Diálogo de doctrina cristiana
                  Juan de Valdés 
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COMPENDIO DE LA SAGRADA ESCRIPTURA

Antronio.- ¡Ahora sus!; yo quedo en esto bien satisfecho, y quiero que me digáis lo que al principio prometisteis, me diríais.

Arzobispo.- ¿Qué es ello?

Antronio.- Cuando dijisteis que querríais que a todos los cristianos se diese una noticia de la Sagrada Escritura en un brevecito compendio, dijisteis también que nos diríais la manera cómo querríais que fuese esto.

Arzobispo.- Vos decís muy gran verdad; que yo os prometí antes eso, y ahora estoy aparejado para cumplir mi promesa.

Antronio.- Verdaderamente vos habláis como quien sois, y pues así es, primero quiero que me digáis a qué propósito querríais que se les dijese eso.

Arzobispo.- A propósito que embebiesen en sus tiernecitos ánimos estas cosas sagradas, que en sí son santas y buenas, y nos traen en conocimiento de Dios, para que el ánimo del niño, fundado con tales cimientos, no pudiese ligeramente caer de su inocencia, enamorándose en cierta manera de la ley de Dios, por lo que de él oyese decir; y aborreciese asimismo la tiranía del demonio, como mala, perversa y perniciosa.

Sacaría también otro provecho, y es que, ocupados en estas cosas, tomarían sabor en ellas; y así, tomando este ejercicio, dejarían el que ahora muchos tienen en no sé qué libros: unos que los aficionan a no ser cristianos, sino mundanos, vanos y viciosos; y otros, que les aficionan a una cristiandad más ceremoniática que verdadera. A lo menos yo os prometo de mirar ya bien, qué libros son los que mis feligreses leen, porque, como os dije, tales ánimos cobramos cuales son los libros en que nos ejercitamos.

Antronio.- Muy bien lo decís y así creo que lo haréis. Entre tanto, por vuestra vida, Señor, que nos digáis, cómo querríais que se dijese ese discurso, o como le llamáis, de la Sagrada Escritura. Y querría lo dijeseis de la misma manera como querríais se dijese a todos.

Arzobispo.- Todo lo haré a vuestra voluntad. Sería bien, a mi parecer, se les dijese de esta manera.

Pues que por la bondad de Dios, hermanos míos, somos cristianos, y el principal y más continuo ejercicio del cristiano debe ser en la ley de Dios, que se contiene en la Sagrada Escritura -porque sola ésta es la que nos declara la voluntad de Dios y sola ésta, sin faltar una letra es escrita por el Espíritu Santo; y a sola ésta, sobre todas cuantas escrituras hay en el mundo, somos obligados a creer todas las cosas que nos dijere, sin faltar ninguna-, os quiero decir brevemente lo que en ella se contiene sin especificar particularidades ningunas, porque éstas, cuando Dios quiera que seáis mayores, vosotros os las leeréis.

Así que es menester que estéis atentos, pues lo que aquí habéis de oír, es todo sacado de lo que enseñó y dictó, no algún sabio hombre, sino el mismo Espíritu Santo; ni son tampoco nuevas de las Indias, o de Siria, sino venidas de allá del alto cielo.

Y puesto esto es así, estad atentos y sabed que tenemos un Dios el cual es sumamente bueno, y la misma bondad; sumamente poderoso, y la misma omnipotencia; el cual, así como nunca tuvo principio, así jamás ha de tener fin.

Este, con su eternal sabiduría, crió de la nada todas las cosas, y esto muy fácilmente, porque su querer es hacer; y así, en queriendo que se hiciesen fueron hechas. De esta manera crió el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos está; lo cual todo de continuo sustenta con su virtud, porque todo perecería si él no lo sustentase.

Crió asimismo los espíritus angélicos para que, como sus ministros, siempre estuviesen delante de su majestad. Entre éstos hubo uno que era entre ellos más excelente, al cual llamamos Lucifer. Este, movido con loca y temeraria presunción, quiso poner su silla cabe el muy alto Dios, y ser semejante a El; y en pena de su loco y desvariado atrevimiento echó Dios de allá del cielo a él y a los otros ángeles que fueron participantes en aquella maldad y atrevimiento; y los puso a donde, para siempre jamás tendrían grandísimos tormentos y trabajos.

