El Mártir de las Catacumbas

por Richard L. Roberts


Prefacio
Capítulo  1: EL COLISEO --- Cruel carnicería para diversión de los romanos.

Capítulo  2: EL CAMPAMENTO PRETORIANO --- Cornelio, el centurión, varón justo y temeroso de Dios.

Capítulo  3: LA VIA APIA --- Sepulcros en despliegue de melancolía. Guardan de los poderosos las cenizas Que duermen en la Vía Apia.

Capítulo  4: LAS CATACUMBAS --- Nada de luz, sino sólo tinieblas Que descubrían cuadros de angustia, Regiones de dolor, funestas sombras.

Capítulo  5: EL SECRETO DE LOS CRISTIANOS --- El misterio de la piedad, Dios manifestado en carne.

Capítulo  6: LA GRAN NUBE DE TESTIGOS --- Todos estos murieron en fe.

Capítulo  7: LA CONFESION DE FE --- Y también todos los que quieren vivir píamente en Cristo Jesús, padecerán persecución.

Capítulo  8: LA VIDA EN LAS CATACUMBAS --- ¡Oh tinieblas, tinieblas, tinieblas al ardor del sol del medio día, Oscuridad irrevocable, eclipse total, Sin esperanza alguna de que venga el día!

Capítulo  9: LA PERSECUCION --- La paciencia os es necesaria, para que después que hayáis hecho la voluntad de Dios, recibáis la promesa.

Capítulo 10: LA CAPTURA --- La prueba de vuestra de obra paciencia.

Capítulo 11: LA OFRENDA --- Nadie tiene mayor amor que este, que ponga alguno su vida por sus amigos.

Capítulo 12: EL JUICIO DE POLIO --- De la boca de los pequeñitos y de los que maman, perfeccionaste la alabanza.

Capítulo 13: LA MUERTE DE POLIO --- Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de vida.

Capítulo 14: LA TENTACION --- Todo esto te daré si postrado me adorares.

Capítulo 15: LUCULO --- La memoria del justo será bendita.

9
LA PERSECUCION
La paciencia os es necesaria, para que después que hayáis hecho la voluntad de Dios, recibáis la promesa.

LA PERSECUCIÓN arreció con mayor furia. No habían transcurrido sino unas pocas semanas desde que Marcelo vivía allí, cuando un mayor número había acudido en desesperada búsqueda de este refugio de retiro. Jamás en el pasado se habían congregado tantos en las catacumbas. Generalmente las autoridades se habían contentado con los cristianos más prominentes, y en consecuencia, los fugitivos que recurrían a las catacumbas componían esta clase. Fue en verdad la persecución más severa que les sobrevino esta vez, abarcándolos a todos, y solamente bajo el gobierno de unos pocos emperadores se había mostrado tal encarnizamiento indiscriminado. Esta vez no se hacía la menor distinción de clase o posición. Pues al más humilde seguidor como al más eminente de los maestros, se les persiguió a muerte con la más encarnizada furia.
Hasta esta época la comunicación con la ciudad era relativamente fácil para los refugiados, porque los cristianos que arriba habían quedado, aunque pobres en medios, no descuidaban a los que estaban en las profundidades del escondite, ni olvidaban sus necesidades. Fácilmente, pues, se podía adquirir provisiones, y auxilio no faltaba. Pero llegó la hora en que precisamente aquellos en cuyo auxilio confiaban los fugitivos, también habían sido víctimas de la persecución y obligados a compartir su destino con sus hermanos de las grutas y tener ellos mismos que recibir caridad en vez de darla.
Con todo, su situación no la afrontaban desesperándose. Aun en esa Roma habíanse provisto muchos que les amaban y les ayudaban, no obstante no ser cristianos. En todo gran movimiento, siempre habrá una considerable proporción de seres neutrales, los mismos que, bien sea por interés o por indiferencia, se mantienen al margen. Estas personas invariablemente se unirán al lado más fuerte, y cuando el peligro amenaza, suelen soslayarlo haciendo cualquier concesión. Tal, pues, era la condición en que se hallaban numerosos romanos. Ellos tenían amigos y parientes a quienes amaban entre los cristianos y por quienes sentían la más cordial simpatía. Siempre se mantenían dispuestos a ayudarlos, pero desde luego, tenían la debida consideración de su propia seguridad para no llegar al extremo de jugarse su suerte juntamente con ellos. Seguían siendo cumplidos asistentes a los templos y a la adoración de los dioses paganos como antes, viniendo a ser así adherentes nominales de las viejas supersticiones oficiales. Estos fueron quienes proveyeron a las necesidades de la vida de los cristianos.
Pero ahora además, toda expedición que se intentara hacer a la ciudad se hallaba rodeada de mayores e inminentes peligros, y solamente los muy osados se atrevían a aventurarse. Pero ese profundamente arraigado desdén por el peligro y la muerte era tal, y eran tantos los que de él estaban inspirados, que jamás dejaron de ofrecerse espontáneamente los hombres para desafiar a la muerte en tan peligrosas empresas.
He allí las tareas peculiares para las que Marcelo se ofrecía entusiasta y gustoso dc poder hacer algo por sus hermanos. La misma valentía y perspicacia que le había elevado hasta los mismos altos rangos militares, ahora lo hacían descollar con todo éxito en estas sus nuevas actividades.
Decenas de fieles eran capturadas y sacrificadas cada día. Los cristianos se encargaban de la igualmente arriesgada tarea de recuperar sus despojos mortales para darles sepultura a su modo. En esto no era tanto el peligro, ya que se relevaba a las autoridades de la molestia de quemarlos y enterrar los cadáveres.
Un día llegaron noticias a la comunidad residente debajo de la Vía Apia que dos de los suyos habían sido capturados y entregados a muerte. Marcelo juntamente con otros salieron con la misión de recuperar sus cuerpos. Polio, aquel chiquillo con corazón de adulto, fue con ellos por si hubieran menester sus servicios. Era el anochecer cuando llegaron a la puerta de la ciudad, y las tinieblas no tardaron en cubrir sus desplazamientos. Pero no tardó en aparecer la luna a iluminar el amplio escenario.
Se escurrieron abriéndose paso por las calles tenebrosas, hasta llegar finalmente al Coliseo, el lugar de martirio de tantos de sus compañeros. Aquella enorme mole se elevaba orgullosa delante de ellos, amplia, tenebrosa y severa, como el poder imperial que la había construido. Multitudes de cuidadores, guardianes y gladiadores había dentro de sus puertas, cuyos pasajes abovedados eran iluminados por el resplandor de las antorchas.
Los gladiadores sabían el motivo de su presencia, y les ordenaron rudamente que siguieran. Ellos mismos los guiaron hasta que estuvieron en la arena. Allí se hallaban tirados numerosos cuerpos, los últimos que habían sido muertos aquel día. Se hallaban cruelmente mutilados; algunos se hallaban en condiciones tales que apenas se distinguía que eran seres humanos. Después de una larga búsqueda, hallaron los dos a quienes buscaban. Esos cuerpos fueron seguidamente colocados en grandes sacos, en los cuales se disponían a llevarlos.
Marcelo se detuvo a contemplar el escenario que le rodeaba. Se hallaba completamente rodeado de macizas murallas que se elevaban por medio de numerosas terrazas en declive hasta llegar al coronamiento en el círculo exterior. Su negra estructura parecía encerrarle con barreras tales que él ya no podría franquear.
El pensaba: "¿Cuándo llegará también el día en que yo de la misma manera ocupe mi puesto aquí, ofrendando mi vida por mi Salvador? ¿Seré fiel cuando llegue aquel momento? ¡Oh, Señor Jesús, sostenme en aquella hora!"
Todavía la luna no había ascendido lo suficiente para que penetraran sus rayos dentro de la arena. Allí en ese interior todo era oscuro y repulsivo. La búsqueda había tenido que hacerse con antorchas prestadas de los guardianes.
En esos momentos Marcelo escuchó una voz profunda procedente de alguno de los arcos posteriores. Sus tonos penetraron dentro del aire de la noche con claridad sorprendente, y se les podía oír por encima de la ruda algarabía de los guardas:

Ahora ha venido la salvación y la fortaleza,
Y el reino de nuestro Dios,
Y el poder de su Cristo:
Porque el acusador de nuestros hermanos es arrojado,
El que los acusaba delante de Dios día y noche.
Y ellos lo vencieron por la sangre del Cordero,
Y por la palabra de su testimonio,
Y no amaron su vida hasta la muerte.

-¿Quién es ése? -dijo Marcelo.

-No le atiendas -dijo su compañero. Es el hermano Cina. Sus penas y dolores le han vuelto loco. Su único hijo fue quemado en la pira al principio de la persecución, y desde entonces él ha andado recorriendo la ciudad anunciando calamidades por venir. Hasta la fecha no se habían cuidado de él; pero finalmente le han capturado.
-¿Y está prisionero aquí?
-Sí.
Y de nuevo la voz de Cina se dejó oír, espantosa, amenazante y terrible:
¿Hasta cuando, oh Señor, santo y verdadero, No vengarás Tú nuestra sangre de aquellos que moran en la tierra?
-¡Este es, entonces, el hombre que yo oí en el capitolio!
-Sí, debe ser él, porque ha recorrido por toda la ciudad, y aun en el palacio, clamando y pregonando eso mismo.
-Vamos.
Tomaron sus sacos y se encaminaron hacia las puertas. Después de una breve pausa, se les permitió pasar. Y conforme salían, oyeron la voz de Cina en la distancia:

Caída es, caída es, Babilonia la grande,
Y ha venido a ser la morada de los demonios,
Y el depósito de todos los espíritus inmundos,
Y la jaula de toda clase de aves malignas e inmundas:
¡Salid de ella, pueblo mío!

