CAPITULO LV
Hipocresía Inconsciente

Ya hemos examinado el mensaje general que contienen estos versículos tan solemnes. Al volver a los mismos es importante tener presente que en este pequeño párrafo nuestro Señor se ocupa de aquellos que son ortodoxos. Nada dice de los heterodoxos, de los que sostienen falsas enseñanzas o doctrinas. En este caso, la enseñanza es correcta. Profetizan en su nombre; en su nombre arrojan demonios; y en su nombre llevan a cabo muchas obras maravillosas. Y, sin embargo, nos dice, al final se condenan. Por esta razón estas palabras en muchos aspectos son más solemnes y, de hecho, alarmantes que cualesquiera otras que encontramos en toda la Sagrada Escritura.
Después de ese recorrido preliminar, podemos proceder a sacar ciertas lecciones y deducciones del mismo. No cabe duda de que nada puede ser más importante que esto. Nuestro Señor sigue repitiendo estas advertencias al exhortar a hombres y mujeres a que entren por la puerta estrecha y a que anden por el camino angosto y, en este caso, vuelve a ponernos sobre aviso en cuanto a los terribles peligros y posibilidades que se nos plantean. La lección más importante que hay que aprender de este pasaje es el peligro del autoengaño, y esto se subraya de varias maneras. Por ejemplo, nuestro Señor emplea la palabra 'Muchos'. "Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿acaso no hemos hecho esto y lo otro?" No hay que exagerar la fuerza y vigor de esta palabra 'muchos', pero sí es una palabra que conlleva un significado bien concreto. No dice 'alguno que otro', sino 'muchos' — el autoengaño es un peligro para 'muchos' y las advertencias del Señor contra ellos son frecuentes. Se encuentra en la metáfora que sigue, acerca de los que edifican sus casas sobre la arena. Es la misma advertencia que se encuentra también en la parábola de las diez vírgenes. Las cinco vírgenes necias son un caso evidente de autoengaño y nada más. Vuelve a presentarse en ese cuadro final de Mateo 25, donde Cristo describe el juicio final y habla de los que vendrán a Él confiados para decirle las cosas que han hecho por Él. En todos estos casos se da la misma advertencia; es la advertencia contra el terrible peligro del autoengaño. En otras palabras, al leer lo que dice aquí, recibimos la impresión de que esas personas a las cuales se refiere se sorprenderán en el día del juicio, "aquel día". Como hemos visto, todas estas palabras se pronuncian teniendo en mente claramente el día del juicio. De hecho, todo el capítulo, como hemos visto constantemente, trata de subrayar el hecho de que el cristiano debe vivir toda su vida a la luz de ese día venidero. Al leer el Nuevo Testamento observamos con cuánta frecuencia se habla de "aquel día". "El día lo declarará", dice Pablo, como diciendo: no importa. Prosigo con mi ministerio, todo lo hago con la vista puesta en ese día; la gente quizá me critique y diga esto o aquello acerca de mí, pero no voy a permitir que esto me preocupe, me he puesto a mí mismo y a todo mi futuro eterno en las manos del Se¬ñor mi Juez y el día de su juicio lo pondrá todo de manifiesto.
Es evidente, según las palabras de este pasaje, que estas personas, según nuestro Señor, van a sorprenderse en el día del juicio. Han dado por supuesto que están seguros y parecen muy tranquilos respecto a su propia salvación. ¿Con qué fundamentos? Porque decían, ¡Señor, Señor! Eran ortodoxos; decían lo que había que decir; eran fervorosos; eran celosos; profetizaban en su nombre; arrojaban demonios; hacían muchas obras maravillosas. Y recibían alabanzas de los hombres; se los consideraba de hecho como servidores destacados. Por ello, se sentían perfectamente satisfechos de sí mismos, seguros de su posición y ni por un segundo sospechaban que hubiera algo erróneo en ellos. Podrían presentarse ante el Señor en el día del juicio para decirle: "claro está, Señor, que conoces nuestra historia. ¿No te acuerdas de todo lo que dijimos e hicimos en tu nombre?" No dudaban acerca de sí mismos; eran perfectamente felices, estaban completamente seguros. Nunca había cruzado por su mente ni siquiera la posibilidad de que no fueran sino personas cristianas y salvadas, herederos de la gloria y de la bienaventuranza eterna. Pero lo que nuestro Señor les dice es que están perdidos. Les 'declararé' juega con las palabras en este caso, ellos declaran y El a su vez declarará: "Nunca os conocí; no tengo nada que ver con vosotros. Aunque siempre decíais 'Se¬ñor, Señor', y hacíais cosas en mi nombre, nunca os reconocí, nunca hubo contacto entre nosotros. Os habéis estado engañando a vosotros mismos todo el tiempo. Apartaos de mí, hacedores de maldad!'