Hecho esto, viendo Dios que aquellas sillas que los ángeles malos habían perdido estaban vacías, quiso criar el linaje humano, para que las poseyesen aquellos que le fuesen obedientes; las cuales porque habían sido primero perdidas por soberbia, quiso se ganasen por humildad; y así, de un poco de tierra, formó al hombre primero, y diole espíritu de vida, y a éste llamó Adán, que quiere decir hombre; y luego, haciendo que se durmiese Adán, le tomó una costilla, de la cual formó una mujer, y llamóla Eva.

Estos dos fueron criados en estado de inocencia, y fueron puestos en el paraíso terrenal, que era un huerto a maravilla deleitoso, a los cuales mandó Dios comiesen la fruta de cualesquier árboles que quisiesen; pero de un árbol que estaba en medio del Paraíso -el cual se llamaba el de la ciencia del bien y del mal- no comiesen.

Luego el ángel malo, viendo que Dios había criado aquellos hombres para que gozasen de lo que él y sus secuaces habían perdido, movido por envidia, acordó de engañarlos y hacerles que fuesen desobedientes a Dios, para que Dios los castigase como había hecho a él. Y así, en figura de serpiente, con falsas y engañosas palabras, hizo a Eva, que comiese de la fruta del árbol que Dios les había mandado que no comiesen; y luego que ella hubo comido, dio de ella a su marido Adán, para que comiese, el cual asimismo comió. Y por esta desobediencia y poca fe, que tuvieron en creer más al demonio que a Dios, perdieron el estado de la inocencia, y fueron echados del paraíso terrenal; y por el mismo caso, todos los que de estos dos nacemos, somos concebidos y nacidos en pecado, y quedamos hijos de ira y de maldición, sujetos a mil malas inclinaciones, a mil trabajos y fatigas, y en fin, a pena eterna.

Pero como nuestro Dios es tan misericordioso, aun al tiempo que les daba el castigo de la culpa, les dio esperanza del remedio de ella, diciendo al demonio que, de la mujer que habla engañado, había de nacer quien le rompiese a él la cabeza, y cobrase lo que la mujer había perdido. Esto dijo él por su único hijo Jesucristo, Dios y Señor nuestro.

Esto hecho, ya la malicia empezaba a reinar en los hombres, y así fue que Caín, hijo de Adán y Eva, mató por envidia a su hermano Abel; y como iba multiplicándose la generación humana, iba también creciendo la maldad; tanto que, desde algunos años, enojado Dios de los pecados de los hombres, acordó destruir el mundo por agua; y no hallando en todo él sino sólo un hombre justo, el cual se llamaba Noé, mandó a éste que hiciese un arca, en que se salvase él y los de su casa que en el arca metiese, y él hízolo así. Y luego envió Dios tan grandísimo diluvio en el mundo, que duró cuarenta días y cuarenta noches continuas. Y las aguas subieron quince codos sobre el más alto monte del mundo, y así fue todo destruido; y solamente se salvaron en el arca, que por mandato de Dios habían hecho, Noé y su mujer, y sus tres hijos con sus mujeres; y asimismo los animales que por mandato de Dios había metido Noé consigo.

Estos, pues, empezaron a multiplicar el mundo. Luego no faltaron unos malos gigantes que movidos con presunción, quisieron edificar una cierta torre, a los cuales Dios destruyó, y derribó la torre, y a ellos esparció por todas las partes del mundo.

En este tiempo sacó Dios de su tierra, y de entre sus parientes, un varón justo y santo, que se llamaba Abraham y llevólo a Palestina. A éste hizo Dios muy grandes promesas; el cual todas las creyó; y por esta causa su fe es muy alabada en la Sagrada Escritura.

