretario principal. No merece crédito la relación del notario Bartolomé de San Juan (1647), según la que Alfonso de Valdés habría estado de archivero en Nápoles por encargo de Carlos V (1325). Probablemente se le habrá confundido con su hermano. De Alfonso no consta que jamás visitase Nápoles.

    La vida no literaria de Alfonso de Valdés está dicha en dos palabras. Siguió a la corte imperial en sus viajes por España y redactó y suscribió gran número de documentos oficiales. Los más curiosos son: la Investidura e infeudación del ducado de Milán, a Francisco Sforcia (Tordesillas, octubre de 1524) (1326); la carta del emperador a Jacobo Salviati (28 de julio de 1527, Valladolid) sincerándose por el asalto y saqueo de Roma; la carta al rey de Inglaterra (Valladolid, 2 de agosto de 1527) sobre el mismo asunto y:sobre la Liga clementina; la respuesta al cartel del rey de Francia (24 de junio de 1528), cuando el originalísimo reto de los reyes de armas de Francia e Inglaterra al emperador; una carta al embajador en Londres sobre el divorcio de Enrique VIII (1.º de febrero de 1529), el tratado de paz entre el emperador y Clemente VII, ajustado en Barcelona el 29 de junio de 1529; la cédula de Carlos V reconociendo a su hija natural, madama Margarita (julio de 1529, Barcelona), la cual casó luego con Alejandro de Médicis en Nápoles; el nombramiento de Federico Gonzaga para capitán del ejército cesáreo, en Italia (Piacenza, 21 de septiembre de 1529); tres cartas a la reina Bona de Polonia (1327) y gran número de cédulas, compromisos, patentes, [742] arbitrajes, etc., que no hay para qué catalogar, pues es trabajo ya hecho; fuera de que en todos estos documentos no tuvo Alfonso de Valdés más intervención que la de un empleado subalterno, encargado de poner en latín la voluntad de sus señores. Ni las ideas ni el estilo, que es siempre cancilleresco y de ordenanza, tienen ni pueden tener nada de valdesiano. Pero hay dos o tres de estos papeles que requieren noticia más particular. Es el primero la

    Relación de las nuevas de Italia: sacadas de las cartas que los capitanes y comisarios del Emperador y Rey nuestro Señor han escripto a su majestad: assí de la victoria contra el rey de Francia como de otras cosas allá acaecidas: vista y corregida por el señor gran chanciller e consejo de su majestad (1525).

    La victoria de que se trata es nada menos que la de Pavía; y esta relación a manera de parte oficial, en quince páginas útiles, letra de tortis, sin follatura, año ni lugar, pero con el escudo del emperador, fue la primera que circuló en Madrid. Se reduce a un extracto de las comunicaciones de Borbón, Pescara, el abad de Nájera, etc. Por la suscripción final sabemos que «los señores del consejo de su Majestad mandaron a Alonso de Valdés, secretario del ilustre señor gran chanciller, que fiziesse imprimir la presente relación». El estilo parece suyo, y en lo que pudo poner de su cosecha hay ideas que repitió en otras partes: «Toda la christiandad se deve en esta victoria gozar. Porque, sin duda, paresce que Dios nuestro señor quiere poner fin en los males que mucho tiempo ha padesce y no permitir que su pueblo sea del turco, enemigo de nuestra fe cristiana, castigado... Y para obviar a esto, paresce que Dios milagrosamente ha dado esta victoria al emperador, para que pueda no solamente defender la christiandad y resistir a la potencia del turco, si ossare acometerla, mas assosegadas estas guerras ceviles, que assi se deven llamar, pues son entre cristianos, yr a buscar los turcos y moros en sus tierras, y ensalzando nuestra sancta fe catholica, como sus passados hizieron, cobrar el imperio de Constantinopla y la casa santa de Jerusalem, que por nuestros pecados tiene ocupada. Para que, como de muchos está profetizado, debaxo deste christianissimo príncipe, todo el mundo reciba nuestra sancta fe catholica. Y se cumplan las palabras de nuestro redemptor: Fiet unum ovile et unus pastor» (1328). Comprende [743] esta relación una lista de los muertos, heridos y prisioneros y, traducida, la carta de la reina Luisa, madre de Francisco I, a Carlos V.

    Alfonso de Valdés suscribe asimismo las cartas que en 1526 dirigió Carlos V a Clemente VII y al colegio de cardenales, quejándose de los agravios que había recibido del papa y solicitando la celebración de un concilio general. Claro es que en documentos de esta calidad la intervención de Alfonso hubo de ser muy secundaria; pero como al fin él los redactaba, en latín bastante mediano por cierto y que contrasta con el de Sadoleto, a quien responde, y las ideas eran tan de su gusto, algo hemos de achacarle de las durezas y acritudes del estilo (1329). Trozos hay que parecen del Diálogo de Lactancio. Por de contado, era ya cismático y sedicioso el incitar a los cardenales a reunir concilio, aun contra la voluntad del papa. Y esta arma del concilio la uso más de una vez Carlos V, no por intenciones de reformador, sino para tener en jaque a Roma o para contentar a los luteranos. Véase cómo acaba la primera carta: «Todo lo que se nos objeta y en adelante se os objetare, ya concierna a nuestra persona, ya a nuestro imperio, reino y dominio, y todo lo que nosotros, por nuestra justificación e inocencia, para quietud de la república cristiana pretendemos y podemos pretender, lo remitimos al conocimiento y sentencia del concilio general de la Cristiandad. A él lo sometemos todo, suplicando y exhortando a Vuestra Santidad para que, cumpliendo con su pastoral oficio y con el cuidado y solicitud que debe tener por su grey, se digne convocar al referido concilio en lugar conveniente y seguro, fijando el debido término... Y como por esta y otras causas vemos trastornado el pueblo cristiano, recurrimos de presente y apelamos de todos y cualesquiera gravámenes y conminaciones al futuro concilio». Esta apelación aun es canónica; pero el final de [744] la epístola a los cardenales toca los lindes de la rebeldía: «Y si vuestras reverendísimas paternidades se negasen a conceder nuestras peticiones, Nos, según nuestra dignidad imperial, acudiremos a los remedios convenientes, de suerte que no parezca que faltamos a la gloria de Cristo, ni a nuestra justicia, ni a la salud, paz y tranquilidad de la república» (1330).




- II -
Relaciones de Alfonso de Valdés con Erasmo, Sepúlveda y otros. -Sus opiniones religiosas.

    Ciertamente que si Alfonso de Valdés no hubiera hecho más que redactar y suscribir documentos cancillerescos por ajeno encargo no habría dejado otra reputación que la de vulgar latinista y laborioso, aunque adocenado, curial. Pero las circunstancias de la época le llevaron a tomar parte en cuestiones teológicas, por más que su espíritu no tuviese las tendencias místicas que el de su hermano. Sin formar a priori juicio alguno sobre sus ideas, veamos lo que de sus hechos resulta. Ya vimos que, cuando escribía a Pedro Mártir (en 1520), los luteranos eran para él unos sectarios audaces e inclinados al mal.

