Capítulo IV
Protestantes españoles del siglo XVI.-Juan de Valdés.

I. Noticias de Juan de Valdés antes de su estancia en Nápoles. Relaciones con Erasmo y Sepúlveda. «Diálogo de Mercurio y Catón». -II. Valdés en Italia. Relaciones con Sepúlveda. Residencia en Nápoles. «Diálogo de la lengua». -III. Propaganda herética de Juan de Valdés en Nápoles. Sus principales discípulos y secuaces. Sus obras religiosas: «Alfabeto cristiano, Comentarios a las epístolas de San Pablo», etc. -IV. Las «Consideraciones divinas». Exposición y síntesis de las doctrinas de Valdés. Noticia de otras obras que se le han atribuido.




- I -
Noticias de Juan de Valdés antes de su estancia en Nápoles. -Relaciones con Erasmo y Sepúlveda. -«Diálogo de Mercurio y Carón».

    Sobre el primer período de la vida de Juan de Valdés quedan pocos y oscuros datos, y las estimables investigaciones de D. Pedro J. Pidal, D. Luis Usoz, Benjamín B. Wiffen, Eduardo Boehmer, Eugenio Stern y Fermín Caballero (1417) no han logrado disipar del todo esta oscuridad. [784]

    Juan de Valdés, en el Diálogo de la lengua, se dice castellano, criado en el reino de Toledo y en la mancha de Aragón, y paisano de mosén Diego de Valero (p.8.35.79.131 y 188 de la reimpresión de Usoz); por consiguiente, natural de Cuenca, donde era regidor perpetuo su padre, don Ferrando de Valdés. Confesión de parte revela la prueba, y ninguna razón tuvo, por tanto, el abate Pier Antonio Serassi, ilustrador de las obras de Castiglione, para llamarle catalán, ni menos el arquitecto Mateo López, autor de una historia manuscrita de Cuenca o apuntamiento para escribirla, que posee el Sr. Gayangos, para negar que allí hubiese nacido, siguiéndole en esto D. Adolfo de Castro sólo por haber sabido que en Cuenca no se hallaba la partida bautismal del famoso hereje: como si esto tuviera algo de extraño, cuando ninguna de las parroquias de aquella ciudad conserva libros anteriores al año 1510, y aun son raras en toda Castilla las que alcanzan, ni con mucho, a esa fecha.

    Era hermano de Alfonso de Valdés, como claramente resulta de las cartas de Erasmo y Sepúlveda, y lo advierto porque hasta de esto se dudaba en 1848 y 52, cuando Pidal y don Adolfo de Castro escribieron. La única cuestión es si fueron o no hermanos mellizos. Usoz y sus amigos y colaboradores Wiffen y Boehmer dicen que sí, fundados en estas palabras de Erasmo (carta a Juan, de 21 de marzo de 1529): Quando quidem ego vos tam GEMELLOS pro unico habeo non pro duobus. Don Fermín Caballero entiende el gemelos en el sentido de parecidos o semejantes, y por diversos indicios se mueve a creer que Juan era el menor. El lector juzgará lo que guste, ya que no hay bastantes datos para sentenciar en pro ni en contra. Como quiera, la significación primera y más recta de gemelos es mellizos, sin duda alguna.

    De los estudios de Juan nada se sabe. Créese que cursó quizá derecho canónico en la Universidad complutense, siendo muchos los autores que le califican de jurisconsulto. Como no hay registros de matrícula de aquella fecha, nada puede decirse de esto con certeza, y sí sólo, porque de sus obras se deduce, que se había aplicado mucho a estudios de humanidades, sobresaliendo en las lenguas latina y griega, así como en la castellana, que manejó cual maestro. No consta que en esta primera época manifestase inclinaciones teológicas ni políticas. Al contrario de su hermano, que vivio siempre ocupado en altos destinos, de Juan sólo consta, por testimonio propio, que fue diez años andante en corte y dado a la lección de libros de caballería (1418), la cual debió de entremezclar con otras de mejor gusto, sobre todo con la de Luciano, de quien parece muy aficionado, y [785] en cuyas obras aprendió el tono y manera del diálogo (1419). Francisco de Enzinas, que conoció y trató a los dos hermanos, asegura que Juan fue muy bien educado (praeclare instructus) en la escuela de Alfonso (in disciplina fraterna) (1420); pero tengo para mí que alude, no a enseñanza de letras, que también pudo haberla, sino a las ideas reformistas que hubo de inocularle.

    Además de las lenguas clásicas, supo Juan de Valdés el hebreo, hasta el punto de traducir de la lengua santa los Salmos, así como del griego las epístolas de San Pablo.

    Por medio de su hermano Alfonso entró en relaciones con Erasmo, que el 1.º de marzo de 1528 le escribe animándole a continuar en sus estudios de artes liberales y felicitándole porque enriquece su ánimo, nacido para la virtud, con todo linaje de ornamentos (1421). En 21 de marzo del año siguiente le da el parabién por haber salido incólume de tantas molestias y peligros (¿qué peligros serían éstos?); le dice que tenga por propias las cartas a su hermano, pues «os considero, dice, como una sola persona, no como dos»; encomia el ánimo franco y sencillo de Juan; se queja de los muchos tábanos o émulos que tienen en España, y huélgase de que sus amigos unan la piedad cristiana con el estudio de las letras, al revés de lo que hacen los italianos (1422). Aun hay otra carta de Erasmo a Juan (1423), casi insignificante, reducida a ponderarle lo mucho que debe a la buena amistad de su hermano.

    En 1527 escribió éste su Diálogo de Lactancio y un arcediano, en son de defender al emperador sobre lo del saco de Roma. Es opinión corriente y verosímil, aunque sería muy difícil razonarla, que este Diálogo, antes de imprimirse, pasó por la corrección y lima de Juan. Poco después, en 1528, hubo de ser compuesto el Diálogo de Mercurio y Carón, que anda siempre unido con el de Lactancio en las ediciones góticas. La paternidad de este Diálogo se ha adjudicado exclusivamente a Juan, [786] quizá un poco de ligero. En el estilo no hay gran diferencia entre el Lactancio y el Mercurio; las ideas son casi las mismas, y lo muy enterado que el autor se muestra de los negocios de la cancillería imperial y de los propósitos del emperador, los documentos oficiales que a la letra transcribe, el amor cuasi doméstico con que habla de Carlos V. todo esto induce a suponer una activa colaboración de Alfonso en el Diálogo, a lo menos para apuntar ideas y suministrar materiales. Por lo demás, don Bartolomé J. Gallardo dice terminantemente, en un apunte inédito, que «Juan de Valdés compuso el Diálogo de Mercurio y Carón, según resulta de documentos que vi el año 1820 en los papeles del Archivo de la Inquisición general».

    No se opone tan autorizado testimonio a tener, como yo tengo, el Diálogo por obra colectiva de los dos hermanos (1424).

    Su título es: Diálogo de Mercurio y Ca, ron: en que allende de muchas cosas graziosas y de buena doctrina, se cuenta lo que ha acaescido en la guerra desde el año de mill v quinientos y veinte y uno, hasta los desafíos de los reyes de Francia et Inglaterra, hechos al Emperador en el año de M.D.XXVIII...

    Consta el Diálogo de dos partes, en tono y color muy diferentes. «La causa principal», según el autor, o más bien el pretexto que le movió a escribir, fue «deseo de manifestar la justicia del emperador y la iniquidad de los que le desafiaron, y en estilo que de todo género de hombre fuese con sabor leído». Para esto introduce al barquero Carón muy afligido, «porque [787] los días pasados, llegando a entender que todo el muncio estaba revuelto en guerra y que [788] en ninguna manera bastaría su barca para pasar tanta multitud de ánimas, compró una galera en que no solamente echó todo su caudal, mas aún mucho dinero que le fue prestado». Y después supo con dolor que se había hecho la paz entre Carlos V y Francisco I. Pero Mercurio viene a sacarle de esta angustia y «a pedirle albricias por los desafíos que el rey de Francia y el de Inglaterra han hecho al emperador». Con este motivo emprende una larga relación de la rivalidad entre ambos príncipes, tomando las cosas ab ovo, para venir a parar en los retos e idas y venidas de los reyes de armas, las cuales expone todavía con mayor prolijidad que el secretario Gonzalo Pérez en su Relación (oficial) de lo que ha pasado sobre el desafío particular entre el emperador y el rey de Francia, o el capitán Jerónimo de Urrea, en su Diálogo de la verdadera honra militar, mostrándose tan enterado como el segundo de las leyes del duelo, dando, por de contado, la razón al emperador, no sin afear mucho la ligereza y felonía del rey de Francia.

    Pero esta parte histórica no es la que mayor interés tiene en el Diálogo, ni quizá en el pensamiento del autor, «el cual, por ser la materia en sí desabrida, la entremezcló con los razonamientos, gracias y buena doctrina de ciertas ánimas que van pasando». No es, pues, un diálogo exclusivamente político, como el de D. Diego de Mendoza, entre Caronte y el ánima de Pedro Luis Farnesio, sino moral y lucianesco, imitado del décimo de los Diálogos de los muertos y del Charon sive speculatores, obras del satírico de Samosata-, del Charon, de Pontano, y hasta cierto punto de los Coloquios de Erasmo, aunque es más variado y artístico que cualquiera de estos desenfados del humanista roterodamense. Con no llegar Juan de Valdés al argénteo estilo e inimitable tersura y pureza ática de Luciano, sería el rey del género entre nosotros si Cervantes no le hubiera vencido con el Coloquio de los perros. La semejanza del asunto establece cierto lejano parentesco entre el Viaje de las ánimas, de Juan de Valdés, y las Danzas de la muerte, de la Edad Media, así como las Barcas del infierno, purgatorio y gloria, de Gil Vicente, y, por otra parte, parece que anuncia los sueñosde Quevedo.

    La armazón del diálogo valdesiano no es, a la verdad, muy ingeniosa. Veinte veces, y sin preparación ni motivo, se interrumpe el relato de las empresas de Carlos V para oír a cada una de las ánimas, desaparece ésta, y continúa la narración, para cortarse en seguida; disiecti membra poetae. La primera parte o primer acto de la comedia pasa a orillas de la laguna Estigia; el segundo, en una montaña, por donde las almas suben al cielo. A mi ver, es muy admisible la opinión de Stern, el cual dice que la «primera parte forma un todo completo y que la segunda es una continuación añadida algún tiempo después» (1425). Tan verdad es esto, que, cuando se escribió el «proemio al lector», sólo estaba compuesto el primer libro, en que únicamente se salvan dos ánimas: un casado y un fraile de San Francisco. Pero un teólogo «de los más señalados, así en letras como en bondad de vida que en España había, aconsejó al autor que así como ponía ánimas de muchos estados que se van al infierno, pusiese de cada estado una que se salvase». Y aunque Juan de Valdés se excusó diciendo que «su intención había sido honrar aquellos estados que tienen más necesidades de ser favorecidos, como es el estado del matrimonio, que, al parecer de algunos, está fuera de la perfección cristiana, y el de los frailes, que en este nuestro siglo está tan calumniado, y por entonces no lo hizo y pensó publicar la obra así; con todo eso, promete en este prólogo, «si viere agradar lo que ahora se publica, añadir en otra edición lo que en ésta parece faltar». Por los peligros que pudieran seguírsele ocultó su nombre, diciendo sólo que era «uno que derechamente deseaba la honra de Dios y el bien universal de la república cristiana».

    La fecha del Diálogo consta en el mismo, donde Mercurio dice en este año de M.D.XXVIII, y habla, como de cosa reciente, de las cuestiones erasmianas, apaciguadas por la prudencia y bondad del inquisidor D. Alonso Manrique. Realmente, cuando escribió este Diálogo, si a su contexto hemos de atenernos, no pasaba Valdés de erasmista, aunque no más mesurado y razonable que su hermano. Subido Mercurio en la primera esfera, comienza a cotejar lo que ve en los cristianos con la doctrina cristiana, y halla que, en vez de tener respeto a las cosas celestiales, andan capuzados en las terrenas, y «unos ponen su confianza en vestidos, otros en diferencias de manjares, otros en cuentas, otros en peregrinaciones, otros en candelas de cera, otros en edificar iglesias y monasterios..., otros en disciplinarse, otros en ayunar..., y en todos ellos vio apenas una centella de caridad... En el comer, muy supersticiosos; en el pecar, largos y abundantes... Y si dan alguna limosna o hacen alguna obra pía, luego las armas pintadas o entalladas y los letreros muy luengos, para que se sepa quién la hizo... Y vio a otros andar en hábitos de religiosos, y que por tales les hacían toda reverencia hasta el suelo, y aun les besaban la ropa por sanctos...». Y tras esto «los pies, manos, brazos y niños pintados en tablas y hechos de cera», «los dineros que pide el sacristán» y «el incomportable hedor que de Roma salía», con todos los demás lugares comunes que ya vimos en el Lactancio. El bueno de Mercurio, a pesar de ser un dios gentílico o un demonio, se enoja gravemente de estas cosas, y clama como un predicador: «¡Oh, cristianos, cristianos! ¿Esta es la honra que hacéis a Jesucristo? [789] ¿Este es el galardón que le dais? ¿No tenéis vergüenza de llamaros cristianos, viviendo peor que alárabes y que brutos y animales? ¿Así os queréis privar de la bienaventuranza?...»

    La primera de las ánimas condenadas es un predicador famoso, que «fingía en público santidad por ganar crédito con el pueblo... y procuraba de enderezar sus reprehensiones, de manera que no tocasen a los que estaban presentes», y no quiere pagar el pasaje porque «los frailes son exentos».

    Viene en pos de él cierto consejero de un rey muy poderoso, el cual, en vez de oír a los negociantes, «rezaba las horas canónicas, iba en romería a casas de gran devoción y traía siempre un hábito de la Merced», al mismo tiempo que por malas artes y granjerías aumentaba su hacienda, no osando contradecir al principe en ninguna de sus voluntades.

    Por igual estilo había vivido un duque, ocupado en sacar dineros de sus vasallos y acrecentar su señoría, aunque con la supersticiosa esperanza de que rezando la oración del conde (1426) y fundando muchos conventos no moriría en pecado mortal. Y cuando llegó la hora de la muerte, «había allí tanta gente llorando, que me tuvieron muy ocupado en hacer mi testamento y en ordenar la pompa con que mi cuerpo se había de enterrar... y nunca me pude acordar de Dios ni demandarle perdón de mis pecados».

    «¿Y tú sabes qué cosa es ser obispo?», pregunta Carón a uno que llega en seguida. «Obispo es traer vestido un roquete blanco, decir misa con una mitra en la cabeza y guantes y anillos en las manos, mandar a los clérigos del obispado, defender las rentas d'él y gastarlas a su voluntad, tener muchos criados, servirse con salva, dar beneficios y andar a caza con buenos perros, azores y halcones.» Este edificante prelado «se había ahogado en la mar yendo a Roma sobre sus pleitos».

    Igual malicia hay en el retrato de un cardenal, que «buscaba nuevas imposiciones, haciendo y vendiendo rentas de iglesias y monasterios y aun de hospitales». -«¿Y cómo gobernaste la Iglesia?», pregunta Mercurio. -«¡Como si yo no tuviera que hacer sino gobernar la Iglesia!»

