LA VIDA DE ELÍAS

por Arturo W. Pink

Introducción

La dramática aparición de Elías
El cielo cerrado
El arroyo de Querit
La prueba de la fe
El arroyo seco
Elías en Sarepta
Los apuros de una viuda
El Señor proveerá
Una Providencia oscura
Las mujeres recibieron sus muertos por resurrección
Frente al peligro
Frente a Acab
El alborotador de Israel
La llamada al  Carmelo
El   reto   de   Elías
Oídos que no oyen
La confianza de la fe
La   oración   eficaz
La   respuesta  por  fuego
El sonido de una grande lluvia
Perseverancia en la oración
La huida
En el  desierto
Abatido
Fortalecido
La cueva de Orbe
El silbo apacible y delicado
La   restauración   de   Elías
La viña de Nabot
El pecador descubierto
Un mensaje aterrador
La última misión de Elías
Un instrumento de juicio
La partida de Elías
El carro de fuego

LA ORACIÓN EFICAZ

Al cerrar el capitulo anterior, nos ocupábamos de la oración que Elías elevó en el monte Carmelo. Esa súplica del profeta requiere un atento examen por cuanto prevaleció y consiguió una respuesta milagrosa. Hay dos razones principales de que tantas de las oraciones del pueblo de Dios sean infructuosas: primera, porque no  cumplen los requisitos de la oración aceptable; y segunda, porque no son según las Escrituras, es decir, no son según el patrón de las oraciones registradas en la Santa Palabra. Entrar en todos los detalles acerca de los requisitos que debemos llenar y las condiciones que debemos cumplir para que Dios nos oiga y se muestre con potencia en favor nuestro, nos llevarla lejos; con todo, creemos que éste es un lugar apropiado para decir algo acerca de este tema tan altamente importante y por demás práctico, y, al menos, mencionar algunos de los requisitos principales de acceso al trono de la gracia.

La oración es uno de los privilegios más prominentes de la vida cristiana. Es el medio designado para el acceso experimental a Dios, para que el alma se acerque a su. Creador, y para que el cristiano tenga comunión espiritual con su Redentor. Es el canal por el que hemos de procurarnos las provisiones necesarias de gracia espiritual y misericordias temporales. Es la vía por la cual hemos de dar a conocer nuestra necesidad al Altísimo y buscarle para que nos la alivie. Es el canal por el que la fe asciende al cielo, y los milagros descienden a la tierra. Mas> si ese canal está obstruido, la provisión se detiene; si la fe está adormecida, los milagros no se efectuarán. En la antigüedad, Dios había dicho a su pueblo: “Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar su rostro de vosotros, para no oír” (Isaías 59:2). ¿Es distinto hoy en día? También dijo: “Vuestras iniquidades han estorbado estas cosas” (Jeremías 5:25). ¿No es éste el caso de la mayoría de nosotros? Hemos de reconocer que “nosotros nos liemos rebelado, y fuimos desleales; Tú no perdonaste. Te cubriste de nube, porque no pasase la oración nuestra” (Lamentaciones 3:42, 44). Es triste, verdaderamente triste, cuando éste es nuestro caso.

Si el que profesa ser cristiano supone que, no importa cuál sea el carácter de su andar, no tiene más que alegar el nombre de Cristo para que sus peticiones sean contestadas con toda seguridad, está engañado de modo lastimoso. Dios es inefablemente santo, y su Palabra declara de manera enfática: “Si en mí corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me oyera” (Salmo 66:18). No basta con creer en Cristo, 0 pedir en su nombre, para tener respuesta segura a la oración; ha de haber sujeción práctica a Él y comunión diaria con Él; "Si estuviereis en mí, y mis palabras estuvieren en vosotros, pedid todo lo que quisiereis, y os será hecho” (Juan 15:7). No basta con ser un hijo de Dios y pedir al Padre celestial; nuestras vidas han de estar ordenadas de acuerdo a su voluntad revelada: “Cualquier cosa que pidiéremos, la recibiremos de  ÉL, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de Él” (1 Juan 3:22). No basta con ir confiadamente al trono de la gracia; hemos de llegarnos "con corazón verdadero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua limpia" (Hebreos 10:22); siendo quitado lo que contamina por medio del lavacro de los preceptos de la Palabra (véase Salmo 119:9).

Aplicad los principios brevemente aludidos, y observad de qué modo, en el caso de Elías, todos esos requisitos y condiciones fueron cumplidos. Había caminado en separación estricta del mal que abundaba en Israel, negándose a contemporizar y a tener comunión alguna con las obras infructuosas de las tinieblas, En un tiempo de degeneración espiritual y apostasía, había mantenido la comunión personal con el que es Santo, de modo que podía decir: “Jehová Dios de Israel, delante del cual estoy” (I Reyes 17:1). Anduvo en sumisión práctica a Dios, como lo prueba el hecho de que no se moviera de Querit hasta que “fue a él palabra de Jehová” (17:8). Su vida estaba ordenada por la voluntad revelada de su Señor, como lo demuestra su obediencia al mandato divino de morar con una mujer viuda en Sarepta. No rehuyó cumplir los deberes más desagradables, como se echa de ver en su prontitud en llevar a cabo la orden divina: "Ve, muéstrate a Acab” (18:1). Dios oye y hace poderoso a un hombre así.
Si lo que hemos señalado sirve para explicar el hecho de que la intercesión de Elías prevaleciese, ¿no. nos proporciona también la razón por la cual tantos de nosotros nos vemos sin influencia ni poder ante Dios en oración? Es “la oración del justo, obrando eficazmente” la que "puede mucho” ante Dios (Santiago 5:16); y eso significa algo más que el hombre al que ha sido imputada la justicia de Cristo. Téngase en cuenta que esta afirmación no se encuentra en Romanos (donde se muestran de modo especial los beneficios legales de la expiación), sino en Santiago, donde se expone la parte práctica y experimental del Evangelio. El "justo” de Santiago 5:16 (así como a través de todo el libro de los Proverbios) es aquél que lo es ante Dios de modo práctico en su vida diaria, y cuyo andar agrada a Dios. Si no vivimos separados del mundo, si no nos negamos a nosotros mismos, si no luchamos contra el pecado, si no mortificamos los deseos de la carne, antes bien, regalamos nuestra naturaleza carnal, ¿nos sorprende que nuestra vida de oración sea fría y vacía, y que nuestras peticiones no se vean contestadas?

Al examinar la oración de Elías en el monte Carmelo, vimos que, en primer lugar, "cómo llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías”, es decir, se acercó al altar sobre el cual había el buey sacrificado; se acercó ¡a pesar de que esperaba que descendiera fuego del cielo! En ello vimos su confianza santa en Dios y el fundamento sobre el cual ésta descansaba: el sacrificio expiatorio; En segundo lugar, le oímos dirigirse a Jehová como el Dios del pacto con su pueblo: “Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel”. En tercer lugar> consideramos su primera petición: "Sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel”, es decir, que vindicara su honra y glorificara su gran nombre. El corazón del profeta estaba lleno de celo ardiente por el Dios vivo, y no podía soportar ver el país lleno de idolatría. En cuarto lugar, “que yo soy tu siervo”, cuyos intereses están totalmente subordinados a los tuyos. Reconóceme como tal por medio de una manifestación de, tu gran poder.

Éstos son los elementos que componen la oración que es aceptable a Dios y que alcanza de Él respuesta. Ha de haber algo más que un seguir las formas de la devoción: ha de haber un acercamiento real del alma al Dios viviente, y para ello ha de quitarse y dejarse todo lo que le es ofensivo. Lo que aparta del Señor el corazón y aleja de Él la conciencia culpable es el pecado; y ha de haber arrepentimiento y confesión de ese pecado para que pueda haber nuevo acceso a Dios. Lo que decimos no es legalista; no hacemos más que insistir en las demandas de la santidad divina. Cristo no murió al objeto de ganar para su pueblo una indulgencia que le permitiera vivir en pecado; por el contrario, vertió su sangre preciosa “para redimirnos de toda iniquidad, y limpiar para si un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14), y, en la misma medida que descuidemos esas buenas obras, dejaremos de alcanzar de modo experimental los beneficios de su redención.

Pero, para que una criatura descarriada y pecadora se acerque al que es tres veces santo con alguna medida de humilde confianza, ha de conocer algo acerca de la relación que mantiene con Dios, no por naturaleza, sino por gracia. El privilegio bendito del creyente  no importa lo fracasado que se sienta (siempre y cuando sea sincero al lamentar sus faltas y leal en sus esfuerzos para agradar al Señor)  es recordarse a sí mismo que se acerca a Uno con el cual está unido por medio de un pacto, es más, apelar a este pacto ante Él. David  a pesar de todas sus faltas  reconoció que "Él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado” (II Samuel 23:5), y lo mismo puede hacer el lector si se aflige por el pecado como se afligía David; si, como él, lo confiesa con la misma contrición; y suspira como él por la santidad. Nuestra oración es muy diferente cuando podemos “abrazar el pacto de Dios", seguros de nuestro interés personal en él. Cuando pedimos el cumplimiento de las promesas del pacto (Jeremías 32:40,41; Hebreos 10:16,17, por ejemplo), presentamos una razón que Dios jamás rechazará, porque no puede negarse a sí mismo.

Hay aún otra cosa que es indispensable para que nuestras oraciones tengan la aprobación divina: el móvil que las impulsa y las peticiones en sí deben ser correctos. Es en este punto que hay tantos que yerran; como está escrito: "Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (Santiago 4:3). No fue así en el caso de Elías; lo que procuraba no era su propio provecho o exaltación, sino magnificar a su Señor, vindicar Su santidad, la cual Su pueblo había deshonrado tanto al volverse a adorar a Baal. Todos hemos de probarnos a nosotros mismos en este punto: si el móvil de nuestra oración no procede de nada mejor que el yo, no podemos esperar otra cosa sino que nos sea denegada. Só1o pedimos bien cuando pedimos de verdad aquello que repercute en la gloria de Dios. “Esta es la confianza que tenemos en Él, que si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye” (1 Juan 5:14), y pedimos “conforme a su voluntad* cuando deseamos las cosas que reportan honor y alabanza al Dador. Mas, ¡cuánta carnalidad hay en muchas de nuestras oraciones!

Finalmente, para que nuestra oración sea aceptable a Dios, ha de provenir de quien puede declarar con verdad: "Yo soy tu siervo”; es decir: uno que está sometido a la autoridad de otro, que toma un lugar subordinado, que está bajo las órdenes de su amo, que no tiene voluntad propia, y cuyo anhelo constante es agradar a su señor y defender sus intereses. Y, sin duda alguna, el cristiano no pondrá inconvenientes en que ello sea así ¿No fue ésta la actitud del Redentor? ¿No tomó el Señor de la gloria la “forma de siervo” (Filipenses 2:7), conduciéndose como tal en la tierra? Si mantenemos el carácter de siervos al acercarnos al trono de la gracia, evitaremos la irreverencia descarada que caracteriza a tanto del llamado "orar” de nuestros días. En lugar de exigir o de hablar a Dios como si fuésemos sus iguales, presentaremos humildemente nuestras "peticiones”. Y, ¿cuáles son las cosas más importantes que desea un “siervo”? El conocimiento de lo que su amo requiere y qué se necesita para llevar a cabo sus órdenes.

"Y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas” (I Reyes 18:36). "Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías, y dijo: Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas.” Esto fue presentado por el profeta como un ruego adicional: que Dios enviara fuego del cielo en contestación a sus súplicas, como testimonio de su fidelidad a la voluntad de su Señor. Fue en respuesta a las órdenes divinas que el profeta habla detenido la lluvia, hecho reunir a todo el pueblo de Israel y a los falsos profetas, y propuesto celebrar un juicio público o prueba para que, por medio de una señal visible del cielo, pudiera saberse quién era el verdadero Dios. Todo ello lo habla hecho, no por si mismo, sino bajo la dirección de lo Alto. Cuando podernos alegar ante Dios nuestra fidelidad a sus mandamientos, nuestras peticiones cobran gran fuerza. Dijo David al Señor: “Aparta de mí oprobio y menosprecio; porque tus testimonios he guardado”, y, “Allegádome he a tus testimonios; oh Jehová, no me avergüences (Salmo 119:22,31). Que un siervo actúe sin que su amo se lo haya ordenado es obstinación y presunción.
Los mandamientos de Dios "no son penosos” (para aquellos cuyas voluntades están rendidas a É1), y “en guardarlos hay grande galardón" (Salmo 19:11)  tanto en esta vida como en la venidera, como experimenta toda alma obediente. El Señor ha declarado: “Yo honraré a los que me honran” (1 Samuel 2:30), y Él es fiel para cumplir sus promesas. El modo de honrarle es andar en sus preceptos. Esto es lo que Elías había hecho, y ahora contaba con que Jehová le honraría concediéndole su petición. Cuando el siervo de Dios tiene el testimonio de una buena conciencia y del Espíritu de que está haciendo la voluntad divina, puede sentirse, con razón, invencible  los hombres, las circunstancias y la oposición de Satanás no cuentan más que la paja de la era . La Palabra de Dios no volverá a Él vacía: su propósito se cumplirá, aunque pasen los cielos y la tierra. Esto, también, era lo que llenaba el corazón de Elías de seguridad y sosiego en esa hora crucial. Dios no iba a burlarse de quien le había sido fiel.

“Respóndeme, Jehová, respóndeme; para que conozca este pueblo que Tú, oh Jehová, eres el Dios” (v. 37). Cómo respiran estas palabras de la intensidad y vehemencia del celo del profeta por el Señor de los ejércitos. No era una mera petición dé labios, sino una súplica, una ferviente súplica. La repetición de la misma da a entender de qué modo más verdadero y profundo estaba agobiado su corazón. No podía soportar que su Señor fuera deshonrado por doquiera; suspiraba por verle vindicarse a si mismo. "Respóndeme, Jehová, respóndeme”, era el clamor ferviente de un alma encerrada. Su celo e intensidad, ¡cómo pone en evidencia la frialdad de nuestras oraciones! Sólo el clamor genuino de un corazón agobiado llega a los oídos de Dios. Es “la oración del justo, obrando eficazmente” la que "puede mucho". Cuánto necesitamos buscar la ayuda del Espíritu Santo, porque sólo Él puede inspirar en nosotros la oración verdadera.

