"Todo El Que Quiera"
por Herman Hoeksema
www.iglesiareformada.com

ÍNDICE
Capítulo I: Todo El Que Quiera, Puede Venir
Capítulo II: Al Dios De Nuestra Salvación
Capítulo III: A Descansar
Capítulo IV: Al Agua Viva
Capítulo V: Al Pan De Vida
Capítulo VI: Al Libertador
Capítulo VII: A La Luz
Capítulo VIII: A La Resurrección
Capítulo IX: El Acto De Venir
Capítulo X: Si El Padre No Le Trajere
Capítulo XI: El Venir y La Predicación
Capítulo XII: Soberanía de Dios y Responsabilidad Humana
Capítulo XIII: Cada Vez Más Cerca



CAPITULO I
TODO EL QUE QUIERA, PUEDE VENIR

Todos conocemos muchos himnos de invitación. El coro de uno de ellos dice así: (versión libre)


"Todo el que quiera, puede venir.
Todo el que quiera;
Proclamadlo al salir:
El Padre amoroso invita a su casa.
Todo el que quiera, puede venir;
Todo el que quiera"


Podrán adivinar que he elegido el tema general de los siguientes capítulos con este himno en mente. Tengo razones muy concretas y un propósito específico para tratar sobre este asunto.


En primer lugar, ha sido mi experiencia en más de una ocasión que, al predicar la pura verdad de la gracia soberana, la buena noticia de que la salvación es del Señor y en ningún sentido del hombre, hay algunos que, al igual que los muchachos sentados en la plaza de los que habla nuestro Señor, me tocan este himno, pretendiendo que les baile una danza arminiana al son de sus flautas, convencidos de que sus palabras contradicen y echan por tierra la doctrina de que Dios salva soberanamente a quien él quiere, y que la voluntad del hombre no coopera en absoluto en su salvación. Ahora bien, es evidente que yo aborrezco la música arminiana en su totalidad: esa que exalta orgullosa el libre albedrío del pecador; y me es imposible bailar a su son. Por otro lado, es mi deseo sincero prevenir a los creyentes sobre el peligro que supone el error de atribuir la salvación a la decisión de la voluntad del pecador, y, al mismo tiempo, instruirles en la salvación por la gracia soberana de Dios; en tal sentido, creo que puede ser muy educativo y beneficioso tomar el tema de ese himno y exponerlo a la luz de la Escritura.


Hay que advertir que esto no tendría mayor sentido si el tema no fuese bíblico. Mal nos iría si tomásemos las palabras de un himno escrito por los hombres, como base de una discusión y presentación positivas del evangelio. Muchos himnos han servido, y sirven todavía, como un medio para instalar e inculcar falsas doctrinas en el corazón y la mente de los que los cantan. Pero respecto al que nos referimos, puede decirse que sus palabras son tomadas casi literalmente de la Escritura y, por lo tanto, ningún cristiano podrá objetarle nada, siempre que sea bien entendido e interpretado en conexión con el resto de la doctrina de la salvación por gracia. Sus palabras estarán tomadas, en parte, de Apocalipsis 22:17, donde leemos: "Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente". De todas maneras, la misma verdad se expresa de forma repetida y variada en la Escritura. En Isaías 55:1­3, se declara: "A todos los sedientos: Venid a las aguas; y a los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche. ¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia? Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra alma con grosura. Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David". A los que se quejen de que sus pecados los condenarán y, por tanto, no hay esperanza para ellos, el Señor les declara: "Vivo yo, dice Yahvéh el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos;¿por qué moriréis, oh casa de Israel?" (Ez. 33:11). El Señor nos asegura: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá" (Mt. 7:7,8). Su llamamiento es sin distinción: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar" (Mt. 11:28); "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Jn. 3:16). Y en el gran día de la fiesta de los tabernáculos en Jerusalén, clamó: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba".


Ciertamente, pues, el tema de ese himno es bíblico. Todo el que esté sediento, puede beber; el hambriento, comer; el necesitado puede pedir, y recibirá; todo el que desee salvación puede buscarla, y la encontrará; el que esté trabajado y cargado, puede venir a Jesús para encontrar descanso. Sí, "todo el que quiera, puede venir".


Sin embargo, tengo que rechazar enérgicamente que este himno se cante con el propósito, oculto o manifiesto, de contradecir y echar por tierra la doctrina de la salvación por la sola gracia soberana. Ni las palabras del himno, ni, menos aún, el texto de Apocalipsis 22:17, ni ninguno de los otros pasajes citados, pueden ser usados con ese propósito. Pues eso significaría la posibilidad de apelar a una parte de la Escritura para refutar otra, lo cual no puede admitirse en modo alguno. Porque la Biblia es la revelación del Dios vivo a través de Jesucristo nuestro Señor puesta por escrito. Y como Dios es uno, y Cristo es uno, así también la Escritura es una y no puede contradecirse a sí misma. Y si alguien canta o predica sobre el tema "todo el que quiera, puede venir", usando esas palabras para negar la verdad de la soberana gracia de Dios, entonces está distorsionando su verdadero significado.


Conviene recordar brevemente lo que implica la verdad de la salvación por la libre y soberana gracia de Dios. Esto significa, en general, que Dios es también el

soberano en la materia de la salvación. La salvación es desde el principio al fin una obra poderosa y prodigiosa de Dios, no menos prodigiosa, y, por tanto, no menos divina, que la obra de la creación. Es esa portentosa obra del Todopoderoso por la cual saca la luz de las tinieblas, la justicia de la injusticia, la gloria eterna de la más profunda miseria y vergüenza, la inmortalidad de la muerte; en fin, ¡el cielo del infierno! Es la maravilla de la gracia por la que Dios levanta a un mundo condenado, desde la profundidad de su miseria a la gloria de su alianza y reino celestial. Tal obra es absolutamente divina. El hombre no tiene parte alguna en ella, y no puede, de ninguna manera, cooperar con Dios en su propia salvación. En ningún sentido de la palabra, ni en ningún momento de la obra, depende la salvación de la acción o voluntad del hombre. De hecho, el pecador por sí mismo no tiene capacidad, ni quiere recibir esa salvación. Al contrario, todo lo que puede y quiere hacer es oponerse, resistirse a su propia salvación con toda la determinación de su pecaminoso corazón. Pero Dios ordenó y preparó esta salvación con absoluta soberana libertad para los suyos, sólo sus elegidos, y a ellos la otorgó. No porque la buscaran y desearan, sino a pesar de que nunca la quisieron. Él es más fuerte que el hombre y vence al más duro de los corazones y a la voluntad más rebelde. Dios reconcilia consigo al pecador, lo justifica y le da la fe en Cristo; lo libra del poder y del dominio del pecado y lo santifica, preservándolo hasta el fin. Todo esto pertenece a la maravillosa salvación, la cual se lleva a cabo por medio de la gracia soberana solamente.


No quede ninguna duda sobre el hecho de que la misma Biblia que enfatiza repetidamente y de muchas formas que "todo el que quiera, puede venir", también enseña enfáticamente que la salvación del pecador nunca, y en ningún sentido, depende de la voluntad de éste para venir, sino exclusivamente de la soberana voluntad de Dios que es el Señor. "Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó" (Ro. 8:29­30). Obsérvese bien que esos versículos presentan la salvación de los que antes conoció y ordenó, como un hecho ya cumplido: son justificados, llamados y glorificados. En su consejo, Dios conoce a los suyos como pecadores salvados y glorificados. De esta manera, pues, somos bendecidos con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, "según nos escogió en él antes de la fundación del mundo" (Ef. 1:3­4). "(Pues no habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama), se le dijo: El mayor servirá al menor. Como está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí" (Ro. 9:11­13). "Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia" (Ro. 9:16). Sí, "de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece" (Ro. 9:18). Sí, con plena seguridad, "todo el que quiera, puede venir"; pero también es verdad que "ninguno puede venir a mi, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero". Y otra vez se declara: "Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre" (Jn. 6:44­65). ¿Acaso no hemos leído nunca que "el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios"? ¿Y cómo buscará alguien lo que ni tan siquiera puede ver?

Que nadie se confunda, predicar o cantar que "todo el que quiera, puede venir" es algo correcto, y no tenemos nada que objetar. Cualquiera puede ir a Cristo y será recibido con toda seguridad. Nadie podrá jamás aparecer en el día de la revelación del justo juicio de Dios, diciendo que él anheló, deseó, quiso y procuró ardientemente venir a Cristo, pero fue rechazado. Eso no puede ocurrir. Ahora bien, si alguien canta o predica solamente esto, estará faltando en la presentación de la verdad completa del evangelio como es en Cristo Jesús y está revelada en la Escritura. Estaría hablando sólo una verdad a medias, lo que, por su naturaleza, es mucho más peligroso que una falsedad directa y específica. La parte mayor de esa verdad, la más básica e importante, la estaría olvidando u omitiendo intencionadamente. Uno puede proclamar con toda libertad que "todo el que quiera, puede venir", pero será infiel a su ministerio si no añade que "ninguno puede venir, si el Padre no lo trae", y "que no es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia".



Este énfasis tan parcial sobre lo que el hombre puede y debe hacer para ser salvo, sin mencionar la verdad de que no puede hacer nada, a menos que Dios obre las maravillas de su gracia sobre él, es precisamente una característica de la mayoría de los himnarios, en significativo contraste con la belleza y la fuerza de los Salmos. De igual manera, también la predicación moderna está rendida a esa parcialidad a la hora de presentar la salvación. No es extraño, pues, que estemos sufriendo esa caricatura de predicación, la cual consiste fundamentalmente en mendigarle al pecador para que venga a Jesús antes de que sea demasiado tarde; dejándole la falsa impresión de que está en su poder el venir hoy o mañana, o cuando más le convenga. Y presentando al mismo tiempo a un deseoso, pero impotente Jesús, que estaría siempre gustoso de salvar al pecador, pero que es incapaz de hacerlo a menos que el pecador dé su consentimiento. El "todo el que quiera, puede venir", se presenta como queriendo decir: "Todos los hombres pueden querer venir cuando lo deseen". Y en lugar de la verdad del evangelio: que ninguno puede venir a Cristo si el Padre no lo trae, ahora oímos: "¡Cristo no puede venir al pecador, a menos que éste se lo permita!" La cantinela de tal proclamación es: "Dios está dispuesto, Dios quiere y está anhelante, Dios está ansioso y abogando para que se le conceda el privilegio de lavar los pecados de cada alma con la preciosa sangre de su Hijo y heredero. Pero sus manos están atadas, su poder está limitado y su gracia frenada por el hombre. Si quieres ser salvo, Dios querrá salvarte. Si no quieres, entonces no hay nada que Dios pueda hacer para rescatarte del infierno". En eso se convierte la predicación del evangelio cuando la verdad de la gracia soberana de Dios es olvidada o negada. Si alguien quiere llamar evangelio a eso, allá él; ¡para mí no es más que blasfemia en nombre del Dios vivo! Un Dios ansioso e implorante, cuyo poder está limitado y cuyas manos pueden ser atadas por el soberbio y rebelde pecador, que es menos que el polvo de la balanza, ¡ese no es Dios, sino un ídolo miserable!


Por lo tanto, repito, que se proclame a los cuatro vientos que "todo el que quiera, puede venir", pero que no se haga como si eso fuese todo el evangelio, sino, como es en verdad, sólo una parte del mismo; y que no se falle en enfatizar la otra parte: que no es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Dios es Dios; y es el Señor también en el asunto de la salvación del pecador. En los próximos capítulos procuraremos establecer la relación que existe entre la voluntad soberana y la gracia de Dios con la voluntad de venir por parte del pecador. Esto envuelve varias cuestiones que tienen que responderse: cualquiera puede venir, sí, pero ¿a quién o a qué? ¿Con qué propósito, a buscar o recibir qué cosa vienen? ¿Qué significa venir? ¿Cómo es posible venir para el pecador? Etcétera.


Es necesario, sin embargo, indicar ahora de forma general, cuál es esa relación entre la voluntad soberana de Dios para salvar y la voluntad del hombre para venir. Es evidente en toda la Escritura, y se deduce claramente de la simple, pero fundamental, verdad de que Dios es el Señor, que esa relación no puede ser tal que la voluntad de Dios quede dependiente de la del hombre, y que si ésta no consiente, la de Dios es impotente para salvar. Tampoco puede plantearse esa relación como si fuese una simple cooperación, en la que el hombre sería una parte y su voluntad se juntase con la de Dios para obrar la salvación. ¡No! Dios es Dios. El hombre nunca es una parte en relación con él. Hablar de cooperación entre el hombre y Dios, es igual que hablar de cooperación entre el alfarero y el barro en la formación de una vasija. La relación verdadera es esa en la que la voluntad de Dios, de gracia y por misericordia, es siempre primero y opera poderosa, eficaz e irresistiblemente sobre la voluntad del pecador, de tal manera que éste desea, anhela y determina venir. La voluntad para venir por parte del pecador es el fruto de la gracia salvadora de Dios que obra poderosamente en él. ¡Nadie puede venir a Cristo, si el Padre no lo trae!


Por eso podemos decir que el que quiera venir esté seguro de que puede hacerlo, y será recibido; Cristo no lo echará fuera. El hecho de querer venir es precisamente una manifestación segura del propósito eterno de Dios para salvación con respecto a él, y un testimonio del poder de la gracia. ¿Quieres venir a Cristo? ¿Es tu deseo venir a él como la fuente de agua viva, para que puedas beber? ¿Anhelas venir a él como el pan de vida, para que puedas comerlo? ¡No dudes, pues! No te quedes lejos, mirando mil razones en ti mismo por las que no serías recibido. Porque "todo el que quiere" puede venir ciertamente y tomar del agua de la vida libremente, porque "el que quiere" ¡está ya dirigido por el Padre! Oye la voz del que es la Verdad: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y el que a mí viene, no le echo fuera".





CAPÍTULO II
AL DIOS DE NUESTRA SALVACIÓN

Inclinad vuestro oído, y venid a mí. (Is. 55:3)

Seguimos tratando el tema: "Todo el que quiera, puede venir". Sin embargo, antes de continuar, sería conveniente que considerásemos esas palabras más literalmente. Ya hemos dicho que están de acuerdo con las Escrituras, siempre que se entiendan en conformidad con ellas y se les dé el sentido bíblico preciso. Teniendo en cuenta, además, que no son una expresión literal completa, aunque se refieran posiblemente a Apocalipsis 22:17. Esto es algo común a muchos himnos de invitación: que usan declaraciones que sólo se encuentran parcialmente en la Escritura, o son presentadas fuera de su contexto, lo cual puede inducir a graves errores.

¿Qué se entiende por "todo el que quiera, puede venir"?

