Capítulo IV
Artes mágicas, hechicerías y supersticiones en los siglos XVI y XVII.

I. Las artes mágicas en las obras de sus impugnadores: Francisco de Vitoria, Pedro Ciruelo, Benito Pererio, Martín del Río. -II. Principales procesos de hechicería. Nigromantes sabios: el Dr. Torralba. Las brujas de Navarra. Auto de Logroño. -III. La hechicería en la amena literatura.

    Abre la serie de los impugnadores españoles de la magia en el siglo XVI el nombre ilustre del Sócrates de la teología española, del maestro de Melchor Cano: Francisco de Vitoria, que trató de la hechicería, con su habitual discreción y brevedad, en una de sus Relectiones Theologicae (2086), opinando que son por la mayor parte falsos y fingidos los prodigios que se atribuyen a los nigromantes y que no suelen pasar de prestigio e ilusión de los ojos. Con todo eso, admite la existencia de una magia preternatural, que no procede por causas y modos naturales, sino por virtud y poder inmaterial, el cual no puede ser de los ángeles buenos, sino de los demonios. Niega que los magos puedan hacer verdaderos milagros, pero les concede cierto poder sobre los demonios, y nunca sobre las almas de los muertos. Toda la eficacia de la magia se funda en el pacto hecho y firmado con el demonio. Mediante él, y por el movimiento local, puede trasladarse con suma celeridad un cuerpo a largas distancias y aun alterarse la materia y las naturalezas corpórea aplicando lo activo a lo pasivo.

    De las brujas de Navarra trató largamente Fr. Martín de Castañega, franciscano de la provincia de Burgos, en su rarísimo Tratado de las supersticiones, hechicerías y varios conjuros y abusiones, y de la posibilidad y remedio dellos (2087); pero mucho más conocido e importante es el libro de Pedro Ciruelo, egregio matemático y filósofo, autor del primer curso de ciencias exactas que poseyó España y lumbrera de las Universidades de París y Alcalá; hombre de espíritu claro y limpio de preocupaciones, a la vez que de natural cándido y de piedad sincera y acrisolada. [252] Su obra se titula Reprobación de las supersticiones y hechicerías (2088), y, aunque menos docta y rica en noticias que la de Martín del Río, tiene para nosotros más interés por referirse exclusivamente a las cosas de España; como que el autor quiso que su libro sirviera de antídoto aun a los pobres y humildes y fuera como un apéndice a la Suma de confesión, que antes había recopilado. De aquí que lo escribiera en lengua vulgar y que, en vez de remontarse con afectada erudición a los orígenes de las artes supersticiosas o de perderse en intrincadas y sutiles cuestiones escolásticas, no apartara un momento los ojos de la cuestión práctica y describiera fielmente el estado de la hechicería y de las ciencias ocultas en su país y en su tiempo; no el que habían tenido en Grecia y Roma o el que tenían en Alemania. Su objeto es impugnar y desterrar «muchas maneras de vanas supersticiones y hechicerías que en estos tiempos andan muy públicas en España». No hay ningún libro sobre la materia que tenga tanto valor histórico. En cuanto a los argumentos y razones, él mismo confiesa que los toma de San Agustín (1.2 de doctrina christiana, 1.4 De las confesiones y en los De civitate Dei), de Santo Tomás (2-2 q. 92 a 96), de Guillermo de París y de Gersón, sin poner casi na a de propia phantasía. Procuraremos compendiar más bien las noticias que la doctrina.

    El primer mandamiento es el más santo y excelente de todos, y los pecados más abominables son los que se cometen contra él. Tales son las supersticiones y hechicerías que aprenden y ejecutan los discípulos del diablo, padre de toda vanidad y mentira. Muchas de estas prácticas son restos de la antigua idolatría, o más bien una idolatría cubierta y disimulada, un culto demoníaco. Todo efecto que se consigue con palabras o acciones que no tienen virtud natural para producirle, debe calificarse de diabólico, dado que no puede proceder ni de causas naturales, ni de Dios, ni de los ángeles buenos, que no se aplacen en tales vanidades. Ha de intervenir, pues, forzosamente pacto expreso o tácito en esas operaciones.

    Dos maneras principales hay de supersticiones; se emplean las unas para saber algunos secretos que por razón natural no se puede o es muy difícil alcanzar; tienen por fin las otras lograr algunos bienes o librarse de ciertos males. Las primeras se llaman propiamente divinatorias, y comprenden a nigromancía, en que media pacto expreso e invocación del diablo, y la geomancía, quiromancía, piromancía, etc., en que no interviene [253] plática o habla con el enemigo malo. En la segunda especie entran los conjuros, ensalmos y hechicerías.

    Ciruelo atribuye la invención de la nigromancía a Zoroastro y a los magos de Persia, y añade: «Es arte que en tiempos pasados se ejercitó en nuestra España, que es de la misma constelación que la Persia, principalmente en Toledo y Salamanca. Mas ya por la gracia de Dios y con la diligencia de los príncipes y prelados católicos está desterrada de todas las principales ciudades, aunque no del todo».

    Para hacer las invocaciones usan los nigromantes ciertas palabras y ceremonias, sacrificios de pan y viandas, sahumerios con diversas hierbas y perfumes. Unos llaman al diablo trazando un círculo en la tierra; otros, en una redoma llena de agua, o en un espejo de alinde, o en piedras preciosas, o en las vislumbres de las uñas de las manos. A veces se aparece el demonio en figura de hombre, y el nigromante le ve y habla con él. A veces viene en figura de ánima ensabanada que dice que anda en pena. En otras ocasiones se presenta en forma de perro, de gato, de lobo, de león o de gallo, y por ciertas señas se hace entender del mágico, o bien se encierra en el cuerpo de algún hombre o animal bruto, y vive y habla en él, o mueve la lengua de los cadáveres, o se aparece en sueños, o hace estruendo por la casa y señales en el aire, en el río, en el fuego o en las entrañas de las reses carniceras. Y aún no están agotados todos los modos y variedades.

    El principal es el arte de las brujas, o xorguinas, que, «untándose con ciertos ungüentos y diciendo ciertas palabras, van de noche por los aires y caminan a lejanas tierras a hacer ciertos maleficios». Pero Ciruelo no admite la realidad de todos estos casos, y piensa que muchas veces las brujas no se mueven de sus casas, sino que el diablo las priva de todos sus sentidos y caen en tierra como muertas, y ven en sus fantasías y sueños todo lo que luego refieren haberles acontecido. El buscar así una explicación natural y poner en duda la veracidad de muchos casos era ya un evidente progreso en la manera de considerar la brujería, y podía arrancar, y arrancó, de las garras de la ley a muchas infelices.

    Cuando las brujas caían en ese estado de sopor, observábanse en ellas fenómenos muy semejantes a los del espiritismo y mesmerismo. Se les desataban las lenguas y decían muchos secretos de ciencias y artes, que pasmaban no sólo a los simples, sino a los mayores letrados; y algunas de ellas eran tenidas por profetas, como que alegaban autoridades de la Sagrada Escritura, con un sentido contrario del que la Iglesia tiene recibido.

    Ni faltaban en el siglo XVI lo que hoy llaman espíritus frappants o golpeadores, pues nuestro autor nos enseña que el diablo puede entrar muchas veces en casas de personas devotas y en monasterios de frailes y monjas, y para inquietarlos «hacer ruidos y estruendos, dar golpes en las puertas y ventanas, [254] tirar piedras, quebrar ollas, platos y escudillas y revolver todas las preseas de casa, sin dejar cosa en su lugar».

    Los remedios que da para tales incomodidades no pueden ser más piadosos: con verdadera contrición y purificaciones y exorcismos, ramos, candelas y agua bendita y con la devoción al ángel custodio no hay que temer los asaltos del enemigo nocturno.

    Entre las cosas que por adivinación y pacto diabólico se aprenden hay muchas que la razón natural puede alcanzar; pero, huyendo los hombres del estudio y trabajo de las ciencias, se dieron a las prácticas divinatorias, y especialmente a la falsa astrología, que conviene con la verdadera no más que en el nombre. Y Ciruelo, que era astrólogo y matemático, extiende tanto los confines de su ciencia, que le concede el averiguar «si el niño nacido será de bueno o de rudo ingenio para las letras o para las otras artes y ejercicios», cosa que, por ningún lado que se mira, entra en los canceles astronómicos y es tan superstición como las que censura; sus mismas palabras le condenan: «Es vanidad querer aplicar las estrellas a cosas que no pueden ser causa». En ninguna manera consiente que por los movimientos y aspectos de los planetas pueda juzgarse de las cosas que acaecerán en el camino o de la suerte de los juegos de azar, ni menos del corazón y voluntad del hombre, que es mudable y libre.