Este tuvo un hijo; no menos bueno y amigo de Dios que su padre, al cual asimismo largamente favoreció Dios. Este se llamó Isaac, y tuvo un hijo que fue llamado primero Jacob; y después, en una lucha que con un ángel tuvo, le fue mudado el nombre y llamáronle Israel, de donde después los del pueblo de los judíos se llamaron israelitas.

Este tuvo doce hijos, entre los cuales tuvo uno que se llamaba José, al cual el padre favorecía y quería más que a todos; y por esta causa, movidos con envidia los otros, se juntaron contra él y lo vendieron a unos que iban a Egipto; al cual dio Dios tan buena dicha y tanta prosperidad en Egipto, que en pocos años fue el principal de la casa del rey Faraón que era señor de aquella tierra.

Y aconteció que vino una grandísima hambre en la tierra donde Jacob y su padre y los otros sus hijos moraban, y el padre envió a los hijos a Egipto a comprar trigo, los cuales conocieron a su hermano José, que ellos habían vendido. El cual, usó de tanta misericordia con ellos, que, haciéndoles mucha honra, les mandó que volviesen por su padre y toda su familia y se viniesen a aquella tierra, donde él les daría largamente lo que hubiesen menester. Ellos lo hicieron así, de manera que vinieron Jacob y sus hijos y familia a morar en aquella tierra, donde murió Jacob, y dejó doce hijos, de los cuales tomaron nombre las doce tribus de Israel. El uno de ellos se llamaba Judá, de donde tomaron nombre los judíos. Todos éstos se salvaban en fe de Jesucristo, que esperaban había de venir a redimirlos; así como nosotros en fe del mismo que ya vino.

Así que, mientras vivió José, el pueblo de Israel fue muy favorecido y bien tratado en tierra de Egipto; pero muerto él y muerto el rey que le quería bien, empezaron los reyes de Egipto a afligir aquel pueblo de Dios por algunos años, y tanto cuanto más se aumentaba por virtud de Dios, tanto más los de Egipto, como ministros de maldad, los afligían.

Movido pues Dios con misericordia, se dolió de la fatiga de su pueblo y envióles a Moisés, varón santo y justo, para que los sacase de aquel cautiverio; y después de haber afligido Dios toda la tierra de Egipto con grandísimas y crudelísimas plagas que les envió porque el corazón del rey Faraón estaba endurecido, y no los quería dejar ir; al fin un día, por mandato de Dios, fingieron los israelitas que hacían unas bodas y cada una pidió a su vecina prestadas muchas joyas de oro y plata, y a la noche, secretamente, sin que los egipcios lo sintiesen, se salieron huyendo. Y era tan grandísimo el amor que Dios tenía a este pueblo, y el favor que le daba -aunque malo y desobediente-, que les dio una columna de fuego, que de noche les alumbrase por el camino; y dioles asimismo una nube, que de día les quitase el calor del sol. Y abrió el mar bermejo, para que a pie enjuto pasasen por él; y en el mismo mar ahogó al rey Faraón, y a todos los egipcios que iban tras ellos.

Todos estos favores les hizo por mano de Moisés y de Arón, su hermano; el uno de ellos era caudillo, y el otro sacerdote mayor. Aparte de esto, aunque los de este pueblo israelita, como malos y desagradecidos, siempre blasfemaban y murmuraban contra Dios, mientras que caminaban por el desierto hacia la tierra que Dios les había prometido, que era Palestina; faltándoles agua, maravillosamente se la dio; y faltándoles qué comer, les envió del cielo codornices y un maná suavísimo y sabrosísimo, más excelente que cuantos manjares hay en el mundo. Y viendo que ni aun con todos estos regalos los podía atraer a que le amasen, sin que luego se volviesen a adorar ídolos, acordó de darles una ley, toda llena de ceremonias, en que se ocupasen; no porque El, siendo como es espíritu, se holgase ni contentase con aquellos tabernáculos y altares, ni con aquella multitud de sacrificios; sino se la dio por tenerlos impedidos y ocupados en aquellas cosas, hasta que se cumpliese el tiempo en que El, en su eternal sabiduría, tenía determinado de enviar a su propio hijo al mundo, hecho hombre, como muchas veces lo había prometido.