No puede haber duda acerca de ello; el día del juicio va a ser un día de muchas sorpresas. ¡Cuan a menudo les dice nuestro Señor a su pueblo, a sus contemporáneos y a nosotros por medio de ellos, que Él no juzga como ellos juzgan! "Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación!' Esta clase de juicios falsos se encuentra a veces tanto en la iglesia como en el mundo. A menudo nuestros juicios son carnales. Escuchemos los comentarios que hace la gente cuando salen de un lugar de culto. A menudo son acerca del hombre, acerca de su apariencia física o de lo que llaman 'personalidad', y no acerca del mensaje. Ésas son las cosas que atraen. Nuestros juicios son muy carnales. Por eso nuestro Señor nos enseña que tengamos cuidado con esa posibilidad terrible y alarmante de engañarnos a nosotros mismos. Todos tenemos ideas claras acerca de la hipocresía consciente. Esta hipocresía consciente no es problema; es obvia y evidente. Lo que es mucho más difícil de discernir es la hipocresía inconsciente, cuando alguien no sólo engaña a otros sino que se engaña a sí mismo, y se persuade a sí mismo erróneamente acerca de su propia personalidad. De esto trata nuestro Señor aquí, y debemos de repetirlo de nuevo, que si creemos que el Nuevo Testamento es verdadero, entonces no hay nada más importante que examinarnos a nosotros mismos a la luz de una afirmación como ésta.
Si, pues, lo que describimos es la hipocresía inconsciente, ¿no se sigue de ello que no se puede hacer nada respecto a la misma? ¿Acaso no es, por definición, algo que el hombre no puede decidir? Si se trata de una condición en la que el hombre se engaña a sí mismo, ¿cómo puede cuidarse contra ella? La respuesta es que, por el contrario, se puede hacer mucho. Lo primero y más importante es examinar las causas del autoengaño. La forma de descubrirlo en nosotros mismos es ésta. Si podemos llegar a una lista de elementos de autoengaño y luego examinarnos a nosotros mismos a la luz de las mismas, estaremos en condiciones de resolverlas. Y el Nuevo Testamento está lleno de instrucciones al respecto. Por esto siempre nos exhorta a que probemos a los espíritus, más aún a que sometamos a prueba todas las cosas. Es un gran libro de advertencias. Esto no resulta popular. La gente dice que eso es ser negativo; pero el Nuevo Testamento siempre enfatiza el aspecto negativo de la verdad, tanto como el positivo.
¿Cuáles son, pues, las causas comunes de autoengaño a este respecto? En primer lugar, hay una doctrina falsa en cuanto a la seguridad. Es la tendencia a basar nuestra seguridad sólo en ciertas afirmaciones que nosotros mismos hacemos. Hay quienes dicen, "la Biblia dice, 'el que cree en Él no se pierde' sino que recibirá 'vida eterna'; 'cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo'; 'el que cree en su corazón y confiesa con la boca será salvo". Interpretan afirmaciones así en el sentido de que, con tal de que uno reconozca y diga ciertas cosas acerca del Señor Jesucristo, automáticamente se salva. El error radica en esto: el hombre que es verdaderamente salvo y que tiene una seguridad genuina de la salvación, hace y debe hacer, estas afirmaciones, pero el simple afirmar esto no garantiza ni asegura por necesidad que uno sea salvo. Las mismas personas de las que nuestro Señor se ocupa dicen: 'Señor, Se¬ñor', y parece que le dan a esta afirmación el sentido justo; pero, como hemos visto, Santiago nos recuerda en su Carta que "también los demonios creen, y tiemblan". Si leemos los evangelios, descubrimos que los espíritus malos, los demonios, reconocen al Señor. Se refieren a Él como al "Santo de Dios". Saben quien es; hacen afirmaciones correctas respecto a Él. Pero son demonios y están perdidos. En consecuencia, debemos tener cuidado con esta tentación muy sutil, y recordar la forma en la que la gente se persuade erróneamente a sí misma. Dicen: "creo; he dicho con la boca que creo que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios y que murió por mis pecados; por consiguiente..!', pero la argumentación es incompleta. El creyente, el cristiano, sí dice estas cosas, pero no se limita a decirlas. Esto es lo que a veces se describe como 'fideísmo', lo cual significa que el hombre pone su confianza última en su propia fe y no en el Señor Jesucristo. Confía en su propia creencia y en el afirmarla.
