Capítulo VII
La doctrina de la expiación
-Desde Anselmo y Abelardo a la Reforma
-(siglos once al dieciséis)

Llegamos en este capítulo a la Soteriología en su aspecto objetivo; en términos sencillos, a la conexión de la salvación del hombre con los hechos v sufrimientos de Cristo, y especialmente con su muerte, considerada como expiación por el pecado. Siendo el Cristianismo, sobre todo, una religión de redención, se podría suponer que la doctrina de la expiación habría sido una de las primeras a las que se habría aplicado la mente de la Iglesia teológicamente. Sin embargo, los hechos no son así; y, en conformidad con la ley del desarrollo ya mencionada, no podía haberlo sido. La doctrina de la expiación no podía ser investigada con provecho hasta que se hubiera atendido a las doctrinas que forman sus presupuestos básicos: las doctrinas de Dios, de la naturaleza, del pecado y de la Persona del Redentor. Cuando las controversias sobre estos temas hubieron seguido su curso, la Iglesia había llegado ya a la Edad Media. Europa había estado sumergida en la barbarie, y en la confusión resultante parecía haberse detenido todo progreso intelectual. Pero en las escuelas de la época de Carlomagno volvió a encandilarse la luz del saber; y las corrupciones de la Iglesia no pudieron sofocar el impulso intelectual que un siglo o dos después se manifestó en la vida vigorosa de las universidades.
La época soteriológica de la historia del dogma se alcanza propiamente al fin del siglo once, con Anselmo de Canterbury, el primero de los grandes escolásticos, como podemos llamarles. Esto concuerda con el lugar que la doctrina tiene en el esquema lógico entre la Cristología y la doctrina de la aplicación de la Redención, una nueva prueba de la validez de mi tesis general. Una mirada a cualquier historia de la Iglesia, o historia de la doctrina, mostrará que lo que digo es correcto. Neander, por ejemplo, empieza su sección sobre la doctrina de la expiación en el período de Anselmo haciendo notar que «la llegada de una concepción clara y precisa sobre la forma en que fue realizada por Cristo la salvación de la humanidad, era una cuestión a la cual se había prestado poca atención hasta aquí en comparación con la investigación de otros temas pertenecientes al sistema de la fe», y añade que «el siglo doce constituye una época en la historia de esta doctrina». Ritschl, de modo similar, comienza su historia de la doctrina de la expiación con Anselmo. Podemos afirmar, pues, que desde Anselmo a la Reforma es el período clásico para la formación de esta doctrina tal como aparece en nuestros credos, y las determinaciones fundamentales a que ha llegado el pensamiento subsiguiente, según creo, no han conseguido subvertir.
Aunque reconozcamos esto, no hemos de caer, como algunos, en el error opuesto de suponer que hasta este período la Iglesia no tenía doctrina de la expiación, o, en el mejor caso, sólo especulaciones místicas sobre el rescate pagado por Cristo a Satanás por la liberación del hombre. No hay tema en que sea más necesario distinguir entre la doctrina como mantenida en la inmediación de la fe, y el examen y discusión que resultan de dar a la doctrina una forma científica. Anselmo, en su Cur Deus Homo no profesa estar presentando una nueva doctrina, sino sólo dar, o intentar dar, una base racional a la doctrina que creía toda la Iglesia, pero en consideración a la cual, según él nos dice, habían aparecido dudas, objeciones y preguntas. El que, incluso con respecto a su elaboración teológica, Anselmo y sus sucesores hallaron mucho material preparado para ellos en los escritos de autores previos, es evidente, creo, por el breve sumario de los estadios precedentes, según hemos visto, en el desarrollo de la doctrina a la cual nos vamos a dedicar ahora.
I. Sería extraño, realmente, que la Iglesia primitiva no mostrara rastros de una doctrina de la expiación, siendo así que las Epístolas del Nuevo Testamento están llenas del tema. Pero la Iglesia nunca estuvo sin los rudimentos de esta doctrina. Se puede afirmar confiadamente que nunca existió un momento en que la Iglesia no supiera que había sido redimida por Cristo, y no atribuyera una eficacia propiciatoria a su muerte, o no la considerara como la base de los tratos de gracia de Dios con los hombres en el perdón s, la renovación. Hay excepciones aquí, pero, en general, los escritores de la Iglesia primitiva muestran un sentido vivo de la realidad y unilateralidad de la obra de Cristo, y exaltan su cruz como el medio por el cual los hombres son salvados de la maldición del pecado y la tiranía de Satanás. Todo esto está concebido de modo suelto y expresado de manera burda, tengo que admitirlo. Hay un uso libre y abundante del lenguaje escritural, sin que haya penetración de comprensión en su significado; por necesidad está ausente lo que, en tiempos posteriores, sería llamado la «teoría» de la expiación. Al mismo tiempo no faltan, sino muy raramente, en los grandes escritores, pensamientos profundos y ojeadas en el corazón de la cuestión que sorprenden por su claridad; y ocasionalmente nos hallamos algún bosquejo tentativo de una teoría que avanza mucho en dirección de los resultados futuros. Sólo puedo dar un vistazo a los puntos más destacados.
Los Padres Apostólicos aluden profusamente a la redención mediante la sangre de Cristo, aunque no se puede decir que nos den mucha ayuda en la aprehensión teológica de este lenguaje. Así Clemente nos dice que «miremos firmemente a la sangre de Cristo y veamos lo preciosa que es esta sangre a la vista de Dios» - la sangre «derramada para nuestra salvación» (Ep. 7). Bernabé, que abunda en esta clase de referencias, declara: «Por esta causa el Señor tuvo a bien sufrir por nuestras almas, aunque El era el Señor de toda la tierra.» - «Por tanto, si el Hijo de Dios... sufrió para que por sus azotes nosotros pudiéramos vivir, creamos que el Hijo de Dios no habría podido sufrir sino por nosotros... El mismo, un día, ofreció su cuerpo por nuestros pecados» (Ep. 5, 7, etc.). Ignacio exhorta a sus lectores «por la sangre de Cristo» y por el hecho de que «tienen paz por medio de la carne y sangre y pasión de Jesucristo»; - «el cual murió por nosotros, para que creyendo en su muerte, podáis escapar de la muerte» -«el cual sufrió todas estas cosas por nosotros, para que pudiéramos ser salvados». Policarpo hace sonar una nota más fuerte y claramente evangélica: «Nuestro Señor Jesucristo, el cual permitió que le llevaran incluso a la muerte por nuestros pecados»; - «el cual llevó El mismo en su cuerpo nuestros pecados en su cuerpo en el madero» (Fil. 1, 8 ). La Epístola de Diogneto es la más notable y hermosa de todas: «El mismo llevó sobre sí la carga de nuestras iniquidades, dio a su propio Hijo para ser un rescate por nosotros, el Santo por los transgresores, el Intachable por los inicuos, el Justo por los injustos, el Incorruptible por los corruptibles, el Inmortal para los que son mortales. Porque, ¿qué otra cosa podía haber cubierto nuestro pecado que su justicia? ¿Mediante cuál otro era posible que nosotros, los malvados e impíos, pudiéramos ser justificados, de no ser por el único Hijo de Dios? ¡Oh dulce trueque! ¡Oh inescrutable operación! ¡Oh beneficios que sobrepasan toda expectativa! Que la maldad de muchos pudiera ser escondida en un solo justo, y que la justicia de uno pudiera justificar a muchos transgresores.»
Vemos lo mismo en los Padres Católicos antiguos, que nunca ponen en duda la virtud redentora de la muerte de Cristo, en tanto que sus modos de explicación y su eficacia varían. Ireneo, el más antiguo de estos Padres, nos proporciona en la doctrina de la recapitulatio, que ya hemos mencionado, un punto de singular interés desde el cual considerar la expiación. Bajo esta idea presenta el pensamiento, de que Cristo recapitula en sí mismo todos los estadios de la vida humana, y todas las experiencias de todos estos estadios, incluyendo los que pertenecen a nuestro estado como pecadores. Aplica la idea primero a una obediencia redentora de Cristo en favor nuestro -nuestra Cabeza redentora pasando a través de todo el curso de nuestra experiencia, y en cada parte de la misma rindiendo una obediencia perfecta a Dios-. De esta manera, desmiente o anula la desobediencia de la caída, siendo conseguida nuestra salvación, como indica Domer, por medio de una recapitulación de la historia de la humanidad per oppositum. Vemos el otro lado de esta idea cuando la aplica a una victoria completa sobre Satanás en favor nuestro. Satanás tenía a los hombres bajo esclavitud; era necesario que el Redentor de los hombres entrara en conflicto con el adversario y, bajo la plena tensión de sus tentaciones, pudiera llevar a cabo su gloriosa victoria. Pero este Padre aplica su idea también en ciertos pasajes a una satisfacción sustitutiva de la justicia. Hay un pasaje en que Baur cree ver el germen de la teoría del rescate pagado a Satanás; pero yo no creo que se le pueda dar esta interpretación. Mucho menos es posible esto por el hecho de que Ireneo, en el contexto, de modo explícito habla del dominio de Satanás sobre el hombre como obtenido injustamente. Su idea parece ser que hay una justicia, en la ordenanza de Dios, por la que el hombre, a causa de su apostasía, había sido sometido a Satanás, a la corrupción y a la muerte; y, que esta condición justa de las cosas requería que el Redentor se sometiera a la muerte por nosotros. «El Verbo poderoso y al mismo tiempo hombre», dice, «redimiéndonos por medio de su propia sangre en forma consonante con la razón, se dio a sí mismo para redención de aquellos que habían sido llevados en cautividad... El Señor, de esta manera, nos redimió mediante su propia sangre, dando su alma por nuestras almas, su carne por nuestra carne, y ha derramado también el Espíritu del Padre para la unión y comunión de Dios y el hombre» (v. l). En forma completa enseña que Cristo por su pasión nos ha reconciliado con Dios, y nos ha procurado el perdón de nuestros pecados (iii. 16, 9). Nosotros somos deudores, dice, a Dios, y sólo a Dios, y a Cristo por su cruz que ha borrado esta deuda (v. 16, 3; 17, 3, etc.). Orígenes, de forma semejante, habla en abundancia de la muerte de Cristo como un sacrificio por el cual El nos redime de nuestros pecados. Hay pasajes retóricos en los que relaciona esto con la idea apuntada antes, a saber, que Satanás, a causa de nuestra caída, había adquirido derechos sobre nosotros que Cristo anula al darse a sí mismo como sacrificio en lugar nuestro. Habla incluso en un punto como si Satanás se hubiera engañado en esta transacción, pensando que podía retener el alma sin pecado de Cristo, pero encontrando, cuando la tuvo, que era una tortura para él. (Ver Mateo 16:8.) Es posible, sin embargo, sacar demasiado sentido de estas expresiones casuales, porque indudablemente la idea prevaleciente de Orígenes es que el sacrificio fue ofrecido a Dios.
En el período niceno se alcanza un hito destacado en la historia de esta doctrina con Atanasio, el cual, en su notable tratado sobre La Encarnación del Verbo, escrito antes de que estallara la controversia arriana, casi se anticipa a Anselmo en su respuesta a la pregunta de por qué se hizo hombre Dios. El mérito especial de Atanasio es que pone la encarnación en relación directa con la redención. Para explicar la razón de la encarnación, retrocede a la constitución original del hombre, y a su caída. Si el hombre hubiera seguido en su integridad, cree, habría vencido la tendencia natural de su cuerpo a la corrupción, y habría sido confirmado en la santidad. La muerte, por otra parte, es adscrita a la desobediencia como su castigo. La raza, debido a su pecado, ha pasado bajo esta condenación, y no puede hacer nada para evitar la muerte y la corrupción. El arrepentimiento solo no sería bastante, porque Dios, habiendo ordenado la muerte como castigo del pecado, debe permanecer fiel a sí mismo infligiendo el castigo si no se hace expiación. «Es monstruoso», dice, que Dios, habiendo hablado, hubiera mentido -de modo que, cuando El impuso la ley de que si el hombre transgrediera el mandamiento debía morir, después de haber transgredido el hombre no muriera, con lo que su palabra quedaría quebrantada---. Porque Dios no sería veraz si, habiendo dicho que moriría, él no muriera». Con todo, insiste, no es apropiado que Dios permitiera que la creación pereciera; así que el Logos, el mismo Creador del mundo, en cuya imagen racional fue hecho el hombre, tomó nuestra naturaleza sobre sí para poder redimimos. Esto lo hizo, por lo que se refiere al castigo del pecado, sufriendo en lugar nuestro; positivamente, trae a la raza de nuevo el principio de incorrupción. Tomando nuestro cuerpo, dice: «Lo rindió a la muerte en vez de todos, y lo ofreció al Padre... a fin de que por morir todos en El, la ley con respecto a la corrupción de la humanidad pudiera ser abolida... El Logos de Dios, estando por encima de todos, al ofrecer su propio templo e instrumento corporal como sustituto por la vida de todos, satisfizo todo lo que se requería con su muerte» (Ibid. 8, 9). Atanasio expresa ideas similares en sus discursos contra los arrianos. Por ejemplo: «Antes, el mundo, siendo culpable, se hallaba bajo la condenación de la ley, pero ahora el Verbo de Dios ha tomado sobre sí mismo el juicio, y habiendo sufrido en el cuerpo por todos, ha concedido la salvación a todos» (Orat. i. 60).
