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El quietismo y la mística ortodoxa.

    La impiedad moderna, en su diabólico afán de confundir la luz con las tinieblas y llamar bueno a lo malo, y malo a lo bueno, ha dicho por boca de sus doctores sin luz que el quietismo y las sectas alumbradas nacieron del misticismo español y son su fruto legítimo. Mil veces he leído y oído decir que Molinos desciende de Santa Teresa, que la mística española es panteísta y otros mil absurdos de la misma laya.

    Pero quien con atención siga la historia de las herejías, verá, como al principio de este capítulo queda explicado, que la genealogía de Molinos se remonta mucho más y no para hasta Sakya-Muni y los budistas indios, y que desde ellos desciende, pasando por la escuela de Alejandría y por los gnósticos, hasta los begardos y los fratricellos y los místicos alemanes del siglo XIV. Y sabrá también que las gotas de sangre española que el quietismo tiene son de sangre heterodoxa, ya priscilianista, ya árabe de Tofáil (el filósofo autodidacto), ya de los alumbrados del siglo XVI. Y ni estos alumbrados, ni menos los fratricellos y los begardos, aunque unos y otros hayan sonado más o menos ruidosamente en nuestra Historia, son planta indígena, pues en Provenza, en Italia y en Francia los hubo antes, y de más importancia y en mayor número. Ni había, puede decirse, mística española cuando comenzaron los alumbrados. Ni Molinos dogmatizó en España, ni tuvo aquí discípulos hasta el siglo XVIII, ni hizo aquí ruido su herejía, ni leyó nadie su libro, que es y ha sido siempre rara avis en nuestras bibliotecas. Y si por haber dado cuna al heresiarca aragonés se nos califica de nación embrutecida, ignorante, fanática y sensual, ¿qué diremos de la Francia de Luis XIV, donde el rey, y madama de Maintenon, y Bossuet, y Fenelón, y la corte, y los literatos, y cuanto había de culto y elegante en aquella sociedad se apasionó en pro o en contra de esa doctrina española que aquí mirábamos con indiferencia? ¿Qué de Italia, donde hasta un cardenal fue discípulo de Molinos y tuvo la secta iglesias y congregaciones? ¿Qué de los protestantes ingleses y alemanes, que pusieron la Guía espiritual sobre sus cabezas? ¿Qué de Leibnitz, que no se desdeñó de intervenir en la cuestión del amor puro? ¿Qué de los pesimistas, que reproducen hoy, en otro sentido, la doctrina del nirvana, y de los innumerables sofistas que, desde Fichte acá, preconizan la moral desinteresada?

    Resulta de todo esto, mirada la cuestión histórica e imparcialmente, que no tenemos que responder los españoles solos de los extravíos alumbrados y quietistas, que son muy viejos en el mundo y comunes a todas edades, razas y naciones, brotan lo mismo en el siglo VII antes de Cristo que en el XVI, y en el XVII y en el XIX después de su venida; porque nunca faltarán ilusos y fanáticos que, llamándose gnósticos, o krausistas, [198] o de cualquiera otra manera pretendan alcanzar en esta vida la intuición de lo absoluto, directa y en vista real; que es a lo que viene a reducirse la metafísica de todo este grupo de sistemas y herejías, en su esencia panteísticos. ¿Por qué se ha de culpar del desarrollo de tales plantas a la Inquisición española, que las descuajaba de raíz y sin piedad? Por ventura, en materia de extravagancias, visiones y alumbramientos, ¿no vale más que todos los nuestros juntos el zapatero teósofo Jacobo Boehme, con todo y haber nacido en la Alemania protestante? ¿Eran españoles los anabaptistas? ¿Y con qué derecho acusan a España ni al catolicismo de favorecer tales engendros los impíos del siglo XVIII, que se iban como embobados detrás de nuestro Martínez Pascual o del visionario Swedemborg; ni menos los de éste, que miran como cosa seria el espiritismo, verdadera secta iluminada, tan repugnante, inmoral y enervadora como las antiguas?

    ¿Y por qué ha de recaer exclusivamente en nosotros la afrenta de Molinos, cuando Italia, donde él escribió y dogmatizó, estaba llena de quietistas, denunciados en 1655 por el obispo de Brescia, en 1671 por el inquisidor de Montferrato, siendo así que la Guía espiritual no apareció hasta 1675? ¿No podría decirse que Molinos, lejos de ser maestro y contagiador, fue discípulo de Giacoppo di Filippo, y de Antonio Girardi, y que, si llegó a dar su nombre a la secta, fue sólo porque tenía más talento y más gracia de estilo y quizá más franqueza que ellos?

    ¿Quién osa comparar la doctrina de Molinos con la de nuestros místicos ortodoxos? Tomemos al más exaltado de ellos, a San Juan de la Cruz, tan citado por todos los críticos racionalistas, que ni le entienden ni le leen entero.

    ¿Qué dice el sublime reformador del Carmelo? Que la vida espiritual perfecta es posesión de Dios por unión de amor (Subida del monte Carmelo) y que a esta perfección no se llega sin el ejercicio de las tres virtudes teologales (Avisos y sentencias espirituales, p. 16). Es decir: con la esperanza, anatematizada por los quietistas; con las obras de caridad, de que ellos huyen. Y expresamente dice el extático Doctor de Hontiveros que las gracias y favores espirituales no son permanentes, ni de asiento, sino por vía de paso, y que en ellos, lejos de revelar Dios su esencia cara a cara, da claramente a entender y sentir... que no se puede ni sentir del todo. (Avisos, p. 28.)