Dioles asimismo, en el Monte Sinaí, los diez mandamientos que nosotros ahora guardamos, y otros muchos que sería largo de decir. Mientras que en estas tierras anduvieron, les dio Dios grandes victorias contra sus enemigos; y antes que entrasen en la tierra que les había prometido, muerto Moisés, les dio por caudillo a Josué, por el cual asimismo hizo Dios grandes maravillas. Este pasó a pie enjuto el pueblo de Israel y el Arca del testamento por el río Jordán, y lo puso en la tierra que buscaban. Por intercesión de estos caudillos no destruyó Dios muchas veces aquel pueblo malo y desobediente, a lo cual, con su poca y mucha maldad, le provocaban.

Muerto Josué, gobernaron este pueblo Jueces por espacio de quinientos y cincuenta y cinco años; en el cual tiempo tuvieron continuas guerras; y siempre que obedecían lo que Dios les mandaba, eran vencedores; y asimismo, cuando se apartaban de la voluntad de Dios, eran miserablemente vencidos.

En este medio tiempo les enviaba Dios profetas y santos varones que los encaminasen en su ley, y a ninguno obedecían; y pensando librar mejor, pidieron a Dios les diese rey, el cual les dio a Saúl. Este los afligió y maltrató, mientras los señoreó. Luego les envió Dios por rey a David, con el cual, aunque era santísimo varón, nunca les faltó continua guerra.

Después sucedió su hijo Salomón. Este los tuvo en mucha paz y sosiego; pero muerto éste, se dividió el pueblo y, por su rebeldía y maldad, jamás les faltó a los unos ni a los otros trabajo y fatiga. Convertíanse a adorar ídolos, y siempre Dios les enviaba santos profetas que los encaminasen en bien, a los cuales ellos mataban y maltrataban.

Y después de haber pasado muchos años y reinado muchos reyes, permitió Dios que Nabucodonosor, rey de Babilonia, cautivase este su pueblo, y lo llevase a su tierra de Babilonia, después de haber destruido aquella gran ciudad de Jerusalem y un grande y rico templo que el rey Salomón había con muy gran coste edificado. En esta cautividad estuvieron algunos años, hasta que Dios tuvo misericordia de ellos y los libró y trajo a su tierra de Palestina; y ellos, poco a poco restauraron el daño de la ciudad y del templo.

En fin, cumpliéndose ya el tiempo en que Dios había prometido a este su pueblo en particular, y en general a todo el humano linaje, de librarlos del cautiverio y sujeción del demonio, y de la gran tiranía que sobre ellos tenía, con que les hacía ser desobedientes a Dios, eligió el mismo Dios una santísima doncella de la tribu de Judá y del linaje de David, la cual se llamaba María, y envió a su unigénito hijo, para que tomase de ella carne humana por obra de Espíritu Santo, y se hiciese hombre; porque, hombre, satisficiese a Dios la ofensa que el primer hombre Adán le había hecho, y cobrase asimismo para todos la gracia que por su causa todos habíamos perdido. Y abriendo las puertas del cielo, adonde hasta entonces ningún hombre había entrado, de allí adelante, todos los que con fe y amor se allegasen a él, gozasen de aquella bienaventuranza.

Fue, pues, el hijo de Dios concebido por obra del Espíritu Santo, siendo para ello el mensajero el ángel San Gabriel. Quiso nacer de mujer, aunque virgen y santísima, pero pobre y de bajo estado, según el mundo, y vivir en pobreza y abatimiento, por mostrarnos que es menester ganemos con humildad y mansedumbre la gracia para agradar a Dios en este mundo; y así, por la gracia, alcancemos la gloria, que es gozar para siempre de su presencia deleitable en la vida eterna.