    Cuándo entró en relaciones con Erasmo, no puede saberse a punto fijo. Pero ya en 1525 su compañero de secretaría, Maximiliano Transylvano, subcanciller en Flandes, le felicita por haber tomado a su cargo la defensa y patrocinio de los asuntos del de Rotterdam, que resplandece como una estrella, y le ruega que trabaje para el cobro de una pensión que Carlos V había señalado a Erasmo sobre las rentas de Flandes y que, por la escasez de fondos, aún no había podido satisfacérsele. Este Transylvano, que parece agente o procurador de Erasmo, da esperanzas de que, si se le paga ese dinero, vendrá al Brabante y escribirá contra los luteranos, lo cual no se atrevía a hacer en Alemania (1331).

    La pretensión hubo de tener éxito, si hemos de juzgar por una carta de Erasmo a Gattinara, fecha en abril del año siguiente, en que da gracias al canciller pro diplomate impetrato (1332). [745]

    El 12 de febrero de 1527, el canciller y Alfonso de Valdés, cada cual por su parte, escriben desde Valladolid al cancelario y teólogos de la Universidad de Lovaina para que no digan ni consientan decir nada contra Erasmo (varón benemérito de la república cristiana), por ser esto contra el edicto del césar, que quiere que florezcan los estudios y vuelva la cristiandad a sus antiguas fuentes (1333).

    Alfonso responde a Transylvano, en 12 de marzo del año 1527, que «espera con ansia las obras de Erasmo encuadernadas, aunque en España abundan y no hay mercancía que se venda mejor que ellas, a pesar de los frailes, que no cesan de clamar a todas horas» (1334).

    Un cierto Pedro Gil o Egidio, en una carta. de cumplimientos y pretensiones, fecha en Amberes el 27 de marzo (¿de 1527?), llama a Valdés Erasmici nominis studiosissimum (1335).

    La primera carta con que Erasmo respondió a los favores del secretario es de 31 de marzo de 1527. En cuatro líneas le califica de ornatissime iuvenis y le da las gracias por su admirable devoción hacia él, prometiendo que no le será ingrato (1336).

    La guerra de los franciscanos contra Erasmo puso en relación a Valdés con Luis Núñez Coronel, quien en dos cartas promete enviarle la Apología, que en favor de Erasmo había trabajado, y que tenía prestada a D. Manrique de Lara (1337).

    En forma de epístola a Maximiliano Transylvano dejó escrita Valdés, aunque con nimia brevedad y menos detalles que Vergara, la historia de la junta tenida en Valladolid sobre los escritos y doctrina de Erasmo. Su apasionamiento y parcialidad se trasluce en cada línea. Los adversarios de Erasmo no son para él más que fratérculos, gingolfos y asnos, y al sabio Pedro Ciruelo le llama gingolfísimo. Cuanto dicen contra su ídolo es vana palabrería y cuento de viejas; y finalmente exclama: «Ya sabes, amigo Maximiliano, cuán grande es entre nosotros la majestad, tiranía y licencia de los frailes, y tal su petulancia, que [746] por ninguna manera puede refrenarse» (1338). Lisonjéase con la esperanza de que ha de imponerse perpetuo silencio a los calumniadores de Erasmo, ya que el inquisidor general no se había atrevido a hacerlo antes. La causa de Erasmo es para él la de la verdad cristiana.

    Asómbrase Transylvano en la respuesta de que tenga Erasmo tantos teólogos amigos y auxiliares en España, porque en los Países Bajos, donde él residía, todos unánimemente hablaban mal de su doctrina, aunque los doctores lovanienses se contenían un poco, gracias a una carta del emperador y a otra de Gattinara. «Sin duda, tendréis ahí una teología distinta de la de acá (añade); aquí es tan arriesgado el defender a Erasmo como a Lutero, aunque el roterodamense viviría de buen grado en el Brabante si la gente de capilla se lo consistiera: tan poderosos son aquí sus enemigos, de quienes es cabeza el deán de Lovaina que por gran precio enseña a los hijos de estos próceres a no saber nada. Convendría alcanzar para Erasmo el privilegio de que sólo pudieran ser jueces de sus libros el Sumo Pontífice o el inquisidor general de España. Sólo así puede salvarse de las iras de los teólogos» (1339).

    Entre tanto, Alfonso de Valdés continuaba sus buenos oficios con el emperador y el arzobispo Manrique. Deseaba éste que Erasmo explanase un poco más su pensamiento en algunas cosas para que apareciese enteramente ortodoxo y no pudieran tachar nada los escrupulosos, y Valdés y Coronel le daban mil seguridades de que así lo haría (1340). En vez de las explicaciones vino [747] la Apología, más propia para agriar los ánimos que para serenar inquietudes. El mismo Valdés, no obstante su ceguedad por Erasmo, le había aconsejado más cautela y mesura y, sobre todo, que no imprimiera su respuesta.

    Erasmo necesitaba dinero, y nuestro secretario trabajó con Vergara hasta conseguir del arzobispo Fonseca aquella pensión de doscientos ducados ya referida; y aun el obispo de Jaén prometió contribuir con su blanquilla para el socorro que Erasmo quería. ¡Triste condición la de las letras! Y cuenta que no era ésta la primera vez que Erasmo acudía indirectamente a la caridad de los prelados españoles, pues dicho obispo alude a la otra vez que también le había ayudado (1341).

    Necesitaba Erasmo documentos imperiales y pontificios que autorizasen su persona y doctrina; y la buena voluntad y diligencia del secretario lo allanó todo, haciendo que Carlos V (1342) le agradeciese, en nombre de la república cristiana, sus escritos contra la Reforma, hasta decir que «él solo había logrado lo que ni césares, ni pontífices, ni príncipes, ni universidades habían conseguido nunca: el que disminuyese la infamia luterana» y llamar santísimos sus afanes. El secretario se despachó a su gusto, como vulgarmente se dice. Y, no contento con esto, promovió la negociación de Juan Pérez en Roma y alcanzó el breve de Clemente VII de que en el capítulo anterior hicimos memoria.

    El título de erasmista era la mejor recomendación para Alfonso de Valdés, y a muchos les servía de mérito para sus negocios en la secretaría imperial. Uno de ellos era el famoso humanista valenciano Pedro Juan Olivar u Oliver (1343), muy descontento de su ciudad natal, en cuyas aulas imperaba todavía la escolástica. Era rector Juan de Celaya, el cual tenía a Erasmo por hereje, gramático y hacía la guerra a Oliver (1344) en su pretensión de enseñar, a sueldo de la ciudad, las letras griegas y latinas por sesenta escudos de oro (1345). Estoy como Cristo entre [748] los escribas y fariseos (dice). Hasta los artesanos están versados aquí en Scoto y en Durando... En ninguna parte encontraréis tanta superstición y tiranía como en Valencia».

    En otra carta (1346) desahoga su bilis contra «ese Terenciano Davo, esa bestia a quien no agradan los aficionados a Erasmo». ¡Grande debía de ser y un poco justa, hablando en puridad, la indignación de Oliver al verse pospuesto él, traductor de San Juan Crisóstomo, comentador de Pomponio Mela, a un bárbaro doctor parisiense, que mandó enterrar en Valencia las inscripciones romanas como inductivas al paganismo!