"Para que conozca este pueblo que Tú, olí Jehová, eres el Dios”. He aquí el anhelo supremo del alma de Elías: que fuera demostrado de modo abierto e incontrovertible que Jehová, y no Baal ni ningún otro ídolo, era el verdadero Dios. Lo que dominaba el corazón del profeta era el anhelo de que Dios fuera glorificado. ¿No es así con todos los verdaderos siervos? Están dispuestos a sufrir todas las penalidades, y contentos de consumirse y ser consumidos, si con ello es magnificado el Señor. “Porque yo no sólo estoy presto a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús (Hechos 21: 13). ¡Cuántos desde los días del apóstol han muerto en su servicio y para alabanza de su santo nombre! Este es, también, el deseo más profundo y constante de todo cristiano que no se halla en una condición de apartamiento o rebeldía; todas sus peticiones proceden y se centran en esto: que Dios sea glorificado. Han bebido, en alguna medida, del espíritu del Redentor: "Padre, glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti" (Juan 17:1); cuando éste es el móvil de nuestra petición, la respuesta es cierta.

"Y que Tú volviste atrás el corazón de ellos” (v. 37); atrás de seguir objetos prohibidos, atrás de Baal, al servicio y al culto del Dios verdadero y vivo. Aparte de la gloria de su Señor, el anhelo más hondo del corazón de Elías era que Israel fuera librado del engaño de Satanás. No era un hombre concentrado en si mismo y egoísta, indiferente a la suerte de sus semejantes; por el contrarío, estaba ansioso de que lo que satisfacía tan plenamente su propia alma fuera también la porción y el bien supremo de ellos. Y decimos de nuevo, ¿no es ello verdad de todos los verdaderos siervos y santos de Dios? Aparte de la gloria de su Señor, lo que tienen más cerca del corazón y constituye el objeto constante de sus oraciones es la salvación de los pecadores, para que sean vueltos atrás de sus caminos malos y locos, llevados a Dios. Fijémonos bien en las dos palabras que escribimos en cursiva: “Y que Tú volviste atrás el corazón de ellos"; otra cosa que no sea el corazón vuelto a Dios valdrá de nada en la eternidad; y nada que no sea Dios obrando por su gran poder puede efectuar ese cambio.

Después de haber considerado en detalle y extensamente cada una de las peticiones de la oración prevaleciente de Elías, permítasenos llamar la atención a otra característica de la misma: su brevedad. , No ocupa más que dos versículos en nuestra Biblia, y sólo contiene cincuenta y ocho palabras en la traducción española. ¡Qué contraste con las oraciones prolongadas y tediosas que se oyen en muchos lugares hoy en día! "No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5:2). Los versículos como éste parecen no existir para la mayoría de predicadores. Una de las características de los escribas y los fariseos era que "por pretexto (para impresionar a la gente con su piedad) hacen largas oraciones” (Marcos 12:40). No queremos desestimar el hecho de que el siervo de Cristo, cuando goza de la unción del Espíritu, puede disfrutar de gran libertad para verter su corazón extensamente; empero ello es la excepción que confirma la regla, como demuestra claramente la Palabra de Dios.

Uno de los muchos males producidos por las oraciones largas del que ocupa el púlpito es el desaliento que lleva a las almas sencillas que ocupan los bancos; están expuestas a llegar a la conclusión de que, si cuando oran en privado no pueden hacerlo con aquella prolijidad, es debido  a que el Señor rehúsa darles el espíritu de oración. Si alguno de los lectores está angustiado a causa de esto, le rogamos que haga un estudio de las oraciones registradas en las Sagradas Escrituras  tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento  y descubrirá que casi todas Elías son extremadamente cortas. Todas las oraciones que alcanzaron respuestas tan extraordinarias del cielo fueron como ésta de Elías: breves y atinadas, fervientes pero definidas. Dios jamás oye a nadie a causa de la multitud de sus palabras, sino sólo cuando su petición proviene del corazón, cuando está movida por el deseo de la gloria del Señor, y cuando se presenta con una fe como de niño. Que el Señor nos libre por su misericordia de la hipocresía y el formalismo, y nos haga sentir un deseo profundo de clamar: "Señor, enséñanos (no como orar, sino) a orar”.
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LA RESPUESTA POR FUEGO

En el anterior capítulo tratamos de hacernos la aplicación práctica de la oración que Elías ofreció a Dios en el monte Carmelo. Ha quedado escrita para nuestra enseñanza (Romanos 15:4) y aliento, y contiene muchas lecciones valiosas para el corazón dispuesto a recibirlas. Salvo contadas excepciones, el predicador moderno, lejos de ofrecer ayuda alguna acerca de este tema, es piedra de tropiezo para aquellos que desean conocer más perfectamente los caminos del Señor. Si los cristianos jóvenes en la fe ansían descubrir los secretos de la oración aceptable y eficaz, no deben guiarse por lo que oyen y ven en la hora presente en el mundo religioso; por el contrario, deben volverse a aquella revelación que Dios, por su gracia, ha designado como lámpara a sus pies y lumbrera en su camino. Si buscan con humildad la instrucción de la Palabra de Dios, y dependen confiadamente en la ayuda del Espíritu Santo, se verán libres de lo que hoy en día se denomina anómalamente oración.
Por un lado, hemos de librarnos del tipo de oración frío, mecánico y formalista que no es más que un ejercicio de labios, en el cual el alma no se allega al Señor, ni se deleita en É1, ni derrama el corazón ante Él. Por otro lado, hemos de librarnos del frenesí indecoroso, desenfrenado y fanático que en algunos lugares se confunde con el ardor y la sinceridad espirituales. Hay muchos que, al orar, se parecen demasiado a los adoradores de Baal, dirigiéndose a Dios como si estuviera sordo.

Parecen considerar la excitación de su fuerza nerviosa y las contorsiones violentas de sus cuerpos como la esencia de la plegaria, y menosprecian a los que hablan a Dios de modo sosegado y compuesto, con propiedad y orden. Semejante frenesí irreverente es aun peor que el formalismo. No debe confundirse el ruido con el fervor, ni el delirio con la devoción. “Sed pues templados, y velad en oración” (I Pedro 4:7), es el correctivo divino para este mal.

Consideremos ahora los hechos extraordinarios que siguieron a la hermosa pero sencilla oración de Elías. Y, de nuevo, invitamos al lector a tratar de imaginar en lo posible la escena que tuvo lugar en el Carmelo. Mirad la vasta multitud reunida. Ved la gran compañía de los ahora exhaustos y derrotados sacerdotes de Baal. Y tratad de oír las últimas palabras de la oración del profeta: “Respóndeme, Jehová, respóndeme; para que conozca este pueblo que Tú, oh Jehová, eres el Dios, y que Tú volviste atrás el corazón de ellos” (I Reyes 18:37). ¡Qué terribles los momentos que siguieron! ¡Qué avidez, por parte de la multitud, de presenciar los resultados! ¡Qué silencio más absoluto debía de haber! ¿Qué iba a suceder? ¿Iba a ser defraudado el siervo de Jehová, como lo hablan sido los profetas de Baal? Si no habla una respuesta, si no descendía fuego del cielo, el Señor no tenía más derecho que Baal a ser considerado Dios. Entonces, todo lo que Elías habla hecho, todo su testificar de su Señor como el único y verdadero Dios vivo seria reputado como engaño. ¡Qué momentos más intensamente solemnes!

Pero, apenas habla terminado la corta oración de Elías, cuando se nos dice que "cayó fuego de Jehová, el cual consumió el holocausto, y la leña, y las piedras, y el polvo, y aun lamió las aguas que estaban en la reguera” (v. 38). Por medio de este fuego, el Señor se atestiguó a si mismo como el único verdadero Dios, y por él testificó del hecho de que Elías era su profeta e Israel su pueblo. Qué admirable la condescendía del Altísimo al demostrar repetidamente las verdades más evidentes acerca de su ser, sus perfecciones, la autoridad divina de su Palabra y la naturaleza de su adoración. No hay nada más maravilloso que esto, aparte de la perversidad de los hombres que rechazan semejantes demostraciones reiteradas. ¡Cuán lleno de gracia es Dios al proporcionar tales pruebas y al hacer toda duda absolutamente irrazonable e inexcusable! Los que reciben las enseñanzas de la Revelación Santa sin discusión, no son unos tontos crédulos, por cuanto, lejos de seguir fábulas por arte compuestas, aceptan el testimonio intachable de los que fueron testigos presénciales de los milagros más extraordinarios. La fe del cristiano descansa sobre un fundamento que no teme el escrutinio más detallado.

“Entonces cayó fuego de Jehová.” El hecho de que ése no fuera un fuego ordinario sino sobrenatural, se puso de manifiesto en los efectos que produjo. Descendió de arriba. Consumió primero las piezas del sacrificio, y después la leña sobre la cual había sido colocado; y este orden hacia ver claramente que la carne del buey no se quemaba por medio de la leña. Incluso las doce piedras del altar fueron consumidas, poniendo aun más de manifiesto que no se trataba de un fuego común. Por si todo ello no fuera suficiente testimonio de la naturaleza extraordinaria de ese fuego, éste consumió "el polvo, y aun lamió las aguas que estaban en la reguera”, para que quedara absolutamente claro que era un fuego cuya fuerza nada podía detener. En cada caso, la acción de este fuego era hacia abajo, lo cual es contrario a la naturaleza de todo fuego terrenal. Ahí no habla estratagema alguna, sino un poder sobrenatural que quitaba todo motivo de sospecha por parte de los espectadores, y que les ponla cara a cara con la grandeza y la majestad de Aquél a quien de modo tan grave habían despreciado.

“Entonces cayó fuego de Jehová, el cual consumió el holocausto.” Ello era sobremanera bendito, mas inefablemente solemne también. En primer lugar, este notable hecho debería alentar a los cristianos débiles a poner su confianza en Dios, a salir, con Su poder, al encuentro de los peligros más graves, a enfrentarse a los enemigos más fieros, y a emprender las tareas más arduas y arriesgadas a las que el Señor les llame. Si nuestra confianza está puesta de modo pleno en el Señor, É1 no nos dejará. Él estará a nuestro lado, aunque todos nos abandonen; Él nos librará de las manos de los que procuran nuestro mal; Él desbaratará a nuestros adversarios; Él nos honrará a la vista de los que nos han calumniado o reprochado. No mires los ceños fruncidos de los mundanos, cristiano tembloroso; pon tu mirada en el que tiene todo el poder en la tierra y en el cielo. No te descorazones por el hecho de que te veas rodeado de tan pocos que piensan como tú; consuélate al pensar que si Dios es por nosotros, no importa quién esté contra nosotros.

Este incidente debería alentar y fortalecer a los siervos probados de Dios. Satanás puede que te esté diciendo que el transigir es la única política sabia y segura en tiempos tan degenerados como los presentes. Puede que haga que te preguntes: ¿Qué será de mí y de mi familia si sigo predicando algo tan despreciado? Si es así, recuerda el caso del apóstol, cómo le sostuvo el Señor en las circunstancias más difíciles. Refiriéndose al hecho de que tuviera que comparecer ante aquel monstruo llamado Nerón para vindicar su conducta como siervo de Cristo, decía: "En mi primera defensa ninguno me ayudó, antes me desampararon todos; no les sea imputado. Mas el Señor me ayudó, y me esforzó para que por mí fuese cumplida la predicación, y todos los gentiles oyesen; y fui librado de la boca del león. Y el Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial: al cual sea gloria por los siglos de los siglos. Amén” (II Timoteo 4:16 18). ¡Y el Señor no ha cambiado! Ponte sin reservas en sus manos, procura sólo su gloria, y É1 no te dejará. Confía plenamente en Él en cuanto a los resultados, y É1 no dejará que seas confundido, como ha comprobado el que esto escribe.

Este incidente sirve de ejemplo bendito del poder de la le y la eficacia de la oración. Ya hemos dicho bastante acerca de la oración que Elías elevó en esta ocasión trascendental, pero permítasenos citar otra característica de la misma que debemos observar en nuestras oraciones si queremos que el cielo las conteste. Uno de los principios que rigen el trato de Dios con nosotros es: “Conforme a vuestra fe os sea hecho” (Mateo 9:29). “Si puedes creer, al que cree todo es posible” (Marcos 9:23). ¿Por qué? Porque la fe se dirige directamente a Dios; hace que Él actúe, echa mano de su fidelidad al recurrir a sus promesas y decir: "Haz conforme a lo que has dicho” (II Samuel 7:25). Si quieres ver algunas de las maravillas y milagros que la fe puede producir, lee despacio Hebreos 11.

La oración es el canal principal por el cual obra la fe. Orar sin fe es insultar a Dios y burlarse de PI. Está escrito: "La oración de fe salvará al enfermo” (Santiago 5:15). Mas, ¿qué es orar con fe? Es cuando la mente se regula y el corazón se conmueve por lo que Dios nos ha dicho; es atenerse a su Palabra y confiar en que Él cumplirá sus promesas. Esto es lo que Elías había hecho, como se desprende de sus palabras: "Por mandato tuyo he hecho todas estas cosas” (v. 36). Algunas de esas cosas parecían totalmente contrarias a la razón, como el que se aventurara a ir en presencia del hombre que procuraba matarle y que le ordenara reunir una vasta asamblea en el Carmelo, el que se enfrentara a cientos de profetas falsos, el que derramara agua sobre el holocausto y la leña; sin embargo, obró de acuerdo a la Palabra de Dios y confió en ÉL al poner los resultados en sus manos. Y Dios no permitió que fuera confundido; por el contrario, honró su fe y contestó su oración.