Ninguno de ellos pronunció palabra alguna hasta que llegaron a suficiente distancia del Coliseo.
Marcelo rompió el silencio. -Sentí un gran temor de que nos encerraran y no nos dejaran salir más de allí.
El otro le contesto: -No sin razón sentiste aquel temor. El menor capricho repentino del guarda podría ser nuestra sentencia de muerte inevitable. Pero, para ello debemos estar siempre preparados. Pues en tiempos como estos, debemos estar dispuestos a afrontar la muerte en cualquier momento. ¿Qué dice nuestro Señor?. "Estad también vosotros listos y apercibidos." Cuando el tiempo nos llegue, debemos estar dispuestos a decir: "Listo estoy para ser ofrecido."
-Sí-dijo Marcel-, nuestro Señor nos ha dicho lo que hemos de tener: "En el mundo tendréis aflicción...”
-Ah, pero también El dice: "Mas confiad; yo he vencido al mundo... Donde yo estoy, vosotros también estaréis.
-Por medio de El -dijo Marcel-, podemos salir más que vencedores sobre la muerte. Las aflicciones de este tiempo presente no son dignas de compararse con la gloria que nos ha de ser revelada.
Así se consolaban ellos con las promesas seguras de la bendita Palabra de vida que en todos los tiempos y en todas las circunstancias es capaz de dar tal consolación celestial. Finalmente llegaron a su destino, sanos y salvos portando sus cargas, con la más íntima gratitud en sus corazones hacia Aquel que les había preservado.
No muchos días después, Marcelo volvió a salir en busca de provisiones. Esta vez él fue solo. Fue a la casa de un hombre que era muy amigo para con ellos y les había sido de gran ayuda. Estaba por fuera de las murallas, en las inmediaciones de la Vía Apia.
Después de haber obtenido las provisiones indispensables, empezó a averiguar por las noticias.
-Malas son para vosotros las noticias -dijo el hombre-. Uno de los oficiales de los pretorianos se convirtió al Cristianismo recientemente, y eso ha enfurecido al emperador. Este ha designado a otro oficial para el cargo que aquél tenía, y le ha comisionado a perseguir a los cristianos. Y es así que cada día capturan algunos de ellos. Pues en estos días no hay un solo hombre que sea considerado demasiado pobre para no capturarlo.
-Ah ¿sabe Ud. el nombre del nuevo oficial de los pretorianos que está encargado de perseguir a los cristianos?
-Lúculo.
-¡Lúculo! -exclamó Marcelo-. ¡Qué extraño!
-Dicen que es un hombre de mucha habilidad y energía.
-He oído hablar de él. Y a la verdad estas son malas noticias para los cristianos.
-La conversión al Cristianismo del otro oficial de los pretorianos ha enfurecido al emperador hasta enloquecerlo. A tal extremo que se ofrece un cuantioso rescate por él. Y si tú, amigo, por ventura lo ves o te hallas en condiciones de hacérselo saber, procura por todos los medios comunicárselo. Dicen todos que él está en las catacumbas con vosotros."
-El debe estar allí, puesto que no hay otro lugar de seguridad.
-Verdaderamente, estos son tiempos terribles. Tienes necesidad de tomar todas las precauciones posibles.
Marcelo contestó, humilde, pero firmemente, -No pueden matarme más de una vez.
-¡Oh, vosotros los cristianos derrocháis la fortaleza más excelente. Yo admiro con toda mí alma vuestra valentía pero yo pienso que podríais conformaros exteriormente al decreto del emperador. ¿Por qué, pues, habéis de precipitaros así tan locamente a la muerte -Nuestro Redentor murió por nosotros. Y por nuestra parte, no podemos menos que estar listos a morir por El. Y, puesto que El murió por su pueblo, nosotros también nos complacemos voluntariamente en imitarle, ofreciendo nuestras vidas por nuestros hermanos.
-Sois una gente divinamente maravillosa -exclamó aquel hombre al mismo tiempo que levantaba las manos en alto.
Llegó el momento en que Marcelo se tuvo que despedir, y luego partió llevando su carga. Las noticias habían sido tales que habían llenado y conmovido su mente y todo su ser.
"Así que Lúculo se ha hecho cargo de mi lugar," pensaba él, en su camino.
"¡Cómo quisiera saber si él se ha vuelto contra mí! ¿Pensará él ahora de mí como de su amigo Marcelo, o sencillamente como de un cristiano? Puede ser que lo descubra dentro de poco. Seria verdaderamente extraño que yo cayera en sus manos; y con todo, si yo fuese capturado, probablemente llegaría a estar cerca de él."
"Pero él tiene que cumplir con su deber de soldado ¿y por qué debería yo quejarme? Pues si él ha sido nombrado para ese puesto, no le queda otra alternativa que obedecer. Y él, como soldado, no puede tratarme de otro modo sino como enemigo del estado. El bien puede tenerme lástima, y 'aún amarme en su corazón de amigo, pero con todo no puede eximirse de cumplir con su deber."
"Puesto que se ha ofrecido un rescate sobre mi cabeza, ellos tienen que redoblar sus esfuerzos para dar conmigo. Creo, pues, que mi tiempo ha llegado. Debo estar preparado para hacer frente fielmente a lo que venga.
Sumido en estos pensamientos había recorrido la Vía Apia. Había estado tan envuelto en sus meditaciones que no se dio cuenta de una multitud de gente que estaba reunida en una esquina, hasta que estuvo en medio de ellos. Y repentinamente se encontró detenido.
-Oh, amigo -exclamó una voz ruda-, no te des tanta prisa. ¿Quién eres tú, y adónde vas?
-¡Deje el paso libre! -exclamó Marcelo en tono de mando, natural en quien ha tenido hábito de mandar y tener hombres a sus órdenes, indicándole al hombre que se apartara.
La multitud se sorprendió por cl modo autoritario y cl tono imperioso, pero el vocero de ellos se mostró más valiente.
-¡Dinos quién eres o no pasas!
A lo que Marcelo replicó, -Hombre, apártate a un lado. ¿No me conoces que soy pretoriano?
Ante aquel nombre tan pavoroso como venerable, la multitud se abrió rápidamente, y Marcelo pasó por en medio de ellos. Pero apenas habíase alejado él unos cinco pasos, cuando una voz exclamó:
-¡Prendedle! ¡Es Marcelo, el cristiano!
La multitud también vociferó al unísono. Pero Marcelo no esperó mayor advertencia. Arrojando la carga que llevaba, emprendió rauda fuga hacia el Tíber por una calle lateral. La multitud íntegra le persiguió. Era una carrera de vida o muerte. Pero Marcelo había sido entrenado en todo deporte atlético, y en segundos multiplicó la distancia que le separaba de sus perseguidores. Finalmente llegó al Tíber, y arrojándose a él nadó hasta el lado opuesto.
Los perseguidores llegaron a la orilla del río, pero de allí no pasaron.

***

10
LA CAPTURA
La prueba de vuestra ¡e obra paciencia.

EN LA CAPILLA, HONORIO se encontraba sentado en compañía de uno o dos más, entre quienes se encontraba la hermana Cecilia. Los débiles rayos de una sola lámpara alumbraban el escenario muy débilmente. Todos los presentes se hallaban silenciosos y tristes. Sobre ellos pesaba una melancolía más profunda de lo común. Alrededor de ellos se oía el ruido de pasos y de voces y un confuso murmullo de actividad vital.
En forma repentina y rápida se oyeron pasos, y Marcelo entró. Los ocupantes de la capilla saltaron sobre sus pies con exclamaciones de gozo.
-¿Dónde está Polio? -preguntó Cecilia con vivo interés.
-Yo no lo he visto dijo Marcelo.
-¡No lo ha visto! -y volvió a caer sobre su asiento.
-Pero ¿qué pasa? ¿Ha debido volver ya?
-Ha debido volver hace seis horas, y eso me tiene loca de ansiedad, no hay peligro dijo Marcelo en actitud de consolarla-. El sabe cuidarse. -Procuró hacer que no se notara su preocupación, pero sus miradas traicionaban sus palabras.
-¡Qué no hay peligro! dijo Cecilia-. Ay de mí, nosotros sabemos ya todos los nuevos peligros que hay. Jamás ha sido tan peligroso como ahora.
﷓ Qué te ha hecho atrasarte tanto, Marcelo? Te dábamos por muerto.
Marcelo contestó, ﷓Yo fui detenido cerca de la Vía Alba. Tuve que soltar la carga y correr al río. La turba me siguió, pero yo me arrojé al río y lo pasé a nado. De allá tomé una ruta en circunvalación entre las calles del otro lado, después de lo cual volví a pasar y así he llegado hasta aquí sano y salvo.
﷓Has escapado milagrosamente, pues han ofrecido un rescate por ti.
﷓¿Lo habíais sabido vosotros?
﷓Desde luego que sí, y mucho más. Hemos sabido de los redoblados esfuerzos que ellos están haciendo para aniquilarnos. Durante todo e1 día nos han estado llegando noticias de dolor. Más que nunca tenemos que fiarnos solamente en El que puede salvarnos.
﷓Todavía podremos frustrar sus planes ﷓dijo Marcelo con aire de esperanza.
﷓Pero ellos están vigilando nuestra entrada principal ﷓dijo Honorio.
﷓Entonces podemos hacer nuevas. Las grietas son innumerables.
﷓Ellos están ofreciendo recompensa por todos los hermanos prominentes.
﷓¿Y qué, pues. Cuidaremos a esos hermanos, guardándolos más que nunca.
﷓Nuestros medios de subsistencia están disminuyendo gradualmente.
﷓Pero hay, tantos osados y fieles corazones como siempre. Quién tiene temor de arriesgar su vida ahora. Nunca faltará la provisión de alimento mientras permanezcamos en las catacumbas. Pues si nosotros logramos escapar de la persecución, traeremos el auxilio a nuestros hermanos; y si morimos, recibiremos la corona del martirio.
﷓Tienes razón, Marcelo. Tu fe pone en vergüenza mis temores. ¿Cómo pueden temer a 1a muerte aquellos que viven en las catacumbas? Se trata solamente de unas tinieblas momentáneas y luego todo pasará. Pero en el día de hoy hemos oído decir mucho que hace desesperar nuestros corazones y ahoga nuestros espíritus hasta hacernos desmayar.
﷓Ay de mí ﷓continuó Honorio con voz doliente﷓, cómo se ha diseminado la gente, y las asambleas han quedado desoladas. No hace sino unos pocos meses que había cincuenta asambleas cristianas dentro de la ciudad, en donde brillaba la luz de la verdad, y las voces de las oraciones y las alabanzas ascendían hasta el trono del Altísimo. Ahora han sido abatidas, y el pueblo ha sido dispersado y arrojado fuera de la vista de los hombres.
Hizo una breve pausa, vencido por la emoción, y luego con su voz baja y apesadumbrada repitió las palabras dolientes del Salmo ochenta:

Jehová, Dios de los ejércitos,
¿Hasta cuándo humearás tú contra la oración de tu pueblo?
Dísteles a comer pan de lágrimas,
Y dísteles a beber lágrimas en gran abundancia.
Pusístenos por contienda a nuestros vecinos:
Y nuestros enemigos se burlan entre sí.
Oh Dios de los ejércitos, haznos tornar;
Y haz resplandecer tu rostro, y seremos salvos.
Hiciste venir una vid de Egipto:
Echaste las gentes, y plantártela.
Limpiaste sitio delante de ella,
E hiciste arraigar sus raíces, y llenó la tierra.
Los montes fueron cubiertos de su sombra;
Y sus sarmientos como cedros de Dios.
Extendió sus vástagos hasta la mar,
Y hasta el río sus mugrones.
Por qué aportillaste sus vallados,
Y la vendimian todos los que pasan por el camino?
Estropeóla el puerco montés,
Y pacióla la bestia del campo.
Oh Dios de los ejércitos, vuelve ahora:
Mira desde el cielo, y considera, y visita esta viña,
Y la planta que plantó tu diestra,
Y el renuevo que para ti corroboraste.
Quemada a fuego está, asolada:
Perezcan por la reprensión de tu rostro.

