El Ministerio de Juan el Bautista
Geerhardus Vos

La trascendencia del ministerio de Juan el Bautista puede derivarse de las propias declaraciones de nuestro Señor con respecto a él. Él llama a Juan “un profeta” y “mucho más que un profeta,” y que declara que entre los nacidos de mujer no se ha levantado otro más grande que él. Le aplica as palabras proféticas de Malaquías (3:1): “He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí.” La interpretación y significado precisos de la declaración de Mateo 11:12 y Lucas 16:16 pueden ser algo oscuros, pero puede haber poca duda de que, en general, se tiene la intención de describir la superioridad de Juan sobre todos los profetas precedentes, y que coloca esta superioridad en su conexión cercana con la aparición real del reino de los cielos como una realidad presente abarcando los pensamientos y conmoviendo los intereses de los hombres: Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan.”
A pesar de la preeminencia adscrita de esta manera a Juan, es claro, a partir de la razón dada para esta preeminencia, que él no era tanto un revelador de nueva verdad sino uno que recapitula la antigua verdad. En el punto en donde el antiguo pacto está a punto de pasar hacia el nuevo, Juan una vez más resume en su ministerio el mensaje total de toda la revelación precedente y se convierte de esta forma en el vínculo de enlace entre esa revelación y el cumplimiento que había de seguir. A partir de esto debe explicarse el carácter austero de su obra y predicación. Este no era resultado que Juan tuviera una concepción inferior y menos espiritual del reino de Dios de la que Jesús tenía, sino simplemente de su posición como el último representante de una dispensación en la que la santidad y la justicia de Dios eran fuertemente enfatizadas. En el llamado de Juan al arrepentimiento la carga tanto de la ley como de los profetas encuentra su declaración final. Casi cada rasgo de la apariencia del Bautista da testimonio de la íntima conexión entre él y el antiguo pacto. Llevó la vida de un Nazareo, una de las formas Antiguo testamentarias de consagración al servicio de Jehová (Lucas 1:15). Su medio ambiente del desierto era un símbolo del estado muerto, estéril y anti-espiritual de Israel (Oseas 2:14, 15; Isa. 40:1-4); su enfoque con respecto al ascetismo en el tema del ayudo señala en la misma dirección (Mat. 11:10). Era, por así decirlo, una re-encarnación de Elías, el severo profeta del Antiguo Testamento, de quien también tomó prestado su atuendo; no sólo la imagen sino que en gran medida incluso la fraseología de la predicación de Juan se derivaba de dos profetas del Antiguo Testamento, Isaías y Malaquías. Además de esto tenemos la declaración expresa de nuestro Señor que coloca a Juan por fuera de los límites del reino de los cielos, i.e., fuera de la realización Novo testamentaria de este reino históricamente inaugurado por el mismo Jesús. Nuestro Señor no quiso decir que Juan no fuese un creyente en el sentido Antiguo testamentario, sino simplemente que oficial y personalmente él no participaba en los privilegios mucho mayores del nuevo pacto: Aquel que es menor en el reino de los cielos, i.e., ocupa un lugar relativamente más bajo que Juan bajo el Antiguo Testamento, pero que es absolutamente mayor que Juan,  debido a que el reino mismo es muy superior a la etapa típica de la teocracia (Mat. 11:11).
Además, al reiterar los llamados legales y proféticos al arrepentimiento Juan también repitió en la hora undécima las predicciones Antiguo testamentarias de la salvación mesiánica por venir. La relación orgánica en la que estos dos elementos de la revelación del Antiguo Testamento se hallan uno para con el otro se encuentra notoriamente reflejada en la manera en que Juan vincula las dos partes de su mensaje: “Arrepentíos, pues el reino de los cielos se ha acercado.” Pero la fuerza lógica de la apelación es incrementada por el carácter crítico del tiempo; la cercanía del reino se convierte en el motivo para el arrepentimiento. Juan describe la naturaleza del reino que se está acercando al llamarlo un bautismo con el Espíritu Santo y con fuego. En esta declaración el “fuego” evidentemente se refiere al juicio, que desde tiempos antiguos había estado asociado con la venida del reino (Mat. 3:10, 12). Pero se ha afirmado sin fundamento que el bautismo con el Espíritu Santo de igual manera se refiere al aspecto judicial de la crisis que se avecinaba. Aunque coloca el énfasis principal sobre el pecado y el juicio, no podemos creer que Juan dejara totalmente de lado el carácter salvífico del reino que había sido enviado a anunciar. El Espíritu se halla más bien como la fuente de todas las influencias y beneficios espirituales relacionados con el reino. Otra concepción errónea frecuentemente encontrada en las interpretaciones modernas de la obra de Juan es que su idea del orden de cosas que se aproximaba se hallaba moldeada en gran manera según las expectativas Judías prevalecientes, y por lo tanto, al igual que éstas, era carnal y política. El mismo hecho que Juan anuncia el juicio y criba de Israel como el resultado más importante de la crisis que se avecina, y que advierte en contra del orgullo y la confianza falsas de la descendencia natural de Abraham, lo mismo que su significativa declaración de que Dios puede levantar hijos a Abraham aún de las piedras, comprueba que sus ideas con respecto al reino de Dios eran radicalmente diferentes de las del Judaísmo contemporáneo. Solamente en un aspecto Juan revela las limitaciones, en conexión con este tema, que se hallaban necesariamente inherentes en su pensamiento con respecto al reino desde la perspectiva del Antiguo Testamento. Como con los profetas del Antiguo Testamento, él no distingue agudamente entre los estados y fases sucesivas en la realización de las promesas mesiánicas. El bautismo con fuego y con el Espíritu Santo se representan como dos lados del mismo acto. El mismo cumplimiento podría enseñar claramente que estos dos lados, puestos juntos en el cuadro de Juan, estarían en realidad separados por un largo intervalo de tiempo.