Se puede ver mediante estos ejemplos qué poca base hay para la afirmación de que la única teoría, o la prevaleciente, de la expiación en la Iglesia primitiva era la mitológica del rescate pagado a Satanás. Esta teoría se halla realmente y tiene lugar con otras en los tiempos postnicenos y en la Edad Media. Su germen, como vemos, se halla en Orígenes; y Gregorio de Nisa, en el siglo cuarto, da de la misma una presentación explícita. El diablo habría adquirido ciertos derechos sobre el hombre cuando éste pecó, que Dios en justicia no podía poner de lado. Dios no vence ni aun a Satanás por la violencia, sino en justicia, y da a su Hijo unigénito como rescate del mundo. Sólo que Satanás es engañado en la transacción, porque, aceptando a Cristo en lugar del mundo de pecadores, halla que no puede retenerle. Incluso esta idea grotesca, como señala Domer, es un testimonio deformado del hecho de que la expiación respeta a la justicia. Sin embargo, siempre hubo quienes no tuvieron nada que ver con esta teoría mística, e incluso allí donde se encuentra, generalmente se halla junto con otras representaciones, lo cual muestra que es más o menos una concepción retórica. Si Gregorio de Nisa la tiene -y es principalmente mediante su influencia que se abrió paso en la teología medieval-, su amigo y homónimo Gregorio Nazianceno, la rechaza decisivamente. «¿A quién», pregunta, «fue ofrecida esta sangre que fue derramada por nosotros, y por qué fue derramada? Quiero decir la preciosa y soberana sangre de nuestro Dios y Sumo Sacerdote y sacrificio. Eramos retenidos bajo servidumbre de] maligno, vendidos al pecado, y recibimos placer a cambio de maldad. Ahora, como un rescate pertenece sólo a aquel que nos tiene en esclavitud, pregunto, ¿a quién fue ofrecida, y por qué causa? Si fue al diablo, ¡vergüenza sobre el ultraje! Entonces el ladrón recibe un rescate, no sólo de Dios, sino que consiste en Dios mismo, y tiene un pago tan ilustre por su tiranía, un pago por cuya causa habría sido apropiado el abandonamos del todo» (Orat. xlv. 22).
No obstante, es natural que sea en la Iglesia Occidental, en que prevalecía un hábito mental más jurídico, que hayamos de buscar en especial el desarrollo de la idea de la muerte de Cristo como satisfacción de la justicia. Los casos que ya hemos citado muestran que esta idea no queda confinada en modo alguno al Occidente,2 pero es en los escritores occidentales, como Hilario, Ambrosio, Agustín, que se la encuentra con más frecuencia, aunque aquí, también, por lo general en combinación con otros puntos de vista. Al mismo tiempo es importante notar que Agustín y los otros nunca pierden de vista el hecho de que es el amor de Dios lo que es la causa de la reconciliación. No es, a su modo de ver, un Dios vengador, airado, cuya ira es aplacada por el sacrificio de su Hijo -aunque ésta es una representación que se da con frecuencia de su doctrina-. «Porque no fue a partir del momento en que fuimos reconciliados a El por la sangre de su Hijo que El empezó a amamos», dice Agustín, «sino que nos amaba desde antes de la fundación del mundo... Así pues, que el hecho de haber sido reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo no sea comprendido en este sentido, como si, habiéndonos reconciliado el Hijo, ahora El empieza a amamos a nosotros, a quienes antes odiaba, tal como un enemigo es reconciliado con su enemigo, de modo que después pasan a ser amigos, y el amor mutuo ocupa el lugar del aborrecimiento previo, sino que fuimos reconciliados con El, que ya nos amaba, pero con quien estábamos en enemistad a causa de nuestros pecados».
Con todo, hallamos un nuevo testigo, si es que hace falta, de que la muerte de Cristo era considerada por todos en la Iglesia primitiva como un sacrificio propiciatorio -la base del perdón de los pecados, y de todas las bendiciones salvadoras-; se halla en esta observancia, que es la mayor tergiversación histórica de la doctrina de la cruz, a saber, el sacrificio de la misa. El cambio desde el concepto simple original de la eucaristía como un sacrificio espiritual de oración y acción de gracias, al concepto de la misma como una «ofrenda por el pecado», en la cual el sacerdote, como sacrificante, ofrece por los pecados del pueblo, ya se halla bien articulado para el tiempo de Cipriano, a mitad del siglo tercero. Pero, por tenaz que sea nuestro rechazo de esta concepción, no es posible por lo menos dudar que la idea que hay subyacente en la misma --que en realidad la hizo posible-, era la de la muerte de Cristo como un sacrificio propiciatorio por el pecado. Las liturgias primitivas dejan este punto claro, más allá de toda duda. «El mismo Señor», dice la liturgia de Marcos, «se entregó a sí mismo por nuestros pecados, y murió en la carne por todos». La liturgia de Santiago habla de ofrecer a Dios «este tremendo sacrificio sin sangre». Se pueden citar muchos testimonios similares.
II. No puede haber duda razonable, pues, respecto a la fe general de la Iglesia en la virtud verdaderamente expiatoria de la muerte de Jesucristo; pero hasta aquí no había habido ningún intento sistemático de poner los diversos aspectos de la obra salvadora de Cristo en una unidad, o darles la necesaria base teológica. Esta fue la tarea emprendida por Anselmo, y es el hecho de que la emprendiera, y la realizara consiguiendo en ello un éxito notable, que le da esta importancia capital. Desde el mismo comienzo de su Cur Deus Homo, es evidente que el tema de la naturaleza y necesidad de la redención estaba en aquella época ocupando muchas mentes, y, además, que era desde el lado cristológico ----el lado de la razón o la necesidad de la Encarnación- que se enfocaba comúnmente. Habiendo sido establecida la doctrina de la Persona de Cristo, los hombres tenían tiempo para reflexionar en sus aspectos soteriológicos; y lo que por encima de todo les dejaba atónitos -lo que principalmente se presentaba como una objeción --era que fuera necesaria para el perdón de los pecados, y, en general, para la salvación del hombre, una condescendencia tan asombrosa como la implicada en el hecho de que el Hijo de Dios tomara sobre sí la naturaleza de la criatura, y descendiera a una humillación y vergüenza tales en sus sufrimientos y muerte. Que fuera necesaria era la suposición de unos y otros, pero, ¿por qué? ¿No podía perdonar, en el ejercicio de su omnipotencia, habernos redimido tan fácilmente como había creado el mundo? ¿No podía perdonar los pecados por pura misericordia sin esta dispensación infinita de medios? 0, si era necesaria la mediación, ¿por qué no había de ser escogido como Mediador un ángel, o algún ser inferior, aunque glorioso, en vez de serlo el Unigénito Hijo? (Cur Deus Homo, i, 1, 3, 5, 6).
No se puede negar que éstas son preguntas que surgen de modo natural, y se imponen a la mente pensadora, cuando se trata de este gran tema. Porque, una vez se ha reconocido la realidad de la encarnación, es imposible no conceder que tiene que haber alguna exigencia o circunstancia imponente que la exija; y una vez se ha concedido, además, que la encarnación y los sufrimientos y muerte que siguen de ella están relacionados con el perdón de los pecados, apenas es posible poner en duda que esta conexión tiene su base en los profundos principios del carácter y gobierno divinos; y que hay razones que hacen imperativa esta asombrosa interposición. Este método de salvación, con su terrible implicación de sufrimiento y oprobio sobre el Hijo de Dios, no puede ser un mero esquema preferencial de la sabiduría divina -un esquema que Dios haya preferido adoptar, cuando otros menos costosos y penosos estaban abiertos ante El-. Menos concebible es aún que hubiera sido escogido, aun cuando los pecados pudieran haber sido remitidos y el pecador restaurado, mediante un acto de pura gracia. ¿Dónde se halla, pues, la necesidad? La importancia de Anselmo resulta del hecho de que él fue el primero que, con una visión completa del problema, presentó esta cuestión en todo su alcance y procuró dar una respuesta razonada.
La naturaleza general de la respuesta de Anselmo se verá más fácilmente mediante un repaso breve a los puntos principales de su argumento. Con razón dice Anselmo, desde el principio, que si hay necesidad de la encarnación, y que si la salvación del hombre tiene que ser conseguida mediante sufrimientos tales como aquellos a los que se sometió el Hijo de Dios, esta necesidad ha de hallarse allí donde la coloca la Escritura: en la naturaleza del pecado como mal cometido a Dios, y en los principios del carácter divino que de modo inmutable rigen a Dios en su tratamiento del pecado. ¿Cuáles eran, pues, estos principios? Esta era una indagación que hasta ahora no había sido hecha. Agustín había probado profundamente en el mal del pecado -había dado a la Iglesia un sentido profundo de su gravedad, había mostrado que implicaba al individuo y la raza en la condenación-, pero no había investigado este otro lado --qué hay en el carácter de Dios que requiera que reaccione contra el pecado en la forma de castigo, y bajo qué condiciones es posible el perdón del pecado---. En resumen, Agustín no había investigado el tema desde el lado de Dios, o en su relación con el carácter y necesidad de la obra de Cristo. Aquí Anselmo da un paso adelante. Su libro es en la forma de un diálogo, en el cual, mediante preguntas y respuestas, gradualmente lleva al interlocutor al reconocimiento de suposición. Primero descarta la teoría del rescate a Satanás (i. 7); que fue condenada asimismo por Abelardo, y ya no tiene influencia prácticamente en la historia de esta doctrina.
Libre ya el camino, Anselmo va directamente a la idea del pecado como algo que roba a Dios el honor que se le debe, y a a partir de esta concepción procede a desarrollar su propia teoría. Considera la obediencia como una deuda que el hombre debe a Dios. La naturaleza de la obligación es expresada de este modo con energía: «Toda la voluntad de una criatura racional debería estar sometida a la voluntad de Dios» (i. 11). Pagando esta deuda nadie peca; el que la retiene, peca. Todo el que no rinde a Dios este honor debido, le quita lo que es suyo, y le es causa de deshonra. Y esto es pecado. Este primer paso lleva lógicamente al segundo. Incluso si la criatura fuera capaz de pagar a Dios (y no lo es) lo que le ha quitado, esto no haría satisfacción por la trasgresión ya hecha. Además de pagar, y rendir en adelante la obediencia debida, todavía se requeriría una satisfacción por la deshonra hecha por la desobediencia. Aquí es evidente que Anselmo se mueve en categorías deficientes, categorías que ha pedido prestadas de la esfera de los derechos privados -y esto obstaculiza su tratamiento en adelante-. Pero hay que reconocer también que la falta de su argumento es más bien de forma que de esencia. Anselmo, sin duda, no quiere decir que la relación de Dios con el pecador es totalmente análoga a la de un demandante civil que exige reparación de la persona que le ha perjudicado. El objetivo de su argumento va dirigido a mostrar que la acción de Dios es regulada, no por un amor propio ultrajado, sino por la necesidad moral más elevada. Anselino tiene absolutamente razón en su punto de partida: que toda la voluntad de la criatura racional debería estar sometida a Dios. Todo lo que no llega a esto, o es contrario a ello, es pecado. Tiene razón, también, al sostener que hay más en el pecado que el mal intrínseco de la acción; que además de ello, la criatura es culpable hacia Dios en el hecho de que ha quebrantado su deber hacia El. Anselmo habla del honor de Dios. Nosotros hablamos más bien de la obligación suprema de «glorificar» a Dios, y del pecado como una retención de la «gloria» que se le debe para no dársela ---en frase paulina, «no le glorificaron como a Dios» (Romanos 1:21) pero el significado es el mismo.
Ahora aparece la cuestión de si es posible que Dios perdone el pecado sólo mediante un acto de misericordia -sin que se haga satisfacción por el honor ultrajado---. La orden de Dios, como señala el objetor, es que el hombre perdone gratuitamente. ¿Por qué no ha de perdonar Dios también gratuitamente? ¿No sería algo más alto que Dios perdonara gratuitamente un ultraje que se le ha hecho que el requerir satisfacción del mismo? Anselmo contesta «No»; y precisamente por la razón de que Dios no es una persona particular, sino Dios. La voluntad de Dios no es suya propia en el sentido de que algo pasa a serle permisible, o se vuelve recto, o propio, simplemente porque El lo quiere así. «No se sigue que si Dios quiere mentir», dice Anselmo, «será recto mentir, sino más bien que El no sería Dios» (i. 12). Dios, pues, no puede complacerse en lo que es incompatible con su honor, o tratar infracciones a su honor como si no existieran. Como Ser supremo, cuyos juicios están siempre en conformidad con la verdad, Dios no puede llamar al pecado nada más que lo que es, o tratar con el mismo de otro modo que en conformidad con lo que merece. Si no es castigado, o no se hace satisfacción adecuada por el mismo, es perdonado injustamente. Argumenta que este modo de ver es confirmado si hacemos una evaluación justa de la culpa implicada en no rendir a Dios el honor que se le debe. Considerado rectamente, dice, no hay nada en el universo más intolerable que el que la criatura quitara a Dios su gloria (i. 13). Según él mismo dice más adelante, si la alternativa a desobedecer a Dios fuera que el mundo perecería, y quedaría reducido a la nada -o bien que se multiplicaran los mundos hasta el infinito---, nuestro deber seguiría siendo obedecer a Dios, en cualquier orden, por leve que fuera, que El nos impusiera (i. 21). Hasta tal punto, dice, es en extremo grave el pecado. Por ello, lo es también, por necesidad -de rationale-, su castigo. 0 bien el hombre de su propia voluntad libre se somete debidamente a Dios, o Dios somete al trasgresor, aunque no quiera, mediante el castigo, y así lo declara el Señor mismo; en otras palabras, reivindica su honor en él. «Por tanto», dice, «si algún hombre o un mal ángel no está dispuesto a someterse a la voluntad divina y al gobierno divino, con todo, no puede escapar de ellos; porque, al tratar de huir de la voluntad que ordena, se precipita bajo la voluntad que castiga» (i. 15).