    Enlazadas con la astrología están otras artes, «que adivinan por los elementos y cuerpos de acá abajo», y son: la geomancía, que cuenta los puntos y líneas trazados en la tierra o en un papel; la hidromancía, que procede derritiendo plomo, cera o pez sobre un vaso lleno de agua y adivinando por las figuras que allí se forman; la aerimancía, por la cual «los vanos hombres paran mientes a los sonidos que se hacen en el ayre cuando menea las arboledas del campo o cuando entra por los resquicios de puertas y ventanas»; la piromancía, que observa atentamente el color, la disposición y el chasquido de la llama; la espatulamancía, o adivinación por los huesos de la espalda puestos cabe el fuego hasta que salten o se hiendan; la quiromancía, por las rayas de la mano; la sortiaría, por cartas, naipes o cédulas. «Otros hacen las suertes con Psalmos del Psalterio, otros con un cedazo y tijeras adivinan quién hurtó la cosa perdida o dónde está escondida». Aun de las suertes buenas es poco amigo Pedro Ciruelo, y no gusta de que se eche a cara o a cruz nada, porque «parece que es tentar a Dios en cosa de poca importancia y sin necesidad»; y sólo admite que estas suertes se hagan para evitar cuestiones y rencillas.

    De agüeros distingue tres especies: 1.ª, según el vuelo o canto de las aves o el encuentro fortuito de alguna alimaña: 2.ª, según los movimientos del cuerpo; 3.ª, según las palabras que se oyen al pasar. [255]

    No menos reprueba la oneirocrítica, u observancia de los sueños, que sólo pueden proceder de causa natural, moral o teologal, sin que sea nunca lícito juzgar por ellos de las cosas de fortuna.

    En las pruebas judiciales, así la caldaria como la del desafío, no ve más que barbarie y un querer tentar a Dios, aconteciendo, además, que muchas veces el culpado escapa del peligro y queda salvo (2089).

    En el segundo grupo de artes mágicas tenemos en primer lugar el arte notoria, con la cual dicen que se puede alcanzar ciencia infusa y sin estudiar, como la alcanzó el rey Salomón, que por medio de ella aprendió todas las ciencias humanas y divinas en una noche y luego dejó escrito en un librillo mágico el modo de adquirirlas. Y ésta es la Clavicula Salomonis, tan famosa en los siglos medios, para usar de la cual era menester un noviciado de oraciones y ayunos. El libro, tal como circulaba en el siglo XVI, contenía ciertas figuras y oraciones, que debían ser recitadas en los siete primeros días de luna nueva al apuntar el sol por la mañana. «Y hechas estas observancias tres vezes en tres lunas nuevas, dizen que el hombre escoja para sí un día en que esté muy devoto y aparejado. Y a la hora de tercia esté solo en una yglesia o hermita, o en medio de un campo, y puestas las rodillas en tierra, alzando los ojos y las manos al cielo, diga tres veces aquel verso Veni, Sancte Spiritus... Y dizen que luego de súbito se hallará lleno de ciencia».

    Pero tales experiencias no carecían de peligro, y Ciruelo nos enseña que a muchos de estos escolares del arte notoria los arrebató el diablo en un torbellino y los llevó arrastrando por la tierra y por el agua, dejándolos para toda la vida lisiados e incurables.

    Para lograr riquezas y ser afortunados en amores usaban otras cédulas escritas en papel o pergamino virgen, suspendiéndolas a veces del quicio de sus puertas o enterrándolas en sus huertas, viñas y arboledas para atraer la fertilidad sobre ellas. Al mismo propósito se encaminaban ciertos amuletos de plata oro, semejantes a los phylacteria de los priscilianistas, y enlazados con supersticiones siderales.

    Mayor era en España la plaga de los ensalmadores, que ya con palabras, ya con nóminas, pretendían curar las llagas y heridas de hombres y bestias. «Algunos dicen que la nómina [256] ha de estar envuelta en cendal o en seda de tal o cual color. Otros que ha de estar cosida con sirgo o con hilo de tal o tal suerte. Otros que la han de traer colgada al cuello en collar de tal o tal manera. Otros que no se ha de abrir ni leer porque no pierda la virtud... Otros miran si las cosas que ponen son pares o nones, si son redondas o tienen esquinas de triángulo o cuadrado... porque dicen que mudada la figura o el número, se muda la virtud y operación de la medicina». Pedro Ciruelo no admite ningún género de remedios vanos y supersticiosos; sostiene que tales cosas para nada aprovechan ni son más que temeridad o concierto con el diablo, y lo único que aconseja es levantar a Dios los ojos y ponerse en manos de un buen médico, que sin nóminas y ensalmos, sino por vía natural, nos cure. Ni siquiera le parece bien la aplicación de las reliquias de los santos; y hoy mismo nos asombra que dejase pasar sus palabras sin correctivo, y en tantas ediciones, el Santo Oficio. «De cierto -escribe- sería cosa más devota y más provechosa que pusiesen las reliquias en las iglesias o en lugares honestos... Y esto por tres razones: La una es porque ya en este tiempo hay mucha duda y poca certidumbre de las reliquias de los santos, que muchas dellas no son verdaderas. La otra razón es porque ya sean verdaderas reliquias, no es razón que ellas anden por ahí en casas y en otros lugares profanos. La tercera razón, porque los más de los que las traen tienen vana imaginación de poner esperanza en cosas muertas». (Fol. 45.) ¡Con tal audacia se escribía a los ojos de los celadores de la fe en pleno siglo XVI y después de la Reforma, y por un hombre piadosísimo!

    Peores y más diabólicos que todos los hasta aquí referidos, por ser además pecados contra la caridad y ley de natura, eran los maleficios que se ordenaban «para ligar a los casados... o para tollir o baldar a otro de algún brazo o pierna», o hacerle caer en grave enfermedad; a cuya especie de hechicerías se reduce la del mal de ojo, que Ciruelo tiene la debilidad de admitir, explicándolo ya por vía natural, ya por influjo diabólico. Para él es cosa cierta que algunos hombres tienen el triste privilegio de inficionar a otros con la vista, especialmente a los niños ternezuelos y a los mayores de flaca complexión; pero en ninguna manera a las bestias, «por la diversidad de las complisiones». Para sanar de este maleficio solía llamarse a las desaojaderas, que quitaban unos hechizos con otros; pero Ciruelo lo reprueba altamente como una superstición nueva, tan peligrosa como las restantes.

    También es opinión vana y de gentiles la de los días aciagos, por más que el descuido de los prelados dejara imprimir en los breviarios, misales y salterios ciertos versos en que esta distinción se declaraba, siendo como es manifiesta herejía decir que parte alguna del tiempo sea mala y que las obras humanas estén sujetas a las horas del día y a las constelaciones del cielo. [257]

    Duraban en el siglo XVI, como duran hoy, los saludadores o familiares de Santa Catalina y de Santa Quiteria, que con la saliva y el aliento curaban el mal de rabia (2090). Y con e11os compartían el aplauso y favor del vulgo sencillo otros tipos, hoy perdidos: los sacadores del espíritu, los conjuradores de ñublados (antiguamente tempestarii) y los descomulgadores de la langosta Los primeros eran exorcistas legos, que «con ciertos conjuros de palabras ignotas y otras ceremonias de yerbas y sahumerios de muy malos olores, fingen que hacen fuerza al diablo y lo compelen a salir, gastando mucho tiempo en demandas y respuestas con él, a modo de pleito o juicio». Otro tanto hacían, pero en términos aún más forenses, los descomulgadores de la langosta y del pulgón. Aparecía cualquiera de estas calamidades en un pueblo, desvastando sus viñas, trigos y frutales, e ipso facto se hacía llamar al conjurador. Sentábase éste en su tribunal, y ante él comparecían dos procuradores: uno por parte del pueblo, pidiendo justicia contra la langosta; otro en defensa de esta alimaña. Exponían uno y otro sus razones, hacían sus probanzas, y el conjurador sentenciaba, mandando salir a la langosta del término de aquel lugar dentro de tantos o cuantos días, so pena de excomunión mayor latae sententiae. Pedro Ciruelo se esfuerza en probar muy cándidamente que «es operación de vanidad el armar pleyto y causa contra criaturas brutas, que no tienen seso ni razón para entender las cosas que les dicen», y que la sentencia de excomunión contra ellas no es justa, «porque ellas no tienen culpa alguna mortal ni venial en lo que hacen, ni tienen libre voluntad para cumplir el mandamiento».

    Los conjuradores de nublados hacían creer al pueblo que en la tempestad caminaban los diablos y que era preciso lanzarlos con palabras y ceremonias del país que amenazaban; a lo cual nuestro autor responde que, «de cient mil nublados, apenas en uno dellos vienen diablos»; antes proceden todos de causas naturales, que largamente, aunque con errores meteorológicos, explica.

    Completan el escaso número de prácticas supersticiosas registradas en este libro ciertas oraciones temerarias (2091) y la creencia de las almas en pena, que el autor tiene por manifiesto engaño y trapacería, «pues nunca ánima de persona defuncta torna a se convertir en cuerpo de persona viva»; y, si alguna vez Dios, por altos designios permite apariciones, no es en cuerpo real, sino «fantástico y del aire».