﷓Tú estás triste, Honorio ﷓dijo Marcelo﷓. Es verdad que nuestros sufrimientos aumentan sobre nosotros; pero nosotros podemos ser más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. ¿Qué dice El?"
Al que venciere, daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios."
"Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida. El que venciere, no recibirá daño de la muerte segunda."
"A1 que venciere, daré a comer del maná escondido y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita un nuevo nombre escrito, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe."
"E1 que hubiere vencido y hubiere guardado mis obras hasta el fin, yo le daré potestad sobre las gentes;. . . y le daré la estrella de la mañana."
"E1 que venciere, será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles."
"Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de Dios, y nunca más saldrá fuera; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo de con mi Dios, y mi nombre nuevo."
"Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono."
A1 hablar Marcelo estas palabras, se irguió y sus ojos brillaron, y su rostro se enrojeció de entusiasmo. Sus emociones fueron transmitidas a sus compañeros, y conforme caían estas promesas una por una en sus oídos, ellos olvidaron por un momento sus penas y dolores bajo el pensamiento de su cercana bienaventuranza. La nueva Jerusalén, las calles doradas, las palmas de gloria, y los cantos del Cordero, el rostro de El que está sentado en el trono; todo ello se hallaba realmente presente en sus mentes.
Honorio dijo, ﷓Marcelo, me has quitado mi tristeza con tus palabras; sobrepongámonos, pues, a nuestras dificultades terrenas. Vamos, hermanos, dejad a un lado vuestras cuitas. Pues este hermano recién nacido en el reino muestra tal fe que nosotros debemos emular. Miremos, pues, al gozo que nos ha sido propuesto. "Porque sabemos que si esta nuestra habitación terrena se disolviera, tenemos una mansión no hecha de manos, eterna en los cielos."
Y continuó diciendo, ﷓La muerte está muy cerca, y se acerca cada vez más. Nuestros enemigos nos tienen cercados, y el cerco es cada vez más estrecho. Moriremos, pues, como cristianos.
Marcelo exclamó, ﷓¿Por qué esos tristes presagios? ¿Acaso la muerte está más cerca que antes? ¿No estamos seguros en las catacumbas?
﷓¿No has sabido tú, entonces? Qué?
﷓¡De la muerte de Crisipo!
﷓¡Crisipo! ¡Muerto! ¡No! ¿Cómo? ¿Cuándo?
﷓Los soldados del emperador fueron guiados a las catacumbas por alguien que conocía la ruta. Penetraron al salón en donde se estaba celebrando el servicio de adoración. Eso fue en las catacumbas allende el Tíber. Los hermanos dieron apresurada alarma y huyeron. Pero el venerable hermano Crispo, bien sea a causa de extrema vejez, o por su resolución de sufrir el martirio, no quiso huir de los enemigos. Se limitó a arrodillarse y elevar su voz y vida en oración a Dios. Dos asistentes fieles permanecieron con él. Los soldados se abalanzaron sobre él, y mientras aún permanecía orando sobre sus rodillas, le golpearon hasta derramar sus sesos. Cayó muerto al primer golpe, y los dos hermanos rindieron también su vida al lado de él.
﷓Ellos han volado a unirse a aquel noble ejército de mártires. Ellos, pues, han sido fieles hasta la muerte, y recibirán la corona de vida, ﷓dijo Marcelo con vivo entusiasmo.
Pero en esos instantes fueron interrumpidos por un tumulto en el exterior. En el acto se pararon todos asustados.
﷓¡Los soldados! ﷓exclamaron.
Pero no; no eran soldados. Era más bien un cristiano, un mensajero de ese hostil mundo exterior. Pálido y temblando se arrojó al suelo. Contorsionándose clamó como con sus últimos hálitos de vida:
La presencia de este hombre produjo un efecto extraordinariamente aterrador sobre Cecilia. Ella tambaleó, cayendo hacia atrás contra la pared, temblorosa desde los pies a la cabeza, trabando sus manos una con otra. Sus ojos parecían salírsele al mirar, sus labios se contraían como si quisiera hablar, pero no se le oía el menor sonido.
﷓¡Habla! ¡Habla, hermano! ¡Dínoslo todo! ﷓exclamó Honorio.
﷓¡Polio! ﷓balbució el mensajero.
﷓Qué le ha pasado a él? ﷓dijo vehementemente Marcelo.
﷓Ha sido capturado. ¡Está en prisión!
Oído aquello, un grito agudo de mortal amargura se difundió por todas las inmediaciones sembrando el terror. Era el grito de la hermana Cecilia, quien no tardó en caer al suelo.
Los que a su lado estaban acudieron a atenderla. La llevaron a su cuarto. Una vez allí, le aplicaron los habituales estimulantes hasta revivirla. Pero el golpe la había afectado gravemente, y aunque volvió en sí, quedó en tal estado que parecía que soñaba.
Mientras tanto el mensajero había recuperado las fuerzas, y había dicho todo lo que sabía.
Marcelo le preguntó:
﷓Polio fue contigo, ¿no es así?
﷓No, él estaba solo.
﷓¿En qué diligencia había ido?
﷓Estaba tratando de saber noticias y como estaba en un lado de la calle, un poco atrás. El ya se venía. Caminamos hasta que llegamos a donde había una multitud de hombres. Para sorpresa mía Polio fue detenido y sometido a interrogatorios. Yo ya no oí lo que pasó, pero alcancé a ver sus gestos de amenaza, y finalmente vi que le prendieron. Nada pude hacer yo por él. Me mantuve a una distancia de seguridad y observé. Como media hora después se hizo presente una tropa de pretorianos. Polio fue entregado a ellos y se lo llevaron.
﷓¿Pretorianos? ﷓dijo Marcelo﷓. ¿Conoce al capitán?
﷓Sí, era Lúculo.
﷓Está bien ﷓dijo Marcelo, y quedó sumido en profunda meditación

***


11
LA OFRENDA

Nadie tiene mayor amor que este, que ponga alguno su vida por sus amigos.