Dados estos hechos, vuelve a aparecer la pregunta con redoblada fuerza: ¿Quién, pues, puede ser salvo? Si el pecado sólo puede ser perdonado a condición de que se haga una satisfacción proporcionada al mismo, en tanto que la enormidad de su culpa es prácticamente infinita, ¿cómo es posible la satisfacción? El hombre, como dice Anselmo, es evidente que no puede dar esta satisfacción de sus propios recursos; porque todo lo que le podía aportar ya se lo debe a Dios, y no tiene capacidad de presentar lo que Dios requiere. Ni el arrepentimiento ni la futura obediencia pueden bastar para obliterar el pasado (i. 20, 23, 24). De esto, Anselmo pasa a desarrollar las condiciones bajo las cuales es posible una satisfacción verdadera en Jesucristo. Dicho en breve, la satisfacción ha de ser tal que sobrepuje a toda la culpa de la humanidad, y, con todo, de tal grado, que no podría ser compensado por todo el universo creado. Una satisfacción así, pues, sólo la puede ofrecer Dios. No obstante, ha de ser ofrecida en la naturaleza humana, pues de otro modo no sería el hombre el que repararía: no sería una satisfacción para el hombre. De ello viene la necesidad de que el Redentor sea Dios y hombre -de la encarnación (ii. 6, 7)-. La divinidad de Cristo da un valor infinito a todo lo que hace; su humanidad es el medio en que es dada la satisfacción. Pero ¿cuál es la naturaleza de esta satisfacción? La obediencia es necesaria, porque era indispensable que, como por la desobediencia del hombre entró la muerte en la raza humana, así también la obediencia del hombre debería devolverle la vida. Pero la obediencia, aun en el caso de Cristo, no es bastante, porque en esto El no va más allá de lo que su deber como hombre requiere de El (i. 9; ii. 1 l). Cristo, como hombre, está bajo la obligación de obedecer toda la ley de Dios; pero Cristo, siendo sin pecado, no estaba obligado a sufrir y morir. Dios no podía justamente poner esto sobre El de no haber sido una necesidad (ii. 10, 1 l). Fue su propio acto voluntario el hacer frente al sufrimiento y la muerte en el fiel cumplimiento de su deber a su Padre, y por amor a la justicia (i. 4). Pero con esta rendición voluntaria de sí mismo a la muerte en fidelidad a la voluntad de su Padre, rindió a Dios una gloria que sólo puede ser medida por la magnitud del sacrificio implicado. Porque habría sido más propio que toda la creación pereciera que no que alguien quitara la vida al Hijo de Dios (ii. 14). Con todo, esta vida infinitamente preciosa Cristo la sacrificó en honor de su Padre (ii. 18). Aquí, pues, hay un hecho realizado en la naturaleza humana por Uno que no lo debía, que da infinita gloria a Dios; el mérito del cual contrapesa más que todos los deméritos del pecado del hombre; el cual, por tanto, puede ser aceptado por el Padre como satisfacción por el pecado del mundo, y como base del perdón de este pecado (ii. 19).
Esta es, en bosquejo, la teoría de Anselmo, y aparte de la forma escolástica en que está presentada, es fácil percibir sus méritos y defectos. Su fuerza se halla, sobre todo, en la base que pone para una necesidad de satisfacción por el pecado en el carácter inmutable de Dios, que hace imposible que El permita la violación de su honor sin que ésta sea castigada. Sobre esta base Anselmo apoya su demostración de que para rendir esta satisfacción era necesario un Redentor a la vez divino y humano. Es sólida, también, en el modo de enfoque ético que adopta respecto a los sufrimientos de Cristo -poniendo énfasis, no como hacen muchas teorías, en el quantum de los sufrimientos, sino en el carácter como sufrimientos padecidos voluntariamente por amor a la justicia, en fidelidad a su Padre-. Por otra parte, se notará que, en un importante aspecto, la teoría difiere de otras teorías de la satisfacción anteriores y posteriores (la de Atanasio, por ejemplo), en que no hay lugar en ella para la idea de sufrir el castigo del pecado. En otras palabras, aunque empieza con una afirmación tan fuerte de la voluntad punitiva de Dios, con todo, en ningún punto pone la satisfacción de Cristo en relación directa con esta voluntad punitiva. La satisfacción de Cristo consiste puramente en sus sufrimientos hasta la muerte concebidos como tributo meritorio ofrecido voluntariamente por El en honor de su Padre. Entregó su vida porque se le requirió como un testigo de la justicia, por amor a su Padre. La obediencia le fue requerida toda la vida, como un deber. Su muerte fue, en la frase católica, una obra de supererogación -algo que no podía ser demandado de El en justicia-, el mérito de lo cual, pues, podía ser aplicado para compensar los deméritos de otros. El plan es trazado, pues, en su forma por lo menos, bajo el supuesto de la doctrina católica de los méritos, y comparte los defectos de esta última. Es claramente inadmisible concebir la expiación como un simple equilibrio de méritos y deméritos, con el efecto de neutralizar los unos con el exceso abundante de los otros. Con esto está relacionada otra falta de la teoría, que surge en parte de su insistencia excesiva en la idea de la deuda, a saber, su tratamiento de la salvación es casi del todo objetivo. La deuda del pecador es pagada por Uno que está fuera de él, y no se da prominencia al vínculo o nexo de la fe -la identificación espiritual del pecador y el Salvador-, que es la única que hace al pecador un participante real en lo que Cristo ha hecho por él. Anselmo, al hablar de lo que hace que el pecador participe en los méritos de Cristo, apenas va más allá de la relación de discipulado, el mero seguir el ejemplo de Cristo (ii. 19). No obstante, no sería justo poner demasiado énfasis sobre ello, porque Anselmo sabía bien lo que era confiar en el Salvador, es más, confiar en El de todo corazón, fiándose en su muerte para la salvación. Las palabras de instrucción para la visitación de los enfermos que generalmente se le atribuyen han sido citadas con frecuencia: «¿Crees que no puedes ser salvado por la muerte de Cristo? Ve a El, pues, y en tanto que estés en posesión de tu alma, pon toda tu confianza en esta muerte sólo -adhiérete totalmente a esta muerte, échate tú mismo enteramente en su muerte, envuélvete totalmente en esta muerte-. Y si Dios quisiera juzgarte di: "¡Señor! Pongo la muerte de nuestro Señor Jesucristo entre mí y tu juicio, pues de otro modo no puedo contender ni entrar en juicio contigo.» Y si El te dice que eres un pecador, dile: "Yo pongo la muerte de Cristo entre mí y mis pecados." Si El dice que tú has merecido la condenación, di: "¡Señor! Pongo la muerte de Cristo entre Ti y todos mis pecados, ofrezco sus méritos como si fueran míos, lo que yo debería tener pero no tengo.Si El dice que está enojado contigo, di: "¡Señor! Pongo la muerte de nuestro Señor Jesucristo entre mí y tu ira."» ¡Este es todo el nexo que Dios requiere entre la muerte de Cristo y el alma del hombre!
Es notable que las especulaciones de Anselmo, parecen haber producido poco fruto, si es que produjeron alguno. Por lo menos no se halla su influencia en Abelardo ni en Bernardo, que vienen directamente tras él. Si Abelardo es realmente independiente de Anselmo, el hecho es otra prueba de la forma en que las mentes de los hombres de este período convergían de modo natural sobre el problema. El significado de Abelardo es que representa el polo opuesto de la doctrina soteriológica de Anselmo. Un dialéctico brillante, pero, como mostraron los acontecimientos, tristemente carente de profundidad moral y estabilidad, sus ideas sobre la expiación son deficientes precisamente en el lado en que las de Anselmo eran fuertes. Con Anselmo rechaza la teoría de la satisfacción a Satanás, pero además rechaza toda forma de la doctrina de la satisfacción. «Qué cruel e injusto parece», dice, «que alguien requiera la sangre de un inocente como precio, o que en alguna forma piense que es justo que se dé muerte a un inocente. Mucho menos ha aceptado Dios la muerte de su Hijo como el precio de su reconciliación a todo el mundo».1 Naturalmente, los maestros que pensaban de modo diferente, podían replicar con Agustín, y lo hicieron, que ellos no consideraban la expiación como la causa, sino como el fruto y expresión del amor de Dios .4 Abelardo, sin embargo, coloca el efecto de los sufrimientos y muerte de Cristo totalmente en sus resultados morales. El amor asombroso de Dios al dar a su Hijo para que sufriera y muriera por nosotros, enciende en nosotros un amor como respuesta que está dispuesto a todo sacrificio, y así esto pasa a ser la base del perdón de nuestros pecados. «La redención», declara, «es el mayor amor encendido en nosotros por la pasión de Cristo, un amor que no sólo nos libra de la esclavitud del pecado, sino que también adquiere para nosotros la verdadera libertad de hijos, en que el amor pasa a ser el afecto gobernante, en vez del temor. El designio de Dios, en la encarnación y pasión del Hijo, por tanto, es producir este amor que responde en nosotros. Abelardo, en realidad, a veces hace cruzar por esta interpretación pensamientos más en concordancia con la doctrina ordinaria de la Iglesia, como en un lugar en que dice que lo que hace falta en nuestros méritos, Cristo lo suple con los suyos; e incluso, sobre Gálatas 3:13, habla de la propiciación de la justicia divina por Cristo, el cual en la cruz pasó a ser maldición por nosotros? Pero estas expresiones deben ser tratadas o bien como inconsecuencias -acomodación a las ideas corrientes- o bien interpretadas en armonía con la tendencia general de su enseñanza. Así pues, en Abelardo, tenemos al típico representante de lo que se llama la interpretación moral de la expiación, como en Anselmo tenemos el representante de la teoría de la satisfacción. Todas las teorías de la expiación pueden ser reducidas, en principio, a una u otra de estas formas genéricas. Pero el hecho al cual hay que atraer la atención es que la doctrina de Abelardo fue impugnada al instante por su gran oponente Bernardo como inadecuada en sí y como en desacuerdo con lo que había sido siempre la fe de la Iglesia. Al reducir los sufrimientos y muerte de Cristo a un ejemplar de amor, Bernardo sostiene que Abelardo les quita su profundo significado redentor con que la Iglesia los ha investido siempre, siguiendo la Escritura, Bernardo no tiene la habilidad especulativa de Anselmo. No forma ninguna teoría propia; defiende en una forma modificada, realmente, la antigua idea de una redención de Satanás, cuyo dominio sobre nosotros, si bien injustamente adquirido, es justamente permitida, y más allá de esto trata la expiación como un misterio insondable de la gracia y la sabiduría de Dios. «¿Por qué», dice, «realizó con su sangre lo que podía haber realizado con una palabra? Hay que preguntárselo a El mismo. A mí se me concede saber el hecho, no el porqué». Señala, como hacen todos estos maestros, que no es el mero derramamiento de la sangre de Cristo, sino la voluntad del que la ofrece, lo que es aceptable a Dios. Pero la contribución especial de Bernardo -que marca el avance real en la historia de esta doctrina, aunque su germen es mucho más antiguo- es la idea de la relación orgánica de Cristo y su pueblo para explicar en qué forma la satisfacción de uno esté disponible a muchos. La expiación no es un caso de mera sustitución externa -una idea que siempre ha creado repulsa-, sino el sufrimiento sustitutivo de la Cabeza por los miembros. Sus propias palabras memorables son: «La Cabeza satisfizo por los miembros; Cristo por sus propias entrañas» (satisfecit caput pro membris, Christus pro visceribus suis). Sobre 2ª Corintios 5:14 se explica así: «Claramente, la satisfacción de uno es imputada, como si éste llevara los pecados de todos, y ya no hay que hallar a uno que peque y a otro que satisfaga, porque Cristo es Cabeza y Cuerpo». Esto indudablemente suple un elemento que faltaba en Anselmo.
Paso por alto los otros escolásticos para llegar directamente al mayor de todos ellos, Tomás de Aquino (1227-1274), con el cual puede decirse que culmina el desarrollo de la doctrina en esta edad .4 Lo que uno nota principalmente en Aquino es lo completo de su examen: desea abarcar en su modo de ver todos los lados y todos los elementos en la expiación que la investigación había sacado a la luz.- Su teoría, resultante de esta tendencia ecléctica, no tiene la cohesión lógica íntima de la de Anselmo; en algunos aspectos se queda detrás, en tanto que en otros muestra un progreso. Aquino se queda de modo distinto tras Anselmo en su fallo en dar como base a la expiación una necesidad de la naturaleza divina. En armonía con la tendencia escolástica prevaleciente a exaltar la voluntad de Dios, no sólo sostenía que era posible que se hubiera hallado otro modo de salvación -una idea en que seguía a Agustín, Bernardo, el Lombardo, y otros--, sino que en su soberanía Dios podría haber prescindido de satisfacción totalmente. Esta concesión debilita todo el fundamento de la doctrina de la satisfacción, como había demostrado Anselmo, e introduce un elemento de arbitrariedad que fácilmente pasa a la teoría de la acceptilacion, de Duns Scoto (murió en 1308), teoría, por ejemplo, en que la expiación tiene sólo el valor que Dios decide poner sobre ella. Por otra parte, Aquino avanza más allá de Anselmo en su adopción del principio de Bernardo de que Cristo satisface como la Cabeza de la Iglesia -«Como un cuerpo natural», dice, «es una unidad, así también la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, considerado junto con Cristo su Cabeza como una Persona»Z--, y también al reconocer aparentemente que la satisfacción de Cristo abarcaba como uno de sus aspectos el sufrir las consecuencias penales de la trasgresión. «Cristo», dice, «ha de tomar sobre sí este castigo que es la terminación de todos los demás, y que virtualmente contiene todos los demás en sí, esto es, la muerte».1 Esta idea del sufrimiento penal, en realidad, como hemos visto, no es nueva. Es tan antigua, de hecho, como la doctrina de la misma expiación; se halla en Atanasio, en Agustín,` y en muchos otros; y aunque no tiene lugar en la teoría de Anselmo, que siguió por la otra línea del padecimiento meritorio de sufrimientos no merecidos, volvió a circular después de los tiempos de Anselmo -se halla, por ejemplo, en el Lombardo, en el papa Inocencio III,1 de donde pasó probablemente a Tomas de Aquino. En todos estos escritores, no obstante, ocupa un lugar incierto y suelto -no se halla afianzada, como había sido la teoría de Anselmo, en principios bien definidos-. Tomás de Aquino, como los demás, hace justicia al amor de Cristo y su voluntad de obediencia, no menos que a la dignidad de su Persona, como lo que dio valor a su sacrificio, y es tan enfático como sus predecesores en declarar que no fue la expiación de Cristo lo que motivó el amor de Dios a los hombres, sino el asombroso amor de Dios el que se desplegó en la provisión de la expiación.