    Tal es el libro del geómetra de Daroca, prueba la más fehaciente de la ninguna importancia y escasa difusión de las artes [258] mágicas en España. Compárese con cualquiera de los libros escritos sobre el mismo asunto en Alemania, con el Malleus maleficarum por ejemplo, y se palpará la diferencia. Obsérvese cuán de pasada habla Ciruelo de la nigromancía propiamente dicha y de las xorguinas o brujas, cuán poco se dilata en la astrología judiciaria y en todo lo que pudiéramos llamar ciencias ocultas, y cómo, por el contrario, insiste de preferencia en costumbres casi anodinas, como hoy se diría, en prácticas y ritos de la gente del campo, que procedía más por ignorancia que por impiedad o malicia. ¡Feliz nación y sigo feliz aquél, en que la superstición se reducía a curar la rabia con ensalmos o a conjurar la langosta!

    Los dos insignes jesuitas Benito Perer (Pererius) y Martín del Río no escribieron para España sola, sino para todo el mundo cristiano, y sus tratados son más didácticos que históricos. El primero, conocido entre nuestros filósofos por su elegante y metódico libro De principiis y por el De anima, todavía inédito, en que manifiesta tendencias a la conciliación platónico-aristotélica de Fox Morcillo, intercaló en su comentario sobre Daniel un breve y perspicuo tratado, Adversus fallaces et superstitiosas artes, id est, de Magia, de observatione somniorum et de divinatione astrologica, que luego se ha impreso por separado (2092). Distingue cuidadosamente la magia natural de la diabólica y tiene por falsedad y mentira mucho de lo que se cuenta de los magos. Sólo exceptúa los prodigios narrados en los sagrados Libros y en historias eclesiásticas dignas de fe y a duras penas quiere admitir la existencia de las brujas (2093). En cuanto a las apariciones de almas en pena, totalmente las rechaza como fabulosas o simuladas y aparentes. Toda su erudición es de cosas antiguas y clásicas; se muestra muy leído en Filostrato y Luciano y habla largamente de los prodigios de Apolonio. Alarga cuanto puede los límites de la magia natural y estrecha los de la diabólica. Con todo eso, por el movimiento local de los espíritus malos explica muchas maravillas; pero no les concede el que puedan perturbar o destruir el orden del universo, ni trasladar un elemento de un lugar a otro, ni producir el vacío, ni crear ninguna forma sustancial o accidental, ni resucitar los muertos, porque todo esto excede la fuerza y capacidad del demonio. Subdivide la magia ilícita en teurgia, goetia y necromancía; la natural, en física y matemática. En cuanto a la cábala y a la astrología judiciaria, no quiere que se las tenga por ciencias, sino por vanidades y delirios. No menos incrédulo se muestra en [259] cuanto al poder de la alquimia, que juzga arte inútil y perniciosa a la república, a lo menos en cuanto a la pretensión de hacer oro, que tanto contrastaba con la habitual miseria de los alquimistas. El resto de su obra es toda contra la oneirocrítica, o adivinación por los sueños, y contra la superstición astrológica.

    No tan sereno de juicio como Benito Pererio y más fácil que él en admitir portentos y maravillas se mostró Martín del Río, gloria insigne de la Compañía de Jesús, portento de erudición y doctrina, escriturario y filólogo, comentador del Eclesiastés y de Séneca, historiador de la tragedia latina, adversario valiente de Escalígero, cronista de los Países Bajos y doctísimo catedrático de teología en Salamanca (2094).

    Nada le dio tanta fama como sus extensas Disquisiciones mágicas, libro el más erudito y metódico y el mejor hecho de cuantos hay sobre la materia y libro que en su última parte llegó a hacer jurisprudencia, siendo consultado casi con la veneración debida aun código por teólogos y juristas. Presentar un análisis completo y detallado de obra tan voluminosa, y que, por otra parte, no se refiere exclusiva ni principalmente a España, nos obligaría a mil repeticiones de cosas ya dichas o que hemos de decir en adelante, puesto que Martín del Río es una de nuestras principales fuentes en toda esta historia de las artes mágicas. Su saber era prodigioso; no hay sentencia de filósofos griegos, ni fábulas de poetas, ni dichos de Santos Padres, ni ritos y costumbres del vulgo que se escaparan a su diligencia. Y con esta erudición corre parejas su extraña sutileza de ingenio, que le hace descender al último de los casos particulares, dividiendo y subdividiendo hasta lo infinito al modo escolástico, exponiendo largamente los argumentos que militan por una y otra opinión y ahogando la materia en un océano de distinciones y autoridades que realmente confunde y marea. Libro inapreciable de consulta, apenas sufre una lectura seguida; pero cuanta doctrina puede apetecerse sobre la magia y sus afines, allí está encerrada, y el autor tiene la gloria de haber destruido muchas supersticiones, otorgando gran poderío a la fuerza de la imaginación, probando la vanidad de los anillos, caracteres y signos astrológicos, de los conjuros y de los números pitagóricos. No condena en absoluto la alquimia, como Benito Pererio, antes parece que se ve en ella, como en profecía, la futura química, y la defiende como lícita y posible, porque nadie sabe hasta dónde alcanzan las fuerzas desconocidas de la naturaleza; y hasta admite, teóricamente, la posibilidad de la transmutación de los metales.

    En cuanto a los efectos mágicos propiamente dichos, Martín del Río es muy crédulo. Nadie ha descrito con tantos pormenores como él las ceremonias del pacto diabólico; y de tal suerte, que no parece sino que las había presenciado. El poder del [260] demonio es grande. Cierto que no puede impedir ni detener el curso celeste y el movimiento de las estrellas, ni arrancar la luna del cielo, como creyeron los antiguos; pero sí mover la tierra, desencadenar los vientos, producir y calmar las tempestades, lanzar el rayo, inficionar el aire, secar las fuentes, dividir las aguas, extender las tinieblas sobre la faz de la tierra, engendrar los minerales en sus entrañas, exterminar los rebaños, llevar de una parte a otra las mieses y sacar a sus servidores de las cárceles y procurarles honores y dignidades, pero no dinero (¡rara distinción!), a menos que no sea moneda falsa y de baja ley. De encantar alimañas no se hable; no sólo se adormece con conjuros a las serpientes, sino que hay ejemplos de un mágico que domó a un toro y lo llevó arrastrando de una cuerda. En cuanto a monstruos y a demonios súcubos e íncubos, Martín del Río lo admite todo, y podemos agradecerle el que no crea, con Cesalpino, que de la putrefacción y del calor del sol puede nacer un cuerpo humano. Para él es cosa real, y de ningún modo ilusoria o fantástica, la nocturna traslación de las brujas montadas en un macho cabrío, en una escoba o en una caña. Lejos de poner duda en el poder del ungüento, hasta le analiza y distingue sus ingredientes, y nos hace penetrar en el aquelarre (2095), abrumando al más incrédulo con un maremágnum de declaraciones y procesos de sagas y hechiceras de Francia, de Alemania y de Italia.

    ¿Puede el demonio transformar los cuerpos de una especie en otra, trocar un hombre en bestia? No, en cuanto a la transformación misma, que es siempre ilusoria, responde Martín del Río, pero sí en cuanto a los efectos, porque el demonio hace que nos parezca lo que realmente no es. He aquí la explicación de la lycantropía. Tampoco tiene repugnancia en que los magos puedan hacer hablar a las bestias, aunque esto rara vez y por alta permisión de Dios acontezca, ni menos en que puedan trocar los sexos; y, si no, ahí está el médico judaizante Amato Lusitano para testificarnos que en Coimbra se convirtió de repente en nombre una nobilísima doncella, llamada D.ª María Pacheco, y se embarcó para la India e hizo portentosas hazañas.

    Algo le detiene la cuestión de si puede el diablo remozar a sus discípulos, como se remoza Fausto en la leyenda alemana; pero corta por lo sano, respondiendo problemáticamente que esto es posible en cuanto a los accidentes que diferencian al joven del viejo, pero no en cuanto a la esencia misma de la vida y a su duración ordenada por Dios.

    Con larguísimo catálogo de testimonios, distribuidos por siglos, prueba las apariciones de espectros, y hace en seguida una larga clasificación de los demonios, en que van desfilando a nuestra vista los seres sobrenaturales de toda mitología, así griega y oriental como septentrional, desde los espíritus ígneos, aéreos, terrestres y subterráneos hasta los lucífugos, enemigos [261] del sol; los tesaurizadores, que guardan el oro en las cavernas; los sátiros, faunos y empusas; los luchadores, las lamias, los demonios metálicos y una procesión de espectros y sombras, que ya simulan ejércitos en pelea, ya turbas de gigantes, ya coros de mancebos y doncellas.

    Cuestión a primera vista difícil es cómo, siendo el demonio invisible, puede presentarse como visible a los ojos corpóreos; pero Martín del Río la resuelve diciendo que el demonio puede mover un cadáver y aparecer en él, o formar un cuerpo de los elementos, y no del aire solo, pues no siempre aparece en forma de vapor sino a veces de cuerpo sólido y palpable. Y, si ahora no son tan frecuentes las apariciones del demonio como en lo antiguo, se debe, en opinión de nuestro autor, a haber crecido tanto la perversidad humana, que ya no necesita el enemigo tan extraordinarios medios para vencernos.