El objetivo de este párrafo es sin duda el ponernos sobre aviso contra el terrible peligro a basar nuestra seguridad de salvación en la repetición de ciertas afirmaciones y fórmulas. Se puede pensar en otras ilustraciones de este peligro de ser cristiano meramente formal. ¿Cuál es en realidad la diferencia entre lo que acabamos de descubrir, y basar nuestra seguridad de salvación en el hecho de que somos miembros de una iglesia, o que pertenecemos a cierto país, o que fuimos bautizados de niños? No hay diferencia. Es posible que alguien diga siempre lo que debe y sin embargo viva una vida tan mala, que es completamente evidente que no es cristiano. "No erréis" dice Pablo el apóstol escribiendo a los corintios; "Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros... heredarán el reino de Dios". Es, por consiguiente, muy posible que alguien diga lo que debe decir y sin embargo viva una vida mala. Que nadie se engañe a sí mismo. En cuanto hacemos descansar nuestra fe solamente en la repetición de una fórmula, sin estar seguros de que hemos sido regenerados y que tenemos prueba de la vida de Dios en nosotros, nos exponemos a este terrible peligro del autoengaño. Y hay muchos que afirman y defienden de esta manera la doctrina de la seguridad. Dicen: no hay que escuchar a la conciencia. Si has dicho que crees, eso basta. Pero no basta, porque "muchos me dirán... Señor, Señor". Pero Él responderá: "Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad!' Una doctrina superficial de la segundad, por consiguiente, o, una doctrina falsa de la seguridad, es una de las causas más comunes del autoengaño.
La segunda causa de esta situación se sigue inevitablemente de la primera. Es la negativa a examinarse a sí mismo. El auto examen no resulta popular hoy día, sobre todo, por extraño que parezca, entre los cristianos evangélicos. De hecho se da el caso que los cristianos evangélicos no sólo se oponen al auto examen, sino que a veces incluso lo consideran casi pecaminoso. Arguyen diciendo que el cristiano debe mirar sólo al Señor Jesucristo, que no debe mirarse a sí mismo para nada, e interpretan esto en el sentido de que nunca debe examinarse a sí mismo. Consideran el examinarse a sí mismo como mirarse a sí mismo. Dicen que, si uno se mira a sí mismo, no encontrará sino tinieblas y oscuridad; por tanto no hay que mirarse a sí mismo, sino al Señor Jesucristo. Por ello apartan la mirada de sí mismos y se niegan a examinarse.
Pero esto no es bíblico. La Biblia nos exhorta constantemente a que nos examinemos a nosotros mismos, "examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe" o si estáis "reprobados". Y lo hace así por la excelente razón de que existe un terrible peligro de caer en el antinomianismo; es decir, en el sostener que, con tal de que alguien crea en el Señor Jesucristo, no importa lo que se haga; que si alguien es salvo, no importa la clase de vida que lleve. El antinomianismo sostiene que en el momento en que uno comienza a concentrarse en la conducta, vuelve a situarse bajo la ley. Si uno cree en el Señor Jesucristo, dice, todo va bien. Pero esto, claro está, es precisamente aquello contra lo cual nuestro Señor nos llama la atención en este párrafo; el peligro fatal de confiar sólo en lo que decimos y olvidar que lo esencial acerca del cristianismo es la vida que se vive, a saber, "la vida de Dios en el alma del hombre", que el cristianismo es "partícipe de la naturaleza divina" y que esto necesariamente ha de manifestarse en su vida.