    Al rey tirano, que parece ser Francisco I, le llama Valdés rey de los gálatas, rey para su provecho y no para el de la república, siendo así que «los príncipes fueron instituidos por amor del pueblo; rey que a nadie guardó fe y a quien nadie trató verdad ni dijo cosa que le pesase, y cuyos ejercicios fueron jugar, cazar, burlar, andar entre mujeres y, no sabiendo administrar sus reinos, querer conquistar los ajenos». No lejos del rey anda su consejero, «soberbio como francés», el cual, en menos de diez años, allegó más de ochenta mil ducados con engañar a pretendientes y litigantes que le hablaban bonete en mano, e hizo a su rey «el mayor servicio que nunca criado a su príncipe», [790] aconsejándole que faltase a su palabra y rompiese la capitulación de Madrid; «que para andar en corte, estas y otras semejantes artes son más que necesarias, y con esta buena maña seréis loado por buen cortesano», ya que «cada uno debe ser perfecto en su oficio».

    Semejante a un «espantajo de higuera», «largo como una blanca de hilo», viene el hipócrita, que ha equivocado el camino y se va al infierno pensando subir al cielo. Nunca durmió en cama, ni aun estando enfermo; nunca se vistió camisa, andaba los pies descalzos, disciplinábase tres veces por semana, en más de treinta años nunca probó carne... «Pero esas obras, le replica Mercurio, eran exteriores y solamente medios para subir a las interiores, y no curabas de otra cosa porque te faltaba la caridad.» Como se ve, Juan de Valdés, al escribir este Diálogo, andaba muy lejos de la doctrina de Lutero contra la eficacia de las obras, y más bien pensaba como los católicos en este punto, por lo cual su editor Usoz se enfada mucho y encaja en una nota (p.145) el desatino de que las obras, en vez de ser un medio, son un estorbo. ¡Tales estorbos tengamos a la hora de la muerte! Juan de Valdés no se harta de decir que los ayunos, devociones, rezos, etc., son «muy buenos medios para alcanzar y seguir la doctrina cristiana y ganar el cielo, con tal que no vayan desnudos y vacíos de caridad».

    No falta en la variada galería del Diálogo un teólogo escolástico que «da a entender lo que quiere con falsos o verdaderos argumentos: v. gr.: el cabrón tiene barbas; tú tienes barbas y nunca te las peinas; luego eres cabrón». Nunca leyó ni oyó nombrar las epístolas y evangelios sino en la misa; pero había hecho su estudio de Scoto, Nicolao de Lira, Durando, y, sobre todos, Aristóteles; no de ningún Padre de la Iglesia, «porque no tienen la sutileza destos otros».

    Viene, al fin, una ánima, que se salva porque piensa como Juan de Valdés, y se burla, lo mismo que él, «de las supersticiones que ve entre cristianos»; especie de predicador laico, que no se hizo clérigo por «no haber cada día de rezar tan luengas horas»; pero que en su estado es modelo, y que, lejos de faltar a los preceptos de la Iglesia ni tener en menos las obras, oye misa los días de fiesta y también los otros días cuando no tiene que hacer; ayuna de precepto, y por su voluntad endereza todas sus obras y palabras a gloria de Jesucristo, hace oración mental y vocal, vive como un asceta en medio de la corte Y. animado por un fraile de San Francisco, muere con todos los sacramentos y, como cristiano viejo, con una candela encendida en la mano y oyendo leer el sermón de la Montaña.

    Hay un tono de buena fe y de sinceridad en todo el Diálogo, tal que induce a creer que cuando Valdés lo escribió todavía era o se creía católico, aunque le extraviaban sus fatales propensiones al laicismo y a la inspiración privada, que después hicieron de él un místico sui generis, misionero de capa y espada, [791] catequizador de augustas princesas y anacoreta de buena sociedad.

    La segunda parte del Mercurio y Carón es más dogmática que la primera, más rica en preceptos y enseñanzas que en sales. Las siete ánimas que ahora aparecen van todas en camino de la gloria y moralizan largamente. Juan de Valdés, que a pesar de sus yerros tenía un sentido moral mucho más alto y justiciero que los luteranos o Erasmo, no duda en enviar al cielo a un fraile, a un clérigo, a un obispo y a un cardenal, como no había tenido reparo en condenar enérgicamente los proyectos de divorcio de Enrique VIII.

    Hay en este libro una especie de utopía política que parece el reverso de los impíos aforismos de Maquiavelo y otros políticos tan sin entrañas como el secretario de Florencia, peste del Renacimiento. Llega «un rey bienaventurado» y exclama Carón: «Cosa es que muy pocas veces acaece: subir reyes por esta montaña.» Y el rey empieza a contar su historia: «Yo no supe, antes de ser príncipe, qué cosa era ser hombre...; la simiente de ambición que en mi ánima echaron, prendió tan presto, y se arraigó de manera en mí, que todo mi pensamiento y todo mi cuidado era no en cómo regiría bien mis súbditos, mas en cómo ensancharía y augmentaría mi señorío... Fatigábame a mí, fatigaba a mi pueblo; yo estaba desabrido con ellos, y ellos conmigo...; quería ir adelante y no podía; quería volver atrás y no sabía.» Al fin, y casi por milagro, tornó en su acuerdo, e hincado de rodillas ante el Santísimo Sacramento, comenzó a decir: «Jesucristo, Dios mío, Padre mío y Señor mío, tú me criaste y me heziste de nada, y me posiste por cabeza, padre y gobernador deste pueblo y pastor deste ganado; yo, no conosciendo ni entendiendo el cargo que me diste, he sido causa de todos los males que la república padeze... Vuelve ya a tu misericordia... o me quita el reino, proveyendo tus ovejas de otro buen pastor, o me trae tú la mano como a niño que apren, de a escrebir, para que, guiándome tú, no yerre... Desde agora, Señor, protesto que no quiero ser rey para mí, sino para ti, ni quiero gobernar para mi provecho, sino para bien deste pueblo que me encomendaste.» En conformidad con tan santos propósitos apartó de su corte a viciosos, avaros y aduladores, truhanes y chocarreros; escogió consejeros de buena vida, ordenó que todos los caballeros enseñasen a sus hijos artes mecánicas y liberales, tomó estrecha residencia a jueces y ministros, desterró a los malos a una isla despoblada, consiguió facultad del papa para hacer otro tanto con tres o cuatro obispos, reforzó las leyes y cortó los pleitos, no proveyó oficios sino en gente virtuosa, sin respeto a favores, linajes ni servicios; tuvo siempre sus puertas francas y sus oídos abiertos a pobres y ricos, disminuyó gabelas e imposiciones, dotó huérfanas, fue amparo de viudas y menesterosos, edificó hospitales y puentes, transformó su corte en un convento de frailes buenos, y, divulgándose la fama de [792] tamañas virtudes, acudieron de reinos extraños a morar en los suyos, y vinieron los infieles, sponte sua, a recibir el bautismo o le pidieron predicadores y misioneros. Ya próximo a la muerte, llamó a su hijo y le hizo un largo razonamiento, que es de los mejores trozos que escribió Juan de Valdés y, según yo entiendo, sirvió de modelo a los consejos que dio Don Quijote a Sancho antes de que se partiera para gobernar su ínsula: tan semejantes los encuentro. Cierto que ni los documentos de Valdés ni los de Cervantes traspasan los límites del vulgar y recto juicio, y que muchos de ellos proceden de Aristételes, Séneca, Plutarco, Epicteto y otros moralistas antiguos, o de las Sagradas Escrituras, o de proverbios del vulgo; pero no son la moral práctica o la política ciencias que consientan gran novedad ni aun en la exposición. Basta que los consejos, como aquí acontece, sean sanos, y la forma concisa, noble y discreta. Júzguese por algunos de los de nuestro Diálogo: «Si quisieres alcanzar de veras lo que todos buscan, antes procura de ser dicho buen príncipe que grande... Cual es el príncipe, tal es el pueblo... Acuérdate que no se hizo la república por el rey, mas el rey por la república. Muchas repúblicas hemos visto florecer sin príncipe, mas no príncipe sin república... Procura ser antes amado que temido, porque con miedo nunca se sostuvo mucho tiempo el señorío... Sei tan amigo de verdad, que se dé más fe a tu simple palabra que a juramentos de otros... De tal manera ten la gravedad que conviene al príncipe, que por otra parte seas blando, benigno y afable... Aprende de coro la doctrina cristiana, haciendo cuenta que a ninguno conviene más enteramente seguirla que a los príncipes... Haz cuenta que estás en una torre y que todos te están mirando, y que ningún vicio puedes tener secreto... Cata que no se hace diferencia del rey al tirano... por el nombre, sino por las obras... Si todas tus obras enderezares al bien de la república, serás rey; y si al tuyo, serás tirano...Cata que hay pacto entre el príncipe y el pueblo, que si tú no hazes lo que debes con tus súbditos, tampoco están ellos obligados a hazer lo que deben contigo... Que no es verdadero rey ni príncipe aquel a quien viene de linaje, mas aquel que, con obras procura de serlo... Rey es, y libre, el que se rige y manda a sí mismo, y esclavo y siervo el que no se sabe refrenar... Ama, pues, la libertad y aprende de veras a ser rey... Lo que has de dar dalo presto, alegremente, de tu propia voluntad, y no des causa que agradezcan a otros las mercedes que tú mesmo hazes... Inclínate antes a poner sisas o imposiciones sobre la seda que sobre el paño, sobre las viandas preciosas que sobre las comunes, porque aquello compran los ricos y esto otro los pobres... Procura que todos tus súbditos, varones y mujeres, nobles y plebeyos, ricos y pobres, clérigos y frailes, aprendan alguna arte mecánica... Ten por mejor y más seguro casar tus hijas en tu reino que no fuera dél, que d'ello te seguirán muchos provechos... A menos costa edificarás una ciudad en tu tierra [793] que conquistarás otra en la ajena... Más vale desigual paz que muy justa guerra... Contra infieles debes moverla, porque de otra suerte, no solamente harían sus esclavos los cristianos... mas aun la cristiandad destruirían y los templos de Cristo profanarían, y su santo nombre desterrarían de sobre la haz de la tierra... (1427) Mas no te pase por pensamiento hazerles guerra por tu interese particular ni por tu ambición... Y cuando los hobieres conquistado, procura convertirlos a la fe de Cristo, con buenas obras principalmente, porque ¿con qué cara los aconsejarías que sean cristianos, si tú y los tuyos hazéis obras peores que de infieles?... Como el vulgo no conversa con el príncipe, siempre piensa que es tal cuales son sus privados... Debes escoger un confesor limpio, puro, incorrupto, e de muy buena vida y fama y no ambicioso... Nunca proveas tú de oficio, beneficio ni obispado al que te lo demandare; mas en demandándotelo él por sí o por tercero, júzgalo y tenle por inhábile para ejercitarlo... Ama y teme a Dios, y El te vezará todo lo demás y te guiará en todo lo que debieres hacer.»

    Estas doctrinas, ciertamente nada nuevas, sino frecuentísimas en los moralistas cristianos, hicieron decir a D. Adolfo de Castro (1428) que «las obras de Valdés estaban escritas con un amor a la libertad digno del más alto encarecimiento», y, exagerando esto, un M. La Rigaudière, autor de cierta Histoire des persecutions religieuses en Espagne (1429), y D. J. M. Guardia, heterodoxo balear de nuestros días, que escribe en lengua francesa (1430), llegaron a decir que «Valdés estaba inspirado por las más puras doctrinas de la democracia; que algunas de sus páginas no desdecirían en el Contrato social, de Rousseau», y, en suma, que Juan de Valdés había sido un liberal, un progresista, un demagogo y revolucionario: poco menos que maestro de los convencionales del 93. De poco se admiran esos señores franceses o afrancesados: basta abrir cualquier libro católico de los siglos XVI y XVII para encontrar proposiciones harto más graves y audaces que los inocentes consejos de Valdés. Si éste es demócrata y comunista, ¿qué serán Mariana, Fr. Juan de Santa María, Saavedra Fajardo, Quevedo y tantos más?

    Volvamos al Diálogo. La misma reforma que hiciera el rey la habían aplicado a sus respectivos estados las otras ánimas. El obispo, elegido sin que él lo hubiese solicitado, ni aun osara desearlo, trabajó de ordenar su casa de tal manera, que «ni en él ni en sus criados hallase ninguno cosa notable que reprender», para que así tuvieran fuerza y vigor sus reprensiones. Y para secar las fuentes de donde manan los vicios, vedó las malas, sucias y deshonestas palabras; los libros y escrituras compuestos o por hombres simples o por viciosos y maliciosos; los que trataban [794] cosas profanas e historias fingidas y los de engaños y supersticiones, e hizo con todos ellos un auto de fe semejante al que llevó a cabo Fr. Jerónimo Savonarola en Florencia. De los libros y horas de rezo quitó las devociones no aprobadas y las rúbricas que pudieran inducir a engaño y temeraria confianza a los ignorantes. «Determinó qué libros se han de leer... e hizo imprimir una multitud de ellos, así en latín como en vulgar, y hacer una traslación del Nuevo Testamento, y mandó recoger, so graves penas, todos los libros antiguos y trocarlos por los que él había impreso.»

    Ya se ve qué poco amigo de la libertad de imprenta era Juan de Valdés, a pesar de figurar entre los partidarios del libre examen. Ordenó, además, el susodicho obispo un colegio en que cien niños aprendiesen la doctrina y las ciencias, fundó hospitales para pobres y extranjeros, nunca consintió pleitos sobre beneficios, castigó con mucho rigor a los malos clérigos, hizo muchas visitas, reparó iglesias y las proveyó de ornamentos. Hizo, en fin, todo lo que ya habían comenzado algunos obispos en España, lo que se hizo en toda la cristiandad después del concilio de Trento, lo que nunca hubieran hecho los protestantes.

    La tercera de las ánimas salvadas es un predicador que «no sólo deprendió, sino experimentó la doctrina cristiana, pidiendo a Dios continuamente su gracia, no fiando en ingenio ni fuerzas propias»; así entendió la Sagrada Escritura. Este pasaje es el más sospechoso de todo el Diálogo, no sólo por lo que se concede a la inspiración individual, sino porque el predicador declara que no gustaba de pedir gracia a la Virgen, sino a Dios, ni de decir el Ave María, «porque mucho más se edifica el ánima cuando ella mesma se levanta a suplicar una cosa a Dios... que no cuando le dicen palabras, que las más veces el mismo que las dice no las entiende»; como si pudiera ningún cristiano dejar de entender y repetir con amor la salutación angélica. Aún más claramente revela su intención Valdés con decir que «cuando alguno con obras o palabras comienza a mostrar en qué consiste la perfección cristiana y la religión y santidad..., luego como lobos se levantan contra él y le persiguen... y procuran de condemnar por hereje».

    También se salva un fraile, «no de los que piensan consistir la religión en andar vestidos de una o de otra color... o en andar calzado o descalzo, o en tocar camisa de lana o de lienzo»; pero que, aparte de estas reminiscencias erasmianas, sabe responder a las vulgaridades del mismo Erasmo, y de Mercurio, su eco, contra el estado monástico: «Habiendo tanta diversidad en los hombres, ¿qué cosa más fuera de razón que limitarles las horas que han de comer, dormir, velar, rezar y cantar, como si todos fueran de una misma complisión?» Y el buen sentido de Valdés responde: «Si los hombres se metiesen frailes por fuerza, podríanse quejar si les diesen manera de vivir fuera de [795] su natural. Mas, pues a ninguno se hace fuerza, ninguno tiene causa de quejarse. La regla está ahí: cada uno la puede ver y saber: el que se contenta d'ella, tómela mucho en buen hora; el que no, déjela..., y el que neciamente se mete fraile, neciamente se muere, y aun sin quizá se va al infierno.» No olvidemos esta preciosa confesión, que lo es más por ser de un enemigo. Y aún continúa Valdés: «Diz que es natural vicio en los frailes la murmuración y ser maldicientes. El que seyendo seglar tenía estos vicios, puede ser que no los deje en el monesterio; mas el que seglar os aborreció, mucho más los aborrece fraile.» «Los frailes son tenidos por ambiciosos, así en procurar prebendas en sus Ordenes, como buenos obispados y aun capelos fuera de ellas. Como la ambición sea vicio a todos estados común, no te maravilles que reine también entre los frailes, que son hombres como los otros.» Mayor apología, y de boca menos sospechosa, no puede haberla.