    No menos selecta y extraña doctrina nos ofrece el jesuita montañés sobre el maleficio, que divide en somnífero, amatorio, hostil, de fascinación, de ligadura, incendiario, etc., en todos los cuales suele procederse por yerbas y ungüentos, por el aliento, por palabras, amenazas y deprecaciones y por otros ritos aún más horrendos y sanguinosos, tales como el infanticidio y la succión de sangre y hasta la profanación de la hostia consagrada. Largamente discute si el maleficio amatorio puede forzar la voluntad o sólo el apetito. Como ejemplo de ligaduras mágicas trae la historia del presbítero Palumbo y de la estatua de Venus, que le pone en la mano el anillo y le impide acercarse a su mujer en la noche de bodas; leyenda popularísima en la Edad Media, y atribuida con piedad poco discreta a la Virgen en las Cantigas del Rey Sabio, y hoy renovada con su antiguo y pagano sentido en La Venus de Ilo, de Merimée, y en Los dioses desterrados, de Enrique Heine.

    El libro 4 de las Disquisiciones mágicas versa todo sobre la adivinación, que distingue escrupulosamente de la profecía. Y no sólo da noticia de cuanto especularon los antiguos sobre agüeros, auspicios y oráculos, sobre la necromancía e hidromancía, sobre el movimiento de la llama, sobre la lecanomancía, catoptromancía y christallomancía, modos diversos de la adivinación por espejos o superficies tersas, sino que desciende a otras artes mucho más peregrinas e inauditas hasta en los nombres, como la onuxomanteia, o adivinación por las uñas manchadas de aceite, que practicaba en Bélgica un soldado montañés llamado Quevedo, más ilustre en las armas que en la piedad; la coskinomanteia, que usaban como instrumentos una criba y unas tenazas; la axinomanteia, que adivina los secretos por la rotación de una cuchilla sobre un palo; la kefalenomanteia, que practicaban los germanos en cabeza de jumento asada, y los lombardos en cabeza de carnero; la chleidomanteia, o adivinación por las llaves; la daktylomanteia, por los anillos movidos sobre un trípode; la daphnomanteia, por combustión del [262] laurel; la bolanomanteia, que predice el futuro con ramos de verbena o salvia; la omphalomanteia, especialidad de las parteras, a quienes dejaremos el secreto; la soixeiomanteia, que consiste en abrir al acaso los poemas de Homero o de Virgilio y leer la suerte en el primer verso que se halle; y otra infinidad de vanas observancias, que apenas pueden reducirse a número, y cuyos nombres, inventados casi todos por Martín del Río, que era grande helenista, semejan palabras de conjuro. Cierra esta sección un minucioso tratado sobre las pruebas ilícitas: monomaquia o duelo, agua fría o hirviendo, que bárbaramente se empleaba en Alemania para descubrir a las brujas; peso y balanza, etc.

    La última parte de las Disquisiciones es toda práctica y legal, y puede considerarse como un tratado de procedimientos para los jueces en causas de hechicería y manual de avisos para los confesores. De estos dos últimos libros dijo Manzoni con evidente, aunque chistosa hipérbole, que han costado más sangre a la humanidad que una invasión de bárbaros. Pero, en realidad, el casuista español no innovó nada ni llevó a nadie a las llamas por su autoridad, invención o capricho, ni hizo otra cosa que apurar todos los casos posibles e introducir alguna luz en el caos de prácticas bárbaras, absurdas y contradictorias que, especialmente en Alemania, se seguían en los procesos de brujas, allí tan frecuentes como raros eran en los países latinos. Regularizar el procedimiento con cierta benignidad, relativa siempre, era un merito, y esto hizo Martín del Río en sus capítulos sobre los indicios, los testimonios y las pruebas, aconsejando que se hiciera el menor uso posible del tormento y sólo en casos de grave necesidad, distinguiendo los sortilegios propiamente heréticos de los que no lo son, fundando en esto una escala gradual de penas, y rechazando abiertamente la prueba caldaria para averiguar la culpabilidad de los reos. Todo con erudición inmensa así de cánones como de Derecho civil, tal que hace inútil cualquier otro tratado sobre la materia (2096).




- II -
Principales procesos de hechicería. -Nigromantes sabios: El Dr. Torralba. -Las brujas de Navarra. -Auto de Logroño.

    La magia docta del siglo XVI, la que se alimentaba con los recuerdes de la teurgia neoplatónica y crecía el calor de los descubrimientos de las ciencias naturales, adelantándose audazmente a ellas entre vislumbres, tanteos y experiencias; mezcla informe de cábala judaica, supersticiones orientales, resabios de [263] paganismo, pedanterías escolares, secretos alquímicos y embrollo y farándula de charlatanes de plazuela; la ciencia de los Paracelsos, Agripas y Cardanos apenas tuvo secuaces en España. Recórrase la dilatada y gloriosa serie de nuestros médicos, desde Valverde, uno de los padres de la anatomía, juntamente con Vesalio, hasta el Divino Vallés y Mercado y Laguna, y apenas se encontrará rastro de ese espíritu inquieto, aventurero y teósofo. El espíritu de observación predominaba siempre entre nuestros naturalistas, y a él deben su valor las obras de los Acostas, Hernández y García de Orta. Lejos de nosotros siempre esa interpretación simbólica de la naturaleza, esa especie de panteísmo naturalista que solía turbar la mente de los sabios del Norte, moviéndolos a escudriñar en la materia ocultos misterios y poderes y a ponerse en comunicación directa o mediata con los espíritus animadores de lo creado. Sólo de un hombre de ciencia español tengo noticia que pueda ser calificado plenamente de nigromante docto a la vez que de escéptico y cuasi materialista. Llamábase el Dr. Eugenio Torralba y era natural de Cuenca, como tantos otros personajes de esta historia. Su nombre, y la más singular de sus visiones de nadie son desconocidos gracias a aquellas palabras de Don Quijote subido en Clavileño: «Acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma y se apeó en Torre de Nona... y vio todo el fracaso, asalto y muerte de Borbón, y por la mañana estaba de vuelta en Madrid ya, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos y los abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna, que la pudiera asir por la mano, y que no osó mirar a la tierra por no desvanecerse».

    Torralba había ido a Italia muy mozo, de paje del obispo Volterra, después cardenal Soderini, y en Roma había estudiado filosofía y medicina, contagiándose de las opiniones de Pomponazzi acerca de la mortalidad del alma, y cayendo, por fin, en un estado de absoluta incredulidad, a lo cual contribuyó su trato con un renegado judío, llamado Alfonso, como Uriel da Costa y otros de su raza, había parado en el deísmo y en la ley natural.

    Otro de los amigos de Torralba en Roma allá por los años de 1501 era un fraile dominico dado a las ciencias ocultas, que tenía a su servicio, pero sin pacto ni concierto alguno, a un espíritu bueno, dicho Zequiel gran sabedor de las cosas ocultas, que revelaba o no a sus amigos según le venía en talante. El fraile, que estaba agradecido a Torralba por sus servicios médicos, no encontró modo mejor de pagarle que poner a su disposición a Zequiel.

    Este se apareció al doctor, como Mefistófeles a Fausto, en forma de joven gallardo y blanco de color, vestido de rojo y negro, [264] y le dijo:»Yo seré tu servidor mientras viva». Desde entonces le visitaba con frecuencia y le hablaba en latín o en italiano, y como espíritu de bien, jamás le aconsejaba cosa contra la fe cristiana ni la moral (2097); antes le acompañaba a misa y le reprendía mucho todos sus pecados y su avaricia profesional. Le enseñaba los secretos de hierbas, plantas y animales, con los cuales alcanzó Torralba portentosas curaciones; le traía dinero cuando se encontraba apurado de recursos; le revelaba de antemano los secretos políticos y de Estado, y así supo nuestro doctor antes que aconteciera, y se los anunció al cardenal Cisneros, la muerte de D. García de Toledo en los Gelves y la de Fernando el Católico y el encumbramiento del mismo Cisneros a la Regencia y la guerra de las comunidades. El cardenal entró en deseos de conocer a Zequiel, que tales cosas predecía; pero como era espíritu tan libre y voluntarioso, Torralba no pudo conseguir de él que se presentase a Fr. Francisco.

    Prolijo y no muy entretenido fuera contar todos los servicios que hizo Zequiel a Torralba, sin desampararle aun despues de su vuelta a España en 1519. Para hacerle invulnerable le regaló un anillo con cabeza de etíope y un diamante labrado en Viernes Santo con sangre de macho cabrío. Los viajes le inquietaban poco, porque Zequiel había resuelto el problema de la navegación aérea en una caña y en una nube de fuego, y así llevó a Torralba en 1520 desde Valladolid a Roma, con grande estupor del cardenal Volterra y otros amigos, que se empeñaron en que el doctor les cediese aquel tesoro; pero en vano, porque Zequiel no consintió en dejar a su señor.