    Pero en este negocio de Erasmo algo daba que pensar a Celaya el que opinasen de otro modo que él los consejeros del emperador, porque a toda prisa envió a su hermano a Toledo para sincerarse de los cargos que Oliver le hacía y declarar que nunca había ofendido, de palabra ni por escrito, a Erasmo (1347).

    Nada tan útil como la correspondencia de Valdés para conocer cómo estaban los ánimos. Un amigo suyo catalán, según ciertos indicios, Vicente Navarra, le refiere el coloquio que tuvo en el monasterio de San Jerónimo de la Murta con el prior y algunos frailes; escena cuasi cómica, pero de vivísimo colorido. Aquel prior, que, enamorado de los antiguos códices, se lamenta de que los tipógrafos o calcógrafos lo pervierten todo y anuncia proféticamente que los descarríos de la imprenta aún han de ser mayores; aquella indignación en todos los monjes al oír el nombre de Erasmo, cuyas obras jamás habían penetrado en aquel tabernáculo de Cedar, y la réplica del humanista Navarra, que llama al de Rotterdam columna firmísima de la Iglesia, dan a entender, mejor que las largas explicaciones, cuán enconada y difícil de allanar era la contienda (1348).

    Durante el resto de su corta vida siguió el secretario Alfonso en correspondencia con Erasmo. Este le hacía recomendaciones (como la de Francisco Dilfo, joven desvalido que vino a España sin conocer ninguna de las lenguas que aquí se hablaban o entendían y a quien por esto no pudo colocar Valdés en la [749] cancillería) (1349); le hablaba de sus tareas literarias, de sus polémicas con Carvajal y otros franciscanos, con Beda y los teólogos de París (1350), de sus apuros pecuniarios, de sus enfermedades y de otras menudencias de esas que no suelen constar en las historias graves, pero que retratan a los hombres mejor que estas graves historias. Nunca se entibió entre ellos esta cariñosa amistad, por más que nunca llegasen a verse. A veces tenían sus riñas, riñas de enamorados, de esas que, como dice Terencio, son reintegración del amor, estímulo necesario para que el amor y la amistad no se entibien. Y luego se desquitaban colmándose mutuamente de elogios, Hijo de las Gracias, amamantado a sus pechos, óptimo Valdés, decía Erasmo; no hay mortal alguno cuyas cartas reciba con más gusto que las tuyas (1351). Ojalá fueran dignas mis lucubraciones de transmitir tu nombre a la posteridad. ¿Crees tú que el nombre de ningún príncipe honraría tanto mis escritos como el de mi dulce Valdés? Pero este deseo de dedicarle alguna obra, por modestia del secretario no llegó a efectuarse.

    Era; en suma, Valdés más erasmista que Erasmo (Erasmiciorem Erasmo, como dijo Oliver); divulgaba sus escritos, hacía ediciones de ellos a su costa (1352), no se hartaba de encarecer su doctrina, le servía en sus negocios particulares y, embebecido.y absorto en la gloria de su amigo, no se cuidaba de la suya propia. Aquel entusiasmo fanático y en gran parte no justificado; aquella erásmica intolerancia; aquella abdicación de la propia voluntad [750] y entendimiento, no agradaron al severísimo Juan Ginés de Sepúlveda, hombre de juicio tan sereno, independiente y recto; y cuando Valdés tachó de ingratos e importunos a todos los que algo escribían contra Erasmo, sin exceptuar al mismo Sepúlveda en la Antapologia, éste se apresuró a contestarle que tal afecto era inmoderado y excesivo, que nadie atacaba a Erasmo por sus buenas obras, sino por las malas, y que si a él le parecía que los impugnadores erraban, otros, juzgando de muy distinto modo los tenían por útiles a la causa del buen gusto y de la religión. En cuanto a él, no había escrito contra Erasmo como detractor, sino como amigo que aconseja bien, y no para provocarle a disputa, sino para corregirle y por amor a la memoria de Alberto Pío. Finalmente decía: «Yo he vivido mucho tiempo en Italia con varones doctos y elocuentes que no juzgan ni hablan de Erasmo tan magníficamente como tú, sin que por esto yo le desprecie... Sobre todo, sus libros de teología están tenidos en poco aprecio» (1353).

    A pesar de esta leve reprensión fueron siempre buenas las relaciones de Sepúlveda con los dos hermanos Valdés, y aun Alfonso tuvo alguna parte en persuadir a Erasmo que no rompiera las hostilidades con el cronista (1354).

    Realmente era nuestro secretario de índole afable y pacífica, y por esta benevolencia de su condición, o por la alteza del cargo que desempeñaba, o por ambas cosas juntas, tuvo muchos amigos de todas clases, estados y condiciones y bastante habilidad o fortuna, que no se requiere poca en un ministro para hacer muchos agradecidos y un solo quejoso, que sepamos. No hay más que recorrer su curioso epistolario, cuya publicación nunca agradeceremos bastante a D. Fermín Caballero, para convencerse de esto. Desde la marquesa de Montferrato y el duque de Calabria hasta sus compañeros de la curia imperial, Gattinara, Cornelio Duplín Scepper, Transylvano, Juan Dantisco, Molfango Prantner, Baltasar Waltkirch, y desde los arzobispos de Toledo y de Bari hasta clérigos oscurísimos (1355), todos tienen para él palabras [751] de estimación y cariño. Sólo una nube hay en este cielo: la contienda con Juan Alemán y el nuncio Castiglione.




- III -
«Diálogo de Lactancio». -Controversia con Castiglione. -Último viaje de Alfonso de Valdés a Alemania. Conferencias con Melanchton. -La Confesión de Ausburgo. -Muerte de Alfonso.

    «Yo hallo muy ciertamente, hermanos míos, que ésta es aquella ciudad que en los tiempos pasados pronosticó un sabio astrólogo diciéndome que infaliblemente en la presa de una ciudad el mi fiero ascendente me amenazaba la muerte. Pero yo ningún cuidado tengo de morir, pues que, muriendo el cuerpo, quede de mí perpetua fama por todo el hemisferio.»

    Así arengaba el duque de Borbón a sus gentes (1356) « el 6 de mayo de 1527, antes de dar el asalto de Roma. Cumplióse aquel tremendo agüero: el de Borbón cayó al poner el pie en las escalas para asaltar el Borgo; pero sus hordas tudescas, españolas e italianas entraron a saco la Ciudad Eterna, con tal crueldad y barbarie como no se había visto desde los tiempos de Alarico y Totila. La guerra contra Clemente VII, que había comenzado por los alegatos ya sabidos de Alfonso de Valdés, acababa por un festín de caníbales, espantosa orgía de sangre, lujuria y sacrilegio que duró meses enteros. «No se tuvo respeto a ninguna nación ni calidad ni género de hombres», dice Valdés. Y Francisco de Salazar, uno de los agentes imperiales, escribe: «Los alaridos de las mujeres y niños presos... por las calles eran para romper el cielo de dolor; los muertos en muchas partes tantos, que no se podía caminar, de lo cual, sengund han estado muchos días y están sin sepultarse, se tiene por cierto el crecimiento de la peste, si Dios no lo remedia, para que no se acabe todo. No ha quedado, Señor, iglesia ni monasterio de frailes ni de monjas, que no haya sido saqueado, y muchos clérigos, frailes y monjas atormentados..., y por las calles dando alaridos las [752] monjas, llevándolas presas y maltratadas, que bastaba para quebrantar corazones de hierro. La iglesia de Sant Pedro toda saqueada, y la plata donde estaban las reliquias santas tomada, y las reliquias por el suelo..., y junto al altar de Sant Pedro, todo corriendo sangre, muchos hombres y caballos muertos... Con los tormentos han descubierto los dineros y joyas y ropa que estaba escondido en los campos, y han abierto los depósitos de las sepulturas para buscarlos.»