    Cierran la comitiva y el Diálogo un cardenal que se retiró una abadía por no serlo y una mujer algo mística y aficionada a las Sagradas Escrituras, la cual solía enseñar a sus amigas y compañeras aquello que Dios le había enseñado. No deja de notarse aquí cierto sabor de iluminismo.

    Tal es este Diálogo, monumento clarísimo del habla castellana, lo mismo que el de la lengua, de que hablaré en seguida. El ingenio, la gracia y la amenidad rebosan en él, y bien puede decirse que nada hay mejor escrito en castellano durante el reinado de Carlos V, fuera de la traducción del Cortesano, de Boscán. La lengua brilla del todo formada, robusta, flexible y jugosa, sin afectación ni pompa vana, pero al mismo tiempo sin sequedad ni dureza y con toda la noble y majestuosa serenidad de las lenguas clásicas. ¿Qué escritor de aquel entonces puede compararse con Juan de Valdés? Ni el doctor Villalobos, rico en chistes y agudezas, pero inhábil en la construcción de los períodos, que en él todavía no han roto las pesadas trabas conjuntivas, propias del estilo de la Edad Media. Ni el obispo Guevara, que a cada paso desluce con insufribles retóricas y pedanterías sus prodigiosas dotes de ingenio. Ni su impugnador el bachiller Rúa, más severo y didáctico que fácil y animado. Ni Hernán Pérez de Oliva, en cuya prosa, rica y abundante, reina de un cabo a otro la frialdad, y se ve demasiado patente el cuño de imitación ciceroniana. Predecesores sólo tiene Valdés uno digno: el autor de La Celestina; y para encontrarle émulos y sucesores hay que llegar a D. Diego de Mendoza, y todavía no faltará quien prefiera la inafectada elegancia del primero a la concisión un tanto abrupta y escabrosa del autor de la Guerra de Granada, calcada muy de cerca sobre las austeridades de Tácito y Salustio.

    Sus errores religiosos han perjudicado a Valdés lo indecible. En España apenas se conoce de él otra cosa que el Diálogo de la lengua, y ni aun éste figura en la Biblioteca de Autores [796] Españoles; ni se habla de Juan de Valdés en la mayor parte de las historias de nuestra literatura (1431). Y ciertamente que algún recuerdo y honra merecería el padre y maestro del diálogo de costumbres, el que puede hombrear sin desdoro entre Mendoza y Mateo Alemán y sólo se inclina ante Miguel de Cervantes.




- II -
Valdés en Italia. -Relaciones con Sepúlveda. -Residencia en Nápoles. -«Diálogo de la Lengua».

    Sobre la única autoridad de Francisco de Enzinas en sus Memorias, se admite generalmente que Valdés salió de España porque sus opiniones no le permitían vivir aquí con seguridad (1432). Pero como el resto de su vida moró en Roma y en Nápoles sin despertar grandes sospechas, y sin que ni el papa ni los gobernadores españoles le molestasen, lícito será poner en cuarentena aquella noticia y, sospechar que otros motivos le llevaron a Italia (1433). Ni sus opiniones, que por entonces no pasaban de erasmianas, ni el Diálogo de Mercurio, eran causas para inducirle a expatriarse, cuando vivían tranquilamente en España el arcediano de Alcor, Juan Maldonado y otros más violentos que él, y cuando su propio hermano, después de escrito el Lactancio, seguía en la corte y favor de Carlos V. Don Fermín Caballero cree que la carta de Erasmo de 21 de marzo de 1520, en que se habla de las molestias y peligros que aquejaron a Valdés, se referían a persecuciones por el Diálogo. La expresión es demasiado vaga para que sobre ella se puedan fundar conjeturas. También sospechaba aquel mi inolvidable amigo que un Domine Hiovanne (sic) que suena en cierta cuenta de gastos hechos por la casa imperial en 1530, era Juan de Valdés, que percibió aquellos dineros cuando el viaje del emperador a Italia (1434).

    Así como no merece crédito la especie de haber sido Valdés camarero del papa Adriano, que echaron a volar algunos escritores, es también absolutamente improbable que fuera en tiempo alguno secretario del virrey de Nápoles D. Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, pues constan los cinco secretarios que éste tuvo durante su largo y glorioso virreinato [797] (1532 a 1553) (1435), y entre ellos no aparece Valdés, ni hay el menor documento ni referencia a él en los archivos de aquella ciudad. Tampoco fue administrador del hospital de incurables de Nápoles, como sospechó Wiffen, cargo que, según resulta del proceso de Carnesecchi (1436) tenía entonces un español llamado Sigismundo.

    Muchas de éstas y otras relaciones han de proceder de haberse confundido a Juan de Valdés con otros del mismo nombre y apellido, entre ellos un singular personaje, capitán aventurero, duelista y enamoradizo, que dejó mucha memoria en Italia y que por amores con la hija de un senador romano se arrojó de una torre, haciéndose pedazos la cabeza (1437), todo lo cual han atribuido algunos a nuestro héroe (1438).

    Yéndonos a lo averiguado y cierto, sólo podemos decir que Valdés, caballero noble y rico, en frase de Juan Pérez, gentil hombre de capa y espada, como le llama Carnesecchi, fue en 1531 a Roma con una carta de recomendación de su hermano para Juan Ginés de Sepúlveda, que le recibió con grande amor, porque le parecía ver al mismo Alfonso: tal era la semejanza, no sólo de aspecto, sino de doctrina, ingenio, costumbres y estudios. Le ofreció su valimiento, y hablaron largamente de sus estudios comunes (1439). En 5 de septiembre de 1531 Sepúlveda escribe a Juan dándole noticias de un cometa que había aparecido en Roma, y de tres soles que se habían visto hacia Troya de la Pulla y recomendándole que para mejor comprensión de estos fenómenos, lea el primero y tercer libro de la Meteorología, de Aristóteles; el segundo de la Historia natural, de Plinio, y el primero y séptimo de las Cuestiones naturales, de Séneca, con lo cual no le quedará más que desear (1440).

    En octubre de 1532 continuaba Juan en Roma, puesto que el embajador micer May escribe al secretario Francisco de los [798] Cobos: «Disen nos que el secretario Valdés estaba peligroso de pestilencia. Suplico a V. S. que si algo fuere dél, que se acuerde de aprovechar en lo que podría a este hermano, que es aquí, hombre docto y cuerdo (1441).

    En adelante, y fuera de algún corto viaje a Roma (1442), residió siempre en Nápoles, dado a la predicación y enseñanza de sus heréticas doctrinas. Como en el Diálogo de Mercurio no hay huellas de luteranismo, ni los libros de Lutero penetraron hasta mas tarde en España, no será aventurado suponer que en Italia tuvo conocimiento de ellos, y que, dedicándose sobre todo a la lectura de Melanchton, tomó de su libro de los Lugares comunes la doctrina sobre la justificación y la gracia.

    Este es el segundo período de la vida religiosa de Juan de Valdés y de la evolución de sus ideas. Aún hay uno tercero, en que se hizo místico y fundó secta aparte.

    Puede decirse que su despedida de los estudios amenos fue el Diálogo de la lengua, que nació de verdaderas conversaciones con amigos suyos, españoles e italianos, tenidas en la ribera de Chiaja. Usoz, Wiffen y Boehmer le suponen escrito hacia 1533; pero el Sr. Fabié ha notado, y bien, que tiene que ser algo posterior, ya que habla, como la cosa más conocida, de la traducción de El cortesano, de Boscán, no publicada hasta abril de 1534 (1443). Y como, además, se nombra en el Diálogo a Garcilaso como a persona viva, resulta que se compuso antes del mes de septiembre de 1536. Tales son los atinados raciocinios de D. Fermín Caballero.

    Este libro de oro permaneció inédito hasta el año 1737, en que Mayáns lo sacó a la luz en el tomo II de sus Orígenes de la lengua española, tomándolo del único manuscrito hasta la fecha conocido (1444), que estaba y está en la Biblioteca Real, hoy Nacional, de Madrid, con la marca actual de X-236, y había pertenecido a Jerónimo Zurita, según puede verse por el catálogo que de los Vestigios de la librería manuscrita nos dejó el arcediano Dormer en los Progresos (1445). Si agradecimiento merece Mayáns en haber publicado el Diálogo apenas le adquirió el bibliotecario Nasarre, también es acreedor a no leve censura por el descuido con que procedió en su edición, leyendo mal muchas cosas (v.gr.: el hablista, en vez de hablistán o hablador), alterando otras, modernizando a veces el lenguaje, etcétera; [799] libertades intolerables que solían tomarse los editores del siglo pasado y aun se toman muchos. Y lo peor es que esta edición ha sido reproducida con todos sus errores ayer de mañana, en 1873, autorizada con un prólogo del Sr. Hartzenbusch, sin que en el prólogo ni en las notas se aluda para nada al manuscrito de la Nacional, ni siquiera a la excelente y correctísima edición, ajustada en todo a ese original, que hizo don Luis Usoz en 1860 (1446).

    Mayáns dio la obra por anónima, aunque pienso que él sabía o sospechaba el nombre del autor; a lo menos dice: Aunque los interlocutores dan algunas señas de las personas de «Valdés» y Torres... y de uno y otro pudiéramos proponer algunas conjeturas que pareciesen verosímiles... siempre quedaría incierto si alguno de ellos escribió el «Diálogo». Pero algo hubo de susurrarse entre nuestros eruditos del siglo pasado cuando D. Casiano Pellicer, en su Tratado histórico sobre el origen y progresos del histrionismo en España, dijo ya que el autor del Diálogo había sido un Valdés, que él entendía ser el secretario Alfonso; opinión insostenible, dado que éste murió en 1532 y nunca estuvo en Nápoles. Con mejor acuerdo asentó rotundamente Clemencín, en el Comentario al Quijote, que el Diálogo era de Juan de Valdés; y lo han probado, hasta no dejar racional duda, D. Pedro Pidal, Usoz y D. Fermín Caballero, con razones históricas, y Boehmer, con argumentos filológicos. El que esté enterado de la vida que hizo Valdés en Nápoles, de sus solaces literarios y academias dominicales, y haya leído el Diálogo de Mercurio, tendrá la evidencia moral, ya que no la material, de este hecho. Basta ver el cuadro para estampar al pie el fecit.

    Ni siquiera el título salió bien librado de las manos, aquí pecadoras, de Mayáns. Llamóle Diálogo de las lenguas, siendo así que en él sólo se trata de la lengua castellana.

    Los interlocutores son cuatro, dos italianos y dos españoles: Marcio, que (según la opinión de Usoz y de D. Fermín Caballero) es Marco Antonio Magno, apoderado de Julia Gonzaga y [800] traductor del Alfabeto, de Valdés; Coriolano, que debe ser el secretario del virrey D. Pedro de Toledo, más bien que el obispo de San Marcos en Calabria, como sospechó Boehmer; un soldado español, que primero se llama Pacheco y después Torres (por arrepentimiento del autor), y que nada tiene que ver con Torres Naharro, de quien él mismo habla en este Diálogo, y, finalmente, Valdés, que hace de maestro, y a quien los otros consultan. Añádase un escribiente o taquígrafo, llamado Aurelio, a quien los amigos esconden en sitio donde pueda oír toda la conversación.

    Los cuatro amigos han salido de campo, y por la tarde, después que «los mozos son idos a comer», hacen a Juan Valdés la siguiente petición, envuelta en mil retóricas y cortesías: «Con vuestras cartas habemos tomado mucho descanso, pasatiempo y placer, porque con la lición refrescábamos en nuestros ánimos la memoria del amigo absente, y con los chistes y donaires de que vuestras cartas venían adornadas, teníamos de qué reír y con qué holgar, notando con atención los primores y delicadezas que guardábades y usávades en vuestro escrebir castellano... porque el señor Torres, como hombre nacido y criado en España, presumiendo saber la lengua tan bien como otro, y yo (Marcio), como curioso della, deseando saberla así bien escrebir como la sé hablar, y el señor Coriolano, buen cortesano, queriendo del todo entenderla, porque, como veis, ya en Italia, así entre damas como entre caballeros, se tiene por gentileza y galanía saber hablar castellano (1447), siempre hallábamos algo que notar en vuestras cartas, así en lo que pertenecía a la ortografía, como a los vocablos, como al estilo, y acontecía que como llegábamos a topar algunas cosas que no habíamos visto usar a otros a los cuales teníamos por tan bien hablados y bien entendidos en la lengua castellana cuanto a vos, muchas veces veníamos a contender reciamente. Agora que os tenemos aquí... os pedimos por merced nos satisfagáis buenamente a lo que os demandáremos.»

    Valdés se resiste, por parecerle imposible que sus amigos quieran «perder el tiempo hablando en una cosa tan baja y plebeya como es punticos y primorcicos de lengua vulgar», y que no se aprende por los libros. Opónenle el ejemplo del Bembo en sus Prose volgari, y replica que, aunque la lengua castellana sea tan elegante y gentil como la toscana, todavía no ha tenido un Boccaccio ni un Petrarca que en ella escriban con cuidado y miramiento. Tras un breve tiroteo de agudezas y donaires, consiente, al fin, Valdés en instruir a sus amigos, y empieza la médula del Diálogo.

    Si Antonio de Nebrija no hubiera escrito antes su Gramática, ortografía y vocabulario no tendríamos reparo en conceder al hereje de Cuenca el título de padre de la filología castellana. Fue el primero que se ocupó en los orígenes de nuestra [801] habla, el primero que la escribió con tanto amor y aliñocomo una lengua clásica, el que intentó fijar los cánones de la etimología y del uso, poner reparo a la anarquía ortográfica, aquílatar los primores de construcción y buscarlos en la lengua viva del pueblo, sin desdeñar los refranes que dicen las viejas tras el fuego y que había recogido el marqués de Santillana. Grandes méritos son éstos, aunque no justifican la intolerante y provincial aversión del castellano Valdés contra el hispalense Nebrija, que en muchas cosas le había precedido, y a quien, sin consideración, muerde y zahiere. «¿Vos no veis que, aunque Nebrija era muy docto en la lengua latina, que esto nadie se lo puede quitar, al fin no se puede negar... que él era andaluz, adonde la lengua no está muy pura?» Por cierto que si el nebrisense, andaluz y todo, no hubiera puesto pendón y abierto tienda (como él mismo dice), desarraigando de toda España los Galteros, Ebrardos, Pastranas y otros... apostizos y contrahechos gramáticos (1448), ni hubiera venido aquí tan pronto el Renacimiento, ni Juan de Valdés, a pesar de su orgullo toledano, hubiera pensado en escribir de gramática, a no habérsele anticipado aquel que de sí propio dijo: «Yo quise echar la primera piedra, e hacer en nuestra lengua lo que Zenodoto en la griega e Crates en la latina, los cuales, aunque fueron vencidos de los que después dellos escribieron, a lo menos fue aquella su gloria, e será nuestra, que fuimos los primeros inventores de obra tan necesaria» (1449). ¿De dónde, sino de Nebrija, tomó nuestro autor el capital principio de que en una lengua no se ha de escribir de una manera y pronunciar de otra?