III. El período escolástico hizo mucho para el progreso de la doctrina de la expiación, pero la doctrina asume la forma más completa en conexión con el gran trastorno religioso de la Reforma, en que entró en los grandes credos protestantes. La Reforma no se dedicó inmediatamente a la doctrina de la expiación. La cuestión que absorbía la mente de los hombres en esta crisis fue más bien la de la justificación del pecador delante de Dios. Lo que los hombres buscaban por encima de todo era la base de la certeza de su paz con Dios por medio del perdón gratuito y misericordioso de sus pecados, y la aceptación de sus personas. Pero este interés intensamente personal no podía por menos que reaccionar con influencia transformadora sobre la doctrina de la obra de Cristo, puesto que es ésta la que ponía el fundamento de la paz del pecador. La clara luz que había sido proyectada sobre el camino de salvación por la doctrina de la justificación ayudó a poner a la expiación en su lugar debido en el sistema cristiano. Porque el ser consciente de la justificación, tal como lo entendían los reformadores, es más que la mera seguridad de que Dios ha perdonado nuestros pecados y nos ha recibido en su comunión. Es la seguridad de que este perdón y, aceptación de Dios tienen lugar sobre una base justa --que yo estoy verdaderamente justificado por Dios en presencia de su propia ley, de modo que ya no hay más condenación, ni la posibilidad de la misma; no hay acusación alguna que la ley pueda hacer contra mí, de la cual se pueda decir: «Esta demanda no ha sido satisfecha» (ver Romanos 8:1, 33, 34)-. Sólo de esta manera tenemos una paz asegurada de modo fundamental. Domer pone este punto bien claro en el siguiente pasaje: «La justificación es el descargar la persona de culpa ante el tribunal de la justicia primitiva de Dios, y por tanto del castigo; pero de tal forma que el creyente es consciente de que la justicia divina misma ha sido satisfecha por Cristo; que no se puede hacer ninguna excepción a costa de la justicia; que no es simplemente la experiencia de la longanimidad divina, que no incluye ni el perdón definitivo, ni hace satisfacción a la justicia. Al contrario, el creyente sabe que, a pesar de su propia injusticia, la armonía con la ley y con la justicia ha sido restaurada por Cristo. En este conocimiento se halla arraigada la paz de su conciencia, su elevación sobre aquellas dudas que la conciencia siempre sugeriría, en caso que el perdón llegara al pecador por la ruta, por así decirlo, de un pacto parcial de excepción, por medio de una ruptura de la justicia y una violación de la ley eterna. Pero por este medio, como es sólo la fe en Cristo la que se sabe justificada, los actos y sufrimientos de Cristo entran en relación directa con la ley penal, y con nuestra culpa que ha de ser borrada, siendo Cristo el Expiador, a quien se adhiere la conciencia de la justificación ».2 Estas, por lo menos, fueron las convicciones que inspiraron y sostuvieron la conciencia de la justificación en la lucha de la Reforma; y la prueba correspondiente aplicada a la doctrina de la expiación fue su adecuación a sostener estas convicciones. Esto, me permito añadir, ha de ser la prueba de una doctrina de la expiación satisfactoria todavía, a saber, su poder para sostener la conciencia de paz con Dios bajo la máxima presión a que la pueden poner el sentimiento de culpabilidad y de la condenación que la culpa implica.
Hubo otra causa que cooperó con este sentido renovado de la necesidad de perdón, en ayuda a la reconstrucción de la doctrina de la expiación en la Reforma. He mencionado antes en qué forma la noción de una omnipotencia soberana en Dios había llevado incluso a Tomás de Aquino a pensar que podría haberse prescindido de una satisfacción expiatoria del pecado, caso de que Dios así lo hubiera preferido. Pero los extremos a que esta doctrina fue empujada por Duns Seoto y su escuela -para los cuales, incluso la moralidad dependía de la voluntad arbitraria de Dios- produjo una reacción, y llevó a prolongados conflictos entre Tomistas y Escotistas, que giraba sobre este mismo punto: si las distinciones morales tenían su base en la mera voluntad de Dios o en su naturaleza, que estaba por encima de su voluntad. ¿Es recta una cosa porque Dios lo quiere, o Dios lo quiere porque es recto? Una vez se hubo puesto la pregunta de esta forma, fue fácil ver dónde se hallaban los intereses religiosos genuinos, y los reformadores, todos ellos, hicieron su decisión, como había hecho Anselmo implícitamente antes que ellos, poniéndose del lado del carácter inmutable de la justicia divina, y de la idea de la ley moral como basada, no en la mera voluntad de Dios, sino en su naturaleza esencial. La voluntad soberana de Dios, en otras palabras, es la expresión de su santidad esencial, y la ley moral, como personificación de los requerimientos de esta santidad, es tan inmutable como ésta.
En contraste con las ideas escolásticas, pues, la base de la doctrina de la expiación de la Reforma, como dice Ritschl correctamente en su sugestivo capítulo sobre este tema, es la concepción del pecado como una «violación del orden de la ley pública que es sostenido por la autoridad de Dios, una violación de la ley correlativa al ser eterno de Dios mismo». Los reformadores, en masa -y el hecho es más digno de nota cuando se recuerda que Lutero y Zwinglio representan desarrollos independientes, en palabras del mismo escritor, «estimaron la obra expiatoria de Cristo con referencia a esta justicia de Dios que halla su expresión en la ley eterna». Esto es un progreso claro sobre la doctrina medieval. Levanta el tema de la esfera de los derechos privados, las asociaciones que todavía se mantienen adheridas en Anselmo. Asegura una base para la expiación, que excluye las antiguas ideas escolásticas de la expiación como simplemente el método «más apropiado» y conveniente de la sabiduría divina; y excluye no menos, en principio, las teorías gubernamental, la sociniana y la de la influencia moral más tardías. Está en conformidad con esto que en la doctrina de la Reforma se pone pleno énfasis en la necesidad de satisfacción a la ley de Dios en su aspecto penal, no menos que en el preceptivo. Este era sin duda el designio de Anselmo: mostrar en qué forma Cristo podía satisfacer la justicia de modo que proveyera una base para la remisión del castigo del pecado; pero falló, como hemos visto, en poner los sufrimientos de Cristo en una conexión directa con esta voluntad punitiva de Dios, de la cual son expresión la muerte y, los otros males externos a que está sometida nuestra raza. La Reforma vio más hondo, y no se retrajo de decir, en armonía con la Escritura, que Cristo, como nuestro Señor y Representante, llevó nuestra condenación: entró en el pleno significado del juicio de Dios contra nuestros pecados, y bajo la experiencia de sus males extremos temporales, y aun hasta el punto que esto era posible para un ser sin pecado, de sus males espirituales, el dolor y la vergüenza de nuestro espíritu humano, los asaltos y tentaciones de Satanás, el que se escondiera de El la faz de su Padre; hizo honor a la justicia implicada en esta conexión del pecado con el sufrimiento y la muerte. Así El sufrió la punzada de la muerte, y, habiendo abolido su maldición, abrió el Reino del Cielo a todos los creyentes. Los reformadores eran unánimes en este modo de ver el carácter expiatorio de la muerte de Cristo, como el rendir satisfacción a la majestad de la ley de Dios, violada por el pecado; y en todos los grandes credos protestantes, en consecuencia, encuentran lugar en alguna forma las palabras de testimonio «El satisfizo la divina justicia».
Si bien los reformadores sostenían la idea de los sufrimientos y muerte de Cristo como una satisfacción rendida a la justicia divina, es apropiado que notemos que esto no agotaba en modo alguno su concepción de la obra redentora de Cristo. Lutero en particular es rico en aspectos en que se deleita en ensalzar la Cruz de Cristo, viéndola, como siempre hace, en conexión con la vida que la precedió y la resurrección que la siguió. Se deleita en la idea de cómo Cristo, con su pasión y muerte, venció al pecado, la ley, el demonio, la muerte y el infierno; y él y sus compañeros reformadores se abstienen cuidadosamente de la idea de que la actitud original de Dios hacia los hombres era de ira, y que la Cruz cambió esta actitud en amor.3 Para ellos, como para Agustín y los grandes escolásticos, el amor es el origen de todo el consejo redentor, y la gracia de Dios en la salvación está salvaguardada por el hecho de que es Dios mismo el que provee los medios de reconciliación. Y añadiré, a riesgo de repetición, que tampoco hay un solo reformador que vea el valor o virtud satisfactoria de los sufrimientos de Cristo dependiendo sólo del dolor que sufrió; sino que el énfasis se pone de modo invariable en el carácter voluntario del sacrificio, en el amor de Cristo y en su voluntad de obediencia, como las cualidades que dan valor a sus sufrimientos. Es el acto de Cristo, de modo principal, junto con sus sufrimientos, y aún más que éstos, lo que para los reformadores, según indica Ritschl, «ha puesto el fundamento de la reconciliación que El efectuó entre Dios y el hombre» (ibid. p. 209). Lo que después fue llamado «obediencia activa» aparece desde el principio, junto con la «pasiva», como un elemento en la satisfacción de Cristo; y aunque pronto empieza a trazarse una distinción, que tiende al exceso de refinamiento, entre la «obediencia pasiva» como la que expía la culpa, y la «obediencia activa» como la que da base al creyente para su título a la vida eterna, el hecho de que ambas se describan como «obediencia» muestra que se concibe a la voluntad como presente en las dos.
Sin embargo, no se pone en duda que, aunque la doctrina de la expiación de la Reforma no es exhaustiva, implica lo que se llama a veces el elemento «forense»; y esto, según hoy se declara con frecuencia, el pensamiento moderno ha de rechazarlo. No obstante, si por «forense» se entiende el tratamiento del hombre como sujeto a la ley moral -la ley que revela la conciencia, y que el carácter de Dios como Soberano y Juez moral del mundo implica-, aún no se ha demostrado que esto no es parte de una concepción verdadera y escritural de las relaciones de Dios y el hombre; o que cualquier doctrina que lo omita del todo no queda por este hecho inadecuada para las necesidades del hombre como pecador. El amor de Dios, y aun la paternidad, no le privan de sus atributos fundamentales que le constituyen como el Sostenedor y Vindicador de la ley moral del universo; y si la redención revela un amor infinito y compasivo para el mundo, esto no es obstáculo para que este amor se manifieste hacia los pecadores «reinando por medio de la justicia» para vida, no anulando la justicia.
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Capítulo VIII
La doctrina de la aplicación de la redención;
la justificación por la fe; la regeneración, etc.
- El Protestantismo y el Catolicismo Romano
- (siglo dieciséis)
Si he conseguido que la explicación que he dado sobre el desarrollo del dogma sea capaz de convencer hasta aquí, no habrá dificultades para ganar asentimiento en el próximo paso que voy a dar, a saber, la identificación del período de la Reforma con los grupos de doctrinas relacionados con la aplicación de la redención, o, como se suelen llamar, Soteriología subjetiva... Apenas será disputado el hecho de que fue este grupo de doctrinas, y especialmente la gran doctrina de la justificación por la fe articulusstantis aut cadentis ecclesiae, como dijo Lutero-, que ocuparon de modo supremo la mente de los hombres en la crisis religiosa gigantesca del siglo dieciséis. Toda doctrina, he indicado, tiene su «momento» --el período en que emerge en prominencia individual, y pasa a ser el tema de discusión exhaustiva; y la crisis de la Reforma, indudablemente, trajo esta hora para la doctrina que consideramos. En el sentido positivo, el camino fue preparado para ella por los desarrollos previos de las doctrinas del pecado y la expiación; en el negativo, fue preparado por la carga abrumadora de legalismo en la Iglesia de Roma, que en las mentes sinceras daba lugar a una pérdida de la esperanza en la salvación por obras de justicia similar a la que dio lugar en Pablo a su experiencia con la ley judaica, y les llevó de rechazo, como a él, a la gracia gratuita del Evangelio como una necesidad absoluta, sólo para descubrir que la gracia que buscaban había estado confrontándolos durante todo este tiempo en las páginas del Evangelio, por más que sus ojos estaban velados y no podían verla.