    «Fue Roma saqueada con tanta crueldad cuanto los turcos lo pudieran hacer (dice el secretario Juan Pérez) (1357), pues no dejaron iglesias ni monasterios de frailes y monjas y beatas, y llevaron toda la plata y reliquias que había en ellas, hasta las custodias donde estaba el Sacramento, y casas hubo que fueron dos y tres veces saqueadas.» La chiesa di S. Pietro et il palazzo del papa da basso all'alto è fatto stalla de cavalli, leemos en una comunicación del regente de Nápoles, Juan Bautista Gattinara.

    No hay amor de patria que baste a disculpar a los autores y consentidores de tales desmanes, y menos que a nadie, al emperador y a sus consejeros, que hipócritamente se aprovecharon de la inaudita barbarie de aquella soldadesca mal pagada y hambrienta, después de haberla lanzado sobre Roma con la esperanza del saqueo. Ni la doble y falaz política de Clemente VII, que no era mejor ni peor que la de los demás potentados italianos de su tiempo y que al cabo respondía a idea grande y patriótica, la idea de Julio II: «arrojar a los bárbaros de Italia»; ni la ferocidad con que se hacía la guerra en el siglo XVI; ni el haber roto el papa la tregua que concertó con D. Hugo de Moncada, son explicación ni disculpa, sino sofismas inicuos de gente cegada por un falso patriotismo que nunca debe sobreponerse a las leyes de la humanidad. ¡Desdichados de nosotros si todas nuestras glorias se parecieran al asalto de Roma, empresa de bandidos contra una ciudad casi inerme, vergüenza y oprobio de nuestros anales! Todavía se enciende la sangre al recordarlo, y más al oír a sus serenos apologistas. Si algo puede decirse en disculpa nuestra, es que Carlos V jamás pensó que las cosas llegaran tan lejos, ni quizá hubieran llegado sin el fortuito accidente de morir Borbón. Por otra parte, si es cierto que los españoles a nadie cedimos en crueldad y rapiñas, tampoco ha de negarse que las profanaciones y sacrilegios fueron obra en su mayor parte de [753] los alemanes, aunque en nosotros recayó, y aun recae la mayor odiosidad, y hubo y hay quien la acepta como título honroso; que a tanto llega nuestra loca vanidad de conquistadores y matones.

    Horrorizaron a la cristiandad estos escándalos, y todos los buenos, aun en España, reprobaron la conducta del emperador. Para cohonestar el hecho, o hacerle menos odioso, sólo había un recurso; mirar el saco de Roma como justo castigo de Dios contra las liviandades, torpezas y vicios de la corte romana y de los eclesiásticos. Así se explican en sus cartas todos los agentes del césar. «Es la cosa más misteriosa que jamás se vió (decía el abad de Nájera, comisario del ejército del duque de Borbón). Es sentencia de Dios; plega a El que no se desdeñe (italianismo por indigne) contra los que lo hacen.» En otra relación anónima leemos: «Esta cosa podemos bien creer que no es venida por acaecimiento, sino por divino juicio, que muchas señales ha habido... En Roma se usaban todos los géneros de pecados muy descubiertamente, y hales tomado Dios la cuenta toda junta.» Y Francisco de Salazar afirma que «pareció cosa de miraglo, aunque las crueldades que después se han hecho contradicen algo al mérito de los soldados, para que Dios mostrase el dicho miraglo sobrellos». Y este secretario, que debía de parecerse algo a Valdés y estar un tanto cuanto contagiado le doctrinas reformistas, añade: «Es gran dolor de ver esta cabeza de la Iglesia universal tan abatida y destruida, aunque en la verdad, con su mal consejo se lo han buscado y traído con sus manos. Y si de ello se ha de conseguir algún buen efecto, como se debe esperar, en la reformación de la Iglesia, todo se temía por bueno; lo cual principalmente está en manos del emperador y de los prelados de esos Reinos. Y ansí plega a Dios que para ello les alumbre los entendimientos...» (1358)

    Imagínese el lector si agradarían estas ideas a nuestro Alfonso de Valdés. Vicios de la corte romana.... castigo de Dios..., necesidad de reforma... ¡Qué tema más admirable para una amplificación retórica! ¡Qué ocasión más oportuna para insinuar suavemente algunas novedades teológico-erasmistas sin despertar las sospechas del Santo Oficio y con aplauso de los cortesanos! El amigo de Erasmo no dejó perder la coyuntura e hizo una obra de propaganda encaminada a hablar mal del papa y de los clérigos, en son de defender al emperador. Adoptó para ella la forma de diálogo, tan de moda en el Renacimiento y de la cual había dado ejemplares y dechados Erasmo en los Coloquios.

    «El día que nos anunciaron que había sido tomada y saqueada Roma por nuestros soldados, cenaron en mi casa varios amigos, de los cuales unos aprobaban el hecho, otros le execraban, y, pidiéndome mi parecer, prometí que le daría in scriptis, por ser cosa harto difícil para resuelta y decidida tan de pronto. Para cumplir esta promesa escribí mi diálogo De capta et diruta [754] Roma en que defiendo al césar de toda culpa, haciéndola recaer en el pontífice, o más bien en sus consejeros, y mezclando muchas cosas que tomé de tus lucubraciones, oh Erasmo. Temeroso de haber ido más allá de lo justo, consulté con Luis Coronel, Sancho Carranza, Virués y otros amigos si había de publicar el libro o dejarle correr tan sólo en manos de los amigos. Ellos se inclinaban a la publicación, pero yo no quise permitirla. Sacáronse muchas copias, y en breve tiempo se extendió por España el Diálogo, con aplauso de muchos» (1359).

    El Diálogo es un tesoro de lengua. Verdad es que no le conocemos tal cual hubo de salir de las manos del autor (1360) sino con los retoques y enmiendas que hizo en él su hermano Juan, quien, a la vez que mejorar el estilo, es creíble que recargase la dureza y sal mordicante de algunos pedazos, como a su vez lo hizo el editor de París de 1586, que hubo de ser algún calvinista español refugiado. No es fácil discernir el tanto de culpabilidad que corresponde a Alfonso, aunque la denuncia de Castiglione prueba que no fue pequeña.

    No carece este Diálogo de animación dramática ni son sus interlocutores sombras o abstracciones. En Lactancio, caballero mancebo de la corte del emperador, entusiasta de Carlos V y de Erasmo, ya dijimos que había querido retratarse el autor. El otro personaje es un cierto arcediano del Viso, eclesiástico fácil en escandalizarse, pero de costumbres no muy severas; como que dice de sí mismo: Yo rezo mis horas y me confieso a Dios cuando me acuesto y cuando me levanto; no tomo a nadie lo suyo, no doy a logro, no salteo camino; no mato a ninguno; ayuno todos los días que me manda la Iglesia; no se me pasa día que no oiga misa. ¿No os pareze que basta, esto para ser buen christiano? Esotro de las mujeres..., a la fin, nosotros somos hombres y Dios es misericordioso (1361).