HABÍA ANOCHECIDO en el cuartel de los pretorianos. Lúculo se hallaba sentado al lado de una lámpara que despedía su luz brillante por todo el rededor. De pronto hubo de levantarse al oír un toque en la puerta. Prestamente la abrió. Un hombre entró y avanzó silenciosamente hasta el centro del cuarto. Luego, desembozándose de la gran capa en que venía envuelto, quedó descubierto en la presencia de Lúculo.
﷓¡Marcelo! ﷓﷓exclamó éste preso de asombro, y saltando hacia adelante abrazó a su visitante con visibles muestras de gozo.
﷓Querido amigo mío ﷓dijo él﷓, ¿a qué azar feliz debo yo este encuentro? Me hallaba precisamente pensando en ti, y no me imaginaba siquiera cuándo nos veríamos otra vez.
﷓Yo temo que nuestros encuentros ﷓dijo Marcelo tristemente﷓, no serán muy frecuentes de hoy en adelante. Este lo he procurado con grave riesgo de mi vida.
﷓Verdaderamente es así ﷓dijo Lúculo, compartiendo la tristeza del otro﷓. Tú estás perseguido con el más airado interés, pues se ofrece un rescate por ti. Con todo eso, aquí debes considerarte tan seguro como lo estuviste siempre en los días felices antes de que fueras poseído de aquella locura. ¡Oh, mi querido Marcelo! ¿Por qué no pueden volver otra vez aquellos días?
﷓No puedo cambiar mi naturaleza ni deshacer lo que he hecho. Además, Lúculo, aunque mi suerte pueda parecerte dura, jamás he sido tan feliz como lo soy actualmente.
﷓¡Feliz! ﷓exclamó el otro con profunda sorpresa.
﷓Sí, Lúculo, aunque afligido, no he sido derribado; aunque perseguido, no desespero.
﷓La persecución ordenada por el emperador no es cosa ligera.
﷓Sí, eso yo lo sé bien. Yo veo ante ella a mis hermanos cada día. Cada día se estrecha más el cerco que me rodea. Cada momento me despido de amigos a quienes no vuelvo a ver más. Algunos compañeros suben a la ciudad, pero no regresan sino sus despojos. Vuelven allí para ser sepultados.
﷓Y con todo eso, ¿dices tú que estás feliz?
﷓Sí, Lúculo, tengo una paz que el mundo no conoce, una paz que viene de arriba y que sobrepuja todo entendimiento.
﷓Mi estimado Marcelo, a mi me consta que tú eres demasiado valiente para que le temas a la muerte; pero nunca pensé que tuvieras tal fortaleza para soportar con tan profunda calma todo lo que yo sé que debes estar sufriendo actualmente. O bien tu valor es superhumano, o es el valor que da la locura.
﷓Viene de arriba, Lúculo. Jesucristo, mi Señor, es para mí mucho más que todas las riquezas y el honor del mundo. Antes me era absolutamente imposible haberlo sentido así, pero ahora todas las cosas viejas han pasado, y he aquí, todas han sido hechas nuevas. Sostenido por este nuevo poder, yo podré soportar los peores de los males que puedan sobrevenirme. No espero nada en la tierra sino sufrimiento mientras aquí viva. Yo sé que moriré en la peor de las agonías. Con todo, ese pensamiento no es capaz de doblegar la indomable fe que mora dentro de mí.
﷓Me apena en el alma ﷓dijo Lúcido tristemente﷓, verte persuadido de tal determinación. Pues si yo viera el más ligero signo de fluctuación en ti, tendría la esperanza de que el tiempo cambiaría o por lo menos modificaría tus sentimientos. Pero ya me convenzo que te hallas firme de modo inconmovible en tu nuevo camino.
﷓¡Quiera Dios concederme que pueda permanecer firme hasta el fin! ﷓dijo Marcelo fervorosamente- Pero la verdad es que no vine a hablarte de mis sentimientos. Vine, querido Lúculo, a pedir tu ayuda, tu conmiseración y auxilio. Me prometiste una vez demostrarme tu amistad, si la necesitaba. Ahora vengo a pedirte que cumplas tu promesa.
﷓Todo lo que depende de mí es tuyo de antemano, Marcelo. Dime qué quieres.
﷓Tú tienes un prisionero.
﷓Sí, muchos.
﷓Este es un muchachuelo.
﷓Yo creo que el personal a mis órdenes capturó a un muchacho hace poco.
﷓Esta criatura es demasiado insignificante para merecer captura. El se halla bajo la ira del emperador, pero todavía está en tu poder. Yo vengo, oh Lúculo, a implorarte por su libertad.
﷓Ay de mí, querido Marcelo, ¿qué es lo que pides? Acaso te has olvidado de la disciplina del ejército romano, o del juramento militar? ¿No sabes bien tú que si yo hiciera esto, violaría el juramento y me haría traidor? Si tú me pidieses que me arrojase sobre mi espada, yo haría eso más fácilmente que esto que me dices.
﷓Yo no he olvidado el juramento militar ni la disciplina de la fuerza, Lúculo. Yo pensaba en este menor, que apenas es un niño, y bien podría no considerársele como prisionero. ¿Acaso los mandatos del emperador comprenden a los niños?
﷓El no hace distinción de edades. ¿No has visto niños tan menores como éste sufrir la muerte en el Coliseo?
﷓Ay, sí lo he visto ﷓dijo Marcelo, al volver sus pensamientos a las niñas cuyo canto de muerte le impresionó, causándole tanta pena y al mismo tiempo le fue tan dulce al corazón﷓. Este muchachito, entonces ¿también tiene que sufrir la muerte?
﷓Sí ﷓dijo Lúcelo﷓, salvo que renuncie solemnemente al Cristianismo.
﷓Y eso jamás lo hará él.
﷓Entonces de inmediato se le aplicará la sentencia. Es la ley lo que lo hace y no yo, Marcelo. Yo soy sólo el instrumento. No me avergüences, ni me lo imputes a mí.
﷓Yo no te estoy culpando. Yo sé muy bien lo severo que eres tú en la obediencia. Si tú desempeñas tu puesto tienes que cumplir con tu deber. Empero, déjame hacerte otra propuesta. El entregar prisioneros no es permitido, pero el canje sí es legal.
﷓Sí.
﷓Si yo te dijera de un prisionero mucho más importante que este muchacho, lo canjearías, ¿no es verdad?
﷓Pero no nos has tomado a ninguno de nosotros.
﷓No, pero tenemos potestad sobre todo nuestro pueblo. Y hay algunos de nosotros por cuyas cabezas el emperador ha ofrecido una gran recompensa. Pues por la captura de éstos, cientos de muchachos como éste serían gustosamente entregados.
﷓¿Es entonces costumbre entre los cristianos entregarse los unos a los otros? ﷓preguntó Lúculo sorprendido.
﷓No, pero algunas veces un cristiano ofrecerá su propia vida para salvar la del otro.
﷓¡Imposible!
﷓Tal es el caso en este ejemplo.
﷓Quién es el que se ofrece por este muchacho?
﷓¡Yo, Marcelo!
Ante esta asombrosa declaración Lúcelo retrocedió.
﷓¡Tú! ﷓exclamó él.
﷓¡Sí, yo mismo!
﷓Estás bromeando. Es imposible.
﷓Te hablo con toda seriedad. Es por esto que ya he expuesto mi vida al venir ante ti. He demostrado el interés que tengo por él al arriesgarme a tanto peligro. Yo te explicaré. Este niño Polio es el último de una antigua noble familia romana. Es el único hijo de su madre. Su padre murió en el campo de batalla. El pertenece a los Servilii.
﷓¡Los Servilii. Luego su madre es la Señora Cecilia?
﷓Sí. Ella es una de las refugiadas de las catacumbas. Toda su vida y su amor no son sino este muchacho. Cada día lo deja ella que salga a la ciudad en una peligrosa aventura, pero en su ausencia ella sufre indescriptible agonía. Con todo, ella teme retenerlo sin salir de allí, por temor de que el aire húmedo que es tan fatal para los niños vaya a originarle la muerte. Y así ella lo expone a lo que ella cree que es el peligro menor.
Este es el niño que tienes prisionero. Esa madre lo ha sabido y ahora ella yace debatiéndose entre la vida v la muerte. Si tú lo sacrificas, ella también morirá, y ya no será más uno de los más nobles y puros espíritus de Roma.
﷓Por estas razones es que yo vengo a ofrecerme en canje. ¿Qué soy yo? Yo estoy solo en el mundo. Ninguna vida se halla vinculada a la mía. No hay nadie que dependa de mí para el presente y el futuro. Yo no le temo a la muerte. Puede venir tan igualmente ahora mismo, como puede venir en otra ocasión. Tarde o temprano tiene que venir, y yo prefiero mucho mejor dar mi vida por mi amigo que ofrecerla inútilmente. Por todas estas razones, oh Lúculo, es que te lo imploro, por sagrados lazos de amistad, por tu compasión, por tu promesa que me hiciste, dame esta ayuda que te pido, y toma mi vida en canje por la de él.
Lúculo se puso de pie y se paseó por la sala, conteniendo una gran agitación dentro de sí.
﷓:Por qué, oh Marcelo ﷓exclamó al último﷓, me sometes a tan terrible prueba?
﷓Mi propuesta es fácil de que la recibas.
﷓¿Te olvidas acaso que tu vida me es igualmente preciosa?
﷓Pero, piensa en este pequeño niño.
﷓Efectivamente, yo lo compadezco en el alma. ¿Pero piensas que yo puedo recibir tu vida en prenda?
﷓Pues mi vida ya está dada en prenda, y yo la ofreceré tarde o temprano. Y por eso te imploro que me des la oportunidad de ofrecerla en la forma en que puede ser útil.
﷓Tú no morirás, mientras esté a mi alcance evitarlo. Tu vida no está todavía en prenda. Por los dioses inmortales juro que pasará mucho antes que tú puedas ocupar un lugar en la arena.
﷓Nadie me podrá salvar una vez que yo sea aprehendido, aunque hicieras todo lo que pudieras. ¿Qué puedes hacer para salvar a uno sobre quien está cayendo la inexorable ira del emperador?
﷓Yo puedo hacer mucho para desviarla. Tú no estás en condiciones de saber cuánto se puede hacer. Pero, aun cuando yo no pudiera hacer nada, con todo no voy a acceder a esta tu propuesta ahora.
﷓Si yo mismo me presentara ante el emperador, él tendría que oír mi petición.
﷓El te pondría en prisión en el acto, y a ambos los haría matar.
﷓Yo podría enviar un mensaje con mi propuesta.
﷓El mensaje nunca llegaría a él; o al menos no llegaría hasta cuando ya fuera demasiado tarde.
﷓Entonces ¿no hay esperanza alguna? ﷓dijo Marcelo tristemente.
﷓Absolutamente ninguna.
﷓¿Y en absoluto también te niegas a concederme mi petición?
﷓Ay, Marcelo ¿cómo podría hacerme responsable de la muerte de mi más querido amigo? Tú no tienes misericordia de mí. Perdóname si me tengo que negar a aceptar tu temeraria propuesta.
﷓Hágase la voluntad del Señor, mi Dios ﷓dijo amargamente Marcelo﷓. Debo, pues, regresar a prisa. ¡Ay! cómo puedo yo presentarme con este mensaje de desesperación?
Los dos amigos se abrazaron en silencio y Marcelo partió, dejándolo a Lúculo agobiado con su asombrosa y temeraria propuesta.
Marcelo regresó sano y salvo a las catacumbas. Los hermanos que allí estaban y que sabían de los propósitos con que había salido, le recibieron gozosos en medio de su dolor.
La señora Cecilia todavía yacía víctima de aquel sopor, consciente sólo a medias de los acontecimientos que se realizaban a su rededor. Había momentos que su mente divagaba. Y en su delirio solía conversar como si se hallara entre escenas felices de su vida pasada. Empero la vida de, las catacumbas, esas alternativas entre la esperanza y el temor, entre el gozo y la tristeza, entre esa ansiedad que siempre rodeaba a los refugiados y el aire por demás deprimente de aquel lugar en sí, habían llegado a abatirla tanto en su mente como en su cuerpo. Su frágil naturaleza sucumbía bajo la furia implacable de aquella ordalía, y este último, el más pesado y amargo de los golpes que caía sobre ella, había completado su postración. De los mortales efectos de todo esto, ya no podía recuperarse.
Aquella noche todos velaron y oraron alrededor de su camilla. Cada instante se debilitaba más, y, lenta pero seguramente, su vida se esfumaba, quedando sólo un fallecer prolongado. De aquel descenso tan real, ya ni aun la restitución de su hijo la podría salvar.
Pero aunque las facultades pensantes y terrenas la habían dejado y los sentimientos terrenales se habían debilitado, aquella pasión dominante en ella en sus últimos años en nada había disminuido en su poder sobre ella, Sus labios helados musitaban todavía las palabras bienhechoras que tanto tiempo habían sido su apoyo e inspirado sus actos. El nombre de su menor hijo querido lo balbuceaba como con los últimos hálitos, aunque inconsciente del peligro que lo rodeaba. Pero el nombre de Jesucristo era pronunciado con el fervor más profundo.
Sin embargo, hubo de llegar el momento final. Reaccionando de su largo período de calma, sus ojos se abrieron brillantes e inmensos, un colorido de luz se posesionó de su rostro macilento, y de sus labios se oyeron débilmente las palabras: "¡Ven, Señor Jesús!"
Y con aquel clamor, la vida dejó el cuerpo, y el espíritu purificado de la señora, hermana Cecilia, había vuelto a Dios, quien lo dio.

***

12
EL JUICIO DE POLIO

De la boca de los pequeñitos y de los que maman, perfeccionaste la alabanza.