    ¿Cómo errar con tales avisos? Ya nos advierte el santo Doctor que «cualquier alma de por ahí, con cuatro maravedises de consideración, si sienten algún recogimiento, luego lo bautizaron todo por de Dios, y... ellas mismas se lo dicen, y ellas mismas se lo responden, con la gana que tienen de ello». Quien así sentía de los reveladores y visionarios, y aun llegaba a decir que «el alma que pretende revelaciones peca venialmente por lo menos... y va disminuyendo la perfección de regirse por la [199] fe, y abre la puerta para que el demonio le engañe», ¿puede tener parentesco alguno con los alumbrados?

    ¿Y este amor de Dios excluye la inteligencia? No, responde nuestro Santo: «el perfecto amor de Dios no puede estar sin conocimiento de Dios y de sí mismo». (Avisos, p. 94.) ¿Y se pueden descuidar los sentidos, absorta el alma en la contemplación? Tampoco, sino guardarlos, porque son puertas del alma. (Avisos, p. 110.)

    Los quietistas olvidan la consideración de la humanidad de Cristo; y, por el contrario, San Juan de la Cruz nos enseña (Avisos, p. 250) que «por su vista y meditación amorosa se subirá más fácilmente a lo muy levantado de la unión, porque Cristo, Señor Nuestro, es verdad, camino y guía para los bienes todos».

    San Juan de la Cruz cantó en prosa admirable y en versos aún más admirables que su prosa, y de fijo superiores a todos los que hay en castellano, las delicias de la unión extática, que llama dulce abrazo, en que siente el alma la respiración de Dios:

   Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado;
                              cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

    Pero para llegar a esta unión, que es siempre por fe y no directa, ha de pasarse antes por las vías purgativa e iluminativa; y aun en el momento del éxtasis conserva el alma su individualidad, y se reconoce sustancialmente distinta de Dios, y no se aniquila, sino que ejerce su libertad en el mismo acto de entregarse, cuando exclama el divino poeta:

   Apaga mis enojos,
                              pues que ninguno basta a deshacellos,
y véante mis ojos,
pues eres lumbre de ellos,
y sólo para ti quiero tenellos.
   Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura...

    Declara en seguida en el comentario que lo que pide es ser desatado de los lazos de la carne, pues en ella no puede verse ni gozarse la divina esencia como él desea, y que en esta vida sólo comunica Dios ciertos visos entreoscuros de su divina hermosura, que hacen codiciar y desfallecer el alma en el deseo de aquello que siente encubierto. Pero, si lo viese cara a cara, moriría, porque dijo el Señor a Moisés en el Sinaí: Non poteris videre faciem meam; non enim videbit homo, et vivet.

    ¿Y qué diremos de la mística doctora de Ávila? ¿Quién tuvo mejor sentido, sentido más práctico, en la recta acepción de la palabra? ¿Quién más enemiga de deslumbramientos y trampantojos? ¿Quién más prudente y mesurada? Por eso da [200] a su doctrina una base psicológica, y arranca del conocimiento propio de las Moradas. Llega a tratar de la oración de recogimiento (Moradas, IV), o de quietud, como decían los molinosistas, y buen cuidado tiene de advertir, con muy gracioso símil, que entonces más que nunca se guarde el alma de ofender a Dios y esté apercibida contra la tentación; porque, «si a un niño que comienza a mamar se le aparta de los pechos de su madre, ¿qué se puede esperar de él sino la muerte?». ¡Qué burla más donosa de los falsos devotos, que «como sienten algún contento interior y caimiento en lo exterior y flaqueza..., déjanse embebecer, y mientras más se dejan se embebecen más y les parece arrobamiento... y llámole yo abobamiento, que no es otra cosa más de estar perdiendo tiempo allí y gastando su salud!».

    Por eso, el alma, si en la oración de recogimiento es María, en la unión es Marta; porque Santa Teresa no separa nunca la vida activa de la contemplativa. «Amor de Dios y del prójimo es en lo que hemos de trabajar; guardándolas con perfección hacemos su voluntad, y ansí estaremos unidos, con El... La más cierta señal que a mi parecer hay... es guardar bien el amor del prójimo... Y estad ciertas que mientras más en éste os viérades aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios.». Y añade como si viera en profecía a los quietistas escudarse con su autoridad y con su nombre y los rechazara como malos e infieles discípulos: «Cuando yo veo almas muy diligentes a la oración... y muy encapuzadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden el camino por donde se alcanza la unión... Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor: que si ves una enferma a quien puedes dar un alivio no se te dé nada de perder esa devoción, y te compadezcas de ella, y si tiene algún dolor te duela a ti... Ésta es la verdadera unión». (Moradas, V.)

    ¡Y éste es el misticismo español, no enfermizo ni egoísta e inerte, sino viril, y enérgico, y robusto hasta en la pluma de las mujeres! Nadie ha descrito como Santa Teresa la unión de Dios con el centro del alma, nadie la ha declarado con tan graciosas comparaciones, ya de las dos velas de cera que juntan su luz, ya del agua del cielo que viene a henchir el cauce de un arroyo. Pero esta unión no trae consigo el aniquilamiento ni el nirvana; el alma reconoce y afirma su personalidad, y, fortificada «con el vino de la bodega del Esposo», vuelve a la caridad activa y a las obras. (Moradas, VII.) (2021)



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Biblioteca
Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

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