La implicación natural de esas palabras es, evidentemente, que todo el que quiera está autorizado y tiene el derecho a venir, no teniendo por qué temer a que sea rechazado. Con este significado estamos plenamente de acuerdo. Sin duda, nadie buscará sin encontrar, ni pedirá sin recibir, ni llamará en vano. Nadie que venga a Jesús encontrará el camino cerrado. No obstante, hay que preguntarse algo más: ¿por qué es esto así?, ¿cómo se puede explicar que todo el que quiera tiene el derecho a venir, y que puede estar seguro de que no será echado fuera?

La respuesta que dan muchos, y que refleja el significado atribuido generalmente a los himnos de invitación, es algo así como "que todos los hombres, sin excepción, tienen el derecho a venir, si lo usan y persisten en ello. Cristo murió por todos los hombres, en lo que se refiere a la intención de Dios, y, por lo tanto, obtuvo el derecho de venir a él para todos y cada uno. Además, todos tienen el poder para querer ir a Cristo, sólo necesitan usarlo correctamente. En su mano está el rechazar o aceptar a Cristo. Precisamente esto es lo que se les debe proclamar. Hay que decirles a todos que tienen el derecho y el poder de venir a Cristo, persuadiéndoles para que hagan la decisión correcta. Cristo ya hizo todo lo que estaba en su poder; ahora se encuentra a la puerta del corazón del hombre llamando; y ruega y pordiosea al pecador para que le deje entrar. La llave está dentro: Cristo no puede entrar, a menos que el pecador se lo conceda. La salvación es para todos, pero es el hombre quien tiene que tomarla".


Espero demostrar claramente que esa interpretación constituye un error pernicioso. Pernicioso y muy grave, porque con un tal Cristo que haya merecido la salvación para todos los hombres, sin excepción, pero que no pueda salvar realmente a ninguno, a menos que el pecador se lo permita, la salvación es, sencillamente, imposible. En contra de esa falsa doctrina, mantenemos que la gracia de Dios, cambiando el corazón del pecador, precede siempre al querer venir a Cristo. Ese querer es el fruto de dicha gracia. La voluntad perversa del pecador sólo puede querer venir a Cristo cuando la gracia eficaz e irresistible de Dios la cambia y la vuelve de raíz. Nadie dispone de esa voluntad en sí mismo. Es necesario pues, investigar lo que implica ese querer, y para ello, antes que nada, hay que saber a quién tiene que ir el pecador.


Alguno puede pensar que eso es muy simple: debemos ir a Jesús. Lo cual es correcto. Pero de ninguna manera será superfluo que se pregunte: ¿Y quién es este Jesús a

quien se debe venir? Si tenemos en cuenta la impresión que dejan muchos predicadores en nuestros días, Jesús tendría que ser la persona más popular del mundo. Qué otra cosa sería el que ofrece salvación de la muerte y las torturas del infierno, y llevarte a un cielo hermoso después de esta vida. Venir a él es lo más rentable: nadie paga un salario más alto. Además, no te obliga a nada: deja a tu solo criterio el que lo aceptes o no. En tu poder está el hacer una cosa u otra. Por si eso fuese poco, tienes la posibilidad de hacer tu decisión cuando te convenga, sólo te es necesario hacerla antes de morir. Realmente, ¿qué podría ser más atractivo para el hombre, que un Jesús así?, ¿qué adularía más al orgullo del pecador, que un Cristo que se encuentre a su merced para ser tomado o dejado? Sin duda, el pecador sentiría que le está haciendo un gran favor a Cristo por aceptarlo, y que es un hombre singularmente bueno al dejar que entre en su corazón; mucho más si se considera que otros hombres lo han rechazado. Por otro lado, pensaría que ha hecho el negocio de su vida, pues ha cambiado los servicios que obtenía del diablo por los del maravilloso nuevo contratado. Si fuese sólo un poco congruente, diría en su oración: "¡Oh! Dios, qué buena cosa es que yo no sea como los demás hombres, sino bueno en extremo, a tal punto de hacer posible que tú, por Cristo, me salves".


A simple vista, está claro que hay algo fundamentalmente falso en esta presentación de Jesús. Porque, en lo que se refiere a los hombres en su estado natural, no habrá para ellos alguien más impopular que el Cristo de la Biblia. Desde que Caín mató a Abel, hasta nuestros días, todo el mundo, como "mundo", siempre le ha aborrecido. Por eso mataron en la antigua dispensación a sus profetas y apedrearon a los que les fueron enviados de Dios para anunciarles a Cristo. Y cuando él mismo habitó entre nosotros, en los días de su carne, en sólo tres años de ministerio público levantó las iras y el rechazo contra su persona y obra, hasta el punto de echarlo como el más vil criminal y clavarlo en la cruz. Él mismo nos declara que el mundo le aborrece y aborrecerá también a los suyos, y que su iglesia será siempre una manada pequeña. Ante esto, es evidente que algo falla radicalmente en la presentación de un Jesús que le sea atractivo al hombre natural, y a quien cada uno tenga el poder de aceptar.


Entonces ¿qué? ¿A quién debemos ir?


La respuesta clave a esta pregunta es: ¡Tenemos que ir a DIOS!


Esta es la enseñanza de la Palabra de Dios. "Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más. Por mí mismo hice juramento, de mi boca salió palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda rodilla, y jurará toda lengua. Y se dirá de mí: Ciertamente en Yahvéh está la justicia y la fuerza; a él vendrán, y todos los que contra él se enardecen serán avergonzados" (Is. 45:22­24). "Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma;

haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David" (Is. 55:3). "Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahvéh, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar" (Is. 55:7). "Vuelve, oh Israel a Yahvéh tu Dios; porque por tu pecado has caído llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Yahvéh, y decidle: Quita toda iniquidad, y acepta el bien, y te ofreceremos ofrenda de nuestros labios" (Os 14:1,2). "Por eso pues, ahora, dice Yahvéh, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento" (Jl. 2:12). "Pero así dice Yahvéh a la casa de Israel: Buscadme, y viviréis. Buscad a Yahvéh, y vivid" (Am. 5:4,6). El Señor Jesús nos enseña que él es el camino hacia la casa del Padre, y que ninguno va al Padre, sino por él (Jn. 14:6); y es plenamente capaz de salvar al que se acerca a Dios por medio de él (He. 7:25).


Sí, tenemos que ir a Dios. "Todo el que quiera, puede venir", significa que "todo el que quiera ir a DIOS, puede hacerlo". Y tenemos que ir, no como un medio para obtener un fin, sino que el ir a él ES salvación; vamos al Dios que es DIOS, es decir, no un dios cualquiera de nuestra imaginación (que siempre sería un ídolo) sino al Dios vivo y verdadero como se nos revela en su Palabra. Tenemos que ir al Dios que mora en luz inaccesible; que es luz, y no hay tinieblas en él; que es bueno, es decir, que es la plenitud de toda infinita perfección, justicia, gracia y verdad, y en cuya presencia hay plenitud de gozo y alegría para siempre. Al que es demasiado puro de ojos para mirar la iniquidad, que ama la justicia y aborrece al impío cada momento; al que es fuego consumidor. Al grande, al glorioso, al terrible DIOS. Tenemos que entrar en su bendita compañía, en los secretos de su amistad, en su más íntima comunión, para que moremos en su casa como amigos del Amigo, gustemos que él es bueno, le conozcamos como fuimos conocidos; verle cara a cara; caminar y hablar con él; amarle como fuimos amados; tener nuestro deleite en su voluntad y glorificar su nombre para siempre. Cierto que ser salvo es ser librado del infierno, pero que se entienda bien que la tortura del infierno es sentir la ira de Dios y estar dejados y separados de él para toda la eternidad. Ser salvo es, ciertamente, ir al cielo; y el cielo es un lugar hermoso, una casa gloriosa con muchas moradas, una nueva creación y una nueva Jerusalén, con calles de oro y puertas de perlas; pero nada de esto tiene valor si no entendemos que el corazón y la esencia de todo ello es que Dios, el Padre, está allí, y que caminaremos por siempre bajo la luz de su gloria que llena la ciudad. Porque la vida eterna es conocerle (Jn. 17:3). "La vida sin Dios es muerte; buscar su rostro es el bien".


La situación de separación que supone el tener que "ir" a Dios, no era así en el principio. El hombre fue creado originalmente de tal manera que el verdadero conocimiento y la perfecta comunión con el Dios vivo eran su propia vida, y carecer de esa bendita comunión era no tener nada: sólo infierno y muerte. Su ser fue constituido de tal forma que su naturaleza estaba adaptada para llevar la imagen de Dios; para ser, en un sentido y medida de criatura, igual que Dios. Y no sólo eso, sino que fue investido con la imagen de Dios. Fue creado, pues, según la imagen de Dios: en verdadero conocimiento de él, en perfecta justicia, y santidad inmaculada. Por eso era capaz de conocer a Dios, tener comunión, amarle y ser amado, y servirle en libertad con todo su corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas. En eso consistía la vida y la gloria del hombre.

Pero el hombre no consideró que esto fuese su gloria, y se apartó del Dios vivo. Desacreditó su Palabra y siguió la del diablo. Violó el pacto de Dios y quebrantó su mandamiento. Se propuso buscar su vida y gloria fuera del Dios vivo. Por ello se hizo culpable, objeto de la justa ira de Dios, condenado y sujeto a la muerte. La sentencia de muerte se cumplió sobre él: se convirtió en tinieblas, corrupto de mente y corazón, esclavo del pecado y del diablo, y enemigo de Dios. Esa es su miseria. Por eso ahora tiene que volver a Dios, al Dios vivo, y el venir a él es su salvación.


Ahora bien, ¿cómo iremos a Dios? No es posible. Porque somos culpables a causa de nuestro pecado, y sólo podemos incrementar nuestra culpa con las obras diarias, y hemos perdido todo derecho a morar en la casa del Padre. Estamos desterrados de su hogar y no tenemos derecho a regresar. No vamos a él porque está terriblemente airado con el pecado y con todos los que hacen iniquidad. ¿Cómo nos atreveremos a acercarnos al que es fuego consumidor? No podemos ir porque somos corruptos por naturaleza, y el hombre natural es enemistad contra Dios. Con Dios está la luz eterna, y nosotros amamos más las tinieblas que la luz. A causa de nuestra necedad y aborrecimiento de Dios, no iremos a él porque buscamos la felicidad fuera suya en el camino de impiedad. ¿Cómo, pues, podremos acercarnos al Dios vivo y ser salvos? Esta es la respuesta: !Dios se ha revelado a sí mismo como el Dios de salvación a través de Jesucristo nuestro Señor! De manera que la respuesta a la pregunta de a quién tenemos que ir, no ha cambiado: tenemos que ir al Dios vivo; pero ahora toma nueva forma: tenemos que ir a través de Jesucristo, porque es capaz de salvar plenamente a todos los que se llegan a Dios por él. ¡Hay que venir a Jesús para ir a Dios! porque Jesús es la revelación del Dios de nuestra salvación.


Permítanme enfatizar que es al Jesús de la Escritura al que tenemos que acudir, y no a cualquier otro Cristo de nuestra imaginación. Son muchos los modernos "Jesús" de fabricación humana: todos ellos caracterizados por el dato de que el pecador puede ir a los tales sin tener que renunciar al orgullo de su pecaminoso corazón. A uno de

estos lo podemos llamar "el Gran Maestro"; cuando se predica a este Jesús se dice que sus enseñanzas son excelentes, especialmente las del sermón del monte, y que nosotros tenemos la bondad suficiente como para recibirlas y cumplirlas. Otro de esos Jesús podría ser "el Buen Ejemplo": que caminó iluminando para que los demás le siguieran; de ahí que debamos vivir siempre con esta interrogante: ¿qué haría él en nuestro lugar? Tal vez nos topemos con "la Consciencia de Dios": este Jesús descubrió que el hombre es hijo de Dios y así lo reveló a sus hermanos. Por eso tenemos que creer en la fraternidad de Dios y establecer la fraternidad humana en el mundo. Hay que procurar un estilo de vida cristiano para todos. De tal índole es el reino que tenemos que construir en la tierra. Todos estos Jesús nos muestran lo buenos que somos, y qué poder tan grande tenemos para hacer el bien, y cómo está en nosotros el obrar por sí mismos en el favor y amor de Dios. (Toda esta zurrapa moderna, que alimenta el orgullo del pecador, nada tiene que ver con el Cristo de la Escritura!


Tenemos que acudir a Jesús, y éste no deja en nosotros nada excepto la confesión de que somos pecadores, culpables y corruptos; pecadores que deben y pueden ser salvos sólo por la gracia pura y soberana. El Cristo de la Biblia es el que vino al mundo, el Hijo de Dios, que nació de la virgen María como niño indefenso en el pesebre de Belén: la segunda persona de la Trinidad, carne de nuestra carne, hueso de nuestros huesos. Él es quien habitó entre nosotros, y por su palabra y obra nos reveló al Padre, el Dios de nuestra salvación. El Cristo de la Escritura es el que murió en la cruz del Calvario, no por sus principios morales o sociales, no como un noble ejemplo para que le imitásemos, sino porque había sido entregado por nuestras transgresiones. Puso ante Dios el perfecto sacrificio por el pecado en nuestro lugar, y dio plena satisfacción a la justicia divina por todas nuestras transgresiones. Él es quien resucitó al tercer día para nuestra justificación, levantándose a una vida gloriosa, trascendente y victoriosa; la muerte ya no tiene más dominio sobre él. Ascendió a lo alto, y fue exaltado a la diestra de Dios, y recibió todo poder en el cielo y sobre la tierra, recibiendo la promesa del Espíritu. Él es el Espíritu vivificante, el Salvador, el Señor Todopoderoso, que tiene la prerrogativa y el poder de salvar a los pecadores, es decir, de llevarlos al Dios vivo, de introducirlos en la casa del Padre para que tengan vida, y la tengan más abundante que nunca. En él contemplamos al Reconciliador, al Justificador del impío, que no nos imputa iniquidad. Él es el Pan de vida que necesitamos comer; la Fuente de agua viva de la que tenemos que beber; Él es el Camino al Padre, ¡ir a Cristo es ir a Dios a través de él!


Mas, ¿quién quiere ir a Dios?


¿Lo hará el hombre natural?, ese del que la Escritura dice que está muerto en sus delitos y pecados (Ef. 2:1); que es y ama las tinieblas más que la luz, a la cual aborrece y no quiere venir a ella (Ef. 5:8. Jn. 3:19,20); que no busca a Dios ni hay temor de Dios delante de sus ojos, y cuya mente es enemistad contra Dios (Rom 3:11,18; 8:7). ¿Tendrá ese tal hombre el querer para ir a Dios por Jesucristo? ¡Jamás! Nunca irá al Dios vivo por sí mismo.