    Aunque Valdés no expone la doctrina en orden muy didáctico ni esto convenía a la soltura y familiaridad del Diálogo, todavía pueden reducirse los puntos que toca a éstos:

    a) Orígenes de la lengua. -La primitiva que en España se habló no fue el vascuence, sino que tenía mucha parte de griega. Para sostener esta paradoja, recuerda las colonias de la costa del Levante y trae etimologías más que aventuradas de algunos vocablos castellanos. Ya en terreno más firme, reconoce que la lengua latina es el principal fundamento de la castellana y demás romances de la Península, no sin algún influjo arábigo; principio filológico que, con ser tan evidente, siempre era un mérito proclamarle a principios del siglo XVI, cuando en el XVIII y en éste no han faltado escritores que, con la mayor formalidad, hayan querido derivar nuestro generoso dialecto latino de orígenes godos y hebreos, ya en las palabras, ya en la construcción. Gracias a Dios, ha venido la ciencia de Federico Díez, la filología romance, con la misma severidad en sus procedimientos que las ciencias naturales, a desterrar todas estas sofísticas invenciones y retóricas de gente ociosa y a hacer [802] triunfar el buen sentido del autor del Diálogo, de Aldrete y de Mayáns.

    b) Fonética y ortografía. -«La primera regla es que miréis muy atentamente si el vocablo que queréis hablar o escribir es arábigo o latino.» Rigor etimológico absurdo (1450) y que el mismo Valdés no hubiera podido observar, porque no era arabista, y bien se ve en el desatino de declarar a carga cerrada arábigos los vocablos que empiezan por al, az, cha, gua y hasta por en. Para la acentuación y escritura da muchas reglas y casi todas empíricas y caprichosas, aunque no deja de tener razón en lo de querer que se marquen todas las finales acentuadas y en lo de reducir el uso de la y griega a los casos en que es consonante.

    c) Flexión. -Parécenle mal las irregularidades de los verbos y defiende que ha de escribirse saliré en vez de saldré, en lo cual el uso, supremo legislador y norma del lenguaje, no le ha dado la razón, sin duda por ocultos motivos eufónicos.

    d) Sintaxis .-Hay muy pocas observaciones, y éstas, arbitrarias. Plácele más decir: «Tiene razón en no contentarse» que de no contentarse. Y a esto se reduce cuanto se le ocurre decir sobre la difícil materia del régimen de las preposiciones.

    e) Diccionario, o sea elección de palabras. -Es muy partidario de la nobleza y selección del lenguaje. «Cuando hablo o escribo, llevo cuidado de usar los mejores vocablos que hallo, dejando siempre los que no son tales.» Y tan allá lleva este principio, que rechaza muchos vocablos, sobre todo de estirpe árabe, «por ser de cosas viles y plebeyas, no usadas por personas cortesanas ni hombres bien hablados», de cuyas palabras y de otras muchas que condena, a mi ver sin fundamento las más de las veces (pues esto no es ennoblecer, sino empobrecer la lengua), trae una larga lista. Voces da por arcaicas, vulgares y desusadas que hoy empleamos como muy castizas y elegantes; como que las ennoblecieron o dieron carta de naturaleza nuestros grandes prosistas de fines del siglo XVI. Materia es ésta en que no pueden fundarse reglas generales, y queda siempre ancho campo para el gusto y discernimiento de cada cual. Y «en esto (diré con Valdés) podéis considerar la riqueza de la lengua castellana, que tiene en ella vocablos en que escoger, como entre peras». De los equívocos es amigo nuestro autor y los tiene por gala y ornamento de la lengua, «porque con ellos se dicen cosas ingeniosas, sutiles y galanas», como es de ver en el Cancionero general (1451). ¿Qué diría si hubiera alcanzado a Quevedo? Los vocablos nuevos, cuya introducción desea y recomienda [803] Valdés, han entrado casi todos, antes o después, en la lengua; v.gr.: tiranizar, ortografía, paradoja, excepción, superstición, decoro, paréntesis, estilo, novela y novelar, pedante, asesinar, etc.; novedades que defiende con el ejemplo de Cicerón, que de tantas palabras griegas enriqueció el latín, sin que esto sea pobreza y desdoro de la lengua, «la cual puede presentar dos docenas de vocablos por cada media que los toscanos ofrezcan».

    f) Estilo.-«El que tengo me es natural y sin afectación ninguna. Escribo como hablo, solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible, porque, a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afectación.» ¡Admirable principio, que vale él solo más que muchos tratados de teoría literaria y explica la magia y el encanto que en medio de su desafeitada sencillez tienen este Diálogo y el de Mercurio! La transparencia es la primera condición del estilo, el gran mérito de Luciano y de Cervantes: «vocablos que signifiquen llanamente lo que se quiere decir». El estilo se convierte en retórica cuando falta esta necesaria correlación entre la idea y la frase, que no son como el cuerpo y el vestido, sino como el espejo y la imagen.¡Pobre del pensamiento que no alcanza, desde que nace, su expresión propia, adecuada y única! Todo el secreto del estilo consiste en que digáis lo que queréis con las menos palabras que pudiéredes, de suerte que no se pueda quitar ninguna sin ofender a la sentencia, o al encarescimiento, o a la elegancia.

    g) Textos de lengua o libros en que debe ejercitarse el que quiere aprenderla.-Aquí el lingüista se convierte en severo crítico literario, aunque la posteridad ha confirmado casi todas sus sentencias. De los poetas «dan todos comúnmente la palma a Juan de Mena, y la merece cuanto a la doctrina y alto estilo, pero no cuanto al decir propiamente ni al usar propios y naturales vocablos», porque llenó la Coronación y las Trescientas de palabras del todo latinas. Entre los poetas del Cancionero, parécenle a nuestro Aristarco los de mejor estilo GarcíaSánchez de Badajoz, el bachiller La Torre, Guevara, el marqués de Astorga y, sobre todos, Jorge Manrique con su Recuerde el alma adormida. «Juan del Enzina escribió mucho, y así tiene de todo; lo que más me contenta es la Farsa de Plácida y de Vitoriano, que compuso en Roma.» Torres Naharro pecó en no guardar el decoro de las personas; pero su estilo es llano y sin afectación ninguna. Yanguas «muestra bien ser latino»; sentencia vaga, y que lo mismo puede tomarse por elogio que por censura. Los romances viejos le contentan por «su hilo de decir, continuado y llano». De los traductores en prosa, sólo merecen alabanza Fr. Alberto de Aguayo, que trasladó la Consolación, de Boecio, y el arcediano de Alcor, que romanzó el Enchiridion. Por cabeza de las novelas y libros de caballerías va el Amadís de Gaula, a pesar de sus desigualdades de estilo, [804] «que unas veces se alza al cielo y otras se abaja al suelo», y de los lunares de composición y decoro que en él detalla Valdés. También concede relativo elogio al Palmerín y al Primaleón, pero no a ninguno de los restantes, que, «demás de ser mentirosísimos, son tan mal compuestos... que no hay buen estómago que los pueda leer». «La Celestina es el libro castellano donde la lengua está más natural, propia y elegante», y su mayor alabanza es el vigor de los caracteres y la verdad humana que en ella palpita, porque su autor o autores «acertaron a exprimir con mucha destreza las naturales condiciones de las personas que en ella introdujeron.» La cuestión de amor es de buena invención y galanos primores, aunque La cárcel, de Diego de San Pedro, tiene mejor estilo. Mosén Diego de Valera es hablistán y parabolano, es decir, mentiroso y palabrero, y su Crónica está llena de cosas que nunca fueron.

    Con este donoso y grande escrutinio, semejante al de la librería de Don Quijote o a algunos pasajes de la República literaria, de Saavedra, y con breves consideraciones sobre las excelencias de la lengua castellana comparada con la latina y toscana, acaba en lo sustancial este famoso Diálogo, más notable que por lo sintético y comprensivo de la doctrina, por la riqueza de menudas y sagaces observaciones, traídas a veces con menos razón que donaire. El autor es un hombre de mundo y de corte y no un filólogo paciente, ni entonces había otra filología que la que nace del buen gusto individual y del estudio y comparación de las lenguas clásicas, y ésta la posee a maravilla nuestro autor. Como diálogo, el suyo no tiene pero: con tratarse de gramática, ni un punto decaen el interés y el movimiento. Los interlocutores son hombres de carne y hueso, y no sombras; caracteres vivos arrancados de la realidad. El desembarazo y fanfarronería soldadesca de Torres, la cortesía italiana de Marcio y Coriolano, la noble altivez, mezclada con su tanto de socarronería, de Valdés, convierten algunos trozos en legítimas escenas de comedia urbana. Corre por todo el Diálogo una fácil y abundante vena de cultos y delicados chistes que deleita y enamora. Repito que después de Fernando de Rojas y antes de Cervantes nadie dialogó como Juan de Valdés. El coloquio de la dignidad del hombre, del maestro Oliva, continuado por Cervantes de Salazar, no es tal coloquio, sino tres disertaciones escolásticas, pronunciadas una tras otra por tres personajes fríos e inanimados que no se distinguen entre sí más que por los nombres. Pedro Mejía (si quitamos algún trozo del Coloquio del Porfiado) es tan plúmbeo como Erasmo, a quien parece que se propuso por modelo, y así D. Pedro de Navarra, Alonso de Fuentes y todos los demás, ayunos del espíritu de Cicerón y de Luciano y de toda arte y habilidad dramática, hasta el extremo de poder sustituirse, sin inconveniente, los nombres de sus personajes con números, letras o signos algebraicos. [805]




- III -
Propaganda herética de Juan de Valdés en Nápoles. -Sus principales discípulos y secuaces. -Sus obras religiosas: «Alfabeto Cristiano», «Comentarios a las epístolas de San Pablo», etc.

    «Si yo hubiese de escoger, más querría con mediano ingenio buen juicio que con razonable juicio buen ingenio..., porque hombres de grandes ingenios son los que se pierden en herejías y falsas opiniones... No hay tal joya en el hombre como el buen juicio.»

    Con estas profundas y discretísimas palabras se retrata Juan de Valdés a sí mismo, nos muestra al descubierto su alma y da la clave de sus aberraciones. Perdióle el ingenio (la imaginación, que ahora diríamos), haciéndole caer en un insano y singular misticismo. Y como estaba dotado de grandes condiciones de propaganda, aunque no de las que atraen y seducen a muchedumbres indoctas, sino de las que son anzuelo para nobles y claras inteligencias; como su convicción era profunda, su elocuencia persuasiva y grande el brillo de su saber y letras, y como, por otra parte, su reforma, sin romper en lo externo con las creencias y prácticas establecidas ni entregarse a vanas declamaciones tribunicias y tabernarias, de las que usaban Lutero y Ecolampadio, tenía un carácter de dirección moral y de ascetismo que pugnaba con la perversión de las costumbres en aquella i ciudad y en aquel siglo, y debía hacerse simpática por esto mismo, de aquí que hiciera en Nápoles el hijo de Cuenca aquel estrago que tanto ponderan los escritores coetáneos, hasta el punto de tenérsele por autor y fautor principal del protestantismo en Italia y por personaje tan importante y conspicuo en su línea como los doctores alemanes. «Comenzó a picar la herejía entre gente principal (escribe el P. Ribadeneyra) siendo maestro della Valdés, hermano del secretario Valdés» (1452). Y el Caracciolo, en su vida manuscrita de Paulo IV, tan utilizada por César Cantú (1453), refiere que «en 1535 vino a Nápoles un cierto Juan de Valdés, noble español cuanto pérfido hereje. Era (según me dijo el cardenal Monreal, que mucho le recordaba) de hermoso aspecto, de dulcísimos modales y de hablar suave y atractivo; hacía profesión de lenguas y sagrada escritura; habitó en Nápoles y Tierra de Labor..., leía y explicaba en su casa a los discípulos y afiliados las epístolas de San Pablo». Esta enseñanza de Valdés versaba casi exclusivamente sobre la justificación; así lo dice Nicolás Balbani, autor de la Vida de Galeazzo Caracciolo (1454): «Había por entonces en Nápoles [806] un hidalgo español que, teniendo algún conocimiento de la verdad evangélica (sic), y sobre todo de la doctrina de la justificación, había comenzado a traer a la nueva doctrina a algunos nobles, con quienes conversaba, refutando las opiniones de la propia justicia y del mérito de las obras y poniendo de manifiesto algunas supersticiones.» En otra parte afirma el mismo herético escritor que los discípulos de Valdés eran en Nápoles numerosísimos, pero que en el conocimiento de la verdad cristiana no habían pasado más allá del artículo de la justificación y de rechazar algunos abusos del papismo; por lo demás, iban a las iglesias, oían misa y participaban de la común idolatría. ¡Dios me perdone el tener que transcribir semejantes desatinos!

    Reunamos ahora las memorias que quedan de esta congregación valdesiana, especie de sociedad secreta que lanzó sobre Italia las tormentas de la reforma (1455). Las reuniones se celebraban, con más o menos sigilo (para burlar la vigilancia del gran virrey D. Pedro de Toledo), unas veces en casa del mismo Valdés; otras, en el palacio de la princesa Julia Gonzaga o en el del Sr. Bernardo Cuesta, que parece ser el actual del príncipe de Santo Buono, en la vía de S. Giovanni a Carbonaca (1456) y con más frecuencia en una quinta situada en Chiaja, cerca del Posílipo, en uno de los lugares más hermosos de la tierra. Es de ver cómo recuerda uno de los afiliados, Jacobo Bonfadio, en carta a Mons. Carnesecchi, aquellos apacibles solaces (1457): «Paréceme que veo a vuestra señoría suspirar con íntimo afecto por aquel país y acordarse de Chiaja y del hermoso Posílipo. Bellísima es Florencia; pero aquella amenidad de Nápoles, aquella orilla del golfo, aquella perpetua primavera tienen más alto grado de excelencia, y parece que la naturaleza señorea allí con todo su imperio, y se alegra y ríe apaciblemente. Si ahora estuviese vuestra señoría a las ventanas de aquella torre, por nosotros tan celebrada; si tendiese la vista por el espacioso seno de aquel risueño mar, mil espíritus vitales se le multiplicarían [807] en torno del corazón...¡Pluguiera a Dios que tornásemos! Pero ¿adónde iríamos después que el Sr. Valdés ha muerto?»

    Intentemos resucitar para la historia aquellas amenas reuniones de Chiaja y Mergellina, y conozcamos de una vez a los amigos y discípulos del autor del Diálogo de la lengua. Era el más activo y elocuente de todos el capuchino sienés Fr. Bernardino Ochino, general de su orden, dos veces elegido: una, por el capítulo de Florencia de 1538; otra, por el de Nápoles de 1541; predicador de tal espíritu y devoción, que (en frase de Carlos V) hacía llorar a las piedras. Nunca he oído sermones más útiles ni con más viva caridad y amor que los suyos, decía el Bembo. A esta palabra de fuego unía maceraciones y ayunos increíbles, siempre descalzo y a la intemperie, pidiendo limosna de puerta en puerta, sin dormir nunca bajo techo, sino en el campo, al pie de un árbol. La gente se arrodillaba a su paso, henchía las iglesias por oírle y le seguía a bandadas por los caminos. El orgullo de la perfección y humildad perdió a este fraile; Juan de Valdés hizo lo demás, acercándose a él una tarde del año 1536, cuando bajaba del púlpito de San Giovanni Maggiore en Nápoles, y hablándole en dulce manera de la justificación por los solos méritos de Cristo. Desde aquel día, el español se convirtió para él en un oráculo; de él recibía los temas y apuntes de sus sermones (1458) la noche antes de subir al púlpito, y tales fueron sus audacias en la Cuaresma de 1539, que predicó en el Duomo, que D. Pedro de Toledo llegó a tener sospechas y encargó al vicario arzobispal que hiciese alguna averiguación. Pero era tal el crédito de la virtud y austeridad de Ochino y tanta la confusión y poca noticia que había aún en Italia de las doctrinas luteranas, que no se pasó adelante contra el predicador, y éste siguió disertando sobre su texto favorito: Qui fecit te sine te, non salvabit te sine te. Siguiéronle unos pocos de su orden: Fr. Bartolomé de Cuneo, guardián del convento de Verona; Fr. Girolamo de Melfi y Fr. Francisco de Calabria, vicario de la provincia milanesa (1459). Otros religiosos seguían las enseñanzas de Valdés, especialmente un siciliano de la orden de San Agustín llamado en el siglo Lorenzo Romano y Francisco en religión, el cual hizo muchos prosélitos en Caserta otros lugares de Tierra de Labor, y el franciscano Juan Motalcino, «gran lector de las epístolas de San Pablo», como le llama el historiador napolitano Castaldo.