De nuevo quisiéramos recordar al lector que este incidente está escrito para nuestra enseñanza y aliento. El Señor es el mismo hoy que entonces  dispuesto a mostrarse poderoso en favor de quienes andan como Elías, y confían en Él como hizo el profeta. ¿Te enfrentas con alguna situación difícil, alguna necesidad apremiante, alguna prueba penosa? Si es así, no permitas que se interponga entre Dios y tú, sino pon a Dios entre ella y tú. Medita de nuevo en sus perfecciones maravillosas y en su suficiencia infinita; considera sus preciosas promesas que se ajustan a tu caso con exactitud; pide al Espíritu Santo que fortalezca tu fe, y ponía en acción. Lo mismo decimos a los siervos de Dios: para hacer grandes cosas en el nombre del Señor; para confundir a Sus enemigos y alcanzar la victoria sobre los que se oponen; para ser instrumentos en el volver el corazón de los hombres a Dios; para todo esto han de esperar que ÉL obre en ellos y por ellos, y han de confiar en su poder infinito para que les proteja y les acompañe en el cumplimiento de tareas arduas. Deben buscar sólo la gloria de Dios en todo lo que emprenden, creer de verdad y darse a la oración ferviente.

"Entonces cayó fuego de Jehová, el cual consumió el holocausto.” Como hemos dicho antes, este hecho era inefablemente bendito, y al mismo tiempo solemne. Ello será aun más evidente si recordamos aquellas terribles palabras: "Nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29). ¡Qué pocas veces se cita este versículo, y qué raramente se predica sobre el mismo! Oímos a menudo decir desde el púlpito que "Dios es amor”, pero se mantiene un silencio culpable acerca del hecho igualmente cierto de que es “fuego consumidor”. Dios es tres veces santo, y por lo tanto, su naturaleza pura arde contra el pecado. Dios es inexorablemente justo, y por ello, visitará toda trasgresión y desobediencia como “justa paga de retribución” (Hebreos 2:2). “Los necios se mofan del pecado” (Proverbios 14:9), pero descubrirán que no pueden mofarse impunemente de Dios. Pueden desafiar su autoridad y pisotear sus leyes en esta vida, pero en la venidera se maldecirán a si mismos por su locura. Dios trata con misericordia y paciencia a sus enemigos en este mundo, pero en el por venir hallarán para su ruina eterna que Él es "fuego consumidor".

Sobre el monte Carmelo, Dios demostró públicamente que "es fuego consumidor”. Durante años había sido gravemente deshonrado, su adoración había sido, suplantada por la de Baal, pero allí, frente a toda la multitud reunida, ÉL vindicó su santidad. Ese fuego que descendió del cielo en respuesta a la sincera súplica de Elías era un juicio divino: era la ejecución de la sentencia de la ultrajada ley de Dios. El Señor ha jurado que "el alma que pecare, ésa morirá” y Él no puede contradecirse. La paga del pecado ha de pagarse, o por el pecador mismo, o por un sustituto inocente que tome su lugar y sufra su castigo. A Israel, junto con la ley moral, se le dio la ley ceremonial en la que se proveía de un medio por el cual pudiera mostrarse misericordia hacia el transgresor, al mismo tiempo que las demandas de la justicia divina eran satisfechas. Un animal sin mancha ni contaminación era muerto en lugar del pecador. Así fue, también, en el Carmelo: "Cayó fuego de Jehová, el cual consumió el holocausto”, y de esta forma, los israelitas idólatras fueron perdonado”.

¡Qué escena más admirable y maravillosa la que se nos presenta en el monte Carmelo! El Dios santo ha de juzgar todo pecado con el fuego de su furor. Y ahí estaba una nación culpable llena de maldad que Dios había de juzgar. ¿Habla de caer el fuego del Señor inmediatamente sobre ellos, consumiendo ese pueblo desobediente y culpable? ¿No habla escapatoria posible? Sí, bendito sea Dios, la habla. Se proveyó de una víctima inocente, un sacrificio que representara esa gente cargada de pecado. Cayó el fuego sobre él consumiéndolo y, de esta forma, ellos fueron perdonados. Qué símbolo más maravilloso de lo que tendría lugar casi mil años más tarde en otro monte, el del Calvario. Allí, el Cordero de Dios tomó el lugar de su pueblo culpable y llevó sus pecados en su cuerpo sobre el madero (I Pedro 2:24). Allí, el Señor Jesucristo sufrió, el justo por los injustos, para llevarlos a Dios. Allí fue hecho maldición (Gálatas 3:13), para que la bendición eterna pudiera ser la porción de ellos. Allí, el "fuego de Jehová” cayó sobre su cabeza sagrada, y tan intenso fue su calor que clamó: "sed tengo”.

"Y viéndolo todo el pueblo, cayeron sobre sus rostros, y dijeron: ¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios!” (v. 38). "No podían dudar por más tiempo de la existencia y la omnipotencia de Jehová. No podía haber engaño en cuanto a la realidad del milagro: vieron con sus propios ojos cómo descendía el fuego del cielo y consumía el sacrificio. Y tanto si estimaban la grandeza del milagro en sí, o el hecho de que Elías lo hubiera anunciado de antemano y hubiera tenido lugar con un propósito determinado, como si consideraban la ocasión digna de la intervención extraordinaria del Ser supremo  para recuperar a su pueblo que habla sido seducido a apostatar por la influencia de los que estaban en autoridad, y probar que ÉL era el Dios de sus padres , todas estas cosas se combinaban para demostrar la divinidad de su Autor y sancionar la autoridad de Elías” (John Simpson).

“Y viéndolo todo el pueblo, cayeron sobre sus rostros, y dijeron: ¡Jehová es el Dios!" Al Señor se le conoce por sus caminos y por sus obras: Él es “magnifico en santidad, terrible en loores, hacedor de maravillas”. De este modo fue resuelta la controversia entre Jehová y Baal. Aun así, los hijos de Israel olvidaron pronto lo que habían visto, y  lo mismo que sus padres, quienes habían sido testigos de las plagas de Egipto y de la derrota de Faraón y sus huestes en el mar Rojo  pronto cayeron de nuevo en la idolatría. Las manifestaciones terribles de la justicia divina suelen atemorizar y convencer al pecador, arrancar de él confesiones y resoluciones, e incluso inclinarle a la obediencia, mientras perdura en él la impresión; empero, para cambiar su corazón y convertir su alma, es necesario algo más. Los milagros que Cristo obró, en nada cambiaron la oposición de la nación judía a la verdad; para que el hombre nazca de nuevo ha de haber una obra sobrenatural en él.

"Y dijoles Elías: Prended a los profetas de Baal, que no escape ninguno. Y ellos los prendieron; y llevólos Elías al arroyo de Cisón, y allí los degolló" (v. 40). Qué solemne es esto; Elías no habla orado por los falsos profetas (sino por "este pueblo"), v el buey que había sido sacrificado no les aprovechaba. Así es, también, en cuanto a la expiación: Cristo murió por su pueblo, “el Israel de Dios", mas no derramó su sangre por los reprobados v los apostatas. Dios hizo que su verdad bendita  que ahora es negada casi universalmente  fuera ilustrada en los símbolos, v que quedara claramente expuesta en las porciones doctrinales de su Palabra, El cordero pascual fue instituido en favor de los hebreos, a quienes protegía pero ¡no para los egipcios! Querido lector, si tu nombre no está escrito en el libro de la vida, no hay el más leve rayo de esperanza para ti.

Hay algunos quienes, llevados por nociones falsas de liberalidad, condenan a Elías por haber degollado a los profetas de Baal; yerran en gran manera ignorando el carácter de Dios v las enseñanzas de su Palabra. Los peores enemigos que puede tener una nación son los profetas v sacerdotes falsos, por cuanto acarrean sobre ella males espirituales v temporales, v destruyen tanto los cuerpos como las almas de los hombres. El permitir que esos profetas de Baal escapasen, hubiera significado darles permiso para continuar sus actividades como agentes de la apostasía, v hubiese expuesto a Israel a más corrupción. Debe recordarse que el pueblo de Israel estaba bajo el gobierno directo de Jehová, v que el tolerar la existencia de aquellos que pervertían a las gentes llevándolas a la idolatría, hubiera equivalido a dar refugio a hombres culpables de alta traición contra la Majestad de las alturas. El insulto lanzado contra Jehová sólo podía ser vengado por medio de su destrucción, v solamente así podía vindicarse su santidad.

En las épocas de degeneración se requieren testigos que no pierdan de vista la gloria de Dios, que no dejen que sea influido su ánimo por el sentimentalismo, y que sean inflexibles en condenar el mal. Los que consideran que Elías llevó su severidad a extremos inauditos, e imaginan que actuó con crueldad despiadada al degollar a los falsos profetas, no conocen al Dios de Elías. El Señor es glorioso en santidad, v nunca más que cuando es “fuego consumidor” de los obradores de iniquidad. Es verdad que Elías sólo era un hombre; empero, era el siervo de Dios, v estaba obligado a llevar a cabo sus órdenes; al degollar a aquellos falsos profetas no hizo más que cumplir lo que la Palabra de Dios requería de él (véase Deuteronomio 13:1 5; 18.20-22). Nosotros, bajo la dispensación cristiana, no hemos de matar a los que seducen a otros v les llevan a la idolatría, por cuanto "las armas de nuestra milicia no son carnales” (II Corintios 10:4). La aplicación para nosotros en el día presente es ésta: debemos juzgar implacablemente todo el mal que haya en nuestras vidas, v no debemos permitir que en nuestro corazón haya rival alguno del Señor nuestro Dios; ¡"que no escape ninguno”!
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EL SONIDO DE UNA GRANDE LLUVIA

En las Escrituras se habla mucho de la lluvia; sin embargo, las enseñanzas que de ella se desprenden son totalmente desconocidas por la inmensa mayoría en la cristiandad actual. En esta era atea y materialista, Dios, no s6lo no ocupa el lugar que le corresponde en los corazones y las vidas de las gentes, sino que, además, está excluido de sus pensamientos y, virtualmente, del mundo que É1 creó. Aparte de un remanente insignificante de personas a las que se califica de necias y fanáticas, nadie, en la actualidad, cree que él ordena las estaciones, controla los elementos y regula los fenómenos meteorológicos. Es necesario que los siervos de Jehová expongan la relación que Dios mantiene con su creación, y su intervención y gobierno en todos los asuntos de la tierra; que proclamen que el Altísimo preordinó en la eternidad todo lo que tiene lugar aquí abajo, y que declaren que Él está llevando a cabo lo que predeterminó, y esta haciendo todas las cosas según el consejo de su voluntad".

La preordinación de Dios alcanza a las cosas materiales lo mismo que a las espirituales, y abarca los elementos de la tierra lo mismo que las almas de los hombres, según se revela claramente en su Palabra Santa. "Él hizo ley (la misma palabra hebrea qué en el Salmo 2:7) a la lluvia" (Job 28:26), predestinando cuando, dónde y cuanto había de llover, del mismo modo que "poma a la mar su estatuto, y a las aguas, que no pasasen su mandamiento" (Proverbios 8:29), y "al mar por ordenación eterna, la cual no quebrantará, puse arena por término. Se levantaran tempestades, mas no prevalecerían" (Jeremías 5:22). El numero exacto, la duración y la intensidad de las lluvias lo fijado la divina voluntad de modo eterno e inalterable, y los términos precisos de cada océano y cada río han sido determinados de modo exacto por orden del Soberano de cielos y tierra.

Leemos que Dios, con arreglo a su preordinación, "prepara la lluvia para la tierra" (Salmo 147:8). "Yo haré llover sobre la tierra" (Génesis 7:4), dijo el Rey del firmamento, y ninguna de sus criaturas puede impedirlo. Su promesa preciosa es: "Yo daré vuestra lluvia en su tiempo" (Levítico 26:4); aun así, qué poco se reconoce y aprecia el cumplimiento de la misma. Por otra parte, él declaró: "Yo os detuve la lluvia... e hice llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no hice llover: sobre una parte llovió; la parte sobre la cual no llovió, secóse" (Amós 4:7; véase Deuteronomio 11:17); y otra vez, "aun a las nubes mandaré que no derramen lluvia" (Isaías 5:6), y todos los científicos, de la tierra son incapaces de revocar esta orden. Y es por ello que nos demanda: "Pedid a Jehová lluvia" (Zacarías 10:1), para que reconozcamos nuestra dependencia de Él.

Lo que acabamos de señalar queda demostrado, de modo asombroso y convincente en la parte de la historia de Israel que estamos considerando. Por espacio de tres años y medio, no había habido lluvia ni rocío sobre la tierra de Samaria, y ello no era resultado de la casualidad ni del destino ciego, sino del juicio divino que habla caído, sobre un pueblo que había dejado a Jehová para ir en pos de dioses falsos. Al examinar, desde las alturas del Carmelo, el país empobrecido por la sequía, debía de ser difícil reconocer que aquó1 era el jardín que el Señor había descrito como "tierra de arroyos, de aguas, de fuentes, de abismos que brotan por vegas y montes; tierra de trigo y cebada, y de vides, e higueras, y granados; tierra de olivas, de aceite, y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, no te faltará nada en ella" (Deuteronomio 8:7 9). Pero, también había dicho que, "tus cielos que están sobre tu cabeza, serian de metal; y la tierra que esta debajo de ti, de hierro. Dará Jehová por lluvia a tu tierra polvo y ceniza" (Deuteronomio 28:23 24). Esa maldición terrible había llegado de modo literal, y en ello podernos ver las horribles consecuencias del pecado. Dios soporta con mucha mansedumbre la desobediencia de una nación, lo mismo que hace con los individuos; mas, cuando tanto los lideres como el pueblo apostatan y levantan ídolos en el lugar que le corresponde sólo a Él, tarde o temprano hace saber de modo inequívoco que él no será burlado impunemente, y entonces, "enojo e ira, tribulación y angustia" vienen a ser su porción. ¡Qué tardas para aprender esta sana lección son las naciones favorecidas con la luz de la Palabra de Dios!; parece como si la mejor escuela fuera la de la experiencia dura. El Señor había cumplido su terrible amenaza por mano de Moisés, y había llevado a cabo sus palabras por medio de Elías (I Reyes 17:1); y ese juicio espantoso no podía ser quitado hasta que, al menos el pueblo, reconociera sin rebozo a Jehová como el verdadero Dios. Como señalamos al final de un capitulo anterior, no podía esperarse favor alguno de Dios hasta que el pueblo se volviera a la obediencia a ti; y en otro capitulo, dijimos que ni Acab ni sus súbditos estaban en un estado de alma que les permitiera recibir sus bendiciones y misericordias. Dios les habla juzgado posibles pecados, y por el momento, no habían visto en ello la vara del Señor, ni puesto fin a lo que había ocasionado su desagrado.