    El argumento del Diálogo es sencillísimo. Lactancio topa en la plaza de Valladolid, encuentro que recuerda el de El casamiento engañoso, de Cervantes, con el arcediano del Viso, que venía de Roma en hábito de soldado con sayo corto, capa frisada y espada larga, y, entrando en San Francisco, hablan sobre las cosas en Roma acaecidas. En la primera parte quiere mostrar Lactancio al arcediano cómo el emperador ninguna culpa ha tenido; [755] y en la segunda, que Dios lo ha permitido todo por bien de la cristiandad.

    Hay en este coloquio una parte narrativa, otra apologética. Cuenta Valdés con recóndita y malévola fruición la entrada de los imperiales en Roma, «que no han dejado iglesias..., ni monesterios..., ni sagrarios..., todo lo han violado, todo lo han robado, todo lo han profanado... ¡Tantos altares... y aun la misma Iglesia del Príncipe de los Apóstoles ensangrentados! ¡Tantas reliquias robadas y con sacrílegas manos maltratadas! ¿Para esto juntaron sus predecesores tanta santidad en aquella ciudad? ¿Para esto honraron las iglesias con tantas reliquias?» (1362) «Los cardenales..., presos y rescatados, y sus personas muy maltractadas y traídas por la calle de Roma a pie, descabellados, entre aquellos alemanes, que era la mayor lástima del mundo verlos, especialmente cuando hombre se acordaba de la pompa con que iban a palacio y de los ministriles que les tañían cuando pasaban por el castillo.» (1363) Y tras esto, «las irrisiones que allí se hacían: un alemán que se vestía como cardenal y andaba cabalgando por Roma de pontifical... con una cortesana en las ancas» (1364).

    «Los obispos, sacados a vender a la plaza con un ramo en la frente, como allá traen a vender las bestias. Y cuando no hallaban quien se los comprase, los jugaban a los dados» (1365). «Los templos, que se tornaban establos.» «Los registros de la Cámara apostólica destruidos y quemados.» (1366) «Las reliquias y aun el Santísimo Sacramento por el suelo, robados los relicarios y las custodias...» Nada olvida, ni siquiera el Pater noster en coplas que cantaban los soldados españoles bajo las ventanas del papa:

                              Padre nuestro, en cuanto papa,
sois Clemente sin que os cuadre;
mas reniego yo del padre
que al hijo quita la capa.

  Toda esta relación de desventuras está puesta en boca del arcediano, que la mezcla con quejas y lamentaciones contra el césar, el cual ha hecho más daño en la Iglesia de Dios que turcos ni paganos. Lactancio, con mucho reposo, emprende la apología de su señor, dejando salva ante todo, pura disimulación y cautela, la dignidad y persona del papa, a quien supone engañado por malos consejeros. Su argumentación puede reducirse a lo siguiente: el papa debe imitar a Jesucristo y ser autor de la paz, es así que Clemente VII sembró discordia y promovió la guerra, luego fue revolvedor de cristianos y no hizo lo que debía como vicario de Jesucristo. «Donde hay guerra, ¿cómo puede haber caridad? ¿Por qué vivimos como si entre nosotros no hobiesse fe ni ley? ¡Quién vido aquella Lombardia, y aun [756] toda la cristiandad los años pasados, en tanta prosperidad: tantas y tan hermosas ciudades, tantos edificios fuera dellas, tantos jardines, tantas alegrías, tantos plazeres, tantos pasatiempos! Los labradores cogían sus panes, apazentaban sus ganados, labraban sus casas; los ciudadanos y caballeros, cada uno en su estado, gozaban libremente de sus bienes, gozaban de sus heredades, acrezentaban sus rentas y muchos dellos las repartían entre los pobres. Y después que esta maldita guerra se comenzó, ¡cuántas ciudades vemos destruidas, cuántos lugares y edificios quemados y despoblados, cuántas viñas y huertas taladas, cuántos caballeros, ciudadanos y labradores venidos en suma pobreza! Y lo que peor es, ¡cuánta multitud de ánimas se habrán ido al infierno! (1367) ¡Oh summo Pontífice, que tal sufres hacer en tu nombre!»

    Y ahora se podía preguntar al secretario Valdés: ¿fue toda la culpa de Julio de Médicis, que a la vez que papa era italiano, o cabe parte en ella a la desapoderada ambición del emperador, contra el cual se levantaban en Italia hasta las Piedras, como en una carta de amistad confiesa el mismo Valdés? (1368) ¿Podía ni debía contemplar impasible Clemente VII la ruina y servidumbre de su patria, desolada y saqueada por mercenarios extranjeros?

    Parécele mal a Valdés el dominio temporal de la Santa Sede, porque «el señorío y autoridad de la Iglesia más consiste en hombres que no en gobernación de ciudades», y a su parecer, «más libremente podrían entender los pontífices en las cosas espirituales si no se ocupasen en las temporales». Llama a los clérigos ruin gente, tan malos y aun peores que los que asaltaron a Roma. «En toda la cristiandad no hay tierras peor gobernadas que las de la Iglesia.»

    Todos los desaciertos políticos de Clemente VII: sus tratos con el rey de Francia, la Santa Liga, el salir a la defensa del despojado duque de Milán Francisco Sforzia; el rechazar las ofertas del emperador, la tregua rota con D. Hugo..., todo sale a plaza en el razonamiento de Lactancio, pero abultado y subido de color. En cambio, pasa como sobre ascuas por los desafueros de la gente del emperador en Lombardía y por el saqueo que los coloneses hicieron en el Vaticano. Aunque encuentra bien que se prenda al papa y que, si pierde el seso, se le aten las manos hasta que le recobre, frase muy parecida a otra de Melchor Cano en su Parecer famoso, no acepta para el emperador toda la responsabilidad de tales acaecimientos y quiere persuadirnos que sucedieron sin mandato y voluntad suya.

    Hasta aquí la primera parte del Diálogo, política en su mayor parte. La segunda es más dogmática y atrevida; pero apenas hay un pensamiento ni una frase que no estén tomados de Erasmo, y bien se conoce que todo el arsenal teológico de Valdés [757] eran los Coloquios y la Moria. No falta ninguna de las donosas y sabidas burlas sobre «aquel vender de beneficios, de bulas, de indulgencias, de dispensaziones..., nuevas maneras de sacar dineros». ¿Qué más? Hasta el mismo Valdés indica cuál es su fuente al decir que «allende de muchos buenos maestros y predicadores que ha enviado (Dios) en otros tiempos pasados, envió en nuestros días aquel excelente varón Erasmo Rotterodamo, que con mucha eloquenzia, prudenzia y modestia, en diversas obras que ha escrito, descubre los vizios y engaños de la corte romana y en general de los eclesiásticos... Y como esto ninguna cosa aprovechase..., quiso Dios probar convertirlos por otra manera, y permitió que se levantase aquel Fr. Martín Luther, el cual no solamente les perdiesse la vergüenza declarando sin ningún respeto todos sus vizios, mas que apartase muchos pueblos de la obediencia de sus prelados» (1369).