Sin embargo, eso no quita que sea plenamente cierto y seguro que "todo el que quiera, puede venir". Porque el que tiene sed del Dios vivo, ya ha sido guiado por el Padre. Y si alguno quiere ir a Dios a través de Cristo, es porque su mente ya ha sido iluminada y su voluntad cambiada de forma maravillosa por la poderosa gracia de Dios, el cual llama a las cosas que no son como si fuesen, y da vida a los muertos. Que nadie dude de ser recibido, porque Cristo mismo lo asegura: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí, y al que a mí viene, no le echo fuera".


CAPÍTULO III
A DESCANSAR

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. (Mt. 11:28)

Para ser salvos tenemos que ir a Dios. Pero no podemos hacerlo tal como somos: culpables y corrompidos con el pecado; por eso debemos ir a Jesús para, a través suyo, llegar a Dios. Porque Jesús es la revelación del Dios de nuestra salvación, y puede salvar plenamente a los que se acercan a Dios por él. Y todo el que quiera venir, puede hacerlo, teniendo la seguridad de que no será echado fuera.


Ahora bien, ¿quiénes son los que quieren venir a este Jesús, el Cristo de la Biblia? Con independencia de cómo se explique el hecho en sí, es evidente que no todos tienen el deseo de hacerlo, pues si lo tuvieran, vendrían. Sin embargo, la Escritura y la experiencia enseñan que no todos son salvos. Y cuando se les predica el evangelio sin distinción, de inmediato se percibe que muchos rechazan a Cristo, no quieren tener nada con él, y lo aborrecen y crucifican de nuevo; mientras que otros, por el contrario, lo reciben y se les da potestad de ser hechos hijos de Dios. Cristo está puesto para caída y levantamiento de muchos, no sólo en Israel, sino en todos los tiempos y entre todas las naciones (Lc. 2:34). Es una señal que será contradicha, y los pensamientos de muchos corazones serán revelados por él (Lc. 2:34,35). La palabra de la cruz es locura para unos, y poder de Dios para otros (la Co. 1:18). El Cristo crucificado es piedra de tropiezo para muchos, mientras que para otros es sabiduría de Dios (la Co. 1:23,24). Y los que predican el evangelio son olor de vida para vida a algunos, y a otros olor de muerte para muerte (2a Co. 2:15,16). El es la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; sobre la que muchos son edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo; mas para otros es piedra de tropiezo y roca que hace caer (la P. 2:5­8). Así fue cuando él mismo predicó el evangelio del reino en la tierra, y la misma separación entre los hombres sigue causando el evangelio hasta hoy.


¿Cómo se explica esta diferencia? ¿Qué hay en Jesús, el Cristo de la Escritura, para que unos estimen como estiércol todas las cosas en comparación con el conocimiento de su Señor, mientras otros le desprecian y rechazan y aborrecen más que a nada en el mundo? ¿Qué hay en los hombres para que expresen valoraciones tan radicalmente distintas, y asuman posiciones tan diametralmente opuestas? Todo el que quiera, puede venir. Seguro. Pero no todos quieren. ¿Por qué unos sí y otros no?


Para contestar a estas cuestiones necesitamos mirar más de cerca al Cristo de la Escritura, y examinar a los hombres en relación con él. ¿Quién es? ¿quién proclama ser este Jesús? ¿Qué promete a los que van a él, y qué deben realmente buscar, desear y amar?


Prestemos atención especial a esos pasajes en los que el Señor llama a los pecadores a venir a él. Uno de estos es el bien conocido de Mateo 11:28: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar".


Es evidente que el Salvador se presenta aquí a sí mismo como el Dador­de­descanso. Nótese, además, que esta declaración es positiva e ilimitada. Es positiva en su promesa: Os haré descansar. Precisamente por afirmaciones como esta se distingue Cristo de todos los demás: él habla con autoridad, no como los escribas. Cristo no dice: Os instruiré en el arte de garantizaros descanso por vosotros mismos; o, yo os enseñaré dónde podéis encontrarlo. No. Él dice positivamente: Os haré descansar. Además, es una declaración no limitada por el tiempo o el espacio, pues aún hoy sigue con nosotros. Fue pronunciada hace casi dos mil años en el pequeño Canaán, pero permanece oyéndose en todo el mundo. Es la única palabra con autoridad y poder que se oye en medio de un mundo lleno de intranquilidad, guerras, aborrecimientos, derramamientos de sangre y destrucción. (Venid a mí, y os haré descansar!


Puede que alguien piense que todo el mundo, especialmente en una situación como la actual, con el desgarro y el hastío de la guerra, atenderá esta llamada y se volverá a Cristo por descanso. Es cierto que estamos en guerra, la peor y más sangrienta de cuantas se han librado; pero ¿no luchamos por la paz, para que la paz mundial venga cuando termine el enfrentamiento? ¿No estamos buscando, hablando y planificando una paz real, justa y duradera para el mundo? Bien, entonces la solución parece fácil. Tenemos la voz que con autoridad proclama hasta los fines del mundo: "Venid a mí, y os daré descanso". En una situación tan dolorosa, ¡seguramente todos irán para que les cumpla su promesa! No. No es tan simple.


¿Es esta paz, este descanso humano, lo que Cristo promete?


La Escritura habla frecuentemente del reposo; y la idea es siempre la misma en esencia. En seis días creó Dios el mundo y el séptimo reposó. Ese es el reposo de Dios, su sabbat, su entrar en el gozo de su obra terminada. Y santificó ese día para el hombre, para que él también pudiera entrar en el reposo de Dios. La tierra de Canaán en la cual Yahvéh introdujo a su pueblo Israel era el reposo: allí viviría el pueblo en la comunión del pacto con el Señor su Dios. Y les ordenó guardar el sábado, el reposo de Dios. Sin embargo, también ha jurado que no entrarán en su reposo y están bajo su ira, todos los que divagan de corazón y no conocen sus caminos (Sal. 95:10-11). El pueblo hallará descanso para su alma en el camino de los mandamientos de Yahvéh (Jer. 6:16). La primera parte del capítulo cuarto de la carta a los Hebreos está dedicada enteramente a la cuestión del reposo. Allí aprendemos que ni el reposo de la creación en el día séptimo, ni el de Canaán, fueron terminantes y perfectos. Dios ha preparado otro mejor, más rico y permanente para su pueblo: el reposo en Cristo, el sábado eterno que queda para los redimidos. Ahora es el tiempo de procurar entrar en ese reposo (He. 4:1­11). De ese descanso habla la voz desde el cielo en Apocalipsis 14:13: "Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen". Es el estado opuesto al del impío que adora a la bestia y su imagen, el humo de cuyo tormento "sube por los siglos de los siglos. Y no tienen reposo de día ni de noche" (Ap. 14:11). Desde el principio la Escritura habla de este reposo como la realización de la promesa de Dios a su pueblo; y es del que habla el Salvador cuando dice: Venid a mí, y descansad.


¿Qué, pues, es el reposo, y cuál ese en particular que se nos presenta en la Escritura como el objeto final de la salvación?


Reposo no es lo mismo que ociosidad o mera inactividad. Porque, por un lado, un estado de estricta inactividad es imposible para el hombre, pues su espíritu siempre está ocupado, y es fácil que se recueste perezosamente en la cama sin obtener el descanso apetecido. Por otra parte, un estado de plena e intensa actividad es compatible con el reposo perfecto. En esa imagen tan bella y simbólica del estado de gloria presentada en Apocalipsis 4, leemos que los cuatro seres vivientes que están alrededor del trono de Dios y del Cordero "no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir" (vs. 8). ¿Quién no entiende que en esta glorificación constante del Altísimo se encuentra el disfrute del verdadero reposo? Aun el mismo descanso de nuestro día de reposo semanal no consiste en la mera cesación de todo trabajo, sino más bien en llenar el día hasta rebosar con la actividad de buscar el reino de Dios. Por lo tanto, el holgazán que pierde su tiempo el primer día de la semana, es más profanador del sábado que quien emplea el día en vender o labrar.


El reposo implica que una cierta tarea ha concluido, que la obra está completa y terminada, que el propósito se ha cumplido y se ha obtenido el fin apetecido, y ahora se entra en el disfrute de la obra acabada. Es ese estado de alma y cuerpo, de mente y corazón, en el que la más intensa actividad es, al mismo tiempo, perfecto reposo, y el trabajo es gozo perfecto.


Para el hombre este reposo consiste en la adecuada comunión con Dios. Como dijo Agustín: "Nuestro corazón está sin reposo, hasta que no descansa en ti". Porque el hombre fue creado a imagen de Dios, en verdadero conocimiento y santidad, dotado con el conocimiento de Dios que es vida, para que en esta semejanza pudiera ser el amigo de Dios, entrar en su más íntima comunión, disfrutar su favor y gustar que el Señor es bueno. Esta comunión suponía constante actividad, amando al Señor su Dios con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma y con todas sus fuerzas, y servir al Altísimo con todo su ser en gozosa y voluntaria obediencia. En ese estado puso Dios al hombre en el primer paraíso; un estado de rectitud, reposo e intensa actividad, de gozo y de paz, de vida y gloria, en el que continuamente procuraba el fin de tener comunión con Dios en el camino de la plena obediencia de amor. El ciclo semanal de seis días y uno, era un símbolo y sello para el hombre de esa perfecta relación de trabajo y reposo.


Pero el hombre no quiso a Dios. Cayó de su reposo y se precipitó en el desasosiego incurable del diablo. Rechazó la Palabra de su Dios y siguió la mentira de la serpiente. Rehusó caminar en la senda de la obediencia, sólo en la cual era posible obtener y gustar la bendita comunión con Dios, y se convirtió en desterrado, culpable y digno de muerte, objeto de la ira de Dios, bajo la cual pereció, con su entendimiento entenebrecido, corrupto de corazón y perverso de voluntad, enemigo de Dios, buscando reposo donde sólo se puede encontrar iniquidad, paz donde sólo hay guerra, y vida donde está la muerte. Atrayendo sobre sí tal carga de culpa que nunca la podrá expiar, sino que la incrementará cada día. Fue encadenado con grilletes de pecado y corrupción que nunca podrá romper, y quedó sometido al poder de la muerte, de la que nunca se podrá librar. Extraviado, inquieto, sin Dios en el mundo, es "como la mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo. No hay paz, dijo Dios, para el impío" (Is. 57:20,21).


Dios ha provisto, no obstante, un mejor descanso para su pueblo: el reposo de su pacto y reino eterno, en el que tendrá su tabernáculo con ellos para siempre en gloria celestial. Esa obra de Dios por la cual nos saca de nuestra senda de iniquidad a la gloria de su sábado eterno, es la maravilla de la gracia y la salvación. Porque este reposo final y eterno sólo se puede obtener por medio de una obediencia tal que sea capaz de vencer y borrar el pecado. La justicia de Dios debe ser satisfecha, el pecado expiado y establecido un fundamento de justicia. El pecador tiene que ser redimido, liberado del poder y dominio del pecado y la muerte, y revestido con una nueva justicia y una nueva vida para que tenga el derecho y el poder de comer del árbol de la vida que está en medio del paraíso de Dios. El reposo verdadero es, pues, cese del pecado: ese estado en el que el poder del pecado y de la muerte ha sido derrotado para siempre, y se ha logrado la justicia perfecta y la vida eterna en el tabernáculo celestial de Dios.


Ese reposo está en Cristo. Nunca podríamos cumplir la tarea de expiar nuestros pecados ni liberarnos del yugo de corrupción y del dominio de la muerte. Estamos aplastados por el pecado y no podernos movernos, y aunque intentásemos expiarlo, todo sería en vano. La obra es de Dios. Suyo es el reposo. El cumplió la obra en Cristo, su unigénito Hijo. Cristo es el reposo en sí mismo porque él es Enmanuel: Dios con nosotros; la naturaleza humana y la divina unidas para siempre en su bendita persona. Él mereció el reposo porque tomó todos nuestros pecados sobre sus poderosos hombros y cargó con el castigo en el madero maldito. La obra fue realizada: "Consumado es". Quitó toda nuestra culpa, venció el poder de la muerte y nos colocó en la gloria de su Resurrección. Subió a lo alto y recibió la promesa del Espíritu; así que él es el Espíritu vivificante, capaz de sacarnos del pecado a la justicia, de la muerte a la vida eterna. Y desde lo alto dice: "venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar".


¿Irán a Cristo? ¿Tiene alguien el deseo y la voluntad para entrar en su reposo? De sí mismo ¡nadie! Porque el querer ir está motivado por el anhelo de volver a Dios, y el hombre es su enemigo; implica la consciencia y el reconocimiento de que se está trabajado y cargado con un yugo de pecado que nunca puede quitarse. Querer ir supone reconocer que estamos aplastados y desesperados por el pecado y la muerte, y que todo nuestro esfuerzo es en vano. Significa reconocer que por nosotros mismos es imposible entrar en el reposo; implica que nuestros ojos estén puestos en Jesús como el Dador­de­descanso, y que le anhelemos esperando que nos lleve a Dios y su reposo. Que deseamos estar a bien con Dios, y no sabemos cómo; queremos dejar el pecado, y no podemos; queremos ir a la casa del Padre, y no sabemos. Solamente Cristo sabe y es capaz, ¡él es nuestra única esperanza! Todo eso significa querer ir a Cristo.


Pero el hombre natural no tiene de sí mismo este querer. Está trabajado y cargado, cierto, mas no del pecado como tal. Su conflicto es con la inquietud, la guerra, la destrucción, el derramamiento de sangre, la enfermedad, la angustia y la muerte. Y su esfuerzo está enfocado a eliminar esas trabas que fastidian su bienestar. Quiere establecer la paz y la felicidad y hacer un mundo mejor, pero no reconoce que su problema es su pecado, y que su inquietud y falta de reposo está causada por haber despreciado a Dios. No quiere cesar del pecado ni buscar a Dios. Busca el reposo y la paz precisamente en la esfera del pecado. Hace la guerra hablando bellas palabras de paz; presumiendo de justicia, aborrece la de Dios, y destruye el mundo, mientras proclama uno mejor. Realmente no quiere entrar en el reposo de Dios, ni venir a Cristo.


Mas ahora Cristo dice: ¡Ven! Y cuando él habla, ¿quién puede resistirse? Si hablo yo, si habla un simple hombre, si un predicador ruega, invita y persuade, eso no tiene ningún valor. Lo oyes con tu oído natural, lo ves con tus ojos naturales, y comprendes el significado, pero tu corazón está lejos, y rechazas a Cristo. Con ello demuestras que eres ciego, sordo y corrupto, agravando así tu culpabilidad. Pero no, no es la voz de un pecador, ¡es Cristo el que habla! El que una vez dijo ante la tumba de Lázaro: ¡Ven fuera!, también habla hoy por su Palabra y su Espíritu. Y por el poder de su Palabra recibes ojos para ver, oídos para oír y una mente iluminada para comprender tu miseria, el anhelo de ser libre y entrar en el reposo de Dios, y la voluntad para ir a Cristo. Y todo el que quiere puede ir sin temor. La promesa es tuya y nunca fallará: "Ven, y yo te haré descansar".