    En 1525, y a pesar de tan absurda y extravagante vida, Torralba llegó a ser médico de la reina viuda de Portugal, doña Leonor, y con ayuda de Zequiel hizo maravillas. Acortémoslas para llegar a la situación capital eternizada por Cervantes. Sabedor Torralba, por las revelaciones de su espíritu, de que el día 6 de mayo de 1572 iba a ser saqueada Roma por los imperiales, le pidió la noche antes que le llevase al sitio de la catástrofe para presenciarla a su gusto. Salieron de Valladolid en punto de las once, y cuando estaban a orillas del Pisuerga, Zequiel hizo montar a nuestro médico en un palo muy recio y ñudoso, le encargó que cerrase los ojos y que no tuviera miedo, le envolvió en una niebla oscurísima y, después de una caminata fatigosa, en que el doctor, más muerto que vivo, unas veces creyó que se ahogaba y otras que se quemaba, remanecieron en Torre de Nona y vieron la muerte de Borbón y todos los horrores del saco. A las dos o tres horas estaban de vuelta en Valladolid, donde Torralba, ya rematadamente loco, empezó a contar todo lo que había visto.

    Con esto se despertaron sospechas de brujería contra él, y le delató a la Inquisición su propio amigo D. Diego de Zúñiga, [265] que ni siquiera agradecía a Torralba el haberle sacado adelante en sus empresas de tahúr. Y como, por otra parte, el médico, lejos de ocultar sus nigromancias, hacía público alarde de ellas, no fue difícil encontrar testigos. La Inquisición de Cuenca mandó prenderle en 1528, y Torralba estuvo pertinacísimo en afirmar que tenía a Zequiel por familiar, pero que Zequiel era espíritu bueno y que jamás él le había empeñado su alma. Aún en las angustias del tormento, se empeñó en decir que todavía le visitaba en su prisión. El pacto lo negó siempre; pero la cuestión vino a complicarse con motivo de ciertas declaraciones acerca del materialismo y escepticismo del doctor. El cual, en suma, fue tratado con la benignidad que su manifiesta locura merecía, sentenciándosele en 6 de marzo de 1531 a sambenito y algunos años de cárcel, a arbitrio del inquisidor general, con promesa de no volver a llamar a Zequiel ni oírle. Don Alonso Manrique, cuya dulzura de condición es bien sabida, le indultó de la penitencia a los cuatro años, y Torralba volvió a ser médico del almirante de Castilla D. Fadrique Enríquez (2098).

    Una historia algo parecida, pero no confirmada, como ésta, por documentos judiciales y auténticos, cuentan en Navarra y la Rioja (tierras clásicas de la brujería española) del cura de Bargota, cerca de Viana, que hacía extraordinarios viajes por el aire, pero siempre con algún propósito benéfico o de curiosidad, v. gr., el de salvar la vida a Alejandro VI contra ciertos conspiradores, el de presenciar la batalla de Pavía, etc., todo con ayuda de su espíritu familiar, cuyo nombre no se dice.

    Este cura de Bargota nos lleva como por la mano a las brujas navarras, de que dan noticia Fr. Martín de Castañeda y fray Prudencio de Sandoval. Ya en 1507 la Inquisición de Calahorra castigó a veintinueve mujeres por delitos de hechicería semejantes a los de la Peña de Amboto; y en 1527 se descubrió en Navarra un foco mucho más considerable (2099) por espontánea confesión de dos niñas, de once y nueve años, respectivamente, que declararon ser xorguinas y conocer a todas las que lo eran con sólo verles cierta señal en el ojo. Los oidores del Consejo de Navarra mandaron hacer secreta información sobre el caso, y resultaron más de cincuenta cómplices, por cuyas declaraciones se supo que habían tenido trato con el diablo en forma de mozo gallardo y fornido, y otras veces en figura de macho cabrío negro, celebrando con él estupendos y nefandos aquelarres, en que bailaban al son de un cuerno; todo después de los vuelos y untos consiguientes. Ítem, que entraban en las casas y hacían en ellas muchos maleficios, y que en pago de su mala vida, y diabólicos pactos no veían en la misa la hostia consagrada. El juez pesquisidor quiso certificarse de la verdad del [266] caso, y ofreció el indulto a una bruja si a su presencia y a la de todo el pueblo se untaba y ascendía por los aires; lo cual hizo con maravillosa presteza, remaneciendo a los tres días en un campo inmediato. De resultas de toda esta baraúnda, las brujas fueron condenadas a azotes y cárcel. No así algunas de Zaragoza, que fueron relajadas al brazo seglar en 1536 tras larga discordia de pareceres entre los jueces.

    Desde el tiempo del cardenal Manrique comenzaron a añadirse en los edictos de gracia y delaciones, a los antiguos crímenes de judaizantes, moriscos, etc., los de tener espíritus familiares o pacto con el demonio; hacer invocaciones y círculos; formar horóscopos por la astrología judiciaria; profesar la geomancía, hidromancía, aeromancía, piromancia y necromancía, o los sortilegios con naipes, habas y granos de trigo; hacer sacrificios al demonio; tener espejos, redomas o anillos encantados, etcétera, etc. Y en las reglas generales del Índice expurgatorio totalmente se prohíben los libros, cédulas, memoriales, recetas o nóminas, ensalmos y supersticiones; los de judiciaria, «que llaman de nacimientos, de levantar figuras, interrogaciones y elecciones... para conocer por las estrellas y sus aspectos los futuros contingentes», sin que esta prohibición se extendiera en modo alguno a las observaciones útiles a la navegación, agricultura y medicina.

    La condición de hechiceros solía atribuirse a los moriscos. Citaré algunos casos. En el auto de fe de Murcia de 20 de mayo de 1563 salió con sambenito y condenado a reclusión por tres años un D. Felipe de Aragón, cristiano nuevo, que se decía hijo del emperador de Marruecos, y que, entre otras cosas, declaró tener un diablo familiar, dicho Xaguax, que, mediante ciertos sahumerios y estoraques, se le aparecía en figura de hombrecillo negro (2100). En 10 de diciembre de 1564, y por la misma Inquisición, fue castigado un morisco de Orihuela, grande artífice de ligaduras mágicas e infernador de matrimonios con ayuda de un libro de conjuros. Otros se dedicaban a la pesquisa de tesoros ocultos (2101), siendo muy notable a este propósito el caso del morisco aragonés que engañó a D. Diego de Heredia, señor de Bárboles, víctima de las turbulencias de Aragón y de su amistad con Antonio Pérez. Pedro Gonzalo de Castel, uno de los testigos contra Heredia en el proceso que le formó la Inquisición, le acusa de tener en su casa unos libros de nigromancía en lengua arábiga, por los cuales «el que los sabe leer puede hacer conjuros e invocar demonios para saber en dónde hay moneda y tesoros encantados; porque el padre del que los ha dado a don Diego era muy hábil deste oficio, y sabiendo dicho don Diego que este Marquina (el morisco de quien viene hablando) era hombre que entendía la arte mágica, lo ha recogido en su casa y tierra, para que le declare dichos libros... Por [267] persuasión de este morisco fue don Diego a media noche a buscar un tesoro escondido en el contorno de una hermita llamada Matamala... Y assentóse el dicho Marquina en un banco, y dixo que le asiesse uno de un brazo y otro de otro y otro le abrazase por detrás, y... abrió los libros y empezó a hablar en lengua arábiga, y luego sonaron tantos ruydos y estruendo a manera de truenos, con estar el cielo sereno, y a rodar grandes piedras y cantos de un montecillo que está a la hermita, que parece se hundía el mundo, y quedamos tan atemorizados, que pensamos caer muertos... Hecho esto salió fuera de la hermita dicho Marquina y subió en el montecillo, y no cessando el ruydo, oíase que hablaba con los diablos, estando a todo esto muy atento el dicho don Diego. De allí a poco bajó Marquina, y le dixo: «Señor, mandad ahondar aquí debaxo del coro, que allí hay señales del tesoro; y hallaréis ciertos vasos a manera de tinajas». Don Diego hizo ahondar y hallaron los vasos sin los dineros, y entonces dixo don Diego al Marquina: «Volved allá y decid a los diablos cómo no hay nada en los vasos que se han descubierto». Y luego a la hora volvió el dicho Marquina a hablarles, y oíase cómo se quejaba de que no habían hallado nada: dice que le respondieron los demonio que no era cumplido el tiempo del encanto». Volvieron a hacer el conjuro, cavaron otra vez allí, y en el camino de Velilla, y en las inmediaciones de Bárboles y en otras partes, porque D. Diego de Heredia tenía esperanza de allegar con sus libros mucho tesoro, pero nunca hallaron más que ceniza y carbones (2102).