Esto, pues, es lo que digo yo que se debería decir a todo cristiano; y aunque lo he dicho lo más brevemente que he podido, creo que he sido prolijo, y por no serlo más, he pasado así tan brevemente por los misterios del Testamento Nuevo, los cuales también es menester se especifiquen muy largamente.

Antronio.- Por cierto a mí me ha parecido todo en extremo bien, y me he holgado mucho de oíros; porque aunque casi todas las cosas que habéis dicho me sabía yo, de oírlas en sermones, no las sabia así por tan buen concierto, ni tan asidas unas de otras. Bendito sea Dios que dotó vuestra alma de tal y tan alta sabiduría.

Eusebio.- Ahora tornadnos a decir, ¿para qué otro efecto querríais que a todos los cristianos se dijese esto?

Arzobispo.- Para que, viendo los hombres lo que Dios ha hecho con el linaje humano; y la paciencia con que tanto tiempo lo ha sufrido y sufre, se animen a amarlo más y más; y también para que, viendo las mercedes y favores que a aquel pueblo de Israel hizo, siéndole siempre rebelde, aprendan a tener entera confianza en él, que asimismo los favorecerá y conservará, si todos, y del todo, se dieren a él, y con mucha confianza se pusieren en sus manos.

Eusebio.- Bien se me figuró a mí que antes se os olvidó de decir esto que ahora habéis dicho; y por esto os lo pregunté.

Antronio.- Cuanto que a mí, todo se me hace tan nuevo que ninguna cosa echo de menos. Por las órdenes que recibí, vos solo bastáis para convertir medio mundo con vuestra sabiduría, discreción y santidad. Yo os prometo de decirlo de la misma manera que lo habéis dicho a mis feligreses, porque, según vos sois, bien sé que no se os hará de mal de mandármelo escribir todo así como lo habéis dicho.

Arzobispo.- Antes no holgaré de cosa más; porque si yo algo soy o valgo, más lo querría emplear en provecho de mis prójimos que en el mío; pues sé que para esto me lo dio Dios y esto es lo que él quiere.

Antronio.- No decís cosa que no sea muy buena; y pues todo lo habéis dicho a mi propósito, os suplico que me digáis, ¿qué tanto tiempo ha que empezasteis a saber y obrar esta doctrina que aquí nos habéis enseñado?

Arzobispo.- Cuanto ha que tengo juicio para saber discernir entre lo bueno y lo malo.

Antronio.- ¿Y quién fue el que os instruyó al principio de ello?, porque no puedo creer sino que milagrosamente os ha enseñado Dios; pues hay muchos teólogos y grandes letrados que no sabrían hablar en lo que vos habéis hablado tan puramente ni tan al propósito.

Arzobispo.- Huélgome mucho que me hayáis preguntado eso, porque yo deseaba que lo supieseis Habéis de saber que mi padre tenía esta costumbre: que cada mañana en levantándose, juntaba a sus hijos, y aun a algunos de su casa en una sala; y allí, muy particularmente, les enseñaba casi todas estas cosas que yo os he dicho. Y después que nos las había dicho, nos las preguntaba a nosotros casi de la misma manera que vosotros me las habéis preguntado a mí; porque decía él, que así como el prelado está obligado a instruir en la doctrina cristiana a los de su obispado, y el cura a los de su iglesia, así también estaba él obligado a instruir a sus hijos y a los de su casa; especialmente siendo letrado, y no habiendo aprendido letras para ganar de comer con ellas, sino para edificación de su alma y de las de los de su casa.

Antronio.- ¡Oh, buena vida le dé Dios a tal hombre!, ¡pluguiese a Dios, que todos los obispos y los curas hiciésemos esta consideración y tuviésemos tan santo ejercicio!

Arzobispo.- Pues veis aquí; cómo yo oía estas cosas muchos días, y también las decía a mis hermanos, y como me parecían bien y las aprendía, no solamente para saberlas sino también para obrarlas, quedáronseme como veis en la memoria. A más de esto, tenía mi padre en su casa un maestro, para que mostrase a leer y escribir a mí y a mis hermanos, el cual asimismo era amigo de toda cosa buena y cristiana; y con la continua comunicación y conversación de éste, hallo que gané mucho, y que aprendí hartas cosas de las que aquí os he dicho.