O examinemos la primera Carta de Juan, que fue escrita para salir al paso de este peligro preciso. Tiene en mente aquellos que estaban dispuestos a decir ciertas cosas, pero cuyas vidas eran una contradicción flagrante de lo que profesaban. Juan presenta sus famosas pruebas de vida espiritual. Dice: "El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso y la verdad no está en él!' "Si decimos que tenemos comunión con El, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad!' Había personas que hacían precisamente esto; decían, "soy cristiano, tengo comunión con Dios, creo en el Señor Jesucristo"; pero vivían en el pecado. Esto es una mentira, dice Juan; es transgredir la ley, es desobedecer a Dios y su santo mandamiento. Por mucho que alguien diga que cree en el Señor Jesucristo, su forma de vivir es consistentemente pecaminosa, no es cristiano. Y es evidente que la forma de descubrir esto es examinarnos a nosotros mismos. Debemos mirarnos a nosotros mismos y examinarnos a la luz de los mandamientos, a la luz de la enseñanza bíblica, a la luz de este Sermón del Monte y debemos hacerlo con sinceridad. Y, además, cuando llegamos a este asunto de las obras que realizamos, ya sea profetizar o echar fuera demonios o hacer 'milagros', debemos examinar nuestros motivos. Debemos preguntarnos honestamente, "¿Por qué estoy haciendo esto, qué es lo que realmente me impulsa a ello?"; porque el hombre que no se da cuenta de que quizá hace cosas buenas por motivos completamente equivocados, es un simple novicio en estos asuntos. Es posible que alguien predique el evangelio de Cristo de una forma ortodoxa, que mencione el nombre de Cristo, que posea la doctrina justa y sea celoso en la predicación de la Palabra y, sin embargo, en realidad, lo haya estado haciendo todo el tiempo por su propio interés y por su propia gloria y autosatisfacción. La única manera de salvaguardarnos contra esto es examinarnos a nosotros mismos. Es doloroso y desagradable; pero hay que hacerlo. Es la única fórmula de seguridad. El hombre tiene que enfrentarse consigo mismo con sinceridad para preguntarse: "¿Por qué lo hago? ¿Qué estoy realmente, en el fondo del corazón, buscando?" Si no lo hace, se expone al terrible peligro del autoengaño.
Pero examinemos ahora otra causa de esta misma situación, que es el peligro de vivir para las actividades propias. Acerca de esto hay que ser muy claros porque no cabe duda de que uno de los peligros mayores de la vida cristiana sea que alguien viva para sus propias actividades. En cierta ocasión, recibí una carta de una señora que había sido obrera cristiana muy activa por unos cuarenta años más o menos. Luego cayó gravemente enferma y durante seis meses no pudo salir de la casa. Tuvo la sinceridad suficiente de decirme que le había resultado un castigo muy duro y difícil. Sé muy bien lo que quiso decir, lo he visto en otros y, por desgracia, sé algo de esto por mi propia experiencia. He visto a hombres que han sido infatigables en la obra del reino y que, de repente, derribados por la enfermedad no han sabido qué hacer consigo mismos.
¿Cuál es el problema? Han vivido de sus propias actividades. Se puede estar tan ocupado predicando y trabajando, que no se alimente la propia alma. Se olvida tanto la propia vida espiritual que al final se encuentra que se ha vivido para sí mismo y para sus propias actividades y al detenerse, o al ser detenido por las enfermedades o circunstancias, encuentra que la vida está vacía, que no se poseen recursos.
Esto no se limita, claro está, a la vida cristiana. A menudo oímos hablar de hombres de negocios o profesionales que han tenido mucho éxito y que han gozado de buena salud toda su vida. Luego deciden retirarse y todo el mundo se sorprende cuando, al cabo de unos seis meses, oyen que han fallecido repentinamente. ¿Qué ha sucedido? A menudo la verdadera explicación es que lo que los mantenía en vida, lo que les proporcionaba el estímulo para vivir y el propósito para la vida, de repente desapareció, y se derrumbaron. O pensemos en la forma en que tantas personas se mantienen solamente gracias a los entretenimientos y placeres. Cuando de repente se ven apartados de los mismos no saben qué hacer consigo mismos; se sienten completamente aburridos y desvalidos. Han estado viviendo para sus propias actividades y placeres. Y lo mismo puede suceder en la vida cristiana. Por esto es bueno que todos nosotros, de vez en cuando, nos detengamos a descansar y a examinarnos a nosotros mismos para preguntarnos "¿Para qué cosas estoy viviendo?" ¿Qué sucedería si de repente se nos prohibieran las reuniones a las que asistimos con tanta frecuencia y regularidad; cómo nos sentiríamos? ¿Qué sucedería si la salud nos fallara y no pudiéramos leer ni disfrutar de la compañía de otros, o nos quedáramos solos? ¿Qué haríamos? Debemos dedicar tiempo a hacernos estas preguntas, porque uno de los peligros mayores del alma es vivir de sus propias actividades y esfuerzos. El estar muy ocupados es una de las sendas al autoengaño.