    Con Valdés y Ochino constituía el triunvirato satánico (frase del Caracciolo) Pedro Mártir Vermigli, de Florencia, canónigo regular de San Agustín y abad de Spoleto, buen predicador, aunque al modo escolástico, no ayuno de erudición griega y hebrea [808] y grande admirador de Fr. Jerónimo Savonarola. Residía en el convento de San Pietro ad Aram, de Nápoles, cuando cayeron en sus manos los Comentarios de Bucero sobre el Evangelio y los Salmos, y el Tratado de la verdadera y falsa religión, de Zuinglio, obras que le pervirtieron, juntamente con las pláticas de Valdés. Con gran favor y concurrencia de gentes exponía en 1540 la primera epístola Ad Corinthios, venciendo a Ochino en la severidad del raciocinio y en el orden didáctico, aunque sin su calor y facundia propagandista (1460).

    Personaje muy diverso era el veronés Marco Antonio Flaminio, buen médico y elegante poeta latino, que puso en verso los Salmos antes que Bucanan y Arias Montano. Valdés le enseñó la doctrina de la justificación sin las obras, único punto de la doctrina luterana que Flaminio parece haber aceptado, ya que por lo demás reprobaba la separación de Lutero de la Iglesia romana (1461). Esta misma era la opinión de Carnesecchi y quizá la de todos los valdesianos, que tampoco rechazaban al principio la contrición, ni la satisfacción penitencial, ni el purgatorio.

    Por medio de Flaminio y Julia Gonzaga entró en la cofradía Mons. Pietro Carnesecchi, de noble estirpe florentina, protonotario y secretario de la Sede Apostólica, muy protegido por Clemente VII y por todos los Médicis y embajador del duque de Ferrara en Roma. Había conocido a Valdés en aquella ciudad en tiempo del papa Clemente; pero le tenía por cortesano y no por teólogo, hasta que le vio en Nápoles consultado y admirado por Ochino y Flaminio. Declara en su Proceso haber aprendido del español que bastaba la fe para la salvación, pero que no convenía imbuir al pueblo en esta doctrina para que no resultasen los escándalos y licencia que de su libre predicación habían nacido en Alemania; motivo por el cual los antiguos doctores solían ponderar el mérito de las obras. Valdés y los suyos eran heterodoxos elegantes y no querían ruidos ni groserías, aunque lógica y fatalmente se impusiesen (1462). Veían las consecuencias, pero las disimulaban para no escandalizar a los pequeñuelos (1463). Así lo dice expresamente el protonotario.

    Eran también individuos conspicuos de la secta valdesiana: Galeazzo Caracciolo, llamado por los reformistas el señor marqués (porque lo era de Vico), heredero del ducado de Nocera por su mujer Victoria, chambelán del imperio y caballero de la llave de oro (1464); su amigo Juan Francisco de Aloys de Caserta, Marco Antonio Magno (a quien algunos han confundido [809] con el Flaminio), apoderado de la duquesa de Trajetto, y el humanista Jacobo Bonfalio, historiador de Génova.

    El mal estaba muy hondo; si hemos de atenernos a las declaraciones de Caserta en su proceso, claudicaban más o menos los arzobispos de Otranto, Sorrento y Reggio; los obispos de Catania, La Cava, San Felice, Nola y Policastro, sin contar algunos otros a quienes con menos seguridad acusa. Lícito es creer que, viendo su causa perdida, quiso aquel hereje comprometer a estos prelados, que quizá tuvieron relaciones de amistad con Valdés, o leyeron sus obras, o se dejaron engañar por él en algunos puntos; cosa nada imposible en la confusión religiosa de entonces, sin que por esto se les pueda calificar de luteranos. La historia de Carranza entre nosotros puede darnos mucha luz en esta parte. Lo cierto es que el arzobispo de Otranto asistió y consoló a Valdés en su última enfermedad y que en 1543 habló de él con grande entusiasmo a Carnesecchi, en Venecia (Proceso, p.404). De tales alturas descendía la mala doctrina a las capas inferiores; y, si hemos de creer a Caracciolo (1465) más de tres mil afiliados (y entre ellos truchos maestros de escuela) tenía en Nápoles la herejía. ¿En qué pensaba D. Pedro de Toledo?

    La influencia femenina daba vida y atractivo a esta revolución teológica. Las más nobles. y discretas señoras de Nápoles eran del partido de Valdés y de los innovadores: Catalina Cibo, duquesa de Camerino (1466); Isabel Briceño, que murió en Suiza; Victoria Colonna y Julia Gonzaga, participaron, en poco o en mucho, de sus enseñanzas; macchiatte di quella pece, dice el biógrafo de Paulo IV.

    ¿Hay motivo para incluir en el triste catálogo de los herejes a la marquesa de Pescara, ídolo de Miguel Angel y reina de las poetisas italianas? Grave cuestión y nada fácil de decidir. El autor de la biografía que precede a sus Rimas concede que estuvo ligada por estrecha amistad con Flaminio, Pedro Mártir, Carnesecchi y Ochino y que opinaba como ellos en cuanto a la necesaria reforma de las costumbres del clero y del pueblo solicitada por los buenos católicos; pero que no siguió a sus amigos en sus errores dogmáticos, antes los deploró amargamente y estuvo siempre firme en la ortodoxia. César Cantú, historiador católico de los herejes de Italia, da por cosa averiguada que los discursos del español Valdés (a quien conoció siete años después de quedarse viuda) enfervorizaron el alma [810] de la bella marquesa, que en sus poesías sacras y morales habla a cada paso del beneficio de Cristo:

                                      E dice: Non temer, chi venne al mondo
Gessú, d'eterno ben largo amplio mare,
per far leggero ogni gravoso pondo.
   Sempre son l'onde sue piú dolci e chiare
a chi con umil barca in quel gran fondo
dell' alta sua bontà si lascia andare.
            (Soneto 48.)
   Sento or per falsa speme, or per timore
marcar all' alma il suo vital conforto,
s'ella non entra in quel securo porto
della piaga che in croce aperse amore.
   Ivi s'appaga e vive: ivi s'onora
per umil fede: ivi tutto si strugge
per rinnovarsi all' altra miglior vita.
  (Soneto 35.)
   Egli pietoso non risguarda il merto
Nè l'indegna natura, e solo scorge
l'amor ch' a tanto ardir l' accende e sprona.
  (Soneto 36.)
   ¿Chi temera giammai nell' extreme ore
della sua vita, il mortal colpo e fero,
s'ei con perfetta fede erge il pensiero
aquel di Cristo in croce aspro dolore?
                                                                                    
Con queste armi si può l'ultima guerra
vincer sicuro, e la celeste pace
lieto acquistar dopo 'l terrestre afanno.
  (Soneto 44.)
   Son queste grazie sue, non nostre, ond' hanno
per regola e per guida quel di sopra
Spirto, che dove piú gli piace spira.
   E s' alcun si confida in fragil opra
mortal, col primo padre indarno aspira
ad altro ch' a ricever nuovo inganno.
  (Soneto 69.)
   Cieco è '1 nostro voler, vane son l' opre,
cadono al primo vol le mortal piume,
senza quel di Gesú fermo sostegno.
  (Soneto 75.)

    No se puede negar el sabor valdesiano de estos pasajes y que la viuda de Hernando Dávalos torna siempre con fruición y ahínco al poco valor de las obras, a lo ciego de la voluntad humana, a lo indigno de nuestra condición y méritos y que pocas veces se explica con rigor teológico. Pero algo ha de concederse a su sincera piedad, a lo vehemente y arrebatado del estilo místico, a la humildad de que la marquesa se siente poseída, al contagio de las palabras, que puede existir (y en nuestros días es tan frecuente) sin que le haya de ideas.¿Qué de extraño tiene el que su alma de mujer devota y místicamente [811] enamorada se deslumbrase oyendo a Valdés ponderar de tan dulce manera los méritos de la preciosísima sangre de Jesucristo, la humilde fe y la renovación por ella? Hubo en su entendimiento sombras sobre la justificación;. pero era devotísima de la Virgen y de los santos, especialmente de Santa Catalina y San Francisco, «en quien imprimió Dios con sello de amor sus ásperas llagas».

                                  Francesco, in cui, siccome in umil cera,
con sigillo d'amor si vive impresse
Gesú l'aspre sue piaghe, e sol t' elesse
a mostrarne di sè l' immagin vera!
(Soneto 119.)

    Tenía gran veneración a las imágenes y en Ferrara protegió a capuchinos y jesuitas (1467). Sin embargo, Carnesecchi declara en su proceso que el cardenal Pole (Reginaldus Polus), en quien mucho fiaba Victoria Colonna, le dio el consejo de «pensar que la salvación consistía sólo en la fe y obrar como si consistiese en las obras» y que la noble castellana de Ischia dio las gracias a Julia Gonzaga en diciembre de 1541 por haberle enviado los comentarios de Valdés a las epístolas de San Pablo, «que tan bien informan del verdadero y celestial reino del Padre» (1468). Por todas estas razones anda en tela de juicio la pureza de doctrina de la colonnesa, aunque nada tiene de extraño que una pobre mujer errase inconscientemente en el artículo de justificación, cuando teólogos como Carranza, hartos de combatir a los protestantes, también se equivocaban. Yo no puedo menos de pensar bien de ella cuando leo sus cartas a la duquesa de Amalfi.

    Pero la discípula querida de Juan de Valdés, la que inspiró casi todos sus escritos religiosos, fue Julia Gonzaga, duquesa viuda de Trajetto y condesa de Fondi, admirable mujer, de tan cumplida y aristocrática belleza como nos lo muestra el retrato que por encargo de su antiguo amador, Hipólito de Médicis (después cardenal), hizo Bartolomé de Piombo y que se conserva hoy en el Museo Británico (1469). Aquella de quien cantó Bernardo Tasso:

                                  Donna real, la cui beltà infinita
formò di propia man l' alto Fattore,
perch' accese del suo gentile ardore
volgeste l' alme alla beata vita
 
Virtù, senno, valore e gentilezza
vanno con voi, come col giorno il sole...

y cuya fama de hermosura llegó tan lejos, que, informado de ella Solimán el Magnífico, envió en 1535 a un corsario africano [812] que la robase de su quinta de Tierra de Labor y la trasladase a su harén (1470), de cuyo peligro se salvó a duras penas, huyendo medio desnuda por aquellos campos. Viuda de Vespasiano Colonna, le guardó constante fidelidad, tomando por divisa la flor del amaranto con el lema Non moritura; y en todo el esplendor de su juventud y riqueza se alejó de las pompas y vanidades del mundo para dedicarse a la caridad y a la devoción. Entonces tuvo la desgracia de encontrarse con nuestro paisano, que fue para ella a modo de un director espiritual, cuyos consejos siguió ciegamente. De esta amistad de Valdés y Julia quedan dos testimonios principales: el Alfabeto cristiano y la dedicatoria de los Comentarios a las Epístolas de San Pablo.

    Aunque el hereje conquense no usó nunca en libros y predicaciones, ni quizá en su conversación familiar, otra lengua que el castellano, la verdad es que del Alfabeto no poseemos el original, sino una traducción italiana hecha por Marco Antonio Magno e impresa en 1546, cuyo único ejemplar conocido, descubierto por Wiffen y enviado por él a Usoz, sirvió de texto a las versiones castellana e inglesa de ambos amigos (1471).

    Se reduce a un diálogo entre Julia y Valdés, tenido en 1535, de vuelta de los sermones del P. Ochino. «Las palabras del predicador (dice Julia) me llenan del terror del infierno y me infunden el amor del paraíso; pero siento en mí al propio tiempo el amor del mundo y de su gloria. ¿Cómo vencer este conflicto? ¿Poniendo de acuerdo las dos inclinaciones o suprimiendo una? -La ley (le contesta Valdés) os ha hecho la herida; el Evangelio os la curará. El verdadero cristiano es libre de la tiranía del pecado y de la muerte y señor absoluto de sus afectos; pero, al mismo tiempo, es siervo de todos los hombres. Debéis elegir entre Dios y el mundo, y yo os haré conocer el camino de la perfección. -Julia: Pero yo he entendido siempre que sólo los votos monásticos guían a la perfección. -Valdés: Dejadlo decir: los monjes no tienen perfección cristiana [813] sino en cuanto poseen el amor de Dios... El predicador, señora, con sus sermones, ha despertado en vuestra memoria lo que ya vos sabíais del paraíso y del infierno, y ha sabido pintároslo tan bien, que el temor del infierno os hace amar el paraíso, y el amor del paraíso os hace temer el infierno. Y como juntamente con mostrarnos esto os dice que no podéis escapar del infierno ni alcanzar el paraíso sino mediante la observancia y guarda de la ley y doctrina de Cristo, y como ésta os la declara de modo que os parece no podéis cumplirla sin poneros a peligro de ser motejada, desestimada, despreciada y tenida en poco por las personas del mundo; peleando en vos por una parte el amor a la otra vida, y por otra el no querer la confusión en ésta, se engendra en vos la contrariedad que sentís, la cual nace del amor propio.»

    Es muy de notar que la doctrina de este libro no es tan crudamente luterana como la de otros de Valdés, cual si su ánimo anduviese vacilando entre la verdad y error. Reconoce hasta cierto punto la utilidad de las obras; habla de la fe viva, y que es el árbol, y de la caridad, que es el fruto; de la fe, que es el fuego, y de las obras, que son el calor; pero entiende por fe la confianza ilimitada, el no tener la menor duda sobre la salvación.

    Pregúntale Julia cuál es el camino de esta salvación, y él responde: «Tres vías llevan al conocimiento de Dios: la luz natural, que nos hace conocer su omnipotencia; el Antiguo Testamento, que nos muestra al Criador como terrible a la iniquidad; finalmente, Cristo, vía luminosa y maestra... Pero no basta creerlo: es necesario experimentarlo; cada día, a cada momento, debéis meditar sobre el mundo, sobre vos misma, sobre Dios, sobre Jesucristo... Hacedlo con libertad de espíritu, en vuestra cámara, en vuestro lecho, teniendo siempre a la vista la imagen de la perfección cristiana y de vuestra imperfección. Estos libros os harán adelantar en un día más que otros en diez años. La misma Escritura, si no la leéis con humildad de espíritu, podrá ser un veneno para vuestra alma... Escuchad los sermones con espíritu humilde. -Julia: Y si el predicador es de aquellos que se usan por el mundo, que no predican a Cristo, sino cosas vanas y curiosas de filosofía, y de no sé qué teologías, o de sus sueños y fábulas, ¿queréis que vaya a oírle? -Valdés: Haced lo que mejor os pareciere. De mí os sé decir que no tengo peores ratos que los que pierdo en oír a algunos de aquellos predicadores, aunque rara vez me sucede.»