Pero, el milagro maravilloso que había tenido lugar en el Carmelo cambió por completo el estado de cosas. Cuando, en respuesta a la oración de Elías, cayó fuego del cielo, todos los del pueblo "cayeron sobre sus rostros, y dijeron: ¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios!" Y cuando Elías les mandó prender a los falsos profetas de Baal y que no dejaran escapar a ninguno, cumplieron sus órdenes con prontitud, y ni el rey ni ellos ofrecieron resistencia alguna cuando el profeta los llevó al arroyo de Cisón y los degolló (I Reyes 18:39,40). De este modo, el mal fue quitado de ellos, y se abrió el camino para la bendición visible de Dios. M aceptó bonda8osamente esto como su enmienda, y, en consecuencia, quitó de ellos el severo castigo. Este es siempre el orden de las cosas: el juicio prepara el camino para la bendición; al   fuego terrible sigue la esperada lluvia. Así que un pueblo se postra como debe ante Dios y rinde el homenaje que a le corresponde, desciende del cielo la lluvia refrescante.

Mientras Elías actuaba de ejecutor de la justicia contra los profetas de Baal, quienes hablan sido los principales agentes de la rebelión nacional contra Dios, Acab debía mantenerse a distancia, como testigo reacio de aquel terrible acto de venganza, sin al  reverse a resistir la explosión popular de indignación, ni a intentar proteger a los hombres que ó1 mismo había introducido y mantenido. Y ahora, ante sus ojos yacían los cuerpos victimas de una muerte espantosa a orillas del Cisón. Cuando el último de los profetas de Baal hubo mordido el polvo, el intrépido tisbita se volvió al rey y le dijo: "Sube, come y bebe; porque una grande lluvia suena" (I Reyes 18:41). ¡Qué peso debían de quitar estas palabras del corazón del rey culpable! Grande debía ser su temor al   contemplar con impotencia la muerte de sus profetas, temblando al   pensar que, en cualquier momento, Aquél a quien había despreciado de modo tan patente y al   que había insultado con tanta arrogancia, podía dictar alguna sentencia terrible contra É1. Por el contrario, se le permitió alejarse sin sufrir daño alguno del lugar de la ejecución; es más, se le dijo que fuera a comer y beber.

¡Qué bien conocía Elías al hombre con el que se enfrentaba! No le pidió que se humillara bajo la poderosa mano de Dios y que confesara públicamente su impiedad, y mucho menos que se uniera a ÉI en acción de gracias por el milagro maravilloso y lleno de gracia que había presenciado. Todo lo que le importaba a este hombre cegado por Satanás era comer y beber. Como a1guien ha señalado, era corno si el siervo del Señor le hubiese dicho: "Sube, ve donde tienes plantadas tus tiendas, allí en el llano ancho y elevado. El banquete está preparado en tu pabellón dorado, tus lacayos te esperan; ve, come y banquetea. Pero, ve deprisa, por cuanto, ahora que la tierra está limpia de los sacerdotes traidores y Dios está de nuevo entronizado en su lugar, la lluvia no puede tardar. ¡Corre, pues!; no vaya la lluvia a detener tu carroza." La hora, señalada para sellar la ruina, del rey no había, llegado, aún; entretanto, se le permitía engordar, como una bestia, para ser muerto. Es inútil reconvenir a los apostatas (compárese Juan 13:27).

“Porque una grande lluvia suena". No hace falta decir que Elías no se refería a un fenómeno natural. Mientras hablaba, el cielo estaba, despejado, por cuanto, cuando, el criado del profeta miraba, hacia el mar tratando de descubrir algún presagio de lluvia, declaró: "No hay nada" (v. 43); y más tarde, cuando miró por séptima vez, todo lo que pudo ver fue "una pequeña nube". Cuando se nos dice que Moisés "se sostuvo como viendo al Invisible" (Hebreos 11:27), no quiere decir que viera a Dios con los ojos de su cuerpo, y cuando Elías anunció que una grande lluvia suena", ese sonido no era audible para el oído corporal. Fue "por el oír de la fe" (Gálatas 3:2) que el profeta supo que la esperada lluvia estaba al llegar. "Porque no hará nada el Señor Jehová, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas" (Amós 3:7), y la revelación que se le dio a conocer la recibió por fe.

Cuando Elías aún moraba con la viuda en Sarepta, el Señor le dijo: "Ve, muéstrate a Acab, y Yo daré lluvia, sobre la haz de la tierra" (18:1), y el profeta creyó que Dios haría, lo que decía; y en el versículo que estamos considerando ahora habla como si estuviera sucediendo, porque estaba, seguro de que su Señor no dejaría de cumplir lo que había dicho. Es así cómo obra siempre la, fe espiritual y sobrenatural: "Es pues la, fe la sustancia, de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven" (Hebreos 11:1). La naturaleza de esta, gracia que procede de Dios es el acercarnos las cosas que están lejos: la fe ve las cosas prometidas come, si ya, se hubieran cumplido. La fe da, a las cosas futuras una existencia presente, es decir, las verifica en la mente, dándoles realidad y corporeidad. Está escrito de los patriarcas que, "conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido las promesas, sino mirándolas de lejos" (Hebreos 11:13); aunque durante sus vidas no se cumplieron las promesas, las vieron con sus ojos de águila.

"Una grande lluvia suena." ¿No percibe el lector el tenor espiritual de tales palabras? Ese "sonido" no lo oyó Acab, ni siquiera nadie de los que estaban reunidos en el monte Carmelo. Las nubes todavía no existían, y, no obstante, oía lo que iba a tener lugar. Si nosotros estuviéramos mas separados del ruido de este mundo, si estuviéramos en comunión más intima con Dios, nuestros oídos estarían más afinados para oír sus susurros suaves; si la Palabra divina morara más poderosamente en nosotros y nuestra fe en ella estuviera más ejercitada, oiríamos lo que es inaudible para el entendimiento embotado de la mente carnal. Elías estaba tan seguro de la llegada de la lluvia prometida como si ya hubiera oído sonar las primeras gotas sobre las rocas o la hubiera visto caer torrencialmente. Ojalá "creyéramos y saludáramos" más las promesas de Dios, viviendo y regocijándolos en ellas, y andando por fe en ellas, porque fiel es El que prometió. El cielo y la tierra pasaran antes de que una sola de sus palabras deje de cumplirse.

"Y Acab subió a comer y a beber" (v. 42). Los puntos de vista que, acerca de estas palabras, expresan los comentaristas, se nos antojan carnales o forzados. Algunos consideran el acto del rey como lógico y prudente; como no habla comido ni bebido nada desde primeras horas de la mañana y era ya una hora avanzada, creen que obró natural y cuerdamente al dirigirse a su hogar con el propósito de poner fin a su prolongado ayuno. No obstante, hay un tiempo para cada cosa, e inmediatamente después de haber presenciado la manifestación más extraordinaria del poder de Dios no era la mejor ocasión de dar gusto a la carne. Tampoco Elías había comido nada y, sin embargo, estaba lejos de procurarse las necesidades de su cuerpo en aquellos momentos. Hay otros que ven en ello la evidencia de un espíritu sumiso en Acab: qué obedecía con mansedumbre las órdenes del profeta. Qué extraño es semejante concepto; lo que menos caracterizó al rey apóstata fue la sumisión a Dios o a su siervo. La razón por la cual asintió con presteza en esta ocasión fue que, el hacerlo, satisfacía sus apetitos carnales y le permitía dar gusto a su sensualidad.

"Y Acab subió a comer y a beber." ¿No ha registrado el Espíritu Santo este detalle más bien para mostrarnos la dureza y la insensibilidad del corazón del rey? Durante tres años y medio la sequía habla agostado sus dominios y habla producido una terrible hambre. Ahora, al saber que iba a llegar la lluvia, quizá se volvería a Dios y le daría gracias por su bondad. Había visto la completa vanidad de sus ídolos y el fracaso de Baal, y sido testigo del juicio terrible de sus profetas; con todo, nada de ello le causó impresión a1guna: permaneció impenitente en su pecado. Dios no ocupa lugar en sus pensamientos; su único pensamiento era que la lluvia iba a llegar, y que, por lo tanto, podía disfrutar sin obstáculo; por consiguiente, fue a celebrarlo. Mientras sus súbditos sufrían los rigores del azote divino, ó1 sólo se preocupaba de salvar su caballada (18:5); y ahora que sus sacerdotes devotos hablan muerto por centenares, é1 sólo pensó en el banquete que le aguardaba en su pabellón. ¡Embrutecido y sensual hasta el último extremo, aunque estuviera vestido con la túnica real de Israel!

No se piense que Acab era un caso excepcional de torpeza; por el contrario, véase en su conducta en esta ocasión una ilustración y un ejemplo de la muerte espiritual que es común a todos los no regenerados: vacíos de cualquier pensamiento serio acerca de Dios, inafectados por la mis solemne de sus providencias o la mis maravillosa de sus obras, sin importarles mis que las cosas del presente y de los sentidos. Podemos leer cómo Belsasar y sus nobles banqueteaban al mismo tiempo que los persas sembraban la muerte a las puertas de la ciudad de Babilonia. Se nos dice que Nerón tocaba la lira mientras Roma ardía; y que uno de los apartamentos del palacio de Whitehall estaba lleno de una multitud entregada a la frivolidad, mientras Guillermo de Orange desembarcaba en Tor Bay. Y hemos vivido lo bastante para ver las masas, embriagadas de placer, danzando y divirtiéndose mientras aviones enemigos hacían llover muerte y destrucción sobre ellos. Tal es la naturaleza humana de todas las épocas: mientras puedan comer y beber, las gentes obran sin pensar en los juicios de Dios e indiferentes a su destino eterno. ¿No es así en tu caso, querido lector? Aunque seas preservado externamente, ¿hay alguna diferencia en lo interior?

"Y Elías subió a la cumbre del Carmelo; y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas" (v. 42). ¿No confirma ello lo que hemos dicho anteriormente? Qué contraste más grande el que se presenta aquí: el profeta, lejos de desear la compañía jovial del mundo, ansió estar a solas con Dios; lejos de pensar en las necesidades de su cuerpo, se ocupó de las de su espíritu. El contraste entre Elías y Acab no era sólo de temperamento personal y de gustos, sino que era la diferencia que existe entre la vida y la muerte, entre la luz y las tinieblas. Pero esa, antitesis radical no siempre es aparente para la vista del hombre: el que ha sido regenerado puede caminar carnalmente, y el no regenerado puede ser muy respetable y religioso. Son las crisis de la vida las que revelan los secretos de nuestro corazón y ponen de manifiesto si somos realmente nuevas criaturas en Cristo o meros seres mundanos blanqueados. Es nuestra reacción a las interposiciones y los juicios de Dios lo que saca a la superficie lo que está dentro de nosotros. Los hijos de este mundo pasaran el tiempo en festines y orgías, aunque el mundo corra hacia su destrucción; pero los hijos de Dios acudirán al abrigo del Altísimo y morarán bajo la sombra del Omnipotente.

"Y Elías subió a la cumbre del Carmelo; y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas." Hay varias lecciones importantes aquí que los ministros del Evangelio harían bien en guardar en su corazón. Elías no esperó a recibir las congratulaciones del pueblo por el éxito de su encuentro con los falsos profetas, sino que se retiró de la vista de los hombres para estar solo con Dios. Acab acudió presto a su fiesta carnal, pero el profeta, como el Señor, tenia "una comida que comer" que los otros no conocían (Juan 4:32). Por otro lado, Elías no llegó a la conclusión de que podía descansar después de haber cumplido su ministerio público, sino que deseó dar las gracias a su Señor por su gracia soberana en el milagro que había llevado a cabo. El predicador no debe pensar que, cuando la congregación se ha dispersado, su trabajo ha concluido: necesita buscar la comunión con Dios, pedirle su bendición sobre su trabajo, alabarle por lo que É1 ha obrado, y suplicarle más manifestaciones de su amor y misericordia.
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PERSEVERANCIA EN LA ORACIÓN

“Y Elías subió a la cumbre del Carmelo; y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas" (I Reyes 18:42). Al final del capítulo anterior decíamos que este versículo ofrece grandes lecciones que los ministros del Evangelio harían bien en tener muy en cuenta, siendo la principal de éstas lo importante y necesario que para ellos es el retirarse del lugar de su ministerio, con el fin de tener comunión con su Señor. Cuando su labor pública ha terminado, necesitan darse a una obra en privado con Dios. Los ministros, no sólo han de predicar, sino, también, orar; y no sólo antes y durante la preparación de sus sermones, sino también después. No sólo han de atender a las almas de su rebaño, sino que, además, han de cuidar de la suya propia con el propósito especial de que sean librados del orgullo, y la confianza en sus propios esfuerzos. El pecado puede contaminar la mejor de nuestras acciones. El siervo fiel, por mucho que Dios le corone de hito su trabajo, es consciente de sus defectos y halla motivos de humillación ante su Señor. Además, sabe que sólo Dios puede dar el crecimiento a la semilla que ha sembrado y que, para que sea ad, ha de suplicar delante del trono de la gracia.