Otra causa importante de este problema es la tendencia a equilibrar nuestra vida poniendo cosas distintas en los diferentes platillos de la balanza. Por ejemplo, si nuestra conciencia nos condena por la vida que vivimos, ponemos en el otro platillo alguna obra buena que hacemos. Reconocemos que ciertas cosas nos condenan, pero entonces hacemos una lista de las buenas obras que realizamos y la cuenta se equilibra y queda con un poco de crédito al final. Todos hemos hecho esto. ¿Recuerdan el clásico ejemplo en el caso de Saúl, el primer rey de Israel? A Saúl se le había mandado que exterminara a los amalecitas; y lo hizo hasta cierto punto. Pero dejó con vida al rey Agag y también dejó con vida a las mejores ovejas y bueyes y así sucesivamente. Fijémonos en lo hábil que fue cuando Samuel lo reprendió. Dijo, "Los he dejado con vida para poder ofrecer sacrificios al Señor!' Éste es un ejemplo perfecto de equilibrar la balanza. Y todos tenemos propensión a ello. En lugar de permitir que la conciencia realice su labor, de inmediato sacamos cosas positivas que contrarrestan a las negativas. El que juzga la condición de su vida de esta forma puede terminar de una manera. El que hace esto en negocios pronto quebrará, y el que lo hace en la vida cristiana pronto quebrará espiritualmente y al final el Señor mismo lo repudiará. Debemos aplicarnos esta lección. Debemos dejar que la conciencia nos acuse. No debemos excusarnos a nosotros mismos, sino escuchar sus dictados y obedecerlos.
Esto nos lleva al principio vital que forma el sustrato de todas las causas del autoengaño. En muchos sentidos, el problema fundamental, incluso entre los buenos evangélicos, es el no escuchar la enseñanza clara de la Biblia. Aceptamos lo que la Biblia nos enseña en cuanto a doctrina; pero cuando se trata de la práctica, a menudo no tomamos la Biblia como única guía. Cuando llegamos al aspecto práctico, utilizamos pruebas humanas en lugar de pruebas bíblicas. En lugar de la enseñanza clara de la Biblia, discutimos con ella. "Oh, sí" decimos, "los tiempos han cambiado desde que la Biblia se escribió!' ¿Osaré dar un ejemplo obvio? Tomemos la cuestión de que las mujeres prediquen, y se las ordene como ministros. El apóstol Pablo, al escribir a Timoteo (1 Ti. 2:11-15), lo prohíbe explícitamente. Dice específicamente que no permite que la mujer enseñe ni predique. "Sí, claro", decimos al leer esa carta, "sólo pensaba en su propio tiempo; pero ahora los tiempos han cambiado y no debemos sentirnos atados a ello, Pablo pensaba en ciertos pueblos semi-civilizados de Corinto y lugares como ése!' Pero la Biblia no dice eso. Dice, "La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio!' "Si, pero esto fue una legislación temporal solamente", se dice. Pablo lo dice así: "Porque Adán fue formado primero, y después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en trasgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciera en fe, amor y santificación, con modestia!' Pablo no dice que fuera sólo para ese tiempo; se remonta a la Caída y muestra que es un principio permanente. En consecuencia, es algo que también es válido para la época nuestra. Pero de esta forma, como se ve, discutimos con la Biblia. En lugar de aceptar su enseñanza clara, decimos que los tiempos han cambiado y cuando nos viene bien, decimos que ya no es pertinente.