Como el ministerio de Juan resumía en sí mismo la sustancia de toda la verdad del Antiguo Testamento, así su ministerio, a su vez, estaba resumido en su bautismo. Este rito se vinculaba a las abluciones ceremoniales del Antiguo Testamento y al uso figurativo hecho por los profetas sobre el poder limpiador y vivificador del agua. Sin embargo, era una nueva institución por las razones de su introducción que los críticos de Juan demandaban y el Bautismo mismo afirmó una autoridad divina especial. Algunos han intentado explicarlo como una imitación de los lavamientos requeridos a todos los convertidos del paganismo al Judaísmo, el así llamado bautismo de prosélitos, pero, mientras tal lavamiento puede haberse acostumbrado tan temprano como el tiempo de Juan, no puede haber poseído en sus días su posterior prominencia como rito de iniciación en el Judaísmo, de manera que la imitación consciente parece quedar excluida. El bautismo de Juan era “un bautismo de arrepentimiento para perdón del pecado.” Presuponía, expresaba y fortalecía la gracia del arrepentimiento y era una señal manifestada por aquellos que lo recibían en fe para el perdón de los pecados. Deben evitarse dos extremos al estimar el valor y la eficacia de este sacramento. Por un lado, algunos casi lo han desprovisto de todo significado dándole un carácter puramente negativo como si se tratara de arrepentimiento sin fe, y como teniendo solo una referencia probable al perdón de los pecados en el futuro mesiánico (enfatizando el para), o negando que el don del Espíritu estuviese en algún sentido conectado con él. Es verdad, dice Juan: “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.” Pero esto ha de entenderse desde el punto de vista que el bautismo de Juan, perteneciendo al antiguo pacto, compartía con todas las ceremonias de esta dispensación el carácter de un tipo señalando hacia el cumplimiento en Cristo. En tanto que esto no estorba el hecho que, en otro sentido, las ceremonias del Antiguo Testamento eran medios reales de gracia, esto no prueba que el bautismo de Juan fuese solamente un tipo. Por otro lado, no necesitamos irnos al otro extremo de colocarlo totalmente en línea con el bautismo Cristiano, pues este último descansa en la obra terminada de Cristo. La verdadera visión es que el bautismo de Juan era un verdadero sacramento del antiguo pacto y confería a todos aquellos que lo recibían en fe la manera y medida de gracia Antiguo testamentaria. La diferencia era una de grado, no de sustancia.
El bautismo de Juan se tornó de especial importancia como el medio por el cual nuestro Señor fue oficialmente introducido en su ministerio público, o, para hablar en lenguaje escritural, como el instrumento para la unción mesiánica de Jesús. Aparte de anunciar la proximidad del reino en general, Juan tuvo la tarea especial de dar testimonio del Mesías en persona. Nuestro Señor mismo le adjudicó gran importancia a este testimonio, pues, cuando más tarde los líderes Judíos le preguntaron por cuál autoridad Él realizaba Sus actos mesiánicos Él les planteó la contra-pregunta, si el bautismo de Juan era del cielo o de los hombres, indicándoles de ese modo que no eran capaces de juzgar Sus afirmaciones hasta que hubiesen tomado primero una posición definitiva con respecto a las afirmaciones de Juan. Se pueden distinguir dos facetas en este testimonio presentado por Juan, uno, cuyo registro ha llegado a nosotros en gran parte en los Evangelios Sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, precediendo el bautismo de Jesús, el otro registrado en el Evangelio de San Juan, y que pertenece al tiempo subsiguiente a este evento. Durante la primera faceta Juan habló en términos generales del Mesías como “el Más Poderoso” que había de venir después de él. Enfatiza Su absoluto derecho y poder para juzgar al pueblo de Israel. Llama a la teocracia Su piso trillador, adjudicándole así una calidad tal de dueño con respecto al pueblo como se le podía adjudicar solamente a Jehová. En esto Juan se apegó a un modo de declaración que había sido observado en las mismas primeras revelaciones del Nuevo Testamento, dado a sus padres en el tiempo de la encarnación, y en el que una de las dos principales corrientes de la profecía mesiánica Antiguo testamentaria, aquella que hablaba de la venida del mismo Jehová a Su pueblo, fue reproducida. Durante la faceta posterior su testimonio se volvió más personal y definido, y en algunas de sus declaraciones captamos el eco del evento trascendental del bautismo de Jesús, que ya había ocurrido. La designación de Juan de Jesús como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29) arroja luz sobre su propia interpretación del significado interno de