En el pasaje que tenemos ante nosotros se contiene la más gloriosa e importante instrucción, no sólo para los ministros del Evangelio, sino también para el pueblo de Dios en general. Una vez más, el Espíritu ha tenido a bien darnos a conocer los secretos de la oración que es contestada, por cuanto era en el ejercicio santo de la misma que el profeta se ocupaba en esta ocasión. Puede que a1guien piense que en I Reyes 18:42 46 no se dice de modo explicito que Elías estuviera orando. Así es, en efecto; empero, en este detalle tenemos otra prueba de la importancia de comparar la Escritura con la Escritura. En Santiago 5:17, 18 se nos dice que "Elías era hombre sujeto a semejantes pasiones que nosotros, y rogó con oración que no lloviese, y no llovió sobre la tierra en tres años y seis meses. Y otra vez oro, y el cielo dio lluvia". Este versículo se refiere de modo claro al hecho que estamos considerando: así como los cielos se cerraron en respuesta a la oración de Elías, se abrieron, también, gracias a sus Aplicas. Así pues, tenemos de nuevo ante nosotros las condiciones que, para que sea eficaz, ha de reunir nuestra intercesión.

Hemos de hacer énfasis de nuevo en que estos pasajes del Antiguo Testamento fueron escritos para nuestra enseñanza y consolación (Romanos 15:4), y nos ofrecen ilustraciones, figuras y ejemplos valiosísimos de lo que el Nuevo Testamento contiene en forma de doctrina y precepto. Puede pensarse que, después de haber dedicado recientemente casi dos capitulas de este libro acerca de la vida de Elías a mostrar los secretos de la oración que todo lo puede, no hay necesidad de que volvamos de nuevo al mismo tema. Pero, lo que se nos muestra ahora es un aspecto diferente de la misma: en I Reyes 18:36 y 37 vimos el modo en que Elías oró en público, mientras que ahora se nos presenta el poder de su intercesión privada; y si queremos sacar el máximo provecho, posible de lo que se nos dice en los versículos 42 46, no podemos examinarlos superficialmente, sino de modo detenido. ¿Ansias llevar a cabo tus devociones secretas de modo, que sean aceptables a Dios y produzcan respuestas de paz? Si es así, presta atención a los detalles siguientes:

En primer lugar, este hombre de Dios se apartó de la multitud y "subió a la cumbre del Carmelo". Si queremos estar en la presencia de la Majestad de las alturas, si queremos valernos del "camino nuevo y vivo" que el Redentor consagró para su pueblo y "entrar en el santuario" (Hebreos 10:19,20), debemos retirarnos de este mundo loco y alborotador que nos rodea, para estar a solas con Dios. Ésta fue la gran lección que nuestro Señor enseñó en las primeras palabras que pronunció acerca del tema que nos ocupa: "Mas tu cuando oras, éntrate en tu cámara, y cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en secreto, te recompensará en público" (Mateo 6:6). Es totalmente necesario que nos separemos de aquellos que están sin Dios y que cerremos los ojos y los oídos a todo lo que se interpone entre nuestras mentes y Él. El hecho de entrar en la cámara y cerrar la puerta denota algo más que aislamiento físico: significa también calmar el espíritu, aquietar la carne febril y el pensamiento, para que estemos en un estado que nos permita acercarnos y dirigirnos al Santo. "Estad quietos, y conoced que yo soy Dios", es el requisito invariable. ¡Cuán a menudo nuestro descuido de "cerrar la puerta" hace ineficaz nuestra oración! La atmósfera del mundo es fatal para el espíritu de devoción; así pues, si queremos disfrutar de comunión con Dios, debemos estar a solas con ÉL.

En segundo lugar, observemos bien la postura en la que estaba este hombre de Dios: "Y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas" (vs. 42). ¡Qué extraño es esto! Como a1guien ha dicho: "Apenas le reconocemos; parece haber perdido su identidad. Pocas horas antes estaba erguido como un castaño de Basan; ahora encorvado como un junco." Al enfrentarse a la multitud reunida, a Acab y a los cientos de falsos profetas lo hizo con porte majestuoso y digno; mas ahora, al acercarse al Rey de reyes, su proceder es humilde y reverente. Allí como embajador de Dios, se había presentado ante Israel; ahora, como intercesor de Israel, se presenta ante el Altísimo. Al enfrentarse a las fuerzas de Baal fue Valiente como un león; a solas con Dios, esconde su rostro y, por sus acciones, reconoce que no es nada. Los que han sido más favorecidos por el cielo siempre han obrado así'; Abraham declaró: "He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza (Génesis 18:27). Cuando Daniel tuvo la Visión de Dios encarnado, declaró: "Mi fuerza se me trocó en desmayo" (Daniel 10:8). Aun los serafines cubren sus rostros en su presencia (Isaías 6.2).
Lo que estamos considerando es muy necesario para esta generación irreverente y profana. Aunque Dios le había favorecido tanto y le habla dado tanto poder en la orac1ón, Elías no se tomó ninguna libertad ni se acercó a él con familiaridad impropia. Por el contarlo, dobló sus rodillas ante el Altísimo Y puso su rostro entre las mismas como señal de la profunda Veneración que sentía por el Ser infinito y glorioso del cual era mensajero. Y si nuestros corazones sienten lo que debieran, cuanto mas favorecidos nos Veamos por Dios, mas nos humillará el sentido de nuestra propia indignidad e insignificancia y no encontraremos postura demasiado sumisa para expresar nuestro respeto por la Majestad divina. No debemos olvidar que, aunque es nuestro Padre, Dios es también nuestro Soberano, y que, aunque somos sus hijos, somos también sus súbditos. Si recordamos que el Todopoderoso obra con infinita condescendencia cuando "se humilla a mirar en el cielo y en la tierra" (Salmo 113:6), nos daremos cuenta de que nunca podemos rebajarnos demasiado ante ÉL.

¡De qué modo más grave se han pervertido las palabras: "Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia" (Hebreos 4:16)! Suponer que ellas nos autorizan a dirigirnos al Señor Dios como, si fuéramos iguales a ÉL es confundir las tinieblas con la luz y el mal con el bien. Si queremos que Dios nos oiga, debemos ponernos en el lugar que nos corresponde, es decir, en el polvo. "Humillaos pues bajo la poderosa mano de Dios, para que É1 os ensalce cuando, fuere tiempo", se halla antes que, "Echando toda Vuestra solicitud en C, porque M tiene cuidado de Vosotros" (I Pedro 5:6, 7). Debe humillarnos el sentido de nuestra propia bajeza. Si Moisés hubo de quitarse los zapatos antes de acercarse a la zarza en la cual se apareció la gloria de Dios, también nosotros debemos conducirnos como corresponde al poder y la majestad del Señor cuando nos dirigimos a ÉL en oración. Es Verdad que el cristiano ha sido regenerado y hecho acepto en el Amado; pero no obstante sigue siendo, en sí mismo, un pecador. Como a1guien señaló, "el más tierno amor, que echa fuera el temor que atormenta, engendra un temor tan delicado y sensible como el de Juan, quien, aunque habla recostado su cabeza en el seno de Cristo, tuvo escrúpulos de entrar demasiado deprisa en la rumba donde ÉL habla dormido".

En tercer lugar, notemos de modo especial que la oración de Elías se basaba en una promesa divina. Cuando el Señor le mandó presentarse de nuevo ante Acab, le dijo explícitamente: "Y Yo daré lluvia sobre la haz de la tierra" (18:1). ¿Por qué, pues, habla de pedir lluvia de modo tan ferviente? Para la razón natural, el hecho de que Dios asegure una cosa hace innecesario pedir su cumplimiento; ¿No cumpliría Dios su palabra, enviando lluvia independientemente de que le fuera pedida? Elías no razonó de este modo, y tampoco, deberíamos hacerlo nosotros. Las promesas de Dios, lejos de eximirnos del deber de suplicar al trono de la gracia las bendiciones garantizadas, están destinadas a instruirnos acerca de las cosas por las que debemos pedir, y a alentarnos a pedirlas creyendo, para que puedan ser cumplidas en nosotros. Los pensamientos y los caminos de Dios son siempre lo contrario de los nuestros, e infinitamente superiores a los mismos. En Ezequiel 36:24 36 se halla una lista de promesas; sin embargo, en relación estrecha con ellas, leemos: “Aun seré solicitado de la casa de Israel, para hacerles esto" (vs37).

Al pedir las cosas que Dios ha prometido, le reconocemos como el Dador y aprendemos a depender de Él: la fe entra en acción y, al recibirlas, apreciamos aun más  sus misericordias. Dios hará lo que se ha propuesto, pero quiere que le supliquemos las cosas que queremos que haga por nosotros. Aun a su Hijo amado, Dios dice: "Pídeme, y te daré por heredad las gentes” (Salmo 2:8): el galardón ha de serle pedido. Aunque Elías oyó (por fe) sonar "una grande Lluvia", habla de orar pidiéndola (Zacarías 10:1). Dios ha establecido que, si queremos recibir, hemos de pedir; si queremos hallar, hemos de buscar; si queremos que se nos abra la puerta de la bendición, hemos de Llamar; y si dejamos de hacerlo así, comprobaremos la Verdad de aquellas palabras: "No tenéis lo que deseáis, porque no pedís" (Santiago 4:2). Así pues, las promesas de Dios nos son dadas para movernos a la oración, Para que nos sirvan de modelo en el que fundir nuestras peticiones, y Para darnos a entender el alcance de las respuestas que podemos esperar.

En cuarto Jugar, su oración era definitiva y atinada. La Escritura dice: "Pedid a Jehová lluvia" (Zacarías 10:1), y el profeta pidió esto de modo concreto: no se extendió en generalizaciones, sino que fue especifico. Es en esto que fracasan tantos. Sus peticiones son tan vagas que, si recibieran contestación, casi no la reconocerían; sus ruegos están tan faltos de precisión que, al día siguiente, son incapaces de recordar lo que pidieron. No es extraño que semejante modo de orar no aproveche al alma, ni consiga mucho. Las cartas que no requieren contestación contienen poco o nada de algún valor o importancia. Si el lector repasa los cuatro evangelios con esta idea en su mente, observaría qué definidas eran las peticiones y con qué detalle describían su caso todos los que se allegaron a Cristo y obtuvieron curación, y recordad que ello está escrito Para nuestra enseñanza. Cuando los discípulos pidieron al Señor que les enseñara a orar, Él dijo: "¿Quién de Vosotros tendrá un amigo, e irá a é1 a media noche, y le dirá: Amigo, préstame tres panes?" (Lucas 11:5); no dijo simplemente "comida", sino, de modo especifico, "tres panes".

En quinto lugar, su oración fue ferviente. No es necesario gritar ni chillar Para demostrar el fervor; Pero, por otra parte, las peticiones frías y formalistas no Van a Verse contestadas. Dios nos concede lo que pedimos sólo por el nombre de Cristo; sin embargo, a menos que supliquemos con ardor y Verdad, con intensidad de espíritu y ruego Vehemente, no obtendremos la deseada bendición. La Escritura da a entender constantemente que es necesario porfiar, al comparar la oración con el buscar, Llamar, clamar y procurar. Recordad cómo Jacob luchó con el Señor, y cómo David suspiró y derramó su alma. ¡Qué distintas son las peticiones indiferentes y lánguidas de la mayoría de los hombres de hoy! Esta escrito del Redentor bendito que ofreció "ruegos y súplicas con gran clamor y lagrimas” (Hebreos 5:7). No es la oración indiferente y mecánica la que "puede mucho", sino "la oración del justo, obrando eficazmente" (Santiago 5:16).

En sexto lugar, notemos bien la vigilancia de Elías al orar: "Y dijo, a su criado: Sube ahora, y mira hacia la mar" (Él. 43). Mientras oramos y cuando esperamos la contestación a nuestras súplicas, debemos estar alerta para ver las señales del bien que deseamos. El salmista dijo: "Esperó yo a Jehová, esperó mi alma; en su palabra ha esperado. Mi alma espera a Jehová más que los centinelas a la mañana, más que los vigilantes a la mañana" (Salmo 130:5,6). Estas palabras hacen alusión a los que estaban apostados como vigías, quienes miraban hacia oriente para descubrir la primera luz del día, y daban la señal a fin de que se ofreciera el sacrificio en el templo a la hora exacta. Del mismo modo, el alma suplicante ha de estar alerta para descubrir a1guna señal de la Llegada de la bendición por la cual ora. "Perseverad en oración, velando en ella con hacimiento de gracias" (Colosenses 4:2). Cuán a menudo dejamos de hacerlo debido a que nuestros deseos son mayores que nuestra esperanza. Oramos, pero no vigilamos esperando ver los favores que buscamos. ¡Qué diferente era el caso de Elías!
En séptimo lugar, Elías perseveraba en su súplica. Este es el rasgo, más notable de su conducta, al cual debemos prestar especial atención porque es en este punto donde fracasamos más lastimosamente. "Y dijo a su criado: Sube ahora, y mira hacia la mar. Y & subió, y miró, y dijo: No hay nada.” “Nada” hay en el cielo, ni levantándose del mar, que indique que va a llover. ¿No conocernos por propia experiencia esta verdad? Hemos buscado al Señor y hemos esperado confiados su intervención; mas, en vez de ver una señal de que Él nos ha oído, miramos y "no hay nada". ¿Cuál ha sido nuestra reacción? ¿Hemos dicho con enojo e incredulidad: "Ya me lo esperaba", y hemos dejado de orar? Si es así, hemos adoptado una actitud equivocada. Tenemos que estar seguros, en primer lugar, de que nuestra petición está basada en una promesa divina; después, esperemos confiadamente a que Dios la cumpla a su debido tiempo. Si no tienes una promesa concreta de Dios, pon tu caso en sus manos y procura aceptar su voluntad acerca de los resultados.

“Y Él subió, y miró, y dijo: No hay nada". Ni siquiera Elías recibía respuesta inmediata; iquidades somos nosotros para exigir pronta contestación a nuestro primer ruego. El profeta no pensó que, ya que habla pedido una vez y no había habido respuesta, no tenía necesidad a1guna de seguir pidiendo; sino que, por el contrario, perseveró hasta que la recibió. Esta fue, tam¬bién, la persistencia del patriarca Jacob: "No te dejaré, si no me bendices" (Génesis 32:26). Este era el modo de orar del salmista: "Resignadamente esperé a Jehová, e inclinóse a mi, y oyó mi clamor" (40:1). "Y é1 le volvió a decir: vuelve siete veces" (vs. 43); ésa fue la orden que el profeta dio a su criado. Estaba convencido de que, tarde o temprano, Dios le concedería lo que pedía, pero estaba persuadido de que no debía darle tregua (Isaías 62:7). El criado regresó seis veces diciendo que no había señal alguna de lluvia, mas el profeta no desmayó en sus suplicas. No desmayemos nosotros orando nuestras oraciones no se ven coronadas por el éxito inmediato, antes bien, insistamos ejerciendo fe y paciencia basta que la bendición esperada llegue.