    No era, sin embargo, luterano, o quería disimularlo, el autor del Diálogo, pues replicando el arcediano que «ese fraile no solamente dijo mal de nosotros, mas también de Dios, en mil herejía s que ha escrito», contesta Lactancio: «Dezís verdad; pero si vosotros remediárades lo que él primero con mucha razón dezía y no le provocárades con vuestras descomuniones, por aventura nunca él se desmandara a escribir las herejías que despues escribió y escribe, ni hobiera habido en Alemaña tanta perdizión de cuerpos y de ánimos» (1370).

    La celebración del concilio general, la satisfacción a los cien agravios presentados por los estados del imperio, hubieran sido, según Valdés, los medios de conjurar la tormenta: que las rentas de la Iglesia se empleasen para socorro de pobres y que los pueblos, y no los clérigos, las administrasen; que no se diesen dispensaciones por dineros (1371); que los eclesiásticos no fueran privilegiados y exentos de alcabalas e imposiciones; que se moderase el número de los días festivos (1372); se permitiese el casamiento de los clérigos, etc. Por no haber querido oír las honestas reprehensiones de Erasmo ni menos las deshonestas injurias de Luther, consintió Dios el saqueo de D. Hugo y los coloneses y luego el de la gente del duque de Borbón, cuya [758] muerte fue providencial, según Lactancio, para que, encendido el furor de sus soldados, fuese más rigurosa la justicia.

    El que haya leído a Erasmo no encontrará novedad en lo que Valdés dice de los ayunos y las constituciones humanas; de la mala vida de los cardenales y obispos; de la simonía; del dinero de la cristiandad que se consumía en Roma por pleitos, pensiones, expolios, anatas, compensaciones, etc.; de los santos y de las reliquias. El método en la controversia con el arcediano es siempre el mismo. ¿Los soldados pusieron en venta a los obispos? Ellos venden los beneficios. ¿Ha sido destruida Roma? Es para que no tornen a reinar en ella los vicios que solían. ¿Y la destrucción del Sacro Palacio, de aquellas cámaras y salas ornadas con todos los prodigios del arte? «Mucha razón fuera (contesta como un bárbaro nuestro autor) que padeziendo toda la ciudad se salvase aquella parte donde todo el mal se aconsejaba» (1373). ¿El saqueo de las iglesias? Cosa fea es y mala; pero Dios lo permite para acabar con la superstición, porque a Dios no se le ha de ofrecer cosa que se pueda corromper ni destruir. «Y veamos: ¿este mundo qué es sino una muy hermosa iglesia donde mora Dios? ¿Qué es el sol sino una hacha encendida, que alumbra a los ministros de la Iglesia? ¿Qué es la luna, qué son las estrellas sino candelas que arden en la Iglesia de Dios? ¿Queréis otra Iglesia? Vos mismo (1374) tenéis el espíritu, tenéis el entendimiento, tenéis la razón. ¿No os parece que son éstas gentiles candelas?» Todo esto es protestantismo y aun naturalismo puro y menosprecio del culto externo; pero Lactancio vuelve sobre sus pasos a una interrogación del arcediano y reconoce que las iglesias y ornamentos son necesarios, pero que no se han de hacer por vanagloria (1375) y que se han de ofrecer a Dios corazones y voluntades, primero que oro y plata. «Quien trae una manada de vicios a la Iglesia, ¿no es peor que el que trajese una manada de caballos?» (1376)

    Con este ascetismo sentimental y jeremíaco, no hay para el mancebo Lactancio rapiña ni desafuero de los cometidos en la Ciudad Santa que no tenga disculpa y aun le parezca digno de alabanza. ¿Por qué ha de haber dinero en Roma, si el dinero es de los pobres? Recójanlo los soldados y siémbrenlo por toda la tierra. ¿No se oía misa en los días del saqueo? Los buenos hacen con el espíritu lo que no pueden con el cuerpo (1377). ¿Se abrieron las sepulturas y resultó hedor intolerable y peste? Fue en pago de los dineros que llevan los clérigos por enterrar. ¿Andaban las reliquias en espuertas en casa de Juan de Urbina? «Las ánimas de los sanctos no sienten el mal tratamiento [759] que se haze a sus cuerpos y además con las reliquias se hazen engaños para sacar dinero de los simples, y se perdería muy poco en que no las hubiese» (1378). Y aquí vienen los insulsos chascarrillos de los lignum crucis, «que cargarían una carreta» y; de los quinientos dientes, de la sombra del bordón de Santiago; condimentos relegados hoy a la ínfima cocina protestante y volteriana, y entre nosotros, a lo que por excelencia llamamos literatura progresista. Cierto que no valdría la pena recordar tales cosas si no caracterizasen una época y no las escudara la gallardía del lenguaje, que en Valdés es rico y flexible, a la par que vehemente y acerado. El estilo salva los libros, y bien se necesitaban todas sus galas para hacer tolerable tanta miseria y tanta prosa; una falta tan absoluta de sentido poético y de delicadeza de alma; aquel no ver en Roma más que el dinero y los curiales (1379), como quien tiene a la vista los libros de cuentas de la cancillería; aquel espíritu laico y positivo y, sobre todo, la sangre fría con que en esta obra inicua se canoniza, o poco menos, el robo y el sacrilegio; y tiene el autor calma para burlas y recriminaciones al ver asolada y destruida por fuerza de armas la cabeza del mundo cristiano, la Atenas del Renacimiento, el templo de las artes. Así le habían enseñado sus maestros alemanes, y él no pierde ninguna de sus enseñanzas. Parécele que «enteramente va perdida la fe, porque piensa el vulgo que la religión consiste en exterioridades y cosas visibles como las imágenes» (1380). «Mirad cómo habemos repartido entre nuestros sanctos los ofizios que tenían los dioses gentiles. En lugar de Dios Mars, han sucedido Santiago y San Jorge. En lugar de Neptuno, Sanct Telmo. En lugar de Baco, San Martín. En lugar de Eolo, Santa Bárbola. En lugar de Venus, la Madelena. El cargo de Esculapio hemos repartido entre muchos» (1381). Todo esto, no hay que decirlo, está copiado del Elogio de la locura (1382).

    El Diálogo termina clamando por reforma y pidiéndola no al papa, sino a Carlos V; que siempre fue táctica de los primeros protestantes atraer a su favor a los príncipes seculares, [760] excitar y alimentar su ambición y codicia y aprovecharse de sus disensiones con Roma. «Si él de esta vez reforma la Iglesia, allende del servizio que hará a Dios, alcanzará en este mundo mayor fama y gloria que nunca príncipe alcanzó, y dezirse ha hasta el fin del mundo que Jesu Christo formó la Iglesia y el emperador Carlos V la restauró» (1383).