CAPÍTULO IV
AL AGUA VIVA

Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. (Jn. 7:37)

Las palabras "todo el que quiera, puede venir", se interpretan generalmente como queriendo decir que la salvación es un asunto dejado a la voluntad y decisión del pecador. Se reconoce que no todos son salvos, pues no todos quieren ir a Cristo, pero eso no sería debido a cualquier incapacidad de la voluntad o ceguera espiritual del entendimiento, sino simplemente a un mal uso del poder de la voluntad, de la que el hombre es dueño y señor. Aunque pueda admitirse que está inclinado por naturaleza a rechazar la salvación en Cristo, sin embargo, mantiene el poder para volverse y aceptarle: puede querer lo que le plazca, y desear todo lo que estime oportuno. Su voluntad es libre: soberana y arbitrariamente libre; por eso puede aceptar o rechazar a Cristo. Y esa facultad la conservará hasta la muerte. Lo que acepta hoy, puede dejarlo mañana. De ahí que sea salvo sólo si acepta a Cristo en el mismo instante de morir, o si mantiene hasta el final la decisión por Cristo que un día hizo. Si la aceptación ha durado toda una vida, pero al final se abandona, entonces estaría perdido.


Este planteamiento supone que es esencial para la libertad de la voluntad su condición de indiferencia o arbitrariedad, es decir, que puede escoger una cosa o su contrario sin ningún condicionante. Sin embargo, en esta postura no se explica por qué, si la voluntad es así, no siguen siempre en el peligro de elegir lo opuesto, y caer en la condenación, aquellos que gozan ya de la presencia de Cristo en el cielo. Mal encaja este tipo de libertad con la permanencia en la salvación para siempre.


En cualquier caso, es evidente que no podemos admitir ese planteamiento, pues es absurdo y opuesto a la experiencia, y contrario a todo lo que enseña la Escritura sobre el estado del hombre natural y sobre la gracia soberana de Dios para salvación. Una tal voluntad del hombre que sea indiferente y arbitraria, que pueda elegir una cosa o su opuesto, sencillamente no existe. La voluntad siempre está motivada para sus elecciones, nunca es neutral. Así ocurre en el mundo material; )por qué quieres comer o beber? porque tienes hambre o sed. Cuando quedas satisfecho entonces ya no quieres. Lo mismo ocurre en el plano espiritual. El querer ir a Cristo tiene unos motivos específicos. A él se va porque se está anhelante del Dios vivo; porque se está cansado del pecado y se busca reposo, el reposo del perdón, de la justicia eterna y de la comunión con Dios; se va a Cristo porque se sabe que él es el único camino; porque se está sediento del agua viva, y la Fuente está abierta sólo en él. Y todo esto de ninguna manera es del pecador mismo, sino el fruto de la gracia.


Cristo es la fuente del agua de vida. En el paraíso de Dios el río del agua de vida fluye del trono de Dios y del Cordero, lo que significa que procede de Dios a través de Cristo. En el último día, el gran día de la fiesta de los tabernáculos, cuando la jarra de oro se llenaba con agua del estanque de Siloé, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" (Jn. 7:37). A la samaritana en el pozo, le dijo: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías, y él te daría agua viva". Y luego: "Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna" (Jn. 4:10,13,14). La apertura de esta fuente de agua viva en Cristo ya fue tipificada y predicha siglos antes en la antigua dispensación. La sed de los hijos de Israel fue maravillosamente apagada con agua de la roca, y el apóstol Pablo refiriéndose a ese milagro de la gracia, escribe que "todos bebieron de la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo" (la Co. 10:4). Cristo los seguía en el peregrinar en el desierto, y se reveló a sí mismo al suplirles con agua de la roca. Es con la mirada puesta en su venida que clama Isaías: "A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio vino y leche" (Is. 55:1). Y también pudo proclamar la bendita promesa: "Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida" (Is. 44:3). Y el Señor promete por medio de su profeta Zacarías: "En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y la inmundicia". Y acontecerá en ese día de salvación "que saldrán de Jerusalén aguas vivas" (Zac. 13:1; 14:8). Ese manantial está abierto en Cristo, y de él fluyen los ríos de agua viva.


¿Qué significado tiene ese símbolo?


El agua tiene en la Biblia un significado simbólico muy rico. Algunas veces hace referencia a la aflicción profunda que anega nuestra alma y las olas que nos abaten. Como un signo de realidades espirituales indica tres cosas principalmente: separación, limpieza y vivificación espiritual, y renovación. El agua del bautismo es un signo y sello de la separación espiritual del mundo en la comunión con Cristo, así como de la limpieza del pecado para la justicia eterna. Por eso las aguas del diluvio fueron un tipo del bautismo en Cristo, pues por el agua (no por el arca) fue limpiada la iglesia y separada del mundo impío que pereció bajo las aguas del juicio (la P. 3:20,21). En el mismo sentido tipificaron el bautismo las aguas del Mar Rojo, porque por ellas el pueblo de Israel quedó separado para Dios frente a Faraón y su ejército, y la casa de servidumbre en Egipto. Y por el bautismo el viejo hombre de pecado es tragado y surge el nuevo en Cristo, separado del pecado y del mundo impío, resucitado con Cristo a una nueva vida de comunión con Dios.

Es evidente, sin embargo, que el significado es algo diferente cuando se refiere a Cristo como la fuente de agua viva. En este caso indica vivificación, renovación, y satisfacción completa. Puede decirse, en primer lugar, que el agua viva (o de vida) representa principalmente, y en su sentido más profundo, al Espíritu Santo como el Espíritu de Cristo, por quien todas las bendiciones espirituales de salvación son concedidas a la Iglesia como un todo, y a cada creyente en particular. Ese Espíritu es el río de agua de vida que fluye constantemente de Dios a través de Cristo en la Iglesia. Esto queda señalado en Isaías 44:3, porque después de decir "derramaré aguas sobre el sequedal", explica el símbolo añadiendo: "Y derramaré mi Espíritu sobre tu generación". Así lo afirma igualmente Juan 7:37­39, pues la promesa del agua viva la explica el apóstol diciendo: "Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él". Y la imagen del río de agua de vida en Apocalipsis 22 muestra la misma idea, pues el río se presenta como saliendo del trono de Dios y del Cordero. Con la exaltación del Salvador y el derramamiento del Espíritu Santo poco después, en el día de Pentecostés, fue cumplida la promesa: el río de agua de vida comienza a fluir y se abrió la fuente de agua viva.


El río de agua viva representa al Espíritu Santo precisamente como el autor de nuestra salvación, que lleva a cabo en nosotros todas las bendiciones espirituales en los lugares celestiales en Cristo; bendiciones que él obtuvo para nosotros por medio de su perfecta obediencia, y su Espíritu las toma de él para concederlas a su pueblo. A este Espíritu se le llama Espíritu de vida; Espíritu de adopción, por el cual clamamos Abba, Padre; Espíritu de verdad, que nos guía a toda verdad; Espíritu vivificante; de santidad y santificación; de sabiduría, conocimiento y revelación; en fin, el Espíritu de Cristo.


Según esto, él es quien nos regenera y nos hace nacer de nuevo: partícipes de la resurrección de Cristo. Nos da comprensión y discernimiento de las cosas espirituales, ojos para ver, oídos para oír, corazones renovados para entender los misterios del reino de los cielos. Por él somos llamados de las tinieblas a la luz, del pecado a la justicia, de la corrupción a la santidad, de la muerte a la vida. Todas las bendiciones espirituales de conocimiento y sabiduría, de vida y gloria, de justicia y santidad, y todas las riquezas de la gracia, fluyen constantemente de Cristo en el Espíritu a toda la Iglesia y a cada creyente. Por esa gracia abundante somos renovados continuamente para vida eterna. Y este raudal de bendición espiritual queda simbolizado por el agua viva, o el río de agua de vida.


La multitud de bendiciones espirituales de salvación tienen su base y fundamento en una: la justicia perfecta. La justicia y la salvación están ligadas y conectadas de forma tan inseparable, que a veces la propia Escritura las intercambia. Tal como la esencia real de nuestra miseria es el pecado, así la justicia lo es de la salvación. Sin ella no hay vida, ni favor de Dios, ni comunión con él. Tenemos, por consiguiente, que ser hechos justos, y eso tanto en el sentido jurídico­legal como en el ético­espiritual. Necesitamos ser justificados. Nuestros pecados han de ser borrados y perdonados, y se nos tiene que imputar la justicia de Cristo, de manera que, aunque vivamos en medio del pecado y la muerte, nos podamos gloriar en nuestra justificación, con la certeza de ser justos ante los ojos de Dios. Mas también tenemos que ser santificados, vivificados a una nueva vida delante de Dios en santidad, libres de las tinieblas, la corrupción y toda mancha. Todo esto lo abarca la justicia, por eso en ella consiste nuestra salvación. Por lo cual puede decirse realmente que el agua de vida que fluye del trono de Dios y del Cordero, es un manantial constante de justicia, perdón, luz, santidad, amor a Dios, y vida eterna. ¡Benditos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados!


Hay que ir, pues, a Cristo para beber el agua de la vida, esto es, recibir de él y apropiarnos todas las bendiciones espirituales de la gracia para obtener justicia y vida. Cristo dice: "Ven a mí y bebe". Entendamos bien esto. Es el Cristo de la Biblia, el Hijo de Dios encarnado, el que habitó con nosotros, que nos ha revelado al Padre y habla palabras de vida eterna, el que fue ordenado para morir en la cruz por nuestras transgresiones y fue resucitado al tercer día para nuestra justificación, el que fue exaltado en los cielos y recibió la promesa del Espíritu Santo, el que, finalmente, derramó su Espíritu en la Iglesia el día de Pentecostés: ese Cristo, y no otro, es la fuente abierta del agua de vida; él es nuestra justicia y nuestra redención completa, y se nos da a sí mismo y todas sus bendiciones de salvación por medio de su Espíritu. Y todo esto se realiza de una manera tal, que nos apropiamos y recibimos todas esas bendiciones espirituales de salvación por un acto consciente y voluntario de nuestra parte, con el que correspondemos al acto de Cristo de darse a nosotros. Este acto nuestro se expresa por las palabras "venir" y "beber". El agua de la vida, si se me permite usar la comparación, no es introducida en nuestra garganta por un tubo, sin que hagamos nada o en contra de nuestra voluntad. Aunque eso fuera posible, de ese modo nunca podríamos gustar su pureza y dulzura renovadoras. Y Dios quiere precisamente que la gustemos. Quiere que gustemos la gracia para cuya gloria hemos sido salvados, y que conscientemente experimentemos sus maravillas. ¡Hay que venir y beber!


¿Qué significa venir y beber de la Fuente de agua viva? Significa que estamos sedientos: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba"; "a todos los sedientos: ¡Venid a las aguas!" Esta sed forma parte del querer venir. A menos que el pecador tenga sed del agua de vida, es decir, de justicia, nunca vendrá a Cristo, ni querrá beber en absoluto. Y esta sed implica, en primer lugar, que su alma tiene una profunda consciencia de su estado de pecado, de su condición perdida, de su carencia de toda justicia y de estar lleno de todo pecado y corrupción que le hace culpable delante de Dios. Implica que deplora su pecado en verdadero arrepentimiento y anhela el perdón, y la liberación de su poder y dominio, y busca ser revestido con las ropas de justicia. Significa, igualmente, que reconoce que Cristo, como la plenitud de la justicia, es la única Fuente de agua de vida de la que tiene que beber. Significa que el pecador suspira por Cristo y todas sus bendiciones de salvación. Pero es necesario más: tiene que oír y atender la palabra de Cristo: "Ven a mí y bebe". No se trata solamente de reconocer su miseria y la grandeza de Cristo, sino que debe volverse a él, recibirle, creer en él y por fe obtener perdón y justicia, sabiduría y conocimiento, luz y vida eterna. Entonces, y sólo entonces, beberá y su alma quedará saciada.


"A todos los sedientos: ¡Venid a las aguas!"; "Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente". No os quepa duda, todo el que quiera puede venir a Cristo y beber del agua de vida.


¿Quién vendrá? ¿Cuál es la relación entre Cristo como la Fuente de agua viva y el pecador? ¿Se trata simplemente de que Cristo es la Fuente que brota y brota, y envía a sus predicadores para que llamen la atención de la gente respecto a ese manantial, limitándose a esperar que alguien decida venir y beber? ¡No! Si fuera así, nadie vendría; todos despreciarían esa fuente. Porque todos los hombres son por naturaleza hijos de ira, muertos en delitos y pecados, siguiendo la corriente de este mundo, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos. Tienen sed, pero no de justicia. Su sed es para las cosas del mundo, de los deseos de la carne, de los deseos de los ojos y de la vanagloria de la vida. El hombre natural siempre se gloría de su propia justicia y desprecia con el pie la de Dios. Si el venir depende de su voluntad, jamás vendrá. Ni el más formidable ejército de atrayentes y hábiles predicadores podrá nunca persuadir a un solo pecador para que venga y beba. Nadie tiene de sí mismo este querer.


Mas Cristo está en primer lugar. Y nuestro querer ir y tomar del agua de vida gratuitamente es sólo la reacción de su acto de gracia por el que se da a sí mismo a nosotros. Él se nos da, y nosotros le recibimos. Nos da ojos espirituales para ver nuestra propia miseria y desdicha espiritual, y vemos las riquezas de su plenitud; entonces le miramos como nunca antes lo habíamos hecho. El nos lleva, y nosotros vamos. Nos da sed, y bebemos. Cambia nuestro corazón, nuestra mente, y nuestra voluntad por su Espíritu y su Palabra, y le encontramos más precioso que todas las riquezas del mundo, y todo lo consideramos estiércol ante la excelencia de su conocimiento.


¡Que nadie se gloríe en sí mismo!


Si no tienes sed del Cristo vivo, se debe a que eres ciego, muerto, desnudo y miserable; enemigo de Dios, aborreciendo toda justicia aunque presumas de bondad; amas más las tinieblas que la luz, y te glorías en tu propia vergüenza. No te llenes de soberbia delante de Dios, como si tuvieras el poder de decidir venir a él cuando te plazca. Cristo es el Señor. ¡Nadie va a él, si el Padre no lo trae!


Por otra parte, si tienes sed y vienes a Cristo para beber, no te ensalces, pues no has venido de ti mismo. Fue su gracia la que te dio la sed. Fue él quien dijo: ¡Ven! y tú fuiste. Fue él quien se dio a sí mismo a ti, y tú bebiste, y continúas bebiendo para vida eterna. ¡El que se gloría, gloríese en el Señor!