Tenemos otra forma de hacer lo mismo. La Biblia dice bien claramente no sólo que tenemos que predicar el evangelio, el verdadero mensaje, sino también cómo hemos de nacerlo. Nos dice que hemos de hacerlo con 'sobriedad' y con 'gravedad', con temor y temblor, "con demostración del Espíritu y de poder" y no con "palabras persuasivas de humana sabiduría". Pero hoy día los métodos de evangelización son contradicción flagrante de estas palabras y se justifican en función de los resultados. "Miren los resultados", dicen los hombres. "Este hombre y aquel quizá no se conforman al método bíblico, pero ¡Miren los resultados!" Y debido a los 'resultados' se dejan de lado los dictados claros de la Biblia. ¿Es esto creer en la Biblia? ¿Es esto tomar la Biblia como nuestra autoridad última? No es esto acaso repetir el viejo error de Saúl, quien dijo, "Sí, lo sé, pero pensé que sería bueno si hiciera esto o lo otro!' Trata de justificar su desobediencia con algún resultado que va a producir. Nosotros los protestantes, desde luego, levantamos las manos horrorizados frente a los católicos, sobre todo frente a los Jesuitas, cuando nos dicen que "el fin justifica los medios". Es el gran argumento de la Iglesia de Roma. Lo repudiamos en la iglesia católica de Roma, pero es un argumento muy común en círculos evangélicos. Los 'resultados' lo justifican todo. Si los resultados son buenos, se arguye, los métodos deben ser buenos —el fin justifica los medios. Si queremos evitarnos una terrible desilusión en el día del juicio, aceptemos la Biblia tal cual es. No arguyamos con ella, no tratemos de manipularla, no la retorzamos; enfrentémonos a ella, recibámosla y sometámonos a ella, cueste lo que cueste.
Otra causa común de autoengaño es no caer en la cuenta de que lo único que importa es nuestra relación con Cristo. Él es el Juez, y lo que importa es lo que Él piensa de nosotros. El será quien dirá a estas personas, "Nunca os conocí" y esta palabra 'conocer' es muy fuerte. No quiere decir que no estuviera consciente de su existencia. Lo sabe todo, lo ve todo; todo está desnudo y abierto ante Él. 'Conocer' significa 'tener un interés especial por', 'estar en una relación especial con'. "A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra" dijo Dios a los hijos de Israel por medio de Amos. Esto significa que tiene esta relación especial con Israel. Lo que nuestro Señor dirá en el día del juicio a esos que se engañaron a sí mismos es que han hecho todas estas cosas por su propio poder. Nunca tuvo nada que ver con ello. Por esto lo más importante para todos nosotros es no interesarnos en primer lugar por nuestras propias actividades y por los resultados, sino por nuestra relación con el Señor Jesucristo. ¿Le conocemos, y nos conoce Él a nosotros?
Finalmente, por tanto, debemos caer en la cuenta de que lo que Dios quiere y lo que nuestro bendito Señor quiere, sobre todo, es nosotros mismos —lo que la Biblia llama nuestro 'corazón—. Desea al hombre interior, el corazón. Desea nuestra sumisión. No quiere solamente nuestra profesión de fe, nuestro celo, nuestro fervor, nuestras obras, ni cualquier otra cosa. Nos desea a nosotros. Leamos de nuevo las palabras que pronunció el profeta Samuel dirigidas a Saúl, rey de Israel: "¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios y el prestar atención que la grosura de los carneros" (1 S. 15:22). La respuesta al argumento de Saúl: "Dejamos con vida a las ovejas y bueyes para poder sacrificarlos, para poder ofrecérselos al Señor", es la siguiente: Dios no quiere nuestras ofrendas; Dios no quiere nuestros sacrificios; quiere nuestra obediencia, nos quiere a nosotros. El hombre puede decir cosas acertadas, puede estar muy ocupado y ser muy activo, puede alcanzar resultados aparentemente maravillosos, y sin embargo no darse a sí mismo al Señor. Puede estar haciéndolo, pero para sí mismo, y puede estar resistiendo al Señor en el punto más vital de todos. Y éste es, en último término, el mayor insulto que podemos hacer a Dios. ¿Qué puede ser más ofensivo que decir: "Señor, Señor" con mucho fervor, estar ocupado y ser activo, y sin embargo no ofrecerle verdadera fidelidad y sumisión, insistir en retener el control sobre nuestra propia vida y