El pedir una y otra vez, hasta seis veces, sin que le fuera concedido lo que pedía, era una prueba no pequeña de la paciencia de Elías, pero le fue dada gracia para resistirla. "Empero Jehová esperará para tener piedad de vosotros" (Isaías 30:18). ¿Por qué? Para enseñarnos que, cuando se nos oye, no es debido a nuestro fervor y premura, ni porque nuestra causa sea justa: no podemos exigir nada de Dios; todo es de gracia, y por lo tanto, debemos esperar el momento que crea conveniente. El Señor espera, no porque sea un tirano, sino "para tener piedad”. Él espera por nuestro bien: para perfeccionarnos, y para que aumente nuestra sumisión a su santa voluntad; es entonces cuando se vuelve a nosotros y nos dice con amor: “Grande es; tu fe; sea hecho contigo como quieres" (Mateo 15: 28). Esta es la confianza que tenemos en Él, que si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que El nos oye en cualquiera cosa que demandáremos, sabemos que tenemos las peticiones que le hubiéremos demandado" (I Juan 5:14, 15). Dios no puede quebrantar su Palabra, pero debemos esperar el momento que Él crea oportuno perseverando en la oración sin desmayo hasta que nos conteste.

"Y a la séptima vez dijo: Yo veo una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que sube de la mar" (vs. 44). La perseverancia en la oración del profeta no había sido en vano, por cuanto ésta era la señal de que Dios le había oído. Dios pocas veces da una respuesta completa a la oración de modo inmediato, sino que, por regla general, da un poco al principio, y luego, según crea que es mejor para nosotros, contesta de modo más pleno. Lo que el creyente recibe ahora, no es nada comparado con lo que recibirá si persevera en la oración de fe. Dios, aunque tuvo a bien hacer esperar al profeta por un tiempo, no defraudó sus esperanzas, como tampoco lo hará con nosotros si perseveramos en oración, velando en ella con hacimiento de gracias. Así pues, estemos prestos a recibir con gozo y gratitud la menor indicación de la respuesta a nuestras peticiones, aceptándola como una muestra del bien, y como un estímulo para perseverar en nuestras s6plicas hasta que sean cumplidos de modo pleno los deseos basados en la Palabra. Los principios modestos producen a menudo resultados maravillosos, como enseña la parábola del grano de mostaza (Mateo 13:31,32). Los esfuerzos débiles de los apóstoles tuvieron un hito asombroso cuando Dios los aceptó y los bendijo. Hay un significado simbólico en las palabras “como, la palma de la mano de un hombre”: la mano de un hombre se habla levantado en oración, y era como si hubiera dejado su sombra en el cielo.

"Y é1 dijo: ve, y di a Acab: Unce y desciende, porque la lluvia no te ataje" (vs. 44). Elías no desdeñó este augurio significativo, a pesar de ser pequeño, sino que cobró aliento en él. Estaba tan seguro de que las ventanas del cielo estaban a punto de abrirse dando lluvia abundante, que envió a su criado con un mensaje urgente para que Acab escapara enseguida, antes de que estallara la tormenta y el arroyo de Cisón estuviera tan henchido que le impidiera regresar. Qué muestra más clara de su confianza santa en un Dios que contesta la oración. La fe ve al Todopoderoso detrás de "una pequeña nube". Un "puñado de harina" había bastado en las manos de Dios para sustentar a una familia durante muchos meses; y una nube "corno la palma de la mano de un hombre" podía considerarse suficiente para proporcionar abundancia de agua. "Y aconteció, estando en esto, que los cielos se oscurecieron con nubes y viento; y hubo una gran lluvia" (vs. 45). Cómo debería ello hablarnos a nosotros. Creyente que estás siendo probado con severidad, toma aliento de lo que está escrito: la respuesta a tus oraciones puede que esté mucho más cerca de lo que piensas.

"Y subiendo Acab, vino a Jezreel" (Él. 45). El rey obró con prontitud al recibir el mensaje del profeta. Con cuánta mayor prontitud se atiende a los consejos temporales de los ministros del Señor que a los espirituales. Acab no abrigaba duda alguna acerca de la inminencia de la lluvia. Estaba convencido de que Aquél que había contestado a Elías con fuego iba a hacerlo ahora con agua; no obstante, su corazón permaneció tan endurecido para con Dios como siempre. Qué solemne es el cuadro que se nos presenta: Acab estaba convencido pero no convertido. Cuántos hay en las iglesias hoy en día quienes, como é1, tienen la religión en la mente, pero no en el corazón; están convencidos de que el Evangelio es la verdad, y, sin embargo, lo rechazan; están seguros de que Cristo es poderoso para salvar, y, aun así, no se rinden a Él.
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LA HUIDA

Al pasar del capítulo 18 al 19 de I Reyes, nos encontramos con una transición extraña. Es como si el sol brillara en un ciclo claro y, de repente, sin aviso alguno, éste se cubriera de negras nubes y una tormenta sacudiera la tierra. Los contrastes que ofrecen estos dos capítulos son violentos y sobrecogedores. Al final del uno, “la mano de Jehová fue sobre Elías mientras corría delante del carruaje de Acab; al principio del otro, está ocupado en sí mismo, tratando de "salvar su vida”. En el primero vemos lo mejor del profeta; en el último lo peor. Allí era fuerte en la fe, ayudando a su pueblo; aquí está lleno de temor y abandona su pata. En el uno se enfrenta intrépidamente a los cuatrocientos profetas de Baal; en el otro huye lleno de pánico a causa de las amenazas de una mujer. De la cumbre del monte se va al desierto, y de suplicar a Jehová que vindicara y glorificara su grande nombre pasa a implorarle que le mate. ¿Quién podía esperar semejante tragedia?

En estos contrastes tan marcados tenernos una prueba sorprendente de la inspiración de las Escrituras. La naturaleza humana se pinta en la Biblia en sus verdaderos colores: el carácter de los héroes está descrito fielmente, los pecados de los personajes notables están registrados con franqueza. Es verdad que de humanos es el errar, pero es igualmente cierto que el esconder las faltas de aquellos a los que admirarnos más es muy humano, también. Si la Biblia hubiera sido un producto de los hombres, si hubiese sido escrita por historiadores no inspirados, estos habrían exaltado las virtudes de los hombres más lustres de sus respectivos países, e ignorado sus faltas; y si las hubieran mencionado, sería disculpándolos e intentando atenuarlas. Si un admirador humano hubiera escrito la historia de Elías, hubiese omitido su triste fracaso. El hecho de que está, de que no se pretende excusarlo, es una evidencia de que los personajes de la Biblia están pintados en colores verdaderos y reales, y de que no fueron trazados por manos humanas, sino por escritores que estaban dirigidos por el Espíritu Santo.

"Y la mano de Jehová fue sobre Elías, el cual ciñó sus lomos y vino corriendo delante de Acab hasta llegar a Jezreel” (I Reyes 18:46). Ello es maravilloso. La expresión "la mano del Señor se usa a menudo en las Escrituras para describir su poder y bendición. Por ello, Esdras dijo: "La mano de nuestro Dios fue sobre nosotros, el cual nos libró de mano de enemigo (8:31); "La mano del Señor era con ellos; y creyendo, gran número se convirtió al Señor" (Hechos 11:21). El hecho de que estas palabras se encuentren en este versículo sirve de secuela instructiva a lo que se nos dice en el versículo 42. Allí vimos al profeta postrado en tierra y humillado ante Dios; aquí vemos a Dios honrando y sosteniendo milagrosamente a su siervo. Si queremos tener el poder y disfrutar de la bendición de Dios, debemos humillarnos ante É1. En esta ocasión, la "mano del Señor" transmitió poder sobrenatural y ligereza de pies al profeta, hasta el punto de que recorriera casi veintinueve kilómetros más rápidamente que el carruaje del rey; de este modo, Dios honró aun más a quien le habla honrado, al mismo tiempo que proporcionaba a Acab una prueba más de lo divino del cometido de Elías. Esto ilustraba la naturaleza de los caminos del Señor: cuando un hombre desciende al polvo delante del Altísimo, bien pronto verá el mundo que un poder mayor que el suyo es el que le da vigor,

"Ciñó sus lomos, y vino corriendo delante de Acab hasta llegar a Jezreel." Todos los detalles contienen una enseñanza importante para nosotros. El poder de Dios que había en Elías no le hizo descuidado y negligente de su propio deber: recogió sus ropas para que no entorpecieran sus movimientos. Y si nosotros queremos correr con paciencia la carrera que nos es propuesta, hemos de dejar "todo el peso" (Hebreos 12:1). Si queremos estar "firmes contra las asechanzas del diablo", debemos tener "ceñidos nuestros lomos de verdad" (Efesios 6:14). Al correr "delante de Acab", Elías tomó el lugar de un humilde lacayo, lo que habla de mostrar al monarca que su celo contra la idolatría no estaba movido por el desacato a su persona, sino sólo por su fidelidad a Dios. Al pueblo del Señor se le requiere "honrar al rey” en todas las cuestiones civiles, y aun en ello, el deber de los ministros es dar ejemplo. La conducta de Elías en esta ocasión puso de nuevo a prueba el carácter de Acab: si hubiera tenido respeto alguno al siervo de Dios, le hubiera invitado a subir a su carruaje, como el etíope ilustre hizo con Felipe (Hechos 8:31), pero no fue éste el caso de este hijo de Belial.

El rey impío se apresuró a ir a Jezreel donde su vil esposa le esperaba. Para Jezabel, el día debla de ser largo y penoso, porque hablan transcurrido muchas horas desde que su marido saliera a encontrarse con Elías en el Carmelo. El mandato perentorio que había recibido del siervo de Jehová de reunir todo el pueblo de Israel y los profetas de Baal, daba a entender que había llegado el momento de la crisis. Por consiguiente, debla de estar, ansiosa de saber cómo hablan ido las cosas. Sin duda alguna, acariciarla la esperanza de que sus sacerdotes habían triunfado, y al contemplar las nubes que cubrían el cielo, debla de atribuir, el hecho feliz a alguna grandiosa intervención de Baal en respuesta a sus súplicas. Si era así, todo iba bien: los deseos de su corazón iban a realizarse, sus planes serían coronados por el éxito, los indecisos israelitas serían ganados para su régimen idólatra y los últimos vestigios de culto a Jehová serían eliminados. Toda la culpa del hambre penosa era de Elías; pero ella y sus sacerdotes iban a atribuirse la gloria de que hubiera terminado. Es muy probable que éstos fueran los pensamientos que ocupaban su mente durante la espera.

Mas ahora la incertidumbre había acabado: el rey llegó y se apresuró a darle las nuevas. "Y Acab dio la nueva a Jezabel de todo lo que Elías había hecho, de cómo había muerto a cuchillo a todos los profetas" (19:1), Lo primero que nos llama la atención acerca de estas palabras es tina omisión notable: el Señor estaba excluido por completo. No dicen nada de las maravillas que Él habla obrado en ese día; de cómo habla hecho descender fuego del cielo que consumiera, no sólo el sacrificio, sino aun las piedras del altar y el agua de la reguera que lo rodeaba; y cómo, en respuesta a la oración del profeta, había enviado lluvia en abundancia. No, no hay lugar para Dios en los pensamientos de los impíos sino que, por el contrario, hacen los máximos esfuerzos para desterrarle de sus mentes. Y aun aquellos que, por algún interés personal, adoptan la religión, y hacen profesión de fe y asisten a los cultos, hablar de Dios y sus maravillosas obras a su esposa en su hogar, es lo último que harían. Para la inmensa mayoría de los que profesan ser cristianos, la religión es como sus ropas domingueras: algo que se lleva en ese día pero que se guarda durante el resto de la semana.

"Y Acab dio la nueva a Jezabel de todo lo que Elías había hecho." Al no ocupar Dios el pensamiento de los impíos, éstos atribuyen a las causas secundarías o al instrumento humano aquello que el Señor hace. No 'Importa que Dios juzgue o que bendiga; el incrédulo pierde de vista su Persona y sólo ve los medios que emplea o los instrumentos que usa. Cuando un hombre de ambición insaciable es el instrumento en las manos de Dios para castigar las naciones cargadas de pecado, ese instrumento se convierte en el objeto del odio universal, pero no hay humillación alguna por parte de las naciones ante Aquél que empuña la vara del juicio. Si se levanta un Whitefield o un Spurgeon para predicar la Palabra con poder y bendición extraordinarios, las masas de gentes religiosas le adoran y los hombres hablan de sus habilidades y de sus convertidos. Así fue en el caso de Acab: primero, achacó la sequía y el hambre al profeta  "¿Eres tú el que alborotas a Israel?" (18:17), en vez de percibir que era el Señor quien tenía un pleito con la nación culpable, y que era él, Acab, el principal responsable por la condición en que se encontraban; y ahora está todavía ocupándose de "lo que Elías habla hecho".

"Y Acab dio la nueva a Jezabel de todo lo que Elías había hecho.” Debía de relatarle cómo se había burlado de los profetas, lacerándolos con su ironía mordiente, y convirtiéndolos en el escarnio de todo el pueblo. Le explicaría de qué modo los había avergonzado con su reto, y cómo él, como por arte de magia, había hecho descender fuego del cielo. Debla de extenderse en detalles de la victoria del tisbita, del éxtasis producido en el pueblo y de cómo hablan caldo sobre sus rostros diciendo: “¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios!" Que todo esto se lo explicó, no para convencer a Jezabel de su error, sino para encender su furor contra el siervo de Dios, se pone de manifiesto en su clímax intencionado: “cómo había muerto a cuchillo a todos los profetas.” ¡Cómo revela ello una vez más el terrible carácter de Acab! Del mismo modo que la sequía anunciada y el hambre consiguiente no habían hecho que se volviera al Señor, tampoco la misericordia divina que se manifestó al enviar la lluvia le llevó al arrepentimiento. Ni los juicios divinos ni las bendiciones, de por si, regenerarán al inconverso: sólo un milagro de gracia soberana puede hacer que las almas se vuelvan del poder del pecado y Satanás al Dios vivo.