CAPITULO V
AL PAN DE VIDA

Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo.
(Jn. 6:33)

Uno de los milagros más asombrosos de la antigua dispensación fue la alimentación del pueblo de Israel, diariamente, con el pan llovido del cielo: el maravilloso maná. ¡Qué misterioso, qué inexplicable era este pan del cielo! Su apariencia era como una cosa menuda, redondo, como semilla de culantro, semejante a la escarcha. Caía cada mañana, y nunca faltó; mas el sábado era en vano ir a recogerlo. Suplía a los hijos de Israel día a día; si pretendían guardarlo de un día para otro, se les corrompía en sus despensas. Sin embargo, lo que recogían el día sexto para el sábado nunca se estropeó. Tenía que ser recogido al amanecer, pues saliendo el sol se derretía; aun así, era tan sólido como para ser majado en el mortero y cocido en el fuego. Su destinatario era exclusivamente el pueblo de Israel, pues caía sólo alrededor del campamento; y su duración fue solamente durante el tiempo de la travesía del desierto. Jamás antes, ni después, se vio algo parecido. En términos actuales, el maná debió ser una comida muy sabrosa y saludable, con todas las vitaminas necesarias, pues fue capaz de mantener vivas y fuertes, durante cuarenta años, a más de un millón de personas. Sin duda, el maná llovido del cielo ha sido una de las señales más extraordinarias que la tierra ha contemplado.

De manera similar, una de las maravillas más ilustrativas de las que realizó nuestro Salvador durante su ministerio público, fue la alimentación de los cinco mil a orillas del mar de Tiberias. Cinco panes y dos pececillos fueron multiplicados en sus manos hasta que hubo suficiente comida para cinco mil hambrientas personas, y los discípulos aun llenaron doce cestas con lo sobrante. No es extraño que la multitud, llena de entusiasmo por lo que vieron sus ojos, quisiera coronarle rey a la fuerza. Habían oído por Moisés del maná en el desierto, pero este milagro sobrepasaba en gloria, porque aquí sólo tuvieron que sentarse y recibir el alimento ya listo para comerlo.


Sin embargo, tales signos del poder maravilloso de Dios, que tienen lugar en la esfera de lo natural y terreno, fueron sólo indicadores de la suprema y más misteriosa maravilla de la gracia en la esfera de lo espiritual y celestial. Pues con referencia al maná en el desierto, el apóstol Pablo escribe en 1ª Corintios 10:3, que "todos comieron del mismo alimento espiritual". Y "el maná escondido" es la promesa para los santos victoriosos (Ap. 2:17). Al día siguiente de la multiplicación de los panes, al encontrarse Jesús con los que se habían saciado, les recriminó que sólo lo seguían por el pan terreno, pero no vieron la realidad de aquella señal; y les explicó su significado, presentándose él mismo como el pan de vida. "Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo ... Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre ... Yo soy el pan vivo que descendió del cielo ... El que cree en mí tiene vida eterna" (Jn. 6:33­51).


Es evidente, por tanto, que quien vaya a Jesús tiene que ir a él como el pan de vida. Y está claro que el querer venir y comer de ese pan presupone e implica que se tiene hambre, hambre espiritual. Los muertos no comen. Los que están saciados no buscan pan. Para venir a Cristo hay que tener apetito espiritual. En ese sentido es verdad que "todo el que quiera, puede venir". Debemos investigar, pues, qué significa que Jesús sea el pan de vida; cómo se puede comer ese pan, y quién tiene la voluntad para venir a comerlo.


Para comprender el sentido figurado de la expresión "pan de vida", debemos recordar que "no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Dt. 8:3; Mt. 4:4). Lo cual no significa que el pan no nos sustente a menos que Dios lo bendiga, sino que el hombre es más que las bestias, que tiene una vida más excelsa, y que su alimento no puede limitarse al simple pan material, sino que depende de la Palabra de la gracia de Dios. El animal es puramente terrenal y físico: puede vivir sólo de pan. Pero el hombre es una criatura adaptada a una vida superior: la vida espiritual en comunión con Dios.


El dicho "comamos y bebamos, que mañana moriremos" (que parece el lema de nuestro carnal y desquiciado siglo), representa la negación de la naturaleza humana y la necesidad más profunda del hombre, colocándolo a un nivel inferior al de las bestias. El hombre tiene una vida superior que no la puede satisfacer ni con el pan material, ni con todas las cosas de este mundo, ni con todos los productos de la cultura y la civilización: esa vida sólo puede quedar satisfecha y sustentada por el favor de Dios.


Que este es el significado del texto que hemos citado, se demuestra por su contexto original en Deuteronomio 8:3, así como por el uso que hace nuestro Señor en réplica a la primera tentación del diablo. En Deuteronomio 8:3 leemos: "Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Yahvéh vivirá el hombre". El maná era un signo del favor de Dios sobre su pueblo, y en ese sentido, era comida espiritual (1ª Co. 10:3). El Señor cita este pasaje cuando el demonio le tentó a que demostrara su poder al convertir las piedras en pan, dejando así el camino del sufrimiento, desobedeciendo al Padre, y perdiendo su favor. Cristo prefiere más bien sufrir el hambre que perder la comunión con Dios, porque el hombre no vive sólo de pan.


¡Qué verdad es para el hombre la bella expresión del Salmo 63!



"Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela,

En tierra seca y árida donde no hay aguas".

Y luego:


"Porque mejor es tu misericordia que la vida;

Mis labios te alabarán.

Así te bendeciré en mi vida;

En tu nombre alzaré mis manos.

Como de meollo y de grosura será saciada mi alma,

Y con labios de júbilo te alabará mi boca.

Cuando me acuerde de ti en mi lecho,

Cuando medite de ti en las vigilias de la noche".

Esto no sería así si el hombre fuera como las bestias. No. El hombre es una criatura adaptada para llevar la imagen de Dios. Los dedos de su Creador lo formaron y le infundió en su nariz el aliento de vida. En parte, es verdad, correspondía a la tierra y a las cosas terrenas, pero también a Dios. Fue creado con un corazón de donde mana su vida, y se le invistió originalmente con la imagen de Dios. Se le dotó con el verdadero conocimiento para que pudiera conocer a su Creador en amor; fue formado en perfecta justicia para que pudiera querer la voluntad de Dios; y en santidad inmaculada para que pudiera consagrarse a sí mismo y todas las cosas al Altísimo. Tenía sed de Dios, pero siempre satisfecha. Todas las cosas le mostraban a Dios; vivió en su comunión, gustó su gracia, y le amó con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma, y con todas sus fuerzas. La gracia de Dios era para él el pan de vida. Tal era su existencia. Esta es la vida verdadera.


Toda la vida del hombre, sin esta comunión con Dios, apartado de él y bajo su ira, no es más que muerte. Podrá comer y beber, podrá trabajar y disfrutar con todas las cosas de este mundo, podrá mejorar su existencia terrena con los logros de la cultura, el arte y la ciencia; pero si no tiene nada más que esto, entonces está realmente muerto.


Y no más que muerte es por naturaleza el hombre sin Cristo.


No creyó que su vida dependiera de la Palabra que sale de la boca de Dios: la rechazó y se volvió a la mentira y al diablo. En contradicción con esa Palabra, vio que el árbol era bueno para comer y dar la sabiduría. Dejó la verdad y siguió la mentira. Lo que obtuvo fue la muerte: perdió sus derechos y el favor de Dios, y pasó a ser objeto de su ira, bajo la cual perece para siempre. La imagen de Dios se le tornó en lo opuesto. En lugar de su conocimiento original de Dios, ahora tiene la mente entenebrecida, amando y siguiendo la mentira y la vanidad. Donde tenía justicia, ahora opera la iniquidad, por lo que su voluntad se ha corrompido y está motivada por la enemistad contra Dios. Donde había santidad, ahora tiene corrupción en toda su naturaleza, de manera que en vez de consagración, levanta su puño altivo contra el Todopoderoso. Se convirtió en hijo de su padre, el diablo. Esto es lo que ha quedado. Esto es el hombre por naturaleza. Y cualquiera que lo niegue, y proclame que todos los hombres son por naturaleza hijos de Dios, estará engañando a la gente y apartándola de Cristo. A tal grado llega su muerte por naturaleza, que el hombre no tiene, ni puede querer tener, hambre y sed del Dios vivo. Tan realmente muerto se encuentra, que tiene que ser resucitado. ¡Tiene que nacer otra vez para que pueda vivir!


Ahora bien, Cristo es el pan de vida precisamente para esos pecadores que están muertos en sus delitos y pecados. Es el pan que Dios ha preparado para que los que coman de él tengan vida eterna. Y esta vida no es meramente algo que no tiene término, sino vida en comunión y amistad con Dios en el grado más alto posible, esto es, en gloria celestial. A esa vida hemos sido renovados por el Dios de nuestra salvación, vida eterna de inmortalidad e incorrupción en el tabernáculo de Dios, donde le veremos cara a cara, y le conoceremos como fuimos conocidos; y todo ello a través de Jesucristo. El es el verdadero maná que descendió del cielo, el pan de vida: el Hijo de Dios que se hizo carne y fue crucificado, que resucitó de los muertos al tercer día y fue glorificado en las alturas, el Espíritu vivificante. Cristo es el pan de vida porque en él hay plenitud de gracia, la gracia que los pecadores necesitan para tener vida. En él hay justicia, justicia perfecta y eterna, para los pecadores que en sí mismos son culpables y dignos de muerte eterna; una justicia que es suficiente para vencer y borrar todos los pecados de los que son en sí mismos hijos de ira, y hacerlos dignos de la gloria de la vida eterna, la cual ni aun Adán en el estado de rectitud conoció, ni podía haber obtenido. En él está el poder para librar completamente del yugo y las cadenas del pecado y la corrupción, y dar la perfecta libertad del amor de Dios. En él hay perfecta paz, conocimiento de Dios, sabiduría, luz y vida. El Cristo de la Biblia es el pan de vida, del cual, el que comiere, no tendrá hambre jamás. Este es el verdadero maná que sustenta al pecador que ha pasado de la culpabilidad a la perfecta justicia; de la corrupción a la santidad; de la ignorancia espiritual al verdadero conocimiento de Dios; de la necedad a la sabiduría; de las tinieblas a la luz; de la muerte a la vida eterna.


No hay salvación, pues, sin venir a Cristo y comer. Jesús no se limita a dar el pan, sino que él ES el pan de vida. Por eso comer el pan es comer a Cristo. Igual que en el sentido natural comemos el pan, es decir, que lo cogemos, lo gustamos, lo paladeamos y lo asimilamos haciéndolo parte integral de nuestra existencia física, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, hueso de nuestros huesos; del mismo modo, en un sentido espiritual, tenemos que comer al Cristo de la Escritura, apropiarnos de él, gustar que es bueno, absorberlo y asimilarlo en nuestra naturaleza espiritual. Pero tenemos que comerlo no como el Cristo moderno, fruto de la invención humana. No como un gran maestro que nos enseña cómo ser buenos; ni como un buen ejemplo que debamos copiar, o algo parecido. No. Hay que comerlo como el Crucificado que resucitó de los muertos. Por eso dijo a la multitud asombrada que murmuraba en Capernaum: "Y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo". Y luego: "De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él" (Jn. 6:51­56). Así, apropiándonos y asimilando en nuestra realidad espiritual a Jesús, recibimos de su plenitud gracia sobre gracia. Su justicia llega a ser nuestra también, y su conocimiento nuestro conocimiento. Su amor vence nuestra enemistad, su vida vence a nuestra muerte, ¡pasamos de muerte a vida!


Ese acto de comer el pan de vida no es una obra cumplida y terminada de una sola vez. No puedes decir: "Yo acepté a Cristo hace un año, o diez, y a causa de ese acto aislado y cerrado soy salvo y vivo en el día de hoy". Así como para sostener tu existencia física tienes que comer diariamente, del mismo modo debes asimilar y apropiarte constantemente de Cristo para tener su vida. Nuestra vida no está en nosotros, sino en él, y siempre tenemos que estar recibiendo gracia sobre gracia. Y aquí, en este mundo, ese comer el pan de vida tiene lugar por medio de la predicación de la Palabra como se nos revela en la Escritura, y por la administración de los sacramentos que Cristo mismo instituyó con ese propósito.


¡Todo el que quiera, puede venir y comer del pan de vida! Esto es cierto. No hay excepción a este "todo el que quiera". Pero ¿quién vendrá? ¿Quién quiere venir?. Seguramente dirás: sólo lo hará el que tenga hambre de ese pan de vida. El querer está motivado por el hambre; y este hambre consiste en una profunda consciencia de pecado, de nuestro propio vacío y de la plenitud de Cristo, de nuestra miseria y de su justicia, de nuestra muerte y de su vida, y en un anhelo profundo de poseer a Cristo.


Pero tendrás que admitir que el muerto no tiene hambre. Y el hombre natural está precisamente muerto, ciego y desnudo; es un miserable, enemigo de Dios, amador del pecado y de las tinieblas. Su condición es tal, que por naturaleza no sólo no quiere el pan de vida, sino que le produce náuseas y lo rechaza con repugnancia. Siempre asumirá la misma actitud de la multitud carnal en Capernaum, que al final estimó las palabras de vida de Jesús como algo duro que nadie podía oír, y le dejaron y ya no le seguían.


El querer venir a comer el pan de vida es el querer de la fe, Solamente por la fe tenemos hambre de justicia y vida. Sólo por ella reconocemos a Cristo como el pan vivo. Por fe anhelamos, por fe venimos, por fe nos unimos a él y recibimos gracia sobre gracia, y lo comemos para vida eterna. Mas la fe no es de nosotros mismos: es el don de Dios. El querer venir y comer es, por lo tanto, fruto de la gracia. Y si es así que, por la maravillosa gracia de Dios, se nos ha dado hambre, y hemos gustado la bondad del pan de vida, entonces podemos afrontar con seguridad la pregunta que el Señor hizo a su discípulos cuando la multitud de Capernaum se había alejado:"¿Queréis acaso iros también vosotros?"; y decir con Pedro: "Señor, ¿a quién iremos?, tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Jn. 6:67­69).