Esto lo evidencia también de la forma más impresionante la armonía de los esquemas lógico e histórico. No fue casual el que en varios centros -porque no debe olvidarse que la Reforma no tuvo un solo centro, sino varios independiente --la mente de los hombres se despertó, de modo simultáneo, a la clara captación de esta gran doctrina de la justificación, tanto tiempo oscurecida por la enseñanza oficial de la Iglesia; o que, entre diferencias minúsculas, prevaleciera una armonía tan notable entre los reformadores y las Iglesias que fundaron respecto a la misma. Luego, aunque, como veremos más adelante, no era en su esencia nada nuevo, apareció en la mente de los hombres con la fuerza de una revelación; y obró, también, en la Iglesia vieja y corrupta, con la fuerza de una revolución. Que esta doctrina fue el baluarte real alrededor del cual se luchó la batalla de la Reforma, y tenía en sí el poder de revolucionar todo el plan teológico y eclesiástico del papado, es evidente más que nada por la forma en que la trató la misma Iglesia de Roma. Cuando se reunió el Concilio papal en Trento, todo el mundo entendía que la doctrina de la justificación era la cuestión principal a debatir. El tema, según se admitía, los tenía perplejos; como dijo uno de los legados que presidían ingenuamente, era desconocido para los Padres, y nunca había sido considerado de modo estricto en ningún Concilio previo de la Iglesia. Pero el interés se centraba en especial sobre los términos en que esta importante doctrina fue sometida al Concilio. Se describía como la materia en que se basaban todos los errores de Lutero. Luego la declaración proseguía: «Este autor, habiendo comenzado atacando las indulgencias, viendo que no podía conseguir su objeto sin destruir las obras de penitencia, cuya deficiencia suplían las indulgencias, no halló mejor medio que la desconocida doctrina de la justificación sólo por la fe... Esto es, como consecuencia, había negado la eficacia de los sacramentos, la autoridad de los sacerdotes, el purgatorio, el sacrificio de la misa, y todos los otros remedios instituidos para el perdón del pecado -y por argumentación opuesta, era necesario para el establecimiento del cuerpo de doctrina católica destruir esta herejía de la justificación sólo por la fe, y condenar las blasfemias del enemigo de las buenas obras»--. Esto, naturalmente, no es ni con mucho la historia del movimiento luterano; pero la afirmación es sin duda correcta en su punto más esencial, a saber, en el percibir que el hecho de la admisión de esta doctrina significaba lógicamente el derrocamiento de todo el sistema doctrinal y sacramental de Roma.
Es precisamente aquí, sin embargo, que, a la luz de mi tesis en estas conferencias, puede parecer que surge una dificultad. Me he esforzado en mostrar que una de las pruebas de un desarrollo doctrinal genuino es su continuidad con el pasado, su conexión orgánica con lo que ha ocurrido antes. Pero acaba de ser admitido que la doctrina protestante de la justificación por la fe se presentaba como una revuelta contra el pasado, una ruptura con el desarrollo doctrinal en este capítulo, en relación con lo que había precedido, o sea una condenación de este desarrollo; y, como resultado, el desembarazarse de una carga descomunal de errores y prácticas que habían resultado del mismo, con grave daño para las conciencias de los hombres. Esta fue, de hecho, la misma acusación que presentó la Iglesia Católica de Roma contra la doctrina, con la cual procuraba desacreditarla, como nueva, no autorizada y cismática. Naturalmente, el Protestantismo replica que procede de una fuente todavía más primitiva -la doctrina apostólica en la Escritura-, y esto es verdad. Pero no elimina del todo el punto de la objeción en lo que respecta a la ley del progreso del dogma. Una respuesta más pertinente sería que ninguna ley de la historia puede excluir la posibilidad de desarrollos falsos y corruptos en la doctrina y en las instituciones, cosa que vemos, en realidad, ha tenido lugar con frecuencia en la historia de la Iglesia. Así como durante siglos los hombres creyeron en la astrología, y hasta los días de Copémico y Galileo aceptaron sin objeción la teoría ptolemaica de los cielos, sin que el progreso de la ciencia astronómica sea desacreditado por ello, del mismo modo no hay nada que impida la suposición de que, desviada por la admisión de un falso principio, la teología pueda entrar en una línea falsa de desarrollo y elevar una estructura de madera, heno y hojarasca sobre el fundamento cristiano, que, cuando llega la hora del juicio, por necesidad ha de ser consumido. Por fortuna, sin embargo, tenemos una respuesta mucho más completa para ofrecer. Por mucho que la Iglesia pueda haberse descarriado, teórica y prácticamente, en su captación de esta doctrina, no es el caso que la Reforma fuera en ningún sentido real una ruptura con el pasado. Muy al contrario, está en continuidad directa con lo más característico, profundo y vital en la piedad del pasado, y era su resultado legítimo y su vindicación. Esto, como se verá, fue la posición asumida por los mismos reformadores. En su predicación de esta doctrina, ni uno de ellos habría admitido que estaba rompiendo con la tradición religiosa del pasado. Cada uno afirmaba hallarse situado, incluso doctrinalmente, en la misma línea de la parte mejor y más pura de esta tradición. Ni podía, en realidad, ser una ruptura en el sentido propio, con las formulaciones previas hechas con autoridad de esta doctrina; porque el punto que defiendo es que (como admitieron también los Padres en Trento) no fue hasta entonces que emergió esta doctrina en una importancia independiente, o que fue considerada de modo preciso. Fue sólo entonces que su «época» había llegado; sólo entonces estaban presentes las condiciones que admitían su investigación y formulación satisfactorias. Voy a ilustrar mejor esto dando una mirada, como antes, al desarrollo previo de la doctrina en sus aspectos de error y de verdad; luego, al contraste entre las doctrinas protestantes y la católico romana (tridentina) al tiempo de la Reforma, después de lo cual podemos dar una mirada a las subsiguientes discusiones en el siglo dieciséis.
I. No hay duda, pues, desde el punto de vista protestante, y creo también escritural, que la Iglesia, desde un período muy temprano, se descarrió seriamente en su captación doctrina y práctica del método divino de la salvación del pecador. Se pueden citar muchas hermosas expresiones, lo sé muy bien, que muestran que la idea de la aceptación por medio de la gracia de Dios, sobre la base exclusiva del mérito de Cristo, nunca estuvo ausente de la conciencia de la Iglesia, es más, fue su nota más profunda en todo tiempo. Pero estas expresiones no pueden sobrepujar el hecho de que se habían introducido ideas en principio antagónicas a este modo de ver, y que consiguieron con el tiempo una influencia controladora. Esto fue debido, en parte, sin duda, a haberse embotado las ideas paulinas al pasar al mundo gentil, preparado de modo imperfecto, por su falta de entrenamiento bajo la ley, para recibirlas; en parte, también, debido al hecho ya notado de que, en orden al tiempo, las doctrinas del pecado, la gracia y la expiación, que son los presupuestos de esta doctrina de la justificación, no habían sido aún investigadas teológicamente. Pero la causa principal del error hay que buscarla indudablemente en la introducción temprana en la Iglesia (y en el lugar que se le dio) del principio sacramental, el cual, dondequiera que entra, acaba ejerciendo una influencia perturbadora en la doctrina. Los estadios principales en el desarrollo de este principio en su relación con nuestro tema son lógicamente, y también en gran parte en lo histórico, como sigue. Primero, vino la conexión de la regeneración y el perdón de los pecados con el bautismo -la doctrina de la regeneración bautismal-. A esto siguió. como su consecuencia natural, el uso del término «justificación» para cubrir todo el cambio supuesto efectuado en el bautismo -tanto del perdón divino como de la renovación divina-; en otras palabras, el entender que el término justificación significaba, no, tal como lo usaba Pablo (ver más adelante, p. 210) la absolución de un pecador de su culpa, y el declararle justo a la vista de Dios en base a lo que Cristo había hecho por él, sino peculiarmente el hacer al pecador justo infundiéndole una nueva naturaleza; luego, sobre la base de esta justicia infusa, declararle justo. Viene luego la restricción más seria todavía de este beneficio a la limpieza o purificación de los pecados cometidos antes del bautismo, de modo que los pecados postbautismales, como no son cubiertos por la justificación inicial, han de ser expiados de alguna otra forma, por medio de las buenas obras y satisfacciones del propio pecador. Sobre esta base fue edificado en su debido curso todo el complejo sistema de penitencias de la Iglesia de Roma, al cual se liará referencia más adelante -su plan o sistema de confesión, absolución sacerdotal, satisfacciones meritorias, sufrimientos purgatoriales por los pecados no satisfechos por completo en la tierra, misas e indulgencias como medios de alivio de estos dolores en la vida del más allá-. Un apoyo principal de este sistema sacerdotal fue su doctrina de los méritos -ideas tales, por ejemplo, como que las buenas obras han de ser añadidas a la justificación inicial para dar título a la vida eterna; que las buena obras tienen un mérito inherente -un mérito de «condignidad», en frase de los escolásticos-, dando un derecho en estricta justicia a la recompensa eterna; que es posible ir más allá del deber en obras de supererogación, el mérito de las cuales, como no es necesario para uno mismo, puede ser aplicado en indulgencias para compensarlas deficiencias de los demás, a fin de aliviarles del purgatorio, etc.-. La doctrina verdadera de la gracia de Dios quedó tan sepultada bajo esta superestructura de error que apenas queda vestigio visible de la misma, y vuelve a aparecer la dificultad que presenté antes: ¿Cómo puede una doctrina como la de los reformadores, que es la repudiación, raíz y ramas de todo este sistema de superstición, considerarse que es, en modo alguno, una continuidad del mismo?
No basta, para responder a esta pregunta, mostrar lo que sin duda es verdadero históricamente: que no faltó nunca, dentro de la Iglesia Católica misma, una minoría, a veces desgajándose como sectas de protesta, que vio más claramente lo vano e infructuoso de este aparato oficial de salvación, y, procuró, con más o menos éxito, volver a los fundamentos escriturales. ¡Hay que conceder todos los honores a esta cadena de testigos evangélicos, que se extendió a lo largo de todo el curso de la historia de la Iglesia, que se esforzó para conservar la lámpara de la verdad encendida, cuando los que debían haberla atendido eran infieles a su cometido! El reproche de herejía que se les achacó en su día, es ahora su título de gloria. Pero la continuidad de la doctrina que deseamos establecer nos ha de llevar mucho más allá de esto. Conseguimos una clave, en parte, para la solución de nuestro problema, cuando observamos, en primer lugar, en qué forma, incluso en la enseñanza oficial de la Iglesia, nunca fue desmentido el hecho de que la base última de todo perdón, gracia, mérito, aceptación, eran la cruz y la obra propiciatoria del Señor Jesucristo. Venga lo que venga después, la recepción inicial del pecador en el favor divino por el perdón de los pecados y la concesión de justicia era un acto de pura gracia. Sin duda, en la edad escolástica, incluso esto fue viciado por la introducción de la idea de un «mérito de congruidad» adherido a los actos de arrepentimiento, fe, esperanza, amor, etc., por el cual el pecador se suponía hacerse adecuado para la recepción de la gracia del bautismo (ver más adelante p. 212). Pero esto puede descontarse en vista del elemento más serio en la piedad de la Iglesia -no encontramos nada de esto, por ejemplo, en Bernardo, en Tomás de Kempis, en Taulero o en la Teología Germánica-, y también en el hecho de que incluso la gracia «preveniente» que hace estos actos posibles es adscrita al mérito de Jesucristo. Incluso en lo que se refiere a los llamados «méritos» del creyente, y todavía más a sus expiaciones y satisfacciones, siempre han reconocido los espíritus más profundos que era la gracia de Dios la fuente de estos méritos, y que no tendrían carácter meritorio en absoluto de no ser por la cobertura de sus imperfecciones por los méritos del Redentor. Como se ha mostrado antes, ésta era la idea de Agustínl cuyo pensamiento rigió tan poderosamente en la teología de la Edad Media; era también la doctrina de Anselmo, de Bernardo, de Tomás de Aquino; en resumen, de las mentes espirituales en todo tiempo y en todo lugar.
Veamos ahora en qué forma se relaciona esto con el tema que tenemos ante nosotros. En lo que hemos de fijamos ahora es menos en la teología oficial de la Iglesia que en lo que Ritschl de modo apropiado llama «autoevaluación religiosa » de los hombres piadosos, cuyo intelecto aún operaba en las formas de esta teología. Esta «autoevaluación religiosa» tenía siempre una marca decisiva: el ser conscientes de haberlo recibido todo de la gracia, y de la continua dependencia de la gracia. Sería fácil multiplicar las citas de los grandes escritores de la Iglesia desde Agustín en adelante para ilustrar este temple, pero apenas es necesario. Bernardo es un ejemplo típico. Todo el impulso de los sermones de Bernardo es, como dice Ritschl, llevar a sus oyentes «a prescindir de sus propias contribuciones a sus méritos, y tener en cuenta sólo la operación de la gracia de Dios en ellos; o, de modo general, a dirigir su atención desde estas obras particulares a Dios como el fundador de toda esperanza de salvación. Es paradójico que diga que la humildad que renuncia a toda pretensión al mérito y confía sólo en Dios, es el único mérito verdadero». No hay que insistir hasta qué punto los místicos de los siglos catorce y quince rechazaron toda la justicia de las obras y retrocedieron a la necesidad de la gracia gratuita de Dios. Había, de hecho, dos polos o tendencias entre las cuales oscilaba continuamente la doctrina y la consciencia católica. Si se apoyaban en el lado externo, legalista, de salvación propia de la doctrina --como ocurría con los mundanos, los corruptos y los pagados de sí mismos-, la gracia del Evangelio desaparecía en un vasto mecanismo eclesiástico de salvación por las obras. Si, por el contrario, con el sentimiento de la insuficiencia de sus propias obras, los hombres volvían, como las almas santas han hecho siempre, al manantial de toda misericordia en la gracia de Dios en Jesucristo, y buscaban su seguridad y satisfacción final en ella, fuera cual fuera el tipo de su teología, estaban realmente afirmando la doctrina protestante de la justificación por la fe. Un ejemplo notable será suficiente para ilustrar lo que quiero decir. La Iglesia de Roma, en la época de la Reforma, no tuvo un campeón más temible e inflexible que Belarmino. En él tenemos el adversario más fuerte a la doctrina de la justificación de la Reforma, y el defensor indiscutible del contradogma de los méritos de las buenas obras con miras a la vida eterna. Pero, ¿cuál es la última palabra de Belarmino en la discusión? En realidad consiste, según ha dicho el Dr. William Cunningham, en una repudiación virtual de los cinco libros completos que había escrito en defensa de la posición católica. Las palabras textuales son: «A causa de la incertidumbre de la justicia de uno mismo, y del peligro de la jactancia vacía, lo más seguro es colocar toda la confianza en la misericordia de Dios solamente, y en su bondad.» De modo similar, Lutero, en su obra Gálatas» testifica de algunas de las órdenes religiosas de su día: «Por lo cual, no hallando en sí mismos buenas obras que oponer a la ira y juicio de Dios, .se acogieron a la muerte y pasión de Cristo, y fueron salvados en su simplicidad» (Sobre Gálatas ii. 16).