este acto. Como en la profecía de Isaías 53 el Siervo sufriente de Jehová fue representado bajo la figura de un cordero, para indicar que, aunque en un sentido idéntico con el rebaño caprichoso, sin embargo, en otro sentido, Él era diferente de ellos, porque siendo Él mismo inocente y estando dispuesto a llevar con paciencia el castigo que otros habían merecido, así Jesús había venido al bautismo de Juan, un Israelita de Israelitas, identificándose Él mismo con el pueblo de Dios, pero no porque Él necesitara esta limpieza para Su propio pecado individual, sino porque Él vicariamente tomó sobre Sí mismo la pena en la que habían incurrido. En otra declaración que se apega a Malaquías 3:1, el Bautista asciende a la idea de la preexistencia de Cristo no meramente durante la dispensación del Antiguo Testamento, “el cual es antes de mí,” sino en un sentido absoluto “porque era primero que yo” (Juan 1:30). El último testimonio de Juan está registrado en 3:27-36. Aquí él contrasta su propia posición oficial con la del Salvador y muestra que toda rivalidad queda así, en principio, excluida. Jesús es el Novio, él es simplemente el amigo del Novio, cuya tarea es unirles a Él y a la novia, Jesús e Israel, juntos. Por lo tanto, el reporte que todos traen a Jesús, es que su gozo, i.e., el gozo específico que le pertenece a él como precursor, ha sido cumplido. Con referencia a los versículos 31-36 es algo difícil decidir si estas palabras son una continuación del discurso del Bautista o constituyen algunos comentarios del evangelista Juan sugeridos por lo primero. Hay mucho que favorece la opinión de que el Bautista está todavía hablando aquí. Si es así, las declaraciones en los versículos 34 y 35 se hacen significativas como reminiscencias de lo que había ocurrido en el bautismo de Jesús: “Pues Dios no da el Espíritu por medida. El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano.” El verso 36 también parece señalar en retrospectiva hacia la declaración sinóptica de Juan concerniente al doble bautismo futuro con el Espíritu Santo y con fuego. Aquí la promesa del Espíritu Santo se ha convertido en una “vida eterna” presente y en “ira por venir,” una ira que “se aguanta.” Así, lo último se corresponde cercanamente con y reafirma lo primero.
La figura del Bautista, como nos es dibujada en los Evangelios, es una intrínsecamente grande y noble. Pero ha sido eclipsada necesariamente por la más ilustre figura del Mismo Hijo de Dios. Como uno de los antiguos escritores dice: “Cuando aparece la radiante luz del sol, no solamente la de las estrellas, sino también la de la luna, deben palidecer como la cera.” Para nuestro ordinario juicio humano es casi imposible no encontrar algo patético en este eclipse de gran carácter. Sin embargo, no seremos capaces de apreciar la grandeza real de Juan hasta que nos demos cuenta de que su virtual desaparición tenía la naturaleza de una auto-desaparición, hecha por su parte de buena gana y con gozo, para poder servir con ella a su Señor. Si no hubiese nada más, entonces esto mostrará que Juan, aunque permaneciendo oficialmente fuera del reino, había entendido y asimilado el gran principio sobre el cual el reino es edificado, el de la auto-negación y el servicio. Algunos escritores modernos han caído en el hábito de decir cosas groseras acerca de Juan y no están dispuestos a darle el crédito con nada más alto que la expectativa Judía en boga de un reino mesiánico político. Presumimos que tales escritores niegan la autenticidad de aquel hermoso dicho: “Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30). Es una satisfacción saber que Jesús mismo apreció y honró a Su precursor y expresó este sentimiento en más de una ocasión. Lo llama la lámpara que ardía y alumbraba, que se consume para dar luz a otros. Y aún en la hora de debilidad, cuando la propia fe de Juan había comenzado a flaquear y había enviado a Jesús sus pesquisas con dudas, nuestro Señor se tomó el trabajo de defenderlo de la sospecha injusta, como si algún motivo egoísta hubiese inspirado la duda, protegiendo así la nobleza de su carácter, porque era precioso para Él y porque no podía soportar que otros pudiesen pensar mezquinamente con respecto a él. Hay para nosotros algo inexpresablemente conmovedor en esta gratitud leal hacia un siervo fiel por parte de Aquel quien había venido Él mismo a servir a todos los otros. Y podemos descansar seguros que, lo que sea que puedan decir los jueces modernos, Juan ha recibido su recompensa y ha experimentado la verdad de aquel otro dicho de nuestro Señor: “Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará.”

El Estudiante Bíblico 1 (1900): 26-32.


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