CAPITULO VI
AL LlBERTADOR

Me ha enviado ... a publicar libertad a los cautivos. (Is. 61:1)

En la discusión del tema que venimos tratando surgía la pregunta de a quién tenemos que ir, cuya respuesta era: a Jesús. Lo cual suscitaba otra cuestión: ¿Quién es este Jesús?; a la que ya hemos dado varias respuestas, con el fin de mostrar si el hombre por naturaleza tendría el querer para ir a él. Jesús, hemos dicho, es la revelación del Dios de nuestra salvación y es capaz de salvar plenamente a los que se acercan a Dios por él. El querer ir a Jesús, por lo tanto, estará motivado por el anhelo de ir a Dios. Cristo es el Dador­de­descanso, y ha prometido reposo eterno en el tabernáculo de Dios, esto es, perfecta comunión y amistad con Dios, a todos los que vienen a él, lo cual presupone que realmente se busca esa clase de reposo. Cristo es también el pan y el agua de vida, por lo que venir a él significa que se tiene hambre y sed de justicia. En este capítulo vamos a considerar desde otro aspecto a este Jesús al que tenemos que acudir: lo veremos como el Libertador, que promete libertad a todos los que vienen a él.


La Escritura declara en más de una ocasión que Cristo es el Libertador y que la verdadera libertad se encuentra en él. Ya en la antigua dispensación se anuncia a sí mismo, a través del profeta Isaías, como aquel a quien el Señor había ungido para predicar buenas nuevas a los abatidos, para vendar a los quebrantados de corazón, para publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de cárcel (Is. 61:1). Concretamente fue este pasaje el que leyó en la sinagoga de Nazaret aplicándose estas palabras a sí mismo: "Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros" (Lc. 4:16­21). Y luego, en la fiesta de los tabernáculos, dijo a los judíos de Jerusalén: "Si vosotros permaneciéreis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres ... Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres" (Jn. 8:31­36). Por consiguiente, es la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús la que nos libra de la ley del pecado y de la muerte (Ro. 8:2). Y la misma creación será liberada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Ro. 8:21). Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2ª Co. 3:17); y a los que han venido a él se les amonesta para que permanezcan firmes en la libertad con que Cristo les hizo libres (Gá. 5:1). Sin ninguna duda, en Cristo hay libertad, ¡él es el verdadero Libertador!.


Según esto, podría parecer que estamos ante un tema realmente atractivo para los corazones de los hombres, y todo haría esperar que, unánimes, fueran con avidez a este Libertador para recibir la libertad. ¿No se nos dice que el hombre suspira por libertad, y que la libertad es más valiosa que la vida? ¿No está toda la historia caracterizada por una lucha determinada y fiera por la libertad? ¿No buscamos esperanzados las llamadas cuatro libertades básicas: del temor; de la pobreza; de expresión; y de religión y adoración? ¿No estamos soportando toda la penuria, destrucción y sangría del presente conflicto mundial con el propósito de obtener y asegurarnos la tan preciada libertad? Muy bien, pues todo eso es lo que promete Cristo. El se anuncia a sí mismo como el perfecto Libertador. Sí, te promete libertad de la pobreza, carencias y miserias, y esto en un sentido absoluto: tanto del cuerpo como del alma. Te promete libertad del temor, incluyendo su causa más profunda y universal: la muerte y el infierno. Promete libertad de expresión en el verdadero y más sublime sentido del término. Y libertad de religión, culto y adoración de tal naturaleza que jamás puede ser reducida o encadenada. Además, tenlo muy en cuenta, no sólo te promete libertad "de" algo, negativamente, sino la libertad verdadera y positiva: de las cadenas de la pobreza, a la satisfacción eterna y la plenitud; del temor, a la confianza y la paz; de la opresión a la verdadera libertad de conciencia; de la más honda miseria, a la más excelsa gloria; de la muerte horrible a la vida eterna. Y propone esta libertad como un don gratuito. No tienes nada que sacrificar por ella; no necesitas trabajar o pelear para conseguirla; no tienes que pasar por la agonía de la guerra para obtenerla. ¡Cristo la ha realizado completamente solo! ¡Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres!.


No obstante, por muy paradójico que parezca, los que luchan hasta la muerte por la libertad, sin embargo, no quieren la libertad verdadera, y no vienen a Jesús. En las dos ocasiones antes mencionadas, en las que Jesús se proclamó como el Libertador, los judíos le rechazaron, se llenaron de ira y quisieron matarle. En Nazaret, aunque admitieron que era alguien que hablaba cosas extraordinarias, aun así, tenían en su corazón el decirle: "Médico, cúrate a ti mismo". Y cuando el Señor insistió, encolerizados, lo hubieran despeñado si no se va de ellos milagrosamente. Y en Jerusalén, negando los judíos que fuesen esclavos de alguien, le llamaron samaritano y que tenía demonio, cogiendo piedras para apedrearlo; pero otra vez el Señor escapó saliendo por en medio de ellos (Jn. 8:48­59). En nuestros días no es diferente. Los hombres prefieren más bien luchar hasta la muerte por sus propias convicciones de lo que es la libertad (algo carnal e imposible), que venir para recibir la libertad de Cristo.

¿Por qué ocurre esto?


¿Qué condujo a los que tan orgullosamente ostentaban su libertad a rechazar, perseguir, y, finalmente, crucificar al que proclamaba libertad para los cautivos? ¿Qué lleva a los que dicen tener a la libertad como la cosa de más valor, y por ella luchan hasta la muerte, a seguir crucificando a este Libertador? ¿Qué clase de libertad es la suya que todos la rechazan?


Debemos entender que la libertad no es en primer término, y en su más profundo sentido, una relación entre hombre y hombre, sino entre el hombre y Dios. Tampoco se trata de una mera relación, estado o condición externa, sino algo del corazón. Además, la libertad no consiste en un estado en el cual el hombre pueda hacer lo que le plazca, sino en una virtud espiritual por la que al hombre le agrada hacer la voluntad de Dios. La libertad de cualquier criatura consiste en vivir y moverse, de acuerdo al impulso de su naturaleza, dentro de los límites de la ley que Dios ordenó para ella. El águila se remonta en el cielo en armonía con su naturaleza y con la ley de Dios para tal criatura. Poned al rey de las aves en una jaula, o cortadle sus alas, y ya no será libre. Pero ved el árbol; florece en el suelo y es libre precisamente cuando está plantado firmemente y es capaz de asentar sus raíces en la tierra. Arrancadlo, y ya no será libre nunca. Ahora bien, el hombre es una criatura moral, con una naturaleza racional. Y la ley de Dios, la voluntad viva de Dios, que está en armonía con la naturaleza del hombre, es que ame al Señor su Dios con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma y con todas sus fuerzas, y así vivir en la esfera de la comunión del pacto de Dios. Ese es el hombre libre: que tiene el derecho, es capaz, y quiere vivir en la esfera de ese amor.


Para el pecador esto significa que esa libertad consiste nada menos que ¡en libertad del pecado! Esta y no otra es la libertad que Cristo proclamó. Efectivamente, siempre fue radical en este asunto, insistiendo en que ninguna libertad es posible si no se es libre del pecado. No existe verdadera liberación de la pobreza o del temor, ni verdadera libertad de expresión o de religión, a menos que el pecador sea librado de las cadenas del pecado; porque "todo el que hace pecado, esclavo es del pecado" (Jn. 8:34). Y Cristo negó rotundamente que el hombre sea capaz de liberarse por sí mismo. Sólo lo será verdaderamente cuando él, el Hijo del Hombre, lo libere. Donde está el Espíritu del Señor hay libertad. Ahí es únicamente donde existe. Fuera de la esfera de ese Espíritu sólo hay esclavitud.


Comprendamos esto claramente. El pecador es esclavo del pecado. lo cual supone, en primer lugar, que es culpable y está sentenciado a muerte espiritual de la que no tiene derecho a ser librado. Por consecuencia, toda su naturaleza se ha corrompido. Su mente se ha hecho tinieblas, su voluntad pervertida, y todas sus inclinaciones y deseos están degenerados por el pecado. Su motivación es la enemistad contra Dios, porque "los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden" (Ro. 8:7). Esa es la miseria del hombre. Es esclavo del pecado no en el sentido de que el pecado sea una fuerza compulsiva de la que no puede librarse, de tal manera que peque en contra de su voluntad. Al contrario, es libre para pecar; y se deleita en el pecado. Está encadenado internamente; su voluntad está esclavizada. No quiere amar a Dios, no puede querer, es incapaz de desear y buscar lo que es bueno. El pecado es el poder que lo dirige desde dentro. Lo tiene entronizado en el corazón, de donde manan todos los aspectos de la vida. ¡Y bajo su dominio es acosado por el temor de la muerte todos sus días!


¿Qué, pues, hay que hacer para liberar a ese pecador? En primer lugar, es evidente que tiene que ser redimido. Siendo un esclavo legal del pecado, estando condenado a su yugo, es necesario pagar un precio por su libertad. Esto significa que su culpa tiene que ser expiada y completamente borrada, y debe ser declarado justo, digno de la libertad y la vida, en el tribunal de la justicia divina. La justicia de Dios contra el pecado tiene que quedar satisfecha por completo. El que pueda liberar al hombre, por lo tanto, tiene que ser capaz de traer el perfecto sacrificio por el pecado, soportar la ira de Dios, y gustar todas las miserias de la muerte y el infierno, con perfecto amor de Dios. Tiene que entrar en la más profunda aflicción por causa de la justicia divina, y desde lo más hondo del infierno poder decir: "¡Te amo, oh mi Dios! ¡He venido para hacer tu voluntad! ¡Tu ley es mi delicia aun aquí!" Por tal acto de expiación obtendrá el derecho de liberar al pecador. Mas también tiene que liberarlo en la realidad práctica. Tiene que ser capaz de entrar en el mismísimo corazón del hombre, destronar el poder del pecado, sentarse él en el trono, cortar las cadenas del pecado, quitar la enemistad contra Dios, y llenar el corazón con un nuevo amor de Dios para que el pecador se arrepienta, aborrezca todo pecado y tenga nuevo deleite en la voluntad de Dios. Redimido de esta manera, y liberado de la esclavitud del pecado, entonces, y sólo entonces, el pecador es verdaderamente libre. Es libre su corazón, su voluntad y su mente; es libre de todo temor, de la pobreza y miseria, y puede en verdadera libertad adorar de nuevo al Señor su Dios y servirle solamente a él. ¡Cristo es ese Libertador! El no se limita a "proclamar" libertad; ni meramente nos "instruye" en el conocimiento de la misma; ni se queda sólo en "mostrar" el camino a ella. No. El, el Cristo de la Biblia, el hijo de Dios que vino en semejanza de carne de pecado, pero sin pecado, que murió en el Calvario y resucitó al tercer día, que ascendió a los cielos llevando cautiva la cautividad, y que tiene todo poder en el cielo y en la tierra, el Ungido, el Espíritu vivificante, tiene la prerrogativa de liberarnos y también el poder para hacerlo; y nos libera realmente del dominio del pecado y nos hace partícipes de la gloriosa libertad de los hijos de Dios.


El puede pagar el precio de nuestra redención porque él mismo es eternamente libre. Es el verdadero Hijo de Dios, y el Hijo es libre incluso en nuestra carne. No tiene pecado ni mancha alguna. Ni siquiera había la posibilidad de que pecase, pues es libre en el más pleno sentido de la palabra. Amó al Padre con todo su ser; y libremente, por un acto de obediencia perfecta, motivado por el amor de Dios, descendió a las partes más bajas de la tierra, a lo más hondo del infierno, y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Y en todos sus sufrimientos, agonías del infierno, desprecio y vergüenza, jamás estuvo en esclavitud. Siempre libre; siempre amando al Padre. Fue el siervo perfecto. Aun cuando se arrastraba en el polvo del huerto; aun cuando en el más tenebroso momento de su humillación, clamó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?", ¡aun entonces era libre y quería cumplir voluntariamente toda justicia y satisfacer la justicia de Dios contra el pecado!


¡Ese es el misterio de la cruz!


¡Por eso la palabra de la cruz es locura a los que se pierden! ¡Oh, qué diferente a los esfuerzos humanos para obtener la libertad es el plan de Cristo! El hombre busca poder, señales, sabiduría humana. Forma ejércitos poderosos, inventa instrumentos de destrucción, y desafía a la muerte para conseguir y defender su libertad. ¡Cristo peleó toda la batalla él solo! ¡Y cuán duramente luchó!. Vedle en el huerto consternado por la muerte. Ved al Libertador atado, rehusando el poder de la espada en su lucha. No protestó cuando lo maltrataban; no defendió su causa cuando lo acusaron; no abrió su boca cuando le condenaron a muerte; dio su espalda a los que azotaban; curó las heridas del enemigo. Se dejó clavar en la cruz. Cuando fue retado a que se librara a sí mismo y descendiera de la cruz, no replicó. ¡Oh grandeza! ¡Un Libertador que está atado y entregado al poder del enemigo!


Así tenía que ser. Su lucha no era contra carne y sangre, sino contra los poderes del demonio, el pecado y la muerte. La victoria solamente era posible por un acto perfecto de obediencia; la obediencia de amor y libertad verdadera, aun hasta la muerte. Y por esa obra obtuvo Cristo para nosotros el derecho a la perfecta libertad: libertad del pecado, de la ira de Dios y de la maldición de la ley; libertad para la justicia, vida y gloria eternas en la esfera del perfecto amor de Dios. Y habiendo obtenido la remisión de los pecados, la justicia perfecta y la prerrogativa para liberarnos, fue resucitado en gloria y exaltado a la diestra de Dios, investido con todo poder para llevar a cabo nuestra liberación del dominio del temor, de la miseria, del pecado y de la muerte.


¿Cómo participaremos de esa libertad que Cristo compró para nosotros? Sí, tenemos que ir a él como nuestro Libertador. ¡Todo el que quiera, puede venir! Nadie irá en vano. Los que acudan serán ciertamente liberados. Pero ¿cómo será esto? ¿Quiénes querrán ir para ser liberados por su gracia? ¿Será, quizás, que este Cristo está a la puerta de nuestra prisión de pecado y muerte, y desde ahí nos proclama que él tiene la prerrogativa y el poder de liberarnos, y que realmente quiere hacerlo, con tal que nosotros únicamente le abramos la puerta y le dejemos pasar? ¡De ninguna manera! ¿Ya hemos olvidado que la voluntad y el corazón del pecador son esclavos del pecado? Además, el pecador es un esclavo que quiere y se deleita en esa esclavitud. Por nada quiere ser arrancado de ella. Jamás vendrá a Cristo para que lo libere. ¡Si Cristo tiene que esperar a que alguien le abra, entonces nadie será salvo nunca!