Ahora podemos quizá entender porqué los reformadores, en su proclamación de la doctrina de la justificación por la fe, podían afirmar de modo uniforme que se hallaban en una conexión ininterrumpida con la Iglesia de Dios en la disputa. En cuanto al hecho por el que lo hacían no puede haber discusión. Aparte de las afirmaciones expresas, la evidencia es patente de todo para todo el que observa con qué abundancia apelan en sus obras a los grandes escritores de la Iglesia, como Agustín y Bernardo; cómo se identifican con el sentir de la Iglesia en el pasado, según se representa en sus expresiones más devotas; cómo afirman ser de la misma fe que los píos de su propia generación. Ritsch1 tiene razón al repudiar, en nombre de Lutero, que «en la idea de la justificación por la fe propusieron algo que hasta aquel tiempo era desconocido». «En común con la congregación del pueblo de Cristo», dice Lutero, «sostengo una doctrina común de Cristo, que es nuestro único Señor». Con todo, sigue siendo evidente que existía una contradicción entre esta «autoevaluación religiosa» de hombres santos y la teología formal de la Iglesia; y cuanto más conscientes se hacían de esto, más procuraban los hombres sinceros librarse del yugo de esclavitud que la Iglesia, en sus ceremonias y ejercicios penitenciales, les imponía. Es obvio además que, una vez pasaba a la clara conciencia esta contradicción, sólo podía ser resuelta de una manera. La verdadera continuidad no se hallaba en sostener las formas de doctrinas erróneas y defectuosas contra las cuales protestaba la conciencia viva de la Iglesia. Evidentemente se hallaba en aliarse con esta «auto evaluación religiosa» que había regulado la verdadera piedad en todo momento, y en poner las formas doctrinales de la Iglesia en armonía con ella. Esto, en consecuencia, es lo que vemos que hacen los hombres en los movimientos que como un preludio inmaturo precedieron a la Reforma en sí -por ejemplo, los de Wyckliffe, Huss, y los místicos-, que notamos se manifiesta en individuos como Staupitz, el maestro de Lutero --que sin embargo nunca abandonó la comunión de la Iglesia de Roma-, y que finalmente hallaron plena expresión en las declaraciones de la Reforma. No era, en esencia, un nuevo mandamiento lo que enseñaban los reformadores, sino un mandamiento antiguo, que la Iglesia había tenido desde el principio; y la verdadera ruptura de continuidad habría sido adherirse, como hicieron los Padres tridentinos, a la letra del dogma católico contra la conciencia de la salvación sólo por la gracia, con la que este dogma se hallaba en contradicción.
Sin embargo, hay todavía otra línea de preparación de la doctrina de la Reforma, sobre la cual, antes de pasar adelante, hay que decir algunas palabras. Como hemos visto, los reformadores, a ninguno de los Padres utilizaron tanto como a Agustín. Hay una debilidad en Agustín, no obstante, como vimos, en el hecho de que si bien investigó de modo exhaustivo la doctrina del pecado y la gracia, dejó la doctrina de la justificación por la fe más o menos donde la había encontrado. Falló en distinguir entre la justificación como un acto de la gracia, que funda la nueva relación del pecador con Dios en el perdón y la aceptación, y la regeneración o santificación acompañante o consiguiente del creyente -haciéndole justo por la infusión de la gracia-. Esto estaba relacionado con el hecho de que todo el lado de Dios de los tratos del mismo con el pecador que tenía relación con la ley en este estadio, era todavía comprendido de modo imperfecto; y que, en particular, la naturaleza y alcance de la obra expiatoria de Cristo no habían recibido atención cuidadosa. Mostré en la última conferencia cómo la doctrina de la justificación en la Reforma había reaccionado para proporcionar una aprehensión más clara de la doctrina de la expiación. Pero hay que reconocer también que el examen más a fondo de la doctrina de la obra de Cristo iniciado por Anselmo no podía por menos que tener un efecto profundo en el modo católico de concebir la justificación. Cuanto más claro se hizo que Cristo había hecho una satisfacción de valor infinito a Dios por los pecados del mundo, más palpable había de ser la incongruidad de parecer añadir a ella las minúsculas satisfacciones de los hombres como una parte de la base de salvación. Los razonamientos de Anselmo, en realidad, destruyeron la base lógica de cualquier doctrina de satisfacción humana; y cada estadio en el perfeccionamiento de la doctrina de la expiación trajo consigo una llamada para un nuevo ajuste en la doctrina de la justificación. Hasta aquí apenas se había intentado un reajuste. En la Sumnia de Tomás de Aquino la doctrina de la justificación es tratada, en realidad, antes de la obra de Cristo, y fuera de todo contacto directo con ella. En la teología de Roma, hasta el día de hoy, la justificación apenas es exaltada a la dignidad de un artículo especial, puesto que es sumergida en la doctrina del bautismo, de la cual, estrictamente, forina parte. Con todo, no hay nada más evidente que el hecho de que las doctrinas de la expiación y la justificación se hallan en relación esencial, y que la forma en que se interprete la obra de Cristo al final ha de determinar la forma de la doctrina de la justificación. Aquí, pues, había otra tarea a realizar por parte de los reformadores, una tarea evidentemente que requería un desarrollo. El reajuste de doctrinas, en resumen, fue recíproco. La mejor captación de la doctrina de la expiación que se había alcanzado, puso el fundamento para ideas más claras sobre el perdón gratuito y la aceptación sin méritos por parte del pecador; y, por otra parte, el tener consciencia de la justificación exigía como apoyo el fundamento de roca de una obra de expiación que descansara sobre un terreno de justicia -no un mero expediente gubernamental, sino una obra que asegurara a la conciencia en contra de todo sentido de arbitrariedad en el perdón concedido---.
II. Al principio del siglo dieciséis la doctrina de la justificación por la fe sola se hallaba en «el aire» -se hallaba en los pensamientos y casi temblando ya en los labios de los hombres-, y la prueba suficientemente evidente de ello es el hecho ya aludido, de que casi simultáneamente empezó a ser predicada en varios centros por hombres a quienes Dios la había revelado de modo independiente. Le Fevre en Francia, Zwinglio en Suiza, y Lutero en Alemania, fueron guiados en sus diversas maneras al reconocimiento de esta verdad, y en conflicto con las doctrinas y prácticas que se les oponían. La historia puede que nos cuente que Lutero estaba subiendo penosamente los escalones de la Scala Santa de Roma cuando oyó una voz del cielo: «El justo vivirá por la fe», y esto puede ser cierto o no serlo; pero el espíritu de la historia por lo menos representa el hecho. No fue carne ni sangre lo que reveló esta doctrina a los reformadores, sino su Padre que estaba en el cielo. Es igualmente digno de notar que, así como llegó a ellos en respuesta a necesidades prácticas, tampoco fue un interés doctrinal o especulativo, sino vital y práctico, el que le dio valor supremo a sus ojos, y les llevó a hacerla el centro de toda su predicación. No eran teóricos hilando telarañas doctrinales de sus cerebros, sino hombres intensamente sinceros en busca del verdadero camino en que un pecador podía estar en paz con Dios. Y la gran verdad que les llegó -procedente de una visión clara de lo que Cristo había realizado por ellos en su Cruz- fue esto: que el pecador, penitente por sus pecados, tiene el derecho de acceso libre a Dios, sin intervención de sacerdote, iglesia, sacramento o cosa alguna que intervenga entre él y su Hacedor-, y que Dios perdona gratuitamente y acepta a todo el que echa mano de su promesa en el Evangelio, sin obras, satisfacciones o méritos propios, sino solamente a base de la muerte expiatoria de Cristo y su perfecta justicia, a la cual la fe se adhiere como el único fundamento de su confianza. Este es el significado esencial de la justificación por la fe: que no es por obras de justicia que nosotros hayamos hecho, sino por su misericordia que Dios nos salva (Tito 3:5); que incluso mi fe no es base de mérito delante de Dios, sino que es sólo la mano por la cual recibo la misericordia que se me ofrece gratuitamente; que siempre que me vuelvo a Dios con un corazón creyendo sinceramente, El me contesta en aquel momento y donde estoy, sin necesidad de período alguno de probación o de demoras torturantes, con un «Tus pecados, que son muchos, te son perdonados» (Lucas 7:47), recibiéndome en su comunión, y haciéndome, todavía por amor a su Hijo, heredero de la vida eterna; y además, que esta absolución, descargo, aceptación, o como quiera que lo llamemos, es plena, gratuita, incondicional, un acto hecho una vez por todas, y que no requiere ni admite repetición. Sin duda, como reconocieron todos los reformadores -y éste es el elemento de verdad en la doctrina católica-, un acto así de justificación no puede tener lugar sin un acto de renovación acompañante. El pecador, por medio del mismo acto de fe en que sabe que es perdonado y aceptado, muere al pecado, para que a partir de entonces pueda vivir para Dios y para Cristo, en vez de para sí mismo, como hasta entonces; pasa, a través de su unión con Cristo y recepción del Espíritu, a ser «una nueva creación», con nuevos pensamientos, objetivos, deseos y afectos espirituales. Pero este cambio en modo o grado alguno es el terreno de su aceptación, sino un concomitante o resultado de ella -el fin para el que fue justificado---. La nueva naturaleza pasa a existir en el nuevo estado; pero no es porque seamos santos -ni aun debido a la santidad «germinal» de la fe que somos perdonados y recibidos; sino que Dios nos acepta, al aceptar nosotros su don gratuito de justicia en Cristo, para que El pueda hacemos santos, como parte de la salvación que El nos destina. En las nobles palabras del mismo Lutero, exponiendo su propia doctrina: «Yo, el Dr. Martín Lutero, un evangelista indigno del Señor Jesucristo, pienso y afirmo esto: que este artículo, a saber, que la fe sola, sin obras, justifica delante de Dios, nunca puede ser derrocado, porque... Cristo sólo, el Hijo de Dios, murió por nuestros pecados; pero si El solo quita nuestros pecados, entonces los hombres, con todas sus obras, están excluidos de toda concurrencia en procurar el perdón del pecado y la justificación. Ni puedo abrazar a Cristo de otra manera que por la fe sola; El no puede ser aprehendido por las obras. Pero si la fe, antes que sigan las obras, aprehende al Redentor, es indudablemente verdadero que la fe sola, antes de las obras, y sin las obras, se apropia el beneficio de la redención, que no es otro que la justificación o liberación del pecado. Esta es nuestra doctrina; esto enseña el Espíritu Santo y toda la Iglesia cristiana. En esto, por la gracia de Dios, nos mantendremos firmes. Amén». Ahora bien, que esto, que es la doctrina protestante, es también la doctrina paulina -la doctrina de las Epístolas a los Romanos y a los Gálatas-, podría darse por sentado, en estos días de exégesis científica. Dudo que haya un exegeta de primer rango que dispute que, en el uso de Pablo, la palabra «justificar», es empleada de modo uniforme en el sentido de absolver, declarar justo delante de la ley, y que nunca tiene el sentido de hacer justo ---es usada, en resumen, en el sentido «forense» como opuesto a «condenar»-, y que el terreno de esta sentencia absolutoria no es «obras de justicia» o santidad incipiente, en la persona justificada, sino «la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por la fe en su sangre» (Romanos 3:25. Ver, antes, p. 192). Antes se hizo notar que los reformadores distaban mucho de considerar la justificación como una simple amnistía, o pasar por alto, o perdonar el pecado, sin consideración a lo que es debido al testimonio condenatorio de la ley de Dios contra el pecado. La justificación no era, a su modo de ver, como no era entre los apóstoles, el simple poner a un lado la reclamación de la ley sobre el pecador, sino que era la declaración de que la demanda había sido satisfecha, y que la ley no tenía más acusaciones contra él. Es justificación sobre una base justa ¡mutable; sólo que la justicia que fundamenta esta nueva relación no se halla en el mismo pecador, sino en el Salvador con quien está unido por la fe. En qué forma vital captó esta verdad Lutero, y lo cálidamente que la expresó, se puede mostrar recogiendo unas pocas áe sus frases enérgicas. «Pero nosotros», dice, «por la gracia de Cristo sosteniendo el artículo de la justificación, sabemos con certeza que somos justificados y considerados justos delante de Dios por la fe solamente en Cristo... Porque como ni la ley ni obra alguna de la misma nos es ofrecida, sino Cristo sólo, tampoco se requiere de nosotros nada más que la fe, por la cual aprehendemos a Cristo, y creemos que nuestros pecados y nuestra muerte son condenados y abolidos en el pecado y la muerte de Cristo... Reposemos, pues, sobre el punto principal de esta cuestión presente; que es, que Jesucristo, el Hijo de Dios, murió en la cruz, llevó en su cuerpo mis pecados, la ley, la muerte, el diablo y el infierno... Si tú, pues, echas mano de lo que enseña Pablo aquí, contestarás, admito que he pecado. Entonces Dios te castigará. No, no lo hará. ¿Por qué?; ¿no dice que lo hará la ley de Dios? No tengo nada que ver con esta ley, es decir, la libertad. ¿Qué libertad es ésta? La libertad de Cristo, porque por Cristo soy completamente librado de la ley... Si por tanto en la cuestión de la justificación separas la Persona de Cristo de tu persona, entonces te hallas en la ley, vives en la ley y no en Cristo, y por ello estás condenado por la ley y muerto delante de Dios... La fe, pues, debe ser enseñada puramente, a saber, que tú estás de modo tan completo e íntimo unido a Cristo, que El y tú pasáis a ser como si dijéramos una persona; de modo que puedes atreverte a decir: soy ahora uno con Cristo, esto es decir, la justicia de Cristo, su victoria y su vida, son mías. Y también Cristo puede decir, yo soy este pecador, esto es, sus pecados, y su muerte son míos, porque El está unido a mí, y yo a El. Porque por fe estamos unidos de tal forma que pasamos a ser una carne y un hueso, somos miembros del cuerpo de Cristo, carne de su carne, y hueso de su hueso» (Sobre Gálatas ii. 18-20).