    Bueno será advertir que Valdés recomienda mucho a Julia la confesión frecuente, para rebajar el amor propio y ejercitarse en la virtud de la humildad, y pondera los bienes que de la elección de un buen confesor se siguen; todo lo cual no esta muy de acuerdo con la ortodoxia reformada. [814]

    Como obra de devoción y manual para uso de una sola persona no presenta el Alfabeto (así llamado porque en él quiso exponer el autor los elementos de la perfección cristiana) un conjunto muy sistemático, ni aun está dividido en capítulos, sino en puntos de meditación con breves epígrafes. Al fin hay una consulta de un devoto sobre la manera de distinguir el Adán primero del regenerado, a lo cual responde el dogmatizador español «que lea cada uno en el libro de su propia conciencia, y lo sabrá».

    Tiene Juan de Valdés el mérito de haber traducido por primera vez a nuestra lengua, del original griego, alguna parte del Nuevo Testamento. Por declaración de Carnesecchi (1472) consta que había trabajado sobre todas las epístolas de San Pablo, excepto la dirigida a los Hebreos, y que Flaminio se ocupaba en traducir el Comentario de Valdés al italiano. Pero hoy sólo tenemos la traducción y comentario de la epístola a los Romanos y de la primera a los Corintios, con el título de Declaración familiar, breve y compendiosa, obra que publicó en Ginebra, con el rótulo de Venecia, el calvinista español Juan Pérez en 1556 y 57 (1473).

    La traducción es fiel y exacta, salvo algún descuido (1474). Sigue el texto de Erasmo, y aun parece haber consultado su interpretación latina en casos dudosos, fiándose demasiado de ella. Como Juan de Valdés era un fanático y se creía inspirado, hace gala de prescindir en el Comentario de lo que otros dijeron [815] y de haberlo aprendido todo por medio de la oración y consideración, que son, según él, los mejores libros; pero a la legua se ve que se ha inspirado, y no poco, en Lutero, Melanchton y Bucero, cuyas doctrinas de fe y justificación acepta plenamente. Si por este libro hubiéramos de juzgarle, le llamaríamos a secas luterano, pues entiende como ellos las obras de la Ley, y no en el sentido de obras de la ley antigua (circuncisión, etc.), que bien claro se deduce de toda la Epístola a los Romanos, perpetuo caballo de batalla entre católicos y protestantes. Non enim sub lege estis sed sub gratia... Vis enim non timere potestatem? Bonum fac, et habebis laudem ex illa. En cambio, parece que admitía el purgatorio; así interpreta el Uniuscuiusque opus manifestum erit:. «Y dice en sentencia que será galardonado de Dios aquel obrero cuya obra, resistiendo al fuego, estuviere sólida y firme; y que aunque no será condenado de Dios aquel obrero cuya obra, no pudiendo resistir al fuego, se irá en humo; que escapará como quien escapa del fuego... Esto es lo que al presente entiendo en estas palabras de San Pablo, no perjudicando ni condenando lo que los otros entienden.»

    En la dedicatoria a Julia Gonzaga del primer Comentario (1475) escribe: «Persuadiéndome, ilustrísima señora, que por medio de la continua lección de los Salmos de David, que el año pasado os envié, traducidos del hebreo en romance castellano, habréis formado dentro de vos un ánimo tan pío y tan confiado en Dios y remitido en todo a Dios como era el de David, y deseando que paséis más adelante, formando dentro de vos un ánimo tan perfecto, tan firme y así constante en las cosas que pertenecen al Evangelio de Cristo, como era el de San Pablo, os envío ahora estas epístolas», etc.

    Esta traducción del Salterio (según la verdad hebraica), inédita hasta ahora, ha sido descubierta hace pocas meses por el Dr. Boehmer en la Biblioteca Imperial de Viena. La acompaña un comentario sobre el primer libro (1476). Tendrá interés, a lo menos, por la belleza de la lengua. [816]

    Poco más se puede decir de la biografía de Juan de Valdés. Consta que fue amigo de Garcilaso, porque lo dice en el Diálogo de la lengua (1477) M'Crie ha supuesto erradamente que acompañó a Carlos V en su expedición a Túnez (1535).

    Murió en el verano de 1541, según resulta del proceso de Carnesecchi (1478) y Bonifacio le dedicó esta especie de elogio fúnebre: ¿Dónde iremos después que ha muerto el Sr. Valdés? Gran pérdida ha sido para nosotros y para el mundo, porque el Sr. Valdés era uno de los raros hombres de Europa, como lo probarán plenísimamente los escritos que ha dejado sobre las epístolas de San Pablo y los salmos de David. Era en todos sus hechos, palabras y determinaciones un hombre perfecto: regía con una partecilla de su ánimo aquel su cuerpo débil y flaco, y luego con la mayor parte del alma, con el puro entendimiento, estaba como separado del cuerpo y absorto siempre en la contemplación de la verdad y de las cosas divinas. Conduélome con el Sr. Marco Antonio, porque él, más que ningún otro, le amaba y admiraba. Paréceme, señor, que cuando tantos bienes y tantas letras y virtud están unidas en una alma, hacen guerra al cuerpo y pugnan por salir de él cuanto antes.»

    Antes de entrar en el examen de la obra capital entre las teológicas de Valdés y de otras que con más o menos fundamento se le atribuyen, conviene dar alguna noticia del paradero de sus discípulos y del fin de la secta que algunos llaman valdesiana.

    Hasta en morirse a tiempo tuvo suerte el propagandista de Cuenca. Ya en 1536, hallándose en Nápoles Carlos V, había promulgado un severo edicto en que prohibía, so pena de muerte y excomunión, todo trato con personas sospechosas de herejía, y además encargó a D. Pedro de Toledo escrupulosa vigilancia sobre este punto. El virrey quemó gran número de libros, hizo combatir la herejía por predicadores como Fr. Angelo da Napoli, Fr. Girolamo Seripando y Fr. Ambrosio de Bagnoli; vedó en 1544 la introducción de obras extranjeras en materias teológicas y cerró varias academias, como la de las Sirenas, la de Pontano, la de los Ardientes, la de los Incógnitos, que, con capa de literatura, divulgaban ideas non sanctas. Es más, en 1546 se propuso establecer la Inquisición española, proyecto que fracasó por la resistencia de los napolitanos (1479) y produjo un tumulto.

    Mucho antes de esto, en 1542, al año siguiente de la muerte de Valdés, Ochino y Pedro Mártir, no creyéndose seguros en Italia, después de varias conferencias con la duquesa de Camerino y la famosa Renata de Ferrara, gran protectora de los calvinistas, pasaron los Alpes. Pedro Mártir murió en Zurich en 1562, después de tomar parte muy activa en la Reforma [817] de Inglaterra y en el famoso Coloquio de Poissy, afiliado siempre al partido de los hugonotes. Mucho más variada fue la suerte de Ochino, fundador de la iglesia italiana de Ginebra, el cual llegó a hacerse antitrinitario y hasta defensor de la poligamia y acabó execrado de católicos y protestantes.

    La marquesa de Pescara tuvo noticia de la partida de Ochino y Vermiglio por una carta que desde Florencia le dirigió el impenitente capuchino, y donde, a más de otras cosas, le decía: «No tengo vocación de arrojarme voluntariamente a la muerte... Y después, ¿qué he de hacer en Italia? Predicar con sospecha y predicar a Cristo enmascarado para satisfacer a la superstición del mundo. Si San Pablo se hubiera visto en mi caso, no hubiera tomado otro partido» (1480). Excuso decir que lo primero que hizo este nuevo San Pablo en llegando a tierra de libertad fue casarse.

    De Marco Antonio Flaminio dice el cardenal Pallavicino (historiador del concilio de Trento) que tornó a mejores opiniones en los últimos años de su vida, gracias a la saludable conversación del cardenal Polo, en cuyos brazos murió en Trento el año 1550.

    Peor le avino a Carnesecchi. Conocidas sus opiniones heterodoxas por una carta a Flaminio y citado a comparecer en Roma por Paulo III en 1546, por Paulo IV en 1557, excomulgado por su contumacia (aunque logró sentencia absolutoria en 1561), volvió a ser procesado en tiempo de San Pío V por la Inquisición de Roma, y, en vista de su herética pertinacia, se le relajó al brazo seglar, que le hizo decapitar y arder su cadáver en septiembre de 1567. Murió sin señal alguna de arrepentimiento. Habla de Julia Gonzaga como de una santa, y entre los cargos de la sentencia figuran éstos:

    «Diste favor y dinero a muchos apóstatas y herejes que huían a países ultramontanos, y recomendaste por cartas a una princesa de Italia dos apóstatas herejes, que en los dominios de dicha señora (Julia) querían abrir escuela y repartir entre sus discípulos catecismos heréticos.

    Fuiste sabedor de una pensión de cien escudos anuales que por una perversa amiga tuya, infamada de herejía, se enviaba a D.ª Isabel Briceño, hereje, fugitiva en Zurich y después en Chiavenna.

    Censuraste y reprobaste, junto con una persona cómplice tuya (Julia), la confesión de fe católica hecha al fin de su vida por un gran personaje (el cardenal Polo), en la cual, entre otras cosas, confesaba ser el Papa verdadero vicario de Cristo y sucesor de San Pedro; y, en cambio, alabaste al Valdés por su final contumacia.

    Trataste de tener en Venecia los pestíferos libros y escritos del dicho Valdés, de una persona cómplice tuya que los conservaba, para hacerlos imprimir y publicar, no obstante la [818] prohibición del Santo Oficio..., y trataste con aquella persona de que los dichos escritos te fuesen enviados a Venecia por vía segura, así por deseo de conservarlos como por librar a aquella persona del peligro que corría en tenerlos.

    Has creído todos los errores y herejías contenidas en el libro del Beneficio de Cristo..., y en el curso de la defensa concediste que habías sostenido afirmativamente, conforme a la opinión de Valdés, hasta la última aprobación y confirmación del concilio de Trento, el artículo de la justificación por la fe, de la certidumbre de la gracia y contra la necesidad y mérito de las buenas obras... Y dijiste que no sabías discernir qué diferencia hubiese entre las opiniones de Valdés y la determinación del Concilio.»

    Se le encontraron muchas cartas de Julia Gonzaga, que comprometían no poco la ortodoxia de la duquesa. Pero ésta había muerto en 19 de abril del año anterior de 1566 (a los sesenta y siete de su edad), retraída en un convento de Nápoles, donde, conforme a su última voluntad, fue enterrada. Quizá por consideración a lo noble de su estirpe no se procedió contra su memoria.

    El marqués Galeazzo Caracciolo, que había viajado mucho por Alemania en compañía de Carlos V, haciéndose cada vez más fanático protestante, intentó persuadir a los valdesianos a romper abiertamente con la Iglesia de Roma; pero nadie le hizo caso y tuvo que emigrar a Ginebra (1481), dejando patria, autoridad, honores y familia.

    De los discípulos de Valdés pensaban mal los luteranos estrictos, y luego sabremos por qué. «Dejó el español (dice Vergeri) muchos discípulos hombres de corte; y si una parte de ellos ha resultado fervorosa y pura, los más han quedado con algunas manchas, fríos y temerosos. Dios los aliente y purifique.» No a todos, sin embargo, les aprovechó la templanza y disimulación. Francisco Romano tuvo que abjurar públicamente en Nápoles y Caserta. Y en marzo de 1564 fueron decapitados, en la plaza del Mercado de Nápoles, Juan Francisco d'Aloisio, de Caserta; el amigo de Galeazzo y Juan Bernardino de Gargano, de Aversa, que con sus declaraciones comprometieron a muchos. Otros fueron admitidos a reconciliación. Los teatinos trabajaron no poco en extinguir en Nápoles la herejía (1482), que, a lo menos con el carácter de secta, no volvió a alzar [819] la cabeza en Nápoles durante la dominación española, aunque la tiranía no hubo de ser tanta como se pondera, cuando de aquel país tan españolizado salieron, bajo el dominio de nuestros virreyes, los librepensadores y filósofos más audaces de Italia: Telesio, Giordano Bruno, Campanella, Vanini y hasta Vico.

    Todavía más que los teatinos contribuyó a extirpar la secta valdesiana el egregio jesuita toledano Alfonso Salmerón, según resulta de su biografía, escrita por el P. Ribadeneyra (1483).




- IV -
Las «Consideraciones divinas». -Exposición y síntesis de las doctrinas de Valdés. -Noticia de otras obras que se le han atribuido.

    Para juzgar con acierto del pensamiento teológico de nuestro hereje, lo racional es, en vez de irnos por las ramas y reunir juicios contradictorios, acudir a su obra capital, a aquella en que con más método y extensión los ha desarrollado, a sus Ciento y diez consideraciones divinas, cuyo original castellano no se ha impreso, sirviéndonos hoy de texto la traducción italiana publicada en Basilea, en 1550, por Cello Segundo Curion (1484), el cual, hiperbólica, temeraria y heréticamente, se atrevió a decir [820] que después de los Apóstoles y Evangelistas sería difícil encontrar obra más sólida y divina que ésta; y la llamó libro de los oficios cristianos, a la manera que de los oficios u obligaciones en general escribieron, entre los gentiles, Cicerón y Panucio. El manuscrito de las Consideraciones fue llevado a Suiza por el famoso apóstata Pedro Paulo Vergerio, obispo de Capodistria; pero la traducción no es suya ni tampoco de Curion, sino de una persona pía cuyo nombre no se expresa. «Estas Consideraciones, como saben muchos, fueron por el autor escritas en lengua castellana, y por eso no han podido dejar del todo las maneras de hablar propias de España, y algunas palabras, [821] aunque pocas, de la lengua del autor, porque Juan de Valdés fue de nación española, de familia noble, de oficio honrado e ilustre caballero del césar, pero todavía ni más honrado caballero de Cristo. No siguió mucho la corte después que Cristo le fue revelado, sino que hizo morada en Nápoles, donde con la suavidad de su doctrina y santidad de su vida ganó muchos discípulos, especialmente entre gentiles- hombres y caballeros y grandes señores. Parecía que Dios le había suscitado para Doctor y Pastor de personas nobles e ilustres... El dio luz a algunos de los famosos predicadores de Italia... No tuvo mujer, pero fue continentísimo y no atendía más que a la verdadera mortificación, en la cual le sorprendió la muerte hacia el año 1540. Ha dejado otras bellas y piadosas composiciones, que por obra del Vergerio serán comunicadas pronto, según yo espero.»

    La obra está dividida, como ya lo indica su título, en ciento diez puntos de meditación, generalmente muy breves; así y todo no faltan repeticiones, y hay en el libro cierto desorden, que no facilita mucho su análisis.

    El fanatismo privado, la inspiración individual, semejante a la de los cuáqueros y alma de todo el libro, trasciende desde la primera página: «Muchas veces he deliberado entender en qué consiste lo que dice la Sagrada Escritura, que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, y mientras lo he procurado entender por la lección, no he aprovechado nada... hasta que, buscándolo por la consideración, me ha parecido entenderlo o, a lo menos, que lo empiezo a entender, y lo que me falta tengo por cierto que me lo inspirará el mismo Dios, que me ha dado lo que poseo.» Y lo que Valdés había llegado a entender era la proposición de que la imagen y semejanza de Dios consiste en su propio ser, en cuanto es impasible e inmortal, benigno, misericordioso, etc. Así fue creado Adán en el paraíso terrestre; pero por el pecado perdió este ser de Dios.