Mas ¡gracias a Dios! ¡Cristo es el primero! ¡El es el Espíritu que da vida! Y por ese Espíritu entra en nuestros corazones, y de una forma demasiado maravillosa para comprenderla, corta las cadenas de corrupción y libera el corazón, la voluntad y la mente por el poder de su gracia. Entonces llama. Llama a través del evangelio, es cierto, pero siempre es él mismo el que lo hace, y apela al corazón, la mente y la voluntad que han sido regenerados por su gracia. Entonces es cuando oyes su voz: "Ven a mí, y te haré libre". Entonces es cuando ves tu esclavitud tal como es, y te arrepientes de tu pecado, y suspiras por liberación, y clamas: "¡Señor, sé propicio a mí, pecador!" ¡Ese es el grito de la libertad! Y corres a tu Libertador, y él te recibe y te hace partícipe, por la fe, de su justicia perfecta, y derrama en tu corazón el amor de Dios. Y desciende paz donde antes había temor; esperanza donde había terror; la enemistad se torna amor, la muerte en vida, el infierno en gloria celestial. ¡Has sido liberado para siempre! Y ahora miras en el gozo de la esperanza la consumación final de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.




CAPÍTULO VII
A LA LUZ

Yo soy la luz del mundo. (Jn. 8:12)

En la misma fiesta de los tabernáculos en Jerusalén, donde nuestro Salvador se presentó a sí mismo como el agua de vida, invitando a los hombres a venir a él y beber; donde se proclamó como el Hijo que haría a los hombres verdaderamente libres; allí también se presentó como la luz del mundo. "Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn. 8:12). ¡Osada declaración, sin duda! No es extraño que la gente quedara asombrada de su doctrina y confesaran que él no hablaba como los escribas y fariseos, sino con autoridad. Una persona muy atrevida podrá decir, a lo sumo, que es capaz de traer alguna luz en la oscuridad de este mundo, o que puede indicar dónde está la luz. Pero el Señor no dice que puede dar alguna luz, o que puede instruir a la gente para que se ilumine a sí misma, sino que él ES la luz. Y no proclama que él sea "una" luz entre otras, sino que él es LA luz, la única luz, fuera de la cual sólo hay tinieblas. Insistió, además, que no era la luz solamente para algunos departamentos o esferas de la vida, sino la luz del mundo en su totalidad. Y promete incondicionalmente a los que le sigan que no andarán en tinieblas, mas tendrán la luz de la vida. Es claro, pues, que cualquiera que pudiese venir a Jesús, tendría que llegar a él y seguirle como la luz del mundo. Así que la voluntad para venir al Salvador está motivada por el fuerte deseo y anhelo de venir a la luz.


La Escritura habla a menudo de Cristo como la luz. En Juan 1:4­9, leemos: "En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella. Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz. Aquella luz verdadera que alumbra a todo hombre venía a este mundo". Y en Juan 3:19­21, se dice: "Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios". Y otra vez: "Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas" (Jn. 12:46).


Varios elementos llaman nuestra atención en esos pasajes. Primero, es evidente que enseñan que el mundo está en tinieblas, con independencia del significado que pueda tener esa palabra figurativa. Segundo, insisten en que Cristo es la única luz capaz de disipar esas tinieblas del mundo. En tercer lugar, representan a los hombres en sí mismos amando más las tinieblas que la luz, por lo cual no quieren venir a Cristo como la luz. Cuarto, este mismo hecho, el que la luz haya venido al mundo y los hombres amen más las tinieblas que esa luz, es su condenación, quedando expuestos y juzgados por la luz como amadores de las tinieblas. Y, finalmente, nos enseñan que sólo los hacedores de la verdad vienen a la luz.


Tenemos, por lo tanto, que intentar comprender lo que implica la "luz" como figura bíblica y "tinieblas" como su antítesis. Pues entendemos que cuando el Señor se anuncia como la luz del mundo, está usando un lenguaje figurado. Una figura bella y rica, sin duda. En la naturaleza la luz física, que Dios trajo a la existencia el primer día de la creación, es sin duda la condición indispensable para la existencia, el movimiento y la vida de todo lo que vino después. La luz es movimiento, vibración, calor, comunión, revelación, y vida en sí misma. Cuando en la Escritura se usa en sentido espiritual, tiene un significado muy rico. Denota perfección ética, espiritual y vida. Que esto es así lo demuestran los pasajes donde la figura es empleada, al igual que por el uso de las "tinieblas" como figura opuesta. Cuando el apóstol Juan escribe que "Dios es luz, y no hay tinieblas en él", no expresa simplemente que en Dios hay conocimiento; y que se conoce a sí propio con un conocimiento perfecto e infinito, sin quedar nada suyo oculto, sino que nos está diciendo que Dios es la presuposición necesaria de todas las perfecciones. Es bondad infinita, y no hay mal en él. Es Santo, y no puede tener corrupción en absoluto. Es rectitud, justicia, verdad, sabiduría, conocimiento, amor y vida. Y en la perfección de esta luz, el Dios Trino vive una vida perfecta de amistad y comunión, del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. La luz, pues, denota todas las perfecciones éticas de la bondad, la santidad, la justicia, la sabiduría y el conocimiento; mientras que las tinieblas implican precisamente lo opuesto: corrupción, impureza, iniquidad, mal, injusticia, mentira, pecado y muerte. "Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado" (lª Jn. 1:6,7). La luz es la verdad, las tinieblas son la mentira; la una es amor de Dios, la otra es enemistad contra él; la luz es rectitud, pureza, santidad y consagración a Dios; las tinieblas son corrupción, profanación y rebeldía; una es sabiduría, la otra necedad; la luz es vida en comunión con Dios, las tinieblas son la muerte, la desolación del ser que está abandonado en la ira de Dios.


Cuando nuestro Señor se anuncia como la luz del mundo, es evidente que está hablando del mundo de los hombres, de la raza humana en su totalidad. Y está claro que define a este mundo como estando en tinieblas fuera de él. Lo cual queda confirmado por otros muchos pasajes de la Escritura. El apóstol Pablo escribe que nosotros en otro tiempo éramos tinieblas, pero ahora somos luz en el Señor (Ef. 5:8); también habla de los "gobernadores de las tinieblas de este mundo" (Ef. 6:12). Los que han sido trasladados al reino del Hijo de Dios, han sido liberados del poder de las tinieblas (Col. 1:13); y han sido llamados de las tinieblas a su luz admirable (lª P. 2:9).


Es cierto que esto no supone una evaluación muy elogiosa del mundo y de lo que son los hombres por naturaleza. Y los que proclamen de una forma consistente esta verdad, deben esperar mucha oposición. Mirándolo superficialmente podría parecer, incluso, un juicio demasiado riguroso y radical afirmar que el mundo en su totalidad está en tinieblas. ¿Dónde se dejan sus civilizaciones, sus inventos y progresos, su ciencia, su filosofía, su cultura y su arte? ¿Lo condenaremos todo como tinieblas? ¿Cómo explicar las grandes obras del hombre, si todo está bajo el dominio de las tinieblas, la mentira y la corrupción? ¿No existe en este mundo suficiente rectitud y justicia, amor y caridad, nobleza y autosacrificio, verdad y honor? Aun cuando se esté de acuerdo en que algo anda mal, y que hay bastante corrupción y tinieblas entre los hombres, ¿no es un juicio demasiado duro y radical decir que los hombres sólo son tinieblas, y que, aparte de Cristo, no hay luz en absoluto? ¿No es eso un juicio demasiado severo sobre nuestro mundo moderno?


Sin embargo, tal es exactamente el veredicto de la Escritura. Y, a menos que lo aceptemos, nunca iremos al Cristo de la Biblia.


Tenemos que intentar comprender esta verdad. Dios creó al hombre en la luz y lo revistió con muchos dones excelentes. Recibió la luz de la visión de los ojos para que pudiera percibir el mundo a su alrededor. Se le dio la luz del entendimiento para poder comprenderse y conocerse a sí mismo como la obra de Dios. Fue creado con la luz espiritual del amor de Dios para que pudiera conocerle correctamente, consagrarse con todo su ser, caminar delante de él en justicia, y vivir en la comunión de la amistad con su Creador: el siempre bendito Dios. Tenía la luz de la vida; creado a imagen de Dios. Sirviéndole, caminaba en la luz. Pero él mismo se precipitó en las tinieblas. En desobediencia voluntaria, rechazó la Palabra de Dios y aceptó y siguió la mentira del diablo. Por lo cual se convirtió en culpable, digno de muerte, y objeto de la ira de Dios. Al haberse separado de la comunión con Dios, su entendimiento se convirtió en tinieblas, y así amó la mentira; su voluntad se pervirtió; ahora el hombre es rebelde y con el corazón endurecido, corrupto y depravado en todos sus deseos. Esas son sus tinieblas. Se extinguió la luz de la imagen de Dios, y en su lugar toda su naturaleza se desarrolló en las tinieblas de la ignorancia y la necedad, la injusticia y la falta de santidad. Su amor a Dios se tornó en enemistad. Y convertido así en tinieblas, en ellas caminó para siempre.


Es verdad que en el hombre aún queda el remanente de la luz natural; todavía es una criatura moral y racional. Por esta luz se llevan a cabo esas grandes obras de cultura y civilización que realiza el hombre natural. En esa luz también conoce que hay Dios y que se le debe adorar, glorificar y servir. Por ella discierne la diferencia entre el bien y el mal, y comprende que la ley de Dios es buena para él y que violarla significa perdición y muerte. De ahí que trate de adaptar externamente su vida a esa ley, y hable de rectitud y justicia, de verdad y honestidad. Pero, aun así, ama las tinieblas y en ellas camina. "Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles" (Ro. 1:21­23). "Todos están bajo pecado. Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos" (Ro. 3: 9­18). Eso es el hombre ahora; y esto es verdad de cada uno en particular. Verdad que se hace patente en nuestro mundo moderno de muerte y destrucción, de aborrecimiento y codicia, de adulterio y concupiscencia. En lo que respecta al hombre, esta situación no tiene salida en absoluto. Ni la educación y las reformas, ni la cultura y la civilización, ni la filosofía o la ciencia, pueden sacar de las tinieblas al hombre. Todas estas cosas se mueven precisamente dentro de la esfera de las tinieblas y están al servicio del pecado y la corrupción. Su fin inevitable es la muerte y desolación eternas.


Cristo es la luz capaz de vencer y disipar las tinieblas. El es la luz del mundo, no porque sea el más grande reformador, educador, moralista, creador de carácter, científico o filósofo que jamas haya existido; ni porque hiciera más que ningún otro por salvar nuestra civilización; ni porque fuera un gran genio religioso con la más profunda consciencia de Dios. Todas estas modernas distorsiones de Cristo lo que hacen es ponerlo al nivel de nuestras tinieblas. Pero él es de arriba. Es el Hijo de Dios, coeterno con el Padre y el Espíritu Santo, Dios de Dios, Luz de Luz, que vino en carne, Enmanuel, Dios con nosotros. Él tiene luz en sí mismo, y como tal entró en nuestro mundo de tinieblas, penetrando aun en sus partes más profundas. Porque él tomó nuestros pecados sobre sí y sufrió en nuestro lugar la ira de Dios; y con la carga de nuestros pecados sobre sus poderosos hombros, descendió a la oscura morada de la muerte y el infierno, y en la perfecta obediencia de amor, ofreció el sacrificio que logró la justicia eterna para nosotros. Y así rompió las tinieblas de la muerte en la luz de su gloriosa resurrección. Y, como la luz del mundo, ascendió a lo alto, y recibió la promesa del Espíritu para, por él, disipar las tinieblas del pecado y de la muerte, y traer la luz del glorioso evangelio de Dios, la luz de la justicia y la vida, de la esperanza y el gozo eterno, a brillar en nuestros corazones. De este modo se cumplió lo profetizado en días antiguos: "El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció" (Mt. 4:16).


Cuando la luz del mundo brilla en nuestros corazones, entonces somos librados del poder de las tinieblas, somos llamados de las tinieblas a la luz admirable de Dios, y se cumple en nosotros lo que el apóstol escribe en Efesios 5:8: "Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor". Ahora el creyente es en esencia una nueva criatura, un hijo de luz. Las cosas viejas del pecado y de la muerte, de la iniquidad, la corrupción, la enemistad contra Dios y el aborrecimiento de unos contra otros, han pasado; he aquí todo es hecho nuevo. Guiado por la luz, la sigue y camina en ella; se arrepiente del pecado, anhela la justicia, tiene un nuevo gozo en Dios y encuentra que en guardar sus preceptos hay gran galardón. Pelea la buena batalla de la fe, y representa la causa del Hijo de Dios en este mundo. Echa de sí continuamente al viejo hombre y se reviste del nuevo, creado según Dios en la justicia y verdadera santidad. Reflejando la luz del Hijo de Dios, también él es luz del mundo, y brilla para que los hombres vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos. ¡Y mira hacia el día perfecto, cuando sea completamente liberado de todos los restos de tinieblas y camine en la luz de Dios y del Cordero para siempre!


Todo el que quiera, puede venir a Cristo como la luz del mundo, puede seguirle, y con toda seguridad experimentará la verdad de su Palabra: "El que me sigue, no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida".


Pero ¿cómo vendrá a la luz alguien que está en tinieblas? ¿Cómo vendrá a Cristo y le seguirá el pecador que ama más las tinieblas que la luz? Esto es imposible; nunca ocurrirá. Sin embargo, esa es exactamente la distorsión del evangelio que hoy están anunciando muchos. Según ellos, las tinieblas tienen que venir a la luz para ser disipadas. Muchos predicadores exhiben a Cristo, la luz del mundo, delante de los pecadores que están en tinieblas, como si Cristo quisiera iluminarlos con la luz de la vida, con tal, únicamente, que le dejen brillar en sus corazones. Mas si ellos no quieren, entonces la luz del mundo no puede penetrar para disipar sus tinieblas. ¡Han dado la vuelta al evangelio! ¡Están predicando unas tinieblas que son poderosas y prevalecen; y una luz que no sirve para nada!

Pero, gracias a Dios, la luz del mundo no depende para brillar de la condescendencia y buena disposición de las tinieblas. Es una luz soberana. No depende de la voluntad del pecador. Es irresistible. No está sujeta al pordioseo, estrategias, distorsiones y chalanerías de los modernos vendedores de Jesús, sino que envía sus penetrantes rayos allí donde le place. Las tinieblas no vienen a la luz, pero la luz brilla en las tinieblas por el Espíritu de gracia; las descubre y expone, convence de pecado y atrae al pecador a la luz de la vida. Entonces el pecador viene, y sigue; y nunca más vuelve al poder de las tinieblas. La luz continúa por siempre brillando y guiándole, hasta que, finalmente, entra en la ciudad que está iluminada por la gloria de Dios, y cuya luz es el Cordero. ¡Allí verá cara a cara y conocerá como es conocido!



CAPÍTULO VIII
A LA RESURRECCIÓN

Yo soy la resurrección y la vida. (Jn. 11:25)

La salvación es resurrección de entre los muertos. Esta declaración no debe entenderse como referida sólo a la postrera resurrección del cuerpo en gloria, a la que miramos los creyentes como la consumación final de nuestra esperanza, sino a la salvación en su totalidad. La salvación, que es la herencia de los creyentes por la fe en Cristo aquí en el mundo, es también realmente una resurrección de los muertos. Quien es salvo por la fe, es levantado de la muerte, y esta resurrección será completada en el día de Cristo, cuando esto mortal se vista de inmortalidad y sea destruido el último enemigo.