EN UN EDIFICIO n0 lejano del palacio imperial había un amplio salón. Su piso era de mármol, que se mantenía siempre brillante, y enormes columnas de pórfido soportaban el artesonado techo. En el extremo del departamento había un altar con una estatua de una deidad pagana. Y en el lado opuesto los magistrados luciendo sus togas oficiales ocupaban asientos prominentes. Delante de ellos había algunos soldados vigilando al prisionero.
El único prisionero esta vez era el niño Polio.
La palidez de su rostro contrastaba con su porte erguido y firme. La extraordinaria inteligencia que le había caracterizado siempre, no le abandonó en estos momentos solemnes. Sus ágiles miradas captaban todos los detalles de ese escenario. El sabía bien la inexorable condena que pendía inminentemente sobre él. Y con todo, ni la menor traza de temor o de indecisión pasaba siquiera por él.
El ya sabía que el único vínculo que le había unido a la tierra había partido. Las primeras horas de aquella mañana le habían saludado con la noticia de que su madre había sido llamada arriba. Le había sido transmitida por una persona que entendía que le fortalecería en su resolución. Ese mensajero había sido Marcelo. La benevolencia, bastante arriesgada, de Lúculo le había hecho posible esa entrevista. El pensamiento había sido acertado. Mientras su madre vi vía, el pensar en ella podía haber debilitado su resolución; mas ahora, liberada ella de las catacumbas con Cristo, él estaba animado del más vivo anhelo d partir también. En su fe sencillísima creía que 1 muerte le uniría en el instante a su bien amada madre. Animado de este sentir, esperaba ávidamente f interrogatorio.
﷓Quién eres tú?
﷓Marcos Servilio Polio.
﷓¿Qué edad tienes?
﷓Trece años.
Ante la mera mención de su nombre un murmullo de compasión se difundió entre la asamblea, pues ese nombre era muy conocido en Roma.
﷓Se te acusa del delito de ser cristiano. Tú ¿que dices?
﷓Excelencia, yo no soy responsable de ningún delito ﷓dijo el niño﷓. ¡Yo soy cristiano, y me complace íntimamente poder confesarlo delante de los hombres
﷓Es lo mismo que suelen decir todos ellos ﷓dijo indiferente uno de los jueces﷓. Todos ellos tienen la misma fórmula.
﷓¿Sabes tú cuál es la naturaleza de tu crimen?
﷓¡Yo no he cometido ningún crimen! ﷓dijo otra vez Polio﷓. Mi fe me enseña a temer solamente a Dios vivo y a honrar al emperador. Todas las leyes justas siempre las he obedecido. No soy, pues, ningún traidor.
﷓Ser cristiano es ser. traidor.
﷓¡Cristiano, lo soy; pero traidor, no!
﷓La ley del estado te prohíbe ser cristiano, bajo pena de muerte. Pues, si tú eres cristiano, debes morir.
﷓Yo soy cristiano ﷓repitió Polio firmemente.
﷓Entonces debes morir.
﷓Amén. Así sea.
﷓Pero, muchacho, ¿sabes tú lo que es sufrir la muerte?
﷓De la muerte. ¡Ah! he visto demasiado de la muerte durante los pocos meses últimos. Y siempre he estado a la expectativa del momento en que pueda ofrecer mi vida por mi Señor resucitado, cuando mi turno llegase.
﷓Muchacho, tú eres muy pequeño. Nosotros te compadecemos por tu tierna edad y falta de experiencia. Tú has sido instruido especialmente y en forma tan peculiar que apenas puedes ser responsable de esta tu temeraria locura. Por todas estas consideraciones queremos hacerte concesiones. Esta religión que te ciega neciamente es una necedad. Tú crees que un pobre judío, que fuera crucificado hace doscientos años, es Dios. Hay por ventura algo más absurdo que esto? Nuestra religión es la religión del estado. Tiene en sí lo suficiente para satisfacer las mentes de los menores y de los adultos, de los ignorantes y de los sabios. Deja, pues, esa loca superstición y vuelve a la religión más sabía y más antigua.
﷓Yo no puedo.
﷓Tú eres el último de una familia noble. El estado reconoce la dignidad y la nobleza de los Servilii. Tus antepasados disfrutaron de pompa, de riqueza y de poder. Tú ahora eres un mozuelo pobre y miserable y prisionero. Sé, pues, sabio, Polio. Piensa en la gloria de tus antecesores y arroja a un lado el miserable obstáculo que te está segregando de toda la ilustrísima fama de ellos.
﷓Yo no puedo.
﷓Has vivido como un reprobado miserable. El mendigo más pobre de Roma la pasa mucho mejor que tú. Su alimento lo obtiene con menos afanes y menos humillación. Su refugio se halla a la luz y al aire del día. Y sobre todo él siempre está seguro. Su vida es propia de él. El no tiene necesidad de vivir en permanente temor de la justicia de Roma. Pero tú has tenido que arrastrar una vida, la más miserable, siempre en necesidad apremiante, en peligro, en las tinieblas. Qué, pues, te ha dado tu ponderada religión? ¿Qué ha hecho por ti aquel judío deificado? Nada. Y peor que nada. Vuélvete, pues, de en pos de este engañador. En cambio tendrás la riqueza, la comodidad, los amigos y los honores del estado y el favor del emperador. Todo será tuyo.
﷓Yo no puedo.
﷓Tu padre fue un súbdito leal y un valiente soldado. El murió por su patria en el campo de batalla. Te dejó muy pequeño, pero como el único heredero de todos sus honores, y como el último puntal de su noble casa. Lejos estaría de él pensar siquiera en las pérfidas influencias que te cercarían descarriándote a la perdición. Tu madre, con su mente debilitada por el dolor, se rindió a las insidiosas astucias de los falsos maestros, y de la misma manera ella en su ignorancia labró la ruina tuya. Si tu padre viviera, tú serías ahora la esperanza de su nobilísima casta; tu misma madre también habría seguido fiel la fe de sus ilustres antepasados. ¿No valoras tú la memoria de tu padre? ¿Acaso no te corresponde hacia él principalmente un deber filial? ¿No piensas tú que es pecado amontonar deshonra sobre el glorioso nombre que debes enorgullecerte en llevar, arrojando sobre él el baldón de tu traición, siendo un nombre que se te ha transmitido sin mancha? Deja, pues, esas ilusiones locas que te ciegan. Por la memoria de tu padre, por el honor de tu familia, apártate de este camino que has tomado.
﷓De ninguna manera les hago yo deshonor. Mi fe es pura v santa. Yo puedo morir, pero no puedo traicionar a mi Salvador.
﷓Tú estás viendo que mostramos misericordia contigo. Tu noble nombre, así como tu inexperiencia, nos causan lástima. Si tú fueras un prisionero común te ofreceríamos en pocas palabras la simple elección entre retractarte o morir. Pero en este caso queremos razonar contigo, porque no queremos que se extinga una noble familia por la ignorancia u obstinación de un heredero degenerado.
﷓Os agradezco de todas vuestras consideraciones ﷓dijo Polio﷓, pero vuestros argumentos no significan nada para mí ante la suprema autoridad de mi Dios.
﷓¡Muchacho temerario e irreflexivo! Acaso puedes tú encontrar un argumento más poderoso. La ira del emperador es irresistible.
﷓Aun más terrible es la ira del Cordero.
﷓Eso que tú hablas es un lenguaje sin inteligencia. ;Qué es eso que llamas la ira del Cordero﷓ ;Por qué no piensas en lo que es inminente sobre ti?
﷓Mis hermanos y amigos ya han soportado todo lo que vosotros podéis hacer al cuerpo. Y yo confío que me sostendrá igual fortaleza.
﷓Pero ¿puedes tú soportar los terrores de la arena?
﷓Yo cuento con la fortaleza del que venció la muerte.
﷓¿Puedes tú enfrentarte con los leones y tigres salvajes que se precipitarán contra ti?.
﷓Aquel en quien yo confío no me abandona en el momento que lo necesito.
﷓Tú estás muy confiado.
﷓Precisamente confío en que me amó a tal extremo que se entregó a sí mismo por mí.
﷓Pero ¿no has pensado tú en la muerte por el fuego? ¿Estás listo para hacer frente a la muerte en las llamas de la pira?
﷓¡Ah! Sí debo sufrirlas, no me estremece. En lo peor de ellas cuento con mi Dios, y luego por siempre estaré con El.
﷓Estás poseído del fanatismo y de la superstición. No sabes tú qué es en realidad lo que te espera. Es, pues, muy fácil hacer frente a las amenazas, es fácil pronunciar palabras y hacer alarde de valor. Pero qué será de ti cuando te veas frente a la terrible realidad?
﷓Pues miraré hacia Aquel que nunca abandona a los suyos en la hora de la prueba.
﷓¡El no ha hecho nada por ti hasta este momento!
﷓E1 ha hecho todo por mí. El dio su propia vida para que yo viva. Por El yo tengo una vida que es mis noble y que es eterna y que no se puede comparar con la que vosotros me quitáis.
﷓Eso no es sino un sueño tuyo. Cómo es posible que un judío miserable pueda hacer esto?
﷓El es la plenitud de la divinidad, Dios manifestado en carne. El sufrió la muerte del cuerpo para que nosotros recibamos vida para el alma.
﷓Pero nada puede abrirte los ojos? ¿No te hasta que hasta ahora esa loca creencia no te ha traído nada más que miseria y dolor? ¿Vas a insistir en tu creencia? Ahora que ves que la muerte te es inevitable, ¿no vas a volverte de tus errores?
-El mismo me da fortaleza para vencer a la muerte. No la temo. La muerte para mí no es más que un sencillo paso de esta vida de dolor y de gemido a una bienaventuranza inmortal. Bien sea que yo muera devorado por las fieras salvajes o por las llamas, dará lo mismo. El me fortalecerá para que pueda permanecerle fiel. E1 me sostendrá y llevar! mi espíritu en el mismo instante a la vida inmortal en los cielos. La muerte, que vosotros teméis y con la que me amenazáis, no tiene terrores; empero la vida, esa vida a que me invitáis, tiene consecuencias más terribles que mil muertes en las llamas.
﷓Por última vez, muchacho, te damos una oportunidad. Nido temerario, cólmate y medita por un momento en tu necia carrera de insensatez. Prescinde por un instante de los dementes consejos de tus fanáticos maestros. Reflexiona en todo lo que se te ha dicho. Tienes todavía a tu disposición la vida, una vida llena de gozo y de placer, una vida rica en toda bendición. El honor, los amigos, la riqueza, el poder: todo es tuvo. Un nombre noble y las posesiones de tu familia te están esperando. ¡Todo eso es tuyo por herencia! Hoy para ganar estas cosas tú no tienes que hacer nada sino tomar esta copa y derramar su contenido en aquel altar. ¡Tómala, hijo! ¡Es el acto más sencillo, el que se te pide que hagas! ¡Resuélvete y ejecútalo! ¡Salva tu vida, sálvate a ti mismo de esa muerte angustiosa!
Todos los ojos de los presentes estaban clavados sobre Polio en el momento que se le hacía esta última oferta. Pues hasta aquí les había llenado de asombrosa admiración la firmeza en que se sostenía. Eso sobrepujaba el entendimiento de todos ellos.
Pero aun esta última instancia tan insidiosamente tentadora, no le causó el menor efecto. Pues el niño polio, con palidez en su rostro pero con fuego vehemente en el alma, hizo a un lado con firme serenidad la copa que le era propuesta.
﷓¡Jamás traicionaré a mi Salvador, que está a mi lado!
Ante aquellas palabras se hizo una pausa momentánea. Y luego se oyó la voz del magistrado supremo de la justicia romana:
﷓Tú has pronunciado tu propia sentencia mortal. Sacadlo de aquí, ﷓dijo a continuación a los soldados que se hallaban presentes.

***


13
LA MUERTE DE POLIO
Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de vida.

LA SENTENCIA DE POLIO fue sumarísima e irrevocable. El día siguiente hubo espectáculo en el Coliseo. Lleno hasta los asientos del tope con la multitud de romanos sedientos de sangre humana, fue un despliegue de la misma sucesión de horrores repugnantes que anteriormente se ha descrito.
Nuevamente los gladiadores pelearon y se mataran unos a otros, individualmente y en masa. Una variedad de formas de combate se conocían en la arena; y de ellas, las que más sufrimiento mortal infligían hallaban el mayor favor de los asistentes.
Otra vez se presentaron las escenas interminables de derramamiento de sangre y de agonía. Los feroces campeones del día recibieron las efímeras felicitaciones de los veleidosos espectadores. De nuevo el hombre peleó contra el hombre, o libró aun más feroces combates contra el tigre. Se repitió la escena del gladiador herido que miraba lastimero impetrando misericordia, no viendo otro signo sino el de muerte, los pulgares de los crueles espectadores vueltos hacia abajo.
Para saciar los apetitos de la multitud, ahora se demandaba una mayor y más desalmada matanza. Pues por aquel día no tenía atracción el mirar combates entre hombres cotejados. ¡Ah! Pero ya se sabía que los cristianos habían sido reservados para cerrar el espectáculo, y la aparición de ellos se esperaba y se imponía impacientemente.
Lúculo estaba entre los guardas cerca del escaño del emperador. Mas su semblante, de alegre que era, se había tornado pensativo.
Mucho más arriba, en los asientos detrás de él, había un rostro severo y palidísimo que sobresalían entre todos, por la mirada concentrada hacia la arena que tenía. Ese rostro era preso de una expresión de ansiedad tan profunda que hacía notable contraste con todos los que se encontraban reunidos en tan vasta asamblea.
De pronto se oyó el sonido del bronco rechinar de las rejas, y se vio saltar el primer tigre a la arena. Levantó la cabeza desafiante y se azotaba con su propia cola, acechando amenazante por todo el rededor, relumbrando sus feroces ojos sobre la enorme masa de seres humanos que colmaban el enorme anfiteatro.
No tardó en oírse un murmullo. Un muchacho fue arrojado a la arena.
De rostro pálido y contextura ligera, desnutrido en extremo, era nada ante la mole de la bestia furiosa. Y en son de escarnio se le había vestido como gladiador.
Y sin embargo, a despecho de su tierna infancia y su debilidad, no había nada en su rostro ni en su actitud que revelara el menor asomo de miedo. Revelaba posesión de sí mismo en su mirada apacible. Avanzó hacia adelante serenamente hasta el centro de la arena, y allí, a la vista de todos, elevó sus manos juntas, levantó sus miradas al cielo y habló a su Dios.
Mientras tanto el tigre seguía amenazante, desplazándose como al entrar. Había visto al niño pero no le había hecho efecto alguno. Seguía levantando las miradas de sus ojos sanguinarios hacia las enormes murallas y de vez en cuando lanzaba salvajes rugidos.
El hombre del rostro severo y triste miraba absorto como si toda su alma acompañara esa mirada.
El tigre por su parte no parecía mostrar el menor deseo de atacar al muchacho cristiano que seguía orando.
La multitud ya se tornó impaciente. Surgieron murmullos y exclamaciones y gritos con la intención de enfurecer a la fiera para que atacara a su víctima.
Pero ahora de en medio del tumulto surgió el sonido de una voz profunda y terrible:

¿Hasta cuándo, oh Dios, santo y verdadero, no
vengas Tú Nuestra sangre de los que moran en la tierra?