    En esto paran siempre los tesoros del diablo, y bien lo experimentó, por su desgracia, otro nigromante morisco, Román Ramírez, de la villa de Deza, héroe de una comedia de don Juan Ruiz de Alarcón, Quien mal anda, mal acaba, y de quien hay, además, larga noticia en las Disquisiciones mágicas, del P. Martín del Río. El susodicho Ramírez había hecho pacto con el demonio, entregándole su alma a condición de que le ayudara y favoreciera en todas sus empresas, y le diese conocimiento de yerbas, piedras y ensalmos para curar todo linaje de enfermedades, y mucha erudición sagrada y profana, hasta el punto de recitar de memoria libros enteros. Viajaba a caballo por los aires. Restituyó a un marido, por medios sobrenaturales, su mujer, que los diablos habían arrebatado. Ejercitaba indistintamente su ciencia en maleficiar y en curar el maleficio, hasta que por sus jactancias imprudentes descubrieron el juego, y la Inquisición de Toledo le prendió y castigó en 1600 (2103).

    Para hechicerías con intento de amores igualó a la Camacha de Montilla, recordada por Cervantes, y de quien se lee en relaciones manuscritas del tiempo, que tengo a la vista (2104) que tan [268] poderosa como las antiguas hechiceras de Tesalia, llegó a convertir en caballo a D. Alonso de Aguilar, hijo de los marqueses de Priego, el cual, por este y otros extraños casos, estuvo dos veces preso en el Santo Oficio de Córdoba.

    Fuera empresa fácil, pero no sé hasta qué punto útil, reunir noticias de procesos de brujería. Hay en todos ellos una fatigosa monotonía de pormenores, que quita las ganas de proceder a más menuda investigación. En España su escasez los hace algo más estimables. Yo poseo tres o cuatro, y no de la Inquisición todos. El más curioso es contra ciertas brujas catalanas de la diócesis de Vich en 1618 y 1620. Arnaldo Febrer, procurador fiscal de la curia de la Veguería de Llusanés, denunció al veguer que «pocos años antes habían sido sentenciados a muerte muchos brujos y brujas en Urgel, Segarra y otros puntos del Principado, todos los cuales habían sido conocidos por una señal que tenían en el hombro, con la cual marcaba el demonio a sus secuaces», hábiles todos en hechizar y matar niños, transportarlos de unas a otras ciudades y villas, envenenar y matar bestias, dar y quitar bocios, sustituir el agua bendita de las pilas de las iglesias con agua sin bendecir. Y, sospechándose que en la dicha villa de San Felíu había otros malhechores semejantes, procedióse a examinar a tres mujeres: Marquesa Vila, de oficio partera; Felipa Gallifa y Monserrata Fábregas, alias Graciana, mojándoles la espalda con agua bendita, y encontrándoles la consabida señal. Esto bastó para que se les condujese a las cárceles reales de la villa y diera comienzo el proceso, que por no ser inquisitorial, sino del foro ordinario, abunda en refinamientos de ignorancia y barbarie, prodigándose, sobre todo, el tormento con lastimosa prodigalidad. Uno de los testigos dijo que las brujas tenían grano de falguera y que con pedriscos y tempestades destruían los frutos de la tierra. Otro declaró que con sus trazas diabólicas sustituían y secuestraban los niños, de tal suerte que «quien piensa tener hijos propios, los tiene de morería y otras partes». A consecuencia de esto y de las sabidas acusaciones de cohabitación con el demonio y demás impurezas y bailoteos del aquelarre, la justicia secular torturó a Juana Pons, a la Vigatana, a Juana Mateus, a Rafaela Puigcercós y a otras muchas, y, arrancándoles las confesiones [269] por aquel execrable sistema de procedimientos, acabó por decir «quod suspendantur laqueo per collum, in alta furca taliter quod naturaliter moriantur, et anima a corpore separetur» (2105).

    De tal modo de enjuiciar descansa el ánimo recordando los procesos de la Inquisición, tanto y tan indignamente calumniada, y que, sin embargo, fue sobria siempre en la aplicación del tormento y en la relajación al brazo seglar por causas de hechicería. Bien lo prueba el mismo auto de Logroño en 1610, que Moratín exornó con burlescas y sazonadas notas, volterianas hasta los tuétanos e hijas legítimas del Diccionario filosófico. Auto notable y digno de memoria además, por ser el único celebrado casi exclusivamente contra brujos, y el que más pormenores contiene acerca de la organización de la secta, tal como existió en Navarra y en las Vascongadas, su principal asiento por lo menos desde el siglo XV. Veintinueve reos salieron en él por cuestión de hechicería, todos de Vera y Zugarramurdi, en el Baztán, cerca de la raya de Francia, donde la secta tenía afiliados que concurrían puntualmente a aquella especie de aquelarre internacional (2106). Los conciliábulos se tenían en un prado, dicho Berroscoberro, tres días a la semana y en algunas fiestas solemnes. Presidía el diablo en forma de sátiro o semicapro negro y feo, a quien todos adoraban con diferentes besuqueos y genuflexiones. Venía después una sacrílega parodia de la confesión sacramental, de la eucaristía y de la misa, y acababa la sesión con extraños desenfados eróticos del presidente y de los demás en hórrida mescolanza. De allí salían, trocados en gatos, lobos, zorras y otras alimañas, a hacer todo el daño posible en las heredades y en los frutos de la tierra. El que pasara algún tiempo sin dedicarse a estos ejercicios era castigado en pleno aquelarre con una tanda de azotes.

    Las ceremonias de iniciación consistían en renegar de Dios, de su ley y de sus santos y tomar por dueño y monarca al diablo, que les prometía para esta vida todo género de placeres, y en señal de dominio les marcaba con sus garras en la espalda y les imprimía además, en la niña del ojo izquierdo, un sapo muy pequeño. Ni paraba aquí su afición a este asqueroso animalucho. Cada brujo tenía a su servicio un espíritu familiar en figura de sapo, con obligación de vestirle, calzarle y tratarle con todo amor y reverencia. Este sapo les suministraba el ungüento [270] para volar y les despertaba antes de la hora del aquelarre.

    Cerca de éste, pero con absoluta separación, había un plantel de niños brujos, que se divertían bailando juntos hasta que les llegase la edad de renegar y ser admitidos en los misterios.

    Las aficiones gastronómicas del demonio son tan abominables como todo lo demás: gustaba mucho de sesos y ternillas de ahorcados, y para procurárselas recorren sus familiares los cementerios y mutilan los cadáveres de los maleficiados.

    Descubrióse este foco de malas artes por declaración de una muchacha de Hendaya que había ido varias veces al aquelarre, pero que no quiso pasar de la categoría de las novicias. Ella dio el hilo para descubrir a todas las restantes, y así fueron encarcelados: María de Zuzaya, la principal maestra y dogmatizadora; María de Iurreteguia, a quien habían catequizado sus tías María y Juana Chipía; Miguel de Goiburu, rey de los brujos del aquelarre y famoso tempestario o movedor de tormentas en los mares de San Juan de Luz; su hermano Juan de Goiburu, que era el tamborilero de la reunión, salvaje, ebrio y feroz, que confesó haber matado a su propio hijo y dado a comer su carne a los demás brujos; su mujer, Graciana de Barrenechea, que por pendencia de amor y celos con el demonio envenenó a Mari-Juana de Oria; Juan de Sansin, que solía tañer la flauta mientras los demás tertulianos se entregaban a sus bestiales lujurias; Martín de Vizcay, ayo o mayoral de los novicios; las dos hermanas Estefanía y Juana de Tellechea, famosas infanticidas; el herrero Juan de Echaluz y María Juancho, de la villa de Vera, matadora de su propio hijo.

    El lector me perdonará que no insista más en este repugnantísimo proceso, extraño centón de asquerosos errores. Todos los acusados se confesaron no sólo brujos, sino sodomitas, sacrílegos, homicidas y atormentadores de niños, y todos ellos merecían mil muertes; a pesar de lo cual la Inquisición sólo entregó al brazo seglar a María de Zuzaya, que así y todo no murió en las llamas, sino en el garrote.

    La impresión de este auto con todas sus bestialidades contristó extraordinariamente el ánimo de uno de los más sabios varones de aquella edad y de España, el insigne filósofo, teólogo, helenista y hebraizante Pedro de Valencia, discípulo querido de Arias Montano. El cual dirigió entonces al cardenal inquisidor general, D. Bernardo de Sandoval y Rojas, su admirable Discurso sobre las brujas y cosas tocantes a magia, escrito con la mayor libertad de ánimo que puede imaginarse. En él mostró lo incierto y contradictorio de las confesiones de los reos, las más arrancadas por el tormento; y, dando por supuesta la posibilidad del pacto diabólico y de la traslación local, mostró mucha duda de que Dios lo permitiera, y aconsejó la mayor cautela en los casos particulares, como quiera que podían depender de causas naturales, v. gr., el poder de la fantasía, la [271] virtud del ungüento, etc. Ni le parecía necesario el pacto para explicar los crímenes de los brujos, sus homicidios y pecados contra natura, pues muchos otros los cometen sin tal auxilio. Por eso se inclinaba a creer que algunas operaciones de los brujos son ciertas y reales, pero no sobrenaturales; que otras pasan sólo en su imaginación, y que otras son embustes de los reos, torpemente interrogados por los jueces. En la segunda especie pone los viajes aéreos y todo lo concerniente al aquelarre, que mira como una visión semejante a las que disfrutaban los sectarios del Viejo de la Montaña, y nacida quizá de estar compuesto el unto que las brujas emplean «de yerbas frías como cicuta, solano, yerba mora, beleño, mandrágora, etc»., que, según Andrés Laguna en sus anotaciones a Dioscórides, no sólo producen efectos narcóticos, sino visiones agradables. De todo esto infería Pedro de Valencia que debía el Santo Oficio obrar con mucha cautela en cosas de hechicería, redactar una instrucción y formulario especial, no relajar a ningún mal confitente, ya que todas las pruebas eran falibles, y no imprimir las relaciones y extractos, por ser curiosidad malsana, perjudicial y escandalosa. Tal es, en sustancia, la doctrina de este discurso, todavía inédito por desgracia, exornado con peregrina erudición acerca de la magia de los antiguos y con la traducción en verso castellano de un largo trozo de Las bacantes, de Eurípides, en que se describe algo semejante a un aquelarre (2107).