    ¿Era antitrinitario Valdés? Tal es la opinión común y también la mía, no sólo porque en las Consideraciones, con nombrar en todas las páginas a Jesucristo, apenas una sola vez se le escapa llamarle Dios y le nombra sólo nuestro Señor y nuestro Salvador, sino por estas más que sospechosas palabras de la primera consideración: «Y pasando más adelante, entiendo que esta imagen de Dios estaba en la persona de Cristo, cuanto al alma, antes de su muerte, y que por eso era benigno, misericordioso, justo, fiel y veraz; y en cuanto al alma y al cuerpo, después de su resurrección, porque además de la benignidad, misericordia, etc., posee la inmortalidad e impasibilidad (1485). Valdés, por consiguiente, es arriano; en su concepto, tiene Cristo la imagen de Dios como la tenía el primer hombre antes del pecado. [822]

    Por la justicia y por los méritos de Cristo (prosigue el autor) somos justificados e incorporados en Cristo, recuperando en la presente vida aquella parte de la imagen de Dios que pertenece al alma y recuperando en la vida eterna la que pertenece al cuerpo, por donde venimos a ser todos, por Cristo, semejantes a Dios como Cristo, Cristo como cabeza y nosotros como miembros. La felicidad del hombre consiste en conocer a Dios, y a Dios le conocemos en Cristo y por Cristo. Vienen los hombres a cierto conocimiento de Dios por la contemplación de las criaturas y por la lección de los Sagrados Libros; pero el conocimiento de los primeros es semejante al que un mal pintor adquiere de un perfectísimo pintor por sus cuadros, y el del segundo, al que un idiota adquiere de un famosísimo literato por sus escritos, mientras que el conocimiento por Cristo es como el que se tiene del emperador por haber visto su retrato o por relación de personas que le son muy allegadas. Cristo es, pues, el retrato de Dios y persona muy allegada a Dios; nueva muestra de arrianismo.

    Y no nos deslumbre el que llame nuestro heresiarca figliuolo di Dio a Cristo, porque en la consideración 3ª entiende por hijos de Dios a los que se dejan regir y gobernar por Dios, a diferencia de los hijos de Adán, que son regidos por la prudencia humana, y en lo espiritual tienen para regirse y gobernarse la ley de Dios y la doctrina de Cristo y de los Apóstoles; pero los hijos de Dios, aunque no desdeñan estas cosas ni tampoco algunas ceremonias, por conformarse en lo exterior con los hijos de Adán, tienen otra ley y otra doctrina, que es el espíritu de Dios que está en nosotros. Por la fe se entra en el reino de Dios, y el que esto consigue es hijo de Dios y resucitará glorioso porque es conforme a Jesucristo.

    Y, aunque en la consideración 8ª llame a Cristo unigénito Hijo de Dios, hecho hombre, también cabe esto dentro de su sistema, porque los arrianos, y muchas sectas antitrinitarias, y el mismo Servet, consideran a Cristo como ser de una naturaleza superior, intermedia entre Dios y el hombre, que vive vida eterna en sumo grado cerca de Dios; palabras de Valdés en esta misma consideración. Por eso reduce su fe a estas palabras: Crediano che Christo è «figliulo di Dío» che mori et risuscitò et che vive, et Dio ci fa noi figliuoli suoi, ci giustifica, ci risuscita et ci da vida eterna.

    Tiene Valdés por mejor estado el de la persona que cree con dificultad que el de la que cree con facilidad, porque es más fácil creer la verdad que descreer la mentira, y aun establece cierta especie de duda metódica, de la cual sale el hombre por divina inspiración y revelación. Como acérrimo ontologista e iluminado, sostiene que la razón no es hábil por sí misma para conocer nada de Dios ni de sí misma, pero que conoce a Dios por Dios mismo y en Dios todas las cosas que él manifiesta. «Sin el sol no se puede ver el sol, ni llegar al conocimiento [823] de Dios por la sola razón, ni por las criaturas, ni por el testimonio de las sagradas Letras.» Y tú, comentador de la Epístola a los Romanos, ¿no habías leído allí que invisibilia Dei a creatura mundi per ea quae facta sunt intellecta conspiciuntur?

    La doctrina de la confianza ilimitada está expuesta por Valdés con luteranismo estrecho, como ya notó Hallam: «La piedad cristiana quiere que el cristiano tenga por firme y cierto que Dios en la presente vida está para mantenerlo con su gracia y en su gracia, y en la otra para darle la inmortalidad y la gloria. La prudencia humana, que presume de piedad, le persuade que debe tener por cierto que Dios hará esto, pero con condición que tenga fe, esperanza y caridad, que son los dones de Dios que dan vida y ser al cristiano, y no entiende que tendrá tanto más de estos dones cuando esté más cierto y seguro, porque en éstos consiste la fe y la esperanza, de las cuales nace la caridad... Yo sé (debe decir el cristiano) que Dios no llama a sí sino a los que ha conocido y predestinado; sé que a los que llama los justifica y glorifica, y estoy cierto de que me ha llamado y predestinado; luego las promesas de Dios se cumplirán en mí.» Que diga esto Juan de Valdés, que se creía iluminado y habla siempre de visiones interiores, pase; pero el mísero mortal que no tiene esa luz trascendente, ¿cómo ha de adquirir la tan decantada certidumbre? Pero ¿a qué discutir logomaquias definitivamente abandonadas hasta por los calvinistas, y que sólo tendrían un interés histórico si sus consecuencias morales no quedasen?

    El ascetismo de Valdés es muy severo:

    «Consiste la vida cristiana en morir para el mundo y vivir para Dios, volviendo las espaldas a todo honor y estimación, refrenando los afectos y apetitos, a lo menos en aquellas cosas exteriores en las cuales se puede refrenar, por ejemplo, en no ver lo que deleita tus ojos, en no oír lo que da placer a tus oídos (sin embargo, Valdés veía y oía a Julia Gonzaga y a Victoria Colonna, que no eran lo peor que podía verse y oírse, y no vivía ni enseñaba en ninguna Tebaida, sino a la sombra del Posílipo y orillas del golfo de la Sirena), en no contentar a los hombres del mundo ni hablar al sabor de sus palabras... Y así, cuando a Dios le plazca, vendrá sobre tu ánima la piedad, la justicia y la santidad, como cae el agua en la buena tierra cuando ha sido arada y limpia de espinas y piedras, teniendo por cierto que así como no obliga a Dios el cultivador... a que mande la lluvia, así no le obliga el hombre a que mande el Espíritu Santo.» Por tan dulce modo habla y discurre siempre Valdés, maestro de un cierto estilo místico, preciso, limpio y sereno, pero falto de unción y fervor, que volveremos a notar en otros protestantes nuestros y en Miguel de Molinos.

    En la consideración 21 distingue cuatro clases de pecado: contra sí propio, contra el prójimo, contra Cristo y contra Dios. Peca contra Cristo el que quiere justificarse con sus propias [824] obras; y el que peca contra Cristo, peca contra Dios; porque ofendiendo al Hijo ofende al Padre, porque ofendiendo al enviado ofende al que le envió. Si Valdés no fuera unitario, ¿no hubiera dicho: porque Jesucristo es Dios, razón más poderosa que todas? Y aun añade después: «A Cristo debemos fe, y a Dios, adoración en espíritu y verdad.» Ni una sola vez se habla en estas Consideraciones del Espíritu Santo en el sentido de tercera persona de la Santísima Trinidad, sino como luz interior que Dios nos comunica por medio del beneficio de Cristo y como en oposición al espíritu maligno (consid.66).

    El que tiene esta luz interior debe renunciar a la luz de su razón natural (consid.25) y al ejercicio de su voluntad, sin decir nunca: «Esto es bueno, esto debo hacer», sino permanecer donde está, mientras no se tenga algún evidente indicio de la voluntad de Dios, que unas veces se manifiesta con palabras, y otras por un vehemente impulso que mueve y obliga a la voluntad humana a entrar en acción. Cuando no haya este llamamiento, el hombre debe permanecer en quietud, diciendo: «Si ésta es voluntad de Dios, él me pondrá en la voluntad y me dará los medios de ejecutarla»; especie de suicidio de la actividad propia, contra el cual protesta aquel viejo refrán castellano «Fíate en la Virgen y no corras.»

    Dice Valdés rotundamente, como decían todos los protestantes (¡y todavía hay quien los tenga por hijos del Renacimiento!), que la carne es enemiga de Dios, entendiendo que San Pablo habló de la carne tal como suena y no de los pecados y obras carnales. Para el conquense, como para Lutero, todas las obras de la humanidad no regenerada son necesariamente pecados y pervierten la voluntad y orden del Señor. Toda la prudencia y razón humana de los filósofos gentiles es error y vicio y un querer enmendar los obras de Dios. «Porque dejando que el Espíritu Santo obre en nosotros, sin pretender nosotros obrar ni seguir el propio juicio o parecer en cosa alguna, cuando pensemos estar más lejos de la regeneración y renovación, nos hallaremos más cercanos a ella y más perfectos y enteros» (consid.26). La conformidad con la voluntad de Dios, pero exagerada en estos términos, es la base del misticismo valdesiano.

    Para certificarse el hombre de su vocación, la piedra de toque es el sentimiento de la justificación por la fe (consid.28), que basta a dar paz a la conciencia.

    No faltan en el libro que vamos examinando agudas observaciones psicológicas; por tal cuento, la distinción entre la viveza de los afectos y la de los apetitos (en la consid.31), fundada en que los segundos tienen su fuerza en la satisfacción exterior y los primeros en la interior, más dañosa y contraria al espíritu, si bien, exagerada esta doctrina, puede llegar hasta el molinosismo, en cuyos confines anda, o más bien penetra del todo, [825] nuestro autor cuando dice: «Por menor inconveniente tendría el ver en mí alguna viveza de apetitos y el satisfacerlos que el ver en mí alguna viveza de afectos..., tanto, que, si no me retuviese la vergüenza del mundo y el mal ejemplo de las personas espirituales, apenas me podría contener sin que alguna vez satisficiese mis apetitos, teniendo por cierto que de esta manera mortificaría mejor los afectos y que, muriendo los afectos, morirían juntamente los apetitos.» Verdad es que esta doctrina es sólo para las personas espirituales; ni más ni menos decía Molinos.

    Apártase nuestro autor de los luteranos en que no condena absolutamente las imágenes, antes las recomienda como un alfabeto para la piedad cristiana (consid.32), porque la pintura de Cristo crucificado basta a imprimir en el ánimo de los indoctos la memoria de lo que Cristo padeció y a hacerles sentir y gustar el beneficio de su pasión. Compáralas con la Escritura, cuyo estudio recomienda, sobre todo para los principiantes, pues el que tenga ya el espíritu, lo que debe consultar es el libro de su propia alma, sirviéndose accesoriamente de los Sagrados Libros como de una conversación santa y recreativa.

    Con frecuencia se vale el autor de símiles y parábolas para dar claridad y atractivo a su enseñanza. Así, compara el beneficio de Cristo con la piedad de un rey que perdona a los que le ofendieron en un tumulto y descarga la justicia en cabeza de su propio hijo, o con la de un gran señor que tiene una esclava viciosa y mal inclinada (la naturaleza humana), con hijos malos como ella, a algunos de los cuales adopta el señor y los cría en su casa y los trae con su amor a buenas costumbres. De aquí la libertad cristiana, opuesta a la servidumbre hebrea, en que se obraba bien por temor a la ley, la cual ha sido del todo abrogada después de la venida del Espíritu Santo, por más que (y esto se lo calla Valdés) viniera Cristo non legem solvere, sed adimplere. «Los que conocen la libertad cristiana (continúa el dogmatizador de Nápoles) saben, que el cristiano no será castigado por su mal vivir ni premiado por el bueno, sino que el castigo es para los incrédulos, y el premio, para los fieles que acepten el pacto que puso Cristo entre Dios y los hombres. Sin consideración a castigo ni a premio, debemos guardar en esta vida el decoro de las personas que representamos; esto es, de miembros de Cristo, y vivir una vida semejante a la eterna, conociendo que somos libres y exentos de la ley.»

    No le satisfacen las cosas que se dicen de Dios, y si no aspira, como buen iluminado, a la visión en vista real, a lo menos afirma que «cada día se renueva en él el conocimiento de Dios y se viste de nueva opinión y conceptos por ministerio del espíritu, que comunica la voluntad inmediata y particular de Dios» (consid.27 y 40): luz de los justificados. Los que sin ella quieren andar por el camino del cristianismo, se parecen a los viajeros que andan de noche a oscuras por un camino lleno [826] de peligros. Lo mejor es detenerse y aguardar que el espíritu baje (consid.46) y nos mueva a orar, obrar y entender. Con espíritu propio no se debe orar ni aun para pedir a Dios que haga su voluntad, porque no es buena la oración enseñada, sino la inspirada (consid.48): «El que conoce y entiende las cosas de Dios con su propio ingenio y juicio, encuentra la misma satisfacción que en los otros conocimientos de cosa humana y de las escrituras de los hombres, y con la satisfacción, mirando en sí, siente en el alma soberbia y propia estimación; pero el que entiende y conoce con espíritu santo, halla una satisfacción diferentísima de ésta... y siente humildad y mortificación; de manera que por el sentimiento que experimenta una persona cuando adquiere un conocimiento de Dios o entiende un lugar de la Escritura podrá juzgar si ha conseguido aquel conocimiento e inteligencia con propio ingenio y juicio o por espíritu de Dios.»

    No duda en suponer a Dios autor del pecado y del mal o de lo que por tal tienen los hombres; v. gr., la traición de Judas, non dubitando attribuirle tutte a Dio per il segreto giudizio che è in esse..., tenendole tutte sante, giuste et buone... (consid.49); consecuencia de haber negado el libre albedrío y doctrina aprendida en los Lugares comunes, de Melanchton, de quien toma hasta las palabras: «Ni Faraón, ni Judas, ni los que son vasos de perdición e ira, pueden dejar de serlo; ni Moisés, ni Arón, ni los que son vasos de misericordia; de manera que ni Judas pudo dejar de vender a Cristo ni San Pedro dejar de predicar a Cristo.» Fatalismo horrible que procura explicar con la teoría de la voluntad mediata y la inmediata. Pero ¿qué moral queda en un sistema donde las obras humanas son comparadas a las letras que hace un muchacho, guiándole otro la mano, sin que merezca alabanza ni reprensión por ello (consid.61), y que altamente declara a la prudencia humana incapaz de discernir y juzgar las obras de los que se llaman hijos de Dios y que, por ende, vienen a ser irresponsables? (consid.62).

    La ciencia y hasta el deseo de saber están absolutamente condenados en la consideración 68: «Juzga la prudencia humana que el deseo de saber es gran perfección en el hombre, y el Espíritu Santo juzga que es gran imperfección... Confirma el Espíritu Santo su sentencia diciendo que por el deseo de saber vino el pecado al mundo, y por el pecado, la muerte... Dice, además, el Espíritu Santo que la virtud que se adquiere deseando saber y sabiendo lo que se puede alcanzar con el natural discurso es vicio más que virtud, porque hace a los hombres presuntuosos e insolentes y, por consecuencia, impíos e incrédulos..., que desean saber lo que supieron los gentiles, y leen sus obras, y sienten como ellos sintieron, y forman y educan ánimos gentiles... Todo hombre que, siendo llamado por Dios a la gracia del Evangelio, responde, debe mortificar y matar en sí el deseo de ciencia de todas maneras» (consid.68). Y en otro lugar sostiene [827] que «además de la ciencia del bien y del mal pretendió el hombre la imagen de Dios, que consiste en el propio ser de Dios, que por sí es y da ser y vida a todo lo que es y vive» y de aquí nació ese condenable y dañoso anhelo de sabiduría (consid.72).