No es difícil imaginar el efecto producido por el informe de Acab en la altiva, dominante y feroz Jezabel: debía de herir su amor propio y encender su irascibilidad de tal modo que sólo podía calmarla la eliminación inmediata del objeto de su resentimiento. “Entonces envió Jezabel a Elías un mensaje, diciendo: Así me hagan los dioses, y así me añadan, si mañana a estas horas yo no haya puesto tu persona como la de uno de ellos” (v. 2). El corazón de Acab permaneció impasible por lo que había acontecido en el Carmelo, e insensible a Dios; pero el de su esposa pagana aun más. Él era sensual y materialista, no importándole nada los asuntos religiosos; mientras tuviera abundancia de comida y bebida, y sus caballos y acémilas estuvieran bien cuidados, era feliz. Pero Jezabel era un caso distinto; era tan resoluta como débil era él. Era astuta, sin escrúpulos, despiadada; Acab no era más que un instrumento en sus manos para satisfacer sus deseos de placer, y en ello, como indica Apocalipsis 2:20, era la sombra de la mujer sentada sobre la bestia bermeja (Apocalipsis 17:3). La crisis era de la máxima trascendencia, y actuó con prontitud movida tanto por la indignación como por la política que perseguía. Si no se ponía fin a esa reforma nacional, destruirla aquello por lo que había trabajado durante años.

"Así me hagan los dioses, y así me añadan, si mañana a estas horas yo no haya puesto tu persona como la de uno de ellos” (es decir, sus profetas muertos a cuchillo). He aquí la enemistad horrible e implacable contra Dios del alma que Él ha abandonado. Su corazón, completamente incorregible, era insensible por entero a la presencia y el poder divinos. Observad el modo en que se expresa el odio: incapaz de herir a Jehová, su maldad se desborda contra el siervo. Siempre ha sido ésta la actitud de aquellos a quienes Dios entregó a una mente depravada. Egipto sufrió una plaga tras otra; con todo, lejos de deponer las armas de rebelión, Faraón, luego que el Señor habla sacado a Su pueblo con mano poderosa, declaró: “Perseguiré, prenderé, repartiré despojos; mi alma se henchirá de ellos; sacaré ni espada, destruirlos ha mi mano” (Éxodo 15:9). Cuando los miembros del Sanedrín pusieron los ojos en Esteban y “vieron su rostro como el rostro de un ángel", resplandeciente de gloria celestial, en vez de recibir su mensaje, “regañaban de sus corazones, y crujían los dientes contra él", y como locos furiosos, “dando grandes voces, se taparon sus oídos, y arremetieron unánimes contra él; y echándolo fuera de la ciudad, le apedreaban” (Hechos 7:54 58).

Guárdate de resistir a Dios y de rechazar su Palabra, no sea que te abandone y permita que tu locura te lleve a tu propia destrucción. Cuanto más manifiesto era que Dios estaba con Elías, tanto más exacerbada estaba contra él. Cuando oyó que había matado a los sacerdotes, se volvió como una leona a quien han quitado su cría. Su furor no conoció límites; Elías habla de morir inmediatamente. Pronunció una imprecación terrible contra sí misma, jurando con jactancia por sus dioses, si Elías no, sufría la misma suerte que los falsos profetas. La resolución de Jezabel muestra la dureza de su corazón e ilustra con toda gravedad el hecho de que la impiedad aumenta en el alma humana. Los pecadores no llegan a semejantes extremos de desafío en un momento, sino que, a medida que la conciencia se resiste a las convicciones y rechaza una y otra vez la luz, aun las cosas que deberían ablandarla y humillarla la endurecen y la hacen más insolente; y cuanto más claro sea el modo en que Dios se presenta ante los ojos, mayor será el resentimiento en la mente y la hostilidad en el corazón. Y entonces, esa alma no está lejos de ser destinada al fuego eterno.

Aquí se ve la mano poderosa de Dios. Jezabel, en vez de mandar a sus oficiales que dieran muerte al profeta en el acto, envió a un mensajero que le anunciara la sentencia dictada contra él. Con qué frecuencia la pasión loca desbarata sus propios fines, haciendo que la furia desenfrenada ofusque la razón de modo que deje de obrarse con prudencia y cautela. Es más que probable que se sintiera tan segura de su presa que no temiera el anunciarle sus propósitos. Empero, el futuro no está en las manos de los hijos de los hombres, cualquiera que sea la autoridad que tenga en este mundo. Es muy posible que pensara que Elías era tan valiente que no era probable que intentara escapar; pero en esto estaba equivocada. Dios, a menudo, "prende a los sabios en la astucia de ellos” (Job 5:13), y entontece el consejo de los Ahitofeles (II Samuel 15:31). Herodes abrigaba intenciones criminales contra el infante Salvador, pero sus padres, "siendo avisados por revelación en sueños”, le llevaron a Egipto (Mateo 2:12). Los judíos "hicieron entre sí consejo” de matar al apóstol Pablo, mas “las asechanzas de ellos fueron entendidas de Saulo”, y los discípulos le libraron de las manos de ellos (Hechos 9:23 25). Así fue, también, en esta ocasión: antes de que Jezabel descargara su cólera sobre Elías, le fue dado aviso a éste.

Esto nos lleva a la parte más triste de la narración. El tisbita recibe aviso de la determinación de la reina de matarle; ¿cuál fue su reacción? Era el siervo del Señor, mas ¿fue a Él en busca de instrucciones? Hemos visto que, en el pasado, una y otra vez "fue a él palabra de Jehová" (17:2,8; 18:1), diciéndole lo que tenla que hacer; ¿buscaría en esta ocasión la guía necesaria del Señor? En vez de exponer su caso ante Dios, tomó el asunto en sus propias manos; en vez de esperar con paciencia en Él, obró por un impulso precipitado, desertó de su deber y huyó de quien procuraba destruirle. "Viendo pues el peligro, levantóse y fuese por salvar su vida, y vino a Beerseba, que es en Judá, y dejó allí su criado” (v. 3). Observad con atención las palabras, "viendo pues el peligro, levantóse y fuese por salvar su vida”. Sus ojos estaban fijos en la reina malvada y enfurecida; su mente estaba ocupada en su poder y en su furor, y por consiguiente, su corazón se llenó de terror. La fe es lo único que puede librar del temor carnal: "He aquí Dios es salud mía, aseguráreme, y no temeré"; "Tú le guardarás en completa paz, cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti se ha confiado” (Isaías 12:2; 26:3). El pensamiento de Elías ya no perseveraba en Jehová, y en consecuencia, el temor se apoderó de él.

Hasta aquí Elías se había sostenido por la visión de la fe en el Dios vivo, pero ahora había perdido de vista al Señor y sólo veía la mujer cruel. Cuántos avisos solemnes contienen las Escrituras de las consecuencias desastrosas del andar por vista. "Alzó Lot sus ojos, y vio toda la llanura del Jordán, que toda ella era de riego” (Génesis 13:10), y eligió según esto; pero está escrito que, poco después, "fue poniendo sus tiendas hasta Sodoma". El informe de la mayoría de los doce hombres que Moisés mandó a espiar la tierra de Canaán fue: "Vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes; y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y as' les parecíamos a ellos" (Números 13:34). Como consecuencia de ello, “toda la congregación alzaron grita, y dieron voces; y el pueblo lloró aquella noche”. El andar por vista exagera las dificultades y paraliza la actividad espiritual. Fue “viendo el viento fuerte", que Pedro “ tuvo miedo" y comenzó a hundirse (Mateo 14:30). Qué contraste más grande el que ofrece en esta ocasión Elías con Moisés, quien "por le dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al invisible” (Hebreos 11:27), porque sólo la fe constantemente fija en Dios puede capacitarnos para sostenernos".

"Viendo pues el peligro, levantóse y fuese por salvar su vida”  no por Dios, ni por el bien de su pueblo, sino porque sólo pensó en si mismo. El hombre que había hecho frente a los cuatrocientos cincuenta profetas falsos, huía ahora de una mujer; el que hasta entonces habla sido tan fiel en el servicio del Señor, desertaba de su deber en el momento cuando su presencia era más necesaria para que el pueblo viera fortalecidas sus convicciones, y para que la obra de reforma fuera llevada adelante y establecida de modo firme. ¡Así es el hombre! De la manera que a Pedro le faltó el valor en la presencia de una sirvienta, así también Elías se vio sin fuerzas ante las amenazas de Jezabel. ¿Exclamaremos: "Cómo han caído los valientes"? No, por cierto; ello seria una concepción carnal y errónea. La verdad es que "sólo cuando Dios otorga su gracia y su Espíritu Santo puede el hombre caminar con rectitud. La conducta de Elías en esta ocasión muestra que el espíritu y el valor que había manifestado anteriormente eran del Señor, y no suyos propios; y que, si los que hacen gala del mayor celo y valentía por Dios y su verdad fueran abandonados a su propia suerte, vendrían a ser débiles y timoratos” (John Gill).
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EN EL DESIERTO

La porción de los hijos de Dios es variada y sujeta a cambios frecuentes. No podemos esperar que sea de otro modo mientras estemos en este mundo donde no hay nada estable: la mutabilidad y la fluctuación caracterizan todo lo que hay debajo del sol. El hombre nace para la aflicción como las centellas se levantan para volar por el aire, y la experiencia común a todos los santos no constituye excepción a esta regla general. "En el mundo tendréis aflicción" (Juan 16:33), advirtió Cristo claramente a sus discípulos; "mas", añadió, "confiad, yo he vencido al mundo”, y por lo tanto, participaréis de mi victoria. Con todo, a pesar de que la victoria es cierta, sufren muchas derrotas por el camino. No disfrutan de un verano continuo en sus almas; empero no siempre es invierno para ellos. Su travesía por el mar de la vida es parecida a la de los marineros en el océano: “Suben a los cielos, descienden a los abismos; sus almas se derriten con el mal. Claman empero a Jehová en su angustia, y líbralos de sus aflicciones” (Salmo 107:26,28).

Así es, también, con los siervos de Dios. Es verdad que disfrutan de muchos privilegios ajenos al resto de los creyentes, pero tienen que responder de ellos. Los ministros del Evangelio no han de gastar la mayor parte de su tiempo y energías entre los infieles, afanándose por ganar su sustento; por el contrario, están resguardados del contacto constante con los impíos, y pueden y deben emplear la mayor parte de su tiempo en el estudio, la meditación y la oración. Además, Dios les ha otorgado dones especiales de carácter espiritual: una mayor medida de su Espíritu y una visión profunda de su Palabra, que debería capacitarles mucho más para hacer frente a las pruebas de la vida. Con todo, la "tribulación" también es su porción mientras están en este desierto de pecado. La corrupción que mora en ellos no les da descanso de día ni de noche, y el diablo hace de ellos los principales objetos de su malevolencia, buscando siempre enturbiar su paz y destruir el bien que pueden hacer, descargando sobre ellos todo el furor de su odio.

Es justo que se espere mucho más del ministro del Evangelio que de los demás. Se requiere de él que sea "ejemplo de los fieles en palabra, en conversación (conducta), en caridad, en espíritu, en fe, en limpieza” (I Timoteo 4:12); y el mostrarse “en todo por ejemplo de buenas obras; en doctrina haciendo ver integridad, gravedad" (Tito 2:7). Pero, aunque sea un "hombre de Dios”, es un “hombre” y no un ángel, y está rodeado de flaqueza e inclinado al mal. Dios ha depositado su tesoro en "vasos de barro”  no acero u oro  que se rompen y echan a perder con facilidad y que no tienen valor alguno, "para que”, añade el apóstol, “la alteza del poder sea de Dios, y no de nosotros" (II Corintios 4:7); es decir, el glorioso Evangelio que proclaman los ministros no es el producto de sus cerebros, y los efectos benditos que produce no son debidos, tampoco, a su destreza. No son más que instrumentos, débiles y sin valor en si mismos; su mensaje procede de Dios, y sus frutos son debidos únicamente al Espíritu Santo, de modo que no tienen motivo alguno de vanagloria; y asimismo, los que se benefician de sus esfuerzos no tienen razón alguna de hacer de ellos héroes, ni de considerarles seres superiores que merecen ser tenidos como dioses de menor cuantía.

El Señor es muy celoso de su honor y no compartirá su gloria con nadie. Su pueblo profesa creer esto como verdad fundamental, pero, aun así, acostumbra a olvidarlo. También ellos son humanos e inclinados a adorar a los héroes, dados a la idolatría y a rendir a las criaturas lo que sólo pertenece al Señor. De ahí que sufran tantos desengaños al comprobar que su ídolo querido es, como ellos mismos, hecho de barro. Para formar su pueblo, Dios ha escogido "lo necio del mundo", "lo flaco del mundo”, "lo vil" y "lo que no es”, "para que ninguna carne se jacte en su presencia” (I Corintios 1:27 29). Él ha llamado a hombres pecadores, aunque regenerados, y no a ángeles para que predicaran su Evangelio a fin de hacer evidente que "la alteza del poder” al llamar a los pecadores de las tinieblas a su luz admirable no estriba en ellos ni procede de ellos, sino que sólo Él es el que da el crecimiento a la semilla por ellos sembrada: 'Así que, ni el que planta (el evangelista) es algo, ni el que riega (el maestro); sino Dios” (I Corintios 3:7).