    Aunque escrita con habilidad y llena de precauciones y atenuaciones, la obra de Valdés, que el autor no se atrevió a imprimir, no podía menos de traerle disgustos e impugnaciones. Juan Alemán, primer secretario del césar, enemistado muy de antiguo, y por causas que ignoramos, con su compañero Alfonso, le delató como sospechoso de luteranismo al nuncio del pontífice, que no era otro que Baltasar Castiglione, de Mantua, hombre de amenísimo ingenio, excelente poeta latino, amigo de Bembo y Navagiero, artista de corazón y de cabeza y tan culto y galante cortesano como el modelo ideal que él trazó en un hermoso libro, traducido en la lengua castellana más rica, discreta y aristocrática, a la par que vigorosa, por el barcelonés Boscán. Castiglione leyó el Diálogo, y, aunque no padecía de achaque de escrúpulos, se hizo cruces al ver tanta irreverencia y solapado protestantismo; se presentó al césar y le pidió oficialmente que, si en algo estimaba la amistad del papa, hiciese recoger y quemar todas las copias del libro. Respondió Carlos V que él no había leído el Diálogo ni sabía de él, pero que tenía a Valdés por buen cristiano e incapaz de escribir a sabiendas herejías; que lo vería despacio y llevaría la cuestión al Consejo. En éste se dividieron los pareceres; pero casi todos fueron contrarios a Alemán, el cual, viendo la causa perdida, quiso engañar a Valdés, pintándole lo blanco negro, y a sí propio como defensor de él, y a los demás como acusadores. Alfonso no dió crédito a sus palabras: habló con los demás consejeros y le desengañaron. Al fin decretó el césar que el Dr. De Praet (Pratensis) y el Dr. Granvella examinasen el libro y que, entre tanto, se abstuviese Valdés de divulgarle más. Juan Alemán y el nuncio acudieron después al inquisidor Manrique, que, leído o hecho examinar el libro, declaró, como buen erasmista, que no hallaba doctrina sospechosa, aunque se censurasen las costumbres del Pontífice y de los eclesiásticos. Replicó Castiglione que aun dado que la intención del autor hubiera sido sana, lo cual en ninguna manera podía conceder, el tal Diálogo debía ser condenado como libelo infamatorio, por contener muchas injurias contra Roma y la Iglesia, que podían amotinar al pueblo en favor de los luteranos. Puesta así la cuestión, el arzobispo de Sevilla la remitió al de Santiago, presidente del Consejo de Castilla, el cual absolvió a Valdés y su libro de los cargos de injuria y calumnia. Se trataba de una apología de Carlos V, y el resultado no podía ser otro. [761]

    Juan Alemán, por no atraerse la ojeriza del canciller quiso volver a la amistad con nuestro secretario; pero éste le rechazó desdeñosamente, y él u otros tuvieron poder bastante para desterrarle de la corte del césar (1384) como sospechoso de traición.

    El abate Pierantonio Serassi, erudito colector de las memorias literarias de Castiglione, nos ha conservado las cartas que entre el nuncio y Valdés mediaron sobre este negocio. No tienen fecha, pero de su contexto y otras circunstancias se deduce que no hubieron de escribirse antes de agosto de 1528 ni después de abril de 1529.

    «Antes que desta villa partiéssemos para Valencia (escribe Valdés), V. S. me envió a hablar con M. Gabriel, su secretario, sobre una obrecilla que yo escribí el anno pasado; respondíle sinceramente lo que en el negocio passaba, y de la respuesta, según después él me, dijo, V. S. quedó satisfecho, y es la verdad que yo nunca más la he leído, ni quitado, ni añadido cosa alguna en ella, porque mi intención no era publicarla, aunque por la poca lealtad que en cassos semejantes suelen guardar los amigos, aquellos a quien yo lo he comunicado, lo han tan mal guardado, que se han sacado más traslados de los que yo quisiera. Estos días passados, por una parte M. Gabriel y por otra Oliverio han con mucha instancia procurado de aver este Diálogo, y, queriéndome yo informar del fin dello, he descubierto la plática en que V. S. anda contra mí a causa deste libro y que ha informado a S. M. que en él hay muchas cosas contra la Religión christiana y contra las determinaciones de los concilios aprobados por la Iglesia, y principalmente que dize ser bien hecho quitar y romper las imágenes de los templos y echar por el suelo las reliquias, y que V. S. me ha hablado sobre esto, y que yo no he querido dejar de perseverar. Porque en esto, como en cualquier otra cosa, siento mi conciencia muy limpia, no he querido dexar de quexarme de V. S. de tratar una cosa como ésta en tanto prejuicio de mi honra... Y cierto, yo no sé qué perseverancia ni obstinación ha visto V. S. en mí; pero todo esto importa poco. Mas en decir V. S. que yo hablo contra determinaciones de la Iglesia en prejuicio de las imágenes y reliquias, conozco que V. S. no ha visto el libro... y que V. S. ha sido muy mal informado, y a esta causa digo que si V. S. se queja de mí que me meto mucho la mano en hablar contra el Papa, digo que la materia me forzó a ello [762] y que, queriendo excusar al emperador, no podía dexar de acusar al Papa, de la dignidad del qual hablo con tanta religión y acatamiento como cualquier bueno y fiel christiano es obligado a hablar, y la culpa que se puede atribuir a la persona, procuro cuanto puedo de apartarla dél y echarla sobre sus ministros. Y ssy todo esto no satisface, yo confieso aver excedido en esto algo y que por servir a V. S. estoy aparejado para enmendarlo, pues ya no se puede encubrir.» Y acaba diciendo que antes de divulgar el libro le vieron, como personas prudentes y de negocios, Juan Alemán, el canciller, y D. Juan Manuel, y que por consejo de éste enmendó dos cosas; que le examinaron como teólogos el Dr. Coronel, que hizo también varias enmiendas; el cancelario de la Universidad de Alcalá, el Mtro. Miranda (Sancho Carranza), el Dr. Carrasco y otros teólogos complutenses, Fr. Alfonso de Virués, Fr. Diego de la Cadena, Fr. Juan Carrillo, el obispo Cabrero..., en una palabra, todo el conclave erasmista, y que «todos lo loaron y aprobaron e instaron porque se imprimiesse, ofreciéndose a defenderlo contra quien lo quisiesse calumniar» (1385).

    Aunque esta carta parece llana y humilde, algo de disimulación y cautela hubo de ver en ella Castiglione cuando, a pesar de su probada cortesía, dirigió a Alfonso su larga y durísima Risposta, en que se ensaña con él hasta llamarle impudente, sacrílego y furia infernal, y hace mofa de sus defectos corporales, diciendo que «la malignidad, aun sin hablar, se ve pintada en aquellos ojos venenosos, en aquel rostro pestilente y forzada risa»; y se arrebata a pedir que baje fuego del cielo y le abrase. Ni perdona la memoria de los antepasados de Valdés, tachándolos de judíos; le amenaza con el sambenito y la Inquisición por haber escrito en el Diálogo proposiciones enteramente impías y sospechosas de luteranismo; y, entrando ya en la cuestión política, hace notar que casi todos los capitanes que asaltaron a Roma tuvieron muerte desastrada, y que el papa no había hecho la guerra contra el emperador sino hostigado de los inauditos desmanes que hacían sus ejércitos en tierras de la Iglesia, y, por último, que Carlos V no había mandado ni consentido el saco de Roma; antes tuvo un gran desplacer al saberlo, y públicamente lo dijo así a los embajadores de Francia e Inglaterra y de las repúblicas de Florencia y Venecia, y se lo escribió de su mano al papa.