permitir que nuestras propias opiniones y argumentos, y no los de la Biblia, dirijan lo que hacemos y cómo lo hacemos? La ofensa mayor al Se¬ñor es una voluntad que no se ha entregado en forma completa y total; y sea lo que fuere lo que hagamos —por grandes que sean nuestras ofrendas y sacrificios, por maravillosas que sean nuestras obras en su nombre— de nada nos servirá. Si creemos que Jesús de Nazaret es el Hijo unigénito de Dios que vino a este mundo y subió a la cruz del Calvario y murió por nuestros pecados y resucitó de nuevo para justificarnos y darnos vida nueva y prepararnos para el cielo, si realmente creemos esto, sólo hay una conclusión inevitable, a saber, que Él tiene derecho a la totalidad de nuestra vida, a todo, sin límite alguno. Esto significa que debe tener control no sólo en las cosas grandes, sino también en las pequeñas; no solo sobre lo que hacemos, sino sobre la manera en que lo hacemos. Debemos someternos a Él y a su enseñanza, tal como le ha complacido revelárnoslo en la Biblia; y si lo que hacemos no se conforma a estas pautas, es una afirmación de nuestra voluntad, es desobediencia y tan repulsivo como el pecado de brujería. De hecho, forma parte del tipo de conducta que hace que Cristo diga a ciertas personas: "¡Apartaos de mí, hacedores de maldad!". 'Hacedores de maldad' ¿Quiénes son esos? Los que dijeron: 'Señor, Señor', los que profetizaron en su nombre y en su nombre echaron fuera demonios y en su nombre realizaron muchos milagros. Los llama 'hacedores de maldad' porque, en último término, hicieron todo esto para agradarse a sí mismos, y no para agradarle a Él. Examinémonos, pues, seriamente a la luz de estas cosas.


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Estudios Sobre el Sermón del Monte

por D. Martyn Lloyd-Jones

Pastor, Iglesia Westminster, Londres



CAPITULO I Introducción General
CAPITULO II Consideraciones Generales y Análisis
CAPITULO III Introducción a las Bienaventuranzas
CAPITULO IV Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII Justicia y Bienaventuranza
CAPITULO VIII Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
CAPITULO IX Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X Bienaventurados los de Limpio Corazón
CAPITULO XI Bienaventurados los Pacificadores
CAPITULO XII El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV La Sal de la Tierra
CAPITULO XV La Luz del Mundo
CAPITULO XVI Que Vuestra Luz Alumbre
CAPITULO XVII Cristo y el Antiguo Testamento
CAPITULO XVIII Cristo Cumple la ley de los Profetas
CAPITULO XIX Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
CAPITULO XX La Letra y el Espíritu
CAPITULO XXI No Matarás
CAPITULO XXII Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
CAPITULO XXIII Mortificar el Pecado
CAPITULO XXIV Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
CAPITULO XXV El Cristiano y Los Juramentos
CAPITULO XXVI Ojo por Ojo y Diente por Diente
CAPITULO   XXVII La Capa y la Segunda Milla
CAPITULO   XXVIII Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
CAPITULO  XXIX Amar a los Enemigos
CAPITULO  XXX ¿Qué Hacéis de Más?
CAPÍTULO XXXI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXII Cómo Orar
CAPITULO XXXIII Ayuno
CAPITULO XXXIV Cuando ores
CAPÍTULO XXXV Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI Vivir la Vida Justa
CAPITULO XXXVII Tesoros en la Tierra y en el Cielo
CAPITULO XXXVIII Dios o las Riquezas
CAPITULO XXXIX La Detestable Esclavitud del Pecado
CAPITULO XL No Afanarse
CAPITULO XLI Pájaros y Flores
CAPITULO XLII Poca Fe
CAPITULO XLlll Fe en Aumento
CAPÍTULO XLIV Preocupación: Causas y remedio
CAPITULO XLV 'No Juzguéis'
CAPITULO XLVI La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII Juicio y Discernimiento Espirituales
CAPITULO XLVIII Buscar y hallar
CAPÍTULO XLIX La Regla de Oro
CAPITULO L La Puerta Estrecha
CAPITULO LI El Camino Angosto
CAPITULO LII Falsos profetas
CAPITULO LIII El Árbol y el Fruto
CAPITULO LIV Falsa Paz
CAPITULO LV Hipocresía Inconsciente
CAPITULO LVI Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII Los dos Hombres y las dos Casas
CAPITULO LVIII ¿Roca o Arena?
CAPITULO LIX La Prueba y la Crisis de la Fe
CAPITULO LX Conclusión
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