Siguió un silencio profundo y aterrorizado. Cada uno de los espectadores miraba al que estaba a su lado.
Pero el silencio fue interrumpido por la misma voz, que repitió con énfasis admonitivo:

He aquí, viene en las nubes;
Y todo ojo le verá,
Y también los que le traspasaron le verán;
Y todos los linajes de la tierra lamentarán a causa de El.
Así sea. Amén, Amén.

Tú eres justo, oh Señor,
Que eres, que eras y que has de ser,
Porque Tú has hecho juicio.
Porque ellos derramaron la sangre de los santos
y de los profetas.

Porque ellos son dignos.
Así, Señor Dios todopoderoso,
Tus juicios ﷓son justos y verdaderos.
Pero ahora los murmullos y los gritos y clamores cundieron por todas partes. Y no tardó en desaparecer la causa de la perturbación.
﷓Era uno de esos malditos cristianos. Era el fanático Cina. Lo habían tenido recluido cuatro días sin darle alimentos. ¡Sacadlo! ¡Afuera con él! ¡Echadlo al tigre!
Los clamores y las maldiciones surgían de todas partes, tornándose un solo y enorme estruendo. El tigre saltaba alrededor más frenéticamente. Los guardas escucharon las palabras de la multitud y se apresuraron a obedecer.
No tardaron en abrirse las rejas. Y la víctima fue arrojada al ruedo. Temeroso, macilento y en extremo pálido, avanzó hacia el centro con pasos trémulos. Sus ojos mostraban un brillo extraordinario, sus mejillas ardían enrojecidas, su cabello descuidado y su larga barba se veían enmarañados en una sola masa.
El tigre al verlo se encaminó saltando hacia él. Empero, a una corta distancia la fiera embravecida se agazapó. El niño, que había estado de rodillas, se puso en pie y miró. Por su parte Cina no veía tigre alguno. Sus miradas se dirigían a la turba, y agitando en alto su brazo macilento, clamó muy alto y en los mismos tonos admonitivos:
﷓¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra!
Su voz fue acallada por torrentes de sangre. No hubo sino un salto, una caída, y ante los ojos humanos, nada más.
Y ahora el tigre se encaminó hacia el niño. Su sed de sangre habíase excitado. Su pelaje erecto, flameantes los ojos, y azotándose con la cola, se mantenía inmóvil frente a su presa.
El niño vio llegar su porción última en la tierra, y nuevamente se arrodilló. El populacho enmudeció y quedó extático, preso de profunda excitación y en ansiosa espera de la nueva escena sanguinaria. Aquel hombre que había estado contemplando atentamente, ahora se levantó y permaneció de pie, aún contemplando la escena que se desarrollaba abajo. De detrás de él salieron inmediatos gritos que seguían en aumento de número y volumen: ﷓¡Abajo, abajo, siéntate! ¡No impidas la vista!
Pero el hombre, sea que no oía o bien intencionalmente, no hacía caso. Finalmente el ruido creció tanto que llamó la atención de los oficiales que estaban abajo, quienes voltearon para ver cuál era la causa.
Lúculo naturalmente fue uno de ellos. Habiendo volteado a mirar, vio toda la escena. Detuvo brevemente su mirada y palideció a muerte.
﷓¡Marcelo! ﷓exclamó él. Por un momento casi cayó hacia atrás, pero no tardó en recuperarse y se dirigió apresuradamente a la escena del disturbio.
Pero ahora había estallado un murmullo profundo entre el gentío. El tigre que había estado paseándose alrededor del niño una y otra vez, azotándose él mismo con creciente furia, ahora se había agazapado en preparativos para dar su final zarpazo.
El niño se levantó. En su rostro resplandecía una expresión angelical. Sus ojos despedían destellos de sublime entusiasmo. El ya no veía esta arena, ni las murallas gigantescas que le rodeaban, ni tampoco las largas hileras de asientos y las innumerables caras hostiles; ya no veía los implacables ojos de los crueles espectadores, ni menos la forma gigantesca del salvaje enemigo.
Su espíritu ya parecía ingresar victorioso por las puertas de oro de la Nueva Jerusalén, y la gloria inefable del pleno día de los cielos le inundó el rostro de sus fulgores.
﷓¡Madre, vengo contigo, ¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!
Esas palabras sonaron con toda nitidez y claridad en el oído de aquella multitud. Todos permanecieron en quietud sepulcral, y el tigre saltó. Los siguientes momentos no hubo más que una masa que se removía cubierta a medias por una nube de polvo.
La lucha concluyó. El tigre regresó; la arena había sido teñida de rojo, y sobre ella yacían los despojos mutilados del real y noble Polio.
Una vez al amparo del silencio que siguió, se dejó oír un clamor que tenía toda la intensidad de una trompeta que sobrecogió a cada uno de los presentes:
﷓Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh sepulcro, tu victoria?... Gracias sean a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Mil hombres se levantaron simultáneamente en arranques de ira e indignación. Mil manos se levantaron señalando hacia el atrevido intruso.
﷓¡Un cristiano! ¡Un cristiano! ¡A las llamas con él! ¡Echadlo al tigre! ¡Arrojadlo a la arena!
Con tales gritos contestó todo el gentío a la voz admonitiva.
Lúculo se hizo presente en el lugar en el momento preciso para rescatar a Marcelo de la turba enfurecida de romanos que se aprestaban a despedazarlo. Diríase que el tigre silvestre que estaba en la arena no estaba tan enfurecido y tan sediento de sangre como lo estaban ellos. Lúculo se precipitó impetuosamente entre todos, cual guarda de fieras salvajes.
Atemorizados por su autoridad se volvieron atrás, habiéndose acercado los soldados.
Lúculo no pudo hacer más que entregarles a Marcelo, y condujo la compañía fuera del anfiteatro.
Una vez afuera se hizo cargo él mismo del prisionero. Los soldados le siguieron a distancia.
﷓¡Ay, Marcelo, Marcelo! ¿No es una locura que expongas así tu vida?
﷓Yo hablé por un impulso del momento. ¡Pues aquel niño a quien yo amaba tanto moría ante mis ojos! ¡No pude contener mi propio ímpetu! ¡De eso me complazco y estoy muy lejos de arrepentirme! ¡Pues también estoy listo a ofrecer mi vida por mi Rey y mi Dios!
﷓Yo no puedo entrar en razones contigo. ¡Tus actos sobrepujan todo argumento y entendimiento!
﷓No fue mi intención entregarme; pero lo que he hecho, y cómo he sido inspirado a hacerlo me satisface íntimamente. Sí, voy gustoso y gozoso siguiendo el camino trazado por mi Redentor, de quien es mi vida, sea que viva o la ofrezca aquí.
﷓¡Ay, amigo querido! ¿No consideras tu vida?
﷓¡Yo amo a mi Salvador más que mi vida!
﷓Mira, Marcelo, el camino está abierto delante de ti. Huye velozmente. Corre, y salva tu vida.
Lúculo le dijo esto apuradamente en voz baja, abriéndole el paso mientras los soldados estaban como a veinte pasos atrás. Había toda la oportunidad de escapar.
Marcelo presionó la mano de su amigo.
﷓No, Lúculo, lejos sea de mí salvar mi vida con tu deshonra. Reconozco y amo ese tu gran corazón que todo lo pospone por el amigo, pero no voy a crearte dificultades por mi amistad.
Lúculo suspiró y siguió en silenciosa reflexión.