    La unión entre el hombre y Dios se cumple por el amor; éste nace del conocimiento intuitivo, y, como en esta vida es aún imperfecto y oscuro, la unión no se realiza del todo: «El conocimiento verdadero y eficaz consiste en ciertos sentimientos y nociones del propio ser de Dios, que adquieren las personas piadosas, cuál más, cuál menos, unas con más evidencia, otras con menos, según la voluntad de Dios..., de los cuales sólo pueden testificar las que los han gustado, porque para todos los demás es ininteligible este lenguaje» (consid.73). «No es mal camino para la unión (aunque ésta ha de venir sólo por liberalidad de Dios) el conocimiento propio, la consideración del flaco y miserable ser del hombre y el desenamorarse el alma de sí propia. Como quien ha estado ciego y comienza a recobrar la vista, va adquiriendo el alma primero un conocimiento confuso de las cosas espirituales y divinas, luego otro un poco más claro, y así va adelantando hasta alcanzar la intuición de Dios y de las cosas que son en Dios, del modo que es posible en esta vida» (consíd.74). «Dios puso en Cristo todos los tesoros de su divinidad (nótese esta expresión puso), y Cristo los derrama sobre los que se visten de su misma librea. Reina al presente Dios, pero por Cristo, así como manda Dios su luz, pero por medio del sol» (consid.75). «Ni da a comprender enteramente y de una vez las cosas espirituales, por más que en ocasiones las haga sentir, de igual manera que no se da a un niño todo lo que pide para que no se ensoberbezca, pero se le da una parte que le haga entrar en amor y deseo de lo restante» (consid.80).

    En la consideración 85 torna al conocimiento de Dios por medio de Cristo, y aclara algo, si ya no contradice, sus anteriores sentencias, distinguiendo cuatro modos de conocimiento: por revelación de Cristo, por comunicación del Espíritu Santo, por regeneración y renovación cristiana y por una cierta visión interior. Y aquí se encuentra, como al descuido, una expresión que parece contradecir su antitrinitarismo, pues habla de la divinidad y humanidad, del ser divino y humano de Cristo. Este pasaje es único en las Consideraciones, y da mucho que pensar cuando, a renglón seguido y en todo el mismo capítulo, leemos que Cristo es la expresa imagen de Dios, sin que el autor se explique más claro. Por lo cual, y atendiendo a la vaguedad suma con que emplea Valdés la palabra ser divino, confundiéndola con la de imagen o semejanza de Dios, según vimos al principio, he llegado a sospechar que en el pensamiento del autor esa solitaria expresión de divinidad de Cristo no quiere decir sino los tesoros de divinidad que en El puso el Padre. Si no, ¿se concibe que inmediatamente escribiera que conocemos [828] a Dios en Cristo, como conocemos a Cristo en San Pablo, y no de otra más alta y distinta manera? ¿No tienen todos por antitrinitario a Valentino Gentile, aunque decía que Cristo es Dios por divinidad infusa y no por sí mismo, y a Fausto Socino, que añadía: «Es Dios porque fue elevado a la dignidad y honores divinos»?

    La conjetura más fuerte que suele alegarse contra la acusación de arrianismo dirigida a Valdés se toma de la consideración 109, intitulada Del concepto que como cristiano tengo al presente de Cristo y de sus miembros, la cual consideración riñe tanto con las demás, que a algunos ha parecido apócrifa, entre otras razones muy poderosas, porque no acaba con la misma doxología que las restantes, es a saber, gloria a Jesucristo Nuestro Señor, sino con la fórmula ortodoxa: «A él sea gloria con el Padre y el Espíritu Santo», siendo así que en ningún otro lugar de las Consideraciones se dice espíritu santo sino como en oposición a espíritu maligno. Pero aunque este capítulo sea auténtico, tampoco nos da claro el pensamiento de Valdés; en un escritor tan sospechoso no pueden pasar sin tilde palabras que en boca de otro fueran inocentes. Confiesa que Cristo es el verbo de Dios, el hijo de Dios, de la misma sustancia del Padre, una cosa misma con él y muy semejante a él, y que por él creó y conserva Dios todas las cosas...; pero de aquí no pasa: ni le llama Dios ni dice que sea igual en poder y majestad. Cristo es cabeza y rey del pueblo de Dios, de la Iglesia y de los elegidos, gobierna como Dios, esto es, está lleno del espíritu de Dios, es más que hombre (consid.82); pero confesión clara y explícita de su divinidad no la encuentro en este libro, que los arrianos y socinianos [829] han tenido siempre por favorable a su doctrina.

    Verdad es que tampoco hay pasajes terminantes en contra, porque Valdés se conoce que esquivaba la cuestión, temeroso del escándalo. El cual, sin embargo, se produjo apenas su libro salió de las prensas de Basilea. Los calvinistas se ensangrentaron con él, sobre todo cuando apareció la segunda edición francesa (1565) sin las notas de la lugdunense (1563), hecha por un ministro de la iglesia de Embden, y Teodoro Beza le reprendió agriamente, recordando que aquella obra había hecho no poco mal a la iglesia de Nápoles, como que estaba llena de espíritu anabaptista y vanas especulaciones; que de allí había tomado Ochino sus impiedades y que muchos que al principio habían alabado las Consideraciones mudaron luego de opinión, hasta el punto de arrepentirse el librero de Lyón que las había impreso y pedir perdón a Calvino (1486). En cambio, los ministros socinianos de Polonia y Transilvania, en su libro o confesión de fe De falsa et vera unius Dei Patris, Filii et Spiritus Sancti cognitione (1. 1 c.3), exclaman:

    «De Juan de Valdés, clarísimo por su linaje y su piedad, ¿qué hemos de decir? El cual, dejando en sus escritos impresos testimonio claro de su erudición, dijo no saber de Dios y su Hijo otra cosa sino que hay un Dios altísimo, Padre de Cristo, y un solo Señor nuestro, Jesucristo, su Hijo, que fue concebido en las entrañas de la Virgen por obra del Espíritu Santo: uno y espíritu de entrambos.» Estas anfibológicas palabras, que resumen bastante bien la teoría de las Consideraciones, dieron asidero a Juan Cristóbal Sand para colocar en su Biblioteca de los antitrinitarios a Juan de Valdés como el segundo en orden, después de Fabricio Capitón y antes de Ochino, a quien considera como discípulo suyo (1487). Y un año después de la publicación de esa Biblioteca, en 1685, escribía Adrián Baillet: «Puesto que España ha sido muy capaz de producir deístas, tanto y más perniciosos que los herejes, bien sería que les opusiera fieles y valientes campeones, hábiles para defender la religión cristiana contra enemigos de la Trinidad y de la encarnación, tan detestables como lo fueron Juan de Valdés, Miguel Servet y Benito Espinosa» (1488).

    Boehmer ha renunciado (son sus palabras) a caracterizar la posición teológica de Valdés, porque un hombre de tan soberana originalidad no debe ser contado entre los luteranos ni entre los calvinistas, y menos entre los anabaptistas. Yo no creo aventurarme mucho teniéndole por luterano cerrado en la materia de «justificación y fe, por unitario en la de Trinidad, y en las restantes por un iluminado, predecesor de Jorge Fox y de Barclay. Quien examine la Apología de éste, las obras de Clarkson y cualquier otro libro de los cuáqueros, notará la extraña conformidad de sus doctrinas con las del reformista conquense. Todo el sistema de la luz interna y hasta el modo como lo expresan es no sólo parecido, sino idéntico. El mirar la Escritura como una revelación secundaria, inferior de mucho al Espíritu, fuente de todo conocimiento y verdad, ese estado de perfecto reposo o quietismo en que se ha de aguardar la venida del Espíritu; esa aniquilación perfecta de la voluntad propia; cierta indiferencia por el dogma y la teología, que les hace esquivar las palabras persona y Trinidad...; todas estas y otras analogías que el lector habrá notado por sí mismo si tiene alguna noticia de la secta de los Amigos de la luz, nos muestran a Valdés [830] como un cuáquero en profecía y explican bien el entusiasmo de Usoz y de Wiffen por este patriarca de su estrafalaria sociedad (1489). ¿De qué fuentes procede el misticismo de Valdés? Usoz ha notado y bien, siguiéndole Boehmer, que de los místicos alemanes. Su quietismo tiene semejanza con el del maestro Eckart; su intuición, con la divina caligo de Taulero; su aniquilación del propio espíritu, con la Spiritus annihilatio de Suso. Cuando leemos en las Instituciones místicas, de Taulero, que el alma en la contemplación «pierde y depone de tal suerte su voluntad, que queda privada y destruida de ella y no quiere ya ni bien, ni mal, ni nada» (adeo suam amittit atque deponit voluntatem, ut omni voluntate suo modo penitus destruatur, ita ut neque bonum velit neque malum sed nihil omnino); cuando el mismo iluminado varón (católico a pesar de estas audacias de lenguaje) manifiesta su desprecio por la ciencia, por los maestros y por los libros y encomia las ventajas de la silenciosa unidad, in silenti unitate contueri, y recordamos los elogios que Lutero y los suyos hacían de estos místicos, y las prohibiciones que contra sus libros traducidos fulminó la Inquisición española, expresión del buen sentido nacional que mató esa embriaguez contemplativa, madre de la secta de los alumbrados, para producir, en cambio, el admirable misticismo español, nunca extraviado, como que arranca de la observación íntima y del conocimiento de la naturaleza humana, resultará para nosotros indudable la influencia del misticismo alemán, muy difundido entonces en España, sobre el pensamiento de Juan de Valdés. Pero los místicos alemanes, fuera de Eckart, anduvieron dentro de las vías católicas, y por eso tienen alas y calor y vida, mientras que Juan de Valdés, encadenado a la tierra por su hórrida doctrina de la justificación y por sus dudas arrianas, resulta sin unción ni fervor; es un falso místico que habla de las iluminaciones y éxtasis con la frialdad de un profano y no como quien ha participado de esas inefables dulzuras.

    ¿Y hay algo de español en el ingenio de Valdés? A mi juicio, dos cosas: la extremosidad de carácter, que le lleva a sacar todas las consecuencias del primer yerro, y de erasmista le convierte en luterano, y de luterano en iluminado, y de iluminado en unitario; en segundo lugar, la delicadeza de análisis psicológico y la tendencia a escudriñar los motivos de las acciones humanas, que es lo que más elogian en él los extranjeros y el único parecido que tiene con nuestros místicos ortodoxos.

    Acabemos este capítulo dando alguna noticia de ciertos libros atribuidos a Valdés y de otros que él escribió y se perdieron. Tenemos en primer lugar el famoso Tratado sutilissimo del beneficio de Jesucristo, libro de tan extraña fortuna (dice César [831] Cantú), que bien pudiera tomarse por símbolo de las vicisitudes de la Reforma en Italia. Su verdadero autor fue un monje benedictino de Sicilia, llamado Dom Benedetto, natural de Mantua, el cual lo escribió al pie del Etna y se lo envió a Marco Antonio Flaminio para que lo revisase y puliese el estilo, que es, en verdad, muy puro y elegante (1490). Dicen que se imprimieron de él más de 40.000 ejemplares, pero que todos fueron destruidos; y aunque en 1548 se hizo una traducción inglesa, en 1552 una francesa y en 1563 otra en croato, el original pasaba casi por un mito, hasta que en 1552 se descubrió un ejemplar en Cambridge y otro en 1557. Hay varias reimpresiones modernas, y la Sociedad Bíblica las ha difundido a bajo precio por Italia (1491). En el siglo XVI había sido el principal instrumento de propaganda; Lorenzo Romano le repartió en Nápoles y en Caserta, y fue atribuido por unos a Flaminio, por otros al cardenal Polo, a Morone, a Carnesecchi, al cardenal Contarini, a Aonio Paleario y, sobre todo, a Valdés, de quien reproduce la doctrina y a veces hasta las palabras. La verdad es la que queda dicha. El libro es valdesiano, pero no de la pluma del maestro, sino de uno o dos de sus discípulos.

    Entre los papeles del arzobispo Carranza se encontró un Aviso sobre los intérpretes de la Sagrada Escritura, enviado por Valdés en forma de carta al arzobispo por los años de 1539; pero, examinado con detención, resultó que era un capítulo de las Instituciones, de Taulero. Así lo dice Llorente (1492). El Acharo que el mismo Llorente cita debe de ser el Diálogo de Mercurio y Carón.

    Finalmente, Boehmer ha reproducido, a nombre de Valdés, dos librillos más, apenas notables sino por la rareza bibliográfica. Es el primero una especie de catecismo para los niños, intitulado Lac Spirituale, pro alendis ac educandis christianorum pueris ad gloriam Dei, don o regalo (munusculum) del ex obispo Vergerio (1493) al primogénito del duque de Wurtemberg y después [832] al del duque de Olika. Niceron dice terminantemente que este catecismo es un plagio de otro de Valdés, escrito en castellano como todas sus obras (1494). Y Celio Segundo Curión, que debía saberlo de buena tinta, confirma esta hazaña de aquel perverso obispo (1495). Y a mayor abundamiento hay la noticia de haber escrito Valdés un tratado, In qual maniera si doverebbono instituire t figliuoli de' Christiani, que Vergerio, en las notas al Indice de La Casa, atribuye a su verdadero autor. Esto sin contar las semejanzas de doctrina entre el Lac y otras obras del autor, las cuales, por sí, poco demostrarían a falta de otros indicios. Hay uno, sin embargo, de mucha fuerza, y es el silencio que el autor guarda sobre la divinidad de Cristo y la idea que da del Espíritu Santo (1496). Por lo demás, el libro es tan insignificante, que ni justifica los elogios desmesurados de los editores (1497) ni da gana de hacer más indagación.

    Otra tanto puede decirse del Modo di tener nell' insegnare et nel predicare al principio della religione christiana, libro de trece hojas, en 8.º, prohibido por el Indice de 1549 y que por las notas de Vergerio resulta ser obra de Valdés. Boehmer lo ha reimpreso en 1870 en italiano y en alemán (traducido por su mujer), valiéndose de una edición romana de 1545 que comprende, además, otros cuatro tratados: De la penitencia, de la justificación, de la vida eterna y beneficio de Cristo, y si al cristiano conviene dudar de que está en gracia de Dios, y si ha de temer el día del juicio, y si es bueno estor cierto de lo uno y amar lo otro (1498). Tiene la particularidad de ser quizá el único libro protestante impreso en Roma (si es que lo fue realmente) [833] hasta estos últimos años. Para la biografía del autor no contiene más noticia que la de haber sido amigo del helenista cremonense Benito Lampridio, amigo de Paleario y de Bembo y sospechoso de ideas reformistas. El modo de enseñar que en estos tratados se recomienda es predicar la penitencia antes que la justificación, para que el hombre conozca su debilidad, y declarar que con la vida cristiana da el hombre testimonio de su fe.

    El infatigable Boehmer ha encontrado recientemente nuevos escritos de Valdés. «Tengo (me dice en carta del 14 de abril de 1879) volúmenes inéditos en castellano del mismo autor, que estoy preparando para la publicación, y entre éstos, el original del Tratado de la justificación, que he reimpreso en los Cinque trattatelli.» Anúnciase, además, que de un día a otro verá la luz pública en Madrid el Comentario a San Mateo, que existe en la Biblioteca Imperial de Viena y que por tanto tiempo se creyó perdido (1499) y (1500).


Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro cuarto
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