LA JUSTIFICACIÓN: SU NECESIDAD Y FUNDAMENTO

por Prof. Alan D. Strange

El autor es el pastor asociado de la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa “Comunidad del Nuevo Pacto” en New Lenox, Illinois. El es el bibliotecario y enseña historia de la Iglesia en el Seminario Reformado Mid-America en Dyer, Indiana. .

Necesitamos una “Nueva Perspectiva sobre Pablo,” o algo así, han afirmado algunos eruditos del Nuevo Testamento en décadas recientes.  La “Nueva Perspectiva sobre Pablo” (NPP) ha impactado la interpretación Paulina en muchos puntos críticos, creando controversia particular en su reformulación de la doctrina de la justificación.
En tanto no todos los proponentes líderes de la NPP están acuerdo sobre la forma precisa de la doctrina de Pablo de la justificación, sí están de acuerdo de que en alguna medida los Reformadores y la enseñanza de la Reforma, como está reflejada en las confesiones reformadas y catecismos de los siglo dieciséis y diecisiete, erró en entender la doctrina de la justificación de Pablo (y también en formular su propia doctrina). Muchos adherentes de la NPP, por ejemplo, cuestionan la aseveración histórica reformada de que la justificación de los impíos es un interés central para Pablo.
Algunos promotores de la NPP aparentemente no quieren simplemente una relectura de Pablo, sino una relectura de toda la Biblia. Es muy cierto de que Lutero y los otros Reformadores se enfocaron particularmente en las epístolas de Pablo (especialmente Romanos y Gálatas) al formular su doctrina de la justificación, pero también es cierto de que toda la Escritura, correctamente interpretada, está interesada en el asunto de la justificación.

La Naturaleza de la Justificación

La justificación implica, primero que todo, la simple declaración de que uno es justo ante los ojos de un Dios santo y justo. Si entendemos correctamente que la justificación es un acto forense (legal), no transformativo, entonces entendemos que la justificación es la declaración del justo para ser justo (Deum. 25:1; Prov. 17:5; Luc. 7:29). Esto es por qué incluso se puede decir correctamente de Dios que es justificado (Sal. 51:4), es decir, es declarado ser lo que es---santo y justo. Este concepto de la justificación se halla no sólo en Pablo, sino en cualquier parte de la Palabra de Dios. Pero, ¿por qué, podemos preguntarnos, necesitamos ser justificados, y sobre qué base somos justificados?
Para entender la necesidad de, y la base de, la justificación, no empezamos en Pablo ni tampoco con la propia doctrina de la justificación, sino más atrás. Para ponerlo de otra manera, antes de lanzarnos a la soteriología (la doctrina de la salvación), en la cual, la justificación es una parte importante, necesitamos retroceder de la soteriología a la teología propia (la doctrina de Dios), a la antropología (la doctrina del hombre), y la Cristología (la doctrina de Cristo). El lugar para empezar, entendiendo correctamente la doctrina escritural de la justificación, es con la naturaleza y carácter de Dios, y del hombre, quien está hecho a la imagen y semejanza de Dios.
Al considerar la naturaleza y carácter de Dios en relación a la justificación, tal vez es la santidad y justicia de Dios más que ningún otro atributo que debe recibir nuestra atención. La Escritura está repleta del testimonio de la santidad de Dios. El libro de Isaías, por ejemplo, repetidamente presenta a Dios como Santo de Israel. En la visión de Isaías (6:1-7), el Señor es tres veces denominado santo, y es en esa luz que Isaías obtiene un verdadero entendimiento de su propia desgracia y necesidad. De hecho, Habacuc lo pone de esta manera: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (1:13). En un día en el cual la verdad se dice que es relativa y la culpa por el pecado es negada, es crucial oír y recibir el testimonio de la Palabra de Dios de su inefable santidad. Nadie más, de hecho, es santo como es el Señor solamente, quien es “majestuoso en santidad” (Éx. 15:11). La palabra santidad en la Escritura indica la separación de Dios del pecado e incluye el concepto moral de la justicia. La santidad implica más que justicia, pero nunca implica menos que justicia. Decir entonces que Dios es santo es decir, con respecto a la justicia, que él es puro y no está manchado por ningún pecado moral.