***

14
LA TENTACION
Todo esto te daré si postrado me adorares.


AQUELLA NOCHE LÚCULO permaneció en la celda con su amigo. Buscó todos los argumentos posibles para disuadirlo de su resolución. Apeló a todos los motivos que comúnmente influyen en los hombres. No hubo un solo medio de persuasión que él no empleara. Todos fueron en vano. La fe de Marcelo se hallaba firmemente apoyada, pues estaba fundada sobre la Roca de los Siglos, y ni la tormenta de las violentas amenazas, ni los más tiernos influjos de la amistad, pudieron debilitar en lo mínimo su consciente determinación.
﷓No ﷓dijo él﷓, mi ruta está trazada y yo la he elegido. Sea dolor o alegría que me venga en esta tierra, yo seguiré hasta el fin. Yo sé bien lo que me espera. He pesado todas las consecuencias de mis acciones, y a despecho de todo yo seguiré tal como lo resolví.
﷓Lo que te pido es la cosa más sencilla ﷓dijo Lúculo﷓. No quiero que dejes tu religión para siempre, sino sencillamente por el momento. Se ha desencadenado una enfurecida persecución, y ante tan terrible furia todos deben caer, sean jóvenes o viejos, nobles o esclavos. Tú bien has visto que no se respeta clase ni edad. Polio podría haber sido salvado si hubiera sido posible, pues había una gran simpatía en su favor.
Era solamente un niño, apenas responsable de sus propios actos erróneos; él también era noble, el último de antigua familia. Pero la ley es inexorable, y él hubo de sufrir la pena. Cina también podría habérsele pasado por alto. No era ni más ni menos que un loco. Empero, tan vehemente es el celo contra los cristianos que ni aun su evidente locura le pudo poner a salvo.
﷓Yo conozco bien que el príncipe de las tinieblas lucha contra el pueblo de Dios, el cual se halla fundado sobre la Roca, y las puertas del infierno no pueden prevalecer contra él. ¿Acaso no he visto yo sufrir igualmente a los buenos, los puros, los nobles, los santos y los inocentes? Acaso no sé que hay guerra sin misericordia contra los cristianos? Lo sabía muy bien mucho antes de convertirme. Y siempre he estado preparado para hacer frente a las consecuencias respectivas desde que he conocido personalmente a Jesús el Cristo como mi Señor y mi Salvador.
﷓Escucha, querido Marcelo. Te he dicho que sólo te pedía una cosa sencillísima, Pues esta religión que tú tanto aprecias, no es necesario que la abandones. Consérvala, si así debe ser. Pero amóldate a las circunstancias. Puesto que la tormenta está arreciando, es inteligente inclinarse y dejarla pasar. Toma una actitud de hombre inteligente, y no de fanático.
﷓¿Qué es lo que quisieras que yo haga?
﷓Es esto. Dentro de unos pocos años sucederá un gran cambio. Bien la persecución se desvanece, o bien se genera una reacción, o el emperador puede morir, y otros gobernantes de diferentes sentimientos le seguirán. Entonces será legal el hacerse cristiano. Entonces toda esta gente que hoy es afligida puede volver de sus escondites y ocupar sus antiguos puestos, y surgir a la dignidad y a la riqueza. Ten presente, pues, todo esto. Y por lo tanto, no arrojes así infructuosamente tu vida que todavía puede ser de servicio al estado y de felicidad para ti. Pues por ti mismo cuídala y resérvala. Mira alrededor de ti ahora. Considera todas estas cosas. Deja a un lado tu religión por un breve lapso, y vuelve a la religión del estado. Y eso sólo es cuestión de breve tiempo. Así puedes escapar del inminente peligro presente, y cuando vuelvan tiempos más felices, puedes volver. a ser cristiano en paz.
﷓Lúculo, esto es imposible. Es abominable a mi alma. ¿Podría acaso ser yo un doble hipócrita? Si tú comprendieras lo que en mí se ha realizado, no me pedirías ni por un momento que perjure mi alma inmortal ante el mundo y ante mi Dios. Es mucho mejor morir inmediatamente por las más severas torturas que al cuerpo le pueden inferir.
﷓Tú tomas posiciones tan extremas que me haces desesperar de tu vida, y de la esperanza de salvarte. ¿No quieres detenerte a contemplar este asunto racionalmente? No es cuestión de hacerse perjuro, sino táctica. No es hipocresía, sino sabiduría.
﷓Dios no permita que yo haga esto, de pecar contra El.
﷓Mira esto más. Tú solamente no te beneficiarás, sino a muchos más. Estos cristianos a quienes tú amas serán de esa manera ayudados por ti mucho más efectivamente que ahora. En su presente situación tú bien sabes que ellos no pueden vivir como antes de la simpatía y de la ayuda de aquellos que profesan la religión del estado, pero que en secreto prefieren la religión de los cristianos. ¿Acaso vas tú a llamar hipócritas y perjuros a esos hombres? ;No son ellos más bien vuestros benefactores y amigos?
﷓Estos seres jamás han llegado a conocer la verdadera fe y la esperanza cristiana que yo tengo. Ellos nunca conocieron el nuevo nacimiento, la nueva naturaleza divina, la presencia del Espíritu Santo morando en sus corazones, la comunión con el Hijo del Dios viviente, como yo lo he experimentado. Ellos no han conocido el amor de Dios que brota en sus corazones para darles nuevos sentimientos, esperanzas y deseos. Para ellos sencillamente simpatizar con los cristianos y ayudarles es una cosa buena; empero para el cristiano que es lo suficiente vil para abjurar de su fe y negar a su Salvador que lo redimió, nunca habrá suficiente generosidad en el corazón y en su alma de traidor para ayudar a sus hermanos abandonados.
﷓Entonces, Marcelo, no me queda sino una sola oferta más que te puedo hacer, y me iré. Es una última esperanza. No sé si será posible o no. Sin embargo, yo lo intentaré, si sólo pudiera lograr que dieras tu consentimiento. Se trata de esto. Tú no necesitas abjurar de tu fe; no necesitas ofrecer sacrificios a los dioses; no necesitas hacer la menor cosa que tú desapruebes. Dejemos que se olvide el pasado. Regresa otra vez no de corazón desde luego, sino en apariencia, a lo que eras antes. Tú eras un alegre y festivo soldado dedicado al cumplimiento de tu deber. Nunca tomaste parte en los servicios religiosos. Rara vez estuviste presente en los templos. Tú pasabas el tiempo en el cuartel, y tus devociones eran de carácter privado. Tú hacías acopio de sabiduría de los libros escritos por los filósofos y los sacerdotes. Haz todo esto nuevamente. Sencillamente vuelve a tus deberes.
﷓Preséntate nuevamente en público juntamente conmigo; nuevamente volvamos a nuestras amigables conversaciones, y dedícate a tus antiguos objetivos en la vida. Esto será muy fácil y agradable de hacer y no requiere nada que sea ruin y desagradable. Las altas autoridades pasarán por alto tu ausencia y tu mal proceder, y si ellos no quieren que vuelvas a ocupar tus anteriores honores, con todo puedes ser puesto nuevamente en el mando de tu legión. Todo irá bien. Se necesitará un poco de discreción, un cuerdo silencio, una aparente vuelta a tu antiguo turno de deberes. En el caso de que permanecieses en Roma, se pensará que las noticias de tu conversión al (cristianismo eran erróneas; y si sales al exterior, no se sabrá nado más.
﷓No, Lúculo; aun cuando yo consintiera en el plan que tú propones, no sería factible, por muchas razones. Se han hecho proclamas sobre mí; se han ofrecido recompensas por mi aprehensión; y sobre todo, mi última aparición en el Coliseo ante el mismo emperador fue suficiente para descartar toda esperanza de perdón. Pero yo no puedo consentirlo. A mi Salvador no se le puede adorar de esta manera. Sus seguidores le deben confesar abiertamente. El dice, "El que me confesare delante de los hombres, el hijo del hombre le confesará delante de los ángeles de Dios." Pues negarle en mi vida o en mis actos exteriores es precisamente lo mismo que negarle en la manera formal que prescribe la ley. Esto pues no puedo hacerlo yo. Aquel que a mí me amó primero, yo lo amo, porque El al amarme puso su vida en mi lugar. Mi más sublime gozo es proclamarle delante de los hombres; morir por El será el acto más noble que yo pueda hacer, y la corona de mártir será mi recompensa más gloriosa.
Lúculo no dijo nada más, habiéndose convencido de que toda persuasión era inútil. El resto del tiempo lo pasaron en conversación sobre otras cosas. Marcelo no desperdició estos últimos momentos preciosos que él pasó con su amigo. Expresándole la más profunda gratitud por su noble y generoso afecto, procuró recompensarle explicándole y familiarizándole con el más elevado tesoro que el hombre puede poseer: la fe en Cristo Jesús.
Lúculo le escuchaba pacientemente, más por amistad que por interés. Con todo, por lo menos algunas de las palabras de Marcelo quedaron indeleblemente impresas en su memoria.
El siguiente día se realizó el juicio correspondiente. Fue sumario y formal. Marcelo se mostró inconmovible y recibió su condena con actitud apacible. Se determinó la tarde de aquel mismo día para que sufriera su condena. A él no se le concedería el morir devorado por las fieras salvajes ni en manos de gladiadores, sino por medio de tormentos más refinados, los del fuego.
Fue, pues, en la pira, donde tantos cristianos habían dado ya su testimonio de la verdad, donde Marcelo también confirmó su fe rindiendo su vida. La pira se colocó al centro mismo del Coliseo, habiéndosele rodeado de enormes haces de combustible con especial prodigalidad.
Marcelo ingresó conducido por guardas selectos en cuanto a su mayor crueldad, los que le propinaban golpes y le ridiculizaban con anticipación a los horrores de la pena final. Al dirigir su mirada resuelta y serena alrededor del vasto círculo de rostros de hombres y mujeres, a cual más duro, cruel y despiadado, contempló satisfecho esa arena en donde millares de cristianos le habían antecedido en la partida instantánea a reunirse a las gloriosas huestes de mártires que por siempre adoran alrededor del trono. Su mente volvía a aquellos niños cuyo sacrificio él había presenciado aun desde las tinieblas, reviviendo en él ahora el himno triunfal con que ellos desfilaron:

Al que nos amó,
Y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre.

Llegó el momento en que los guardas trabaron de él con derroche de rudeza, la cual por no resistirles no merecía, y le condujeron a la pira, a la cual le amarraron con fuertes cadenas, que hicieron imposible el escape en que él no pensó.
Más bien se le oyó musitar, "Estoy listo para ser ofrecido... y el tiempo de mi partida ha llegado. . . Por lo demás me está guardada la corona de justicia que el Señor, juez justo, me dará hoy."
Aplicaron la antorcha que originaba enormes llamas, y densas nubes de humo ocultaban al mártir momentáneamente. Al aclarar, se le vio erguido en medio del fuego, elevados el rostro y las manos al cielo.
Las llamas se intensificaban y crecían alrededor de. él. Más y más se le acercaban, y fogatas devoradoras Je envolvían en círculos de fuego. De pronto le cubría un velo de humo, que luego desaparecía ante el azote potente de las lenguas de fuego.
Empero el mártir permanecía erguido, sufriendo con calma y serenidad la pavorosa agonía como asido de su Salvador. Allí El descendió ante la fe de su mártir, aunque nadie más le vio; siendo que su brazo eterno no se había acortado de en rededor de su seguidor fiel hasta esta muerte, inspirado y sostenido por su Espíritu.
Las llamas ya no sólo crecían y se acercaban al mártir sino que él se tornó en llama. La vida fue violentamente atacada hasta ser arrebatada, y las alas del espíritu se dispusieron a trasladarla fuera del dolor y de la muerte al paraíso.
La víctima al fin se sobresaltó convulsivo, como si le traspasara irresistiblemente un dolor más agudo, al que por último conquistó. Levantó los brazos en alto, y los agitó débilmente. Luego en postrer esfuerzo lanzó un agónico clamor en voz clara al oído de todos: "¡Victoria!"
Había sido el aliento postrero de está vida, y cayó hacia adelante inflamado en llamas; y el espíritu de Marcelo "había partido a estar con Cristo, lo cual es mucho mejor.”

***

15
LUCULO

La memoria del justo será bendita.