Que esto es verdad se puede demostrar fácilmente por la Escritura. Cristo Jesús es la revelación del Dios de nuestra salvación que da vida a los muertos. En la creación se revela a sí mismo como aquel que llama a las cosas que no son como si fueran. Dios es conocido en Cristo como aquel que resucita a los muertos (Ro. 4:17). Así que "si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo" (Ro. 10:9). Dios resucitó a Cristo de los muertos, sentándole a su diestra en los lugares celestiales, y mostró la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos (Ef. 1:19,20). También ahora es verdad que "Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo" (Ef. 5:4-6). "Por lo cual dice: Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo" (Ef. 5:14). Y el Señor declara: "De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán" (Jn. 5:25).


Cristo se nos presenta en los evangelios como la resurrección. Como tal se revela a través de todas las grandes señales y maravillas que realizó, curando a los enfermos, abriendo los ojos de los ciegos, dando oídos a los sordos, haciendo saltar de gozo a los cojos, y, de manera muy especial, por las resurrecciones que llevó a cabo, particularmente la de Lázaro. No obstante, esas acciones fueron sólo signos, y tuvieron pleno cumplimiento cuando Cristo rompió los lazos de la muerte y el infierno, y apareció en gloria, victorioso sobre todos los poderes del sepulcro y la corrupción. Entonces se cumplió la palabra que le dijo a Marta, la hermana de Lázaro: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente" (Jn. 11:25,26).


Esta verdad de que la salvación es resurrección de los muertos, y esto a través de Cristo ­que es la Resurrección-, tiene una gran importancia para la adecuada comprensión del tema general "todo el que quiera, puede venir", que estamos tratando. Nos será de gran ayuda para encontrar la respuesta correcta a la cuestión de si el pecador tiene de él mismo el querer para venir a Jesús. Pues esta verdad nos muestra una triple implicación que debemos señalar brevemente. En primer lugar, si la salvación es precisamente resurrección de la muerte, es evidente que el pecador antes de ser salvo está realmente bajo el poder de la muerte. Segundo, deberemos considerar qué significa el que Cristo sea la resurrección. Y, finalmente, está claro que el pecador muerto tiene que ser puesto en contacto con el Cristo vivo, la resurrección, para que pueda ser salvo.


Ya hemos dicho que el pecador sin Cristo está muerto. Lo cual no es sólo la presuposición lógica del hecho de que la salvación sea resurrección de la muerte, sino también la enseñanza expresa de toda la Escritura. La sentencia de Dios sobre el pecador es: "El día que comieres, ciertamente morirás" (Gn. 2:17). Sentencia que se cumplió literalmente en el acto, de manera que ahora el hombre natural está muerto en delitos y pecados (Ef.2:1).


¿Qué significa que el pecador está muerto? ¿Cuál es esa muerte bajo cuyo poder está sujeto, y de la que, por sí mismo, nunca podrá librarse? La muerte no significa aniquilación. Ni es un estado de vida inconsciente. Más bien es un estado de corrupción, sufrimiento y miseria bajo la justicia vindicativa y la ira terrible de Dios. Es algo que afecta a todo nuestro ser. En un sentido espiritual, la muerte es la corrupción del alma y del espíritu, de tal manera que todos sus poderes obran en oposición a Dios. En esa muerte el entendimiento del hombre está entenebrecido, por lo que realmente no conoce lo que es bueno, sino que ama la mentira, estando totalmente privado de la verdadera sabidurías. Su voluntad está pervertida, por lo cual no desea, ni puede desear, ni elegir la verdadera justicia y santidad en el amor de Dios. Todas sus inclinaciones son impuras y profanas, codiciando solamente la iniquidad. En la muerte, el corazón del hombre, de donde manan todas las expresiones de la vida, en vez de estar lleno con el amor de Dios, está motivado por la enemistad contra él. Tal es, y no otro, el estado del hombre natural fuera de Cristo. El hombre es carnal. Su naturaleza es según la carne; y "los que son de la carne piensan en las cosas de la carne ... porque el ocuparse de la carne es muerte ... por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden" (Ro. 8:5­7) En el sentido físico, la muerte es la corrupción y desintegración del organismo corporal. También a esta clase de muerte fue entregado el hombre inmediatamente a la caída. El poder de la muerte opera en sus miembros, mostrándose en muchas enfermedades y defectos del cuerpo, llevándolo, finalmente, al lugar de la corrupción completa. Con idéntica certeza se sumergió en la muerte eterna: ese estado de desolación total del alma y del cuerpo en el infierno, porque allí lo redujo inexorablemente la ira de Dios, y jamás saldrá.


Es importante que tengamos en cuenta que ese estado de muerte en el que se sumergió el hombre a sí mismo por su desobediencia voluntaria es un estado legal, es decir, es una retribución, un castigo, y supone la ejecución de una sentencia divina de muerte. Para el hombre no es algo "natural" estar muerto. Tampoco se trata de un simple resultado natural y mecánico del pecado. Es cierto que la paga del pecado es la muerte, pero sólo porque la justicia divina así lo ha establecido. Es Dios quien da la muerte. El pecado es transgresión de su ley. Es rebelión. Es un mal ético. Es rebelión contra el Dios vivo. Y este Dios es bueno y justo. No puede tolerar que una criatura niegue su bondad impunemente. Frente al pecador que se aparta y le levanta su puño rebelde, él se mantiene en toda la gloria de su bondad, su perfección divina, su rectitud y justicia, su verdad y santidad. Le demuestra al pecador su perfección inmutable haciéndole miserable en grado indecible al experimentar que no hay vida ni gozo fuera de Dios. Persigue al pecador en todo lugar, hasta hundirlo en la desolación eterna. Dios es el terror del transgresor. Dios está contra él, y le hace experimentar su terrible y santa ira. Sí; ese Dios del cual el pecador jamás puede escapar, del que no puede ocultarse en toda la creación, con el que, aunque en su necedad niegue su existencia, se encuentra a cada paso, y con el que tendrá que vérselas por los siglos de los siglos

¡Eso es la muerte!


Mas ¡Cristo es la resurrección! Lo que significa que tiene el poder de vencer y destruir por completo nuestra muerte. Y como la causa de nuestra muerte es la ira santa y justa de Dios, esto implica que Cristo es el poder por el cual somos sacados fuera del estado del furor divino y la ira consumidora, bajo el que perecíamos, a un estado de favor y gracia con el Dios vivo. Y así como la base de la ira de Dios, que está contra nosotros y nos persigue hasta la muerte, es nuestro pecado y nuestra culpabilidad, así la verdad de que Cristo es la resurrección significa que él es quien borra nuestra transgresión y cancela el registro de nuestro pecado, y que es nuestra perfecta y eterna justicia con Dios. Cristo es nuestra resurrección porque quita la causa de nuestra miseria y muerte eterna, esto es, el pecado. Y vistiéndonos con una justicia perfecta, nos hace objetos adecuados del bendito favor de Dios. ¡Y así como la ira de Dios es muerte, su favor es vida!


Que Cristo es la resurrección significa aún más que esto. Significa que es el poder vivificante, y que en él hay vida frente a la muerte. La vida es la acción y operación de todo nuestro ser: del cuerpo y el alma, del corazón y la mente, la voluntad y todos nuestros deseos, en armonía con Dios. Justo como la muerte es enemistad contra Dios, la vida consiste en amarle con todo nuestro corazón, mente y alma, y todas nuestras fuerzas. La muerte es tinieblas; la vida es luz. La muerte es necedad, ignorancia y mentira; la vida es verdadera sabiduría, conocimiento de Dios y verdad. La muerte es perversión de la voluntad; la vida es armonía de la voluntad humana con la de Dios. La muerte es corrupción, impureza y contaminación de todos nuestros deseos; la vida es pureza de corazón y anhelo del Dios vivo. La muerte es estar abandonado de Dios en su ira; la vida es la más íntima comunión con él en su bendito favor. La muerte es miseria y desolación indecibles; la vida es el más puro gozo y felicidad. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Jn. 17:3). ¡Cristo es esa vida de entre la muerte! Él es la luz de entre las tinieblas, justicia de entre la injusticia, verdad frente a la mentira, conocimiento de Dios frente a ignorancia, sabiduría frente a necedad, gloria frente a la vergüenza, esperanza frente a la desesperación, gozo frente a la miseria, cielo frente al infierno. ¡El es la resurrección y la vida!

Todavía es necesario hacer una observación más en conexión con Cristo como la Resurrección. La resurrección no es la simple vuelta a un estado anterior, sino pasar a través de la muerte a una vida mucho más abundante que jamás antes se haya conocido. Es, en primer lugar, entrar en una vida totalmente victoriosa, donde se está para siempre libre de la muerte. En el primer Adán había una vida que podía perderse. El era mortal. En el último Adán hay una vida que es la victoria sobre la muerte y no puede perderse nunca. La muerte ya no tiene más dominio sobre él. El que es la Resurrección y la Vida no será afectado jamás por la sombra de la muerte. Y, en segundo lugar, la vida de la resurrección es celestial: la más alta realización posible de la bendita comunión con Dios, un verle cara a cara, y conocer como somos conocidos en el tabernáculo celestial de Dios. ¡Que Cristo es la resurrección significa que él nos saca de lo profundo del infierno a la gloria celestial!


Pero tengamos mucho cuidado. Sólo el Cristo de la Escritura es la resurrección. ¡Ningún otro! ¡Qué miserables sustitutos ofrece el modernismo! ¡Qué absolutamente privados de poder están para salvar de la muerte! ¿De qué le vale al que está muerto un Cristo también muerto? ¡De qué le sirve al pecador que está muerto, un excelente maestro, un buen ejemplo, un hombre de principios, en fin, un "Cristo" por el cual poder construir un mundo mejor para vivir? ¡El Cristo de la Escritura es la resurrección! Es el primero en todo porque es el verdadero Hijo de Dios, coeterno con el Padre y el Espíritu Santo. Desde la eternidad hasta la eternidad, él es Dios. Y como tal Hijo eterno, es vida, y tiene vida en sí mismo. A Marta le dijo: "Yo soy la resurrección y la vida". Y a los judíos en Jerusalén les dijo en otra ocasión: "Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo" (Jn. 5:26). Exactamente porque él es la vida y tiene vida en sí mismo, puede ser la resurrección. Y lo es realmente; pues entró en nuestra más profunda muerte y la destruyó para siempre. Porque fue ordenado desde antes de la fundación del mundo para ser Cabeza de su Iglesia; y como tal se hizo carne, y se unió con nosotros, para gustar la muerte en nuestro lugar. Tomó nuestros pecados sobre sí mismo. Llevó todo el peso de nuestra iniquidad, y con la carga de nuestros pecados sobre sus hombros poderosos, descendió a las tinieblas de la muerte, soportó la ira de Dios en perfecta obediencia, borró nuestra culpa y nos obtuvo justicia eterna. Así peleó la batalla contra la muerte y venció al enemigo. Siendo la vida, y teniéndola en sí mismo era imposible que la muerte lo retuviera. Rompió sus cadenas y se levantó a la vida inmortal. Pero aún hay más. Porque él ascendió a lo alto y recibió la promesa del Espíritu Santo, hecho de esta manera el Espíritu vivificante para que pudiera ser la resurrección para todos los suyos. Así el Hijo de Dios, que era vida en sí mismo, vino en semejanza de carne de pecado, quitó la causa de nuestra muerte y miseria eternas, fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación; por todo ello es la verdadera resurrección ¡por quien podemos ser vivificados y pasar de la muerte a la vida eterna!


Queda claro, pues, que tenemos que ir a Jesús, que es la resurrección y la vida. Fuera de él sólo hay muerte. En él se encuentra la vida de entre los muertos. Es evidente, por lo tanto, que para ser salvos debemos tener contacto, un contacto vivo, con Cristo, para que el poder de su vida gloriosa destruya en nosotros el dominio de la muerte, y pasemos de muerte a vida. Porque, como le dijo a Marta cuando iba a llamar a Lázaro del sepulcro: "El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente". Sí, para obtener vida eterna, tenemos que ir a Jesús.


También ahora "todo el que quiera, puede venir". Así es. Ya lo hemos dicho; no hay excepción. Si vienes a Cristo como la resurrección y la vida, nunca serás avergonzado. ¡Nadie viene, o vendrá, a él, que no reciba justificación y vida!



Pero otra vez tenemos que preguntarnos: ¿Cómo iremos a Jesús? ¿Cómo iremos a la resurrección? ¿Cómo buscarán y establecerán contacto con ese poder de vida los pecadores que están muertos en sí mismos? ¿Enviaremos predicadores que les proclamen que Cristo es la resurrección, y que está deseando impartirles su vida, y que los está esperando rogándoles encarecidamente que vengan a él, y que se encuentra sumamente atento para ver la mínima señal por parte del pecador que posibilite a Cristo acudir y darle vida? ¿Les diremos que Cristo no puede hacer nada más, y que si los muertos no van a él, la Resurrección nunca podrá acudir a ellos? ¿Persuadiremos al muerto para que actúe antes de que sea demasiado tarde? Pues ese es sustancialmente el evangelio, o más bien la corrupción del evangelio, que se anuncia por todas partes en nuestros días. ¿Habrá algo más absurdo? ¡Ese pretendido evangelio es una imposibilidad total! ¡Eso es como decir que en el día de la resurrección final, Cristo enviará a algunos de estos llamados "evangelistas" para que convenzan y persuadan a los muertos para que salgan de sus tumbas y así puedan ser glorificados! En el fondo, esta perversión del verdadero evangelio lo que hace es negar que el hombre esté realmente muerto y que Cristo sea la resurrección. Le están predicando al muerto que él tiene más poder que la resurrección, que la muerte es más poderosa que la vida, ¡pues es una resurrección que no sirve a menos que el muerto dé su consentimiento!


Mas ¡gracias a Dios otra vez!, la acción vivificadora procede libre y soberanamente de la resurrección. ¡Cristo es primero! ¡"Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán"! Recuérdalo bien; es la voz poderosa del Hijo de Dios la que habla. Él llama, y ¿quién se resistirá? Su poderosa Palabra es vivificadora, que resucita a los muertos. La resurrección viene al muerto antes que el muerto a la resurrección. Y cuando éste ha sido vivificado, despertado de su sueño de muerte, entonces viene, humilde y voluntariamente, por la acción del don de la fe que le ha dado Dios, y conscientemente toma de Cristo la justicia y la vida eterna. ¡Y ahora espera el día cuando oirá de nuevo su voz, llamándole del polvo de la tierra a la gloria de la resurrección final!




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