La doctrina de la justificación católico romana fue definida con autoridad por primera vez en la época de la Reforma por los Padres tridentinos en relación antitética a la protestante. Puede ser útil, por tanto, considerarla brevemente, tanto para ayudar a destacar con mayor claridad la doctrina protestante como en vista de las numerosas influencias activas que tienden a un renacimiento de las ideas católicas. Los dictámenes del Concilio de Trento llevan en sí las marcas del compromiso en que se originaron, pero en su amplio contraste con la doctrina protestante miden prácticamente toda la distancia entre las dos Iglesias. Algunos de los puntos ya han sido tocados de modo provisional.
El primer contraste se refiere al lugar asignado en la justificación a 1, fe. La justificación, en la doctrina protestante, es por la fe. En el lenguaje de las escuelas, la fe es la «causa instrumental» de nuestra salvación. Es aquello por lo que aprehendemos y nos apropiamos el beneficio divino que se muestra para nosotros en la Persona y obra propiciatoria de Cristo. En vez de fe, como causa instrumental de la justificación, la Iglesia de Roma pone el bautismo. Es en el bautismo, administrado debidamente, que como limpiados de nuestros pecados y renovados espiritualmente --en el sentido de Roma «justificados»-. La fe, en este modo de ver, se hunde al nivel de una causa predisponente. Es por la fe, considerada en un asentimiento a lo que Dios enseña, o mejor dicho enseña la Iglesia, que somos llevados a buscar la justificación por el bautismo (ibid. 6, 8). E incluso este lugar como causa predisponente no es peculiar de la fe, sino que es compartido junto con la fe, por cierto número de virtudes distintas que se mencionan directamente.
El segundo contraste se refiere a lo que podemos llamar el enfoque a la justificación. El Protestantismo enseña que la justificación es concedida a los que se vuelven a Dios con corazones penitentes y creyendo. La penitencia y la fe son elementos inseparables de un estado espiritual; porque la fe que aprehende a Cristo sólo puede brotar de un corazón genuinamente contrito, y, viceversa, el germen de la fe en la misericordia de Dios ya está presente en la penitencia, pues de otro modo no sería penitencia evangélica en absoluto. Pero, según la idea de la Reforma, no va implicado mérito ni en la una ni en la otra; sino que las dos son una renuncia explícita al mérito. Este requerimiento de la penitencia y la fe en la justificación Roma lo elabora en una doctrina muy extensa de la preparación para la justificación. Dios, se dice, concede gracia «preveniente», a fin de que, en el lenguaje del Concilio, «los que están alejados de Dios por sus pecados, puedan estar dispuestos por medio de su gracia avivadora y ayudadora a convertirse ellos mismos a su propia justificación al asentir libremente y cooperar con la gracia mencionada».1 De modo más particular, la preparación consiste en la adquisición de las siete virtudes de la fe, temor, esperanza, amor, penitencia, el propósito de recibir el sacramento (bautismo) y el propósito de llevar una vida nueva y obediente. Finalmente, cuando todo esto ha sido realizado, el individuo se halla sólo en la antesala: está preparado, o dispuesto, para la justificación; una noción totalmente no escritural. Puede hacerse aquí una pregunta interesante: ¿Se adscribe algún carácter meritorio a estos ejercicios preparatorios? Las palabras del Concilio parecen bastante explícitas: «Se nos dice que somos justificados gratuitamente, porque ninguna de estas cosas que preceden a la justificación -sea la fe o las obras- merece la gracia misma de la justificación» (ibid. 8). Sin embargo, esto es precisamente una de las ambigüedades en el lenguaje con que el Concilio cubre las diferencias de opinión. Como se ha señalado antes, era una de las sutilezas de los escolásticos el distinguir dos clases de mérito: el uno, mérito estricto de condignidad (meritum ex condigno), que daba motivo a derecho en justicia; el otro, el mérito inferior de congruidad (meritum ex congruo), que da un derecho sólo en equidad. Ahora bien, varios dirigentes teólogos del Concilio sostenían la doctrina de que aunque las obras hechas antes de la justificación no merecen esta gracia por el mérito de condignidad, sí la merecen por el mérito de congruidad, esto es, hacen justo en equidad que Dios les conceda la bendición. Que el lenguaje del Decreto no significa el excluir este grado inferior de mérito, es evidente tanto por los debates registrados, como por los escritos de Belarmino y la mayoría de los teólogos romanos. Belarmino afirma de modo expreso que, cuando las obras preparatorias se dice que no merecen justificación, esto significa meramente que no la mierece ex condigno y sostiene que la merecen ex congruo. Afirma de modo explícito que las virtudes antes mencionadas son las causas meritorias de la justificación, y la mayoría de los teólogos de Roma, como he dicho, sigue sus pasos.
Una vez asumida esta preparación, llegamos al acto de la justificación en sí. La justificación, como hemos dicho ya, está relacionada por Roma con el bautismo. ¿Qué ocurre en el bautismo? En primer lugar, se declara que la persona bautizada está perfectamente limpia interiormente de todo pecado original y actual; además, que se le ha infundido una justicia nueva y sobrenatural, haciéndole santo y un amigo de Dios. Esto es su justificación, en antítesis a la doctrina protestante, que, como hemos mostrado, la explica como el acto de Dios declarando al pecador justo en base a la obra consumada por Cristo. Para que no nos quedemos asombrados (como podríamos) al hallar cuánto pecado puede aparecer todavía en un alma declarada purificada de toda traza del mismo, el Concilio sigue explicando que «la concupiscencia» --otro nombre para el deseo desordenado- queda para el ejercicio de las virtudes cristianas; y la dificultad de su presencia es resuelta mediante la declaración de que la concupiscencia no es verdadera y propiamente de la naturaleza del pecado, aunque se admite que el apóstol Pablo la llama así. Además, no sólo perpetúa la doctrina romana el error de confundir la justificación con la regeneración y la santificación (Sobre Justif. 7) (que podría ser sólo un error de nomenclatura), sino que da el paso más peligroso de hablar de justicia infusa como, en frase escolástica, la «causa formal» de nuestra justificación (ibid.), esto es, el terreno en que Dios nos pronuncia justos, nos restaura al favor y nos da el título de la vida eterna. La Cruz de Cristo, realmente, es declarada como la causa última meritoria (ibid.), pero se verá fácilmente que hay una inmensa diferencia entre decir que el sacrificio propiciatorio de Cristo es la única base de mi aceptación, y decir que el sacrificio y mérito de Cristo han comprado para mí la gracia por la cual yo ahora soy capaz de merecer mi salvación por mí mismo, que es el punto de vista tridentino (ibid. 3, 7).
No se trata de otra cosa que proseguir adelante en el mismo esquema, cuando se considera, luego, que la justificación, que ha empezado en la manera descrita, es completada por las propias buenas obras del creyente. Las buenas obras se ve que tienen el pleno valor de mérito de condignidad, y que crean un título propio a la vida eterna. «Hemos de creer», dice el Concilio, «que no les falta nada a los justificados para impedir que pueda considerárseles que, por las mismas obras que han hecho en Dios, hayan satisfecho plenamente la ley divina, según el estado de esta vida, y hayan merecido verdaderamente la vida eterna, para ser obtenida a su debido tiempo» (Sobre Justif. 16). La justificación, nos damos cuenta, admite grados y aumenta, y hay que ganar un título por medio de la adición de buenas obras antes que sea conseguida de modo pleno» (ibid. 10, 16).
Todo esto es bastante grave, pero sus efectos en la distorsión de la doctrina de la justificación son puestos a la sombra por el lugar dado en el sistema de Roma a la penitencia. Vimos en una parte anterior de esta conferencia que el perdón obtenido en el bautismo se considera que se aplica sólo a los pecados cometidos antes del bautismo, y que los pecados postbautismales son dejados para ser expiados de otra manera. El dogma tridentino se adhiere a la afirmación de que esta justificación, comenzada en el bautismo, y perpetuada e incrementada por las buenas obras, es aplicable sólo para quitar el pecado prebautismal. En el momento en que el alma cae en pecado después del bautismo -por lo menos en pecado mortal- toda la obra ha de empezar de nuevo, esta vez sobre una base totalmente diferente (ibid. 15). Esto, el desarrollo más notable de toda la doctrina de Roma, me parece a mí que no ha recibido toda la atención que merece, ni mucho menos. Aun suponiendo que pudiéramos aceptar todo lo que esta Iglesia ha enseñado hasta aquí en el sentido de la justificación, nos serviría de muy poco, siendo así que, con escasas excepciones, todos caemos de este primer estado de gracia y necesitamos ser restaurados sobre una base completamente diferente. Lo que quiero decir es que no hay prácticamente nadie que no haya perdido la gracia de su bautismo original por causa de algún pecado mortal, según la Iglesia de Roma define esta clase de pecados, y no necesite ser justificado de nuevo por los métodos establecidos en el sacramento de la penitencia. Así pues, no es sobre la primera justificación que se pone énfasis en la práctica del sistema, sino sobre esta segunda justificación. Y es aquí que, habiéndonos despedido de la doctrina escritural, finalmente la dejamos, y nos lanzamos a navegar por otras aguas. Sólo puedo indicar la dirección de esta nueva ruta.
Los pecados cometidos después del bautismo se nos dice que son de dos clases: veniales, que debilitan la gracia en el alma, y mortales, que destruyen la gracia. Los pecados mortales son orgullo, ambición, falta de castidad, ira, gula, envidia, pereza; y ¿quién hay, se puede preguntar, que en algún período de su vida no haya caído en alguno de ellos? Supongamos, pues, que hemos caído de la gracia por haber cometido algún pecado mortal, ¿cuál es el remedio? El bautismo ya no sirve, pero Dios en su misericordia ha provisto un nuevo sacramento -una «nueva tabla», como se la llama---, a saber, la penitencia (Sobre Justif. 14; Sobre Peniten. l). Es en este artículo de la penitencia, digo, si hay alguno, que hemos de buscar la doctrina real de la justificación en el Romanismo como sistema operante. Y aquí la gracia retrocede finalmente hasta el fondo, y las obras vienen a primera línea. Asumiendo que la gracia se ha perdido, ¿qué hay que hacer? El penitente es exhortado a la contrición (¿contrición sin gracia?), y se le asegura incluso que, si su contrición es perfecta, esto sólo basta para procurarle el perdón. Pero la contrición raramente es perfecta, o no lo es nunca; Dios, pues, ha provisto un método más fácil en la confesión, para la cual se requiere un grado menor de penitencia, llamado atrición. Hecha la confesión, el sacerdote, en virtud de la autoridad divina que le es delegada, da la absolución, al mismo tiempo que prescribe ciertas obras de penitencia como satisfacción (ibid. 6, 8, 9). Puede parecer que, mediante este acto de absolución, el penitente queda justificado de nuevo; pero no es así. Se ve libre sólo por lo que afecta al castigo eterno de su pecado. Incluso después que la culpa y el castigo eterno han sido remitidos, queda todavía una pena temporal, y ésta debe ser exonerada o descargada por los propios esfuerzos y sufrimientos del pecador en buenas obras y penitencias. Supongamos que no es descargado por completo de esta obligación -y prácticamente no lo es nunca en la vida-, el resto es llevado al purgatorio, y tiene que ser descargado allí. ¡Esto, recuérdese, después que ha recibido la absolución y ha muerto en un estado de gracia o justificación! Hay todavía remedios -misas, indulgencias, méritos de los santos- que pueden ser aplicados para aliviar del purgatorio; pero en esta región, erizada de cuestiones sobre las cuales los mismos doctores difieren, no voy a entrar, Con todo, -éste es el sistema --error sobre error, según creo- con que Roma sustituye la doctrina escritural de la justificación; ésta es, como he dicho, la doctrina operante de la Iglesia de Roma. Y, después de todo, si hemos de creer lo que dice la Iglesia, nadie puede estar nunca seguro de si es justificado o de si será salvo (Sobre Justif. 9). La ruta por la que Roma guía a sus seguidores es oscura, llena de dudas y temor, con el purgatorio en primer plano, y el cielo en un distante más allá dudoso. Contra esta parodia y farsa de la gracia de Dios, los reformadores hicieron un incalculable servicio al hacer resonar, para la propia consolación y la de las generaciones sucesivas, la gran verdad emancipadora: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 5:1).