Un espectador hubo en aquella escena de tortura y de muerte cuyo rostro, que experimentaba la más profunda agonía, siempre estuvo fijo en Marcelo, cuyos ojos fueron ojos que vieron cada uno de los actos y expresiones de la víctima, y cuyos oídos recogieron cada palabra. Largo tiempo después que todos habían partido, él permanecía inmóvil, siendo el único ser humano en el enorme círculo de asientos vacíos. Al final se levantó para irse.
Lejos se hallaba él de la elasticidad característica de sus pasos. Se desplazaba con aire cabizbajo y débilísimo; su mirada de abstracción y el dolor del que todo él se hallaba embargado, lo hacían parecer a uno que había sido repentinamente víctima de una dolencia mortal. Hizo señales a algunos de los guardas, quienes le abrieron los portales que conducían a la arena.
—Traedme acá una urna cineraria —dijo al personal que se hallaba en las inmediaciones, al mismo tiempo que se encaminaba hacia las ascuas que ya se extinguían.
Unos cuantos fragmentos de huesos carbonizados y hechos polvo por la violencia de las llamas era todo lo que quedaba del cuerpo de Marcelo.
Tomando silenciosamente la urna que le alcanzó uno de los guardas admirado, Lúculo empezó a reunir todos los fragmentos humanos y el polvo que pudo encontrar.
En el momento que se ausentaba, se le apersonó un anciano, ante quien se detuvo mecánicamente.
— ¿Qué quieres pedirme? —le dijo cortésmente.
—Me llamo Honorio. Soy uno de los ancianos de los cristianos. Un amigo nuestro muy querido fue sacrificado en este lugar esta noche, y he venido confiando que se me permitirá recoger sus cenizas.
Lúculo le contestó con afabilidad, —Es un acierto que te hayas dirigido a mí, venerable maestro. Si tú hubieras descubierto tu nombre a otro, habrías sido capturado en el acto, porque se está ofreciendo un rescate por ti. Pero no te puedo conceder el pedido que me haces. Marcelo murió, y sus escasas cenizas las tengo en esta urna. Serán depositadas en una tumba en el mausoleo de mi familia con todas las ceremonias de honor, porque fue él mi más querido amigo, y su pérdida hace de esta tierra un desierto para mí, y del resto de mi vida la carga más penosa.
Honorio balbució con profundo entusiasmo, —Comprendo que tú no puedes ser otro sino Lúculo, de quien siempre le oí hablar palabras de afecto.
—Yo soy. Jamás hubo dos amigos más leales que nosotros. Si hubiera sido posible, yo le habría evitado el sacrificio. Jamás habría sido detenido él, si él mismo no se hubiese arrojado en las manos de la ley, como lo hizo. ¡Oh, destino inescrutable! Precisamente cuando yo había tomado todas las disposiciones para que jamás pudiera él ser capturado, pero él en persona se enfrentó al mismo emperador, y así fue como yo con mis propias manos fui obligado a conducir al ser que más amaba a la prisión y a la muerte.
—Lo que para ti es pérdida, es para él la ganancia más inconmensurable. Pues ha ingresado al reino de felicidad inmortal.
Lúculo exclamó profundamente, —Su muerte fue todo un triunfo. Yo he observado antes la muerte de muchos cristianos, pero no he sido tan impresionado por su esperanza y su confianza. Marcelo enfrentó la muerte como si ésta fuera la bendición más feliz.
—Así fue en cuanto a él, como también lo fue en cuanto a muchísimos otros, cuyos despojos yacen en el infausto confinamiento en donde estamos obligados a morar. A ellos quiero agregar las cenizas de Marcelo. ¿No convendría que así compartieran tumbas?
—Venerable Honorio, yo había abrigado la esperanza, desde que mi querido amigo me dejó, que por lo menos tendría el placer de llorarle y de prodigar a sus despojos los últimos honores piadosos, y de derramar mi llanto en su tumba.
—Pero, oh noble Lúculo, ¿no habría preferido tu amigo que se le diera sepultura con las ceremonias sencillas de su nueva fe, y un lugar de reposo juntamente con los otros mártires con cuyos nombres se encuentra él relacionado para siempre?
Lúculo quedó poseído de un profundo silencio, y después de haber pensado por algún tiempo, al final habló:
—No cabe la menor duda en cuanto a los deseos de él. Yo me rindo ante ellos, y me privo del honor de ofrecerle los ritos funerarios. Llévalos, venerable Honorio. Empero, permíteme que asista a vuestro servicio de sepelio. ¿No quisieras consentir que un soldado, a quien conocéis solamente como vuestro enemigo, ingrese a ese vuestro retiro y presencie vuestros actos?
—Ante ti nuestras puertas y corazones se abren en la más cordial bienvenida, oh noble Lúculo, como lo fue con Marcelo antes de ú, si por ventura tú recibieras entre nosotros la misma bienaventuranza que le fue concedida a él.
—No alimentéis una tal esperanza —dijo Lúculo—. Yo soy muy diferente de Marcelo en gustos y en sentimientos. Yo podría aprender a sentir benevolencia hacia vosotros, y aun a admiraros, pero nunca a unirme con vosotros.
—Ven con nosotros, como sea, y presencia los servicios del sepelio de tu amigo. Un mensajero vendrá por ti mañana.
Lúculo le hizo señal de asentimiento, y después de entregarle la preciosa urna a Honorio, se encaminó tristemente a su casa.
El siguiente día, en compañía del mensajero, se encaminó a las catacumbas. Allí se vio con la comunidad de los cristianos y contempló este lugar en que moraban, lo cual ya le había sido referido precisamente por su amigo, habiendo así tenido una idea previa de su vida, sus sufrimientos y sus afectos.
De nuevo las voces dolientes y lamentaciones llenaron las tenebrosas bóvedas e hicieron eco por todos los interminables pasillos, por otro hermano cuyo polvo se entregaba al polvo de la tumba. Pero el mismo pesar que hablaba del dolor mortal fue reemplazado por una sublime e inspirada certeza que expresaba la fe del alma que aspira, y una esperanza plena de un deseo vivo de su amado Señor.
Honorio tomó en sus manos el rollo precioso, la Palabra de vida, cuyas promesas eran tan poderosas que sostenían en medio de las más pesadas cargas y aflicciones, y en tono solemne leyó aquella parte de Primera Corintios, que en todas las épocas y en todos los climas ha sido tan preciosa al corazón que se remonta más allá de los reinos del tiempo en busca de consuelo en la perspectiva de la resurrección.
Seguidamente levantó la cabeza y en tonos fervientes ofreció una oración al Dios solo santo en los cielos, en el nombre de Jesucristo, el divino Mediador, por quien la muerte y la tumba fueran vencidas y asegurada la vida eterna.
El rostro pálido y triste de Lúculo era particularmente visible entre los dolientes. Aunque él no fuera cristiano, con todo admiraba tales doctrinas gloriosas, y escuchaba con reverencia tales exaltadas esperanzas. A él le fue concedido colocar las amadas cenizas dentro del lugar de reposo final; fueron sus ojos los últimos que se posaron en aquellos despojos queridos; sus manos colocaron en su lugar la loceta en que se había de grabar el nombre y epitafio de Marcelo.
Lúculo volvió a su casa, pero era un hombre nuevo. Su ufanía personal parecía haber sido subyugada bajo las Severas aflicciones que había sufrido.
Había tenido razón al decir que no se haría cristiano. Y aunque la muerte de su amigo le había embargado el corazón de tristeza, no había dolor por el pecado, ni arrepentimiento, ni anhelo de conocer al verdadero Dios viviente. Había perdido toda aquella habilidad de gozarse en el mundo, pero no había logrado ninguna otra fuente de felicidad.
Empero la memoria de su amigó tuvo la virtud de producirle un efecto. Sintió una simpatía profunda por el pobre pueblo oprimido con quien Marcelo había fraternizado. Admiraba sin comprender su constancia y los compadecía por sus inmerecidos sufrimientos. Tenía conciencia de que toda la virtud y bondad que pudiera quedar aún en todo el imperio romano, la poseían estos pobres reprobados.
Fueron esos sentimientos los que le llevaron a prestarles su ayuda. Les ofreció la amistad y las promesas de auxilio que una vez había prodigado a Marcelo. Sus soldados no capturaron a ningún otro cristiano, o si lo hacían, siempre se oiría posteriormente que habían escapado de algún modo inevitable. Su alta posición, su vasta riqueza, su ilimitada influencia, todo estaba al servicio de los cristianos. Su palacio llegó a hacerse muy bien conocido a ellos, como su más seguro refugio y lugar de ayuda, y su nombre gozaba del honor de ser el más poderoso de sus amigos humanos.
Pero todas las cosas llegan a su fin; y así también los sufrimientos de los cristianos y la amistad de Lúcu-lo llegaron a su término. Como un año después de la muerte de Marcelo, el severo emperador Decio fue destronado, y otro asumió el poder imperial. La persecución cesó. La paz volvió a las asambleas de los cristianos, y éstos salieron de las catacumbas a vivir gozosos a la saludable luz del día. De nuevo podían oir los humanos seres las alabanzas al Dios y Redentor de ellos, y de nuevo reiniciaron su interminable lucha con las huestes del mal.
Pasaron los años, y Lúculo no experimentó cambio alguno. Cuando Honorio salió de las catacumbas, fue llevado por Lúculo a su palacio, y moraba bajo su amparo por el resto de sus días en la tierra. El se esforzó por pagar su deuda de gratitud a su noble benefactor, haciéndole saber toda la verdad. Pero murió sin haber podido disfrutar del gozo por el que tanto había orado.
Al final la bendición llegó, pero después de haber transcurrido muchos años. Cuando ya Lúculo se acercaba a los límites de la vejez, llegó a escuchar la voz del Salvador. Pero largos años habían pasado desde que el mundo había perdido sus encantos para él. Las riquezas, el honor, el poder no le satisfacían en absoluto. Su vida se deslizaba bajo una sombra de tristeza que nadie le podía curar. Pero el Espíritu del Dios vivo llegó a posesionarse de él, y merced a su divina mediación pudo por fin regocijarse en el amor del Salvador, de cuya obra sobre el corazón humano había presenciado tantas y tan contundentes pruebas.
Largos siglos han transcurrido sobre la ciudad de los Césares, desde que la persecución de Decio arrojó a los humildes seguidores de Jesús a las lóbregas y gélidas catacumbas. Tomemos la Vía Apia y veamos qué nos enseña.
Delante de nosotros se despliega la larga fila de tumbas hasta la milenaria ciudad. Aquí los poderosos de esa Roma hallaron el lugar de su reposo, y aun hasta allí llevaron las pomposas muestras de cuanto pueden la riqueza, la gloria del mundo y el poder. Debajo de nosotros se hallan ocultas las rudas tumbas de aquéllos que en vida fueron reprobados como indignos de respirar el aire libre bajo el sol del cielo.
¡Observad el cambio! En derredor nuestro están aquellas tumbas señoriales todas en ruinas, su santidad profanada, sus puertas derribadas y su polvo llevado del viento. Los nombres de aquellos que allí fueron sepultados nadie los recuerda; el imperio que fundaron ha caído; las legiones que les llevaron en mil conquistas han dormido el sueño del que no despertarán hasta la segunda resurrección.
Pero la memoria de los perseguidos que yacen debajo, la asamblea del Dios de la tierra contempla con reverencia. Sus sepulcros se han tornado en santuarios de peregrinaje; y esa obra en la cual desempeñaron ellos un papel tan noble ha sido transmitida a nosotros para que la continuemos hasta que Jesús venga.
Humildes, despreciados, proscritos, afligidos, la fama se negó a asentar sus nombres en los rollos de la historia; con todo, esto al menos lo sabemos bien, que sus nombres están escritos en el Libro de la Vida, y su eterna comunión será con aquellos de quienes está escrito:

Estos son los que han venido de grande tribulación,
Y han lavado sus ropas,
Y las han blanqueado en la sangre del Cordero.
Por esto están delante del trono de Dios,
Y le sirven día y noche en su templo:
Y el que está sentado en el trono
Tenderá su pabellón sobre ellos.
No tendrán más hambre, ni sed,
Y el sol no caerá más sobre ellos,
Ni otro ningún calor.
Porque el Cordero que está en medio del trono
Los pastoreará,
Y los guiará a fuentes vivas de aguas:
Y Dios limpiará toda lágrima de los ojos de ellos.

***


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