La Necesidad de la Justificación

Ya que Dios es santo y justo, él requiere de nosotros ser santos y justos. Esto es claro en pasajes como el Salmo 15 y 24, en los cuales, la pregunta es planteada: “¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?” (24:3). El salmista está preguntando quién puede acercarse al Señor, al Santo, y habitar en su presencia placentera. Y la respuesta, dada en el Salmo 24:4 (o Salmo 15:2-5) es, esencialmente: el que mantiene una pureza perfecta interna y externa. Aquí está la necesidad de la justificación: Dios es santo y requiere que nosotros seamos santos a fin de tener acceso a él.
Que Dios requiera del hombre ser perfectamente santo a fin de venir a su santa presencia es enteramente razonable. Ya que Dios es muy limpio de ojos para mirar el pecado, no debemos esperar otra cosa más que esa. Sería contrario a su propia naturaleza revelada admitir a alguien que sea menos que perfectamente santo en su presencia. 
Antes de la caída de Adán, esto no era un problema. La justificación de los píos---declarando que los píos son en verdad píos---es obvia y no problemática. Y ése era el caso antes de la caída de Adán en el pecado: Dios justificó a Adán antes de la Caída, es decir, Dios creó a Adán recto (Ecl. 7:29) y lo declaró ser “muy bueno” (Gén. 1:31). Adán fue creado puro por Dios, y Dios lo reconoció y lo declaró como tal, puesto que Dios siempre dice la verdad acerca de aquellos con quienes él trata, siendo justo y santo.
Como el Padre amoroso de Adán, quien en gran amor le proveyó todo lo que necesitaba, Dios creó a Adán, como enseñó Agustín, tanto capaz de pecar y capaz de no pecar. El arreglo que prevaleció con Adán antes de la Caída es a menudo referido como un pacto de vida o un pacto de obras (CFW 7.2; CMW 20; CmW 12; Gén. 2:15-7). Parece muy adecuado que Dios, habiendo hecho al hombre a su imagen, debiera entrar en una relación con él (de aquí, el aspecto pactal), y que la relación debiera ser predicada al hombre para continuar caminando en la santidad y justicia en la cual él fue creado (de aquí, el aspecto de las obras: Gén. 3:12; Rom. 10:5). 
No era que Adán antes de la Caída fuera autónomo en algún aspecto de su ser. Más bien, él era completamente dependiente de Dios para sostenerlo en justicia. Pero él era, mirando a Dios, capaz de no pecar. Cuando dejara de amar y adorar a Dios, cuando él dejara de confiar y obedecer a Dios, cuando él comiera del fruto del árbol prohibido, en ese día, seguramente moriría, llegando a estar espiritualmente muerto y alienado de la vida de Dios (Gén. 3:1-14).
En tanto que Adán continuó caminando en fidelidad al pacto, Dios continuó declarándolo justo. Si él no hubiera pecado cuando fue tentado, Dios lo hubiera declarado justo y lo hubiera confirmado en esa justicia. El hubiera pasado de ser capaz de pecar y capaz de no pecar a ser  incapaz de pecar. Claramente Dios no tenía la intención de que Adán permaneciera en la condición de ser capaz de pecar y capaz de no pecar, sino quería que él llegara al punto donde él sería  incapaz de pecar.
La intención de Dios es clara, porque aquí es donde él nos lleva a la glorificación. Porque Cristo, el último Adán, obedeció perfectamente (y pagó por nuestra desobediencia), seremos, en los nuevos cielos y nueva tierra, incapaces de pecar. Este es el horror de la Caída, y porque Adán fue nombrado como cabeza federal de la raza, la humanidad completa fue hundida en el pecado. Después de la Caída, el hombre es considerado como culpable del primer pecado de Adán, carece de justicia original, y toda su naturaleza está corrompida (CFW 18). El hombre ahora sufre de depravación total. En vez de ser declarado justo por un Dios santo, él es condenado por un Dios santo (Gén. 3:16-19).
Aquí está el problema---lo que John Murray llama “la pregunta religiosa básica”: ¿Cómo puede el hombre, siendo pecaminoso, esperar tener algún acercamiento cualquiera a un Dios santo? El peso de este problema necesita ser apreciado. Después del pecado de Adán, ya no somos más justos, no somos más santos, sino malvados e impíos. Somos de esta manera, en los términos del Salmo 24:3-4, incapaces de acercarnos a Dios. Adán y Eva necesitaban ser declarados justos una vez más. Pero ¿de qué manera Dios lo podía hacer? ¿Cómo puede Dios justificar al impío (Rom. 3:26)? Este es el gran dilema que todas las religiones del mundo intentan responder a su propia manera, y para el cual el Cristianismo bíblico solamente tiene la respuesta correcta.