    Murió al poco tiempo Castiglione; y Valdés, con aquella piedad sui generis que ya le conocemos, no dejó de atribuirlo a castigo del cielo (1386), lo mismo que el destierro de Juan Alemán. ¡Inocente paloma! Como si no supiéramos que él delató a su compañero e hizo que le condenaran por inteligencias, reales [763] o supuestas, con los franceses y por raspaduras en documentos (1387).

    El Diálogo corrió de molde (1388) aun en vida del autor, si es [764] que las palabras de Castiglione: Dopo l'aver publicato il libro, e mandatolo in Allemagna, in Portogallo e in diversi altri luoghi, se refieren a una impresión o a copias manuscritas, como yo sospecho. Bohmer conjetura que la primera edición es de 1529; pero ¿quién lo prueba?

    En 1529 salió de España Valdés acompañando la corte imperial. Se embarcó en Barcelona, de donde hay fechadas cartas suyas a Erasmo y otros; asistió en Bolonia a las vistas de Clemente VII y el emperador, y en Alemania, a la Dieta de Ratisbona. Las cuentas de gastos, alguna que otra carta (empiezan a escasear mucho) y los documentos oficiales que él firma son la única huella de su paso. En 21 de septiembre de 1530 estaba en Ausburgo, según se deduce de una real cédula mandando abonarle ciertos maravedís (Caballero, p.444, tomado del archivo de Simancas). En 7 de enero de 1531, en Colonia, donde firma una carta a la reina Bona. En 16 de octubre de 1531, en Bruselas. En 30 de junio de 1532, en Ratisbona. Tantos y tan continuados viajes no eran del agrado de Valdés y quebrantaban mucho su salud, siempre achacosa.

    La última circunstancia notable de su vida son las relaciones con Melanchton en la Dieta de Ausburgo. Hombres los dos de carácter débil y acomodaticio, debieron entenderse bien en aquellas conferencias que se celebraron el 18 de julio de 1532, asistiendo a ellas, junto con Alfonso, su compañero Cornelio Sceppero, uno y otro como secretarios del emperador. Melanchton, oídas las explicaciones de Valdés en nombre del césar, formuló por escrito las creencias luteranas en la famosa Confesión de Ausburgo. Valdés la leyó antes de presentarse a la Dieta y halló amargas e intolerables algunas proposiciones (1389); pero procuró que el documento se leyese con toda solemnidad, y luego le tradujo, por orden de Carlos V, al italiano. Esto es cuanto puede decirse con alguna seguridad, y no dicen más Caballero ni Boehmer. Este último quiere atribuir al secretario la obra titulada Pro reli, gione Christiana res gestae in comitiis Augustae Vindelicorum habitis. Anno Dni. M.D.XXX Cum privilegio Caesareo.-En 4.º El impresor fue Levino Panagatho, en Ausburgo; 18 páginas en 4.º sin foliar. Las razones que alega no son convincentes: que Alfonso extendió el privilegio a favor del tipógrafo; que él había tenido parte en aquellas conferencias y que el libro es oficial, puesto que lleva las armas del césar. Pero D. Fermín Caballero. hace observar, y bien, que en este [765] escrito se trata muy duramente a los luteranos, cosa que parece ajena de la índole y tendencias de Valdés. Hay una traducción castellana de esta Relación (1390).

    Alfonso de Valdés murió en Viena, de la peste, a principios de octubre de 1532. Así consta en una real cédula de Carlos V (Bolonia, 20 de diciembre de 1532), en que se manda abonar a sus herederos los salarios de todo el año. (Archivo de Simancas. Publicada por D. Fermín, apéndice n.82). El 20 de octubre escribía al rey de Inglaterra, Enrique VIII, su famoso embajador en Viena, Tomás Crammer (arzobispo de Cantorbery), que «de la gran infección de peste habían muerto algunos de la casa del emperador, y entre ellos su secretario principal, Alfonso de Valdés, que tenía singular favor. Era versado en latín y griego, y cuando el emperador quería algún documento latino bien escrito, recurría a Valdés». No le juzgaban así los italianos, puesto que el cardenal de Osma escribía desde Roma al comendador mayor de León en 27 de junio de 1530: «Suplico en todas maneras a Vra. Md. tomeys un gran latino, y no lo es Valdés, porque acá se burlan de su latinidad y dizen que se atraviessan algunas mentiras en el latín que por acá se envía escrito de su mano» (1391).

    Otro agente inglés, Agustín, escribía a Tomás Cromwell desde Bolonia en 14 de octubre de 1532: «Una de las causas de la rápida partida del césar desde Viena a Italia fue la peste, de la cual murieron muchos hombres oscuros, y a la postre, el secretario Valdés» (1392).

    Llorente dice, con la vaguedad y ligereza que acostumbra, que a Alfonso se le procesó por sospechoso de luteranismo;, pero como a veces confunde a los dos hermanos, no se le puede dar mucho crédito. El vio, sin embargo, papeles relativos a Valdés, en la Inquisición, y cita varias obras suyas, de que ningún otro da noticia: De motibus Hispaniae (¿Guerra de las comunidades?) y De senectute christiana.

    Al juicio del lector queda el decir si en vista de estos datos pueden tenerse al secretario de Carlos V por un protestante más o menos solapado o por un católico tibio. Boehmer le pone a la cabeza de sus Spanish Reformers, y lo mismo todos los extranjeros. Don Fermín Caballero quiere vindicar su ortodoxia. Yo le tengo por un fanático erasmista, Erasmiciorem Erasmo, que participó de todos los errores de su maestro. El juicio que de éste se forme, ya se le considere como católico (aunque malo), ya como hereje, debe aplicarse punto por punto [766] a Alfonso, que nunca vio más que por los ojos del humanista roterodamense. Sin estar separados uno y otro pública y ostensiblemente del gremio de la Iglesia, sostuvieron principios de disciplina y aun de dogma incompatibles con la ortodoxia, y una y otra vez condenados, e hicieron cuanto en su mano estuvo por concitar los pueblos contra Roma. menoscabar el prestigio de la dignidad pontificia y acelerar y favorecer los progresos de la Reforma. Si no reformistas, son padres y precursores de los reformistas, y bien hacen éstos en contarlos entre los suyos.

    Lo que sí puede decirse de Alfonso es que no fue luterano en el sentido de que no pensaba como Lutero en las capitales cuestiones de gracia, justificación, libre albedrío y transustanciación eucarística. Quizá su posición oficial le obligó a disimular un tanto sus ideas, si es que las tuvo malas y heréticas en estos puntos. Ni en el Diálogo ni en sus cartas familiares se traslucen nunca. Y en cuanto a la persona, ya vimos cómo la juzgaba en sus cartas a Pedro Mártir y cómo volvió a hablar de ella en 1527 en el Lactancio. Pero esto no prueba su ortodoxia, y razón tenía Castiglione al escribir con amarga ironía: «Vos, nuevo reformador de las Ordenes y de las ceremonias cristianas, nuevo Licurgo, nuevo legislador, corrector de los santísimos concilios aprobados, nuevo censor de las costumbres de los hombres, decís al emperador que reforme la Iglesia con tener presos al Papa y a los cardenales y que haciéndolo conquistará la gloria inmortal... Porque los clérigos sean malos, ¿creéis que esto justifica el robar las custodias y los incensarios?»


Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro cuarto
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