    Nada contribuyó tanto como este discurso del autor de la Académica a la creciente benignidad con que procedió el Santo Oficio en causas de brujería. En adelante se formaron pocas y de ninguna importancia, no se relajó a casi nadie por este crimen, no hubo autos particulares contra él; se redactó una instrucción especial, como quería Pedro de Valencia, y la secta fue extinguiéndose en la oscuridad. A fines del siglo XVII no era más que un temeroso recuerdo (2108). [272]




    Con todo eso, la acusación de nigromantes siguió formulándose de tiempo en tiempo sobre todo como instrumento político, en causas de ministros y grandes señores. Así se acusó de hechicería a D. Rodrigo Calderón y al Conde-Duque de Olivares [273], y así lograron triste celebridad, a fines de aquel mismo siglo, los hechizos de Carlos II, en que por ser tan conocidos no quiero insistir. Y la acusación de nigromante docto, semejante al Dr. Torralba, recayó, v. gr., en el noble y piadoso caballero montañés D. Juan de Espina, de quien trazó Quevedo, al fin [274] de los Grandes anales de quince días, un tan magnífico retrato, diciendo de él, entre otras cosas, que «hizo tan delgada inquisición en las artes y ciencias, que averiguó aquel punto donde no puede arribar el seso humano». Personaje ciertamente digno de más honrada suerte que la de haber servido de protagonista a dos comedias de magia de Cañizares, Don Juan de Espina en su patria y Don Juan de Espina en Milán, donde aquel taciturno filósofo cristiano aparece convertido en redomado brujo y nigromante.




- III -
La hechicería en la amena literatura.

    Estudiada ya la hechicería en los libros que de propósito la combaten y en los procesos que nos la muestran en la vida real, fáltanos sólo indicar cómo influyen estas creencias y prácticas supersticiosas en el arte literario. La materia es amena y pudiera dar motivo para un largo estudio; pero me limitaré a breves indicaciones, que pongan de manifiesto la absoluta conformidad de lo que describen poetas y novelistas con lo que arrojan las causas inquisitoriales y los libros de los teólogos. Siempre vendremos a parar a la misma conclusión: las artes mágicas tienen menos importancia y variedad en España, tierra católica por excelencia, que en parte ninguna de Europa y todavía influían menos y eran menos temibles en el siglo XVI que lo habían sido en la Edad Media.

    Hay con todo en nuestra literatura novelesca una rama bastante fecunda: la de celestinas o libros lupanarios, en que la heroína tiene invariablemente puntas y collares de bruja y encantadora. Pero su carácter principal no es ése, ni los autores insisten en él. La brujería de las celestinas no es más que pretexto y capa de las malas artes del lenocinio, y en los procedimientos mágicos hay tan poca variedad, ya por falta de inventiva de los autores, ya porque la vida real no diera más de sí, que después de recorridos escrupulosamente casi todos estos libros, desde La segunda Celestina, de Feliciano de Silva, hasta La tercera, de Gaspar Gómez de Toledo, y la Tragicomedia de Lisandro y Roselía, y la Policiana, y la Selvagia, y la Eufrosina, y la Florinea, ninguna novedad encuentro en ellas digna de registrarse en esta historia de las artes mágicas, puesto que los conjuros y las recetas y las operaciones mágicas están servilmente [275] calcadas en las de Fernando de Rojas, de que dimos larga cuenta y razón tratando del siglo XV.

    El Crotalón puede servir de comentario a lo que dejamos escrito de las brujas de Navarra, si bien se ve que el autor imita muchos rasgos de Luciano y mezcla reminiscencias clásicas con historias de su tiempo. Los cantos 5 y 7 contienen la historia de un noble y vicioso mancebo que, yendo al socorro de Fuenterrabía en 1522, tuerce el camino, como el héroe de Apuleyo, por haber sabido que «las mujeres de Navarra eran grandes hechiceras y encantadoras, y que tenían pacto y comunicación con el demonio... y eran poderosas en pervertir los hombres y aun convertirlos en bestias y piedras, si querían». El mancebo, movido de curiosidad, iba deseoso de topar con alguna, cuando su mala suerte le deparó un caminante, que comenzó a loarle la hermosura y el mágico poder de una vecina suya: «Llama ella al sol y obedece: a las estrellas fuerza su curso, y a la luna quita y pone su luz, conforme a su voluntad. Añubla los ayres y haze, si quiere, que se huellen y paseen como la tierra. Al fuego haze que enfríe y al agua que queme... De día y de noche va por caminos, valles y sierras a hazer sus encantos y a coger sus yerbas y piedras y hazer sus tratos y conciertos». Cae en el lazo el caballero, y se deja conducir a un palacio encantado, donde vive algunos meses en ocio torpe, olvidado de sí mismo y de su fama, como Rugiero en casa de Alcina o Reinaldo en los jardines de Armida.

    La primera comedia española que se adorna con encantamientos y entra plenamente en el género que después se llamó la magia es la Armelina, desatinadísima farsa de Lope de Rueda, en que un morisco granadino, Muley Búcar, grande hechicero, conjura a Medea y a Plutón, en híbrida mezcolanza de ritos clásicos y de otros contemporáneos del autor. Hay fórmulas curiosas de conjuro:

                                 Que no le empezca el humo ni el zumo,
ni el redrojo ni el mal de ojo,
torobisco ni lentisco,
ni ñublando que trayga pedrisco.
Los bueyes se apacentaban
y los ánsares cantaban;
pasó el ciervo prieto por tu casa
de cabeza rasa;
y dixo: No tengas más mal
que tiene la corneja en su nidal.
Así se aplaque este dolor
como aquesto fue hallado
en barco de tundidor.

    Otras comedias del mismo autor y de sus discípulos y secuaces son meras imitaciones italianas, y no pueden tomarse por reflejo de las costumbres españolas del tiempo, a no ser en algunos incidentes del diálogo. Así, por ejemplo, la Cornelia, de [276] Juan de Timoneda, imitación de El nigromante, de Ariosto, y la Aurelia, obra también de Timoneda, que en ella se propuso

                    ...esquivar pasos de amores,
y tomar nueva invención;

reduciéndose todo el argumento al hallazgo de un tesoro con ayuda de un anillo mágico; cuento vulgarísirno.

    Juan de la Cueva, ejemplo insigne de facilidad desastrosa y abandonada, prodigó en todas sus informes comedias, y especialmente en La constancia de Arcelina y en El informador, los recursos mágicos, buenos para deslumbrar los ojos con tramoyas y apariencias y henchir los oídos con retumbantes conjuros en octavas reales y estancias líricas, que, a juzgar por las alusiones mitológicas, no eran, de seguro, los que usaban los brujos de entonces:

                                 Agora es tiempo, ¡oh tú Plutón potente!,
que des lugar al fuerte encanto mío,
sin que impida ningún inconveniente
lo que demando y lo que ver confío,
y es que envíes con priesa diligente
un alma de tu estigio señorío
a ver la luz del mundo que aborrece
y a declarar un caso que se ofrece.
               
Por virtud que tiene
esta esponjosa piedra
desde el nevado Cáucaso traída
que en este vaso viene;
por esta blanda yedra,
que en la cumbre del Hemo fue cogida,
que al punto sea movida
tu voluntad al ruego,
etc., etc.

    Pero he aquí otra fórmula de conjuro menos clásica y más morisca, que no creemos invención de Cervantes (quien la pone en sus Tratados de Argel), sino oída por él a algún embaucador callejero:

                                 Rápida, ronca, run, ras, parisforme,
grandura denclifax, pantasilonte.

    Necedad fuera buscar algún sentido en este género de ensalmos. El uso de palabras exóticas, campanudas y vacías de sentido era uno de los medios más eficaces para embobar al vulgo, sin que esto arguya tradición, ni etimología, ni misterio alguno.