El Fundamento de la Justificación

En verdad, ¿cómo puede Dios justificar al impío sin dejar de ser santo y justo? Después que Pablo concluye en Romanos 3:9-19 que toda la raza humana está perdida en el pecado, él nos da las malas noticias: Después de la Caída, “por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (v. 20). Antes de la Caída, la ley no era nuestro juez y condenador, pero en nuestra condición caída, pecaminosa y no regenerada, no puede ser más que eso.
En el resto de Romanos 3 y Romanos 4-5, Pablo establece cómo es que Dios puede ser justo y el justificador de los impíos. Aquí vemos el fundamento de la justificación de los impíos. Adán estaba obligado a obedecer, y al desobedecer incurrió en la ira y maldición de Dios. Adán, y nosotros en él, necesitamos que alguien deshaga o anule lo que Adán y nosotros hemos hecho. Es decir, nuestra transgresión de la ley necesita ser expiada. Y nosotros necesitamos de alguien que haga lo que Adán y nosotros no hemos hecho, es decir, guardar toda la ley que nosotros y Adán no hemos guardado.
Cristo deshace o anula lo que Adán y nosotros hemos hecho. Romanos 5:6-8 nos dice que, aunque éramos pecadores, Cristo murió por nosotros para que pudiéramos ser salvos de la ira y ser reconciliados con Dios (v. 9). Necesitamos ser salvos de la ira porque la justicia de Dios demanda satisfacción. La ira justa de Dios, la cual arde en contra nuestra por nuestro pecado, es satisfecha por “la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Rom. 3:24-25). Es decir, la pena que la ley violada demandaba, la cual después de la Caída nos da el “conocimiento del pecado” (Rom. 3:20), fue pagada por Cristo.
Dios quiso quebrantar a Cristo porque él llevó nuestras iniquidades (Is. 53:10-11). En toda su pasión, podemos decir, nunca actuó para sí mismo, sino siempre actuó por nosotros. No se defendió delante de sus acusadores (Marcos 15:2-5), por ejemplo, porque nosotros no tenemos ninguna defensa. Como el himnólogo dice: “El permaneció condenado en mi lugar.” El fue condenado porque él llevó mis pecados y porque yo merecía ser condenado. Para decirlo de otra manera, nuestros pecados---los pecados de su pueblo (incluyendo la culpa del primer pecado de Adán)---le fueron imputados, fuimos contados en él, y pagó por ellos enteramente.
Cristo anula lo que nosotros hemos hecho; él también hace lo que nosotros no hemos hecho. No solamente la pasión de Cristo, sino también toda su vida, fue por nosotros. Vemos esto, en el paralelo comprensivo establecido en Romanos 5:12-21, especialmente el versículo 19: “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos.” De este modo, nuestro pecado le fue imputado a él, y su justicia nos fue imputada---la justicia de su perfecta obediencia a la ley a nuestro favor.
Tristemente, hay aquellos incluso en círculos Reformados que han negado en tiempos más recientes, que la perfecta obediencia de la ley de Cristo sea imputada a los creyentes en su justificación. Ellos argumentan que mientras la iglesia siempre ha reconocido que Cristo murió por nuestros pecados (en algún sentido), esta idea de imputación es una innovación injustificada de la Reforma y Post-Reforma. Sin embargo, esta doctrina no sólo retrocede hasta Agustín, sino que tiene sus antecedentes en Ireneo, Tertuliano, Atanasio, y otros.
Estos padres de la iglesia entendieron que la Encarnación implica, en alguna medida, no solamente a Cristo como el último Adán anulando lo que el primer Adán hizo, sino haciendo lo que el primero falló en hacer---no meramente para que él pudiera ser cualificado para ser un perfecto sacrificio, sino para que por su propia perfecta humanidad él pudiera redimir la nuestra. Gálatas 4:4-5 nos dice que Cristo nació bajo la ley para que redimiese a los que estaban bajo la ley. En su vida como el segundo Adán, Cristo hizo lo que el primero no hizo---obedecer perfectamente durante su tiempo de prueba, en todas sus tentaciones (cf. Mateo 4:1-11).
Dios requiere justicia de nosotros para venir a su presencia, como hemos visto en el Salmo 24:3-4. Eso significa que Dios requiere tanto castigo por la desobediencia, y una obediencia perfecta de la ley. Si mi hijo falla en limpiar su cuarto de acuerdo a mis instrucciones, lo castigo por esa falta y subsiguientemente requiero de él que limpie el cuarto. Cristo toma el castigo por nuestra falta de guardar la ley, como también perfectamente la guarda por nosotros---deshaciendo o anulando lo que hemos hecho, y haciendo lo que no hemos hecho.
Aquí tenemos el fundamento de nuestra justificación: la obediencia activa y pasiva de Cristo. Su obediencia activa es su guardar la ley por nosotros. Su obediencia pasiva es su pago por nuestra falta para guardar la ley. Como 2 Corintios 5:21 dice, “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.” Lutero y Melanchton se refirieron a esto como el intercambio glorioso en el cual Cristo toma nuestros pecados (imputados a él) y nos da su justicia (imputada a nosotros), la cual recibimos y en la que descansamos por fe solamente (Rom. 3:28; 4:4-9).
Es esta nuestra proclamación de ser justos debido a la doble imputación en la cual nuestra justificación consiste. Antes de la Caída, éramos justificados, o declarados justos, porque éramos tales en nuestras propias personas. Después de la Caída, somos pecadores quienes tienen que ser justificados sobre alguna otra base. De este modo, vemos que el fundamento de la justificación de los impíos es enteramente externo a ellos. Nuestra justificación está enteramente basada en la obediencia de Cristo (activa y pasiva). Su justicia es nuestra, no a través de nuestra obediencia de la ley, sino a través o por medio de la fe en Cristo (Fil. 3:9).

Versión Castellana: Valentín Alpuche
Con el debido permiso
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"Articulo publicado originalmente en la revista de la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa "New Horizons" (Nuevos Horizontes)."
"Articulo publicado originalmente en la revista de la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa "New Horizons" (Nuevos Horizontes)."