Es por esta razón que Dios permite que resalte el hecho de que los mejores hombres no son más que hombres. Por ricos que sean en dones, por eminentes que sean en el servicio de Dios, por mucho que Él los honre y los use, si su poder sustentador se apartara de ellos por un momento, se vería en seguida que soy, "vasos de barro”. Ningún hombre puede mantenerse por más tiempo del que la gracia divina le sostiene. El más experimentado de los santos, por si mismo es tan frágil como una pompa de jabón y tan asustadizo como un ratón. "Es completa vanidad todo hombre que vive” (Salmo 39:5). Siendo así, ¿por qué ha de juzgarse cosa increíble el leer acerca de las faltas y las caídas de los santos y los siervos de Dios más favorecidos? La borrachera de Noé, la carnalidad de Lot, las prevaricaciones de Abraham, la ira de Moisés, los celos de Aarón, las prisas de Josué, el adulterio de David, la desobediencia de Jonás, la negación (lo Pedro y la disputa de Pablo con Bernabé, todos ellos son otras tantas ilustraciones de la solemne verdad de que "no hay hombre justo en la tierra, que haga bien y nunca peque" (Eclesiastés 7:20). La perfección se encuentra en el cielo, y no en la tierra, fuera de en el Hombre perfecto.

Con todo, recordemos que las faltas de estos hombres no han quedado registradas en la Escritura para que nos escudemos tras ellas ni para que las usemos como excusa de nuestra infidelidad. Por el contrario, han sido puestas ante nosotros como señales de peligro para que tomemos nota de ellas, y como avisos solemnes a los que atender. La lectura de las mismas Debería humillarnos y hacernos desconfiar cada vez más de nuestras propias fuerzas. Debería grabar en nuestros corazones el hecho de que nuestra fortaleza es sólo en el Señor, y que sin Él nada podemos hacer. Debería hacer brotar en nosotros una ferviente oración que humillase el orgullo y la presunción de nuestros corazones. Debería hacernos clamar constantemente: "Sostenme, y seré salvo” (Salmo 119:117). Y no sólo esto; debería, también, librarnos de confiar excesivamente en las criaturas y de esperar demasiado de los demás, incluso de los padres de Israel. Debería hacernos diligentes en el orar por nuestros hermanos en Cristo, especialmente por nuestros pastores, para que Dios se digne preservarles de todo lo que pueda deshonrar Su nombre y hacer que Sus enemigos se regocijen.

El hombre por cuyas oraciones se habían cerrado las ventanas del cielo durante tres años y medio, y por cuyas súplicas se hablan abierto de nuevo, no era una excepción: también él era de carne y hueso, y fue permitido que esto se manifestara dolorosamente. Jezabel envió un mensajero para que le informara de que al día siguiente iba a sufrir la misma suerte que sus profetas. “Viendo pues el peligro, levantóse y fuese por salvar su vida.” En medio de su triunfo glorioso sobre los enemigos del Señor, cuando el pueblo más le necesitaba para que les dirigiera en la destrucción total de la idolatría y el establecimiento del verdadero culto, la amenaza de la reina le aterrorizó y huyó. Era “la mano de Jehová" lo que le llevó a Jezreel (I Reyes 18:46), y no había recibido ninguna orden de partir de allí. Su privilegio Y su deber eran, en verdad, confiar en la protección de su Señor contra la ira de Jezabel, como antes lo había hecho con la de Acab. Si se hubiera puesto en las manos de Dios, P 1 no le habría dejado; y si hubiera permanecido en el lugar en que el Señor le habla puesto, hubiera podido hacer un gran bien.

Pero sus ojos ya no estaban fijos en Dios, y por el contrario, sólo veían una mujer enfurecida. Se habla olvidado de Aquél que le había dado de comer de modo milagroso en el arroyo de Querit, que le habla sostenido maravillosamente en el hogar de la viuda de Sarepta y que le habla fortalecido de modo tan señalado en el Carmelo. Huyó de su lugar de testimonio, pensando sólo en si mismo. Pero, ¿cómo podemos explicarnos este desliz tan extraño? Es indudable que sus temores fueron producidos por lo inesperado de las amenazas de la reina. ¿No era justo que esperara con gozo la cooperación de todo Israel en la obra de reforma? La nación entera que había clamado “¡Jehová es el Dios!”, ¿no se sentiría profundamente agradecida de que sus oraciones hubieran producido la tan necesitada lluvia? Y, de repente, todas sus esperanzas se vieron frustradas violentamente por este mensaje de la exasperada reina. Así pues, ¿perdió toda fe en la protección de Dios? Lejos esté de nosotros lanzar contra él semejante acusación; más bien parece que quedó momentáneamente abatido y lleno de pánico. No se detuvo a pensar, sino que, al tomarle por sorpresa, obró siguiendo sus impulsos. Cuán acertada la amonestación: "El que creyere, no se apresure" (Isaías 28:16).

Todo lo que acabamos de mencionar, aunque explica la acción apresurada de Elías, no aclara su extraño desliz. Fue la falta de fe lo que hizo que se llenara de temor. Pero, tengamos en cuenta que el ejercicio de la fe no es algo que esté a la disposición del creyente para usarlo cuando le parezca. No; la fe es un don divino, y el ejercicio de la misma sólo es posible por el poder divino; y tanto al concederla como al usarla, Dios obra de modo soberano. Con todo, aunque Dios siempre obra de Modo soberano, jamás lo hace de modo caprichoso. Él nunca aflige gustosamente, sino que lo hace porque le damos ocasión a usar su vara; nos priva de su gracia a causa de nuestro orgullo, y retira de nosotros el consuelo a causa de nuestros pecados. Dios permite que su pueblo sufra caídas por diversas razones; aun así, toda caída visible es siempre precedida de alguna falta cometida, y si queremos sacar todo el provecho del relato de los pecados de hombres tales como Abraham, David, Elías y Pedro, hemos de estudiar con atención qué fue lo que les llevó a cometerlos y cuáles fueron las causas. Esto se hace a menudo en el caso de Pedro, pero pocas veces en el de los otros.

En la mayoría de los casos, el contexto precedente da indicios claros de las primeras señales de declive; en el caso de Pedro, fue un espíritu de confianza en sí mismo que apuntaba su inminente calda. Pero, en el caso que nos ocupa, los versículos anteriores no ofrecen la clave del eclipse de la fe de Elías, aunque si los posteriores, en los que se indica la causa de su tropiezo. Cuando el Señor se le apareció y le preguntó: “¿Qué haces aquí, Elías?" (19:9), el profeta contestó: "Sentido he un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu alianza, han derribado tus altares, y han muerto a cuchillo tus profetas; y yo solo he quedado, y me buscan para quitarme la vida.” Ello nos muestra, en primer lugar, que consideraba demasiado su propia importancia; segundo, que se ocupaba demasiado de su servicio: "Yo solo he quedado” para mantener tu causa; y tercero, que le mortificaba la ausencia de los resultados que habla esperado. Los estragos del orgullo  "Yo solo"  ahogan el ejercicio de la fe. Nótese que Elías repitió esas afirmaciones (v. 14), y que la respuesta de Dios, por lo correctiva, parece dictaminar la enfermedad: ¡Eliseo fue nombrado en su lugar!

Entonces, Dios privó por el momento a Elías de su poder para que se viera en su debilidad natural. Lo hizo con toda justicia por cuanto sólo a los humildes les es prometida la gracia (Santiago 4:6). Así y todo, aun en esto Dios obra de modo soberano, por cuanto es por gracia solamente que el hombre puede humillarse. Él da más fe a unos que a otros, y la mantiene de modo más constante en algunos que en los demás. Qué contraste más marcado entre la huida de Elías y la fe de Eliseo: cuando el rey de Siria envió un gran ejército para arrestar a éste, y su siervo dijo: “¡Ah, señor mío! ¿Qué haremos?”, el profeta contestó: “No hayas miedo: porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos” (II Reyes 6:15,16). Cuando la Emperatriz Eudoxia envió un mensaje amenazador a Crisóstomo, éste contestó ¬"Ve, dile que no temo nada más que el pecado.” Cuando los amigos de Lutero le rogaron encarecidamente que no fuera a la Dieta de Worms a la que el emperador le había convocado, replicó: "Aunque todas las tejas de todas las casas de esa ciudad fueran un demonio, no me amedrentaría"; y fue, y Dios le libró de mano de sus enemigos. Sin embargo, en otras ocasiones se pusieron de manifiesto las flaquezas de Crisóstomo y Lutero.

La causa de la triste caída de Elías fue el que se ocupara de las circunstancias. La sentencia de la filosofía del mundo es que “el hombre es el producto de las circunstancias “. No hay duda de que ésta es, en gran medida, la verdad acerca del hombre natural; pero no debería ser verdad del cristiano, ni lo es mientras la gracia mora en él de modo saludable. La fe ve a Aquél que ordena todas las circunstancias que nos rodean, la esperanza ve más allá de lo que los ojos pueden ver, la paciencia da fortaleza para sobrellevar las pruebas, y el amor se deleita en Aquél a quien no le afectan las circunstancias. Mientras Elías miró al Señor, nada temió, aunque un ejército acampara a su alrededor. Pero, cuando miró a la criatura y contempló el peligro, pensó más en su propia seguridad que en la causa de Dios. El ocuparnos de las circunstancias es andar por vista, y ello es fatal para nuestra paz y para nuestra prosperidad espiritual. Por desagradables y difíciles que sean las circunstancias para nosotros, Dios puede preservarnos en medio de ellas, como hizo con Daniel cuando estaba en  el foso de los leones y con sus compañeros en el horno de fuego; sí, P 1 puede hacer que el corazón triunfe sobre ellas, como testifican los cantos de los apóstoles en el calabozo de Filipos.

Cuán necesario nos es clamar: "Señor, auméntanos la fe”, cuanto sólo cuando ejercitamos nuestra fe en Dios, podemos ser fuertes y estar seguros. Si le olvidamos, y si no somos conscientes de su presencia cuando nos amenazan grandes peligros, es seguro que obraremos de un modo indigno de nuestra profesión cristiana. Es por la fe que estamos firmes (II Corintios 1:24), y es por fe que somos guardados por el poder de Dios para salvación (I Pedro 1:5). Si tenemos al Señor delante de nosotros, y le contemplamos corno si estuviera a nuestro lado, nada podrá conmovernos ni nada podrá atemorizarnos; podremos desafiar al más poderoso y maligno de los enemigos. Empero, como alguien ha dicho: "¿Dónde está la fe que nunca duda? ¿Dónde la mano que nunca tiembla, la rodilla que jamás se dobla, el corazón que no desmaya?” Sin embargo, la falta está de nuestra parte, la culpa es nuestra. Aunque no esté a nuestro alcance el fortalecer la fe o el ponerla por obra, si que podemos debilitarla o impedir su normal funcionamiento. Después de decir: "Tú por la fe estás en pie", el apóstol añade inmediatamente: "No te ensoberbezcas, antes teme” (Romanos 11:20); desconfía de ti mismo, porque el orgullo y la suficiencia propia es lo que ahoga la respiración de la fe.

Muchos se han sorprendido al leer que los santos más notables de la Biblia tropezaban en las gracias divinas que eran sus puntos más fuertes. Abraham es notable por su fe y llegó a ser llamado el "padre de todos nosotros”; sin embargo, su fe desfalleció en Egipto cuando mintió a Faraón acerca de su mujer. Se nos dice que "Moisés era muy manso, más que todos los hombres que habla sobre la tierra” (Números 12:3); no obstante, perdió la paciencia y habló sin prudencia, por lo que fue excluido de entrar en Canaán. Juan era el apóstol del amor; con todo, en un arranque de intolerancia, él y su hermano Jacobo quisieron que descendiera fuego del cielo que destruyera a los samaritanos, por lo que el Salvador les reprendió (Lucas 9:54, 55). Elías era famoso por su intrepidez; aun así, fue su valentía lo que le faltó en esta ocasión. Ello demuestra que ninguno de ellos pudo ejercitar esas gracias que más distinguían sus caracteres sin la asistencia inmediata y constante de Dios; y que, cuando estuvieron en peligro de ser exaltados en demasía tuvieron que luchar contra la tentación sin su acostumbrada ayuda. Sólo cuando somos conscientes de nuestra debilidad y la reconocemos, somos hechos poderosos.

Pocas palabras bastarán para hacer la aplicación de este lamentable hecho. La lección principal del mismo es, sin duda, un aviso solemne para los que ocupan posiciones públicas en la viña del Señor. Cuando Él tiene a bien obrar por ellos, se levanta, con toda seguridad, oposición feroz y poderosa. Dijo el apóstol "Se me ha abierto puerta grande y eficaz, y muchos son los adversarios" (I Corintios 16:9); las dos cosas siempre van juntas; no obstante, si el Señor es nuestra confianza y fortaleza, no hay nada que temer. Satanás y su reino sufrieron un golpe certero y fatal aquel día en el Carmelo y, si Elías se hubiera mantenido firme, los siete mil adoradores secretos de Jehová se habrían atrevido a unirse a su lado, se habría cumplido la palabra de Miqueas 4:6,7, y el pueblo habría sido librado de la cautividad y la dispersión que siguieron. Si, un solo paso en falso bastó para que estas perspectivas felices se derrumbaran y no retornaran jamás. Busca la gracia, siervo de Dios, para resistir en el día malo, y estar firme, habiendo acabado todo" (Efesios 6:13).

Pero este triste incidente tiene una lección saludable que todos los creyentes necesitan guardar en sus corazones. La calda solemne del profeta sigue inmediatamente a las maravillas que tuvieron lugar en respuesta a sus súplicas. ¡Qué raro nos parece! Mejor dicho, ¡qué penetrante! En los capítulos precedentes hicimos énfasis en que las operaciones gloriosas que se obraron en el Carmelo ofrecían al pueblo de Dios la ilustración más sublime y la demostración más clara de la eficacia de la oración; por lo que esta secuela patética les muestra, en verdad, cuán necesario es que estén en guardia cuando han recibido alguna misericordia grande del trono de la gracia. Si el apóstol necesitó un aguijón en la carne, un mensajero de Satanás que le abofeteara, porque la grandeza de las revelaciones no le levantasen descomedidamente (II Corintios 12:7), cuán necesario nos es alegrarnos “con temblor” (Salmo 2:11), cuando nos exaltamos demasiado por haber recibido contestación a nuestras peticiones; cuán necesario que cada uno de nosotros "no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de si con templanza, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Romanos 12:3).

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