III. Los puntos principales de la doctrina de la justificación en la Reforma, a saber: 1) que la justificación es por la gracia gratuita de Dios, y no por las obras; 2) que es por medio de la fe sola; 3) que incluye el perdón de los pecados y pronuncia al pecador justo delante de Dios; 4) que ha de ser distinguida del cambio interno que llamamos regeneración y santificación, y no procede de la base de este cambio; 5) que no es en modo alguno una mera amnistía, sino que tiene su base en la perfecta justicia de Cristo, y la expiación que El hizo por el pecado; y 6) que es instantánea y completa, un acto de Dios que no se repite más; puntos cardinales de la doctrina, éstos, sobre los cuales todos los reformadores estuvieron unánimes y fijos, creo, más allá del poder de una rectificación futura. Con todo, la afirmación firme religiosa de estas verdades, e incluso la demarcación clara de las mismas delimitándolas de los errores contrarios romanistas, distaba mucho de completar el desarrollo teológico sobre el tema. La tarea teológica, realmente, sólo había empezado propiamente cuando, agitado el impulso inmediato, los hombres fueron llevados a inquirir más cuidadosamente en el significado de los términos que usaban, y en las relaciones de las ideas representadas por ellas. Es difícil en un proceso así el evitar el retroceso a faltas de un escolasticismo ansioso, y la Iglesia posterior a la Reforma en modo alguno escapó de este peligro. Sin embargo, no podemos por menos que ver que las controversias que surgieron, tan numerosas en los días que siguieron inmediatamente a la Reforma, tuvieron su lugar y significado en la historia del dogma, y aunque dañadas por las flaquezas humanas y la violencia de la pasión partidista, fueron precisamente las que tenían que surgir en la investigación a fondo de los problemas a que daba nacimiento la conciencia evangélica nuevamente adquirida. No fue meramente el antagonismo constantemente presente de la Iglesia de Roma lo que forzó a los reformadores a la controversia. La Reforma misma había dejado sueltas una multitud de fuerzas -místicas, racionalistas, revolucionarias- de las cuales brotaron nuevas y vigorosas formas de oposición. Igualmente vivas fueron las disputas entre los sectores Luterano y Reformado del Protestantismo, aunque éstas no afectaron mucho al artículo de la justificación. Hubo de nuevo los conflictos agudos que aparecieron en el mismo seno de la Iglesia Luterana, con los errores y unilateralidad que implicaban. Estos se puede decir que habían quedado agitados en su ímpetu para 1577, cuando fue adoptada la Fórmula de Concordia, que había sido redactada para resolverlas. Podemos dar una mirada, también, antes de terminar a la oposición sociniana.
Una cosa que ayudó muchísimo a la Iglesia Reforma en estas controversias, en comparación con la Luterana, fue su posesión del consumado genio constructivo de Calvino, el cual dio a sus doctrinas un grado de firmeza y consistencia nunca alcanzado por la comunión rival. Tuvo, además, la ventaja de sacudirse enteramente de la doctrina de la regeneración bautismal, algo que la Iglesia Luterana no había hecho. Siempre ha de haber alguna dificultad en combinar de modo consecuente una doctrina de la justificación por la fe con una doctrina que considera a toda persona bautizada como regenerada. Porque si es regenerado, entonces está también justificado y es salvo. Para Lutero, en consecuencia, la fe, en el caso del bautizado, tiende a ser considerada más como un llegar a ser consciente de una bendición que ya se posee, que como la entrada en un nuevo estado de perdón y aceptación. Hay un aspecto importante de verdad en este modo de ver, también, al que es necesario hacer justicia. La Iglesia es antes que el individuo; y la regeneración, en el caso de los que son criados bajo las influencias de la gracia, puede anteceder al conocimiento claro del estado de privilegio en el cual la fe en Cristo nos introduce. Pero es erróneo unir esto con una teoría sacramental. La Iglesia Reformada, que no tiene el estorbo de una teoría así, aunque lejos de dar menos valor a los sacramentos, pudo elaborar su sistema con mayor precisión y coherencia.
El objetivo de los reformadores era preservar el equilibrio entre los lados objetivo y subjetivo de la salvación, y surgieron errores en uno y otro lado, según era perturbado este equilibrio. En los círculos anabaptista y místico, la tendencia era al rechazo de las formas de una teología de la imputación, y la reversión a la noción de la justificación por medio de la justicia impartida. Una forma peculiar de misticismo la representa Osiander, a quien Calvino dedica tanta atención (ver Instit. iii. 11). Osiander no negó exactamente la redención objetiva, aunque esto él lo pone al fondo; pero, con otras muchas cosas dudosas, explicó la justificación como la infusión en el alma de una justicia divina esencial -la justicia del propio ser de Dios-. La humanidad de Cristo, pues, pasa en el mejor de los casos a ser el medio por el cual El nos la transmite, y hace participar en su naturaleza esencial como Deidad. Al defender su doctrina contra esta clase de objetores, los reformadores tenían que mostrar que la imputación que ellos defendían no era una ficción legal, sino la adscripción al pecador de este estado delante de Dios y de su ley --esta inmunidad de condenación y derecho al favor-al cual les daba derecho su conexión con Cristo. Si el pecador no era condenado, sino perdonado, y recibido a la comunión, era porque ya no se le podía acusar de nuevo en justicia a la luz de su relación con Cristo. Y salvaguardaron su doctrina del abuso antinomiano haciendo de la unión vital con Cristo la condición de la justificación -una unión en la cual «hemos adoptado a Aquel en el cual tuvo lugar por nosotros la obediencia y el sufrimiento, y de esta forma recibimos con Cristo también los efectos de su vida y sufrimientos»--; en la cual, Cristo, no menos, se une con nosotros, y reside en nosotros como la fuente de toda bendición espiritual. A los que acusaban sus doctrinas de abrir el camino al pecado, indicaban que esta aceptación de Cristo en fe es la aceptación de Cristo entero -el Cristo en todos sus oficios o cargos, y para todos los fines de su obra: para la santificación así como la justificación-, y que, siendo la santidad el fin del perdón, el que uno pensara aceptar a Cristo para recibir el perdón, rehusando reconocerle como Señor, con ello demostraba que no había conseguido ni una idea remota de lo que significa la verdadera fe. (Ver Romanos 6.)
No es necesario entrar en los detalles complicados de las Controversias Luteranas, aunque, como se ha dicho, no eran meros productos de un espíritu de contienda, sino discusiones que era inevitable aparecieran en el intento de una fijación más exacta de la doctrina en sus distintos aspectos. La justificación tenía, por un lado, un aspecto de relación a la obra de Cristo; por otro, un aspecto de relación a la regeneración, y a la nueva vida y buenas obras del creyente. De ahí que algunas cuestiones de las que podemos pensar que son frívolas, tienen a pesar de ello, una buena cantidad de sustancia, como en la relación de la justificación a la obediencia activa y pasiva a Cristo; con respecto a si la noción de justificación queda agitada en el perdón de los pecados (Piscátor), o bien incluye la idea de conferir un título positivo a la bendición de la vida eterna, y en cuanto a la relación del creyente con la ley, de la fe al arrepentimiento, de las buenas obras para la salvación definitiva, etc. Sólo podemos tocar aquí un punto por su interés intrínseco, a saber, la cuestión tan discutida en la edad de la Reforma, y también, después, respecto a la prioridad relativa de la regeneración o la justificación, o, como se ha dicho a veces, la cuestión del ordo salutis1 Se puede decir que surge de un lenguaje como el que hemos acabado de usar en cuanto a la necesidad de unión espiritual con Cristo para la justificación. De modo amplio, la dificultad es la siguiente: Si la unión vital con Cristo precede a la justificación, y la fe, por la cual es efectuada esta unión, es el acto de un alma avivada, parece que vamos a parar a la paradoja de que un pecador es regenerado, o pasa a ser un hijo de Dios, antes de ser justificado, esto es, cuando todavía está bajo condenación. Si, por otra parte, ponemos la justificación primero, parece que nos vemos obligados a admitir, o bien que hay justificación antes de la fe, o que la fe es un acto del alma no regenerada. Se puede conceder que no hay distinción alguna en orden al tiempo; pero en orden al pensamiento, se puede sostener que un estado ha de ser la condición del otro, y parece surgir un dilema en una y otra alternativa. Los teólogos han vacilado en este tema de una manera muy notable. Por lo general, quizá, la regeneración es colocada en primer lugar, y considerada como causa de la fe; muchos, por otra parte, se oponen a este modo de ver y colocan primero la justificación. Esto implica la grave dificultad de que para ser consecuente parece requerirse poner la justificación incluso antes de la fe; pero no se amilanan por esta consecuencia. Inforo Dei, sostienen, la justificación ya ha tenido lugar---es un acto eterno--; la fe sólo pone al creyente subjetivamente en posesión de una bendición que en realidad ya es suya. No creo que ésta sea sana teología de la Reforma, o que sea bajo esta luz que la Escritura presenta la materia. Incluso en la mente divina no se puede pensar en la justificación, a menos que el objeto de la misma sea visto en un sentido verdadero en unión con Cristo; pero esta unión, con toda seguridad implica una operación antecedente del Espíritu para que sea realizada. Si se argumentara que tras la regeneración del hombre está la obra completada por Cristo, y el propósito de Dios de justificar, habría menos dificultad, porque indudablemente la justificación es el fin de todas las operaciones de la gracia de Dios al traer a las almas a la fe. Pero la verdadera explicación parece ser que la regeneración, en su sentido pleno, ni se puede decir que preceda a la justificación, ni que la justificación preceda a ella; porque es el mismo acto supremo que nos une a Cristo para nuestra justificación aquel en que la regeneración es también completada espiritualmente? Lo que precede a la fe, y la engendra, es la exhibición de la disposición de gracia de Dios y su promesa de salvación en Cristo. Nos equivocamos, me parece a mí, al esforzamos en separar los factores de un proceso cuyos elementos se condicionan entre sí recíprocamente. Lo mismo podríamos preguntar si, en la aprehensión de la verdad, el acto del intelecto precede a la posesión de la verdad, o viceversa. Porque, claramente, a menos que en algún sentido la verdad ya se halle en la mente pensante, no podría ser captada por ella. El proceso psicológico en el cual Dios revela a su Hijo en el alma es demasiado sutil y raudo para nuestras categorías de antes y después.
El ataque a la doctrina de la Reforma desde el lado del Socinianismo se dirigió ciertamente a la raíz de la cuestión; con todo, por su evidente falta de profundidad y sinceridad religiosas, falló en hacer mucho impacto en la conciencia general de la Iglesia. La objeción sociniana puede resumirse en la proposición, con frecuencia repetida desde entonces, y atractiva por su plausibilidad: la satisfacción y la remisión se excluyen mutuamente. Si los pecados han sido satisfechos por Cristo, no pueden ser gratuitamente remitidos; porque la remisión se refiere a una deuda. Si son remitidos gratuitamente, no hay lugar para la satisfacción (ver Calvino, Instit. ii. 17). Con todo, la fe cristiana, que conoce la magnitud y gratuidad de la bendición que ha recibido, y al mismo tiempo, agradecida, atribuye todo lo que tiene a la mediación de Cristo, sabe de antemano que el supuesto dilema implica una falacia, y, en el sentimiento, si no en el intelecto, ya ha pasado de largo la contradicción. Y tampoco parece seria la dificultad si evitamos hacer demasiado hincapié en la analogía de una deuda, que en las relaciones morales es sólo aplicable dentro de ciertos límites. Esta es, realmente, la paradoja divina de la salvación, que es las dos cosas a la vez: un acto de gracia infinita, totalmente ni buscado ni merecido por el pecador; y, por otra parte, una bendición concedida en armonía con los derechos de justicia y a base de una expiación perfecta por el pecado. La gracia se muestra, no en prescindir de la expiación, sino en proporcionarla. El perdón, por lo que respecta al pecador, es gratuito; en cuanto al que perdona, El acepta sobre sí la carga de lo que se necesita para la satisfacción de las demandas de la justicia, y a la gracia del perdón añade la gracia futura de ver que las condiciones de su concesión sean cumplidas rectamente. Bajo ningún aspecto puede considerarse la transacción como puramente externa o legal. Hay elementos espirituales y éticos implicados en todo momento. El Salvador y el pecador no están aparte el uno del otro. Hay una relación de afinidad y simpatía por un lado; el lazo espiritual de la fe por otro. Es la antigua idea de Bernardo: la Cabeza satisface por los miembros; con todo, los miembros no dejan de reconocer la gracia que fluye a ellos de la Cabeza.

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El Progreso del Dogma
por Dr. James Orr

Índice:
Prefacio
Capítulo I: Idea del Curso, Relación del dogma a su historia, Paralelismo del desarrollo lógico e histórico.
Capítulo II: Ideas primitivas apologéticas y religiosas fundamentales --Controversia con el Paganismo y el Gnosticismo (siglo segundo)
Capítulo III: La doctrina de Dios; la Trinidad y la Divinidad del Hijo y del Espíritu - Controversias Monarquiana, Arriana y Macedónica - (siglos tercero y cuarto)
Capítulo IV: Continuación del mismo tema. - Las controversias arriana y macedoniana (siglo cuarto)
Capítulo V: La doctrina del hombre y del pecado; la gracia y la predestinación - La controversia agustiniana y pelagiana (siglo quinto)
Capítulo VI: La doctrina de la Persona de Cristo, Las controversias cristológicas:  Apolinaria, Nestoriana, Eutiquiana, Monofisita, Monotelita (siglos quinto al séptimo)
Capítulo VII :La doctrina de la expiación -Desde Anselmo y Abelardo a la Reforma -(siglos once al dieciséis)
Capítulo VIII: La doctrina de la aplicación de la redención; la justificación por la fe; la regeneración, etc. - El Protestantismo y el Catolicismo Romano - (siglo dieciséis)
Capítulo IX: La teología posterior a la Reforma; Luteranismo y Calvinismo - Nuevas influencias activas sobre la Teología y sus resultados en el Racionalismo (siglos diecisiete y dieciocho)
Capítulo X: Reformulación moderna de los problemas de la Teología - La doctrina de las postrimerías (siglo diecinueve)
APÉNDICE

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