    En ninguno de nuestros novelistas y dramaturgos del gran siglo puede estudiarse lo que fueron las artes mágicas tan bien como en la rica galería de las obras de Cervantes, hombre de ingenio tan vario y rico como la misma naturaleza humana, de que fue fidelísimo intérprete. Cierto que a veces idealizaba [277] de sobra, a despecho de su idiosincrasia realista; y tomó, por ejemplo, de la vida y de las costumbres de su siglo el tipo de Preciosa, la gitanilla aguda y discreta, decidora de la buena ventura, la transfiguró y hermoseó de tal suerte, que en vano hubiera sido buscar por las plazas de Sevilla o de Madrid el original del retrato. Como quiera que sea, y aparte de sus buenaventuras y adivinanzas, la gitanilla cervantesca usaba ensalmos para preservar del mal del corazón y de los vaguidos de cabeza, y Cervantes nos ha conservado los términos del conjuro, tomados probablemente de la tradición oral, y sujetos, como siempre, a forma rítmica:

                             Cabecita, cabecita,
tente en ti; no te resbales
y apareja los puntales
de la paciencia bendita...
Verás cosas
que toquen en milagrosas;
Dios delante
y San Cristóbal gigante.

    El Coloquio de los perros, obra maestra del diálogo lucianesco en castellano, es un tesoro para la historia de la nigromancía hasta por la novedad y audacia de las ideas del autor, que se acercan mucho a las de Pedro de Valencia. Cervantes nos da peregrinas noticias de la Camacha, de Montilla, «tan única en su oficio que las Eritos, las Circes, las Medeas, de que están las historias llenas, no la igualaron: ella congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo: traía los hombres en un instante de lejanas tierras: descasaba las casadas y casaba las que quería: por diciembre tenía rosas frescas en su jardín, y por enero segaba trigo: esto de hacer nacer berros en una artesa, era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo o en la uña de una criatura los vivos o los muertos que le pedían que mostrase: tuvo fama que convertía los hombres en animales, y que se había servido de un sacristán seis años en forma de asno, real y verdaderamente». Todo esto lo refiere la Cañizares, discípula querida de la Camacha, aunque inferior a ella en lo de «entrar en un cerco con una legión de demonios». «Vamos a ver al demonio -añade- muy lejos de aquí, a un gran campo, donde nos juntaremos infinidad de gente, brujos y brujas... y hay opinión que no vamos a estos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido: otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima, y entrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que nosotras no sabemos cuándo vamos de una o de otra manera, porque todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente, que no hay diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente... El ungüento [278] con que nos untamos es compuesto de jugos de yerbas, en todo extremo frías, y no es, como dice el vulgo, hecho con la sangre de los niños que ahogamos. Y son tan frías que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas; y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente». La descripción que sigue de los untos de la Camacha y de la espantable y horrenda figura que hacía tendida en el suelo es de un realismo que frisa en los límites de lo repugnante. Y el autor cierra su cuento declarando que tiene todas estas cosas por «embelecos, mentiras o apariencias del demonio», y que «la Camacha fue burladora falsa, la Cañizares embustera y la Montiela tonta, maliciosa o bellaca»; prudente y saludable escepticismo, hermano gemelo del de Pedro de Valencia, cuando sostuvo en su Discurso ya citado que, «aunque ciertos prodigios y transformaciones no sean imposibles a los ángeles malos, es lícito, prudente y debido examinar cada caso en particular, debiéndose presumir que ha sido por vía natural, humana y ordinaria, sin necesidad forzosa de acudir a milagro que exceda el curso natural de las cosas».

    El mismo espíritu positivo y práctico que llevó a Cervantes a enterrar bajo el peso de la parodia toda la literatura fantástica, sobrenatural y andantesca de los tiempos medios, respira en la aventura de la cabeza encantada de Barcelona, remedio evidente del mágico busto que la tradición suponía fabricado por Alberto el Magno. No hay encantamiento, ni transmigración, ni viaje aéreo que resista al poder de la cómica fantasía que creó la cueva de Montesinos, encantó a Dulcinea y montó a sus héroes en Clavileño, parodiando la nocturna expedición de Torralba a Roma. Decididamente, la Edad Media se iba con todo su cortejo de supersticiones, y quien la ahuyentaba del arte era un español, hijo predilecto de la raza menos supersticiosa de Europa. Y, sin embargo, cuando en su vejez hizo un libro de aventuras, especie de novela bizantina, imitación de Heliodoro, tejida de casos maravillosos, no dudó, sin duda por debilidad senil, en acudir a los prestigios algo pueriles de la magia, y colocó en las regiones del Norte, por él libremente fantaseadas, hechiceras y licántropos que mudan de forma mediante la efusión de sangre. «Cuéntase dellas que se convierten en lobos, así machos como hembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encantadores. Como esto pueda ser yo lo ignoro... lo que puedo alcanzar es, que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio, y permisión de Dios, y castigo de los abominables pecados deste maldito género de gente». (Persiles, 1. 1 c. 8.)

    Quien atentamente siga el rastro de este linaje de costumbres en los dos géneros eminentemente populares, la novela y el teatro, no dejará de detenerse en los novelistas pastoriles, que desde la Diana, de Jorge de Montemayor, hasta la Arcadia, de [279] Lope de Vega, sacaron gran partido del agua encantada de la sabia Felicia y de la cueva de Anfriso, sirviéndose de sus agüeros y presagios como de Deus ex machina para desatar la mal hilada trama de sus fábulas. Y más se fijará en los novelistas picarescos y en los llamados ejemplares, que al fin y al cabo son espejo de un estado social, y reproducen, a veces con fotográfica exactitud más bien que con arte, las escenas que pasaban a su vista y lo que el vulgo de su tiempo creía. No falta entre ellos, por el extremo contrario, quien propenda a lo tétrico y melancólico, y aún se complazca en nebulosas visiones, que no parecen nacidas en nuestro clima. Así, D.ª María de Zayas, en algunas de sus novelas cortas, especialmente en La inocencia castigada, que se funda toda en los efectos sobrenaturales de la magia; y así, D. Gonzalo de Céspedes y Meneses, escritor culterano, pero de grande inventiva, en aquellos misterios de la mula encantada de D. Francisco de Silva y de la tempestad, que constituyen uno de los más extraños episodios de su Soldado Píndaro. Pero lo general es que nuestros noveladores tomen la magia por asunto de broma, y así reaparece, tras de los años mil, el espíritu cojo, inspirador de Virgilio Cordobés, en la redoma que quiebra el fugitivo escolar D. Cleofás Pérez Zambullo, héroe de Luis Vélez y de Le Sage.

    Entre nuestros dramáticos, Alarcón tuvo amor especial a la magia como recurso escénico y aun como nudo de la acción. La cueva de Salamanca, comedia de estudiante, ya analizada en nuestro primer tomo, hasta contiene una discusión en forma escolástica sobre las artes ilícitas. Quien mal anda no es otra cosa que el proceso del morisco Román Ramírez. La prueba de las promesas es el cuento de D. Illán y el deán de Santiago, convertido en drama. El anticristo obra sus maravillas con el poder de la nigromancía. En El dueño de las estrellas, la superstición sideral interviene mucho en el destino de Licurgo. Y aun pudieran citarse otros ejemplos, todos los cuales reunidos, quizá excedan en número a los que puedan sacarse de Lope, Tirso y Moreto (2109).

    La antigua leyenda de nigromante convertido y mártir, del San Cipriano de Antioquia, distinto del de Cartago, fue sublimada [280] hasta las más altas esferas de la concepción dramática por el autor de El mágico prodigioso. La relación entre este argumento y la leyenda germánica de Fausto es evidente e indisputable, no sólo por intervenir en ambas el pacto diabólico, sino por ser un sabio quien lo hace y por tratarse de la posesión de una mujer. Y aun pueden notarse muy estrechas semejanzas entre ambas historias y las Actas de los Santos Luciano y Marciano, de Nicomedia, que malamente se han atribuido a España.

    En sus comedias de intriga y de costumbres, o de capa y espada, por ejemplo, en El astrólogo fingido, y en La dama duende, obras una y otra de ingenio juvenil y ameno, Calderón se muestra muy sazonadamente incrédulo acerca de trasgos, aparecidos e influjo de los cuerpos celestes. De los duendes, que tanto dieron que especular al P. Fuente la Peña, opina nuestro gran dramático que

                         El hurto de amor los finge
y los canoniza el miedo.

    Y no de otro modo, su discípulo D. Agustín de Salazar y Torres redujo a encanto sin encanto la hechicería en la discreta comedia que llamó La segunda Celestina, mostrando con bien trazada fábula que el hechizo mayor es la hermosura. Y no mucho después, en los últimos años del siglo XVII, si ya no en los primeros del XVIII, uno de los últimos imitadores felices de la escuela calderoniana, D. Antonio de Zamora, entregó a la befa del público en una comedia de figurón, recargada y caricaturesca, pero rica de chistes de buena ley, los hechizos de Carlos II trocados en los del fantasmón D. Claudio, y en la lámpara de Lucigüela, que lentamente le iba chupando el olio vital. [281]



Biblioteca
Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro cinco
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