Eusebio.- Por cierto, es verdad que en forma he cobrado grandísima afición a vuestro padre. Dios le dé por ello el galardón; que sí creo que se lo habrá dado. Pluguiese a Dios que hubiese muchos tales como él. No oí, en mi vida, cosa mejor. Sobre la cabeza se debería poner tal persona como ésa. Dígoos que estáis harto obligado a vuestro padre, y más que si os dejara diez cuentos de renta.

Arzobispo.- Eso conozco yo muy bien. Bendito sea Dios por ello, y mucho más cuando veo algunos padres que no curan de hacer a sus hijos hombres de bien, porque piensan que harto hacen en dejarles bien de comer. No vi en mi vida mayor crueldad o, por mejor decir, mayor impiedad.

Eusebio.- Dígoos de verdad, que conozco a un hombre que todo su ejercicio y vigilancia pone en buscar maneras como dejar a su hijo un gran mayorazgo, y no quiere dar una miseria a un maestro que instruya al mismo hijo en buenas costumbres, y le muestre cómo ha de vivir. Yo no sé qué ceguedad diabólica es ésta, que aunque no fuese, sino porque supiese bien aprovecharse de la renta que le deja, había de procurar que fuese hombre de bien. Cuanto más que, pues se precian los hombres de cristianos, sería razón que lo fuesen ellos; e hiciesen que lo fuesen también sus hijos. Y esto no penséis que es solamente en éste que digo, que en verdad, si miráis en ello, hallaréis que de este pie cojean casi todos los ricos.

Arzobispo.- Dejadme decir, y veréis cómo aún debo más de lo que pensáis a mi padre, y es esto; que como él me vio, siendo muchacho, inclinado a todo lo que parecía santo y bueno, procuró con mucha diligencia, deseando que este mi deseo antes se acrecentase que se perdiese, de ponerme en casa de aquel bienaventurado arzobispo, de quien antes os dije. El cual, como sabéis, era muy deseoso de instruir santamente a los niños, según podéis ver por algunas cosas que dejó escritas.

Antronio.- Así es verdad; yo las he visto.

Arzobispo.- Pues con la continua conversación que yo tuve con este santo hombre, y con ver sus costumbres y santidad, aproveché mucho en aquellas cosas que mi padre y mi maestro me habían enseñado; y aun si al presente tuviéramos más tiempo, no holgara de cosa más que de contaros algunas cosas de aquel bianventurado arzobispo. Y ellas fueron tales y tan señaladas, que cualquiera de este arzobispado que las preguntéis, os las dirá.

Eusebio.- Bienaventurado vos, señor, que tal padre tuvisteis, y bienaventurado el que tuvo hijo que tan bien se supiese aprovechar de lo que él le enseñaba. Ciertamente, si en el mundo hubiese algunos tales como vuestro padre, sería menester que nosotros nos fuésemos a las Indias, pues haciendo ellos lo que nosotros debíamos hacer, no habría por qué nos diesen sus haciendas. Y si asimismo hubiese muchos maestros tales como el vuestro, no se corromperían los ánimos de los niños tan temprano como vemos que se corrompen por falta de los maestros que los tienen a cargo; y si tales prelados hubiese como el que habéis nombrado que así procurasen el bien de sus súbditos y criados, ciertamente habría otra honestidad, bondad, virtud y cristiandad que al presente hay. Pero, por nuestros pecados, los padres ruines no curan que sus hijos sean buenos, y los maestros viciosos no pueden enseñar a sus discípulos sino vicios; y de los prelados ambiciosos y avarientos no pueden los súbditos aprender sino ambición y avaricia. Esta es una regla muy cierta y verdadera.

Antronio.- Vos decís muy gran verdad en todo; y quisiera que también dierais su jaque a los curas, porque me cupiera a mí mi parte; pero creo que lo dejasteis porque, por ruin que fuere el jaque, según somos, fuéramos luego mate.